La señal

miércoles, 23 de mayo de 2007


¡Vaya racha llevamos! Primero fue la extraña desaparición de Don Quijote y Tinterico. Y hace seis días la del yayo Daniel, el padre de Lucas el papuchi.
El jueves, 17 de mayo, a eso de las cuatro de la madrugada, sonó el teléfono como un quejido en la noche. Desde la caseta de la terraza, en la que duermo, oí las desnudas pisadas de Clara y de Lucas, corriendo por el pasillo, y el acelerado galopar de sus corazones. Luego, la entrecortada y afligida conversación telefónica.
El sosegado ritmo de la familia quedó alterado. El yayo Daniel había alcanzado los 103 años sin agobios de salud, pero esa noche, en su sueño, debió acercarse hasta las puertas del paraíso en primavera. Asomaría por ellas la cabeza, le gustó lo que vio y prefirió quedarse allí.
El viernes fue el entierro, y el domingo me llevó Lucas, tempranito, a dar un paseo. Caminamos en silencio un buen trecho entre hierbas, margaritas y amapolas cubiertas de rocío, llegando hasta la orilla misma del río. Él se sentó sobre una piedra plana y estuvo un rato contemplando el manso fluir del agua, traspasada por el tibio sol que se colaba entre nubes de tormenta.
De improviso empezó a hablarme como en un susurro que se fundía con el murmullo del río:

"Toby, quizás no te acuerdes de cuando te llevamos a ver al abuelo Daniel, hace ya tiempo. Tú eras un cachorrillo de pocos meses. El abuelo te acariciaba y tú le lamías las manos. Él fue una buena persona que, en su dilatada vida, conoció muchas cosas, buenas y malas, algunas terribles, que jamás llegó a comprender, como fue la locura de tantas guerras: el odio de unos pueblos contra otros y, peor aún, el odio entre hermanos, el triunfo de la fuerza... Él soñaba con un mundo sostenido por la razón, la justicia, la honradez, el trabajo, el respeto a las personas y a todas las cosas, y especialmente la cultura. A pesar de los años de penuria que le tocó vivir en su juventud y madurez, su mayor afán fue que sus hijos estudiaran y se prepararan adecuadamente.
Trabajó duro y, aunque modestamente, vivió feliz con su mujer y sus hijos. Luego los hijos nos fuimos casando, nos marchamos lejos de casa, y ellos se quedaron solos. Al morir nuestra madre, el abuelo decidió entrar en una residencia. En ella ha vivido varios años, respetado y querido por sus cuidadoras, a las que quería como hijas y a las que dedicaba poemillas que él componía.
Al cumplir los cien años, su visión quedó muy mermada, por lo que sólo salía de la habitación para bajar al comedor. En su habitación pasaba las horas, sentado en el sillón, enfrascado en sus recuerdos, reflexionando, como él decía.
El tema de la muerte le fascinaba. En mis frecuentes visitas hablábamos de cosas triviales, centradas principalmente en recuerdos remotos, curiosamente más vivos que otros más recientes. También hablábamos de sus creencias, pues era bastante religioso. No concebía que la persona desapareciera para siempre tras su muerte, por eso se aferraba a sus creencias. En cierta ocasión, un poco en broma, le propuse que, cuando muriera y, desde dondequiera que se encontrara, me enviara alguna señal, en prueba de que seguía existiendo en alguna parte.
Recuerdo que permaneció un minuto callado, con las manos entrelazadas, haciendo girar los pulgares en uno y otro sentido, mientras mantenía los ojos verdiazules mirando más allá del techo de la habitación. Luego, con voz cansada pero resuelta, me dijo: -No te preocupes. No sé ahora cómo lo haré, pero ten por seguro que te mandaré una señal.
Le dí una palmadita en la pierna y me eché a reir incrédulo.
Pasó el tiempo. Hace siete meses se cayó, se rompió el fémur y tuvieron que operarlo. Todos, incluido el cirujano, creían que se moriría en la operación. Aquella noche tuve un sueño revelador. Veía una impresora, cargada con un mazo de quinientas hojas, en las que, sin parar, imprimía la vida de mi padre. Las hojas impresas se iban amontonando y colocando perfectamente una sobre otra sin sobresalir lo más mínimo unas de otras. Cuando faltaban quince hojas más o menos por imprimir, la máquina se paró. Inmediatamente desperté, con la certeza de que a mi padre le quedaban aún varias páginas por vivir. Y así fue.
En la madrugada del 17 de mayo se acabó de imprimir su última página. Por la mañana nos presentamos en la sala del tanatorio. Allí nos esperaba el abuelillo, vestido de raso blanco, con rostro beatífico, como haciéndose el dormido.
El viernes 18, antes de partir para el pueblo familiar, a donde iba a ser enterrado, cogí el móvil y descubrí que tenía un mensaje nuevo. Lo leí. Me lo habían enviado a las 2:01 de la madrugada de ese día. El texto decía: "Papá está muy bien y muy simpático.Besos." Papá no era otro que el abuelo Daniel, claro. Este mismo texto me lo había enviado un hermano mío el día 9 de mayo, después de visitar a nuestro padre. Pero lo extraño del suceso está en lo siguiente. Yo tenía en el móvil archivados 16 mensajes: diez recibidos en fechas anteriores al del día 9 y cinco recibidos con posterioridad a aquél. Cuando la mañana del día 18 leí el mensaje recibido a las 2:01 de la madrugada, observé que el resto de los mensajes habían desaparecido.
De inmediato me vino a la memoria aquella conversación que tuve meses atrás con mi padre sobre la señal que él quedó en mandarme. Algo me impulsaba a pensar: sin duda mi padre ya se ha reunido con mi madre, le ha contado lo de la señal y ha sido ella la que se ha encargado de enviármela.
Durante el viaje hacia el pueblo, nuestro coche adelantó y fue adelantado varias veces por el coche fúnebre en que iba el abuelo. Extrañas coincidencias, ya que habíamos partido de distintas poblaciones y a diferentes horas. Parecía como si el conductor del coche fúnebre obedeciera órdenes de que corriera cerca de nosotros, a los que en absoluto conocía ni tampoco el coche que llevábamos.
En la puerta del cementerio nos juntamos los familiares. A mis hermanos les comenté lo del del mensaje. Les pareció raro y, por supuesto, descartaron que alguno de entre ellos fuera el autor de semejante broma.
Entramos en el recinto del camposanto, siguiendo al féretro que resplandecía bajo un sol andaluz, precursor de un verano achicharrante, y arrullado por un rezo de gozosos comentarios, pues no había motivo para el llanto.
Allí quedaron del abuelito Daniel los despojos, en su nueva casita, muy próxima a la de la abuelita Ana, de blancas, blanquísimas, paredes encaladas y engalanadas con rosas y claveles, en medio de un verde mar de olivos plateados."

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