¿Qué es eso que se oye? - (Capítulo I)

sábado, 28 de abril de 2012





   Son las nueve de la mañana del 18 de febrero de 2012. Las campanas del santuario, con sus limpios sones, hacen vibrar el aire, rizando la fina piel del mar, azul y transparente, mientras caminamos por la playa bajo las caricias de un sol tibio y amoroso que invita al diálogo.
 -¿Qué es eso que se oye? -pregunta Samuel, deteniéndose un momento y paseando, lentamente, la mirada escrutadora a lo largo del magnífico cielo, transparente y azul, que se alza sobre nosotros.
 -Las campanas -responde, categórico, Don Quijote.
 -No, no es eso. Es... como un viento.
 -¿Como un viento? -pregunto yo extrañado- No lo parece. Tenemos una mañana impropia de febrero. Primaveral.
 -Sí, pero... -continuó Samuel tras una breve pausa- Esta noche he dormido poco y quizás ese viento sólo esté dentro de mi cabeza. Me ocurre a menudo. Sin saber cómo, surge en mi mente alguna cuestión manida, cansina, vieja como yo, pero que no acabo de comprender. Son preguntas que todo el mundo se hace y que la mayoría espanta rápido de su cabeza, por considerarlas candideces infantiles o chocheces seniles.
 -¿Como qué? -pregunto yo, muy curioso, por saber si coinciden con las mías.
 -Por ejemplo, que el espacio es infinito es obvio. Entonces me da por imaginar una carretera sin principio ni fin, por la que podría caminar eternamente. Es una verdad que me produce inquietud y confusión, pues, aunque no sería muy largo el camino que este cuerpo mío pudiera recorrer, mi espíritu, en cambio, me asegura que él sí podría.
 -Tienes razón -aprobó Don Quijote-. Yo también suelo enredarme en esas telarañas mentales.Ha habido noche que me he pasado partiendo una torta, mentalmente, en dos mitades, y cada una de las dos mitades resultantes en otras dos mitades, y así sucesivamente. Rendido y asombrado, acepto, antes de dormirme, que, por muy microscópica que sea la mitad resultante, siempre queda algo de de la misma naturaleza que la tarta madre. No entiendo cómo se compagina la finitud de la materia con la infinita división de sus partículas.
 -A mí -dije yo- la cuestión que suele desvelarme, no sé si por mi condición de tintero, es el hecho de la autoconciencia. El sentirme mí mismo. Es algo que, por lo que observo en los demás, es aceptado como la cosa más natural del mundo. Nadie se extraña de tener conciencia del propio yo, de darse cuenta de que es su yo, y no cualquier otro, el que anima ese cuerpo o cosa en que él anida. A mí, en cambio, me produce vértigo y orgullo la conciencia de que mi yo existe, aun dentro de un humilde tintero. Sí, porque, no veo ninguna necesidad lógica, física, metafísica, ni de ningún género, que exija la existencia de mi yo. Lo que me refuerza en mi convicción de que el yo de cada uno es un espíritu hecho ex profeso, gratuita y generosamente por el Espíritu Supremo.
  -Sí, amigos, hemos sintonizado los tres a la perfección -alabó Samuel, estrechándonos contra su cuerpo humano.

    De pronto, veo que mi broche transmisor-receptor relampaguea.
   -Un momento -les digo, mientras aprieto el sensor del broche-. Alguien desea comunicarse con nosotros.
  -Hola, amigos, ¿cómo estáis? -nos saluda una voz pausada, con acento extranjero- Yo soy y no soy Rodrigo Rebollo, catedrático de filosofía en Madrid, aunque antes que nada soy emisario del más allá, cosa que espero aclararos personalmente, si aceptáis mi invitación de reunirnos, hoy mismo, aquí en mi casa. Contacto con vosotros porque, según he comprobado a través de mi oropendolino, sois los destinatarios más idóneos para recibir la preciosa información que quiero confiar al mundo, por vuestras peculiares características y porque he descubierto vuestra inequívoca y firme intención de manteneros siempre orientados hacia el norte de la razón.
  -Escuche, señor "repollo" -dijo Don Quijote, acercando su boca a mi broche receptor-. Reconozco que se expresa como un libro abierto, pero no entiendo "ni papa" de lo que dice sobre su identidad, sus intenciones y su "perindolino" ese con el que nos ha localizado. ¿No se habrá equivocado de destinatarios?
