La familia de la Tía Pascuala - (Cap. III)

sábado, 22 de diciembre de 2007

"Hola, Toby. Según te prometí -y aprovechando que las brujas Chinda y Minga siguen ausentes del castillo- de nuevo estoy al pie del árbol de los deseos para transmitirte la continuación de la historia de la Tía Pascuala y su familia. Don Quijote ha encendido el fogón, se ha sentado en un taburete y ha dado comienzo a la lectura del segundo manuscrito del dietario (las breves frases de Zoilo). Pero lo ha hecho con voz lúgubre y susurrante, como escapada de la cueva de Montesinos y, para mayor incordio, en ese momento los gatos han armado tal gresca -no sé si persiguiendo algún ratón castellano o sacudiéndose la escarcha, entrada por la ventana de las ojivas en esta fría noche de diciembre- que no me he enterado de nada.
Y, tras esa omisión, me pongo a deletrear, en la rama de los espejos, el relato de Chinda, que Don Quijote ha empezado ya a dictarme. Las frases manuscritas de Zoilo, espero que las conozcamos más adelante.

Manuscrito de Chinda

Hoy, 30 de junio de 2007, a mis setenta años, empiezo a contar, altiva y sin arrepentimiento, algunos de los episodios de mi vida, en que actué con mayor inquina y perversión. Así me lo ha pedido el poderoso Asmodeo -príncipe del triunfante reino del mal- como requisito para que se me conceda el grado de archibrujidiabla y sus concomitantes poderes, entre ellos el de volar con o sin escoba, el de autotransformarme ad libitum, el de adivinación, el de realización de hechizos y conjuros, y cuanto se me ocurra pedir al árbol de los deseos. Lo estoy escribiendo con letra firme y lacerante, a continuación de las malditas memorias que mi padre Cirilo Expósito plasmó en este viejo dietario, las cuales jamás, hasta ahora, yo había leído. A pesar de mis rencores, me siento orgullosa de él, de quien debí heredar el veneno corrosivo que fluye por mis venas.


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Como su relato acaba en el año 1941 -cuando yo tenía cuatro años- enlazaré con él, contando algo de mi niñez.
Nunca me quisieron mis padres. Lo sé porque una niña pequeña nota en seguida cuándo le tienen afecto. Quizás fuera porque nací poco agraciada. En más de una ocasión les oí decir que yo tenía unos ojillos negros como dos endrinas, escondidos tras unos párpados oblicuos y entreabiertos. Los dos dientes superiores, centrales, los tenía muy largos, dándome aspecto de conejo. Desde siempre sentí un vacío afectivo que me prroducía una gran amargura. Pero, en lugar de hundirme en un pozo de autocompasión, desesperación, temor y cobardía, me convertí en una niña dura, resentida, respondona, mentirosa, retorcida, falsa, avinagrada y violenta.
A los diez años dejé el colegio, porque ni yo soportaba a las monjas y sus alumnas, ni ellas a mí. Me dediqué a estar en casa, haciendo, de mala gana, lo que mis padres me ordenaban. Apenas salía de casa, pues si alguna vez jugaba con las muchachas del barrio, no sé cómo me las arreglaba para acabar siempre a golpes con ellas o tirándoles del pelo.
Mi padre pensó beneficiarme si admitía a trabajar en la trapería a Zoilo, un chico de quince años, llegado de Badajoz y que se presentó en el almacén un día de abril de 1950. Contó que su padre murió en la guerra y que su madre se había juntado con un hombre a quien él no soportaba, motivo por el que se marchó de casa.
Zoilo era un muchacho alegre, de agraciado aspecto. En seguida se ganó el aprecio de mi padre por su buena disposición para cualquier tarea que se le mandara. A mí también me agradaba, pues, a pesar de mi talante arisco, él me tenía bromas y me hacía reir. Mi padre confió en que, gracias a Zoilo, se solucionaría mi problema.
Hasta 1954 disfrutamos de unos años prósperos en todos los sentidos. Mi padre hizo mejoras en la trapería y en casa, abriendo una puerta interior que comunicaba la casa con la trapería; añadió un corralón donde guardaba el nuevo carro de cuatro ruedas que se compró, así como una mula joven y fuerte en sustitución del viejo burro. Además amplió el negocio, destinando parte del almacén a compraventa de objetos usados.
Mi relación con Zoilo era muy buena, tanto que llegué a soñar que un hada me había convertido en una hermosa princesa; que él era mi príncipe azul y aquella casa y aquel pueblo, con sus gentes y sus campos, era nuestro mágico reino. En las navidades de 1954 nos hicimos novios. Nuestra dicha duró muy poco.
Era la noche de fin de año. Habíamos cenado copiosamente. Cantábamos villancicos y bailábamos alegremente, sobre todo mi padre que se había ventilado un botella de coñac. Zoilo salió un momento del comedor y, al rato, volvió disfrazado de bandolero, con un trabuco de juguete en la mano. Mi madre y yo nos echamos a reir, pero mi padre se quedó asombrado, mirándolo. Zoilo apagó la luz, quedando el comedor alumbrado tan sólo con la llama de un leño que ardía en el fogón. Mi padre se abalanzó furioso contra Zoilo gritando: "¡Era su destino, era su destino!" Zoilo se zafó de él empujándolo. Mi padre, algo más sereno, aunque con el rostro desencajado y andando torpemente, salió del salón y bajó a la trapería a tomar el aire, según le escuchamos.
Mi madre y yo aguantamos la risa viendo a Zoilo imitarle.
A los pocos minutos oímos un gran estrépito de hierros en la zona del rastrillo de la trapería. A los gritos de mi padre, quejándose en la oscuridad, corrimos a encender la luz del almacén. Estaba semiaplastado, debajo de una pesada puerta de hierro que se le había caído encima. Al parecer, pisó unas bolitas de rodamientos, resbaló, pegó con los pies contra la puerta apoyada en la pared y se le cayó encima. Con gran esfuerzo levantamos la puerta. Mi padre se retorcía de dolor, llevándose una mano al ojo izquierdo, que le sangraba a borbotones, y la otra mano a la pierna. Las puntiagudas orejas de la cabeza de lobo del picaporte de hierro de la puerta se le habían clavado en el ojo, reventándoselo, y el canto afilado de aquélla le había machacado la pierna. Lo llevamos en el carro a la casa de socorro, y de allí lo trasladaron urgentemente al hospital de Badajoz. Cuando, después de un mes volvió a casa, lo vimos entrar con el ojo tapado y cojeando como un tullido. Tenía cuarenta y tres años pero parecía que tuviera ochenta. Cada quince días debía ir a Badajoz a revisión.
Zoilo, por el contrario, ganó en lozanía tanto como en habilidad para llevar el negocio.
Mi padre apenas hacía nada en la trapería, limitándose a dar instrucciones a Zoilo y vigilar su trabajo. Con mi madre sólo hablaba de su desgracia, que utilizaba para defender su teoría:
-Sí, Pascuala, es el destino el que dirige nuestras vidas con el mayor despotismo. Tan pronto nos encumbra como nos sepulta en la miseria.
-No te preocupes, Cirilo. Quizás las cosas cambien. ¿Quién sabe?

