El palco etéreo - (Cap. II)

miércoles, 14 de agosto de 2013




   -¿Qué os parece la forma tan insólita  de complicárseles la vida, en este mundo terrestre, a espíritus amigos, como son Usha y Ducesf,  acostumbrados al nuestro espiritual, exquisitamente equilibrado y racional, teniendo ahora que desempeñar  los papeles de Abelardo y Adelaida? 
   -Xiscu, estoy francamente sorprendido -dice Tomiñvi-, de que ellos, -tan bondadosos y escrupulosamente justos cuando se hallaban en nuestro mundo espiritual, se comporten ahora con esa  recíproca falta de consideración, de respeto y de amor, como hemos observado.
   -Es obvio, Tomiñvi -explica Fañtduv-. En nuestro mundo espiritual los espíritus carecen de las trabas y limitaciones que tiene el ser humano. Pero, para desenvolverse en el mundo terrestre , los espíritus precisan unirse a un cuerpo de igual entidad que  ese mundo. Y ese mundo, el Espíritu Supremo,  lo ha ideado y ha querido traerlo a la existencia, no gracias a un caprichoso golpe de su varita mágica, sino como resultado coherente de la aplicación rigurosa de un complejo sistema de leyes y principios lógicos, físicos, metafísicos y teleológicos, así como de la adopción de determinadas condiciones,  tales como la entidad ideal de  esa realidad, la infraestructura espacio temporal,  la evolución progresiva hacia resultados más perfectos, la economía de recursos y la aceptación de efectos debidos a la aleatoriedad  y a la capacidad de la libre determinación de los espíritus. El resultado será un mundo ideado por su Creador conforme a un hermoso proyecto, y realizado de acuerdo a unas leyes y condiciones autoimpuestas y observadas con todo rigor. De ahí la gran variedad, en el planeta Tierra, de seres y grados diferentes en cuanto a perfección se refiere, pues sólo llegarán a realizarse, y no siempre con éxito, los seres en cuya realización concurran leyes, condiciones y circunstancias, compatibles entre sí en una escala bastante flexible, lo que explicaría la razón de muchas imperfecciones.
    Por tanto el gran inconveniente, para los espíritus  que  emprenden la aventura de vivir en la Tierra, es el de las limitaciones propias del cuerpo que le haya tocado en suerte para llevar a cabo esa experiencia. Hay que tener en cuenta que la capacidad del  espíritu  para autoconocerse, manifestarse, e interactuar en ese mundo terrestre, por muy excelentes cualidades que posea, dependerá de la cantidad, calidad y riqueza en prestaciones que posean los órganos del instrumento corpóreo  que les haya correspondido; pues sólo a través de esos órganos puede actuar un espíritu unido a un cuerpo. No tiene la misma dificultad el vivir con el cuerpo de una mosca que con el de un mono; ni tampoco es equiparable el vivir en el cuerpo de un ser humano, aquejado de malformaciones, carencias y achaques, que en un cuerpo  agraciado con eminentes cualidades. Por eso hay que comprender y disculpar las conductas de los seres humanos, siempre que demuestren intención de rectificar su actitud conforme a la recta razón y a la ética. En cuanto a los animales inferiores, con mayor motivo hay que disculparlos y respetarlos por sus comportamientos.
   ¿No es maravillosa la decisión del Espíritu Supremo al construir semejantes universos con el fin de  hacer más interesante, divertida, gozosa, o todo lo contrario, pero siempre apasionante, la existencia inmortal de los innumerables espíritus por Él creados, que aunque sean felices en el mundo espiritual, puedan disfrutar de periódicas y muy interesantes experiencias  en esos otros mundos?
   -Tienes razón, Fañtduv -corrobora Hemhu- . Es por lo que yo, que viví en la Tierra como galgo, no pude pensar ni actuar, ni siquiera con las limitaciones de un ser humano. Por el contrario,  me vi forzado a pensar y sentir  de acuerdo con los limitados y angostos medios cognitivos, sensitivos e intelectivos de un perro; y sujeto, además, a los tiranos impulsos propios de ese cuerpo. Ahora, libre ya de aquel cuerpo, me admiro de poder pensar y sentir  como vosotros. Por supuesto que mi espíritu, a pesar de aquellas estrecheces y limitadísimos medios para manifestarse y desenvolverse, se mantenía esencialmente íntegro e inalterable, mas la estructura corpórea canina me obligaba a actuar como un perro, que nada tiene de peyorativo, pues ya quisieran muchos humanos tener los sentimientos y sensatez de la mayoría de los perros.
   -Te felicito, Hemhu -añadió Fañtduv-, por tu experiencia  como un humilde galgo y por tu sabia opinión sobre el mundo animal. No me cabe duda de que la historia, tanto de la humanidad como la del mundo animal es una epopeya de tal magnitud y grandeza, que desde hace millones de años viene representándose en el fantástico escenario del planeta Tierra, y contemplado,  cada día con mayor expectación y deleite, por un público  incalculable, acomodado en las diamantinas playas azules de los más alejados universos.
   -Hay que reconocer - opina Qutovoxu- que todos los espíritus que se deciden a experimentar la aventura de vivir en la Tierra merecen nuestro respeto y reconocimiento, sea cual fuere el resultado de su experiencia. Por cierto, los padres de Abelardo -Cándida y Tomás- que también pertenecen a nuestra panda de amigos y que en nuestro mundo los conocemos como Tonqmi y Queñgomu, respectivamente, ¿hasta cuándo vivieron en la Tierra?
   -Hasta un año antes de que Abelardo y Adelaida se casaran -le aclaro-. Con la herencia que ellos le dejaron, Abelardo  se compró esta vivienda. Y bien -añado-, el entreacto de este drama, que nuestros amigos nos están ofreciendo, acaba de finalizar. Acomodémonos en torno al disco anaranjado y dispongámonos a contemplar el segundo acto o capítulo.


   Abelardo, tras su comentario sobre los susurros de la terraza, se levanta de la silla, se acerca a la hoja acristalada del balcón y permanece ante ella, mirando el chirimiri que cae de un cielo ceniciento sobre los edificios vecinos,  apenas iluminados por el tímido crepúsculo.