  -Perdona, amigo, ¿cuál es tu nombre? -preguntó Rodrigo Rebollo.
  -De momento, llámeme don Alonso, si no tiene inconveniente -le sugirió Don Quijote.
  -Encantado, don Alonso. El hecho de contactar con vosotros de forma exitosa me demuestra que mi oropendolino ha acertado en la elección de los destinatarios de mi precioso mensaje. Comprendo tu impaciencia por conocer mi entidad, el contenido de mi mensaje y el medio de transmisión para hacerlo. De todo eso y mucho más os daré sobradas razones. Habréis de saber que conozco muy bien, mediante mi oropendolino, las múltiples e increíbles aventuras en las que, a menudo, os habéis metido. Os felicito por vuestros éxitos, los cuales me dan pie y confianza en que no vais a hacerle ascos a esta otra empresa que, ahora, yo os propongo, tanto más que, con la que está cayendo, no está la cosa para remilgos.
  -Siento, señor "repollo", tener que advertirle -amonestóle Don Quijote-, que yo tuve un compañero, llamado Sancho, que el hombre se extendía y aproximaba tanto a los cerros de Úbeda que hube de llamarlo al orden en más de una ocasión. Lo que le hago saber sin ánimo de tacharle, docto señor, de cansino y duerme liebres, sino para que abrevie en su discurso al máximo.
  -Lo tendré en cuenta, don Alonso -aceptó con tono sumiso y educado don Rodrigo-.Por mi parte y con mi mejor intención, quisiera aclararle, a los efectos oportunos, que mi apellido es Rebollo y no "repollo". Dicho esto, procedo a informaros, lo más escuetamente posible, de lo siguiente. Aprovechando el desfile de carnaval, programado en Madrid para hoy sábado, 18 de febrero, a las 19´30, la comunidad china ha anunciado que también ellos piensan participar en el evento, para mayor realce de sus festejos con motivo del año nuevo del Dragón, según el calendario chino. Y, a mi juicio, creo que el momento y lugar más oportunos para nuestro encuentro es el del desfile, ¿no os parece?
 -No nos cabe la menor duda -contestó Samuel por los tres, sin convencimiento alguno-, pero siga, siga, don Rodrigo.
 -Como ya conozco los inagotables recursos de que disponéis, tengo la seguridad de que, en cuestión de breves minutos, podréis desplazaros desde donde os halléis, hasta el siguiente punto que voy a indicaros. El desfile partirá del parque del Retiro y recorrerá parte de las calles de O´Donnell, Alcalá, Cibeles, Recoletos y Colón. Yo estaré encaramado sobre un león de la fuente de la Cibeles. No tendréis dificultad alguna para identificarme, por las señas que voy a daros y que fácilmente descubriréis en cuanto me veáis. Aunque intelectual y psíquicamente no me parezco en nada al personaje Mr. Bean, colocado junto a él somos como dos gotas de agua. Llevaré puesto un traje pata de gallo, con coderas de piel marrón, camisa blanca, corbata rosa y gabardina negra.
 -La gabardina la llevará sobre el brazo, claro está -interpretó Samuel.
 -No, la llevaré puesta sobre el traje.
 -Ah -exclamó Samuel.
 -Y el principal detalle identificativo será mi oropendolino -continuó diciendo don Rodrigo Rebollo-. Ya os detallaré qué es y para qué sirve este maravilloso invento. Por ahora es bastante con que sepáis que es un recreador virtual de la realidad, un cerebro de sabiduría insondable, y que su aspecto, en estado inactivo, es la de una vasija panzuda, semejante a un orondo pájaro con pico, cola y alas cortas. El color de esos apéndices es negro. El resto de su cuerpo es amarillo.
 -O sea, un botijo cibernético -resumió Don Quijote-. ¿No es así?
 -Cuando lo veáis funcionando -respondió don Rodrigo- os asombraréis de su prodigiosa capacidad. El oropendolino lo balancearé como un péndulo para que os resulte más fácil distinguirlo. Procurad venir trajeados a tono con la fiesta que se celebra, lo que dejo a vuestro personal sentido de la oportunidad y discreción. Eso sí, os ruego la máxima puntualidad. Entre las 19:30 y las 20:00 horas deberéis estar presentes en el desfile. Así que ya podéis apresuraros en el viaje.