Pero yo observaba que, cada día que pasaba, mi madre se mostraba más fría con mi padre, e incluso hacía gestos de desagrado cuando él le hablaba o le pedía ayuda. Mientras que con Zoilo todo eran sonrisitas y agasajos. No podía disimular su predilección hacia él, cosa que a mí me revolvía las entrañas.
Zoilo, ante tal veneración como le dedicábamos, llegó a sentirse el señor de la casa, con derecho a andar por ella con absoluta libertad para fisgonear y obrar a su antojo. Mis padres no veían en ello otra cosa que una muestra de confianza.
Así fue transcurriendo el año 1955. Se presentó un invierno gélido, acentuándosele a mi padre los dolores, lo que le obligó a acudir con frecuencia al hospital, acompañado de mi madre.
Un día en que mis padres se habían ausentado por ese motivo, ocurrió algo decisivo. Yo había bajado al corralón a dar de comer a los animales. Zoilo se hallaba en la trapería con sus tareas. Sin intención alguna, volví pronto y subí silenciosamente hasta el comedor. Sentí un ligero ruido en el dormitorio de mis padres. Me acerqué a la puerta, apenas entreabierta. Por la rendija vi a Zoilo sentado, leyendo el dietario de mi padre. Me sorprendió su atrevimiento, pues ni yo, con ser su hija, había osado jamás husmear en las cosas que mi padre guardaba en la alacena. Pero no sospechaba qué podría estar leyendo con tanto interés. En seguida salí de puntillas y me bajé a la cocina. Zoilo debió colocar en su sitio el dietario y se bajó a la trapería silenciosamente.
Desde aquel día observé en él un extraño cambio. Aunque él se esforzaba en mostrarse como siempre, yo le notaba tenso y callado conmigo, pero especialmente con mi padre, mientras que con mi madre derrochaba sonrisas.
Mi padre también había sufrido un gran cambio. Apenas hablaba. Era ya abril. Por las tardes, después de comer, solía dar un paseo de dos horas. Zoilo bajaba a abrir la trapería, mi madre se ponía a coser y yo iba al corralón a echar las sobras de la comida a los animales. Luego, encaramada sobre unos leños, oteaba por encima de la tapia y veía a mi padre caminar a trompicones por el camino del pantano... Después me metía en la cocina y me dedicaba a fregar los platos y otras faenas. Pronto observé que, cuando yo abría el grifo del fregadero, Zoilo subía al comedor, donde permanecía unos veinte minutos charlando con mi madre.
Esta secuencia fue repitiéndose un día y otro. Volví a revivir los amargos años de mi infancia y a sentir el odio galopando por mis venas.
Pasaron veinte días cuando, una tarde, me decidí acabar con aquella incertidumbre que me estaba royendo el alma, como una carcoma. Subí las escaleras descalza. En el comedor no había nadie, pero escuché un ligero rumor de jadeos sofocados en el dormitorio de mis padres. Me acerqué a la puerta cerrada. Con sumo cuidado, la entreabrí dos milímetros apenas, suficientes para ver a Zoilo y a mi madre retozando en la cama. La cerré suavemente y salí del comedor con el alma rota de rabia y dolor. Bajé las escaleras pensando que descendía al infierno. Sentí ganas de prender fuego a la casa. Pero escuché una voz -tu voz, sin duda, príncipe Asmodeo-: "No tengas prisa, Chinda. Espera".

Y esperé. Estábamos ya a finales de mayo de 1956. Habíamos terminado de cenar y, como nadie tenía ganas de conversación, mi padre entró en el dormitorio. Le sentí abrir la alacena. En seguida volvió al comedor con el dietario y un lápiz. En ese momento Zoilo se levantó de la mesa y dijo que tenía sueño y se iba a dormir a la habitación de la plataforma. Mi madre también se fue a su dormitorio. Me acerqué a la ventana del comedor, abierta de par en par, y estuve contemplando un momento las casas y calles, blanqueadas por la luna llena que parecía reírse de mi. Me senté de espaldas a la calle. Una brisa calentorra irrumpió en el comedor, balanceando la lámpara del techo.
Observé a mi padre hojeando lentamente el dietario. Lo vi detenerse ante la última página escrita por él, pero su mirada de asombro se dirigía a la página siguiente. Yo no distinguía qué palabras eran aquéllas, pero sí que estaban escritas con mayúsculas, con lápiz rojo, quizás con un pintalabios de mi madre. Nunca, hasta ahora después de tantos años, había leído las confesiones de mi padre, ni tampoco esas palabras en rojo, escritas sin ninguna duda por Zoilo: "¡Maldito cabrón que asesinaste a mi padre, ahora me estoy vengando de tí acostándome con Pascuala, tu mujer!"
Mi padre se quedó lívido, con los labios apretados, la barbilla y manos temblorosas, y su único ojo lleno de horror. Rápido reaccionó. Se levantó de la silla con un bufido. Las venas del rostro enrojecido parecía fueran a estallarle. Cerró el dietario. Entró en el dormitorio y oí guardarlo en la alacena. Luego salió, cruzó el comedor como sonámbulo y bajó las escaleras. Miré por el hueco de la escalera. Entró en la cocina y pronto salió con algo que ocultaba bajo el brazo pegado al cuerpo. Evitando el menor ruido, abrió la puerta que comunica con la trapería y la cerró tras de sí. Le seguí escaleras abajo y entreabrí un poco la puerta. Lo vi, a la luz de la luna, cruzar la nave, cojeando, con sumo cuidado para no tropezar. Subió la escalera de hierro. Una vez en la plataforma observé que de su mano colgaba un puntiagudo cuchillo, mientras avanzaba hacia el cuarto de Zoilo. Repentinamente vi a éste salir de detrás de una pila de trapos y avanzar hasta Cirilo, llevando en alto el extremo de la soga de la polea con un lazo corredizo. Como un relámpago le echó el lazo al cuello y le empujó, haciéndole caer fuera de la plataforma. Sentí el tintineo del cuchillo al golpear contra el suelo, y el chasquido sordo del cuerpo al quedar brutalmente sujeto por la tensada soga en su caída. Zoilo permaneció un instante contemplando, con los brazos en jarras, cómo se balanceaba mi padre a varios metros del suelo. Luego entró en su cuarto y cerró la puerta. Yo cerré la de la trapería y subí a mi habitación, me acosté, y pronto me quedé dormida.
Sobre las seis de la mañana me despertaron los gritos de mi madre que, a través del ventanuco, acababa de descubrir a mi padre ahorcado en el almacén. Procuré fingir ignorancia sobre lo ocurrido. Zoilo, cínicamente, lamentó lo sucedido, explicando que Cirilo se habría suicidado al no soportar las penosas mutilaciones que padecía.
Pascuala, mi madre, pronto se consoló, convencida de que nada podemos hacer contra el destino. Y yo, en mi interior gritaba, llena de odio: "¡Ya te demostraré que sí se puede!"
Me costaba disimular mis verdaderos sentimientos, pero debía esperar pacientemente, sintiendo crecer minuto a minuto la viscosa flor del odio enraizada en mi corazón, regándola con las lágrimas de desesperación que, tanto Zoilo como mi madre, me hacían derramar con sus lujuriosos devaneos y sus desprecios. Pero yo me las sorbía sin la menor muestra de flaqueza.
Pasaron los meses, viendo cómo se inflaba el vientre de mi madre como una montaña maldita, y soportando el cinismo de Zoilo que se atrevía a hacerme galanteos.
En marzo del 1957 nació Minga.
"¡Ay si Cirilo, tu padre, te hubiera conocido!" -decía mi madre, haciendo carantoñas a la niña.
Zoilo se reía oyéndola, y yo me mordía la lengua para no estallar. Sin embargo, yo sentía hacia Minga una inexplicable ternura de hermana y de madre. Ella habría podido ser mi hija. Por eso la quise y cuidé como si fuera mía. Pascuala y Zoilo apenas se ocupaban de ella.