   Adelaida, concluida la tarea del planchado, guarda la ropa en los armarios de los dormitorios, entra en la cocina, y vuelve al salón con una infusión para ella y una cerveza  y aperitivo para Abelardo. Luego cambia de canal de televisión, con el mando a distancia, y se sienta a la mesa, permaneciendo callada y respetuosa con la actitud reflexiva de Abelardo. Ella sabe que los pensamientos e imágenes que, ahora mismo, se proyectan y desfilan por la mente de su marido, se refieren a la desaparición de Iván aquel 13 de junio de 1985.
   -¿Pero, cómo es posible -se interroga, mentalmente, Abelardo, airado consigo mismo-, que Ángello, en quien yo había depositado toda mi confianza para que me ayudara a salvar mi relación con Adelaida, me lo pagara en la forma en que lo hizo... ¡Tonto de mí, que me sentía halagado y afortunado con sus zalamerías y engaños, creyéndome sus aduladoras palabras, cuando declaraba a Adelaida la gran persona que yo era, consiguiendo con sus bromas y jocosas ocurrencias que ella se mostrara feliz!
   Fue en marzo de 1985 cuando Adelaida me lanzó al rostro la atrocidad de que Iván no era hijo mío.
   Aquella noche no dormí ni un solo segundo. El corazón trotaba en mi pecho como un potro acosado por lobos hambrientos. Tan dolorido y pisoteado sentía mi orgullo que, a eso de las tres de la madrugada, una rabiosa oleada de aversión y deseo de venganza contra Adelaida corrió por mis venas.    Desde que Iván nació, Adelaida me pidió que yo durmiera en otra habitación, pues ella  prefería dormir sola en la cama de matrimonio, con el niño a su lado, en la cunita.
   Traté de  calmarme y pensar qué podría hacer para apagarle los humos de una vez para siempre. De inmediato, una idea diabólica bailoteó en mi cerebro. No sé por qué la imagen de Ángello, mi amigo suizo, con su socarrona sonrisa, surgió en mi memoria. En seguida lo comprendí. Él sería mi mejor aliado para lo que me proponía. El resto de la noche lo empleé en perfilar los detalles de mi plan. Curiosamente, a las siete de la mañana me quedé profundamente dormido, de manera que fue Adelaida la que se acercó a despertarme, al advertir que no me levantaba y aseaba para ir a la biblioteca.
   Concluida mi tarea matutina en la biblioteca, a las 13:30, me acerqué a un locutorio de teléfonos y llamé al hotel suizo, en el  que Ángello seguía trabajando. Muy escuetamente le dije que me hallaba en una difícil coyuntura y que, contando con la confianza  y amistad que siempre me había demostrado, así como el reiterado ofrecimiento de su incondicional ayuda, era por lo que me había decidido a acudir a él para explicarle mi problema y mi plan para paliarlo.
   Ángello me atendió con el afecto y divertidas maneras que siempre usó conmigo. Prometió ayudarme por encima de todo, y me aseguró que aceptaría, sin reparos ni condiciones, cuanto yo le propusiera en el plan que, por escrito, debía enviarle al apartado de correos que él me indicara. También yo debía contratar un apartado de correos, a fin de comunicarnos  sin temor a que nuestra correspondencia cayera en manos de terceros.
   Preparé una carta detallando minuciosamente los pasos que, tanto él como yo, deberíamos dar para completar y lograr el objetivo que yo me había fijado: castigar a Adelaida durante una buena temporada. En ella le explicaba, minuciosamente, los detalles más insignificantes que él debía conocer y observar, para que todo resultara sin el menor contratiempo ni complicación. Se la envié al apartado de correos que él me indicó. Él me contestó aprobando mi plan en todos sus detalles y, además, me decía que no debía preocuparme, en absoluto, por la suerte del niño, ya que contaba con personas muy responsables y  de toda su confianza que se harían  cargo de él.
    Llegado el día acordado, el plan se llevó a cabo de forma impecable, tanto por parte de Ángello como por la mía, hasta el punto de que, a pesar de las muchas investigaciones efectuadas por la policía y juzgados, nada han podido averiguar sobre la desaparición de Iván hasta el día de hoy. Por eso, nunca he dudado del rotundo  éxito de aquella operación.
   Así pensaba yo, pobre estúpido, pues es ahora, después de veintiocho años, cuando me entero de que, para vengarme de Adelaida, tuve la infeliz ocurrencia de acudir a mi peor enemigo y verdugo...

   -Xiscu, por favor -exclama Kutovoxu- acláranos este lío. ¿Cómo es posible que Ángello traicionara a su amigo Abelardo. Todos nosotros conocemos a Enusem, tan divertido, cortés y escrupuloso cumplidor de las normas, allá en el mundo espiritual. ¿Cómo se explica un cambio tan drástico y desatinado, representando el  papel de Ángello en la vida terrestre?
   -Tranquilo, Kutovoxu, no te precipites -le digo, tratando de calmar su impaciencia-. Apenas conocéis nada de Ángello por ahora, salvo lo que os adelanté sobre su amistad con Abelardo en Suiza y alguna anécdota de sus frivolidades. Vamos a dejar tranquilos, un rato,  a Adelaida y Abelardo, para que profundicen en sus reflexiones y propósitos, mientras yo os doy a conocer más detalles sobre la personalidad de Ángello.
   Ángello siempre tuvo una apariencia engañosa, muy distinta a su auténtica personalidad. Cuando se le conoce por primera vez, uno queda gratamente impactado y atraído por su simpatía, prestancia, atentas maneras y divertida conversación. Pero, con el paso del tiempo, uno va descubriendo que sus verdaderas intenciones y objetivos distan mucho de los que  su  encantadora imagen promete. Y es que él utiliza su innegable atractivo sin otro fin que el provecho propio. Ese fue el motivo que le llevó a amancebarse con Frau Newman, la directora del hotel suizo: la obtención  de jugosos favores económicos,  como ya comenté. Ángello continuó trabajando allí hasta el 15 de junio de 1985,  pero a la directora la estuvo chantajeando, durante los quince años que siguieron después, exigiéndole periódicas transferencias a su cuenta de París, a cambio de no revelar nada a su marido.


   A otra joven que fascinó y deslumbró con su atractivo fue a Beatrice. Ella nació en 1957, en París. Sus padres, químicos que trabajaban en los laboratorios  de una fábrica de peligrosas materias primas, murieron víctimas de cáncer, bastante jóvenes, en fechas cercanas, cuando Beatrice contaba diecisiete años. La acogieron sus tíos, Brigitte y Jean Marie, que carecían de hijos, por más que habían deseado tenerlos. Él había sido director de una sucursal bancaria, mientras que Brigitte siempre se había dedicado a las tareas domésticas, razón por la que a ella le afectaba, de forma más acusada, la falta de un hijo en casa. Por eso, cuando Beatrice se  quedó huérfana, ellos le prestaron todo su afecto y generosa ayuda, de manera que, con su apoyo, Beatrice  realizó la carrera de derecho sin dificultades económicas, ni tampoco académicas, ya que era aplicada y despierta en todos los sentidos. Para celebrar su licenciatura, en 1982, fue con unos compañeros y amigos de promoción, a pasar una semana en el mes de julio, al hotel en que Ángello trabajaba. Él se  quedó prendado de Beatrice, por lo que, rápido, hizo alarde de sus más seductoras cualidades. A ella, Ángello tampoco le disgustó. Ángello procuró que el iniciado romance pasara inadvertido en el hotel, sobre todo para Frau Newman. 
   Normalmente se comunicaba con Beatrice por teléfono y, cuando libraba en el hotel,  solía ir a verla a París en el utilitario que se había comprado, gracias a las contribuciones de Frau Newman. Los tíos de Beatrice celebraron mucho la simpatía y prestancia de Ángello, especialmente Brigitte, que  no tardó en comentar a éste su gran frustración, por no haber podido tener hijos.