 -Sobre ese particular no se preocupe, señor Rebollo -dijo Don Quijote, acercando la boca a mi broche-. Si nos lo proponemos, podemos perder de vista, sin esfuerzo alguno, a cualquier rayo de luz, onda, meteoro o neutrino que se interponga en nuestro trayecto.
 -¡Vale, vale, hasta pronto entonces! -despidióse don Rodrigo, algo mosqueado.
 -Pues nada, chicos -comenté-, aventura tenemos. ¿Qué os parece si nos vamos yendo a la cabaña y nos acicalamos como es debido para desfilar por esa pasarela que nos anuncia el señor Rebollo?
 -No es necesario que nos precipitemos en los preparativos. Contamos aún con diez horas, antes de emprender el vuelo -advirtió Samuel-, que podemos aprovechar para cambiar impresiones sobre el talante de don Rodrigo y su extraña invitación.
 -¿Extraña? -protestó Don Quijote- ¿Qué tiene de extraño que don Rodrigo se apellide Rebollo, que venga del Más Allá con un botijo, mitad pájaro y mitad ordenador, para revelarnos un arcano sublime, y nos espere, sentado sobre un león de la Cibeles, en pleno desfile de carnaval y año nuevo chino de lo más castizo?
 -Es verdad, don Alonso -contestó, con sorna, Samuel-, es la cosa más normal del mundo, y soy de la opinión de que nosotros deberíamos responder con la misma normalidad por lo que se refiere al transporte y gastos añadidos hasta Madrid.
 -Sí -corroboré yo-, y más si tenemos en cuenta la crisis y sus recortes. Lo más sensato es reducir al máximo las propias necesidades y aprovechar muchos recursos que, tontamente, se desperdician por doquier. Podríamos, por ejemplo, ahorrarnos la pérdida de energías volando por los aires, si nos acomodamos en un ligero e-mail que yo mande al señor Rebollo hasta su oropendolino.
 -No es mala idea -alabó Don Quijote-, y sobre ese particular quiero destacar que mi caballo Rocinante fue paradigma de austeridad, lo que le valió llegar a ser veloz e invisible como el viento. Por lo que estoy cavilando proponer al gobierno una campaña televisiva coherente con las medidas de recortes anticrisis, en la que se muestren los virtuosos y austeros hábitos de Rocinante, en lugar del suplicio al que nos tiene habituados la tele con una publicidad que nos bombardea cansinamente, animándonos al consumo, cuando la falta de recursos o sobra de recortes nos lo impide.
 -Pero eso supondría un riesgo de hundimiento del actual sistema económico -opinó Samuel- mucho más peligroso que el del Titánic.
 -Quizás -comenté yo-. Pero también es posible que sea la ocasión de oro para cambiar de hábitos y de sistema...

    Con éstas y otras pláticas parecidas pasaron las horas tan sin darnos cuenta de que eran ya las 19:30 cuando decidimos despegar rumbo a Madrid. Nos olvidamos de la crisis y, como en otras ocasiones, emprendimos el viaje sirviéndonos de la portentosa, ultrarrápida, celeste y estrellada capa de Samuel. Él lucía, bajo la capa, traje negro, camisa asalmonada y corbata gris plata. Don Quijote y un servidor, acomodados en los bolsillones de la capa samuelina, íbamos vestidos con flamantes trajes de tunos salmantinos y capa bejarana. Eran justamente las 19:35 cuando Samuel, con la capa extendida como un parapente, planeaba a quinientos metros sobre la vertical de la puerta del Retiro, salida a O´Donnell.Desde aquella altura, la nutrida comitiva, variopinta y bulliciosa, semejaba una fabulosa serpiente de cuento oriental. Mas, conforme descendíamos, se iba transformando y escindiendo en figuras de personajes, animales, carruajes y adornos fantásticos, todos ellos sumergidos en una corriente de luz, color, música y alegre griterío, y locos por competir, como estrellas fugaces, en una mágica carrera contra el tiempo. Cuando tan sólo nos separaban veinte metros del pavimento de la calle, Don Quijote y un servidor saltamos desde los bolsillos de la capa samuelina, a riesgo de erosionar nuestra anatomía. Los tres tuvimos suerte, pues fuimos a caer sobre tres hermosas y saltarinas cabras del Himalaya, que corrían junto a otras siete, azuzadas por mozalbetes chinos, ataviados con pantalón y camisa blancos, más pañuelo rojo al cuello, como genuinos corredores de los sanfermines.
