¿Qué es eso que se oye? - (Capítulo II)

jueves, 18 de octubre de 2012





   Como ya sabéis,  yo me hallaba escondido tras la barandilla del cuarto escalón de la escalera, cuando Jeguelín abrió la puerta...
   Tras cinco eternos segundos de desesperante silencio y seductora sonrisa, la joven visitante se apresuró a disipar las dudas de Jeguelín sobre su identidad.
   -¿Qué? ¿Tan cambiada me ves?
   -Pasa, Diana, por favor -le rogó Jeguelín.

   Jeguelín cerró la puerta de la calle e invitó a la joven a entrar en la salita-recibidor. Yo bajé hasta el primer escalón, para no perderme detalle. Afortunadamente, Jeguelín dejó abierta la puerta de la salita.
   Un fortuito tintineo, procedente del salón, alertó a Diana.
   -¿Estás solo? -susurró ella.
   -No. Hoy han venido tres amigos a colaborar conmigo en un proyecto  que tenemos entre manos. Están ahí arriba, en el salón... Pero, siéntate, por favor, y charlemos un ratito.
   -Bien, Rodrigo -continuó Diana-, te estarás preguntando cómo he vuelto a visitarte, cinco meses después del pollo que te monté en el night club aquella noche... Pero, reconócelo, aquella actitud, extremadamente reservada, ensimismada y pusilánime, que venías manteniendo desde que te conocí, llegó a resultarme hasta tal punto insoportable que exploté y reaccioné de aquella forma. Ahora estoy aquí, movida quizás por un alumno tuyo que me ha hablado del cambio tan espectacular, observado en ti como profesor y como persona. Cambio que, casualmente, yo misma he comprobado esta tarde, en ese desfile de los chinos, cuando te he visto encaramado sobre un león de la Cibeles y charlar, animadamente, con unos curiosos personajillos que desfilaban montados en cabras monteses.

   Yo veía a Jeguelín embarazado y aturdido por la figura tan atractiva de Diana; aparte de que él no debía de tener muy clara la relación que tuvo ella con Rodrigo Rebollo, antes de que éste muriera y él ocupara su cuerpo. A Diana, en cambio, no pareció extrañarle mucho la visible cortedad de Jeguelín. Por el contrario, ella se levantó de la silla y se abalanzó, decidida, sobre Jeguelín; se le sentó sobre las rodillas, lo abrazó con la mayor vehemencia, y le dio un largo y apasionado beso. Jeguelín hacía aspavientos, reveladores de los sentimientos, jamás experimentados y que ahora percibía, como descargas eléctricas, en su espíritu virginal, dejándole momentáneamente extasiado.
   Tras unos minutos de dulce y ardorosa contienda, Jeguelín dio un respingo, entre muecas y sonrisas, tratando de alejar, un poco, el rostro y cuerpo de Diana.
      -Sí, Diana, reconozco que aquella noche, en el night club, tuviste toda la razón del mundo para reprenderme y abofetearme, dada mi estúpida e insulsa actitud. Yo me venía comportando como un verdadero capullo, y tu reacción fue lógica y normal. Pero también es cierto que aquel desenlace me causó infinito dolor, pues pensé que te había perdido para siempre. Y todo por los malos hábitos, impuestos contra mi voluntad, a causa de las circunstancias familiares que me presionaron desde niño.
Ten la seguridad, Diana, -dijo, con un aplomo que me dejó perplejo- de que, a pesar de aquel incidente, ningún día he dejado de pensar en ti.... Desde aquella noche me propuse firmemente cambiar radicalmente en mis hábitos y relaciones sociales. Y, aunque suene a autobombo, desde entonces he logrado grandes progresos. Y pienso llevar a cabo importantes proyectos, que ya he iniciado con la colaboración de esos amigos -dijo, señalando hacia arriba.

   Conforme Jeguelín se explayaba, más admiraba yo su personalidad multifacética y su increíble capacidad camaleónica de adaptación a posibles imprevistos. Al mismo tiempo descubría en Diana un no sé qué de inauténtico, dejándome una recelosa impresión.
   -No sabes, querido Rodrigo -le susurró, mimosa-, lo feliz que me haces hablándome como ahora me hablas. ¡Ay, tonta, que pensé que ya no sentirías nada por mí!
   -Pues... ya ves, querida, si antes te quise mucho, aunque con un amor asustadizo y enclenque, ahora ese amor ruin se ha transformado en un volcán que puede arrasar cuanto se le ponga por delante.
   -Bueno, Rodrigo, tampoco quiero que te conviertas en un héroe, salvador del planeta. Y sobre mí...  poco puedo decirte que no sepas. Sigo trabajando en la tienda de ropa, y no hace falta que te diga que, cuando quieras darte una vuelta por allí, serás bien recibido.
   -No sé, Diana, cómo expresarte lo feliz que me has hecho con tu visita -le confesó Jeguelín, poniéndose de pie-. Ven a esta casa todos los días, a la hora que te parezca. Quédate en ella, si ése es tu gusto. Hay sitio para ti y para mis amigos, que también son tuyos. Tú también puedes sumarte a mi equipo investigador, si te parece bien abandonar el trabajo de la tienda.
   -Agradezco mucho tu oferta, Rodrigo -contestóle, Diana-. Lo pensaré y ya te diré qué decido. Por hoy ya hemos avanzado bastante. Ya me acercaré otro día a verte. ¿Te parece bien?
   -Sí, querida, todo lo que decidas me parecerá bien. Sólo siento que me va a resultar muy difícil y doloroso tener que esperar hasta ese otro día.
   -Anda, no exageres, el tiempo vuela. Hasta pronto -dijo, dándole un beso.
   -Adiós, querida -correspondió Jeguelín, besándola a su vez.