Estábamos ya en julio de 1960. Mi madre solía decirle a Zoilo:
"-Minga es el vivo retrato de Chinda, cuando tenía su edad. Tiene su misma cara y su misma mala uva."

Llegó un momento en que Zoilo debió pensar que ya se había vengado bastante de mi padre -según he deducido tras leer el manuscrito de ambos- o, simplemente, se cansó de ella, y pretendió aprovecharse de mí en adelante. De su acostumbrada frialdad conmigo, pasó a un continuo acoso.
Un día me propuso ir los dos solos al pantano, a bañarnos. Lo pensé y acepté. Le dije que podríamos aprovechar para traer en el carro bastante arena, para cubrir el suelo del corralón. A mi madre le pareció bien.
A otro día, muy temprano, preparé una cesta con tortillas y una botella de vino. Cogí una manta, un par de cojines y bañadores y los llevé al carro. Zoilo echó en él varios sacos y una pala. Después, sentados en el pescante, marchamos hasta el otro lado del pantano. Dejamos el carro a la sombra de una frondosa encina y en otra a la mula. Extendí la manta y los cojines, y nos pusimos los bañadores. Zoilo fue, con la pala y los sacos, hacia el pantano. Bajó el terraplén en que terminaba el encinar y se puso a cavar y llenar los sacos, en donde empezaba el arenal, a la sombra del repecho. Mientras tanto, fui al agua, a chapotear.
Cuando Zoilo terminó de llenar los sacos, se acercó a bañarse. No cesaba de bromear, tratando de agarrarme, pero yo no dejaba que me tocara. Salí fuera y corrí por la orilla para secarme un poco. Llegué al carro, cogí la cesta y la puse sobre la manta. Pronto volvió Zoilo, muerto de hambre.
-Qué bien sabe la tortilla. Seguro que la has hecho tú. Cocinas mejor que tu madre -me decía con los carrillos llenos.
-Si tú lo dices...
-Sí, es verdad. Y este vino quita el sentido -añadió, tras beber un largo trago-. Tiene un sabor raro, pero muy rico.
-No sé. Lo trajo mi madre del bodegón de siempre.
-Pues sí, está estupendo. Oye, Chinda...
-¿Qué?
-Hace mucho que apenas me hablas...
-Tú, mejor que yo, sabrás el motivo.
-Por tonterías. Porque tu madre se ha estado interponiendo entre nosotros. Pero te juro que eso ya se acabó. Tú, Chinda, eres la que de verdad me gustas -dijo, tomando otro trago generoso.
-¿Ah, sí? Pues, cuando quieras, empiezo a desnudarme -le contesté irónica.
Zoilo se me quedó mirando embelesado, con sonrisa bobalicona.
-Es...pera, mumu...jer -tartajeó, mientras daba fin a la botella-. ¡Qué bubu...eno es...tá el jojo...dío!
Zoilo se quedó un instante mirándome como traspuesto y, en seguida, se desplomó de espaldas sobre la manta, atacado de un súbito amodorramiento. El narcótico añadido al vino, había actuado rápido. Sin pérdida de tiempo, plegué los dos lados de la manta sobre él, cubriéndolo del todo. Me senté a horcajadas encima suyo. Le cubrí la cara con un cojín y apreté furiosamente con todas mis fuerzas un buen rato, hasta asfixiarlo. Luego, lo llevé arrastrando hasta la hoya que él había cavado. Tiré de un lado de la manta y el cuerpo rodó, encajando en el hueco, como hecho a su medida. Quedó con la cara, amoratada y arroalada de arena, mirando con ojos sanguinolentos hacia arriba. Recogí su ropa y se la eché encima. Ni pájaros siquiera se veían por allí a aquellas horas de canícula. Con la fuerza de la rabia acumulada durante tantos años, en un instante vacié sobre él los sacos, quedando sepultado bajo un metro de arena.
Sentí una rara satisfacción y tranquilidad. Tanta que me entretuve en alisar la arena, dejándola como si nadie la hubiera removido. Las chicharras guitarreaban cansinas. Recogí todo y me marché con el carro al lento paso de la mula.
Entré en el corralón y coloqué los sacos y la pala en su sitio. Subí al comedor con la cesta. Mi madre dormitaba, sentada en la butaca.
-¿Cómo has vuelto tan pronto? -preguntó, abriendo los ojos- ¿Y Zoilo?
-No sé -le contesté-. Después de comer y beberse el vino, se enfureció y me gritó que estaba harto de aguantarnos: a tí, a mí, a la niña y al maldito trabajo de la trapería. Después echó a correr entre las encinas y desapareció. Quizás no vuelva nunca más.
-No, Chinda, eso no puede ser. Zoilo jamás haría eso. ¿Qué haríamos nosotras sin él? Ya verás cómo vuelve cuando se le pasen los vapores del vino.
-¿Y si no volviera?
-Si no vuelve será porque -como decía Cirilo, tu padre- así lo ha dispuesto el destino. Nosotras no podemos hacer otra cosa que aceptar la vida como se nos vaya presentando...
-Ya. El destino. Siempre el destino. Mañana tendré que ir con el carro a buscar desechos. La niña podría venirse conmigo y se entretendría más que en casa.
-A lo mejor vuelve Zoilo... -dijo pensativa.
-O, a lo mejor, no -le contesté-. Pero el negocio hay que seguir atendiéndolo.