   Tanto corrían y saltaban nuestras cabras que, en menos de medio estornudo de un gato con moquillo, adelantamos diez carrozas rocieras de lo más delirante y fantasioso. Fugazmente contemplamos un tablao flamenco con estilosos bailarines y palmeros chinos; una pagoda con dos monaguillos tocando la campanilla;  una tienda de todo a un euro con oferta de embutido de harina de arroz, con exquisito e idéntico sabor al auténtico de Guijuelo... También adelantamos  figuras de personajes emblemáticos y  de feroces animales, como dragones, gusanos de seda, mandarines, limoncines, etcétera.
   Incluso llegamos a encontrarnos con una familia que, al pronto, no nos reconocimos mutuamente. El padre, con el típico gorro chino de tulipa, conducía una bicicleta con remoque de dos ruedas, en el que iba Sara, con bata blanca y blandiendo una larga jeringa que trataba de clavar a un chino, disfrazado de  enorme rata , mientras Álex y Dani se meaban de risa, saltando y lanzando serpentinas y papelines de colores. Los saludamos a grito pelado, agitando brazos y piernas, con las capas al viento, provocando que las cabras se alborotaran más aún de lo que ya estaban y saltaran como pelotas de Rafa Nadal.
   Inesperadamente nos encontramos a diez metros del monumento de la Cibeles, descubriendo al doble de Mr. Bean sobre uno de los leones, balanceando el pajarero y panzudo artefacto. Por fortuna, nuestra reacción  fue unánime y pasmosamente idéntica. Los tres dimos un fuerte tirón de barba izquierda a nuestra respectiva cabra, provocando que las tres frenaran en seco y nosotros saliéramos despedidos, yendo a caer al pie del monumento. El profesor descendió, calmoso y sonriente, con el oropendolino en la mano. Nos saludó y bromeó, regodeándose por nuestro accidentado aterrizaje e impactante atuendo.
   Las cabras siguieron su errática marcha y nosotros acompañamos al señor Rebollo hacia el aparcamiento en donde se hallaba su coche.
  -Comprendo que estéis impacientes por conocer a fondo todo lo que os insinué  esta mañana cuando hablé con vosotros -dijo mientras arrancaba el coche y salía del aparcamiento-. Para empezar os voy a revelar algo que a nadie de esta Tierra he llegado a manifestar. Yo, de Rodrigo Rebollo sólo tengo el cuerpo. El yo que se encierra aquí -dijo, tocándose el pecho- no es el de él, sino el mío propio, que nada tiene que ver con su anterior yo.
   -¡Vaya, otro caso como el de Aarón y Ricardo -exclamó alarmado Don Quijote-. A ver si va a resultar que tenemos epidemia de demencia presenil en el país y nos la van a contagiar.
   -No, no tengáis miedo -contestó sonriente don Rodrigo-. Aunque os parezca algo increíble y disparatado, existe una sencilla explicación. Mirad. Ya os dije que, gracias a mi oropendolino, yo había contactado con vosotros, ya que él había descubierto que sois los destinatarios pintiparados para recibir la preciosa información de que dispongo. ¿Por qué? Porque tú, don Alonso y tú, Tinterico, sois puros yoes, pues carecéis de cuerpo humano, que tanto complica la existencia al hombre. Y tú, Samuel, aunque sí tienes cuerpo humano, tras quinientos años de vida ascética y contemplativa, lo tienes tan domesticado y liviano como a tu propio espíritu. Tan es así que os confieso que sois más de fiar que yo mismo, aunque os parezca otra cosa.
   -Hombre, mientras no nos demuestres lo contrario y, a pesar de tu rarita apariencia, confiamos que goces de cordura y buenas intenciones -manifestóle Samuel.
   -Pues, sí, podéis estar tranquilos, que no voy a engañaros, pero es cierto que, en mi actual entidad con cuerpo prestado de Rodrigo Rebollo, mi situación es mucho más problemática que la vuestra. Y os diré por qué. Yo vine a este mundo en la madrugada del tres de octubre del pasado año 2011...
   -Así que tiene casi cinco meses -comentó Don Quijote con sorna-. ¡Vamos, vamos, no se tire pegotes, señor Rebollo!
