Revelaciones del diablo arrepentido - (Cap.IV y último)

lunes, 14 de julio de 2008
Querido Toby:
Muchas y raras leyendas he escuchado y leído en mi vida tinteril, pero ninguna tan increíble como ésta del diablo arrepentido. Tan es así que ni Don Quijote ni yo nos la acabamos de creer, a pesar de intervenir en ella. Juzga por tí mismo, leyendo su final, que ahora te envío. Como te conté en mi anterior mensaje, tras la lectura de las revelaciones de Guimel, salimos a dar un paseo por la playa, impacientes por mostrar nuestra opinión sobre las mismas.

"-No sé, no sé qué pensar -exclamó Don Quijote-. De ser ciertas esas revelaciones, habría que admitir que, durante muchos siglos de nuestra historia, un gran contingente humano ha soportado severas normas, castigos, enfrentamientos y guerras, innecesariamente.
-Dímelo a mí -dijo Samuel- que lo he vivido y padecido durante quinientos años.
-¿Por qué será -intervine yo- que los seres humanos sois tan dados a complicar las cosas más sencillas?
-Yo, en verdad -dijo Don Quijote-, tampoco soy humano, como bien sabéis, sino pálido reflejo del auténtico caballero Don Quijote de la Mancha, pero pienso que lo que al hombre le ocurre es que su alma de ángel siente la necesidad de volar hacia metas sublimes, mientras que su sangre animal, atizada por algún demontre o endriago, le ciega y confunde, transformando su amor en fuego devastador, su palabra en espada y su alegría en pesada mortaja. No es extraño que le guste enredar y complicar lo simple.
-¿Y Guimel? -pregunté a Samuel, que caminaba descalzo, con la mirada prendida del faro- ¿Qué será de él? ¿Seguirá manteniendo su esperanza de ser perdonado?
-¿Os gustaría volver a verlo? -dijo.
-Sí, sí. Sería fantástico -se apresuró don Quijote a contestar.

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Y, acto seguido, en el horizonte marino descubrimos una diminuta lucecilla que, veloz, avanzaba en dirección nuestra, zigzagueando y creciendo conforme se acercaba a la playa.
-¡Es él! -gritó, entusiasmado, Samuel.
-Hola, amigos, -saludó Guimel, saliendo de la barca-. Aquí me tenéis, puntual y diligente como vuestros deseos. Veo que Samuel os tiene al corriente de nuestro secreto.
-Te felicito, prodigioso Guimel, -dijo Don Quijote, estrechándole la mano-. A decir verdad, eres un diablo privilegiado.
-Lo mismo digo -añadí yo-. Samuel nos ha leído tus revelaciones y, ciertamente, nos han conmovido. Y, aunque sea indiscreción, estamos ansiosos por conocer tus propósitos.
-Os considero, realmente, mis amigos. Mejor aún, mis únicos amigos, pues de mí recela todo el mundo: los diablos porque ven en mí un renegado, los ángeles por temor a contaminarse con mi aliento y los humanos porque les doy risa o lástima, a no ser Samuel o Jesús, que me conocen a fondo. Me siento dichoso de que os hayáis enterado de las revelaciones que hice a Samuel, aunque ellas le ocasionaran algún disgustillo que otro.
-No te preocupes, Guimel -dijo Samuel, dándole una palmadita en el hombro-. Nos preguntábamos qué te propondrías hacer ahora. ¿Sigues manteniendo la esperanza de recuperar tu condición angélica?
-No, Samuel, no aspiro a tanto. Me conformaría con saber que Dios ha perdonado aquella mi estúpida oposición a su voluntad soberana.
-¿Y qué piensas hacer para implorar su perdón? -volvió a preguntarle.
-Desearía volver a la cueva del acantilado, en donde encontré a Jesús extenuado y le di de beber de mi odre. Ahora sería yo quien le pediría el agua de su perdón que mitigue mi sed.
-¿Crees que volverías a encontrar a Jesús en aquella cueva? ¿No te parece pretencioso?
-El sentimiento de la nostalgia es muy humano, y Jesús lo es. Quizás le haga ilusión darse una vuelta por su tierra -contestó Guimel.
-El problema -apunté- está en en que, actualmente, aquélla es una zona muy conflictiva y podrías recibir un pepinazo, de un lado o de otro. Allí van armadas hasta las mismas cabras.
-¿Quién dijo miedo? -exclamó Don Quijote- Acompañaremos y escoltaremos a Guimel y, no digamos, a Jesús de Galilea. No permitiremos que ocasionen el menor rasguño a ninguno de ellos.
-Un momento -volvió a intervenir Samuel-. No nos precipitemos. Guimel, a pesar de sus años y su experiencia como ángel y como diablo, carece de astucia humana. Reconócelo Guimel.
-¿Tú crees?
-Sí, Guimel. Los diablos lleváis mucho tiempo entre los humanos, pero no acabáis de entendernos. La gente, en general, puede hablar pestes de sus propias instituciones, pero que no venga nadie de fuera a censurarlas, pues se puede armar la de san Quintín.
-¿Y a qué viene eso? -preguntó Guimel.
-Viene a que cualquier católico, aunque no sea practicante, te daría el mismo consejo que yo voy a darte: a Jesús es difícil que lo encuentres en la cueva, pues, según dijo él mismo, su segunda venida será al final de los tiempos. Pero, si lo que pretendes es que Dios te perdone tu desliz juvenil, en Roma está el Papa, su representante en la Tierra. Afortunadamente, ya no estamos en los tiempos de la Inquisición. Tú le llevas el relicario con las hojas manuscritas de las revelaciones, le cuentas tu situación y tu sincero arrepentimiento, así como el motivo de acudir a él, y seguro que sales del Vaticano transformado en ángel.
-¡Chico! Quizás tengas razón. ¿Cuándo emprendemos el viaje?
-Ahora mismo -contestó Don Quijote.
-Creo que deberíamos descansar unas horas en la cabaña y salir de madrugada con la fresca -propuso Samuel.
-En mi opinión -dije yo- no creo que descansemos mucho en la cabaña. Emprendamos ya el viaje, pero vayamos con calma y no despendolados por esos mares procelosos, expuestos a que la guardia civil o los carabinieri retiren el carné a Guimel.
-Además -añadió Don Quijote-, con mi janua-témporis no tenndremos la menor vacilación. Ella nos llevará hasta el regazo mismo del Santo Padre.
-Bien. Pues no se hable más -dijo Samuel-. Pasemos por la cabaña a recoger el relicario, y partamos para Italia.
La barca nos acercó hasta la puerta de la cabaña. Samuel entró en ella y, en seguida, volvió con la capa sobre los hombros, el relicario en una mano y un gran botellón en la otra.
-¿Por ventura es bálsamo de fierabrás? -preguntó Don Quijote, señalando a la botella.
-Es moscatel de pura cepa -contestó Samuel- para celebrar la despedida de diablo de Guimel.
-Excelente idea -alabó Don Quijote, echándose a un lado del asiento para que se sentara Samuel.
Guimel y yo lo hicimos en el asiento delantero, frente a ellos. La barca, aunque pequeña, era suficientemente amplia para nuestros espiritualizados cuerpos.
-Deben ser las dos de la madrugada -dijo Samuel-. Al Papa lo visitaremos hacia las once de la mañana, por lo que navegaremos sosegadamente por el Mediterráneo hasta la costa italiana y, desde allí, un vuelecito hasta el Vaticano.
Don Quijote, tomando entre sus dedos la janua-témporis, le ordenó:
-"Atiende, preciosa joya merlinesa. Llévanos hasta la augusta presencia del Sumo Pontífice, católico, apostólico y romano. Mas a una moderada velocidad, de manera que nuestra entrevista con él se inicie a las once de la mañana." ¿Cómo os ha parecido la orden?
-Algo prolija, diría yo - precisó Samuel.
-Prefiero pecar de prolijo -sentenció Don Quijote- a que nos conduzca al Himalaya.