   Tras su licenciatura, Beatrice  buscó un empleo relacionado con sus estudios de derecho. Al enterarse  de que habían salido a concurso varias plazas para secretaría de juzgados y registro civil, y que el examen tendría lugar en junio de 1983,  sin pérdida de tiempo, se dedicó seriamente a prepararlo.  Como era de esperar, superó brillantemente las pruebas de la oposición, siéndole asignada una plaza en la secretaría del registro civil,  próximo a la casa de sus padres. Esto la animó a independizarse de sus tíos y a  irse a vivir a la casa de sus padres, afincada en  la zona de Saint-Cloud.
   Beatrice, no sólo por sus innegables prendas personales, sino por su diligencia y esmero en el trabajo, muy pronto se ganó la simpatía y el afecto del personal del registro, sobre todo del juez. El magistrado  encomiaba su profesionalidad, su talento y su instinto jurídico para recopilar la documentación  y datos precisos para la solución de los asuntos que, a diario, se presentaban, motivos por los cuales había depositado en ella toda su confianza.
   Ángello, por su parte, seguía trabajando  en el hotel suizo, diligente en no desatender las lascivias de Frau Newman, la insaciable, al mismo tiempo que cuidaba al máximo su relación con Beatrice. Objetivos dispares que le obligaban a derrochar imaginación y diplomacia para contentar a una y a otra.

   Esa desaprensiva línea de fingimiento y engaño la mantuvo Ángello, constantemente, en todas sus relaciones.  Pero  nunca tan marcada como cuando llevó a cabo la desaparición de Iván. En esta ocasión no sólo logró que Abelardo se vengara de Adelaida, sino que, además, intentó que ni él ni ella volvieran a tener, nunca más, noticia alguna de Iván ni de él mismo.
   Y no quedó ahí la cosa, pues, a continuación, incitó a actuar fraudulentamente a su amiga Beatrice, a los tíos de ésta e, incluso, al juez del registro, como veremos más adelante. 
   
    Pero dejemos a Abelardo que nos cuente, con las palabras de su monólogo interior, las imágenes y recuerdos que, en estos momentos, están desfilando por su cabeza.


   Cuando Iván nació -recuerda Abelardo- sentí como si los negros nubarrones de un  cielo de tormenta se abrieran y dieran paso a un sol esplendoroso. Pensé que Iván era una bendición del cielo y que traería la paz y la alegría a nuestra casa. Incluso me pareció que Adelaida se mostraba, ahora, más afectuosa y comprensiva conmigo. El niño, con sus sonrisas y balbuceos, nos hacía sonreír y comentar sus gracias, lo que contribuía a animar y estrechar nuestra relación. Pero aquellas perspectivas prometedoras pronto se diluyeron como pompas de jabón.

   Adelaida, desde que quedó embarazada, dejó de trabajar para dedicarse plenamente a la preparación del nacimiento del bebé. Iván nació en julio de 1981. En octubre de 1984 Iván empezó a ir, como preescolar, a un colegio bastante próximo a nuestra casa. Como yo, en mi trabajo de la biblioteca, tenía jornada partida, solía recoger a Iván del colegio a las 2 de la tarde, lo llevaba un rato al parquecito de al lado a jugar con sus compañeros y, en seguida, íbamos a casa a comer.
   No sé si a Adelaida, el hecho  de que Iván pasaba la mañana en el cole y ella se quedaba sola en casa, le originara algún tipo de depresión o le indujera a pensar cosas raras; lo cierto es que volví  a observar que ella retrocedía al mal talante y  maneras poco amables que usó conmigo antes de que Iván naciera. Nuevamente vi alzarse, entre ella y yo, el muro insalvable de su despectiva y autoritaria actitud. Volvieron las broncas, discusiones, reproches, malas caras y modales que me sobrepasaban y que yo era incapaz de soportar sin alterarme.
   Fue a mediados de marzo de 1985 cuando me lanzó, como un obús,  aquella frase que me dejó desarbolado, arrastrándome hasta el fondo del océano en un remolino imparable: "Iván no es hijo tuyo." Y fue, entonces, cuando, despechado y enloquecido, urdí mi venganza.
    Ahora, casi treinta años después de aquello, me pregunto cómo puede un ser humano convertirse, de improviso, en un monstruo capaz de desear y llevar a cabo las más refinadas y crueles venganzas. Es como si la mente y el corazón te los arrancaran a pedazos, y te los sustituyeran por los de una fiera enloquecida. Ésa fue mi reacción, lo reconozco, la de un monstruo que acordó con Ángello (otro monstruo peor que yo, pues actuó sin enajenación mental alguna que alterara sus coordenadas racionales) el plan, minuciosamente diseñado, para vengarme de Adelaida.

   La fecha fijada para llevar a cabo aquel plan atroz y siniestro fue el 13 de junio de 1985. La noche anterior apenas dormí. Mi espíritu era un campo de batalla en el que peleaban, entre sí, mi orgullo, la rabia y el rencor, así como mi truncado amor de padre hacia ese niño que, según Adelaida, no era hijo mío, y que, ahora, sentía hacia él aversión y ternura, al mismo tiempo. Me sentía frustrado como marido, como padre y como persona... Sólo me quedaba una tabla de salvación a la que agarrarme: Ángello.
    Era miércoles y, como todos los días,  me fui a la biblioteca, a las 9 de la mañana. Mi cabeza estaba ocupada con las imágenes  del inminente futuro de Iván, mi pequeño e indefenso niño, asustado y triste, viéndose alejado de sus padres y con personas y en lugares extraños... Pero mi despecho se imponía a esos pensamientos. Mi decisión era irrevocable y tenía que llevarla adelante. Recogí el portafolios negro que tenía guardado, bajo llave, en un armario de la biblioteca, en el que había guardado un millón de pesetas, de los cinco que había heredado de mis padres.
   A las 13:30 salí de la biblioteca y, a los diez minutos, me hallaba a la puerta del colegio, junto a otros padres y madres, esperando a que saliera Iván. En seguida lo distinguí, con el pelito dorado, entre otros niños, todos uniformados con niky rojo, con el nombre del colegio bordado en azul marino y pantalón de igual color.  Al verme, corrió a besarme, con tímida sonrisa. Debió de notar que yo estaba  más serio que de costumbre y con las manos frías, pues  me miraba, con sus ojos verdiazules, como preocupado. Viendo que yo lo llevaba de la mano hacia otra calle y no hacia el parquecito infantil, próximo al colegio, en el que, normalmente, le dejaba jugar un rato con sus compañeros, me preguntó:
   -Papi ¿no vamos al parque?
   -No, Iván...  hoy vas a ir con un señor, amigo mío, a un sitio muy bonito que te va a gustar mucho. Y luego, cuando vuelvas, me tienes que contar lo bien que te lo has pasado. ¿Vale, Iván?
   -Sí, papi, pero tú y mamá también venis conmigo ¿no?
   -Hoy no. Hoy tú vas con ese señor en su coche. Otro día iremos nosotros...

   Observé cómo una lágrima le resbalaba por la mejilla. Sentía partírseme el alma, pero...

