El enigma del pinar - (Cap. IV y último)

jueves, 10 de noviembre de 2011



-¿Rosaura mi madre? -preguntó Ricardo a Delia, bastante desconcertado.
-¡Luz, luz, por favor! -exclamó Don Quijote- Nos hemos quedado a oscuras: Delia y Ricardo abrazándose... Rosaura resulta ahora ser madre de Ricardo y de Aarón... ¿Podéis aclararnos todo este embrollo?

Como respuesta, Delia nos dedicó una complaciente mirada. Luego tomó del brazo a Ricardo y le animó a salir del agua. Cruzaron juntos la estrecha franja de playa y subieron hasta la cima de la duna más próxima, sobre la que se sentaron cara al mar. Don Quijote, Samuel y un servidor nos acomodamos junto a ellos, impacientes y deseosos de escuchar sus explicaciones.
Era ya mediodía. Un sol claro y esplendoroso, precursor de la primavera, caldeaba la brisa levantina, barriendo las nubes más remolonas del cielo, por el que se paseaba una bandada de juguetonas gaviotas.

-Creo -dijo Ricardo, rompiendo el expectante silencio- que, ante todo, procede hacer las debidas presentaciones y la introducción a un coloquio que despeje las muchas incógnitas y dudas que este laberíntico asunto nos ha planteado y no deja de plantearnos.
Siguiendo ese orden, querida Delia, tengo el honor de presentarte a estos simpáticos amigos, a primera vista esperpénticos, pero con un envidiable espíritu, cargado de recursos y libre como el viento.
-¡Cuidado, don Ricardo! -advirtióle Don Quijote- que nos estás recordando el cuento del cuervo y la zorra.
-Ya ves, Delia, cómo son -continuó Ricardo-, qué modestos... Gracias a ellos he logrado conocer, en carne y hueso a Aarón, así como el relato de su azarosa vida, inexplicablemente coincidente con la del personaje de mi recurrente sueño.
-Sí, es cierto. Me parecen encantadores... -aprobó Delia, con deslumbradora sonrisa.
-Gracias a ambos por vuestras buenas intenciones -dijo Don Quijote-, pero lo de encantadores ¡vade retro!
Rióse Delia y tras una breve pausa continuó :
- ¿Por qué habrá tenido Aarón un final tan trágico?
-No sé, Delia -contestóle Ricardo-. En el momento de su desaparición bajo el mar me he sentido tremendamente atormentado, por no haber sabido evitarlo. Mas, al oírte que has encontrado a Rosaura y que ella es, nada menos que madre mía y también de Aarón, he sentido una inmensa satisfacción, pues refuerza la teoría que, desde hace tiempo, vengo esbozando.
Como ya habréis adivinado -continuó Ricardo, dirigiéndose a nosotros-, Delia fue la entrañable amiga y compañera que, durante muchos años amó y soportó a Aarón, como ya conocéis por el relato que él mismo os contó. Mas, por misterios del destino o, más bien, por exigencias lógicas de la aparente aleatoriedad de la realidad, y siete años después de que Delia abandonara a Aarón, ella y yo nos conocimos en Madrid, nos enamoramos y, desde el año 2002, estamos viviendo como pareja. A primeros de este mes de marzo del  2011, Delia me propuso que ella pasaría la semana santa con su madre, que vive también en Madrid. Me pareció bien. Yo aprovecharía esos días para dedicarlos a investigar sobre el tema personal que tanto me acucia. Me propuse aclarar si el pinar y el personaje de mis sueños tenían algún fundamento real. Busqué en internet lugares con indicios parecidos a los de mis sueños. Su búsqueda me resultó laboriosa, pero tuve mucha suerte al descubrirlos en este paraje... Ahora, Delia, es a ti a quien toca aportar nuevas piezas al puzle que estamos tratando de completar. Piezas que, en parte, ya conozco, pero no así nuestros amigos y, creo que desearían conocer, si a ti te parece bien.
-¿Cómo no? Ya me he percatado de que son amigos auténticos que tratan de ayudarnos, por lo que les voy a informar muy gustosamente. Escuchad. Cuando primero conocí a Aarón y, más tarde a ti, Ricardo, en ambos casos mi ser se fundió tan íntimamente con los vuestros que llegué a pensar que en mi vida se había producido una extraña aleación. Con Aarón fue como si un tornado me hubiera succionado y me llevara consigo a los infiernos, con la paradójica sensación de sentirme dichosa a su lado. ¡Tan ciega estaba! Hasta que una providencial e inesperada luz, venida de no sé donde, me advirtió que ese camino sólo conducía a la destrucción. Realicé un supremo esfuerzo y logré escapar de aquel remolino. Abandoné a Aarón y me marché a Madrid, acompañada de mi madre. Ella compró allí un piso con el dinero de la venta de la casa de Sevilla. Entró a trabajar en un hotel, y yo en una residencia de personas con problemas psíquicos. En 1998 me matriculé en la escuela de magisterio, en turno de tarde. Allí conocí a Ricardo, que era profesor de psicología. Él captó, en seguida, mi interés por los temas relacionados con los comportamientos extraños de la personalidad. Nuestro mutuo aprecio fue creciendo, cada día, conforme nos íbamos conociendo mejor, lo que me daba más confianza para plantearle cuestiones que bullían en mi interior desde que conocí y conviví con Aarón. Sin proponérmelo, e incluso esforzándome por hacer lo contrario, no podía evitar comparar a Ricardo con Aarón en cualquiera de sus facetas o actuaciones, llegando siempre a la misma conclusión: ambos eran apasionados, imprevisibles, imaginativos, matemáticamente lógicos, pero con una diferencia abismal entre ellos. Ricardo marchaba imparable hacia una meta positiva, rica en valores, esperanzada y asentada en la racionalidad, que le obligaba a orientar y poner en ejercicio todas sus facultades, sin la menor concesión a la negligencia. Mientras que Aarón no tenía otro afán que descubrir y demostrar que la vida carece de sentido, que no merece otra actitud que la desesperanza y más preocupación que el de llegar cuanto antes a la ineludible destrucción.
Aarón era como un torrente turbulento y desbordado, o como un sunami arrasador. Mientras que Ricardo semejaba un calmoso y apacible río, mitigador de bocas sedientas, fertilizador de estériles terrenos, vivificador de espíritus agostados y sin esperanzas.
-Gracias, Delia, pero estás equivocada -le interrumpió Ricardo-. Ya diré por qué.
-No Ricardo, es la pura verdad. Como también es verdad que te confesé, sin reserva alguna y con la franqueza de un niño a su madre, los fugaces momentos de exaltación y los habituales de locura vividos junto a Aarón; cuanto él me contó sobre su estancia en el orfanato; su pertinaz sueño de cada noche en que se veía transformado en un prestigioso profesor e investigador en psicología.. Tú, Ricardo, reconócelo, escuchabas con fruición mis confidencias y me correspondiste contándome muchas tuyas: entre otras que habías nacido en 1967 y fuiste entregado a un orfanato, siendo adoptado a los dos años por un matrimonio de funcionarios barceloneses, trasladados a Madrid en 1969; que eran muy reservados y no te dijeron nada de la adopción hasta que cumpliste quince años; que murieron en 1995... Pero no me abrías de par en par tu corazón. Durante años me estuviste ocultando el drama que turbaba tu espíritu. Fue en el pasado mes de enero cuando me revelaste, entre sollozos, la pesadilla que cada noche se apoderaba de tu mente...
-Sí -admitió Ricardo, pero ya te expliqué el motivo de mi prolongado silencio: no quería agravar tu lábil estado emocional. En enero lo hice porque comprobé que ya habías logrado estabilizarlo. Y, también, lo confieso, porque yo te necesitaba para compartir mi problema y no precipitarme en la locura... Pero, continúa Delia explicándonos cómo has llegado hasta aquí y la sorprendente noticia que acabas de darme sobre mi supuesta madre.
-Sí, Ricardo -continuó Delia-, según acordamos y en mi afán de colaborar contigo en tu labor investigadora, desde primeros de marzo he estado haciendo indagaciones sobre los orígenes tuyos y de Aarón. Partiendo de las vagas referencias que escuché a Aarón acerca de su estancia en un orfanato de Madrid y teniendo en cuenta las fechas en que eso debió de ocurrir, me documenté, primero, con la preciosa ayuda de internet sobre centros de acogida de niños recién nacidos. Visité varios centros que, más o menos, se ajustaban a las descripciones escuchadas a Aarón, sin conseguir resultados satisfactorios. Fue el jueves pasado cuando me llamó la atención el aspecto, arquitectura y distribución de las dependencias de uno de los centros. Entré allí, expuse en recepción los motivos de mi visita y me pasaron al departamento de dirección del centro. Pedí que comprobaran si tenían constancia de que, en 1981, un chico de catorce años, de nombre Aarón, había salido del orfanato, al ser adoptado por un matrimonio de Sevilla, que se llamaban Felipe y Manuela. A la persona que me atendió la noté bastante reacia a ayudarme en mis averiguaciones. Me dijo que los datos que yo le aportaba eran insignificantes e injustificados para realizar comprobación alguna. Le pregunté, también, si en el centro había trabajado por aquellas fechas una monja de nombre sor Leandra...
-¿La de la famosa túnica? -la interrumpió Don Quijote.
-¿Qué túnica? -preguntó Delia.
-Sí -aclaró Samuel-, la capa de Luis Candelas, que Liborio arrojó por la ventana del dormitorio, obligando a sor Leandra a salir desnuda de la ducha, desencadenando el mayor jolgorio registrado en los anales del orfanato.
-¡Ja, ja, ja! Debió de ser un espectáculo delirante -dijo Delia riendo. Esa anécdota no me la contó Aarón.
-Realmente graciosa -comentó Ricardo-, tal como la escuché en su relato.
-Bien -continuó Delia-. Pues de sor Leandra sí logré alguna pista. Me dijo la encargada que esa monja había prestado sus servicios en el centro y había muerto hacía doce años. Pero no podía darme más detalles. No sabiendo a quién acudir en aquel centro, en el que, ya no me cabía duda, estuvo Aarón, me armé de valor y me colé por pasillos y dependencias clausuradas del orfanato. Al personal de servicio que me encontraba, preguntaba si había conocido a sor Leandra, pero eran empleados jóvenes que llevaban poco tiempo trabajando allí. Cuando, ya aburrida, me disponía a marcharme, me encontré en la lavandería con una mujer de unos cincuenta y tantos años que, según me dijo, sí había conocido a sor Leandra. Me dio las señas del convento al que perteneció y en donde murió la monja. Sin pérdida de tiempo fui allí y me atendieron muy amablemente. Les conté el motivo de mi visita y, en seguida, me presentaron a una monja de más de ochenta años, llamada sor Tomasa, algo sorda, pero con muy buena memoria. Cuando le hablé de un bebé que ingresaron en el orfanato a finales de los años sesenta, de nombre Aarón, se quedó un momento pensativa. Luego se palmoteó la frente, se le iluminó la mirada, y la cara se le arreboló y adornó con una hermosa sonrisa:
"-¡Ah, sí, sí, Aarón! ¿Cómo no iba a acordarme de él, con lo trasto que fue? ¡Ay si sor Leandra viviera! ¡Ella sí que te podría contar cosas de él!
-¿Y no recuerda quién lo entregó en el orfanato? -le pregunté.
-¿Cómo dice?
-Le pregunto que si sabe quién fue su madre.
-¡Para no acordarme...! Aunque hace muchos años de aquello, recuerdo que la madre de Aarón estuvo viviendo en este convento durante los seis últimos meses de embarazo, dedicándose a tareas sencillas mientras se lo permitió su estado. Recuerdo que se llamaba Rosaura y que había venido de un pueblo de Sevilla... sí, sí... de Osuna. Era una jovencita muy linda, con un gracioso acento andaluz... Se parecía mucho a tí.
-Gracias, sor Tomasa. ¿Y no recuerda algo más de Rosaura? -le pregunté.
-Pues, no... Aunque quiero recordar que, cuando dio a luz, tuvo dos niños mellizos... Pero no estoy muy segura -dijo, quedándose seria y pensativa.
-No importa, sor Tomasa. Su información es muy valiosa para mí. No sabe cuánto se lo agradezco -le dije eufórica, mientras la besaba efusivamente."