   La acompañó hasta la puerta de salida a la calle, cerró y, mientras yo me apresuraba escalera arriba, sentí a Jeguelín trastear en la cocina.
   Don Quijote y Samuel aguardaban impacientes por escuchar mis comentarios sobre la misteriosa visita. Les revelé que se trataba de Diana, la amiga de Rodrigo Rebollo, quien  me daba la impresión de estar convencida de que Jeguelín era realmente Roddrigo Rebollo, aunque no entendía cómo podía haber cambiado tanto en su personalidad. Les comenté que Jeguelín había quedado embelesado, como si ella lo hubiera hechizado. Les sugerí que sería conveniente vigilarlo para que no cometiera algún error o desaguisado irreparable, dejándose mangonear por ella, con detrimento de los proyectos que él nos había anunciado.
   En seguida sentimos a Jeguelín subir por la escalera, tarareando una musiquilla, escuchada en el desfile de los chinos. Al entrar en el salón nos sorprendió su rostro irradiando una felicidad recién estrenada, imposible de ocultar.
   Mientras colocaba sobre la mesa unos refrescos y aperitivos, se apresuró a explicarnos el motivo de su repentina euforia:
   -Chicos, acabo de tener una maravillosa experiencia. Me ha visitado Diana, la amiga de Rodrigo Rebollo, la que, según los recuerdos archivados en su memoria -y que yo, ahora, tengo a mi disposición-, fue quien provocó su muerte, aunque sin pretenderlo, tras la bronca que le armó en el night club, como ya os conté. Y ahora se presenta en mi casa, mostrándome un apasionado afecto que me ha hecho experimentar sensaciones y sentimientos fantásticos, desconocidos por mí. Ella me ha explicado que ha venido a visitarme porque, inesperadamente, ha descubierto una sorprendente transformación, positiva  y radical, en mi personalidad, comportamiento y actitudes. Me ha declarado su  amor  y su incondicional ofrecimiento para colaborar conmigo y con vosotros en el proyecto que hemos emprendido. Por supuesto que yo le he correspondido con exultante entusiasmo, confesándole mi afecto y el desasosiego en que me deja.
   -Enhorabuena, Jeguelín -le felicitó Samuel- pues acabas de descubrir lo más hermoso y apetecible que al ser humano le es dado experimentar en este mundo: el amor sensible, además de espiritual, hacia otra persona. Pero creo que deberías de hacer una pequeña reflexión, antes de lanzarte a esa aventura tan seductora.
   -A ver, dime, ¿de qué se trata?  -preguntó Jeguelín.
 -Verás, yo y mis compañeros hemos comprobado que cuentas con eminentes facultades, adquiridas en ese mundo de donde dices haber venido. Y dispones, además, del archivo de recuerdos heredados de Rodrigo Rebollo. Pero ¿tú crees que esos recuerdos te sirven para recomponer toda la vida de Rodrigo, en sus aspectos más íntimos y significativos? O, por el contrario, no son más que recuerdos aislados y desbalazados entre sí, que apenas pueden proporcionarte un conocimiento aproximado de sus vivencias a lo largo de su vida. ¿Tienes conciencia clara de, por ejemplo, cómo se desarrolló la relación de Rodrigo con Diana, desde su comienzo hasta su ruptura, así como de la muerte de éste?
   -Tienes razón, Samuel -reconoció Jeguelín-, los recuerdos de Rodrigo Rebollo que emergen en mi conciencia, gracias a su prestada memoria, son como fragmentos inconexos, algo así como revoltijos de secuencias que, con gran dificultad y dedicación, logro recomponer con insegura coherencia.
   -Por esa razón, amigo -le aconsejó Samuel- deberías ser muy precavido, al manifestar tus sentimientos y decisiones, con quienes se acercan a ti, aparentemente con los mejores y más desinteresados propósitos.
   -Ten en cuenta -añadió Don Quijote- que Samuel hace más de quinientos años que vive en este planeta, y tiene motivos sobrados para conocer a fondo  a la especie humana.
   -Sí, y aunque parezca farolada, mi memoria mantiene sus recuerdos como grabados en piedra berroqueña. Por cierto que ese artefacto tuyo -dijo, señalando con la barbilla al oropendolino- me lo ha corroborado, pues, en la demostración que, hace un rato, nos ha hecho del proceso dialéctico, he reconocido las vicisitudes que, a lo largo de cinco siglos, ha experimentado la humanidad, y yo he sufrido o disfrutado en mis carnes.
   -Yo también pienso -dije, dirigiéndome a Jeguelín- que, ante todo, debes tener claro el pasado de Rodrigo Rebollo, así como lo relativo a su relación con Diana, cosa que, como tú reconoces, no consigues, por más que te estrujes la heredada memoria de Rodrigo.  Lo poco que  tú conoces de él -y nosotros menos aún- es que debió de ser un hombre bastante reservado, acomplejado por unas vivencias, probablemente infelices, quizás ocasionadas por circunstancias hostiles que explicarían su talante adusto y huidizo, tanto como profesor como en su relación con Diana. Por lo que, reconociendo el prodigioso poder del oropendolino para reproducir hechos del pasado, podrías probar si también es capaz de extraer, de ese cerebro que ocupas, un resumen del pasado de Rodrigo Rebollo.
   -Me parece una idea muy acertada -reconoció Jeguelín- tanto que ya estoy impaciente por llevarla a cabo. Pero no quiero abusar de vuestra amabilidad. Mejor es que lo pospongamos hasta mañana, y ahora nos vayamos todos a descansar, pues el día ha sido muy ajetreado.
   -Nosotros somos infatigables -repuso Don Quijote con rápido raquetazo-, cuando el bien de un amigo depende de nuestro pequeño esfuerzo. Mayormente si se trata de algo tan novedoso e interesante como parece que fue el pasado de Rodrigo Rebollo.
   -Os lo agradezco infinitamente -dijo Jeguelín, cruzando las manos sobre el pecho-. Así que, ahora mismo, a las 00:45 horas del 19 de febrero de 2012, voy a someterme a una psicoscopia memorística y virtual, dispensada por  el oropendolino, sobre las vivencias relevantes de Rodrigo Rebollo, que marcaron su personalidad y determinaron el fatal desenlace que ya conocéis.

   Dicho esto, Jeguelín palpó el artefacto. En seguida éste se iluminó, transformándose en una resplandeciente esfera azulada. Samuel se apresuró a apagar las lámparas del salón. Jeguelín se extendió, cuan largo era, en el suelo; la esfera creció en torno a él en gigantescas dimensiones, acribillándolo con multitud de rayos multicolores. Pasados unos minutos, la figura de Jeguelín quedó oculta a nuestras miradas, mientras una voz en off comentaba las imágenes que, a continuación, aparecieron sobre la familia y demás vivencias de Rodrigo:

  "Efrén, el padre de Rodrigo Rebollo, nació en Bilbao el año de 1936. Sus padres murieron en junio de 1937, a consecuencia de un bombardeo, en el asedio de la ciudad por las tropas franquistas. El niño se salvó gracias a que, casualmente, aquel día se hallaba en casa de uno tíos suyos.
   Efrén era un niño muy despierto, atrevido e indisciplinado. Sus tíos se preocuparon de su educación, logrando que realizara el ciclo de enseñanza primaria, así como unos cursos de contabilidad y administración al dejar la escuela. Conforme iba creciendo, fue dando muestras de una personalidad inestable, caprichosa y egoísta, aunque adornada de una engañosa simpatía y gran habilidad para conquistar a quienes se le acercaban, especialmente  a las mujeres. Mas, cuando se le trataba un poco, se descubría que era un hombre presuntuoso, machista, superficial e  indiferente a consideraciones éticas. Terminado el servicio militar, se fue a Madrid, donde entró a trabajar en una empresa privada, logrando a los pocos años ser ascendido a jefe de sección, con su táctica de astucias y pelotilleo.
   Casualmente, conoció a Elvira -amiga de una de sus subordinadas- una tarde que coincidió con ellas en una cafetería del barrio de Salamanca. Con sus mentiras y zalamerías, pronto, encandiló a Elvira. De tal forma se encaprichó que no cejó en sus galanteos hasta lograr casarse con ella.
   Elvira había nacido en 1947. Era hija única de padres muy conservadores y religiosos, ambos maestros nacionales. Físicamente era poco agraciada, aunque sí muy inteligente, culta, educada y dotada de una gran madurez. Cuando Efrén conquistó a Elvira, los padres de ésta habían ya fallecido hacía cinco años. Ese fue uno de los motivos de su casamiento, por parte de Elvira. Por parte de Efrén, era obvio que él tuvo muy en cuenta la respetable fortuna que ella había heredado de sus padres, incluido el hotelito de la colonia del Viso. Elvira ejercía de facultativa en una biblioteca madrileña.
   Muy pronto, a poco de nacer Rodrigo, en 1975, Efrén se quitó la careta, dejando al descubierto su malvada condición de sujeto machista, déspota, infiel, y sin afecto ni respeto alguno a su mujer, ni a su hijo.
   Rodrigo, desde niño, destacó por su inteligencia y sentido de la responsabilidad. Era muy reflexivo, introvertido, tímido, aficionado a la lectura y a plantearse cuestiones poco habituales a su edad.
   A Efrén le repateaban esas inclinaciones y forma de ser de su hijo, tan afines a las de Elvira, y que él calificaba de mariconadas. No obstante, Rodrigo, contando con cualidades tan favorables para el estudio  y con el valioso apoyo de su madre, superó fácil y brillantemente las distintas etapas de enseñanza, previas a la universitaria.
   Mientras tanto, Efrén seguía en su línea de dificultar y hacer la vida imposible a Elvira, no sólo con su desamor, sino con su aversión y maltrato. De continuo la hostigaba con el latiguillo de la crítica a sus aficiones culturales y a sus "rancias" ideas. Ella aguantaba, pacientemente y en silencio, año tras año, para no preocupar ni distraer a Rodrigo en sus estudio. De sobra conocía éste la triste historia, y en más de una ocasión trató de defender a su madre, pero se dio cuenta de que su intervención enconaba más aún la despechada actitud de aquél.
   En el verano de  1993, con motivo de los excelentes resultados obtenidos por Rodrigo en su primer curso de Filosofía, Efrén propuso a Elvira y a Rodrigo ir unos días de veraneo a un precioso pueblo de Canntabria, junto al mar. Madre e hijo, ante la inesperada propuesta, celebraron la idea, pensando en que de ese viaje pudiera  surgir un cambio favorable en la actitud de Efrén.
    Una vez allí, decidieron ir, una tarde, de merienda a un bello y cercano paraje, alfombrado de hierba y algunos árboles, junto al acantilado.  Efrén se encargó de que, aparte de embutido y otras viandas, no faltara el vino, preferencia en la que, excepcionalmente, coincidían padre e hijo.
    El coche lo conducía Efrén y,  entrando en el camino empinado que sube hasta la explanada, junto al acantilado,  comenzó él a golpear rítmicamente el volante y a cantar a pleno pulmón: "¡Santander, eres novia del mar...!", de forma  tan efusiva que Elvira le miró, sonriente,  con la cara arrebolada.
   El paraje era fantástico. Una gran explanada cubierta de brillante hierba, flores silvestres, arbustos y algunos árboles. A unos cien metros se perfilaba el borde rocoso del acantilado y, más allá, el océano fundiéndose con el cielo. Efrén detuvo el coche junto a unos pinos, muy próximos al acantilado. Sacaron del maletero una mesita y tres sillas plegables. Efrén, eufórico, charlaba por los codos, mientras colocaba sobre la mesa las viandas, las botellas y los vasos. Tan desconocido estaba que no paraba de hacer chistecitos y jocosos comentarios, e incluso mostrándose amable con Elvira, a quien ofreció un vaso de vino. Ella apenas tomó un sorbo. Rodrigo, animado con el súbito buen talante del que su padre hacía gala aquella tarde, llegó a tomar más vino del que acostumbraba; pero sin acercarse, ni por asomo, al continuo trasvase emprendido por Efrén entre botella y gaznate. Muy pronto dio cuenta de dos botellas y parte de la tercera. No es extraño que, conforme crecía el ritmo de su negro beber, crecía, también, el de su frenética locuacidad. Mas aquella burbujeante euforia duró poco, pues en seguida fue derivando hacia inoportunos comentarios y frases hirientes contra Elvira.
   Rodrigo trató, discretamente, de apaciguar y desviar la atención de su padre, levantándose de la silla y poniéndose a mirar hacia unas rocas prominentes que se alzaban en la pendiente de la loma, algo más abajo de donde ellos se hallaban.
   -Mirad -dijo Rodrigo-, detrás de esas rocas he visto ocultarse a alguien.
  Mientras Rodrigo se bajaba a comprobarlo, su padre guardó silencio momentáneamente, mas, una vez que el chico quedó oculto tras las rocas, Efrén reanudó sus ataques contra Elvira.
 Ella se esforzaba por mantenerse serena, pero, de pronto, se puso de pie, encendida de ira contenida.
  -¿Sabes lo que te digo? No te aguanto un momento más. Tan pronto como volvamos a Madrid voy a pedir el divorcio.
  -¿Qué dices estúpida? ¿Y eso por qué motivo?
 -Tienes razón -le contestó Elvira, con infinita amargura-. Es la única verdad que has dicho en tu vida. He sido, hasta ahora mismo, una perfecta estúpida. Lo fui desde el momento en que me uní contigo. Y lo seguí siendo al permanecer a tu lado, soportando tu trato déspota, despectivo e inhumano, así como tus repetidas infidelidades que me han obligado a tragar tantas amargas lágrimas, durante dieciocho años. Acabas de destruir el último rayo de esperanza, que aún conservaba, de que dejaras de ser una alimaña y te convirtieras en una persona razonable, con unos sentimientos verdaderamente humanos.
  -Así que yo soy una fiera, ¡Ja, ja, ja! -dijo, carcajeándose, con la mirada trastornada por el vino y el rencor- ¡Y tú una monja fea y gruñona! -farfulló, derribándola de un puñetazo y arrastrándola hasta el borde del acantilado.
  -¡No, por favor, Efrén, no lo hagas! ¡Por nuestro hijo! -le suplicó- Pero Efrén, sordo y ciego a sus ruegos, la empujó despiadadamente, precipicio abajo.
 -¡Nooo, nooo, nooo! -gritó Rodrigo, saliendo de detrás de las peñas y corriendo, desesperado, hacia su padre.
 Efrén se volvió hacia él, tambaleando, con los brazos caídos y el rostro enloquecido. Mas, viendo a su hijo, que volaba hacia él, trastornado por el dolor y la furia, retrocedió de espaldas unos pasos, despeñándose por el acantilado.
 Rodrigo, fuera de sí, llegó hasta el borde del precipicio, se agachó, vencido por un desgarrador sentimiento de pena y de impotencia, y como sumido en una tremenda y cruel pesadilla.
 Sin noción del tiempo, estuvo escrutando cada palmo de la zona cubierta por las olas que se estrellaban contra las rocas del acantilado. Pero no consiguió descubrir rastro alguno de sus padres. Cuando se serenó un poco, corrió hasta la cercana aldea. Llamó por teléfono a la guardia civil y les contó lo ocurrido, aunque dando la versión de que se había tratado de un desafortunado accidente:
   "Después de la merienda -les declaró Rodrigo-  me marché, dando un paseo, hasta unas rocas situadas algo más abajo de la explanada en donde habíamos merendado. Mis padres se habían levantado de las sillas a estirar las piernas. De pronto oí gritar a mi madre, así como voces desesperadas de mi padre que  decía: "¡Agárrate, no te sueltes, Elvira!" y "¡Rodrigo, ven  rápido, ayúdanos!" Salí, sobresaltado, de entre aquellas rocas y corrí hacia ellos precipitadamente. Pero sólo pude presenciar la trágica escena de mi padre, tumbado al borde del precipicio, haciendo esfuerzos desesperados  por sujetar las manos de mi madre que se le escapaban como peces mojados. Tan sólo me separaban de ellos cuatro metros, cuando el peso de mi madre arrastró al vacío a mi padre con ella.
  Destrozado por el dolor y la impotencia, estuve unos minutos tratando de descubrir sus cuerpos, pero el fuerte oleaje que se estrellaba contra las rocas me lo impidió totalmente."
  Rápidamente acudió una cuadrilla de salvamento que rastreó la zona, mas sin resultado alguno. Rodrigo, desde su primera declaración, hasta otras muchas que tuvo que hacer ante las autoridades y juzgado, durante varios meses, siempre mantuvo la armonía y perfecto entendimiento que existía entre ellos. De igual modo defendió su propia inocencia, fundamentada en el amor,  auténtico y profundo, que desde siempre había sentido por ellos. Amor que le forzó a guardar, sólo para sí, el sagrado secreto de lo que realmente ocurrió.