   -Ese amigo mío ha venido con un coche negro y me ha dicho que lo tiene aparcado en esta calle y que te trae un juguete muy bonito. Lo tiene colocado detrás del parabrisas, junto al volante.

   Iván, rápido, se puso a mirar los coches aparcados en la calle. Yo, en seguida, lo descubrí. Era el sexto coche, aparcado en hilera, que había a partir de donde nos hallábamos. Levanté a Iván del suelo y señalé hacia el coche negro.
   -¿Lo ves? ¿Ves una caja con los vagones, la locomotora, las vías...?
   -¡Ah sí, qué bonito! ¿Y es para mí?
   -Sí, claro. Ya verás que bien te lo vas a pasar con mi amigo.

   Vi a Ángello, sentado al volante. Agité la mano para llamar su atención. En seguida salió fuera y abrió una de las puertas traseras, mientras, sonriente, me hacía un gesto para que me apresurara a entrar con Iván. Rápido, Ángello sacó de debajo del asiento un chándal azul y blanco y una gorrita de visera, de iguales colores que puse a Iván, cambiándole notablemente su aspecto. Después me dio una palmada y fue a sentarse al volante. Cogió la caja del tren y se la dio a Iván, diciéndole:
   -¿Te gusta?
   -Sí, es muy bonito -dijo el niño, con expresión asustada.
   -Bien Ángello -le dije, tratando de abreviar al máximo-, como ya lo tenemos todo dicho en nuestras cartas, no quiero entretenerte, ni tampoco  exponerme a que alguien, que me conozca, nos vea aquí con el niño. Ya sabes por qué hago esto. No dudo en que él va a estar muy bien atendido por esas personas de las que me hablas en tu carta. ¡Ah! -añadí entregándole el portafolios y el uniforme del colegio que acababa de quitarle- Aquí va un dinero para ayudar un poco a los gastos.
   Le pedí seguir enviándonos cartas a nuestros apartados de correos. Él me dio ánimos, con una amplia sonrisa, diciéndome que me tomara las cosas con filosofía.  Besé a Iván y me despedí de Ángello.
   Con rápido  giro de volante dejó el aparcamiento, avanzó por la calle y, en seguida, le perdí de vista al entrar en la ancha avenida.
 
   Yo, francamente dolido, me apresuré a ir al parque infantil para improvisarme una coartada. Estaba lleno de niños del colegio de Iván. Entré por la puerta más alejada del colegio y me detuve un momento ante un grupo nutrido de niños, de parecida edad a la de Iván, que subían y bajaban de un tobogán grande, próximo a aquella puerta. Luego me dirigí hacia la otra puerta, más cercana al colegio, y me senté en un banco, junto a una mujer joven, pendiente de su niñita que jugaba con otros niños en un pequeño tobogán, a un metro del banco en que estábamos sentados. Por cortesía, cambié unas palabras con ella, diciéndole que a Iván lo había dejado jugando en el tobogán grande de enfrente, al mismo tiempo que dirigía la mirada al grupo de niños que allí jugaban. La mujer habló a su niña, y ésta se me quedó mirando con unos enormes ojos inquisitivos. Le sonreí y saludé diciéndole:
   -¡Hola, bonita!
   Vuelvo a mirar al grupo de niños del otro tobogán. Levanto la cabeza y la balanceo, como  buscando a Iván. Me pongo de pie, mirando detenidamente y con fingido semblante de preocupación. De reojo observo a la mujer del banco que me mira atentamente.
   -¡No veo a mi hijo! -digo, en voz alta y alarmada- ¡Iván! -grito, esforzándome en aparentar súbita preocupación, mientras corro hacia el grupo de niños, que apenas se diferencian entre sí, al vestir todos el uniforme del colegio. Emulando al mejor de los actores, salgo del parque con la cara descompuesta y aspecto desorientado y estupefacto, observando nerviosamente a cuantos niños pasan a mi lado. Durante un buen rato vago por las calles de aquella zona, mascullando palabras y frases inconexas, como un enajenado mental. Al cabo de quince o veinte minutos vuelvo a entrar en el parque. La mujer, junto a la que estuve sentado en el banco, se me acerca con la niña de la mano, y trata de tranquilizarme con frases de aliento y esperanza de que Iván aparezca de un momento a otro. Luego me  acompaña al colegio. Desde allí informo a Adelaida de lo sucedido, mediante el teléfono de la dirección. Ella me contesta con un desgarrador "¡Nooo!" Suelta el auricolar y corre hacia el colegio. Mientras tanto, alguien de la dirección llama a la policía. Muy pronto vi llegar a Adelaida, con la bata de estar en casa. Entró al mismo tiempo que lo hicieron dos agentes. Su cara reflejaba un dolor terrible, así como furia y agitación de  sus miembros, que acompañaban a su voz, sofocada por un llanto sin lágrimas. Los policías dejaron que Adelaida se desahogara.
   -¿Dónde  está Iván, Abelardo? ¿Quién se lo ha llevado? Tú lo sabes, dímelo. ¿Qué has hecho para perderlo en el parque? Dios Santo, ¿y cómo no estás buscándolo en la calle?
   -Adelaida -le dije, tratando de calmarla-, sé cómo te sientes, pero, por favor,  escúchame...  Ha ocurrido de una forma inexplicable. Esta señora -dije, señalando a la mujer que me había acompañado- estaba sentada en el mismo banco que yo ocupaba, a un metro de donde  jugaba su niña, mientras Iván lo hacía con otros niños en el tobogán  de enfrente, junto a la otra puerta del parque. En un momento en que crucé unas palabras con esta señora, lo perdí de vista y aunque, rápidamente, me acerqué al grupo de niños, Iván ya había desaparecido. Salí fuera y estuve un buen rato buscándolo por estas calles, angustiado, pero inútilmente...
   -¡Esto es horrible! ¡No puede ser! ¡Por favor -suplicaba Adelaida a los dos policías-, dense prisa en hacer lo que sea para buscar al niño por todos los medios y formas posibles. ¡Ay mi niñito, mi pequeño Iván! ¿Qué habrá sido de él? ¿Quién se lo habrá llevado? ¡Ay Dios mío, que no le pase nada!