Dócil y sumisa, la barca enfiló el Estrecho de Gibraltar y surcó el Mediterráneo, rumbo a Italia, siguiendo la costa levantina. La barquilla cortaba blandamente la tersa superficie, dibujando caminos de estrellas. A izquierda nuestra aparecían y desaparecían las siluetas luminosas de pequeños pueblos y grandes ciudades costeras, produciendo destellos en la blanca sonrisa de Guimel.
-Paréceme que te sientes contento, amigo -dijo Don Quijote a Guimel.
-No puedo negarlo -contestó éste-. Ten en cuenta que la soledad es terrible y, viéndome ahora en vuestra cálida compañía, me siento dichoso.
Al pasar junto a Ibiza descubrimos en la playa un grupo de chicos y chicas, desnudos, bebiendo, bailando y retozando.
-Una curiosidad, Guimel -preguntó Don Quijote-, ¿son realmente los diablos quienes incitan al hombre a la liviandad y al desmadre?
-El diablo -puntualizó Guimel- no tiene ningún poder sobre el hombre, mientras éste no le abra la puerta. Pero, si se la abre, el diablo toma las riendas y puede empujarle a cometer los más descabellados desmanes.
-¿Y por qué su empeño en perjudicar al ser humano? -pregunté.
-Por envidia hacia el hombre y, sobre todo, al ángel que lleva dentro. También por hacerle la puñeta al Hijo de Dios.
Con éstas y otras pláticas llegamos hasta la costa italiana, a la altura de Roma; pero la barca siguió avanzando hasta cerca de Génova. Allí levantó el vuelo, remontó los Apeninos y continuó hacia el norte.
-¿No vamos al Vaticano? -pregunté alarmado.
-La orden precisa que di a la janua-témporis -explicó Don Quijote-, si bien recordáis, es que nos llevara hasta la presencia misma del Sumo Pontífice.

A las diez de la mañana, más o menos, la barca comenzó a describir amplios y reposados círculos, por encima de un bellísimo valle, ante la majestuosa mole del Mont Blanc. Allá abajo distinguíamos una pequeña aldea y algunas casas diseminadas.
-La barca -dijo Guimel- ha centrado sus giros en el chalet de tejado de pizarra, que vemos rodeado de ese florido y arbolado parque.
-¡Claro! -exclamé dándome un golpe en la frente tinteril- Ésta debe de ser la residencia veraniega del Papa. Por eso la janua-témporis nos ha traído hasta aquí.
-¡Qué maravilla! -proclamó Don Quijote- Presiento que vamos a compartir una portentosa experiencia.
La barca se dejó caer sobre la mullida hierba del parque, quedando discretamente oculta entre unos abetos. Allí descansamos un buen rato.
-Ahora vamos a acercarnos a la casa del Papa -propuso Guimel.