   -Por favor -rogó don Rodrigo-, dejadme que os explique. Yo, como los demás espíritus que pueden animar a seres de este planeta, me hallaba en ese lugar que aquí llaman Más Allá, expresión, por cierto, bastante vaga. Es un lugar maravilloso, que no podéis imaginar. Los yoes que lo habitan saben muy bien que el venir a la Tierra, a nacer en un cuerpo o cosa, es libre;  pero también saben que es totalmente aleatorio el hecho de ir a parar a un cuerpo humano, animal inferior o cosa inerte. Precisamente fue ese riesgo el motivo por el que yo rehuía decidirme a nacer en la Tierra, a pesar de que, desde la perspectiva y baremo del  Más allá, es más valioso y meritorio el vivir dentro de un animal inferior o cosa inerte que hacerlo dentro de un cuerpo humano.
   -Gracias, don Rodrigo, por lo que a mí me toca -me sentí obligado a manifestar.
   -No hay de qué, pues así funciona la cosa en el Más Allá -dijo don Rodrigo y continuó relatando-: Bien, pues, como os decía, yo andaba así de indeciso hasta que, casualmente, conocí allí a un espíritu muy cultivado, de exquisitos modales, y muy aficionado a hablar de sus reflexiones sobre cuestiones metafísicas. Asistí a una de sus conferencias, pues a mí también me tiran esos temas. Quedé encandilado por la agudeza y profundidad de su pensamiento, así como por su alado verbo. Tal fue mi entusiasmo que me propuse saludarlo y felicitarlo. Él me acogió con desbordante simpatía y gratitud. Me contó que él había tenido la simpar experiencia de vivir en la Tierra como ser humano, cosa que, en su opinión, una gran mayoría de los humanos no saben apreciar lo suficiente, absortos como están por el afán del día a día, sujetos a las muchas limitaciones, circunstancias adversas y penalidades que en ella se suele padecer. "Qué lástima -me decía- que el yo de tantos y tantos seres humanos no llegue a darse cuenta de que la luz de su razón, por tenue que sea, siempre les marca el camino más apropiado para transformar la realidad de su entorno".
   Me comentó que le tocó vivir en Alemania entre el siglo XVIII y XIX,  y  que, entre otros nombres, se había llamado Federico. Yo le conté lo de mis temores a nacer en la Tierra, que escuchó con compresiva sonrisa. Hicimos amistad  y, viendo él mi interés por los temas filosóficos, me contó que, durante su vida terrestre, él se había entregado plenamente a la investigación  de los mismos, llegando a concebir un sistema explicativo de la realidad total, que expuso desde su cátedra universitaria.

   Salimos del coche y el señor Rebollo, con el oropendolino en la mano, se adelantó a abrir la puerta del hotelito. Nos mostró las distintas dependencias de las dos plantas de la casa,  amueblada y decorada con gusto clásico. Finalmente entramos en el salón, amplio y rectangular, de cuyas paredes, pintadas de color verde pálido, cuelgan acuarelas con delicados paisajes. En la parte izquierda hay una gran biblioteca, así como una mesa de escritorio, sobre la que se ven varios libros apilados, cuadernos y bolígrafos. En la de la derecha  se halla otra  mesa, más baja y de cristal, sobre la que Rebollo colocó el oropendolino. En torno a la mesa, tres sofás tapizados de terciopelo granate.
   El señor Rebollo nos invitó a sentarnos, mientras él fue a la cocina. Don Quijote y un servidor nos acomodamos en el sofá central, Samuel en el de la derecha. Inesperadamente, vemos que el oropendolino  se ilumina con cambiantes y fantásticas tonalidades luminosas, acompañadas de bellas melodías. A los pocos minutos vuelve el señor Rebollo, destrajeado, envuelto en una larga bata fucsia, portando una bandeja con café, pastas y chupitos de licor. Nos lo sirve con grato semblante, mientras dice:
   -Bueno, amigos, contadme ¿qué tal el viaje?
   -Rápido, cómodo, económico, ecológico y seguro, gracias a la pericia de Samuel -respondió, sin vacilar, Don Quijote- ¿Qué más podemos pedir?
   -Sí, se trata de esta prodigiosa capa que me regaló Merlín, pero que, muy pronto, se podrá conseguir por dos euros en una tienda de chinos -aseguró Samuel.
   -Recoleto y acogedor refugio el que posees en el corazón de este bullicioso Madrid, señor Rebollo -le dije lisonjero.
   -Así es, ciertamente -contestó Rebollo-, pero debo reconocer que no es mío el mérito de tenerlo y disfrutarlo.