Dediqué el resto del día a pensar en la posibilidad de llegar a localizar a Rosaura. Desde luego era una verdadera lotería el dar con ella. Excepto los breves y vagos rasgos que sor Tomasa me había dado, desconocía todo lo que se refería a Rosaura. Quizás se marchó a vivir a otro sitio, ¿quién sabe? O acaso hubiera fallecido... Pero también pudiera ser que viviera en Osuna pues, según sus cálculos, tampoco sería demasiado mayor. Má o menos, ahora tendría sesenta y pocos años. ¿Pero cómo me las iba a arreglar para dar con ella, tratándose de una población grande como es Osuna, sin más datos que el nombre de Rosaura?
A otro día partí hacia Osuna, en el tren, con mi pequeña maleta de ruedas. Me hospedé en un hostal próximo al Instituto Rodríguez Marín. El fin de semana lo empleé en recorrer el pueblo, admirar sus monumentos, hablar con la gente sobre temas indiferentes, en plan turístico y haciendo, de forma circunspecta, alguna que otra pregunta relacionada con Rosaura, mas infructuosamente. Me impactó gratamente esta ciudad andaluza, tan blanca, pulcra y luminosa, que rezumaba una añeja cultura en sus edificios, reliquias arqueológicas, calles y establecimientos, pero sobre todo en sus ciudadanos.
El lunes fui al ayuntamiento a las diez de la mañana. Me inventé la peregrina historia de que estaba de paso por el pueblo y quería aprovechar la ocasión para visitar a una amiga muy querida de mi madre, llamada Rosaura, que había conocido hace años en Madrid, pero de la que no tenían más señas para localizarla que el nombre. El empleado, un joven muy amable y simpático, se puso a rastrear las largas listas de habitantes censados que, para mayor complicación, venían relacionados alfabéticamente por el primer apellido. El chico se llamaba "Gonsalo" y, cada dos por tres, me contaba un chiste rápido, mientras recorría las largas listas. Yo también buscaba, aunque a menor velocidad. A la una de la tarde terminamos la engorrosa tarea, aunque por obra y "grasia" de "Gonsalo" me resultó una experiencia divertidísima. Habían aparecido sólo ocho Rosauras en el censo, cuyas señas fue él anotando cuidadosamente. "Gonsalo" se negó a cobrarme nada por su preciosa ayuda, pero aceptó que le invitara a comer. Me recomendó un restaurante tranquilo y con buen servicio. Al pasar por un quiosco de prensa compré un plano callejero de Osuna, en el que, una vez en el restaurante, "Gonsalo" fue marcando la calle y punto en que debía hallarse el domicilio de cada una de las ocho Rosauras. Me despedí del simpático "Gonsalo" que sintió mucho no poder acompañarme en mis pesquisas porque, según me dijo, por la tarde tendría ensayo en la cofradía de nazarenos a la que pertenece.
Sin pérdida de tiempo me puse manos a la obra, o mejor, pies en marcha, a la búsqueda de las ocho Rosauras. Durante cuatro intensas horas pateé aquel pueblo, experimentando emociones de entusiasmo y decaimiento, y curiosas anécdotas que no es momento de contar. Resumiendo os diré que tras la séptima dirección, en la que podría residir la Rosaura que yo buscaba, mi decepción era tan grande que incluso mis piernas se negaban a ultimar aquel rastreo. Logré sobreponerme agarrándome a un tenue rayo de esperanza que destelló en mi mente. El domicilio de la última Rosaura se hallaba en un barrio de viviendas unifamiliares, de buen aspecto, aunque algo antiguas. Serían ya más de las siete de la tarde cuando pulsé el timbre de la puerta. Pasaron dos largos minutos sin que nadie acudiera a abrir. Ya me disponía a marcharme cuando oí manipular la cerradura. Una mujer esbelta, de edad imprecisa y rasgos delicados, aunque envueltos en un halo de tristeza, apareció tras la puerta entreabierta.
"-¿Qué desea? -me preguntó con amable sonrisa.
-Perdone que la moleste -comencé a decirle-. Estoy buscando a una señora llamada Rosaura que, hace cuarenta y cuatro años, dio a luz en Madrid a un niño llamado Aarón...
-¿Quién es usted? -me preguntó con expresión seria e intrigada.
-Me llamo Delia. Yo viví con Aarón durante diez años en Sevilla. Lo quise y admiré mucho por su forma de ser apasionada, inconformista y escéptica. Pero llegó a tal grado de rechazo y desesperación que rayaba en locura. Por eso lo abandoné y me marché a Madrid...
-Pasa adentro, Delia, por favor -me pidió Rosaura."