Salimos de la barca. Samuel llevaba el relicario y el botellón de mosto, precedido por Guimel que caminaba presuroso hacia el acogedor chalet de piedra y madera. Don Quijote y yo les seguíamos algo indecisos, esa es la verdad. Guimel se adelantó y pulsó el timbre.
Se abrió la puerta, apareciendo un cardenal con sotana negra y rojo fajín. Era un hombre de cincuenta y tantos años, alto, bronceado y de elegantes maneras. Nuestro aspecto y presencia debió sorprenderle, a juzgar por su expresión de asombro.
-¿Quiénes son ustedes y qué desean? -preguntó.
-Perdone, señor... -Samuel titubeó, no sabiendo exactamente cómo dirigirse a él- Somos cuatro amigos, unidos por un afán común, procedentes del sur de España, que quisiéramos visitar al Papa, para entregarle unos interesantes documentos y, al mismo tiempo, pedir para nuestro compañero Guimel -dijo señalando a éste con un gesto de la mano- el perdón por su rebelde comportamiento en el paraíso y ser readmitido entre los ángeles.
El secretario, absorto, nos miró de hito en hito y se frotó los ojos, como si quisiera despertar de una pesadilla.
-No, no es posible que sea real lo que me parece ver y escuchar. Decidme, ¿cómo habéis entrado en este recinto?
-Muy sencillo -dijo Don Quijote-. Gracias a la barca de Guimel y a la janua-témporis , regalo de mi padrino Merlín.
-¿Pero cómo pretendéis que me crea esa sarta de disparates?
-Si vuestra eminencia desea alguna prueba que os garantice la veracidad de nuestras palabras -dijo Samuel- Guimel se la servirá a pedir de boca.
-Tan seguro estoy de que sois unos lunáticos que me conformaría con que vuestro insólito diablejo, chasqueando los dedos, haga aparecer una blanca paloma sobre ese abeto de ahí enfrente -dijo, señalando un pino, reluciente de sol.
Guimel chasqueó los dedos y de inmediato apareció en el cielo una paloma, seguida de una bandada de compañeras. Se posaron sobre el abeto, dejándolo blanco, como cubierto por un espeso manto de nieve.
Ante aquella inesperada demostración, el secretario nos pidió que esperáramos un momento. Le oímos subir la escalera. En seguida volvió y nos invitó a subir al despacho del Papa.
El despacho es una amplia sala rectangular con un gran ventanal en la pared opuesta a la de la entrada. A la izquierda, en el extremo de la sala, hay una mesa alargada con varias sillas y, al otro extremo, una librería con un gran televisor en el centro. Junto a la puerta de entrada está el escritorio y, enfrente, debajo del ventanal, un lustroso piano al que el Papa confía sus sentimientos. A través de la ventana se divisa, majestuoso, el nevado Mont Blanc.
El Papa, también revestido de blanco, nos aguardaba en el centro de la sala, muy sonriente.
-Santidad -dijo el secretario presentándonos-, estos... curiosos e inesperados visitantes, desean entregarle unos documentos que, según aseguran, son muy importantes. Además ... ¡ja,ja,ja! (Perdone su santidad, pero la cosa es tan disparatada que no puedo evitar la risa) además vienen acompañando a un personaje llamado Guimel, del que afirman que es diablo y pide que Dios le perdone su rebelde comportamiento allá en el cielo...
-¡Oh! qué interesante -exclamó el Papa-. ¿Sois cristianos?
Samuel contestó por los cuatro:
-Verá, Santidad. Nosotros admiramos a Cristo y pretendemos conformar nuestra vida a las enseñanzas que Guimel -este diablo con aspecto de buena persona, que está a mi lado- le escuchó aquella mañana en que le estuvo tentando tras su prolongado ayuno en el desierto.
¡Portentoso! -exclamó el Papa, observando a Guimel- ¿Y estos dos señores de la túnica roja y verde?
-Son dos esforzados y celosos amigos -respondió Samuel- que sueñan con despertarse un día y descubrir un mundo esplendoroso y feliz.
-Sí -completó Don Quijote-, un mundo del que se pueda decir: "Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados... en que se ignoraban las palabras de tuyo y mío... y en donde todo era paz, amistad y concordia" -como decía el auténtico Don Quijote.
-¡Utopías! -dijo el secretario- Los probllemas del mundo real no pueden resolverse con sueños utópicos.
-Un momento, señor de la negra sotana y rojo fajín -protestó Don Quijote-, ¿Tenéis algo en contra de los sueños utópicos? Los sueños utópicos suelen ser creadores de realidades prometedoras. Lo que no es sensato es echarse a dormir al socaire de un sueño utópico, en lugar de esforzarse y estar muy despierto para mantenerlo vivo y arrollador.
-Y usted, a quien veo algo retraído -me preguntó el Papa- ¿qué opina de las utopías?
-Creo que, si tienen fundamento racional, son las que hacen progresar al mundo. Y eso que a mí no suelen beneficiarme, por mi condición de tintero -respondí.
-¿Tintero? ¿Es usted periodista?
-No. Más bien una especie de secretario observador.
-¡Ah!, como monseñor -dijo, señalando con la barbilla al cardenal-. Y bien -continuó el Papa, juntando las manos como si fuera a orar- ¿cuáles son esos documentos de que me habláis?
Samuel sacó los brazos fuera de la capa, los levantó y mostró el relicario en su mano derecha y el botellón en la izquierda.
-Acepte, le ruego, Santidad, este modesto obsequio que le traemos. Vino moscatel, de tierras gaditanas, que enciende fuegos de colores en la mente y el corazón -dijo, poniendo el botellón sobre la mesa-. Y este relicario con las revelaciones que el diablo Guimel me hizo una madrugada del año 1514.
Samuel se acercó al Papa y le entregó el relicario.
-Gracias, amigo -contestó el Papa observando el artístico relieve del estuche-. Sin duda es una joya arqueológica de más de quinientos años. Estoy impaciente por leer su contenido.
Tomó el Papa el relicario con ambas manos, colocó las yemas de sus dedos en el borde de la tapa y presionó fuertemente. El relicario se abrió, quedando al descubierto el rollo de hojas manuscritas. Luego el Papa se acercó a la mesa y tomó asiento en el centro del largo lateral. Junto a él se sentó el cardenal secretario. Nosotros lo hicimos frente a ellos.
Tras examinar atentamente las hojas, el Papa rogó a Samuel que las leyera en voz alta.
Samuel, antes de iniciar la lectura, comentó algo sobre su vida juvenil: las difíciles circunstancias que rodearon tanto a él como a sus padres por el hecho de ser judíos; su estancia en el convento, en donde Guimel le dictó el contenido del manusscrito; y su huida del puelo de las murallas, perseguido por la Inquisición.
Después leyó el manuscrito con voz firme aunque, en determinados momentos, no pudo evitar que la emoción quebrara su vibrante entonación.
Desde el principio hasta el final de la lectura, el cardenal dio muestras de desaprobación, sorpresa y disgusto, reflejadas en la tensión de su semblante y gestos airados. El Papa, en cambio, parecía disfrutar con nuestra presencia y la novedad de aquellas curiosas revelaciones.
Terminada la lectura, el cardenal se puso de pie y, con forzada sonrisa y peor disimulada superioridad, manifestó su juicio sobre el texto leído.
-Me parece -sentenció tajante- una lamentable pérdida de tiempo la que acabamos de padecer (aparte de una falta de respeto a nuestra santa Iglesia, auténtica depositaria de la revelación divina), escuchando esa sarta de fantasías, cocinadas en las marmitas calenturientas de alguna mente desquiciada.
-Perdone su eminencia, señor cardenal secretario -intervino Samuel-. Como antes he manifestado, yo fui judío ferviente, hasta que, a mis veinte años, me di cuenta de que el Mesías, anunciado por nuestros profetas, era realmente Jesucristo. Y Jesucristo dejó muy claro qué es lo fundamental y qué lo accesorio, qué lo aceptable y qué no, tanto en la religión judía como en cualquier otra. Por eso deseé hacerme cristiano, por la simplicidad y racionalidad de su doctrina. Pero, cuando llegué a conocer más a fondo el cristianismo de la iglesia institucionalizada: la complejidad de sus doctrinas, preceptos y ritos, su intransigencia e intolerancia contra los seguidores de otras religiones, me sentí defraudado y desistí de mi propósito. A mis quinientos años entré en un monasterio, porque noté un viento renovador y una sincera búsqueda del auténtico mensaje de Jesús en gran parte de sus seguidores...
-¿Qué? ¿Crees más digna de crédito la interpretación del mensaje de Cristo, hecha por un diablo mentiroso, que la respaldada por el magisterio infalible de la Iglesia y sus teólogos?
-Una cosa tengo clara, señor cardenal -repuso Samuel-. Dios me ha dotado de una razón para que con ella trate de alcanzar la verdad. Estoy persuadido de que Él no me va a pedir cuentas de misterios y realidades que sobrepasan mi entendimiento, pero sí de las que son necesarias para comportarse rectamente en la vida y son asequibles por mi razón. Y la versión que del mensaje de Jesús nos da Guimel me parece muy razonable.
-Afortunadamente -sostuvo dogmático el cardenal- la verdad es una sola y está en poder de la Iglesia católica. Ya lo dijo Cristo: "Y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella."
-Y usted, pequeño secretario -me preguntó el Papa, muy sonriente- ¿qué opina de este asunto?
-Bueno... -titubeé, rascándome la cabeza- Mis juicios son bastante asépticos, y más en el tema religioso. Creo que la religión auténtica, en el ser humano, no puede confundirse con una afición, inclinación o título adquirido accidentalmente. Por eso no acabo de entender lo de ser budista, mahometano, cristiano, judío, etc., como religiones fundamentalmente distintas. Creo que las diferencias entre ellas son sólo accidentales. El hombre posee una razón que le dicta las reglas para comportarse correctamente en la vida, tanto como ser individual o como miembro de una sociedad. El sentimiento religioso, si es auténtico, jamás podrá desunir y enfrentar, sino todo lo contrario.
-Una opinión muy discreta y razonable la de mi compañero Tinterico, que yo aplaudo y compartiré siempre -declaró entusiasmado Don Quijote.
-Y, aparte de esas "revelaciones" ¿qué más tiene que añadir el señor Guimel? -preguntó el Papa.
-Verá, Santidad, -comenzó diciendo, muy modosito, Guimel-. Tras dialogar con Jesús en el desierto, me propuse espiarlo y estar cerca de Él, observando lo que hacía y escuchando lo que decía. Me empapé de su mensaje y su plan sobre los seres humanos: implantar en el mundo el reino de Dios, lo que simplemente significa que Él reinará en el mundo como Padre que es, y sus hijos se amarán como hermanos que son. Viviendo en paz y armonía, regidos por la recta razón.
Yo estoy arrepentido de mi estúpida rebeldía, y quiero demostrar mi arrepentimiento, haciendo lo que esté a mi alcance para que el proyecto de Jesús llegue a ser realidad. Por eso propongo a su Santidad demostrar que, aplicando la recta razón, el mundo se transformará en un paraíso. A cambio sólo pido a su Santidad que, como representante de Cristo en la Tierra, perdone mi pecado de rebeldía.
-¿Y cómo realizarás esa demostración? -preguntó el Papa.
-Mire -dijo Guimel señalando al televisor de la librería-. A través de la pantalla de ese televisor podrán ustedes seguir el proceso de transformación del mundo que yo y mis amigos vamos a provocar; aunque lo haremos en una Tierra virtual, réplica exacta de ésta real.
-De acuerdo -aceptó el Papa-. Observaremos la pantalla, comprobaremos la eficacia de ese método novedoso y ya decidiremos qué determinación tomamos. Id en paz.