A otro día, antes de que mi madre se levantara -que solía hacerlo bastante tarde- llevé a Minga al cuarto de Zoilo, la acosté y le di un vaso de leche con unas gotas de somnífero. Al pasar por el almacén cogí una barra de hierro, fuerte y larga como de un metro, y la cargué en el carro. En seguida marché con él hacia el vertedero.
A pocos metros de allí, muy cerca del arroyo, hay un viejo pozo negro, al que van a parar las aguas sucias de la vecina granja de cerdos. Mi padre me contó que, en cierta ocasión, él bajó con una escalerilla de mano a verlo por dentro. Tiene dos cámaras separadas por un muro, con una rejilla abajo, que sirve de coladera. En la primera cámara se quedan los residuos más sólidos que entran en ella por un angosto colector; en la segunda se filtran las aguas con la arena del fondo y luego salen por un desagüe a dar a una acequia que va a parar al arroyo.
Apresuradamente, metí el hierro por la argolla de la losa que tapa el pozo. Apalanqué y traté de levantarla. Me costó gran esfuerzo removerla, pero logré apartarla de la abertura.
Rápido volví a casa. Eran ya más de las diez de la mañana y Pascuala aún estaba acostada. Entré en el dormitorio gritando:
-¡Madre, madre! ¡La niña se ha caído al pozo!
-¿Qué dices? ¿Qué pasa? -preguntó espantada.
-Sí. Se ha caído en el pozo negro, el de la granja.
-Pero ¿y cómo ha sido eso?
-Mientras yo rebuscaba en el vertedero, ella jugaba por allí cerca. La tapa del pozo estaba quitada de su sitio y se ha caído por el agujero. ¡Vamos rápido en el carro!
Le di palmadas a la mula y el carro salió zumbando. En seguida llegamos al pozo. Pascuala corrió hasta el borde de la abertura, se puso de rodillas y agachó la cabeza intentando ver el fondo del pozo, mientras gritaba: "Minga, hija ¿estás ahí?"
Había llegado el momento decisivo que el destino le tenía reservado a mi madre. Le puse el pie en la espalda y le empujé con fuerza. Mi madre dio un grito que se mezcló con el gdolpetazo de su cuerpo contra el cieno, seguido del barboteo de sus lamentos. Sin pérdida de tiempo arrastré la losa y tapé la entrada.
Miré a mi alrededor con la mayor serenidad. No se veía a nadie. Era el día de Santiago y la gente no trabajaba. Allá a lo lejos se divisaban los encinares en torno al pantano; más cerca la fuente de los cañizos; y, a mi espalda, el pueblo, como un cuadro de tiza y almagre. Sonaban las campanas de la torre. No sé si tocaban a misa o a muerto.
Volví a casa. Desperté a Minga que aún dormia. Al pasar por el almacén recogí una caja grande, de cartón. Lavé y peiné a la niña y le puse un gracioso vestido de florecitas y volantes.
-¿A dónde vamos, mami?
Así me llamaba siempre. Ella no tenía claro si su madre era yo o Pascuala.
-De viaje -le dije-, y se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.
-¿Y Pascuala y Zoilo?
-No vienen.

Después me di prisa en meter, en una maleta, ropa mía y de la niña, así como el dietario de mi padre y el dinero que había en la alacena. En la caja coloqué mantas, así como algunos utensilios de cocina y cosas de comer. Llevé los bultos al corralón y los cargué en el carro, que cubrí con un toldo. Subí por Minga y su cesto de dormir. Finalmente, todo bien colocado en el carro y Minga sentada dentro del cesto, salimos fuera, cerré las puertas y emprendimos la marcha.
Entramos en la carretera comarcal con dirección al nordeste, aunque con rumbo incierto. La mula trotaba alegre, subiendo la suave cuesta hasta coronar el cerro. Desde allí pude contemplar, por última vez, aquel pueblo donde comenzaron mis desdichas, pero también mi lucha contra la tiranía del destino".

Y éste ha sido otro capítulo de la historia de Pascuala y su familia, que nos mandan nuestros amigos Don Quijote y Tinterico. Ya veremos si, en el próximo, la fortuna se compadece un poco de esta gente. Pero, como esta noche es nochebuena y mañana Navidad, saca Lucas la botella y yo me pongo a ladrar. ¡Feliz Navidad y un cariñoso guau!. Toby.
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La familia de la Tía Pascuala - (Cap. II)

lunes, 3 de diciembre de 2007


Querido Toby:
Si tu gozo ha sido grande recibiendo noticias nuestras, mucho mayor el de Don Quijote y mío cuando, el pasado 15 de noviembre, la fantástica rama de los ojos se arrancó a bailar frenética, proyectando luminosos haces de colores; la rama de las bocas estalló en una cascada de armoniosas voces y la de las manos palmoteó hasta despedir chispas, despertando a todo bicho viviente en este castillo.
Don Quijote y un servidor salimos del cofre en calzoncillos largos y, sin decir ni buenas, nos sentamos sobre el bordillo de la tapa dispuestos a no perdernos ni una coma del espectáculo y disfrutar del buen ambiente que se respira ahora, en ausencia de las brujas. Éstas, desde su estrepitoso fracaso en Las Oropéndolas, no han dado señales de vida; quizás se extraviaron con el triciclo, o puede que su cacique Asmodeo las tenga castigadas, en alguna mazmorra, por su ridícula derrota.
Después del pimpante preludio, la rama de los espejos dirigió sus haces luminosos sobre la gran pantalla mural, pasando a transmitir el texto de tu mensaje, realzado con voces, música e imágenes fantásticas. Aún tenemos erizado el vello de nuestros espíritus con tu relato sobre lo ocurrido en el pueblo. A propósito de ese suceso, fíjate lo que hemos descubierto.