   -¿Ah, no? ¿De quién, entonces? -pregunté curioso.
   -Comprendo, amigos,que sean muchas las aclaraciones que vuestra lógica curiosidad desea que os haga, pero antes de nada os hablaré de ese Más Allá, mi anterior morada. Sobre los sujetos que lo habitan debo decir que son seres puramente espirituales, autoconscientes y libres de las limitaciones y necesidades propias de un cuerpo sensible. Todos ellos poseen eminentes facultades racionales, volitivas y afectivas, mas, aunque sus capacidades sean, en general, mucho mayores que las del ser humano, tampoco son ilimitadas. Por el contrario el alcanzar o aproximarse a la meta de la plena realización de sus potenciales facultades será tarea continua que han de llevar a cabo, progresivamente, en distintas etapas fijadas por el Espíritu Supremo.
   Acerca de mi amigo Federico os diré que tendría que dedicar varias horas para daros una justa semblanza de su personalidad y   pensamiento, aparte de mi anecdótica y breve relación amistosa con él. Él me ayudó a  idear y ensamblar este artefacto -dijo, señalando al oropendolino-, el cual, además de contar con las prestaciones reconocidas del ordenador más vanguardista, es capaz de pronosticar, con la máxima precisión y fidelidad, los más probables resultados en el desarrollo o proceso de cualquier cuestión o realidad que se le encomiende analizar. De ahí su preciosa aplicación práctica en el gobierno y administración de colectivos sociales, pueblos y estados, si se observan los protocolos recomendados por el propio oropendolino. Puede además recrear en realidad virtual, cualquier teoría coherente y racional que se le introduzca mediante la palabra oral o escrita. Por supuesto que en su memoria he archivado la teoría de Federico, tal como yo la entendí, así como la réplica y correcciones que el oropendolino hace a la misma, aplicando sus leyes lógicas.
   -Fabuloso invento -alabó Samuel- ¿Y cuándo nos va a hacer una demostración?
  -Si os parece bien, esta misma tarde -propuso don Rodrigo Rebollo.Y continuó-: Tal admiración despertaba en mí Federico que llegué a envidiarle el que hubiera vivido en la Tierra,  logrando concebir una teoría eminentemente racional y capaz de explicar toda la realidad. De tal manera que la idea, temida y al mismo tiempo ansiada, de venir a la Tierra para nacer en un aleatorio ser terrestre, se apoderó de mi mente, hasta el punto de llegar a perder mi acostumbrada y beatífica paz y alegre aspecto. Federico notó la íntima turbación que agitaba mi espíritu. Le conté lo que me pasaba y le pedí consejo.
   -Comprendo tu situación -me dijo Federico-, y no veo otra solución que, o bien renuncias para siempre a la posibilidad de nacer en la Tierra como ser humano, o aceptas el riesgo de poder ir a parar al cuerpo de un detestable animal inferior o cosa inerte. A no ser que... -añadió pensativo.
   -¿Qué? -pregunté impaciente- ¿Crees que existe otra posibilidad?
   -Sí, hay otra opción, desconocida y excepcional, para los espíritus que, como tú, tienen horror insuperable a que le toque en suerte tener que animar el cuerpo de un despreciable animal inferior. La descubrí cuando tuve la experiencia de dejar la Tierra  y volver a este mundo espiritual del que había salido hacía 61 años antes.Tan pronto como expiré, tuve conciencia de mi liberación de aquel cuerpo, así como del camino, de sobra conocido, que debía emprender para llegar allí. Observé que los espíritus de seres humanos que regresaban a este Más Allá, procedentes de la Tierra, dejábamos, en nuestro recorrido, un sutil rastro de luz iridiscente, característico, que no desaparecía hasta quedar instalados en el nuevo destino. Por lo que, si tú estás atento a la llegada de uno de esos espíritus -me dijo-, podrías aprovechar su fugaz rastro para emprender un viaje instantáneo, a través de ese rastro, hasta el cuerpo del fallecido. Si, por fortuna, los órganos del  cuerpo fallecido no están gravemente dañados, y la muerte sobrevino por falta de deseos de vivir del espíritu que lo animaba, tú lo reanimarás tan pronto como te introduzcas en ese cuerpo.