Atravesamos un bonito patio, rodeado de tiestos de vistosas y aromáticas flores, por el que correteaban tres graciosos gatos. Me condujo a un acogedor saloncito, decorado con detalles que despertaban sentimientos nostálgicos, especialmente los cuadros, en los que se representaban hermosos paisajes marinos de playas solitarias. Me invitó a merendar, dándome a entender que estaba deseosa de escucharme. Le conté detenidamente mi experiencia vivida primero junto a Aarón y luego con Ricardo; la extraña coincidencia de haber sido ambos acogidos en un orfanato; de su personalidad apasionada y arrolladora, aunque dirigidas en sentidos opuestos; también el singular fenómeno de soñar, cada noche, que poseían una personalidad contraria, curiosamente coincidente con la del otro; el común escenario de un pinar triangular, próximo al mar, con que siempre se iniciaban sus sueños; y, naturalmente, mi admiración y afecto profesados a ambos, que me han empujado a averiguar los orígenes y posibles nexos enntre Aarón y Ricardo. Motivos por los cuales yo había ido a visitarla.
Rosaura escuchó mi relato sin pestañear, revelando emociones diversas que demostraban lo mucho que le afectaba cuanto le conté. Por su parte, ella me correspondió confiándome su conmovedora historia...


De pronto, el cascabeleo y trotar de un caballo, arrastrando un carruaje, por el camino que une la carretera y el pinar, acaparó nuestra atención. El carruaje se detuvo detrás de la caravana de Aarón. Delia interrumpió su relato y mantuvo la mirada y atención en las personas que llegaban en el carruaje, aparte del conductor.
-¡Es Rosaura! -exclamó Delia, corriendo a su encuentro.
Los demás, especialmente Ricardo, mirábamos expectantes.
Rosaura bajó del carruaje, ayudada por el cochero, quien, tras saludarnos con un gesto de la mano, subió al coche y se marchó. 
-¿Por qué has venido hasta aquí? -le preguntaba Delia, mientras se acercaba hasta ella- ¡Quedamos en que permanecerías en el hotel hasta que yo volviera, Rosaura!
-Compréndelo, Delia. Estaba impaciente por volver a este lugar maldito aunque, al mismo tiempo, fascinante para mí...
-¡Esto es increíble! -exclamó Ricardo, observando la escena- Tántos años empeñado en descubrir una base lógica o, al menos, una explicación razonable del enredo psíquico en que me veo envuelto desde que nací y, de improviso, se me pone delante, deslumbrándome con claridad cegadora.

Y, como un autómata, Ricardo marchó ligero hacia donde estaba Rosaura.
Samuel, Don Quijote y yo, nos fuimos tras él con aire de sorpresa y desorientación.


Delia, en seguida, se apresuró a presentarnos a Rosaura:
-Rosaura, este señor -dijo, señalándolo con la mano- es Ricardo...
Rosaura le miró con una leve sonrisa, mientras movía la cabeza asintiendo.
Ricardo le correspondió con una inclinación de cabeza y, a continuación, él nos presentó a Rosaura:
-Y estos señores, de informal aspecto y corazón sin fondo, son unos amigos a quienes eternamente estaré agradecido.
-Encantada -nos saludó Rosaura, dedicándonos otra sonrisa.
-Rosaura, perdona mi impaciencia -dijo Ricardo-. Sé que guardas un secreto que me afecta de manera vital y te agradecería que me lo desvelaras cuanto antes...

Rosaura le miró con curiosidad y ternura, al mismo tiempo, durante varios segundos.
-Perdonad mi momentánea turbación. Delia me ha puesto en antecedentes sobre la investigación que ha emprendido y el motivo de su viaje desde Madrid. Por un momento, un hilo muy importante de mi existencia, roto hace cuarenta y cinco años, he sentido como si cobrara vida y me devolviera algo que creí perdido para siempre... He oído a Delia decir que usted es Ricardo...
-Sí, Rosaura, éste es Ricardo del que te hablé, mi gran amor. Aarón, mi otro amor, acaba de desaparecer sepultado bajo las aguas de ese océano. ¡Qué desgracia, Rosaura! -exclamó Delia, con ojos humedecidos.
-Delia, comprendo tu dolor y siento, naturalmente, esa gran desgracia -contestó Rosaura-. Pero, aunque me tachen de insensible, no me considero culpable de las circunstancias, tan penosas y determinantes en sus vidas, que han rodeado a Aarón y a Ricardo. Tú ya conoces mis razones. Y Ricardo y sus amigos entenderán mi actitud si tenéis paciencia en escucharme.