   Uno de los policías estuvo tratando de calmarla, mientras el otro, sacando un pequeño cuaderno y un bolígrafo  del bolsillo, comenzó a interrogarme sobre datos físicos, indumentaria y otros detalles sobre Iván, en el momento de desaparecer; así como de Adelaida y míos. Nos pidieron una foto de Iván para ponerla en carteles en las calles y publicarla en televisión y prensa.  Por fortuna llevaba en la cartera una foto que le hice en marzo, a la que añadieron otras que había en el colegio. Asimismo interrogaron a la señora, junto a la que yo estuve sentado en el parque. Después nos acompañaron a presentar la denuncia y declaración oficial en la comisaría. De inmediato activaron las medidas de seguridad y búsqueda del niño, control de vehículos y distribución de carteles y avisos con la foto de Iván. No sé cómo se las arreglaría Ángello para pasar desapercibido en los controles de la policía y aduana en la frontera, mas es de suponer que no tuviera problema alguno, ya que nunca me ha llegado noticia alguna en otro sentido.
  En días sucesivos, y durante algunos meses, tuve que presentarme en el juzgado a hacer nuevas declaraciones y ser informado sobre el estado de las investigaciones. La policía no había conseguido encontrar pista alguna. Tuve que repetir, hasta la saciedad, cómo había ocurrido su desaparición. En repetidas ocasiones fuimos citados tanto yo como Adelaida. Pero no descubrieron indicio alguno, contra mí, relacionado con su desaparición, ni motivos para imputarme como culpable, por descuido o negligencia. Sin duda fue muy positivo para mí el testimonio que Adelaida hizo a mi favor sobre mi trato y comportamiento como padre hacia Iván, así como el que yo dedicaba a ella, que calificó de ejemplar, lo que me resultó inesperado y chocante en boca de Adelaida y que, momentáneamente, me dejó perplejo.
   A partir de ese día, Adelaida cambió en muchos aspectos. La desaparición de Iván fue como un mazazo que, durante tres meses, la dejó sumida en un estado de ensimismamiento y pasividad alarmante. Durante esa etapa, no sólo no discutíamos sino que apenas cambiábamos algunas palabras cada día. Me hizo temer que  el estado emocional de Adelaida degenerara en alguna psicopatología importante, pero pronto pude comprobar su entereza. Cuando volvía de la biblioteca, ella ya había comido y me tenía puesta la mesa. En realidad yo estaba mucho más desconcertado y perdido que ella, pues, si era cierto que me la había jugado con otro  (así pensaba yo entonces) y el niño no era hijo mío, como ella me manifestó, no sé hasta qué punto ella se sentiría culpable de haberlo hecho o, por lo menos, de haberlo dicho, pues, hasta ahora, no volvió a mencionar  el tema. Por el contrario, yo sí que era consciente de haber cometido la barbaridad que cometí.
   Es curioso. Cuando pensé y diseñé mi plan vengativo contra Adelaida, me parecía que estaba respondiendo en la forma más lógica y adecuada al injusto proceder de Adelaida. En cambio, una vez que lo llevé a cabo, mi conciencia se convirtió en mi mayor y riguroso fiscal. ¿Por qué soy así? ¿Por qué todo lo que hago se vuelve contra mí? ¿Por qué, desde que nací, jamás he sentido plena satisfacción  en cuanto he hecho o experimentado a lo largo de mi vida?
   Adelaida superó aquel duro trance. En septiembre, tres meses después de la desaparición de Iván, un buen día, cuando volví a casa, me encontré a Adelaida transformada, con el pelo graciosamente recortado y gratamente maquillada. Tenía la mesa preparada y nos sentamos a comer. Me dijo que, por la mañana, se había acercado a un centro geriático a preguntar si  tenían trabajo para ella y que la habían admitido, en turno de 8 de la mañana a 4 de la tarde. Por ese motivo, en lo sucesivo opté por comer en el mismo restaurante donde conocí a Adelaida, que su nuevo dueño había reformado. A partir de entonces, nuestra relación cambió radicalmente. Adelaida se hallaba enfrascada en su trabajo. En el centro ella se desahogaba y distendía con los compañeros y residentes. En casa desaparecieron nuestras habituales discusiones y broncas. Apenas hablábamos y, lo poco que lo hacíamos, eran frases cortas, poco espontáneas,  relacionadas con noticias de la tele o temas anodinos, pero nunca  conversaciones alusivas a nuestra relación. Por supuesto que dormíamos  en distintas habitaciones. El tema de la desaparición de Iván se había convertido, tácitamente, en un tema tabú. Tanto ella como yo lo rehuíamos. Yo no sabía cuáles eran sus reales convicciones o sospechas sobre lo ocurrido, pues ella procuraba no hacer la más mínima insinuación.
   A mí, en cambio, este asunto me atormentaba, día y noche, hasta el punto de que, a diario, me despertaba, varias veces, sobresaltado. Yo había actuado pésimamente, como un malvado, lo reconocía. Pero Ángello se comportó de forma aún más canallesca. Viendo que ya había pasado un mes desde que se marchó con Iván, sin que él me enviara noticia alguna a mi apartado de correos, llamé por teléfono al hotel suizo, y me informaron de que Ángello había dejado de trabajar allí, desde mediados de junio y que desconocían su paradero. Por lo que decidí abstenerme de hacer averiguaciones que pudieran volverse contra mí. Y, ahora, veintiocho años después, en un ataque de sinceridad y arrepentimiento,  Adelaida me cuenta lo de su relación con Ángello. ¿Qué otro infortunio tengo que padecer? Estúpido de mí que fui a elegir a mi peor enemigo para que se llevara a mi hijito.
  ¿Cómo voy a decirle a Adelaida la verdad de lo ocurrido? No, no soportaría semejante monstruosidad. Si, desde que realicé aquella fechoría he vivido atormentado por mi criminal acción, ¿cómo voy a poder seguir viviendo, una vez que sé que Ángello ha sido doblemente mi verdugo, robándome a mi mujer, secuestrando a mi hijo y negándome la menor información sobre la suerte y paradero de Iván y de él mismo? - Abelardo, ante la ventana del salón, hacía gestos reveladores de la excitación que le dominaba.

   -Siéntate, Abelardo, la cerveza se te está calentando... -le dice Adelaida interrumpiéndole su monólogo interior, y con ganas de continuar la conversación, reflejadas en la cara- Escúchame, Abelardo. Soñar no cuesta dinero... ¿Te imaginas que Iván, después de tantos años desaparecido, un buen día entra por esa puerta?
   -No sé... no lo creo... -contesta Abelardo, mirándola  como desorientado, con semblante serio y preocupado.