   Desde entonces Rodrigo se reconcentró en sí mismo, más de lo que ya estaba. Apenas salía de casa, si no era para ir a la universidad, o para algo ineludible. Su ocupación y preocupación no eran otras que el estudio. Dedicación que, unida a su aprovechamiento, seriedad y modestia, le valió el respeto y reconocimiento de sus profesores y compañeros. No obstante era patente su estado emocional alterado  y una profunda tristeza, soterrada bajo una careta cómicamente sonriente, que atribuían a  su temperamento tímido y acomplejado, así como al desafortunado accidente de sus padres.
   Lo positivo  y favorable de esa su especial índole natural y de las hostiles circunstancias que le rodearon, fue que le hicieron más fácil su total entrega y dedicación al estudio, consiguiendo desahogadamente y con brillantes resultados, superar los cursos de Filosofía, doctorado y oposiciones a cátedra, que obtuvo en 2004.
   A partir de su debut como profesor, Rodrigo mejoró mucho en cuanto a su dificultad para relacionarse con los demás, aunque seguía sintiéndose torpe y patoso para desenvolverse en sociedad. Él sentía una imperiosa necesidad de entablar amistad, especialmente con una chica que le resultara atractiva en todos los aspectos. Lógicamente conoció compañeras y alumnas, adornadas de envidiables cualidades;  pero sus complejos y conflictos interiores le impedían mantener una relación fluida y gratificante. Por ese motivo procuró buscar la amistad con una joven que destacara en cualidades que, precisamente, a él le faltaban o tenía bastante disminuidas, como eran su físico poco agraciado, su falta de simpatía, su insulsez, su torpeza, su timidez enfermiza que le impedían actuar y expresarse adecuadamente, incluso delante de un patán... También valoraría positivamente en su futura amiga, el hecho de que su cultura fuera inferior a la suya, para evitar que ella le aventajara en todos los aspectos, lo que supondría la anulación de su personalidad.
   Ese claro objetivo fue el que le llevó a conocer (y a poner la primera piedra de su templo) a la joven Diana. En realidad, su descubrimiento fue puramente casual.
 
   Fue un día de mayo de 2011, en una pequeña tienda de confecciones del centro de Madrid. Entró en ella buscando una camisa de verano, y le sorprendió gratamente la dependienta, una joven rubia de almendrados ojos oscuros,  hermosa  sonrisa, y fluida y ocurrente conversación, Se llamaba Diana y calculó que debería de tener unos treinta años. Desde el primer momento, ella lo trató con tanta simpatía que él no se explicaba  cómo ni por qué le había caído tan bien. Miró distraídamente las camisas,  y le pidió la primera que encontró  de su talla, de una tonalidad entre amarilla y marrón. Ella le castigó con una condescendiente sonrisa ante su gusto trasnochado. Luego buscó en la estantería y eligió una de diseño y  colorido originales. Rodrigo le confesó que era incapaz de ponerse ropa atrevida que atrajera la atención de los demás. Diana, en cambio, opinaba que, en su caso, la ropa atrevida le elevaría la moral, autoestima y seguridad en sí mismo. Le preguntó a qué se dedicaba, pues le daba la impresión de que fuera profesor, cura, bibliotecario o policía secreta. Rodrigo premió su acierto con una risita, acompañada de una ridícula mueca, que provocó en Diana una sonora carcajada al recordarle a Mr. Bean. Diana no paraba de hablar, ensartando graciosos comentarios. El serio y blindado talante de Rodrigo se había ablandado en seguida, como un churro en un vaso de café. Felicitó a Diana por haber acertado con su profesión:  la primera de las que había enumerado. Y se felicitó para sus adentros, porque tuvo la grata impresión de haber encontrado la amiga soñada.
   A partir de aquel día sus visitas se hicieron habituales. Diana lo animaba a ello, mostrándole su satisfacción desbordante cada vez que  le veía entrar en la tienda. En seguida  acordaron salir juntos, ya fuera a pasear,  al cine, discotecas, excursiones, etc. Diana, desde el primer contacto con él, se había percatado de su compleja personalidad, y se propuso la difícil tarea de transformarla, tratando de inculcarle su llano y simple criterio personal de entender y enfrentarse a la vida: por un lado  no plantearse cuestiones de índole trascendental; por otro,  atender a los aspectos más pragmáticos, como son el económico, el éxito en el ejercicio de la profesión, el fomentar y cultivar las relaciones sociales,  y el buen entendimiento y armonía familiar.
   Rodrigo sabía muy bien que esos criterios  diferían muy mucho de los suyos. No obstante llegó a una componenda consigo mismo: él  procuraría contentar a Diana en sus gustos y aficiones, en la confianza de que, no tardando mucho, la encarrilaría hacia objetivos más elevados, ya que contaba con la ventaja de que su cultura era bastante superior a la de ella.
   Pero esos propósitos, de actuar de forma artificial y a contracorriente, no pudo mantenerlos por mucho tiempo. Conforme pasaban los días y los meses, Rodrigo fue volviendo al cauce natural, fijado por los condicionantes de su personalidad. Muy pronto perdió su pasajera euforia, su osadía improvisada, que le empujó a imitar a Diana en sus frívolas aficiones a las discotecas, música y bailes alocados, telebasura, cine y revistas del corazón. Él era agorafóbico. Los paseos por calles concurridas, particularmente por la tarde o noche, o la entrada a espectáculos, bares, restaurantes, etc., le ponían tenso, bloqueando su capacidad de concentración, coordinación de pensamiento y lenguaje, así como el dominio y control de la expresión fisonómica  y del cuerpo.