Salimos precedidos del cardenal secretario. Subimos en la barca, mientras Guimel dictaba a Don Quijote, en voz baja, la orden que debía formular a la janua-témporis : "Llévanos, de inmediato, al mundo angelical, hasta el mar del polvo virtuoso."
La barca giró sobre sí misma, como un tornado, y ascendió a las alturas. En un instante, tal como en la anterior incursión al más allá, cruzamos el universo y nos adentramos en el mundo angelical, descubriendo nuevas e insondables maravillas que no daban descanso a nuestro asombro.
En nuestro vuelo llegamos hasta un lago inmenso, rodeado de una extensa pradera, alfombrada de reluciente hierba. Una tibia brisa rizaba la cristalina e incolora superficie del lago. Guimel dio unas palmaditas en el borde de la barca que, en seguida, aminoró la marcha, yendo a posarse suavemente sobre la hierba. Saltamos fuera, excepto Guimel que se quedó dentro de la barca. A lo lejos veíase una interminable procesión de ángeles, volando a poca altura del lago, que besaban sus aguas impolutas, como sedientas y cándidas golondrinas.
-Este es el lago del polvo virtuoso -dijo Guimel-. Voy a llenar la barca sin dilación, ya que es mucha la tarea que nos queda por realizar.
-¿Pero dónde está el polvo? -preguntó Don Quijote.
-Dentro del lago -dijo Guimel-. Su contenido no es agua, sino polvo. Un polvo sutil, incoloro y transparente, que tiene la propiedad de eliminar toda inclinación perversa. Los ángeles lo frecuentan para mantener su mente y voluntad clara y libre como el viento. Esperadme aquí que voy a entrar en el lago con la barca, para llenarla de polvo virtuoso.
Y tras taconear ligero, como folclórica inspirada, Guimel saltó con la barca, hundiéndose en el polvo. En seguida emergió a la superficie y volvió con la barca a la pradera.
-La he llenado, hasta el borde, de polvo virtuoso -dijo Guimel-. Subid y marchémonos a toda pastilla, antes de que se aperciban los ángeles.
-Es fantástico -dijo Don Quijote-. El polvo no se ve, pero se siente, pues estoy notando un agradable cosquilleo de cintura para abajo.
-Eso no es nada -explicó Guimel-. En seguida vais a experimentar sus prodigiosos efectos en vuestro espíritu. Y ahora, amigo Don Quijote, ordena a la janua-témporis que nos lleve rápido a la copia virtual de la Tierra.