   Y, en el palco etéreo, no las palomas sino nosotros, los siete espíritus amigos y compañeros de esos otros que están animando  a los personajes de esta historia, no podemos evitar constantes y encendidos comentarios sobre las terribles situaciones y complicaciones en que se enredan los humanos, originando un rumor, semejante al fluir de una fuente,  que se prolonga durante largo rato.
   -Bien, chicos -me veo obligado  a cortar la tertulia-, ya tendremos tiempo para analizar, enjuiciar y debatir cuanto estamos observando desde este palco privilegiado, en otro momento o cuando volvamos a nuestro mundo espiritual.
   Ahora debo relataros la forma en que se las ingenió Ángello  para explicar a Beatrice -la noche del 14 de junio de 1985, cuando se presentó con Iván en casa de ésta- cómo, dónde y por qué se había hecho cargo del niño. Gracias a su gran capacidad fabulatoria, se había inventado una historia que Beatrice se creyó sin impedimento alguno.
   Le contó que, hacía dos días, en el hotel suizo donde él trabajaba y en ausencia de la directora Frau Newman,  un cliente alemán, de nombre Hans Rettich, le había expuesto el grave problema que se le había presentado el mismo día de su llegada al hotel. Díjole que había sido citado, en ese hotel, por una amiga española que, cinco años atrás, había conocido en Mallorca y con la que mantuvo relaciones de pareja. Ella, hacía pocos días, había conseguido ponerse en contacto con él y le había animado a pasar un fin de semana en ese hotel suizo, para recordar aquel bonito idilio. La sorpresa del alemán fue cuando la vio acompañada de un niño que, según le explicó, había sido fruto de aquellos eróticos esparcimientos en las blancas y acogedoras calas mallorquinas. Durante la cena, ella le planteó la papeleta de que, como padre que era del niño, debía contribuir a su crianza, al menos económicamente. a los gastos que le estaba originando. El alemán, un alto cargo de una importante compañía, casado, por cierto, con una mujer bastante celosa, trató de hacerle comprender, de forma amigable, que, en primer lugar, él no tenía por qué aceptar ser el padre del niño porque ella lo dijera, aparte de que el aceptarlo supondría la ruptura inmediata con su mujer, cosa que jamás consentiría. La española, muy diplomáticamente, desvió la conversación, centrándola en lo bonito que era el niño, a quien le había puesto de nombre Iván (según ella, equivalente a Hans) y lo mucho que se le parecía a él, tanto física como psíquicamente.
   Finalizada la cena, ella se disculpó para ir un momento al baño. Pero no fue allí a donde se dirigió, sino a coger su coche y desaparecer sin despedirse del padre ni del hijo. Transcurrido un cuarto de hora, sin que volviera del baño la madre del niño, Hans se levantó de la mesa, tomó de la mano a Iván y se acercó  a los servicios en busca de la madre. Pero inútilmente: allí no estaba. ¿A dónde habría ido? Quizá habría subido a la habitación.  Llamó a la puerta del despacho de la directora, pero ésta estaba de viaje, por lo que le tocó a Ángello atenderlo. Ángello llamó al teléfono de la habitación, mas nadie lo cogió. Ante esto, Hans, muy nervioso, se sinceró con él, contándole lo ocurrido entre ella y él, así como el resultado de esa desavenencia: el haberle dejado el niño, sin opción a que pudiera defenderse y demostrar que el niño no era suyo.
   -¿Y qué hago yo ahora con el niño? ¿A quién recurro? No sé la dirección de esa mujer, ni el teléfono, ni nada. Si entrego el niño a la policía... no sé qué será peor. Me conceptuarán como un delincuente...
   -Comprendo su situación, señor Rettich -le dice Ángello-. Si declara a la policía lo ocurrido, ya sabe: lo molestarán, surgirán complicaciones comprometedoras e imprevistas para su propia familia, y, en absoluto, beneficiosas para su propia imagen. Pero, claro, hacerse cargo de un niño, como propio, porque así lo disponga una señora que, alegremente, dice ser usted el padre de la criatura y, sin más ni más, desaparece...
   -¿Y qué puedo hacer yo? ¿Qué me aconseja, señor...?
   -Soy Ángello Moltobello, secretario de Frau Newman... y voy a serle muy franco, tanto que quizás usted va a juzgarme como una persona sin escrúpulos y falto de ética. Francamente, ignoro si, realmente, usted es o no es el padre del niño, pero lo que sí percibo es que desea quedar totalmente al margen de este engorroso y escabroso asunto.
   -Es exactamente  lo que pienso y siento. Se trata de un marrón inesperado, incomprensible y, por supuesto, muy, pero que muy engorroso.
   -Ya.  A ver... ¿qué le parece si, mañana 13 de junio, por la mañana, usted se marcha, con el niño, del hotel. Yo espero a que llegue la directora a hacer el relevo y, por la noche, nos vemos en Ginebra, en el hotel que usted y yo acordemos? Yo me haría cargo del niño, pues conozco una familia ejemplar, que está deseosa y sería muy feliz, adoptándolo. Y usted se marcharía a Alemania, libre como un pájaro. ¿Le parece bien mi propuesta?
   -Me parece perfecto, genial. Le estaré eternamente agradecido.

   Así que se encontraron en Ginebra. Hans Rettich le entregó una bolsa que le había dejado la madre, con ropa y alguna otra cosa del niño. Hicieron noche en aquel hotel y, a media mañana, Ángello salió hacia París, acompañado de Iván.


   Bien, pues esta historia increíble y, sobre todo, la encantadora presencia de Iván, llenó de ilusión a Beatrice, pues le pareció la solución ideal para satisfacer el anhelo de sus tíos de tener en casa a un niño que llenara el vacío que, desde siempre, habían sentido en sus vidas.
   El niño lloraba inconsolable, pidiendo que le llevaran con sus padres, mas Beatrice, con su simpatía y afecto, en seguida se ganó su confianza. Le dijo que muy pronto vendrían sus padres a recogerlo, pero que, de momento, estaría  con unos señores muy buenos, con quienes se iba a encontrar muy a gusto y  le llevarían a ver cosas muy bonitas. Beatrice habló por teléfono con sus tíos, Brigitte y Jean Maríe, que vivían en el distrito de Puteaux, para contarles la historia de Iván, en versión de Ángello, y anunciarles que, en seguida, llegarían con el niño.
  Y así fue. En menos de una hora, Ángello, Beatrice e Iván se presentaron en casa de aquéllos.  A  Brigitte y Jean Marie les pareció que el acoger al niño, no era ninguna mala acción, sino una compasiva obra de misericordia. Para ellos, Iván, un encanto de niño, gracioso y vivaracho, sería el hijo o nieto que siempre soñaron tener, y que, ahora, milagrosamente, su sobrina Beatrice y Ángello, su novio, le traían ese maravilloso regalo. Ángello les aseguró que ya estaban haciendo gestiones para adoptarlo como hijo, aunque habían pensado en ellos para que lo criaran y educaran.
   Rápidamente, Iván quedó como hipnotizado por Brigitte. Y es que Brigitte, nuestra tierna y dulce amiga Nefsebe  en nuestro mundo, es, por su singular naturaleza, un espíritu amoroso que, de inmediato, sintonizó con el no menos puro espíritu del niño ¿Os acordáis de Qasu?
   Iván se quedó con ellos, mientras Beatrice y Ángello, se volvian  a Saint-Cloud, a  la casa de ella, en la rue Pasteur. Beatrice se mostraba  muy satisfecha, después de comprobar lo felices que sus tíos se sentían con la llegada del niño.
   -La primera parte del problema parece que ha quedado felizmente resuelto -le dice Ángello a Beatrice-. Iván con tus tíos y viceversa, ha encajado a la perfección.
   -Así es, Ángello -contesta Beatrice-. De verdad que te agradezco, de corazón, lo que acabas de hacer por ellos.
   -Y ahora falta -le dice Ángello- resolver satisfactoriamente la segunda parte del problema, que es la más peliaguda, ¿no crees?
   -Ya -le contesta Beatrice-. Pero has de saber que, en la profesión que ejerzo, se trata de una situación que, aunque irregular y anómala, su trámite y resolución son bastante rutinarios. Aparte de que a mi favor cuento con el respaldo del juez del registro. Yo le explicaré que el niño lo tuve contigo de soltera, hace cuatro años; y que, como aún no vivíamos  en pareja, tú eras reacio a reconocerlo como hijo propio, y yo no me había atrevido a inscribirlo en el Registro Civil, hasta ahora, en que ya vivimos juntos y tú estás dispuesto a reconocerlo y darle tu apellido, junto con el mío. Tú me dejas el DNI y, en pocos días, este asunto queda resuelto, así como lo del alta en la seguridad social y en el ayuntamiento.
   -¿Así de fácil? -pregunta Ángello, asombrado.
   -Cosas más complicadas e injustificables se hacen y no pasa nada. En nuestro caso ¿a quién perjudicamos? ¿a Iván? No, pues ha sido abandonado por unos padres egoístas y ha encontrado a otros padres que, de verdad, lo van a querer, proteger y educar.
   -Eres un cielo, Beatrice -le dice Ángello, rozándole la mejilla con los labios-. En cuanto a mí, tengo que darte, también, una buena noticia. No te he dicho nada, pero, días pasados, he estado haciendo gestiones para entrar a trabajar en un hotel, aquí en París, como guía turístico, y me han admitido.
   -¡Qué bien! Pero ¿ y el trabajo en el hotel suizo? 
    -Mañana mismo voy a darle una sorpresa a Frau Newman. Le pediré el finiquito y algo más, ¡ja, ja, ja!