   Fue en el mes de septiembre del 2011 cuando se agudizó la tendencia de Rodrigo a retornar a sus arraigadas costumbres y a claudicar ante sus complejos y conflictos internos.  La extravertida mentalidad de Diana, su espontaneidad en su forma de actuar, chocaban con la reflexiva y vacilante de Rodrigo, que tanto la exasperaban. Era patético el semblante y torpes movimientos que él adoptaba cuando Diana le llevaba a algún espectáculo que a ella le entusiasmaba. Ella no comprendía su actitud, que calificaba de absurda e incomprensible, y  solía echarle en cara  el lamentable y ridículo cuadro que ofrecía.
   Y fue el 3 de octubre, en aquel night club, cuando Diana no pudo soportar más "la actitud, claramente psicótica y aguafiestas,"  de Rodrigo. Él se había tomado varios cócteles para conseguir relajarse. Diana también bebió bastante. Le echó en cara su cobardía que le convertía en un despreciable pelele, indigno del amor de una mujer. Le dijo que no se explicaba cómo podía ejercer su profesión de catedrático. Que le resultaba hilarante que, después de cuatro meses saliendo juntos, no le hubiera propuesto tener  relaciones íntimas. Durante una hora Diana se desahogó recriminándole el haber tolerado albergar, en los recovecos de su espíritu, tantos fantasmas y detestables complejos. Y, sobre todo, el no haberse sincerado con ella, que tanta confianza le había demostrado.
   Por todo ello, desde aquel momento, no quería volver a saber nada de él. Y lamentaba mucho el tiempo, esfuerzos y sobresaltos inútiles, empleados y sufridos por su causa.
   Fue entonces cuando a Rodrigo le invadió una irreprimible furia (agravada, quizás,  por los cócteles ingeridos) al sentirse injustamente tratado y vilipendiado por la mujer que él adoraba y daba sentido a su desgraciada vida. Se le transformó el semblante, apoderándose de él un temblor convulso y amenazador.
  "-¿Qué sabes tú -le echó en cara- de mi vida, de mis padecimientos, de los secretos y torturadores motivos que me han convertido en este ser despreciable que en mí has descubierto?
   -¿Y ahora me sales con esas? -le reprochó Diana- ¿Por qué no te has sincerado conmigo desde el primer momento, contándome todos tus secretos? ¿Acaso no te he dado suficiente confianza? Cuando se quiere, de verdad, a una persona, no hay reticencias, subterfugios ni estrategias preconcebidas, sino que todo es espontaneidad y transparencia. ¡Eres falso y despreciable, pues has estado fingiendo, hipócritamente, unos sentimientos  que jamás tuviste por mí! -le espetó, furiosa, dándole una bofetada."
   Diana se levantó del asiento y salió del night club con paso firme y decidido, taladrando la amarillenta luz de las farolas con su erguida y arrogante figura, ante la atónita mirada de Rodrigo.

   Repentinamente enmudeció la voz en off que relataba la historia. Una densa y pajiza niebla inundó el esférico escenario, esfumándose de inmediato y reapareciendo Jeguelín, de pie, junto al oropendolino.
   -¿Qué os ha parecido  -nos preguntó Jeguelín- la breve historia de Ricardo Rebollo y su relación con Diana? Os confieso que ahora le admiro y quiero mucho más que antes, y le agradezco que me haya prestado su cuerpo.

  -Realmente una historia conmovedora -dijo Samuel, con voz y semblante afectados-. ¡Y qué decisivas son las experiencias vividas en las primeras etapas de nuestra vida.
  Así  es -reconoció Jeguelín. Rodrigo Rebollo fue una víctima de las circunstancias, de una infancia y adolescencia, tan opresoras y hostiles que, sin duda, dificultaron el desarrollo armónico y libre de su personalidad.
  -Circunstancias -opiné yo-  que, paradójicamente, sirvieron para valorar justamente el recto proceder de Rodrigo Rebollo con sus padres y, más tarde, en su relación con Diana y con los alumnos que tuvo que adoctrinar y soportar sus impertinencias.
   -A mi entender -añadió Don Quijote- Rodrigo demostró ser un hombre íntegro, de juicio recto y coherente proceder, así como un auténtico caballero, sin doblez ni hipocresía, con su dama Diana, a la que había entregado su corazón y su vida...
   Sí, sí -dijo Jeguelín-, coincido con vosotros en vuestras apreciaciones sobre Rodrigo, y aprovecho esta oportuna reunión para agradeceros vuestros comentarios que hago míos, así como  para expresarle a él mi  afecto, admiración y reconocimiento por haberme prestado su cuerpo, su experiencia y el amor de Diana.
   -Nos parece muy bien tu agradecida actitud y tu repentino enamoramiento de Diana -le felicitó Samuel en nombre de nosotros tres-. Pero... escucha, amigo, el consejo de un hombre con una experiencia de quinientos años sobre su espalda:
   Diana, con la escena que montó a Rodrigo en el night club, provocando aquel triste desenlace, demostró carecer de sensatez y de sentimientos auténticos, guiándose sólo por la frivolidad, el capricho y el egoísmo. Ahora ha descubierto en ti un cambio espectacular, inesperado e inexplicable en el Rodrigo que ella conoció,  Un cambio prometedor  que a ella interesa, no sabemos por qué ni para qué. Ella te ha hecho afectuosas demostraciones que han encendido la maravillosa llama de la atracción y el amor que tú desconocías. Por favor, amigo, tómate con calma esas zalamerías y sé precavido.
   -También yo te recomiendo, amigo -le manifesté con mi mejor intención- , que en tus contactos con Diana, te andes con pies de plomo, es decir, con gran discreción y desconfianza, para evitar que te sorprenda con algo que te acarree un grave perjuicio.
   -Es verdad -argumentó Don Quijote-, también yo tuve que reconocer, muy a pesar mío, que, en más de una ocasión, la realidad se nos disfraza de hermosas apariencias para, más tarde, mostrarnos su  detestable desnudez.
   -No, amigos, no -respondió Jeguelín, con evidente entusiasmo-, Diana no es como pensáis. Diana es... un espíritu adorable y precioso, como un diamante en bruto que yo me he propuesto pulir. Lo  conseguiré, igual que he logrado encauzar a mis alumnos, ganándome el respeto y el afecto que Ricardo Rebollo, dudo mucho, llegara a conquistar.
   -Bien, amigo -le dije, tratando de resumir la opinión de nosotros tres-, ya vemos que tienes las ideas muy claras, tanto por lo que se refiere a Diana, como a la empresa que te has propuesto llevar a cabo y a nosotros nos has encomendado. Te felicitamos por ello y deseamos que tus anhelos alcancen su feliz cumplimiento.
   -Así es -reafirmó Jeguelín-. Si, antes de visitarme Diana, ya me sentía impaciente por acometer mi proyecto, ahora con mayor motivo. Estoy convencido de que mi oropendolino y vuestra colaboración van a  favorecer el empuje del viento de la racionalidad en el proceso  dialéctico, ayudando a paliar esta crisis planetaria que amenaza con frustrar el progreso de la humanidad.
   Y, si os parece bien, ahora mismo os indico las tareas que, durante esta semana deberemos realizar. Desde mañana, lunes 20 de febrero, hasta el próximo  domingo, la universidad me ha concedido vacaciones, para dedicarme a  preparar la demostración, en realidad virtual oropendolina, que, a invitación suya, deberé presentar los próximos días 24 y 25, sobre la teoría de mi amigo Federico  y su aplicación al crítico momento, tan duradero, que estamos viviendo aquí y en todo el mundo.

   Jeguelín nos instruyó meticulosamente sobre las tareas, tales como captación de opiniones e informaciones; encuestas y entrevistas a grupos y personas, anónimas o públicas, en la calle, casas particulares, centros públicos o privados; las zonas y lugares preferentes, donde realizar nuestras pesquisas; así como  horarios, requisitos, condiciones y recomendaciones a tener en cuenta, Todo esto de acuerdo con  un programa que él había previamente redactado, nos leyó y  yo grabé puntualmente en mi broche receptor. Una vez concluidas sus amonestaciones, dijo:
   -Y, ahora sí que os invito a que os acomodéis en las habitaciones de arriba. Yo lo haré en la habitación de la planta baja, junto al recibidor. Tratemos de descansar, pues nos espera una semana de intensa actividad. No es preciso que os diga que estáis  en vuestra casa y que, cuanto hay en ella, está a vuestra disposición.
   -Gracias, amigo Jeguelín -contestó Samuel por los tres-. Que tengas felices y fructíferos sueños. Por nuestra parte podemos asegurar que somos de sueño entreverado, como el jamón ibérico, o sea que el sueño, continuamente, se nos cuela mientras estamos despiertos y viceversa, lo que nos permite trabajar y descansar indistintamente, sin pausa, pero sin prisa.
   -Ah, una magnífica propiedad -alabó Jeguelín-. Os felicito. Yo, en cambio, estoy  tan derrotado que, en cualquier momento, puedo quedarme dormido de pie. Buenas noches y hasta mañana -dijo Jeguelín, dirigiéndose a la escalera.