Así lo hizo Don Quijote y, durante el breve minuto que duró el viaje, Guimel nos resumió su proyecto:
-El planeta Tierra comprende 247 países, unos más grandes y otros más pequeños, pero no importa. Sobre el cenit de cada uno de ellos, arrojaremos cuatro puñados de polvo virtuoso. Yo lo lanzaré hacia el norte, Samuel hacia el sur, Don Quijote hacia levante y Tinterico hacia poniente. Sus efectos serán inmediatos. El ser humano adquirirá una visión clara de lo que es conforme a la razón y lo que no lo es. Sentirá un gran placer realizando lo correcto y un gran dolor y pesar actuando incorrectamente.
-¿Y qué orden de países o estados vamos a seguir en la distribución del polvo virtuoso? -pregunté.
-Comenzaremos por el Vaticano. Luego Italia y demás estados europeos, a excepción de España. Después continuaremos con los países de África, Asia, Oceanía, América del Sur y América del Norte. Y, por último, España. Pero, prácticamente, el polvo será esparcido por todos los estados en cuestión de segundos.
-¡Comencemos en buena hora! -dijo Don Quijote, mientras mandaba a la janua-témporis que hiciera el recorrido indicado por Guimel, siguiendo un orden de proximidades dentro de cada continente.
Fue una experiencia inédita. A la hora del ángelus, la voz de plata de una campana marcó el inicio de nuestra actuación. En un instante, inimaginablemente pequeño, la barca voló hasta el Vaticano (en la Tierra virtual, claro). Recorrió el perímetro del mismo, yendo a colocarse en su centro geográfico, diez metros por encima del punto más elevado del pequeño estado. Desde aquella altura, lanzamos los cuatro puñados de polvo virtuoso, con absoluta sincronización. Guimel botaba en la barca, entusiasmado. Don Quijote disparaba al aire, además del polvo, versos amorosos, a los que Samuel respondía con otros en hebreo, en un floreado duelo poético. Yo era todo ojos y oídos, ávido por no perder el menor detalle de nuestro insólito viaje por aquel mundo virtual, réplica exacta de nuestra Tierra.
El recorrido por cada país fue desgranándose al ritmo de las nítidas y pimpantes notas de la Marcha Turca de Mozart, que llegaban hasta nosotros como trallazos de plata, desde algún piano alpino. Curiosamente, cuando recorrimos el contorno español y lanzamos el polvo virtuoso, dejamos de escuchar el misterioso piano.

-¿A dónde vamos ahora? -preguntó Don Quijote.
-El polvo virtuoso ya ha debido de esclarecer las mentes y caldeado los corazones de todos los humanos. Vamos, rápido a la plaza de San Pedro.
Cuando la sobrevolábamos, nos sorprendió ver en ella una gran muchedumbre, con ropajes de las más variadas culturas. Fuimos descendiendo, lentamente, hasta posarnos en el reducido espacio que un monje budista había dejado libre, cerca de la columnata, al ausentarse para ir a comprar una coca-cola. El grupo de monjes nos saludó en bloque, muy sonrientes todos. Uno de ellos llegó a darnos un par de besos. Se veían representantes de muchas religiones. Los jefes supremos de cada una de ellas se hallaban sentados ante el estrado de la silla del Papa. La gente se mostraba afectuosa y feliz.
El Papa se puso de pie y levantó los brazos. Luego los cruzó sobre el pecho en un gesto amoroso. Se hizo el silencio y el Papa inició su discurso:
-Gracias sean dadas a Dios Padre, porque ha llegado el gran día soñado por Jesús y por todos los representantes de las distintas religiones. Hoy nos hemos dado cuenta, por fin, de que todos creemos en la misma verdad fundamental: que Dios es nuestro Padre, que todos somos hermanos, y que debemos vivir conforme a las normas universales grabadas por Él en nuestra razón. Hoy nos hemos dado cuenta de que las diferencias entre las distintas religiones son accidentales y no deben separarnos. ¿Qué más le da a Dios que los de una religión crean que Él tiene forma distinta a la que creen los de la otra y que le llamen el ápeiron, el absoluto, o lo que se les ocurra a los humanos? Es triste que hayan existido guerras, odios y persecuciones, por creencias de las que nadie entiende nada, ni siquiera los más eminentes teólogos. Es bueno que cada pueblo manifieste sus sentimientos religiosos conforme a su propia cultura y tradiciones. Lo importante es que todos coincidamos en la creencia fundamental, antes indicada. ¿Cómo es posible que, durante miles de años, hayamos estado tan ciegos, con lo fácil y atractivo que es realizar el bien y lo racionalmente correcto?

La plaza de san Pedro era una conmovedora demostración de amor y unidad entre los distintos pueblos, razas e ideologías. La gente aplaudía al Papa, cantaba, se abrazaba y bailaba con las manos unidas.

-¿Qué os parece -dijo Samuel- si nos damos un garbeo y comprobamos si la buena disposición observada aquí, se ha instaurado también en el resto del mundo?
-Me parece perfecto -aprobó Don Quijote-. Así podremos dar un empujoncito, a los indecisos en avanzar por el camino real del sentido común.
-No creo que sean necesarios nuestros empujoncitos -dijo Guimel-. El polvo virtuoso nunca falla.