Aprovechando que las brujas están desaparecidas, hemos entrado en su dormitorio a fisgonear en los armarios, descubriendo un montón de cachivaches, libracos viejos de magia, papeles con recetas, conjuros y, sobre todo, un grueso dietario de pastas verdosas y hojas amarillentas con apuntes muy reveladores sobre el suceso de tu pueblo.
La primera mitad del dietario contiene anotaciones y cuentas hechas por Cirilo Expósito mientras llevó el negocio de la trapería que su mujer, Pascuala, heredó de sus padres. La otra mitad del dietario la ocupan tres manuscritos: el primero es de Cirilo, el siguiente lo componen unas pocas líneas escritas por un tal Zoilo, y el último es de Chinda, hija de Cirilo y de Pascuala.
Es una tremenda historia que, tanto a Don Quijote como a mí, nos ha puesto los pelos de punta, planteándonos cuestiones que pasamos largos ratos meditando y discutiendo. Empiezo con el relato de Cirilo:


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"Ya hace dos años que acabó la guerra y dejé el cuartel; cuatro que nació Chinda. ¡Qué ojos de avispa tiene la jodía! Ahí está sentada en su alta silla de anea, frente a mí, observando cómo escribo, seria y con gesto enfadado, como si quisiera reprocharme algo... A su lado está Pascuala, mi mujer, haciendo ganchillo, con su cara de luna lechosa y su lacia melena rubia. Es bonachona y no mal parecida, pero pánfila y analfabeta. Mejor así. De esta forma escribiré mis cosas sin temor a que se entere de alguno de mis secretos.
Por fin parece que me he sacudido, al menos por ahora, el sino maldito con que nací un día de noviembre de 1910 en Badajoz. Mi apellido Expósito lo dice todo. Mi cuna fue la inclusa, y mi casa, primero el hospicio, después la calle, y siempre el desamparo. La mili fue un alivio para mí, sirviéndome de escuela y de hogar. La hice en el 1932. Allí, muchas noches, haciendo guardia, medité sobre ese signo fatal con el que había nacido. Decidí echarle un pulso al destino y me juré a mí mismo medrar en la vida a costa de lo que fuera.
Cuando acabé la mili vine a este pueblo, próximo a Badajoz. Eran tiempos difíciles, pero la gente decidida creaba negocios de la nada. Uno de ellos fue Rogelio Candiles, el padre de Pascuala. En realidad él empezó con la trapería poco antes de casarse con Casilda la Cestera, allá por el 1908. Trabajando día y noche como burros -según él me contó-, acondicionaron para almacén una nave, grande y alta, que estaba junto a la casa donde ellos vivían. En ella almacenaban cuantos desechos encontraban tirados por el pueblo o les daban los vecinos, ya fueran papeles, cartones, trapos, cacharros, chatarras, pellejos de animales y toda clase de material aparentemente inservible. Cuando reunía suficiente para una carga, avisaba a una casa de recuperaciones de Badajoz y venía una camioneta a recogerlo. Rogelio solía ir acompañando la carga; cobraba, y se volvía por la noche en el tren correo. Durante muchos años, Rogelio se sirvió de un pequeño carro de varas que él arrastraba como un buey de un lado para otro, recogiendo cuanto encontraba de utilidad.
Aun sin tener instrucción alguna, Rogelio poseía un olfato especial para el negocio, una gran tenacidad y mucha tacañería. Así consiguió reunir buenas perras que iba guardando en un armarito empotrado en la pared, junto a la cabecera de su cama, que tenía cerrado con un enorme candado. Sin embargo, ellos siguieron viviendo austeramente, sin hacer otras mejoras en la chatarrería que la compra de una báscula y la colocación de una polea para subir los bultos de trapos hasta un piso o plataforma, levantada a seis metros del suelo, con una superficie como la mitad de la nave. Esta plataforma carecía de barandilla para que Casilda pudiera coger con más facilidad los bultos que Rogelio levantaba con la soga de la polea hasta el borde de aquélla. En un rincón, a la derecha de la plataforma, había un cuartucho con un catre.
Fue un día de mayo de 1935 cuando llegué a este pueblo y lo pateé de arriba abajo, buscando trabajo. Casualmente encontré a Rogelio Candiles rebuscando en un basurero. Me acerqué y me puse a ayudarle de forma espontánea, mientras le preguntaba detalles sobre el pueblo. En seguida me di cuenta de que Rogelio era poco hablador y pensaba mucho sus escasas palabras. Le insinué que me gustaría trabajar para él a cambio de cobijo y comida. De momento no me dio una respuesta concreta. Tras recorrer gran parte del pueblo, con el carro a tope, llegamos a la trapería. Me impresionó los montones de papeles, cartones y chatarras, agrupados en voluminosos bultos y colocados ordenadamente. Descargamos el material y lo fuimos colocando en el sitio que le correspondía. Luego empujó a una pila de trapos hasta ponerla debajo de la polea. Le enganchó la soga y me ordenó levantarla tirando del otro extremo, mientras él subía por la escalera de hierro hasta la plataforma. Cuando conseguí levantar la pila de trapos a la altura de la plataforma, él extendió el brazo, agarró la pila y la arrastró dentro.
Después me llevó a su casa. Entramos en la cocina. Allí trajinaba Casilda, una mujer rolliza y sonriente, de brillantes mofletes arrebolados, con un gran moño y muy enlutada. Rogelio, cogiéndome por detrás del cuello, me puso ante ella y le dijo:
-Este muchacho se llama Cirilo Expósito. Va a trabajar en la trapería a cambio de alojamiento y comida. Dormirá en el cuarto de arriba del almacén.
La mujer, con agradable semblante, me preguntó de dónde era y cómo estaba mi familia. Le conté la verdad: que, a poco de nacer, me habían recogido en la inclusa y me había criado en un hospicio de Badajoz.
-Ay, pobrecito -dijo Casilda-. Pero mira qué buen mozo está hecho. Dios no abandona a sus criaturas.
-¿Dios? -contesté con desparpajo-. Más bien diría yo que el destino.
Casilda se quedó seria y deslizó su mirada desde mi cabeza hasta mis pies. En aquel momento desvié la vista hacia la salita del comedor. Sentada en una rústica silla, una muchacha rubia, de cara redonda, muy blanca, me observaba sonriente mientras zurcía unos calcetines. Era Pascuala. El sol de aquel frío noviembre, que entraba por la ventana, le daba un encanto especial. No sé por qué cruzó por mi cabeza la idea -afilada como un halcón- de que un día ella sería mi mujer y aquella casa, mi casa.