   Nosotros, por no parecer desagradecidos, subimos a una de las  habitaciones de arriba, destinadas a los huéspedes, coquetamente amueblada y decorada; con dos cómodas camas y baño señorial, cada una.
   Serenados nuestros espíritus, nos tendimos, despreocupadamente, en aquellas confortables camas y, de inmediato, nuestro amigo Morfeo nos transportó, en volandas, a situaciones que, curiosamente, íbamos a vivir a lo largo de la semana que acabábamos de iniciar.
   Los primeros destellos de un sol de nieve nos pusieron de pie, como tres gallos trasnochadores.

   Fueron cuatro días, de lunes a jueves, de esfuerzo físico y anímico, intensos, en los que tuvimos que ejercitar la imaginación y nuestros más nobles sentimientos, especialmente la comprensión y la solidaridad.
   Nuestro modus operandi era el siguiente. Trajeados tan pintorescamente como estábamos, nos desplazábamos de un lado para el otro, con la rauda capa de Samuel, por Madrid principalmente. Realizamos un sinfín de encuestas y sondeo de opiniones e informaciones entre los viandantes.  Primero los sorprendíamos gratamente con nuestros atuendos y aspectos esperpénticos. Incluso en los tipos más adustos y huraños afloraba una sonrisa, cuando los tres nos acercábamos a ellos, con pinta de periodistas carnavalescos o extraterrestres. Normalmente era Samuel quien rompía el hielo, con su reconocida diplomacia y centenaria psicología. Don Quijote cautivaba con su insólito, aunque familiar aspecto, y sus puntazos certeramente dirigidos al corazón humano que, más o menos escondido, se supone que todos llevan dentro. Yo también me las ingeniaba para obtener la información que nos interesaba, la cual podía referirse a cualquier circunstancia,  familiar o personal; a su actitud ante la crisis; y, por supuesto, su opinión sobre el sistema político, económico, social y cultural de nuestro país y del mundo en general. Durante todos los contactos con la gente ponía en marcha mi broche grabador-emisor y, en directo, enviaba la grabación al oropendolino de Jeguelín.
   Pero nuestras incursiones no sólo eran por calles y plazas. Nos las ingeniábamos para entrar en cualquier  edificio, por puertas, ventanas, terrazas o escaleras, en donde esperábamos hallar información interesante. Visitamos centros y sedes de instituciones diversas: del gobierno, de los partidos políticos, del ejército, de la iglesia, de medios de comunicación, colegios y universidades; así como hospitales, bolsa y entidades financieras, centros  y empresas  públicas o privadas, plazas de toros, estadios, mercadillos, casas de acogida, comedores para indigentes, discotecas, bares, teatros, museos,  chabolas, casas modestas o suntuosas, de gente sin techo, desahuciados, famosos, aristócratas, y otras personalidades de la cultura, economía, realeza, etcétera...
   Nos admirábamos de la facilidad y alegría con que, por lo general, nos hacían partícipes de todo tipo de información, ya fuera confidencial, íntima, o comprometida; muchas veces respaldadas con documentos que ponían ante nuestros ojos. Era como si, en presencia nuestra, actuaran como hipnotizados o sonámbulos, y a nosotros nos consideraran personajes de una ensoñación inevitable y tontorrona.
   Cada día, cuando volvíamos a las dos de la tarde, Jeguelín nos tenía preparado, con amorosa y solícita atención, un frugal, aunque exquisito menú, el más apropiado para nuestros gustos nada corrientes.
   Por la tarde debatíamos sobre la información recabada. Luego, él la introducía en el oropendolino y la sometía a un minucioso análisis, del que resultaban conclusiones impecablemente lógicas e irrefutables. A otro día, él colaboraba con el oropendolino en organizar e implementar, en realidad virtual, la visión particular de este ingenio sobre el estado crítico en que se encuentra nuestro país, y las soluciones que el mismo considera como las más lógicas para superarlo.

   El viernes, díaa 24, a las diez de la mañana, Jeguelín, oropendolino en mano, salió del hotelito, arropado por nosotros tres. Sacó su coche del garaje y nos acomodamos en los asientos traseros. El orondo artefacto lo colocó en el asiento del copiloto, sujetándolo bajo las alas con el cinturón de seguridad.
   En poco menos de media hora, llegamos al salón de congresos. Nos esperaba el presidente del mismo y dos damas, de avellanada y culta textura que, sorprendentemente, no dieron muestra alguna del menor asombro ni curiosidad ante nuestras destartaladas figuras. Por el contrario, nos saludaron  y miraron como si, para ellas, fuera la cosa más natural del mundo recibir a un catedrático de universidad con un oropendolino en la mano, dos tunos con la  pañosa capa  bejarana, y a Samuel con la pluvial, celeste y estrellada. Un galonado y diligente ordenanza se hizo cargo del coche de Jeguelín, mientras nosotros entrábamos en el auditorio, en medio de un murmurio como de enjambre de abejas y carraspeos. Era un magnífico salón semicircular, con los asientos ya todos ocupados, dispuestos en varias filas escalonadas. A nivel del suelo, frente a las filas de butacas, y  encima de una gran tarima, estaba colocada una mesa alargada, con siete sillones tapizados en terciopelo verde,  adosados a ella.
   El presidente y las damas figurantes nos acompañaron hasta la mesa. Jeguelín colocó sobre ella  el oropendolino y  se sentó en el sillón central; a su derecha lo hizo el presidente; y, a continuación, las damas. Nosotros  ocupamos  los tres sillones a su izquierda.
   Como, más tarde, nos aclararía Jeguelín, los asistentes eran, en su mayoría, personalidades políticas, altos cargos públicos y privados, directivos de empresas,  financieros y economistas;  así como algunos universitarios, picados de curiosidad cultural.