   Y, en efecto, a otro día, Ángello fue al hotel suizo, habló con Frau Newman, le explicó que, necesariamente, por razones familiares, tenía que marcharse de Suiza. Pero que eso no era óbice para continuar con sus amistosos encuentros, aunque, claro, más esporádicos. Y, por supuesto, también esperaba seguir percibiendo sus estimulantes y motivadoras gratificaciones, a través de la cuenta que tenía en un banco de París, cuyo número figuraba en la nota que, ahora, le entregaba. Frau Newman protestó diciéndole que, si se marchaba, se olvidara de gratificaciones; pero Ángello le amenazó con poner a su marido al corriente de la artística cornamenta que ella, desde hacía años, le venía labrando con el mayor esmero, si, puntualmente cada mes, no efectuaba el ingreso acordado. Ángello pasó aquella noche con la directora, para levantarle la moral.  A otro día, se volvió a París, con el finiquito cobrado y las gratificaciones aseguradas.

   Ángello, desde que conoció a Beatrice en 1982, se había propuesto marcharse a vivir con ella a París, de lo que, por descontado, nada reveló a Frau Newman. Con ese propósito (y dado que él dominaba los idiomas hablados en Suiza, aparte del inglés, contaba con una reconocida cultura y había logrado el título de guía turístico), solicitó en un hotel de París  ese puesto, que tenían vacante, y tuvo la suerte de que se  lo asignaran. Esta nueva dedicación le vino como anillo al dedo. No era un trabajo rutinario ni esclavo, ya que las excursiones turísticas se programaban para días, horarios y lugares puntuales; tenía oportunidad de conocer a mucha gente, visitar lugares y monumentos históricos y artísticos; disponía de tiempo libre, y  el salario, tampoco era despreciable. La fortuna, sin duda, le había sonreído espléndidamente, a él y a Beatrice.
   No obstante, Ángello tenía conciencia de que, en su ser existía algo así como un desván oscuro del que, en los momentos más silenciosos  de la noche, se escapaba un gemido acusador que lo tachaba de falto de escrúpulos, de cínico y perverso; un gemido que le desvelaba y le enfurecía, pero al que siempre se imponía su déspota y camaleónica capacidad de engaño para consigo mismo y los demás. Cuando lograba sus malintencionados propósitos, se olvidaba de su víctima. Así había actuado con Abelardo, con Adelaida, y con Frau Newman, por supuesto; y con Beatrice, los tíos de ésta e Iván, ya había ensayado no pocos engaños...
   Fiel a su táctica pérfida y desleal, continuó, durante quince años, fingiéndose amable y divertido; mientras que su auténtico rostro abominable sólo lo mostraba cuando las cosas no se presentaban de acuerdo con sus propósitos.


   Y, ahora, voy a daros una breve información sobre cómo fueron representando, todos estos amigos, el papel que a cada cual les fue asignado.

   Iván -rodeado ahora de personas para él extrañas y en un país, ciudad y casa, muy distintas a las que él estaba acostumbrado- lloraba y no cesaba de preguntar dónde estaban sus padres. Mas el ser humano, como toda la especie animal, posee el instinto de supervivencia muy desarrollado. El niño fue, paulatinamente, adaptándose a las nuevas circunstancias: nueva familia, nuevas costumbres, nuevo idioma, nuevo colegio, nuevos amigos, etc. Él comprendió que, aceptando por las buenas, el cambio radical que le imponían las nuevas circunstancias, conseguiría mejores resultados y mayor bienestar que oponiéndose y mostrándose intolerante y negativo al nuevo entorno. Por fortuna, Iván había sido acogido por los tíos de Beatrice, Brigitte y Jean Marie, personas de excepcional calidad humana, quienes le cuidarían y educarían con la mayor ternura y exquisito desvelo. Iván, por su parte, les correspondió con las mejores muestras de gratitud y afecto, inspirados por su noble espíritu. Aunque tímido e introvertido, él se esforzaba en superar esos obstáculos, para no dejarse dominar ni manipular por compañeros o personas adultas, lo que no era óbice para mostrarse respetuoso y atento con todos, especialmente con su nueva familia y profesores. Era muy responsable y escrupuloso en el cumplimiento de sus obligaciones, particularmente, las escolares. Inteligente y aplicado, fue superando, sin dificultad, los ciclos de enseñanza, que fue recibiendo en los centros próximos a la casa de los tíos de Beatrice, en Puteaux.   El año 1999 Iván inició, en la Sorbona, su primer curso de medicina.


   Beatrice y Ángello, siempre muy atareados en sus respectivos trabajos y esparcimientos, se acercaban a casa de Brigitte y Jean Marie no con demasiada frecuencia. Era entonces cuando descubrían y admiraban los rápidos progresos de Iván en el aprendizaje de la lengua francesa y otros conocimientos que adquiría en el colegio. 

   Brigitte y Jean Marie, al observar lo bien que Iván se expresaba en español, en seguida lo inscribieron en un curso de lengua española, para aprovechar la base natural que ya poseía. Para ellos, Iván era el mejor regalo que les había llegado como llovido del cielo. Tan orgullosos estaban de él que disfrutaban presentándolo a sus amistades como "nieto" más que como hijo en adopción de su sobrina Beatrice y de Ángello.
   Ángello, por su parte, continuó aferrado a su actitud de disimulo y engaño. Eran asombrosos sus tejemanejes y enredos, así como sus malabarismos  para aparentar normalidad en sus  relaciones con Beatrice, los tíos de ésta, Iván y Frau Newman. Con Abelardo no volvió a tener ningún contacto desde que se hizo cargo de Iván, pues no quiso revelarle la nueva dirección y teléfono que tenía en  Francia. Cuando Abelardo llamó al hotel suizo preguntando por Ángello, nadie pudo informarle sobre su paradero, ya que ni a la misma Frau Newman se lo había revelado.
   Por lo que se refiere a Frau Newman, Ángello continuó, increíblemente, hasta el año 1999 visitándola, esporádicamente, a cambio de las sustanciosas  transferencias que ella, con rigurosa puntualidad, hacía a la cuenta que aquél tenía en un banco francés. Y fue en abril del 2000, cuando Frau Newman, sin avisar a Ángello, dejó de inngresarle la jugosa gratificación. Pasados tres meses sin recibirla, Ángello montó en cólera. Llamó  a Frau Newman desde una cabina callejera y le amenazó con poner a su marido al corriente de sus veteranas infidelidades, si persistía en negarle sus bien ganadas retribuciones. Frau Newman se limitó a  colgarle el teléfono.