Era un pueblo grande, con alguna fábrica, almazaras, pequeños negocios familiares de artesanías y servicios, pero, sobre todo, abundaban los campesinos que trabajaban para unos pocos terratenientes por un mísero jornal. Por eso me sentí afortunado con esta familia y trabajo. Para ganarme la máxima confianza de Rogelio, procuraba trabajar con seriedad y diligencia, sin inmiscuirme en los asuntos familiares. No obstante, noté que a Rogelio le molestaban dos cosas a las que yo no les daba ninguna importancia. Una, mi indiferencia y desapego al tema religioso, tan apreciado por la familia. Casilda iba mucho a la iglesia con Pascuala, tenía la casa llena de estampas de santos, y se pasaba el día rezando. Rogelio exteriorizaba menos sus ideas religiosas, pero era muy respetuoso con ellas. Tampoco opinaba sobre política, porque -solía decir- sólo sirve para encizañar a la gente, y "lo importante es trabajar, trabajar y trabajar".
La otra cosa, que no soportaba, era mi interés por Pascuala. Pero la verdad es que era Pascuala la que me provocaba. Ella me miraba, se me acercaba a decirme alguna tontería, y yo le correspondía con bromas y algún achuchón que otro. Aunque procurábamos contenernos en presencia de sus padres, alguna vez nos sorprendía él o ella, y la bronca era segura.

Conforme pasaban los días y los meses, yo notaba que mi relación con los padres de Pascuala era cada vez más fría y tensa. Mi antipatía hacia ellos se fue convirtiendo en disimulado rencor.
Una tarde de mediados de junio de 1936, Rogelio me mandó ir, con el carro, a llenar cuatro cántaros de agua a la fuente de los cañizos. No sé si por animar un poco a Pascuala, que llevaba varios dias mohína y sin poner los pies en la calle, le dijo su padre que me acompañara para ayudarme en la tarea. El chorro de la fuente era bastante flojo por lo que el cántaro tardaba un buen rato en llenarse. Nos sentamos en un poyete de piedra junto a la fuente, de cara a poniente. Era un atardecer cálido, con un cielo surcado de golondrinas. Pascuala miraba, pensativa, el horizonte anaranjado.
-¿Qué te pasa, Pascuala? ¿Por qué ya no me hablas como antes? -le pregunté mirándola.
-Ya te lo he dicho en varias ocasiones. Mis padres no quieren que seamos novios. Principalmente mi padre. Dice que tú no me convienes, que tienes ideas muy raras y peligrosas.
-¿Ideas raras? -le contesté- ¿porque pongo cara de incrédulo cuando veo a tu madre con sus rezos, o digo que ni Dios ni los santos intervienen en nada de lo que pasa en este puto mundo?
-No sé. Eso es lo que siempre nos han enseñado...
-No seas tonta, Pascuala. ¿Quieres explicarme dónde está la intervención de Dios y los santos, que permitieron que a mí, un bebé indefenso, me dejaran en la inclusa y creciera en el hospicio sin el menor afecto de nadie, rodeado de frialdad y malos tratos?
-Quizás tengas razón, pero...
-Tonterías. Todo lo rige el destino, favorable u hostil para unos o para otros. Unos nacen con estrella y otros estrellados, se dice con razón. Unos nacen príncipes, señoritos, inteligentes, valerosos, ganadores... y otros, por el contrario, esclavos, miserables, zopencos, cobardes, perdedores... Desde que nacemos, el destino nos empuja por un camino de rosas o de espinosos zarzales.
-Sí, pero yo creo que también está en nosotros mejorar nuestro futuro.
-No, Pascuala. Eso parece, pero es un engaño. La vida de cada uno está previamente escrita por el destino, la fatalidad, el sino, o como quieras llamarlo. Es como cuando soñamos. En el sueño estamos convencidos de que estamos actuando libremente. Pero la realidad es que, como los demás personajes que en él aparecen, somos títeres movidos por los hilos del mismo sueño, que se va desarrollando con independencia de lo que nosotros queramos.
En aquel momento, Pascuala se agachó y cogió una piedra.
-¿Qué haces? -le pregunté.
-Voy a demostrarte que soy yo la que decido, no el destino.
Y, ante mi asombro, lanzó con toda su fuerza la piedra contra el cántaro, saltando en pedazos y salpicándonos con el agua que ya rebosaba.
-Una demostración muy aparatosa, pero sigues engañándote a tí misma, porque eso también lo tenía escrito el destino. ¿No oyes sus risas?
-Me asustas, Cirilo...
-Convéncete, Pascuala, hagamos lo que hagamos, el destino siempre se sale con la suya. No vale que la razón nos muestre lo conveniente o lo que no lo es. Siempre terminaremos haciendo lo que él quiere.
Pascuala permaneció callada un rato, pensativa. Luego me dijo:
-Según eso, quizás el destino haya decidido que nos casemos, aunque mis padres se opongan.
Nos miramos y nos dimos un beso.

Tras aquel incidente, me propuse espiar a Rogelio con la mayor cautela. Sabía que era un hombre tacaño y desconfiado. Con sus trapicheos él conseguía buenas perras cada vez que iba a Badajoz con una carga de material. Cuando volvía del viaje en el tren, a eso de las once de la noche, lo primero que hacía era ir a su dormitorio. Desde el cuartucho en que yo dormía, en la plataforma del almacén, veía iluminarse, con una mortecina luz, el cristal del ventanuco del dormitorio del matrimonio, abierto en el muro de enfrente de la plataforma.
Siguiendo la plataforma y a su misma altura, un entrante a modo de cornisa, de unos 20 centímetros de ancho, recorría los tres muros de la nave. Esta cornisa quedaba a un metro por debajo de las dos grandes ventanas de los muros laterales de la nave, y a dos metros de la ventanilla del dormitorio matrimonial en el muro del fondo, frente a la plataforma.
Una noche me desvelé pensando en cómo me las arreglaría para observar, por aquel ventanuco, a Rogelio cuando volvía de Badajoz. Me tracé un plan que decidí llevarlo a cabo a otro día por la noche, aprovechando que Rogelio debía ir allí con otra carga.