   Sin preámbulo alguno, Jeguelín se puso de pie, miró al público con semblante sereno y, tras hacer una  ligera reverencia, acompañada de una sonrisa misterbinesca, tocó la cabeza de aquella rara avis, con un leve roce de sus dedos, y, de inmediato, el artefacto se puso a girar, elevándose sobre la mesa hasta una altura de dos metros, al mismo tiempo que adoptaba la forma de globo terráqueo. Las luces del salón se apagan y, en seguida, se escucha el rumor del viento, mientras van apareciendo las siluetas coloreadas de los distintos continentes y países. Jeguelín explica que ese viento es el impulso del espíritu humano, determinante de su propia realidad en el devenir del tiempo. Comenta las secuencias que van apareciendo sobre momentos relevantes en la historia de los distintos países, principalmente del nuestro,  dejando patente que la humanidad, tanto individual como colectivamente, ha solido actuar bastante alejada de lo racionalmente correcto.
   Ahora es la voz nítida y firme del viento diáfano de la razón -que avanza por encima de ese otro, huracanado y tormentoso- y ruega a los espectadores que atiendan a la secuencia que a continuación se ofrece, con estas palabras:

   "-Escuchad al portavoz del sistema, que actualmente impera en el mundo, pregonando con voz estentórea sus seductoras y engañosas promesas. Son teorías y prácticas, odiadas por la gran mayoría de la población, aunque sostenidas -no importa los medios- por los poderosos;  impuestas a los Estados con grilletes de oro, ignorando u obstruyendo el fin primordial de su existencia, con su falsa noción de libertad, y su lógica sofista,  carente de ética. Escuchad sus palabras, desnudas de líricos eufemismos:"

   "-¡Metéoslo en la mollera, gente ignorante, zafia y desagradecida! -grita el portavoz del sistema-.
   Ahora todos somos libres. Ya no hay barreras, ni motivo alguno, para que nadie se lamente. Todos somos libres. Y, como todos somos libres, es lógico que el premio y el poder sea para los que han invertido su libertad en convertirse en los más fuertes, los más rápidos, los más osados, los más espabilados, los más hábiles, los más diplomáticos, los más listos, los más especuladores, los más falsos, los más corruptos, los más fraudulentos, los más codiciosos, los más...
   Es justo, ya que todos somos libres para triunfar. ¿No es así?
   Somos nosotros -los ganadores, los poderosos, los adinerados- los dueños de los medios de comunicación, los dueños de vuestra cultura, de vuestro trabajo, de vuestra salud, de vuestra vivienda, de vuestro ocio, de vuestra libertad... de todo.
   Somos dioses. Merecemos que nos levantéis templos, nos hagáis imágenes y nos rindáis culto.
   ¡Vamos, zánganos, moveos! que sólo sabéis protestar y crearnos gastos. Aprended de las máquinas. Ellas producen más, y piden menos que vosotros.
   Sois perros zalameros y roñosos. No seáis miserables y cutres. Disfrutad de nuestros productos y devolvednos, multiplicados, esos euros que os prestamos. ¿Queréis una vivienda? Rascaos los bolsillos y os daremos una caseta. ¡Ja, ja, ja! O firmad una hipoteca maravillosa con los mejores bankos; con todas las facilidades del mundo, con aval o sin aval, chaval; con jardines, hípica, tenis, petanca, bingo...    ¡viviréis como reyes!
   ¡Ay, ingratos! Mirad cómo estamos transformando la faz de este país y la del mundo entero, y en cambio, nos lo pagáis con ladridos."

   Y el Estado, sumiso, agacha las orejas y mueve el rabo. Mientras que en el pueblo, confuso e indignado, resuenan gritos, quizás de resignación o denuncia: "¡La picaresca al poder!"

   Finalizada la secuencia, el oropendolino emprendió una vertiginosa rotación, impulsada por el diáfano viento, barriendo y renovando la fisonomía de la anterior realidad virtual, que había concluido, curiosamente,  representando un gigantesco puzzle de piezas, imposibles de encajar entre sí.
   Repentinamente, el fragor de un redoble de tambor fue creciendo, en pocos segundos, hasta estallar en una cascada de voces y sonidos musicales, interpretando el himno triunfante del nuevo Estado. Un Estado, de momento irreal, pero que, en un futuro, no demasiado lejano, podría ser gloriosa realidad. Tal como el oropendolino -fiel reflejo de la recta razón- lo ha logrado, siguiendo y observando las pautas sugeridas en este himno:

   "Contemplad la hermosa estampa de nuestro nuevo Estado, definido con la emblemática silueta de la piel de un noble y valeroso toro, y por esos millones de ciudadanos que lo conforman. En cada uno de ellos resplandecen, como fulgurantes estrellas, los mismos sagrados principios que iluminan y engrandecen su conciencia de pertenecer, activamente, en una inmensa y bella constelación social.

   Admirad y examinad, detenidamente, la nitidez y atractivo de la luz plateada que irradian esos principios:

  * Cada uno de nosotros, como todo ser humano, es consciente de la necesidad que tenemos de vivir integrados en una sociedad que, mediante la institución del Estado, nos garantice,  la realización de nuestra libertad y bienestar.
  * Ese es el fin y el objetivo primordial del Estado:   lograr la realización de la libertad de cada uno de los ciudadanos, y, en consecuencia, el bienestar de todos.
  * El sujeto en el que radican los poderes del Estado es el pueblo soberano, por derecho natural y positivo. Nada ni nadie puede detentar y arrogarse los poderes del Estado en contra de la soberana voluntad del pueblo soberano, expresada en referendum nacional.
  * El pueblo soberano tiene el legítimo derecho y deber de elegir, establecer y modificar el régimen de gobierno que considere más adecuado, mediante referendum nacional, cuando sea demandado por la opinión pública.
 * El Estado tiene, con el pueblo soberano, el indefectible e inexorable compromiso de garantizarle el cumplimiento de su primordial objetivo, ejerciendo su triple poder con estricta ética y racionalidad.
 * Todos y cada uno de los ciudadanos tienen el compromiso, firme y responsable, con el Estado, del fiel cumplimiento de sus obligaciones sociales.
 * Para el sostenimiento del Estado es indispensable un sistema fiscal impositivo, que actúe con criterios eminentemente justos y sociales; calculando la cuantía del impuesto en función de las diferentes rentas, beneficios de empresas, grandes fortunas, entidades financieras, sueldos e  ingresos de altos cargos y puestos privilegiados.
 * Todo fraude al Estado será perseguido y penado con estricta justicia, sin acepción de personas, ni privilegios particulares.

   ¡La realización de la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos! Ese es el ambicioso objetivo primordial del nuevo Estado. Ambicioso y difícil, pero imprescindible y necesariamente realizable.
  El Estado será una fortaleza diamantina mientras cumpla su sagrado objetivo. Pero se transformará en un castillo deleznable, con cimientos de arena, si ese objetivo es pisoteado o escamoteado.
  Un ciudadano no puede ser realmente libre, si no es respetado alguno de sus derechos.
  Un pueblo es realmente libre cuando los derechos de cada uno de los ciudadanos son respetados, y cada ciudadano respeta los derechos de todos los demás.
  Esa es la sublime y responsable tarea del Estado. Para eso el pueblo soberano ha depositado en él su confianza y su triple poder.

  ¡Abrid bien vuestros ojos, oídos, mente y corazón, vosotros, en quienes el pueblo ha delegado su triple poder!
  ¡Escuchad y meditad en el silencio y recogimiento de vuestros despachos o de vuestros aposentos, las quejas amargas, las desesperadas imprecaciones, las justas reclamaciones, las muestras airadas, las explicables tropelías, de un pueblo, o parte muy importante de un pueblo, que no ve realizada su libertad, cuando...