Inglaterra fue el último país europeo que visitamos. Fue delicioso contemplar a la reina Isabel rapeando en el parque, con la visera de la gorrita en la nuca, coreada por un grupo de musculosos inmigrantes negros. Y a los príncipes de Gales montados en sus caballos, tratando de aprender las cabriolas que Don Quijote hacía sobre un caballo salvaje, escapado de un circo.
Inflados de orgullo nos hicimos al océano en la barquilla de Guimel. Don Quijote, iba enhiesto sobre el borde de proa, con los brazos en cruz, tras haber dado orden a la janua-témporis de que nos llevara a Miami. Antes de que finalizaran los nostálgicos compases de la canción de Titánic avistamos la playa. Nos llamó la atención una numerosa concentración de bañistas, en torno al tablao montado junto a un chiringuito. Los veraneantes aplaudían frenéticos a un cantante, que saltaba sobre la tarima, enderezándosele los tirabuzones como espárragos trigueros.
-¿Pero no es ese David Bisbal? -exclamé entusiasmado.
-Es verdad. ¡David, paisano! -gritó Samuel, agitando la capa y saltando fuera de la barca- ¡Somos españoles!
-¡Bravo por el pequeño David, vencedor del Goliat americano! -voceó Don Quijote.
-¡Hurra, hurra, hurra! -le aclamó Guimel- ¡Por fin las batallas se ganan cantando!
Bisbal, al vernos y oírnos, saltó fuera del tablao y se acercó a abrazarnos, sin dejar de cantar. Los veraneantes aplaudían el número que habíamos improvisado.
-¡Esto es increíble! -repetía David, besándonos y palmoteándonos- ¿Y habéis cruzado el Atlántico en esa cascarilla?
-¡Claro, hijo -dijo Don Quijote- que se note que descendemos de marineros intrépidos como Elcano, los hermanos Pinzones, Cervantes, Ramón Bonifaz, Churruca, Istolacio e Indortes...!
-¿Ésos también? -preguntó Bisbal sin esperar respuesta- ¿Y cuál es el motivo de tan arriesgada travesía?
-Porque, aparte de que somos fans tuyos -explicó Samuel- queremos saber si, últimamente, has observado algún cambio en la vida de los estadounidenses.
-¿Algún cambio dices? ¡Ja, ja, ja! Macho, no sé qué ha pasado por aquí. A mí mismo no me conoce ni la madre que me parió.
-¿Y eso? -pregunté curioso.
-Basta con deciros que antes cantaba por dinero, y ahora no cobro nada. Todo el mundo trabaja en lo que le gusta, de forma gratuita. Nadie cobra nada por su trabajo, pero a nadie le falta nada que necesite.
-¡Maravilloso! -exclamó Don Quijote- Por fin hemos vuelto a la edad dorada.
-¿Y qué más queréis saber? -preguntó David.
-Quisiéramos comprobar por nosotros mismos -precisé- la transformación del país en todos sus aspectos. Visitar las personas, centros, organismos y elementos más relevantes en este cambio.
-Eso está hecho, amigos -dijo David.
Sacó del bolsillo el móvil, pulsó un botón y, de inmediato, vimos avanzar, zigzagueando por entre los bañistas, un ultramoderno deportivo, descapotable, rojo llama, con alas en los laterales y un amplio espacio trasero para equipaje. El coche, sin conductor alguno, se detuvo ante David, quien nos invitó a montar la barca en la parte trasera y a nosotros a ocupar los asientos.
-¿Qué os parece? -dijo David- Este es el coche que TAIS me ha asignado.
-¿TAIS? -preguntamos a coro.
-Sí -contestó David- es el centro operativo que asigna a cada uno de los habitantes estadounidenses lo que, por derecho, le corresponda. Ya tendréis ocasión de verlo. Ahora nos daremos una vueltecita por los feraces campos americanos.
-¡Qué coche tan futurista! -alabó Don Quijote, mientras corríamos por la autopista a 200 kilómetros por hora- ¿Y las alas para qué le sirven?
-Como veis, es un coche con absoluta autonomía. Yo me limito a indicar, sobre el plano de la pantalla del cuadro de mandos, el punto a donde quiero dirigirme y si prefiero hacerlo por tierra, mar o aire.
-¡Qué adelantos! -dijo Guimel, mirando de reojo a su barquilla- ¿Y qué combustible consume?
-Agua marina -contestó David-. Cuando el nivel de agua baja a la reserva, el coche vuela a la costa más cercana, o bien a la estación de servicio.
-Entonces -preguntó Samuel- ¿ya no existen los graves problemas que antes planteaban los automóviles?
-En absoluto. Ni los coches ni nada. Podemos decir como de la primavera: "La bonanza plena ha venido y nadie sabe como ha sido." El país se ha transformado en un abrir y cerrar de ojos. Simplemente al realizar, todos y cada uno, lo que la recta razón nos dicta. Los científicos, ingenieros, inventores y tantas mentes prodigiosas, resuelven los problemas definitivamente, gracias a que no existen ya intereses particulares de organismos poderosos. Y ahí está el resultado -dijo David, palmoteando el salpicadero con una mano, y levantando la otra por encima de nuestras cabezas-: los coches ya no ensucian el aire. Nadie se mata con ellos. Las colisiones son imposibles, por la fuerza repelente de que están dotados. Además, en caso de emergencia, el coche salta y vuela como una libélula.
-¡Caramba, cómo han cambiado las cosas! -exclamó don Quijote- Si mi amigo Sancho y yo hubiéramos tenido este artefacto cuando caminábamos por la Mancha en busca de aventuras...
-No exagero lo más mínimo -dijo David-. Mirad esos campos cubiertos de árboles, de extensos sembrados, maizales, viñas, huertas... Antes era un desierto. Pero ahí está la fuerza y eficacia de la cooperación. Todos hemos sentido la necesidad y el impulso a colaborar. Hemos trabajado repoblando de árboles y plantas los campos. En compensación, el clima mismo se ha enderezado. Ahora llueve con mayor regularidad y ponderación, y lo mismo ocurre con las demás manifestaciones meteorológicas.
Llegamos hasta Las Vegas y encontramos el acostumbrado ambiente festivo de casinos, espectáculos, restaurantes, discotecas, etc., del que la ciudad tiene fama.
-Pues parece que aquí no ha llegado el cambio -comentó Samuel.
-Aunque no lo parezca -dijo David- también se ha producido.