Rosaura permaneció unos segundos con la mirada abstraída, fija en la inmensidad del océano. Samuel, atento y diligente, sacó discretamente de la caravana otra silla que ofreció a Rosaura. Una vez todos sentados, Rosaura tomó la palabra:
-Vivíamos en Osuna -comenzó diciendo-. Fue en julio de 1966. Cuando yo tenía dieciocho años. Yo era hija única, una chica muy responsable de mis actos y muy respetuosa con la mentalidad de mis padres. Ellos eran muy estrictos y religiosos. Yo estaba tan entregada a mis estudios que apenas salía con amigos o amigas. Como premio por los buenos resultados en mis exámenes de preu, mis padres decidieron pasar veinte días de veraneo en Sanlúcar. Nos hospedamos en un hotel situado cerca de la playa. A los pocos días de estar allí, conocí  a un chico muy simpático, atractivo y educado, que también era del agrado de mis padres. En seguida se convirtió en mi asiduo y divertido acompañante en la playa, discoteca, paseos, etc. Me dijo que se llamaba Arturo, que en octubre cumpliría veintitrés años y estaba estudiando medicina en Sevilla. Para corresponderle le confesé que yo era muy reservada, pero con él iba a hacer una excepción. Le conté que quería ser enfermera, cosa que celebró, " pues así -dijo- estaremos más unidos, al compartir intereses comunes."
Una mañana, cuando ya nos quedaba una semana de vacaciones, Arturo me propuso acercarnos a este pueblo de aquí al lado. Me gustó la idea y quedé con él en hacer la excursión aquella misma tarde. A mis padres no quise decirles nada para no preocuparlos, pues aunque a Arturo lo consideraban un chico formal y educado, estaban muy obsesionados con la idea de que me pudiera ocurrir algo indeseable.
Después de comer, me preparé para salir con Arturo, como otras tardes. Me puse un fresco vestido azul celeste, bajo el cual llevaba puesto un bañador blanco. Cogí un bolso de rafia, rojo, con objetos de aseo y alguna otra prenda.
Arturo me esperaba, con un cigarrillo entre los dedos, cerca del hotel donde me hospedaba, en la plaza de la que partía el autobús que debíamos tomar. Nuestras miradas se encontraron a través de los arbustos de los jardincillos del centro de la plaza. Su abundante pelo dorado, peinado en alto copete, sus ojos celestes y el conjunto veraniego que lucía -pantalón blanco ajustado y camisa roja-, le daban un aspecto realmente seductor.
El viaje fue corto pero muy divertido. Arturo ensartaba en voz baja, sin parar, chascarrillos, cancioncillas o anécdotas, que me hacían reir a carcajadas; aunque yo me esforzaba en controlar mis emociones, para no darle demasiada confianza.
El autobús nos dejó cerca de la playa. Bajamos hasta ella por unas escalerillas de hormigón. Nos acercamos a un chiringuito que contaba, además, con cabinas para cambiarse de ropa.Ya en bañador, estuvimos un buen rato sentados en la terraza. Yo tomé algún refresco y Arturo varios cócteles que lo animaron mucho más de lo que ya estaba. Inesperadamente me cogió de la mano y me llevó a un pequeño embarcadero de barquichuelas de pedales, improvisado en la playa, frente al chiringuito. Arturo alquiló una y la arrastramos hasta que flotó sobre el agua. Luego me aupó sobre sus hombros, animándome a saltar a la barquilla con disparatadas ocurrencias que provocaron las risas de los bañistas. Una vez sentada en ella, Arturo  subió rápido, sujetó el timón, puso los pies en los pedales y los movió con tal ímpetu que la barquilla salió disparada como un cohete, mientras él cantaba, a grito pelado, El submarino amarillo. Tras una alocada exhibición de cabriolas, que arrancaron de mi garganta estrepitosas carcajadas y no pocos gritos de pánico, llegamos a esa altura -precisó Rosaura, señalando con la mano hacia el punto donde, justamente, había desaparecido Aarón.
-¡Curiosa coincidencia! -exclamó Ricardo.
-De inmediato -continuó Rosaura-, Arturo giró el timón, enfilando la barquichuela hacia este punto en que nos hallamos.
"-Mira allá enfrente -me decía Arturo entusiasmado-. ¡Hemos descubierto el pinar encantado! ¿No lo crees? Vamos a entrar y te convencerás!
Tan serio me lo decía que me eché a reir, con una risa tonta que fue en aumento, mientras descendía de la barquichuela y él la arrastraba varios metros fuera del agua.
-Somos robinsones, Rosaura -continuaba Arturo, fantaseando-. Tendremos que sobrevivir en ese pinar, alimentándonos de piñones y de los peces y mariscos que pesquemos. Vamos, princesa, a inspeccionar nuestro palacio del bosque, recién descubierto.
Tomé el bolso, en que habíamos metido la ropa, y Arturo cogió las botellas de ginebra y coca-cola, que había comprado en el chiringuito.
Conforme avanzábamos hacia el pinar, sentí un escalofrío recorrer mi espalda ante su imponente y majestuosa imagen. Arturo destapó la coca-cola y me la acercó a la boca. Bebí varios tragos con gran avidez. Después abrió la ginebra y rellenó la botella de coca-cola.
-Ahora me toca a mí -dijo, mientras dejaba caer el acaramelado chorro, con refrescante sabor a regaliz y alcachofa, sobre su boca y garganta resecas-.-Y en este momento nos disponemos a penetrar en el sancta sanctorum del sagrado tabernáculo -añadió guardando las botellas en la bolsa y rodeando con su otro brazo mi cabeza, que apretó contra su pecho".