Después de cenar, a eso de las diez, dije a Casilda y a Pascuala que tenía mucho sueño y me iba a acostar. Ellas no se extrañaron y se pusieron a jugar a la oca. Fui al almacén, cogí una estrecha banqueta que había por allí, de medio metro de alta, y subí con ella por la escalera de hierro hasta mi cuarto. A las 22:30, a oscuras, inicié mi aventura. Con la mayor tranquilidad fui avanzando por la estrecha cornisa, a la tenue claridad que entraba por las ventanas. Me movía lentamente, con la espalda pegada a la pared, mientras sujetaba la banqueta con la mano izquierda. No sentía temor alguno de caerme de aquella estrecha cornisa. En el hospicio nos habían acostumbrado a hacer acrobacias y números de circo. Eso sí, confiaba en que el destino siguiera favoreciéndome aquella noche. Cuando llegué a estar debajo de la ventana lateral, dejé la banqueta sobre la cornisa para descansar el brazo un momento. La recogí y continué deslizándome con parsimonia y serenidad. Doblé el ángulo de los dos muros y en seguida me situé debajo del ventanuco del dormitorio. Coloqué la banqueta bien arrimada a la pared y me subí en ella a comprobar si podía observar bien el interior del dormitorio desde la ventanilla. Sentí un alivio viendo que había acertado al calcular la altura. Me senté en la banqueta a esperar.
A los diez minutos oí el taconeo de las botas de Rogelio sobre el empedrado de la calle y, a continuación, el chirrido de la llave en la cerradura de la puerta de casa. Luego, la voz reposada de Rogelio hablando con Casilda y Pascuala en el comedor. Y en seguida, su entrada en el dormitorio. Rápido puse firme el pie izquierdo en la banqueta, presioné fuerte con la mano sobre la rodilla y dí un impulso hacia arriba, manteniendo el cuerpo tieso como un palo, adhiriéndome a la pared con los brazos extendidos en cruz y las manos abiertas. En seguida las alcé y agarré el borde del alféizar del ventanuco. Miré a hurtadillas por el ángulo inferior del cristal, en el momento en que Rogelio encendía la mortecina luz de la mesilla. Abrió el armario ropero y, poniéndose de puntillas, cogió unas llaves, escondidas en la tabla del perchero. Con ellas fue al otro lado de la cama y abrió un armarito empotrado en la pared. Sacó de allí una caja de caudales en la que metió varios billetes que extrajo del bosillo. Dentro de la alacena distinguí un objeto negro que me pareció una pistola. Guardó la caja, cerró la alacena y escondió las llaves sobre el perchero. Ligero como un gato bajé de la banquetilla. Esperé unos instantes a que Rogelio volviera a hablar con las mujeres y, satisfecho con lo conseguido, marché a mi cuarto.

Coincidiendo con Rogelio, a mí tampoco me interesaba la política. No soportaba tener que aceptar las ideas y decisiones de ningún partido, fuera de izquierdas o derechas. Pero había que ser muy tonto para no darse cuenta de lo que, en aquellas fechas, estaba pasando en el pueblo y en toda España. La situación empeoraba cada día.

A primeros de julio, una mañana como tantas otras, salí yo solo con el carro a rebuscar materiales. Me detuve junto a la fuente de los cañizos a tomar un sorbo de agua y me senté un instante, a la sombra, en el poyete de piedra, recordando la escena del cántaro. Se me acercó
un individuo, de unos cuarenta años, alto, rubio, con bigote, largas patillas y camisa oscura remangada.
-Qué -me soltó descarado-, ¿tú eres de los pocos afortunados que tienen trabajo?
-Sí -le contesté mirándolo fijamente-, pero las ganancias es otro el que se las lleva.
-No me digas. ¿Es que no te has enterado de que ya ha llegado la revolución? ¿De dónde eres? -me preguntó curioso.
-De Badajoz -dije, y le conté algo de mi historia.
-Tienes que espabilar, muchacho -añadió en tono paternalista-. Verás. Me llamo o me llaman Pepillo el Rubio. Hace unos años yo trabajaba de jornalero en el campo, en otro pueblo de Badajoz. En una manifestación que hicimos nos atacaron los guardias. Se armó la marimorena y yo me cargué a uno de ellos. Aunque no averiguaron quién lo había matado, yo fui uno de los que atraparon y metieron en la cárcel. Allí las he pringado hasta ahora en que el nuevo gobierno ha dado suelta a los presos.
-¿Y de qué vives? -le pregunté.
-En la cárcel me he convencido de que corren tiempos en que o matas o te matan, ya sea de una forma o de otra. Por supuesto, prefiero lo primero a lo segundo.
-¡Joder, qué fuerte!
-Sí, no te quepa duda. Somos como las fieras. Mejor, somos fieras. Unos matan por unas razones, otros por otras. Yo tengo las mías, Me muevo de un lado para otro. Me entero de alguien que quisiera ver muerto a otro, pero no tiene agallas para hacerlo él mismo. Llegamos a un acuerdo. Yo lo mato con ésta -dijo, acariciando el abultado bolsillo del pantalón- y él me paga. A ver, es la lucha por la vida: la mía, la de mi mujer y la de mi hijo que tiene ahora un año... Viven en Badajoz.
Aquella espontánea confesión me dejó perplejo. El destino seguía de mi lado. Pepillo el Rubio podría solucionar mi problema.
Le conté cómo eran los dueños de la trapería. El mucho dinero que debían de tener guardado. Mi propósito de casarme con Pascuala y la negativa rotunda de sus padres a que me acercara a ella. Le propuse un trato. El dinero y propiedades de Rogelio nos los repartiríamos entre los dos, si él se encargaba de liquidar a Rogelio y a su mujer, en la forma como yo dijera.
-A ver, ¿qué tendría que hacer?
-Verás. A un kilómetro de aquí, por la carretera que va hacia el pantano -dije señalando al frente- hay un montecillo a la izquierda, rodeado de encinas, con una casa rústica en la cima, cercada con una valla de piedra. No sé quiénes serán sus dueños, pero allí no vive nadie ahora.
-¿Y qué más?
-Tú te presentas, mañana, en la trapería y hablas con Rogelio, el dueño. Le dices que tú eres el dueño de esa finca y de la casa; que tiene buenos muebles, una máquina de coser, y otros utensilios que seguro le gustarán a su mujer; que tenéis que marcharos a vivir a Andalucía y necesitáis venderla urgentemente, por cuatro perras; y que mañana por la tarde tú podrías enseñarles la casa y las escrituras. Ellos seguro que picarán. Los llevas hasta la casa y, cuando te dispongas a abrir la puerta, haces como si fueras a sacar la llave del bolsillo, empuñas la pistola y te los cargas. Para no despertar sospechas, una vez que su hija se tranquilice y yo me haya hecho cargo del negocio, te pagaré lo convenido. ¿Te parece bien?
-Eso es pan comido. Dentro de una semana, te esperaré aquí en esta fuente a cobrar el dinero. Del resto, no se te olvide que ambos somos los dueños, ¿de acuerdo?