-¿Es que ahora -ironizó Samuel- juegan a la oca en los casinos?
-Divertirse no es malo -comentó David-. La gente, ahora, lo hace sin cometer excesos, ni con obsesivo afán de enriquecerse, ni perseguir el placer sin tino. Lo que ha ocurrido en U.S.A. es increíble. Ahora todos, jóvenes y mayores, se guían por la razón, el respeto y la solidaridad.
-Según eso -dije- muchas ocupaciones e instituciones se habrán vuelto innecesarias.
-Por supuesto -contestó David-. Todas las que tenían como objetivo la represión o disuasión de conductas equivocadas; las propias de los maleantes y delincuentes; las destinadas a paliar los efectos perniciosos de comportamientos erróneos y malévolos; y tantas otras.
-Por lo que nos comentas -dijo Guimel, entusiasmado- creo que los que vivís en U.S.A. tenéis motivos para sentiros dichosos.
-Y para cantar y bailar -añadió David.
Y encaramándose en el asiento, dio un triple mortal trenzado, mientras hacía gorgoritos, jaleado con los rítmicos y espontáneos claxonazos del coche y nuestros olés y palmoteos flamencos.
Así estaba el ambiente, cuando a Don Quijote se le ocurrió, en el frenesí del improvisado tablao, dar la orden a la janua-témporis de ir a visitar al presidente Bush. El coche, obediente y preciso, voló como un meteorito, plantándose en un "aquí me pica, aquí me rasco" ante la puerta de la Casa Blanca.
David Bisbal salió del deportivo, bailando y tarareando Suspiros de España, secundándolo nosotros con malas voces, pero buena voluntad.
El presidente y su señora aparecieron en la puerta, risueños y moviéndose al ritmo del pasodoble. Nos invitaron a entrar en el salón. Nos sirvieron unos refrescos y, en un ambiente distendido y afectuoso, tanto Bush como su señora nos manifestaron lo mucho que apreciaban y admiraban a España y a los españoles.
Bisbal les explicó el motivo de nuestra visita: nuestro interés por conocer, de boca del presidente, si pensaba realizar algún cambio en la política que hasta ahora venía observando.
-Como bien sabes, joven Bisbal, ya que vives en nuestro país -contestó el presidente-, afortunadamente y gracias a Dios, el mundo y sobre todo los humanos, hemos dejado de comportarnos estúpidamente. La razón se ha impuesto sobre la sinrazón y la fuerza. Todo el mundo, y nosotros los primeros, la hemos acatado hasta sus últimas consecuencias.
-David -explicó Samuel- nos ha mostrado algunos de los prodigiosos cambios producidos en U.S.A. Ahora lo que nos gustaría conocer, en líneas generales, es cómo se las arreglan ustedes para conseguir, de forma rápida, justa y eficiente, la administración de una población tan numerosa y variada, como hay aquí.
-De la manera más sencilla -contestó el presidente-. Nuestros sabios ingenieros han ideado y puesto en marcha un complejo de sofisticados aparatos, reunidos en un gran edificio de vidrio y acero, denominado TAIS (siglas de las palabras que lo definen). Cada población del país cuenta con un TAIS. Su misión es facilitar al ciudadano cualquier información que precise para organizar su vida, y resolverle cualquier tipo de problemas como individuo y como miembro de la sociedad.
-¿Cómo? -exclamó Samuel- Según eso, supongamos que yo soy un ciudadano de Washington y no tengo trabajo, ni vivienda, ni estudios, ni mujer, ni, por supuesto, dinero alguno. ¿Qué tendría que hacer?
-Si fueras ciudadano de U.S.A., se supone que tus datos personales se hallarían en los archivos del TAIS, incluso tus huellas dactilares. Tendrías que acudir al TAIS de tu población, colocar las yemas de tus dedos sobre la placa identificadora y escribir en la pantalla la necesidad que precisas remediar. Por ejemplo, si necesitas vivienda, lo indicarás en ella. Automáticamente, la máquina te entregará un título que te dará derecho a ocupar la vivienda que en el mismo se detalle.
-Ya os lo decía yo, ¡esto es increíble! -repetía David, sacudiendo la cabeza de un lado para otro, con tal rapidez que los tirabuzones se le estiraban y encogían como serpentinas de carnaval.
-Y si uno enferma ¿qué puede hacer? -pregunté yo.
-La misma operación. Va al TAIS y, por el simple contacto de sus dedos con la placa identificadora, la máquina detecta el mal que padece; le expide el diagnóstico, el tratamiento adecuado y, si lo precisa, el hospital en que deba ser ingresado.
-Y si un honrado ciudadano sufriera un injusto atropello de parte de algún malandrín facineroso? -inquirió Don Quijote.
-¡Je, je! Eso no puede ser -aseguró Guimel-. En la nueva etapa, es la recta razón la que marca la conducta a seguir, y el anhelo de realizar el bien empujará a la voluntad a perseguirlo de forma indefectible.
-Así es -dijo el presidente-. Ya no hay delincuentes.
-¡Qué bien! -aplaudió Don Quijote- ¿Y a qué van a dedicarse, ahora, los militares y policías?
-Las fuerzas armadas y todo lo relacionado con ellas son ya un capítulo de la historia pasada de la humanidad. Todo ese personal se destinará a actividades pacíficas y solidarias.
-Y, respecto a la política exterior, ¿cómo piensan en U.S.A. resolver, ahora, las diferencias, tensiones y reivindicaciones con los países enfrentados? -pregunté yo.
-Con nuestro plan de ayuda y cooperación -contestó el presidente-. Aparte del reconocimiento de los legítimos derechos de cada país, con la generosa y sobreabundante aportación e intercambio de bienes y servicios entre los distintos estados, todas las economías se equilibrarán. La paz internacional quedará asegurada.
-Esto hay que celebrarlo, señor Bush -dijo David, colocándose de un brinco sobre la gran mesa del salón, entonando la canción de "Bulería, bulería".
Nosotros saltamos de los asientos y nos pusimos a corear a Bisbal, moviéndonos al ritmo de su canción. Cumplido nuestro propósito, nos despedimos del presidente y su señora, y los dejamos bailando con Bisbal que nos lanzó varios besos voladores.