Así fuimos atravesando aquel muro de pinos, hasta llegar a su interior, un amplio y frondoso cilindro, con el suelo tapizado de césped y florecillas. Aunque parezca increíble, aún recuerdo puntualmente, cada frase de nuestro diálogo:
"-Este es el palacio que los duendes del bosque han levantado para nuestro deleite. ¿Qué te parece, Rosaura, princesa mía?
-Una maravilla, pero... no sé... me produce claustrofobia e inquietud.
-¡No me digas!
Y, de improviso, se dejó caer de espaldas, arrastrándome con él, y quedando ambos recostados, y yo aprisionada por el robusto brazo de Arturo.
-¿Has visto alguna vez un monumento más imponente que éste? ¿Un palacio con columnas de esmeralda, sosteniendo la bóveda del cielo, cruzada por níveas gaviotas que corren presurosas al reclamo susurrante del mar? Escucha, escucha lo que ahora canturrean: "Arturo quiere besarte, princesa..." Y mientras esto decía, Arturo se giró y colocó su pierna sobre mí y apretó los labios contra los míos.
-¡No, Arturo, no. Aquí no, aquí no! -le grité, forcejeando para liberarme de él.
Él me sujetó los brazos por las muñecas, mientras reía y decía:
-Vaya, vaya, con la fierecilla. ¿Sabes una cosa? Que las chicas temperamentales son las que más me gustan, ¡ja, ja, ja!
Y, acto seguido, volvió a besarme, aplastando su boca contra la mía y su cuerpo contra el mío. En seguida, con un rápido movimiento, puso cada una de sus rodillas a uno y otro lado de mis caderas; me agarró fuertemente por los hombros y me dio la vuelta, poniéndome la cara contra el césped. Se quitó la camiseta roja y, con ella, me ató las muñecas, fuertemente, a la espalda, mientras cínicamente me repetía, ajeno a mis gritos de protesta:
-¡Ay, princesita, princesita! ¿No te das cuenta de que, cuanto más chillas y reniegas, más se enciende mi pasión?
Tonta de mí que, por un momento, dejé de forcejear y gritar, pensando en que, quizás, fuera verdad lo que decía. Cerré los ojos y traté de relajarme. En seguida me pareció que él cedía en sus ímpetus y me acariciaba el cuello.
-¡Qué hermosa eres, princesita! Ya verás qué felices vamos a ser, si te portas bien, claro está.
Me pareció que, momentáneamente, se ponía de pie y, rápido, volvía a colocar sus rodillas, una a cada lado de mi cintura.
-Así me gusta, que no te alborotes y te portes bien. Voy a liberarte las manos -me decía, mientras manipulaba la atadura de las muñecas, aunque también sentía que me hurgaba en los tirantes del bañador.
De pronto, en menos de un segundo, dio un fuerte tirón del bañador, sacándomelo por los pies. Se me echó encima de tal forma que me dejó inmovilizada. Sordo a mis gritos y llanto, él me violó a sus anchas. Después, rápido, alcanzó la bolsa, cogió el pantalón y sacó el cinturón. Me lo ajustó a los tobillos, apretándolo con la hebilla. Por último tiró del extremo del cinturón, obligando a mis piernas a doblarse, y con él ató también mis muñecas, después de quitar de ellas la camiseta.
   Tumbada como estaba, con la cara contra el suelo, le vi, de soslayo y a través de mis lágrimas, cómo se vestía a toda prisa, mientras se reía cínicamente.Me sentía tan vilmente ultrajada y atropellada por un joven  -adorable hasta hacía pocos minutos, y convertido ahora en un monstruo abominable-, que no tuve fuerzas ni aliento para recriminarle su cruel y cobarde acción. Mi dolor y rabia eran tan intensos que me dejaron muda  e impotente para decir ni hacer nada, sino llorar desconsoladamente.
   Con inconcebible indiferencia y desvergüenza, y una botella en cada mano, cruzó el césped, tarareando Cuando calienta el sol aquí en la playa..., y, sorteando los pinos, salió afuera como si nada hubiera ocurrido.
   Aunque físicamente me sentía incapaz de realizar movimiento alguno, me esforcé y di un fuerte impulso, consiguiendo ponerme boca arriba. Luego, empujando con los pies contra el suelo, logré recular, arrastrándome, hasta llegar a tocar el tronco de uno de los pinos. Seguí empujando y logré apoyar la espalda y las manos en el tronco.Descansé un momento y, en seguida, me puse a restregar la atadura de mis muñecas contra el pino. Gradualmente fui notando que se iba aflojando. A ratos descansaba, para reanudar la tarea con mayor energía y empeño. Tras media hora de roce y forcejeo me vi libre de  aquellos grilletes de manos y pies. Fue entonces cuando desperté de la maldita pesadilla a la cruda y cruel realidad: Arturo me había violado y ultrajado, tratándome como una escoria. ¿Arturo? Era ahora cuando me daba cuenta de mi inconsciente ingenuidad.¿Quién era Arturo? ¿Dónde podría localizarlo? ¿A quién pediría ayuda? A nadie, de no ser a mis padres. Pero ¿cómo contarles el tremendo y cruel agravio que me había causado Arturo, en quien, tanto ellos como yo, habíamos  puesto nuestra total confianza y afecto? Si, para mí, había sido una agresión que dejaría marcados, para siempre, mi cuerpo y mi espíritu, para mis padres supondría una puñalada mortal.
    Serían ya las nueve de la tarde. Me esforcé en recuperar el sentido de la realidad y actuar de forma coherente y positiva. Ya tendría tiempo de sobra para llorar mi desgracia y planificar mi futuro. Ahora de lo que se trataba era de volver cuanto antes a casa... Me puse el bañador rápidamente y corrí descalza, fuera del pinar,  hacia el  mar, maternal y purificador. Ví con espanto el rastro de la barquichuela sobre la arena... Me adentré en el agua y me froté todo el cuerpo hasta arañarme.
   Luego volví al pinar, me vestí, cogí mi bolso y marché ligera hasta el pueblo.
   Tuve suerte -¡qué paradoja!-. Cogí el autobús que nos había traído aquella tarde.Durante el trayecto, por más que trataba de distraer mi atención, mi mente se llenaba de aquellas imágenes y sensaciones malditas... No obstante, logré imponerme un plan de actuación de cara a mis padres. De momento no les contaría la verdad de lo sucedido. Como me resultaría imposible disimular mi estado de preocupación y tristeza, les diría tan sólo que había discutido con Arturo y había roto con él, porque había descubierto que era una persona falsa y egoísta. Si tenía suerte y no me había quedado embarazada, ellos nunca se enterarían de lo ocurrido y les evitaría una noticia tan traumática y desoladora. ¿Para qué decirles nada por el momento, si estaba segura de que el decírselo no iba a servir para localizar a Arturo y denunciarlo?  Mas si, lamentablemente, hubiera quedado embarazada, a la primera falta de la regla les confesaría  la verdad de lo sucedido y entonces... ya veríamos qué haríamos.
   Cuando llegué al hotel  eran cerca de las once de la noche. Mis padres charlaban animadamente en la terraza de la habitación; pero, al verme, debieron de notar algo desacostumbrado en mi semblante, pues mi madre, en seguida, me preguntó qué me había pasado. Hablé y actué según había planeado. Cuando escucharon mi decisión de romper con Arturo, mostraron su decepción, pero me apoyaron plenamente y, viendo mi desinterés por agotar los pcos días que nos quedaban de playa, decidimos marcharnos a casa a otro día.
   Mi largo y doloroso calvario había comenzado. Por la noche  apenas dormí y, cuando cerraba los ojos se me representaban las detestables imágenes y sensaciones  vividas en aquel pinar. El cansancio pesaba sobre mis párpados y me obligaba a cerrarlos, pero en seguida, la idea de estar embarazada relampagueaba en mi mente, sobresaltándome de tal forma que apenas conseguí dormir tres horas cada noche de las dieciocho que precedieron al día en que yo calculaba tendría la ansiada menstruación.
   Amaneció y anocheció ese día sin el menor asomo de la regla. "-Quizás se me haya retrasado por mi estado de ánimo o por cualquier otro motivo ajeno al embarazo."  En esta incertidumbre pasé quince, veinte y hasta treinta días... ¡y nada! Ya no me cabía duda de que, para mi desgracia, me había quedado embarazada de aquel ser satánico. "¿Por qué, Dios mío, por qué?" No comprendía  por qué Dios había permitido que semejante desgracia me ocurriera a mí, una pobre chica, sin otro afán en la vida que el ser una buena hija y una buena persona, cumplidora de sus deberes, ilusionada con empezar la carrera de enfermeria y encontrar un chico bueno a quien querer y con quien compartir la vida.
   Nuevamente debía echar mano a mi sentido práctico de la realidad.Ya se habían cumplido seis semanas de aquello. No me quedaba otra opción que contar a mis padres la verdad de lo sucedido, por muy doloroso y problemático que fuera para ellos y para mí. Pero también tenía claro y estaba firmemente resuelta a no seguir adelante con un embarazo impuesto por un desalmado.
   Desde que volvimos de la playa yo notaba a mis padres preocupados por mi estado de ánimo decaído, ensimismado e indiferente, que rechazaba las invitaciones de alguna amiga para dar un paseo o ir al cine, prefiriendo encerrarme en mi habitación. Ellos lo achacaban a mi desengaño con Arturo.
   Recuerdo que el primer sábado de septiembre, al atardecer, me hallaba en mi cuarto, con música clásica de fondo, sumergida en mis sombríos pensamientos, mientras en una hoja de mi block de dibujo, trazaba nerviosamente líneas y manchas que, como ya era habitual, terminaba evocando este paraje de la playa...
Oí unos golpecitos en la puerta y, en seguida, se abrió, apareciendo mis padres con evidentes muestras de querer hablar conmigo.
-Bueno, Rosaura, hija -comenzó a decir mi padre con todo el afecto reflejado en el rostro-, ¿deseosa de empezar ya el primero de ATS? Un fin de semana de éstos nos acercaremos a Sevilla a mirar dónde vas a residir durante el curso ¿verdad?
-¡Pues, claro! -contestó mi madre por mí, esforzándose en sonreír- ¿No es así, Rosaura?
   En aquel momento me sentí como una niña indefensa. Solté el lápiz sobre el block, me cubrí la cara con las manos y rompí a llorar.
-Pero, hija, ¿qué te pasa? -me decía, acariciándome.
   Y sorbiéndome las lágrimas, les conté detalladamente la espantosa y perversa acción con que Arturo me había maltratado.
-¡Por Dios, hija! ¿Y cómo no nos lo dijiste aquel día cuando ocurrió? -se lamentaba mi padre- Ahora mismo vamos a la comisaría a denunciarlo.
-¡Ay, hija mía, Rosaura! ¡Ay, hija mía! -repetía mi madre, abrazándome, llorando...
-Porque vi claro -conntesté a mi padre- que Arturo era un desalmado que había actuado taimadamente y había desaparecido sin dejar rastro alguno. Y porque yo no quería que sufriérais vosotros... Tenía la esperanza de que nadie se enteraría de lo sucedido. Pero la mala suerte se ha cebado conmigo. La regla, que debía de haberme venido el dos de agosto, no se me ha presentado. Estoy embarazada -les confesé entre sollozos.
-¡Ay, Dios mío! ¡Ay virgen santa de la Merced! ¿Qué vamos a hacer ahora, Juan?
   Mi padre permaneció mudo un buen rato, mientras masajeaba mi espalda. Finalmente  dijo con voz temblorosa y reprimiendo su rabia:
-No te preocupes, hija, todo se arreglará. Y ese malvado lo pagará antes o después, aquí o en la otra vida.
-Por lo pronto -les dije, resueltamente y sobreponiéndome al llanto-, estoy decidida a abortar.
-¡Ay, hija, eso no puede hacerse -me disuadió mi madre-. Eso es un pecado castigado por Dios y perseguido por las leyes.
-No me importa -protesté-. Yo soy la víctima. No quiero tener un hijo de ese ser odioso y satánico que me violó y me pisoteó como a una basura. ¡Jamás. jamás!
-¡Ay, qué desgracia, Juan! ¡Ay, qué desgracia! -repetía me madre, dando vueltas sobre sí misma y llevándose las manos a la cabeza.
-Por favor, Mercedes -le pedía mi padre-, serénate. Ya pensaremos qué podemos hacer. Todo tiene arreglo. Mayormente cuando Rosaura no es culpable de nada, sino una víctima inocente de una despreciable y venenosa sabandija que no merece vivir. No, jamás podré perdonar a ese monstruo el daño que le ha causado a ella y a nosotros. Si Rosaura quuiere abortar, no seré yo quien me oponga. Ni creo que Dios tampoco. Tranquilízate, hija -me decía, besándome-. Ya nos has contado lo que te ha pasado. Ahora descansa y duerme tranquila. Ya verás como todo se arregla. Y sobre el comienzo de tu carrera, tampoco te preocupes. Eres muy joven. Cuando hayas pasado este bache, la empezarás.