 *Cuando el Estado no valora como es debido, ni presta el suficiente apoyo, a la educación integral de todos sus ciudadanos. Olvida que, una población, sólidamente educada y responsable, votará con más acierto a los gobernantes más éticamente responsables, más capaces y preparados. Votará las leyes más justas y adecuadas para nuestra sociedad. Estará mejor dispuesta y preparada para el desempeño de cargos públicos, privados y profesionales.
 *Cuando el Estado persiste en mantener un sistema de partidos políticos de trasnochadas ideologías seculares, que se disputan el poder con medios, discursos y promesas, sin otra ética que el "todo vale si el poder se logra"; con un mecanismo, por añadidura, de listas cerradas de candidatos, que (como los roscones de Reyes) guardan las más insospechadas y desilusionantes sorpresas.
   Un sistema que, además, conlleva una retahila de habituales prácticas indeseables, tales como: la política del favoritismo a los intereses de partido, de ideologías clasistas y de particulares; la política de oposición desleal.
   Se presta, también, este sistema a la superflua  y cara multiplicación de cargos o puestos, políticos o administrativos, innecesarios. Y predispone al desempeño incompetente y sin  profesionalidad de muchos de los ocupantes de esos  puestos, que tienen la seguridad de que, durante cuatro años   por lo menos, no serán removidos del sustancioso empleo, llovido del limbo.
 *Cuando el Estado alimenta necesidades y gastos, muchas veces superfluos, que debería destinar a otras causas realmente justificadas. En este sentido el Estado debería sopesar, con criterio justo y racional, los pros y los contras del sostenimiento de determinadas instituciones, organismos, centros, cargos, privilegios, costumbres, etc., y actuar en consecuencia, pese a quien pese, y modificando lo que haya que modificar, mientras que ésa sea la voluntad del pueblo y lo exija el objetivo prioritario del Estado.
 *Cuando el Estado no elimina, sustituye o actualiza, leyes obsoletas, injustas, o que claman al cielo el que sean reformadas o derogadas, ya sean del rango más alto o más bajo, y no mañana, sino ya.
 *Cuando el Estado traiciona a su propia razón de ser, al no cumplir  o  garantizar derechos sangrantes de los ciudadanos, tales como:
  La atención sanitaria, progresivamente mejorable y no al contrario, para todos los ciudadanos.
 El que todos los ciudadanos, con reconocido derecho para ello, tengan un puesto de trabajo, acorde con su formación y demostrada capacidad; o, en su defecto, la prestación de desempleo, justificada y controlada.
  El disponer de una vivienda digna y gratuita, en el caso de que, por motivos ajenos a su voluntad y, a pesar de su dedicación por conseguirla, carezca de ella.
 La adecuada atención a las personas discapacitadas, jubiladas, de la tercera edad, etc., con las correspondientes pensiones, prestaciones y servicios.
  El respeto y apoyo equitativo a las comunidades religiosas de la población, eliminando privilegios de trato o favor ante la ley hacia alguna determinada ideología, ya que, para el Estado, todas las religiones coinciden en sus puntos esenciales, los respaldados por la razón.
   El poder adoptar y realizar prácticas, racionalmente aceptables, aunque estén condenadas o cuestionadas por ideologías religiosas, culturales o de cualquier otra índole, que no sean  estrictamente racionales.

   Afortunadamente, el viento diáfano de la razón ha logrado que en este nuevo Estado se cumplan estas pautas, y que los ciudadanos libres y conscientes de su compromiso, hayan aportado sus capacidades y sus esfuerzos, de forma ética, legal y humana,  en el logro de un perfecto funcionamiento  de la máquina estatal.
   Ved cómo la faz de vuestro nuevo Estado resplandece sobre la tenebrosa noche del pasado. Por fin luce en él, con luz propia, la realización plena de la libertad de sus ciudadanos,y se respira el bienestar hasta los últimos confines del nuevo Estado."

   Concluido el himno, la virtual realidad del globo terráqueo adoptó la apariencia de un gigantesco puzzle, en el que sus piezas, tras sucesivas rotaciones, aparecían, ahora,  perfectamente encajadas unas con otras, ofreciendo una espléndida panorámica de nuestro nuevo Estado, armoniosamente integrado en el conjunto de Estados del mundo.

 En medio de un tenso silencio, sin aplausos ni reconocimiento alguno, Jeguelín apagó el oropendolino, mientras anunciaba que, a otro día, a las diez de la mañana, volvería al salón, dispuesto a debatir y dar cumplida información de todas las operaciones realizadas, que tan magníficos resultados habían dado.
   Un imperceptible murmullo se extendió por todo el salón como una amenazadora onda marina.
  El director agradeció a Jeguelín y sus colaboradores "tan novedosa exposición", e invitó a los asistentes a participar en el coloquio que el Dr. Rebollo había anunciado, contestando a cuantas cuestiones quisieran plantearle.

  Fue, en aquel momento cuando, inesperadamente, vimos levantarse del asiento, entre las primeras filas, a una atractiva joven que, en seguida reconocimos.
 Ella, sola y decidida, se puso a aplaudir con caluroso entusiasmo, haciendo caso omiso de la pasiva actitud del auditorio. Y, tras tocar en el hombro a un joven rapado, que ocupaba el asiento contiguo, avanzó hacia el estrado, en el momento en que descendían de él Jeguelín y su  oropendolino, precedido por el presidente con sus damas y seguido por nosotros.
 -¡Fantástico, Rodrigo! -le felicitó Diana, besándolo- ¿Cómo no reconocer la solidez y punzante actualidad de la teoría que has logrado exponer, de forma tan novedosa y sugerente,  con la colaboración de tus amigos y de ese prodigioso aparato?

  Mientras el público se disponía a salir, el presidente nos acompañó  hasta la puerta que comunica con el parking y, tras despedirse de nosotros, se marchó.

  -¿Puedo acompañaros? -preguntó Diana, mimosa, a Jeguelín.
  -Por favor, Diana, ¿acaso lo dudas? No sabes lo feliz que me haces viniendo a casa.

   Uno de los guardas del parking acercó el coche de Jeguelín hasta donde nos hallábamos. Jeguelín abrió la puerta del copiloto, mientras invitaba a Diana a sentarse. Ella, muy sonriente y con aire desenvuelto se acomodó y pidió a Rodrigo le dejara llevar el oropendolino. Nosotros nos sentamos detrás, plácidamente.
   Habíamos ya penetrado en la cercana y concurrida avenida, cuando Diana, extendiendo el brazo, acarició a Rodrigo en el cuello.
   -¿No te ha sorprendido la actitud fría del público? -le preguntó Diana.
   -No. Ya me lo esperaba -contestó Jeguelín-. El oropendolino, correspondiendo a una programada petición mía, había analizado a cada uno de los asistentes, en pocos segundos, y me transmitió que ese público, en su mayoría, se siente cómodo y afortunado dentro del sistema que aquí y en el mundo entero, actualmente, ordena y manda. No se dan cuenta de que, más pronto o más tarde, los imperativos de la razón, impulsados por el viento diáfano del proceso dialéctico, terminarán desmoronando, con tenacidad inquebrantable, las montañas y barreras que la irracionalidad se ha empeñado en levantar a lo largo de los siglos, con la tozudez que sólo el egoísmo y la incoherencia saben imprimir a sus propósitos.

   Y, hasta aquí, este segundo capítulo, en el que hemos estado metidos  y empeñados seriamente, tratando de captar el sentido de los sonidos, ásperos o musicales, de ese viento, tremendo o esperanzador, del que Jeguelín y su oropendolino nos habla. Confío en que el tercero y último capítulo os lo envíe muy pronto. De lo que no estoy tan seguro es de que la amenazante predicción maya no se cumpla para alguien, en este año ya bastante achacoso y decepcionante para muchos. Y no creo ser muy pesimista. Un abrazo y hasta pronto. Tinterico.



  

 
 
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