Montamos en la barca y, tras pronunciar Don Quijote la orden de marcha, salió disparada rumbo a España. Volábamos pletóricos de satisfacción, especialmente Guimel que no cesaba de reir y canturrear cantinelas de otras épocas y culturas.

Cuando aterrizamos junto al estadio Santiago Bernabéu, nos sorprendió una algarabía de manifestantes, que gritaban, ondeaban pancartas, rompían escaparates, volcaban coches, doblaban farolas, arrojaban hortalizas y cuanto tenían a mano, protestando a coro contra la insoportable situación del país... Al parecer, en España se habían agudizado, repentinamente, los problemas. Los inmigrantes se habían marchado a sus respectivos países, al grito de "¡mariquita el último!", ante las pasmosas noticias de la recien instaurada prosperidad en los mismos. Por el contrario, en nuestros pueblos y ciudades, el caos reinaba por doquier.
-¿Pero qué ha pasado en España? -gritaba Guimel, llorando a moco colgando, después de que un cojo enfurecido la tomara con su barca y la hiciera astillas, a golpe de muleta.
Ni Samuel, con sus buenas razones, ni Don Quijote, con sus brincos y vozarrones amenazadores, consiguieron apaciguar a aquel disminuido energúmeno.
Pasamos junto a un restaurante, en el que un grupo de empresarios estaba reunido para analizar la situación del país, mientras daban cuenta de una suculenta comida. A través de una de las ventanas, escuchamos su conversación.
-Lo que está pasando en el mundo es de risa -comentaba uno de ellos-. Estamos ante una epidemia de locura colectiva. A los extranjeros les ha dado, ahora, por el pacifismo y comunismo de merengue. Es el momento de aprovecharnos de ellos, pues están como tontos y no se enteran de nada. Hay que organizar caravanas de camiones, barcos y aviones a los paises ricos en petróleo y otras materias primas, y birlarles cuanto podamos. Tenemos que actuar rápido, porque este sarampión debe de ser pasajero.
-Y lo más gracioso -añadía otro- es que, según dicen ellos, el motivo de la prosperidad de que gozan, no es otro que el haber descubierto y puesto en práctica la voz de la recta razón. ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, que se me revienta la próstata de risa!
-Y de bajar los precios de las hipotecas y demás productos del mercado -decía un tercero-, nada de nada. Y, menos aún, aumentar los sueldos. ¡Defendamos el capitalismo, nuestra gran conquista!

-¿Cómo es que, en España, no ha dado resultado el polvo virtuoso -preguntó Samuel a Guimel- siendo el país en donde más polvos hemos echado?
-Esto me huele a sabotaje -susurró Guimel mirando, de reojo y muy mosqueado, al gordo cocinero de madera que, con sonrisa de oreja a oreja, invitaba a pasar dentro del restaurante mostrando los precios del menú.
-Dinos, Carlitos -le rogó Don Quijote-, quién ha osado sabotear nuestra operación, porque, aunque haya sido el mismísimo Caraculiambro, juro por todos mis antepasados, machacarlo en un almirez y sepultarlo en los más profundo de la cueva de Montesinos.
-¡Ooooooh, qué miedo me dais, caballero Don Quijote, vos y vuestros amigos; especialmente ese diablo chaquetero y mariposón. ¡Ja, ja, ja! -dijo, riendo, el cocinero retaco, con gran sorpresa nuestra.
-Conozco muy bien tu voz arrogante, Asmodeo -dijo Guimel, encarándose con él-, desde antes de abandonar el mundo angelical. ¿Hasta cuándo persistirás en tu rencoroso afán de joder a la humanidad?
-¡Vaya! Veo que te ha molestado mi intervención, chafándote tu plan ilusorio de implantar el orden y el juicio en este mundo irracional. Pues sí, querido, yo y mis ingeniosos diablos españoles hemos impedido que los polvos virtuosos recayeran sobre mis incondicionales seguidores hispanos. Cuando descubrimos vuestro jueguecito con los polvos de marras, los diablos ibéricos, de pata negra, extendimos un velo transparente -adquirido en las rebajas del mercadillo- sobre todo el territorio español, impidiéndole el paso al polvo y a sus maravillosos efectos. ¿Qué pretendías? ¿Ganarte unas blancas alitas de ángel, a cambio de convertir el mundo en un inmenso convento de ursulinas? No. El mundo nunca será un paraíso.
-Sí, es verdad -contestó Guimel, visiblemente abatido-. Soy un iluso. Perdonad, amigos, que os haya hecho perder el tiempo y despertar en vosotros hueras esperanzas. El mundo seguirá girando, y el hombre seguirá tratando de reconquistar la racionalidad, a trancas y barrancas, luchando cada día de su vida con el entorno difícil y hostil que le toque en suerte, pero ahí precisamente radica su grandeza. Y yo seguiré siendo un pobre diablo. Adiós, amigos.

Y, dicho esto, Guimel desapareció de nuestro lado. El cocinero de madera no volvió a decir esta boca es mía. Los empresarios se pusieron a bailar la danza del Chiquilicuatre. Los manifestantes se calmaron y se fueron a su casa con las pancartas bajo el brazo. El mundo volvió a su rutina diaria. El Papa y el cardenal secretario se rieron comentando su disparatado y coincidente sueño. Y nosotros, silenciosos y algo tristes, emprendimos el retorno a la cabaña de la playa, enfundados en los bolsillos de la capa de Samuel. "

Adiós, Toby, que te lo pases muy bien este verano. Hasta el próximo mensaje. Tinterico.


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