A otro día, a media mañana, Pepillo el Rubio se presentó en la trapería. Habló con Rogelio sobre la finca del pantano y, aunque éste era muy desconfiado, consiguió que se interesara por semejante ganga. Rogelio llamó a Casilda quien, al escuchar el chollo que aquel hombre les ofrecía, no dudó en ir con él a ver la casa. Rogelio subió un momento a su dormitorio a ponerse otras alpargatas -según dijo-. Antes de marchar me encargó varias tareas que debería tener terminadas a su vuelta, a la hora de comer. Luego los vi salir con Pepillo el Rubio hacia el pantano, alegres y locuaces.
Rápidamente entré en casa y vi a Pascuala en la cocina, en la planta baja, preparando la comida. Subí sigiloso hasta el dormitorio del matrimonio, saqué la llave del armario, abrí la alacena, cogí la pistola y la cargué. Me la guardé en el pantalón. Entré en la cocina y conté a Pascuala la visita de Pepillo el Rubio y que sus padres habían ido con él a ver la casa. Le dije que iba a salir con el carro a recoger materiales y que volvería a la hora de comer.
Salí con el carro en dirección opuesta al pantano, sorprendiéndome una manifestación de campesinos y obreros, gritando, que se dirigían a la plaza. Corrí con el carro por una larga calle que desemboca en la carretera comarcal, algo más arriba de la del pantano. Dejé el carro oculto bajo un emparrado en el terreno de un conocido mío, cerca del vertedero. Crucé la carretera y me adentré a toda marcha por entre las encinas hacia la casa del pantano. Llegué a ella. Salté la tapia y me escondí detrás del portón de gruesos tablones entrecruzados y con rendijas de un centímetro, que me permitían ver sin ser visto.
Muy pronto sentí a Rogelio, a su mujer y a Pepillo, que se acercaban charlando animadamente. Los vi aparecer, pasada la curva del camino, a treinta metros de la casa. Saqué cuidadosamente la pistola y quité el seguro. Cuando estaban a cuatro metros de la puerta, Pepillo se adelantó ligero hasta ella. Introdujo la mano en el bolsillo, como si fuera a sacar la llave, se giró hacia ellos y disparó a bocajarro, primero a Rogelio en el pecho, luego en la cabeza a Casilda quien, con ojos aterrados, siguió mirándole mientras caía de bruces sobre la tierra ardiente.
Rápido, me situé detrás de Pepillo, apuntándole con el cañón de la pistola, por la rendija. Dí un golpecito en el tablón, Pepillo volvió instintivamente la cabeza, y yo le disparé un tiro en plena cara, de abajo arriba. Apresuradamente salté fuera de la tapia. Coloqué a Pepillo semisentado contra la puerta, y enfrente a Rogelio, tumbado de medio lado, con la cara vuelta hacia él y el brazo derecho extendido, empuñando la pistola que yo había disparado.
Después corrí por entre las encinas, por el mismo camino por el que había venido, crucé la carretera, tomé el carro y cargué cuanto encontré aprovechable en el vertedero. Volví a la trapería poco antes de las dos de la tarde. Pascuala estaba poniendo la mesa. Entré silbando y pregunté si ya habían vuelto sus padres, mientras me lavaba las manos en el fregadero.
-Todavía no -me dijo-. ¿Y qué casa dices que han ido a ver? -preguntó, sonriente.
-No sé. Por lo poco que escuché al hombre, es una casa que hay cerca del pantano, en lo alto del encinar. Decía que se la vendería con muebles y cacharros por muy poco dinero.
-Qué bien. Así podremos ir a bañarnos al pantano cuando nos apetezca.
-No creo que yo vaya nunca allí. Ya sabes lo que tus padres piensan de mí.
-¿Quién sabe?
No sabía bien Pascuala hasta qué punto yo sí lo sabía.

A otro día se presentó en casa una pareja de guardias a dar la noticia a Pascuala. Ella lloró durante muchos días a sus padres y maldijo a Pepillo el Rubio con rabia y desesperación. Jamás llegó a saberse la verdad de lo ocurrido. Yo intenté por todos los medios consolar a Pascuala quien, poco a poco, fue aceptando que nada podemos hacer contra la fatalidad de nuestro destino.

Antes y después del alzamiento militar se sucedieron días pavorosos de revueltas callejeras, enfrentamientos entre izquierdas y derechas, apresamientos, revanchismos, fusilamientos, soldados que escapaban de los cuarteles... Había empezado la guerra. No obstante, yo seguía saliendo con el carro y volvía con algo de comer y con noticias del avance de los militares hacia Badajoz. Con el mayor cinismo (lo reconozco) procuraba consolar a Pascuala y convencerla de que todo aquello pasaría. Decidimos casarnos tan pronto como pudiéramos.
Viendo la que se avecinaba, y que el dinero que Rogelio tenía guardado dejaría muy pronto de tener valor, convencí a Pascuala para comprar provisiones, tales como harina, habas, algarrobas, garbanzos, latas de conservas, aceite, así como dos cabras y un burro...

Tras la entrada de los nacionales en Badajoz, me movilizaron y estuve sirviendo en un cuartel hasta el final de la guerra. En junio del 1937 nació Chinda, por lo que me dieron unos días de permiso. Después fue Pascuala la que iba a verme con la niña. En el 1939, terminada la guerra, nos casamos. Y ahora, pasada la guerra hay escasez de todo. La mayoría de la gente pasa hambre y miseria. Yo me las arreglo para que ningún día nos falte leche de cabra, que tanto le gusta a Chinda, pan, habas, y cuanto encuentro, pido o robo. En el pueblo se va restableciendo la normalidad. Los más espabilados han reabierto sus negocios o montan otros nuevos. Hay que buscarse la vida, como dice la gente. Yo trabajo de sol a sol, recogiendo lo que no quiere nadie, incluso los que nada tienen. No importa. El destino tiene la última palabra."

Y hasta aquí el relato de Cirilo Expósito. Para no cansarte demasiado, dejo para otra ocasión la continuación de esta historia que, quizás, nos ayude a entender y, ojalá, a solucionar los males sobrevenidos a esos chavales de tu pueblo. Que lo paséis bien. Tinterico.
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