   Como todas las mañanas de los domingos, mis padres se arreglaron y salieron a oir la misa.Yo no quise acompañarles esta vez. Cuando volvieron, mi madre me contó que habían estado en la iglesia de las hermanitas  y que, al terminar la misa, ella se había acercado a hablar con la madre priora, con la que tenía mucha amistad, y le había contado lo que me había ocurrido, el problema tan grande que se nos había planteado y también que yo estaba decidida a abortar. La monja la escuchó comprensiva y trató de consolarla. Lamentó y condenó la injusta y canallesca acción de ese perverso. Comprendía mi situación desesperada y las graves consecuencias que nos iba a suponer el que el embarazo siguiera adelante; pero ella, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, no podía aprobar esa medida, pues nadie tenía derecho a privar a un ser humano de la vida que Dios le había concedido.
 "-Ahora bien -añadió la madre priora-, se me ocurre una solución que podría paliar las consecuencias indeseables que acarreará el embarazo. Yo puedo hablar con la priora de uno de nuestros conventos de Madrid y contarles el caso. Puedo proponerles que, durante el embarazo, permitan a tu hija la estancia en su convento, realizando tareas que ella pueda desempeñar sin dificultad. Como nuestras hermanas  desarrollan  allí una importante labor en numerosos centros de acogida, hospitales y colegios para huérfanos y desamparados, ellas se encargarán sin problema alguno de que, cuando tu hija se ponga de parto, la lleven al hospital y que la criatura que nazca sea entregada en la inclusa. Tu hija se volverá a casa y la criatura será criada, educada y, muy probablemente, adoptada por unos padres que, sin duda, la querrán y la harán feliz."

   A mis padres les pareció bien la propuesta de la monja y me animaron a aceptarla. A mí, en cambio, no me convencía mucho la idea, mas comprendí que, en nuestras circunstancias, era la mejor solución. Por lo que les dije que  estaba de acuerdo. Mi madre volvió a hablar con la priora, quien se encargó de hacer las gestiones con las hermanitas de Madrid. Éstas aprobaron el plan sin reserva alguna y, a primeros de noviembre, cuando ya empezaba a notarse mi embarazo, marché a Madrid, con bastante recelo ante la nueva experiencia a la que tenía que enfrentarme.Fui acompañada de mis padres y de una maleta en la que, aparte de efectos personales, llevaba los libros del primer curso de ATS, con la idea de estudiar en  ratos que las monjitas me lo permitieran.
   Ellas se portaron muy bien conmigo. Me asignaron una de las celdas destinadas a las postulantas, y me proveyeron de túnicas y demás ropa y enseres como a otra más de aquéllas. Mientras mi estado de embarazo me lo permitió, ayudé a la comunidad en sencillas tareas y asistí a las funciones religiosas.
   Muy discretamente y en contadas ocasiones, me llevaron al tocólogo, acompañada de una hermanita, siendo revisada en una consulta reservada para casos especiales. En una de aquellas visitas me descubrieron que iba a tener dos niños mellizos. Mis padres me escribían de vez en cuando, y me preguntaban si podían ir a visitarme, pero yo les quitaba las intenciones, diciéndoles que la madre priora lo desaconsejaba.

   Hacia el veinte de abril me veía ya tan pesada que pensé que el parto se me iba a adelantar. Y así fue. El lunes, día veinticuatro, estuve con molestias toda la tarde. Por la noche, dos monjitas me acompañaron al hospital, como ya estaba previsto. A eso de la una, me llevaron al paritorio. Allí me esperaban un médico, con barba y pelo canoso, una enfermera comadrona y una hermanita con delantal blanco.
   Mis deseos por terminar ya el largo y penoso calvario, emprendido hacía nueve meses, eran tan grandes que, llegado el momento, hice acopio de todas mis energías para expulsar con rabia y a la mayor rapidez a los dos intrusos que aquel desalmado había arrojado en mis entrañas. La furia me impedía sentir dolor alguno. Yo apretaba con la máxima tensión todos los músculos y nervios de mi cuerpo, especialmente los ojos. No quería ver qué salía de mis entrañas. Oí el llanto agudo del primer niño.
-Encárgate de él, Pepita -le dijo el médico a la enfermera-, mientras sor Casilda me ayuda a sacar a su hermanito.
   Sor Casilda me sujetaba por los hombros, me masajeaba y me daba ánimos:
-Lo estás haciendo muy bien, Rosaura.¡Qué niño tan hermoso has tenido! Y ahora el otro. ¡Aprieta fuerte, vamos!
   Concentré todas mis fuerzas con tal ímpetu y resolución que el niño salió fuera de mí, como el tapón de una botella de champán. El doctor liberó al niño de la placenta y cortó el cordón umbilical, llamándome mucho la atención el que su llanto era muy apagado.
-Mira, Rosaura, qué santito tu segundo bebé -me decía sor Casilda, mientras, solícita,  me enjugaba el sudor.
   Fue entonces cuando abrí los ojos. El doctor, de espaldas a mí, entregaba el niño a Pepita, que ya había lavado al primero y lo había colocado en su cunita. Luego volvió conmigo a completar las tareas asistenciales. Sor Casilda acudió presurosa a la cunita del primer recién nacido y la empujó hasta colocarla a la derecha de la cama paritoria en que yo me hallaba. Pepita, la comadrona, después de lavar al segundo niño, lo puso en la otra cunita,  y la llevó a mi izquierda.
-¿Verdad que son una monada? -decía, entusiasmada sor Casilda.
-Sí que lo son -contestaba Pepita- ¿Y qué nombre te gustaría ponerles? -me preguntó. 
-No sé -dije, mirándolos y esbozando una sonrisa-. Lo dejo a vuestra elección.
-Pues el primero me gustaría que se llamara Ricardo -dijo Pepita.
-Y al segundo -dijo sor Casilda mirándolo con ternura-, yo le llamaría Aarón, como el hermano de Moisés. ¿No os gusta?
-Muy bíblico... -comentó el doctor mientras lo examinaba detenidamente- ¡Un momennto! A ver, a ver... ¿Qué le pasa a este niño? Se ha quedado paralizado... No respira... No se le detectan latidos en la aorta. ¡Rápido, Pepita! Pon el niño en la mesa de reanimación. Aplícale oxígeno, mientras le inyecto adrenalina.

   He de reconocer que, en aquel momento, mi ánimo se conmovió y no pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos.
   El doctor estuvo quince largos minutos tratando de reanimarlo, pero en vano. El recién nacido Aarón no daba señales de vida.
-Lástima. El niño ha sufrido un paro cardíaco y no ha reaccionado. Ha muerto -dijo en voz baja y dejando de auscultarle.
   Repentinamente me llamó la atención que Ricardo, el otro recién nacido -que estaba boca abajo en su cunita-, giraba la cabeza, abría los ojos y mantenía la mirada fija en Aarón. Pero mi mayor sorpresa, y la de todos, fue que, pasados varios segundos, vimos a Aarón que cambiaba de color, se agitaba y rompía a llorar con agudos gemidos, más potentes que los escuchados a Ricardo.
-¡Está vivo, está vivo, Rosaura! -exclamaba sor Casilda, apretándome el brazo.
   Pepita se acercó, rápida, junto al doctor, quien ya había tomado al niño y lo examinaba en sus brazos, con semblante distendido y sonriente:
-Afortunadamente, todo ha quedado en un susto. Pero, aunque sea inexplicable, debo certificar que este pequeño ha estado durante más de quince minutos en paro cardíaco; y, sin saber cómo, ha vuelto a la vida con total normalidad en sus constantes vitales.
    Poco después Sor Casilda y Pepita me trasladaron a una habitación del hospital, en donde permanecí dos días.