   Dicha desavenencia coincidió con el final del primer curso de medicina de Iván. Ángello, Beatrice y sus tíos decidieron celebrarlo, acompañando a Iván a pasar una semana de vacaciones en Niza. Saldrían el 20 de junio, por la mañana temprano, en el coche de Ángello, que lo tendría aparcado en la calle. Como Iván  se hallaba en Fontainebleau, en casa de un compañero de curso, al pasar por allí lo recogerían...

   Pero, volvamos a contemplar y escuchar, desde nuestro etéreo y privilegiado palco, a Abelardo y a Adelaida, ya apenas visibles en el salón de su vivienda, en esta oscura noche, más propia del riguroso invierno que de la inminente primavera, aunque también prometedora, según Adelaida ha manifestado a Abelardo.

   Son ya las nueve de la noche. Adelaida se levanta de la silla a encender la lámpara del rincón. Abelardo -que llevaba más de una hora paseando, mientras repasaba la película de su vida, vacía, encriptada, egoísta y cobardemente malvada-, fue a sentarse al otro lado de la mesa, con la silla girada hacia el televisor.

   -Pues sí, Abelardo -le dice Adelaida, con tono animado, casi festivo, que obliga a Abelardo a mirarla detenidamente-, quiero revelarte algo que me ocurrió el jueves pasado, hace tres días, y que, para mí, es como si un ángel hubiera entrado en nuestra casa, inundándola de luz y de esperanza.
   -¡No me digas! -contesta Abelardo, con una escéptica sonrisa- A ver si  eso va a estar relacionado con los susurros que oigo, procedentes de la terraza...
   -No, Abelardo, no se trata de fantasías ni de alucinaciones, sino de algo, muy real y concreto, que me ha llenado de ilusión y esperanza el corazón. Como te digo, fue el jueves, hace tres días, a eso de las once de la mañana. Yo hacía las tareas de limpieza cuando sonó el telefonillo. Era un cartero o repartidor que, muy educadamente, me rogó que bajara a recoger un sobre que debía entregarme en mano. Bajé en el ascensor, abrí la puerta de la calle y quedé sorprendida, al verme enfocada por  las cámaras de un equipo de televisión. El emisario se acercó a mí, con un sobre en la mano, mientras me preguntaba: "-¿Es usted doña Adelaida Bermúdez Vega?" Le contesté que sí, y él me explicó que eran colaboradores del programa de telecinco "Hay una cosa que te quiero decir," y que venían a invitárme a mantener una entrevista con alguien interesado en comunicarme algo muy importante para ambos.      El mensajero me explicó que, excepcionalmente, el programa se emitirá en directo el lunes 18 de marzo, es decir, mañana, a las diez de la noche. En caso de aceptar, vendría a recogerme un coche de telecinco, a las seis de la tarde, y me llevaría al estudio que tienen en Tres Cantos. Nerviosa y emocionada, acepté y agradecí la invitación. Ellos se marcharon, y yo subí a casa con el sobre apretado contra mi pecho, ilusionada porque en mi espíritu, tantos años cerrado como una cripta, se acababa de abrir una ventana, por la que, ahora, entraba un rayo de sol y un soplo de aire puro y esperanzador.
   -¿Así que es esa la gran noticia? -pregunta Abelardo, sin mirarla.
 -¿Es que no te alegras, Abelardo? ¿No comprendes que puede tratarse de alguien capaz de transformar nuestras vidas mustias y fracasadas?
   -¿Tú crees? -le contesta Abelardo, con tono escéptico y esquivo- Más bien se tratará de alguien que te conoció cuando trabajabas en el restaurante. Como se han puesto de moda estos programas televisivos, sensacionalistas y teatreros -que no son otra cosa que montajes sin más objetivo ni aliciente que las ganancias de sus organizadores y protagonistas, así como la morbosa satisfacción del sentimentalismo de la audiencia...- cada día aumentan sus seguidores.
   -No, Abelardo, no todo el mundo actúa de forma tan interesada, ni por fatuos sentimentalismos. No te discuto que esos programas adolezcan un poco de lo que dices, pero hay que reconocer que, gusten o no, gracias a ellos y a sus realizadores, han sido resueltos con éxito, casos estremecedores que habrían continuado, absurdamente, en el olvido, prolongando el dolor de muchas personas, de no ser por los medios y buen hacer de estos programas.  Qué, ¿no  vas a acompañarme, mañana, a ver de qué se trata?
   -¡No, no! -le dice Abelardo, con serio semblante- Prefiero verlo desde aquí...

   Y, desde este palco, etéreo y escrutador, nosotros, que tanto apreciamos a nuestros antiguos amigos, estamos participando de la ilusión y esperanza de Adelaida, pero también de la trágica y desesperada situación de Abelardo.
   -Dejemos, amigos, -les digo- que Adelaida y Abelardo se retiren a descansar, pues mañana les toca experimentar grandes emociones y precisan un buen aporte de energía y recuperación.
   -Nos parece muy justo, Xiscu -dice Neñovet-, y nosotros podríamos aprovechar el precioso tiempo que media, desde ahora hasta mañana por la tarde, para descubrir y enterarnos de otras apasionantes historias que, en estos momentos, están disfrutando o padeciendo muchos compañeros nuestros en su actual vida terrestre.
   -Sí,  muy interesante sobre todo para los que no habéis vivido esa experiencia -recomendó  Fañtduv. 
  -Creo, Neñovet y Fañtduv, que a todos nos parecen muy razonables vuestras sugerencias. No perdamos, pues, tiempo -digo a Neñovet-, y dirige esta oblea, esplendorosa y ultrarrápida  a esa operación investigadora, que nos ayudará sin duda a entender los intríngulis esclarecedores  del por qué, para qué y hasta qué punto la realidad terrestre puede obstaculizar e, incluso, anular la capacidad de discernimiento y determinación de la libre voluntad de los espíritus.
   Mañana volveremos a este palco, antes de que Adelaida se marche a esa entrevista, a la que Telecinco le ha invitado y transmitirán, en directo, a las diez de la noche.


                                                            ooo OOO ooo                                           

   Y hasta aquí el capítulo II de El palco etéreo. Espero publicar, muy pronto, el tercer y último capítulo de este relato. Pasad un feliz verano, amigos.

   Dunscotiano.
 
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