  Una vez dada de alta, una hermanita me acompañó hasta el convento. Allí estuve varios días, recuperándome un poco del parto. Al término de los cuales, mis padres, avisados por la madre priora, se presentaron a recogerme.

   Volví a casa más ligera que antes, pero no menos dolorida. ¿Por qué me había ocurrido aquello? Había perdido unos preciosos meses de mi vida en algo que yo no había buscado ni querido. Se me había obligado a decidir entre dos opciones dolorosas e incompresibles a mis dieciocho años. La injusta y atroz acción de aquel malvado fue para mí como una negra escarcha que acabó con las floridas ilusiones de mi juventud. Sobreviví aferrándome a una fría y espartana disciplina, carente de gratificantes compesaciones. Terminé airosa la carrera de ATS, y la he ejercido en un hospital hasta hace tres años que me jubilé voluntariamente. He procurado ser respetuosa con los demás y cumplir escrupulosamente con mis obligaciones, pero reconozco que no he conseguido superar mi recelo y desconfianza ante cualquier demostración de afecto o amistad. Por eso, desde entonces, no he tenido otra compañía que la obligada por el trabajo, mis padres mientras vivieron, mis plantas, mis gatos y mis aficiones literarias...
   Hace unos días apareció ante mi puerta, Delia, como un ángel de luz que, con su relato sobre Aarón y Ricardo, creo que me ha despejado unas incógnitas que jamás esperaba conocer.

   Sí, Ricardo, hijo mío, ésta ha sido la triste historia de tu madre, aunque no te resulte grata escucharla.

   Rosaura, tras sus últimas palabras, pronunciadas con voz temblorosa y mirando con gran afecto a Ricardo, inclinó la cabeza y se cubrió los ojos con las manos.
   Ricardo se acercó a ella, la besó y le dijo con voz imperceptible:
-Gracias, madre, de parte mía y de Aarón... que también soy yo.
    Delia,  espontáneamente, también se acercó y se fundió en un abrazo con ellos.
  Y nosotros, como si previamente nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos pusimos a aplaudir frenéticamente.
  Relajados  los ánimos, Ricardo, Rosaura y Delia  permanecieron unos instantes contemplándose sonrientes.

-¡A ver, a ver, amigos! -exclamó Don Quijote, alzando el brazo- Esto parece haber terminado como un  drama trágico con final feliz. Pero, por lo que a mí toca, se me han quedado, revoloteando como vacilantes golondrinas por encima de estos pinos, varias cuestiones sin aclarar.
-Es cierto, Ricardo -le apoyó Samuel-, cuando has dado las gracias a Rosaura, has dicho "de parte mía y de Aarón, que también soy yo". ¿Cómo se entiende eso?
-Y esos  sueños, de cada noche, el tuyo y el de Aarón, extraña y respectivamente coincidentes con la personalidad de aquél y de la tuya ¿cómo se explica? -pregunté yo.
-Y el porqué de la desesperada y negativa actitud de Aarón, hasta límites desorbitados, que le llevó al suicidio... ¿Nos lo puedes aclarar? -rogó Don Quijote.

-Comprendo -comenzó diciendo Ricardo- que tengáis muchas preguntas sin contestar sobre esta historia, vivida por nosotros, en la que también vosotros habéis participado, ayudándonos a esclarecer y completar gran parte de ella. Gracias, amigos. Como bien podréis suponer, dadas las especiales circunstancias que me han acompañado desde mi nacimiento, he tenido poderosos motivos para buscar una explicación a esos sueños. Fue ese afán lo que me aficionó y empujó al estudio e investigación de temas y cuestiones de psicología, llevándome a esbozar una personal teoría sobre esos fenómenos. Cuando, después de muchos años, conocí a Delia y me contó su experiencia vivida con Aarón, pensé que ella, providencial o casualmente, me había aportado preciosos elementos que encajaban a la perfección en mi teoría. Y ahora, afortunadamente, Rosaura acaba de revelarme la pieza clave que cierra el arco en que se sostiene todo mi razonamiento.
   Pero el explicaros minuciosamente mi teoría me llevaría bastante tiempo, pues me obligaría a exponeros mi personal concepción de la realidad. Intentarlo ahora sería abusar de vuestra paciencia. Creo mejor dejarlo para otro momento. Por ahora prefiero mostraros, sucintamente, lo que pienso sobre el particular.

  Ricardo se puso de pie y se retiró unos pasos del grupo. Rosaura lo contemplaba con mirada complaciente. Alto, fuerte, de atractivo aspecto, paseó su mirada penetrante e inteligente a lo largo del horizonte marino. Después giró la cabeza y contempló el pinar de abajo arriba, pensativo.

   Estoy persuadido de que mi teoría sonará como algo descabellado y fantasioso. Pero también lo estoy  de que el ser humano, en su vida terrestre, sólo puede aspirar a hacer conjeturas, más o menos felices, sobre cuestiones que sobrepasan el ámbito de lo considerado como físico y experimentable, por mucha autoridad que se le quiera conceder al autor de  pretendidas certezas.
   No obstante, creo que es un afán y tarea muy legítimos del ser humano el tratar de satisfacer su curiosidad intelectiva, sacando el máximo rendimiento a su capacidad razonadora para descubrir posibles respuestas a tantas incógnitas que nuestra existencia nos plantea.
   Pues bien, estoy firmemente convencido de que la realidad total es absolutamente racional y, en consecuencia, lógica y de entidad puramente ideal, que excluye la existencia de materia amorfa y caótica, por innecesaria y absurda.
   En mi opinión la realidad total la integran: el Logos Supremo, que posee plenamente todos los posibles atributos positivos, en grado infinito. Los innumerables sujetos autoconscientes, creados por Él. Y, en tercer lugar, el resto de la realidad,  como son los universos y seres  creados por Él,  que no son sujetos autoconscientes.
   Si Aarón estuviera ahora mismo aquí presente, sin duda que ya me habría impugnado lo que acabo de afirmar, diciendo que tiene más visos de verdad su teoría: que todos los que pasamos por este mundo estamos condenados a desaparecer en la nada. Yo la respeto pero no la comparto. Prefiero sostener lo que antes he apuntado. Somos sujetos creados por el Logos Supremo, con individualidad y autoconciencia. Somos "yoes" irreemplazables, irrepetibles, únicos. ¿Qué imposibilidad lógica o metafísica existe en que el Logos Supremo tenga a bien crear un universo, o muchos, para disfrute, experiencia, prueba o curiosidad, impuesta o voluntaria, de esos sujetos autoconscientes?
   Cada día estoy más persuadido de que la existencia y desarrollo en el tiempo de nuestro universo, obedece a un entramado de leyes y principios, impuestos por el autor del sistema que lo rige, revelando una clara intención teleológica. No se trata de un sistema que, en su conjunto, funcione de acuerdo con un rígido determinismo, a pesar de que las leyes que lo gobiernan sean precisas, necesarias e infalibles, ya que la aleatoriedad en la aparición de muchos fenómenos de nuestro universo es un factor muy importante e innegable, así como la posibilidad de elección entre distintas opciones, que goza el ser humano gracias a su libre voluntad. Por eso el mundo resultante no es, ni tiene por qué ser, un paraíso, sino la realidad posible a la que puede llegar ese sistema, diseñado e impulsado por el Logos Supremo para disfrute, entrenamiento y experimentación de realidades desconocidas por los sujetos autoconscientes creados por Él.  
   Ahora bien, ¿cómo los sujetos autoconscientes, de entidad espiritual, dotados de eminentes facultades, pueden adaptarse y actuar en un universo, sujeto a rígidas condiciones limitativas y cambiantes en el devenir del tiempo? Es de suponer que esas condiciones les serán propuestas cuando aún se hallan en el mundo espiritual, y que ellos  podrán aceptar o rechazar libremente el embarcarse en tamaña aventura. Ellos saben que tendrán que actuar y  desenvolverse en ese nuevo mundo, dentro de un cuerpo  nacido en él y de su misma naturaleza. Un cuerpo dotado de miembros, órganos, etc. maravillosos, pero que, inevitablemente, limitarán y condicionarán la eminente capacidad razonadora y activa, propia de la  naturaleza espiritual de aquéllos.
   Si el cuerpo que ocupe el espíritu corresponde a un animal inferior al ser humano o, aunque sea el de un ser humano, su equipamiento corpóreo es deficiente, el espíritu  actuará con torpeza; dejándose dominar por desordenados apetitos y pasiones; pudiendo llegar, incluso, a cometer acciones malvadas o irracionales.
   Debido a esa condición  frágil y fluctuante del cuerpo, el ser humano suele sufrir bruscos cambios en su forma de pensar,  en su estado de ánimo, o en su conducta principalmente.
-¿Y, en realidad,  qué prueba el hecho de esos cambios? -preguntó Samuel.
-Prueba y demuestra -contestóle Ricardo- que nuestro espíritu autoconsciente está condicionado por el cuerpo que habitamos, de tal forma que, a veces, puede transformarnos, aparentemente y en distintas ocasiones, en personas muy diferentes y opuestas. ¿Quién no conoce el caso de alguien que en un momento de ofuscación ha cometido una barbaridad y, después, confiesa arrepentido que no es posible que él haya sido el autor?
-¿Y a dónde tratas de llegar con tu prolongado razonamiento, amigo Ricardo -le espetó Don Quijote, que se rebullía inquieto en el taburete.
-Sencillamente, lo que pretendo demostrar -dijo con rotundidad- es que Aarón y Ricardo somos la misma persona.
   Durante varios segundos, los rostros de todos los presentes quedaron como petrificados, fijas sus miradas en él, con expresión pasmada.
-¿Hemos oído bien? -preguntó Don Quijote, poniéndose de pie- ¿Has dicho que tú y Aarón sois la misma persona?
-Así es -aseguró Ricardo-. Es una hipótesis que me he venido forjando desde que Delia me habló de Aarón y de su extraña personalidad, de sus sueños y  comportamiento desorbitado.Y, por si fuera poco, Rosaura acaba de confirmarme en mis conjeturas, al contarnos el incidente de Aarón, a poco de nacer. Un hecho que me ha llevado a pensar que fue, en el momento en que me quedé mirando a Aarón, o mejor dicho, a su cuerpo exánime, cuando mi espíritu -inexplicablemente para los que no ven más que el entorno rutinario de su diario vivir-  logró introducirse en el cuerpo de Aarón, sin abandonar mi propio cuerpo.
-Por favor, Ricardo -dijo Samuel, mirándole con ojos muy abiertos-. Me parece un disparate, por varias razones. En primer lugar, no creo que te acuerdes del día de tu nacimiento. Además ¿cómo va a ocupar dos cuerpos un solo espíritu?
-En cuanto a lo primero -arguyó Ricardo-, a lo largo de mi existencia he mantenido un vivo recuerdo de la secuencia en que mi espíritu  devolvía a la vida el cuerpo de Aarón. Secuencia grabada en mi memoria en aquel preciso instante, y que se ha ido reforzando al repetirse, de vez en cuando, en mis sueños. Y respecto a lo segundo,  y como anteriormente he explicado, el cuerpo físico es un mero instrumento para que el espíritu pueda desenvolverse y actuar en este mundo. ¿Y qué ocurre si ese cuerpo  adolece de carencias o anomalías en sus órganos o funciones? Un cuerpo humano, aunque sea defectuoso, o esté enfermo, mutilado, sin brazos, sin piernas, paralítico, en estado comatoso, etc., es respetado y considerado como lo que es: una persona humana, mientras tenga vida. Y, obviamente, no en atención a ese inservible instrumento que tiene por cuerpo, sino a su espíritu.  Ahora bien, no siempre las anomalías corpóreas consisten en carencias o defectos. A veces se deben a exceso de miembros u órganos. ¿Como habría que enjuiciar a un cuerpo que en lugar de dos brazos tuviera cuatro, y todos los órganos los tuviera repetidos, incluido el número de neuronas?  Aunque el ejemplo sea descabellado, la historia médica registra fenómenos muy extraños y deformes, y, a pesar de ello se les ha considerado, lógicamente, seres humanos. Y es que, en el fondo, todo el mundo reconoce que el cuerpo no es más que un instrumento  al servicio del espíritu y cuantas más prestaciones ponga a su disposición, mejor  manifestará  éste sus potenciales capacidades.. 
   Y, siguiendo este razonamiento ¿qué inconveniente hay en aceptar que en ciertos casos, como el que estamos dilucidando, un solo espíritu,  haya ocupado dos cuerpos, el mío y el de Aarón? Y que  por las razones que sobradamente ya he expuesto, mi espíritu se ha manifestado en su actitud positiva, gracias a que mi cuerpo se lo ha permitido y facilitado. Mientras que en el caso de Aarón, ese mismo espíritu se ha manifestado en su actitud negativa, obligado por un cuerpo de constitución torcida y proclive a la abulia, malos hábitos e incongruencias.

-Pues, me parece -opinó Samuel- que el enigma del pinar ha quedado suficientemente aclarado. Y sobre tu teoría, amigo Ricardo, de momento la vamos a dejar echada en remojo, en nuestra cabaña; debatiremos sobre ella y, cuando lleguemos a conclusiones claras y firmes, ya os avisaremos para reunirnos nuevamente en este precioso paraje.

-¡Alto ahí! -exclamó Don Quijote- Falta algo muy importante. Arturo desencadenó el tremendo drama que, de diferente forma afectó a numerosas personas, pero especialmente a Rosaura, a Aarón, a Ricardo y a Delia, por nombrar sólo a los más allegados. La actuación de todos vosotros ya ha sido enjuiciada y valorada; pero falta juzgar la de Arturo, y creo que su juez no puede ser otro que Rosaura.
-Es verdad -reconoció Rosaura con semblante serio y concentrado-. Si hubiera tenido que juzgar a Arturo cuando padecí su criminal acción, le habría condenado, sin compasión alguna. Tal repugnancia y rechazo sentía con todo lo relacionado con él que estaba decidida a abortar de inmediato, para expulsar fuera de mí aquella maldita escoria. Pero, ahora, después de cuarenta y cinco años y, tras escuchar las convincentes razones de Ricardo, mi juicio es muy diferente. Actualmente no le deseo ningún daño ni castigo; por el contrario, deseo que su espíritu se haya liberado de esos condicionantes corpóreos que, como bien ha argumentado Ricardo, pueden  torcer o anular nuestra razón y nuestra voluntad.
   Reconozco también que, tras conocer y escuchar a Ricardo, no sólo he sentido un gran afecto hacia él -que al mismo tiempo es Aarón, no me cabe duda-, sino que estoy muy orgullosa de que sea mi hijo.

   Ricardo, con semblante emocionado, se levantó, se acercó a Rosaura, y se fundieron en un fuerte abrazo.

   Lo que sucediera después de lo hasta aquí narrado, puede cada cual imaginarlo como mejor le plazca. De inmediato, ellos se marcharon hacia el pueblo, entrelazados y charlando afectuosamennte.

   Nosotros nos volvimos, silenciosos, a nuestra cabaña. Y aquí seguiremos a la espera de que Dunscotiano se decida a meternos en otra aventurilla, si es que la crisis se lo permite, y si el temido meteorito vaticinado por los indios precolombinos no nos convierte antes en fino polvo terráqueo, muy apreciado por las extraterrestres, por su suavidad y fragancia para  su escamoso cutis. Pero ¡que no panda el cúnico! que ya está nuestro planeta preparando numerosos volcanes lanza-pepinos-cabreados, dispuestos a despanzurrar todo objeto sospechoso que se acerque a nuestro planeta, sin respetar las señales de tráfico, o séase, haciendo la cabra  cerca de nuestras isobaras.

Un abrazo, amigos, y que seáis muy felices. Tinterico.


Leer más…