    Le di las gracias a Federico y, mientras él acudía a un debate de filosofía, yo me dirigí al horizonte más directamente enfrentado con la Tierra. Un horizonte como almenado por menudos y destellantes dientes, que daban paso, entre almena y almena, a aquellos iridiscentes rayos. Me coloqué tras una de las almenas, cuyo hueco se hallaba limpio de rastro alguno. Pronto vi acercarse uno de esos rastros, procedente de la Tierra, y pasar por el hueco de la almena, tras la que yo hacía guardia. Sin el menor titubeo y aplicando toda mi energía volitiva, me adherí a aquel rastro, con la firme decisión y deseo de dirigirme al cuerpo de donde éste había partido. En un instante me sentí ocupando el cuerpo del hombre fallecido. En seguida noté cómo se ponían en funcionamiento todos sus órganos, comenzando por el corazón que bombeó rápido la sangre, pasajeramente detenida en los vasos sanguíneos. De inmediato los pulmones  aspiraron el aire con avidez. Sentía cómo todo el cuerpo entraba en calor: el estómago, intestinos y demás órganos se desperezaban y agitaban. De momento no sabía precisar cuál fuera la estructura de este cuerpo, tratándose de una experiencia totalmente nueva para mí, ni qué función tenía cada pieza de esta complicada máquina a  la que había venido a parar. Notaba que mi espíritu había invadido el supuesto cuerpo en toda su extensión, pero era en la parte superior de éste en donde parecía concentrarse la función de pensar y de la autoconciencia. Era como si soñara un extraño sueño.Ahora, en mi nueva mente, descubría imágenes confusas y, entre ellas, una figura humana de bello rostro, jamás contemplada, pero que me fascinaba. La veía gesticular, gritarme y amenazarme. Llegó a abofetearme y escupirme en la cara. Todos estos detalles que ahora puedo describir, fueron, después de algún tiempo, cuando los pude medianamente descifrar y comprender. Luego vi también imágenes de lo que siguió a continuación. Ella salió presurosa y altiva de aquel nigth club, dejándome desmadejado y sumido en  desesperada tristeza. Yo había bebido más de la cuenta. Tambaleando y desorientado salí a la calle. Cogí el coche con notoria dificultad y logré llegar a casa.
   Mi deprimido y desesperado estado de ánimo, ante la tajante e irrevocable decisión de Diana de acabar nuestra relación, me empujó a abrir el mueble bar y destapar una botella de whiski. Me la puse en la boca y bebí con una sed insaciable.Me detuve un momento para respirar, mas, en seguida, continué bebiendo hasta agotarla. La botella se me cayó de la mano, estrellándose contra el suelo. Yo caí desvanecido sobre ese sofá -dijo Rebollo, señalando el sofá en que estábamos sentados Don Quijote y yo-. No, no se trataba de un simple desvanecimiento. Don Rodrigo Rebollo, el auténtico, acababa de sufrir un paro cardio-respiratorio, es decir, había muerto. De inmediato se produjo la ocupación de ese cuerpo por mi espíritu, según he relatado.
   -¡Fantástico! -exclamó Samuel- Cualquiera que te escuche esta historia pensará que estás majareta perdido.Yo sí te creo.
   -Yo también te creo - secundó Don Quijote- ¿Cómo no voy a creerte? ¡Ay!, "Beber veneno por licor suave"...
   -"Creer que un cielo en un infierno cabe"... -añadí yo, enfáticamente.
   -"Eso es amor, quien lo probó lo sabe" -concluyó Samuel..
   -Gracias, amigos -dijo Rebollo con voz trémula. Y, tras una pausa, continuó-:    Mi amigo Federico no me había aleccionado, ni poco ni mucho, sobre los numerosos problemas y dificultades que, posiblemente, se me iban a presentar, optando por esta modalidad rápida y excepcional de empezar a vivir como ser humano en la Tierra. Pronto comprendí que el cuerpo, que yo había ocupado, conservaba en los archivos de su cerebro, los recuerdos de su vida y personalidad anteriores, cuando era otro el espíritu que lo animaba. Ahora, forzosamente, yo debía soportar y contemporizar con tales recuerdos. Además el problema se acrecentaba, al tener que asumir y continuar representando, dignamente, el papel social que don Rodrigo Rebollo venía desarrollando, como era el desempeño de la labor académica de catedrático de filosofía en la universidad y demás compromisos sociales, sin provocar la menor sospecha de impostura o suplantación de personalidad.
   -¿Y cómo te las arreglaste -le pregunté- para mantener la apariencia de continuidad en la línea de enseñanza por él seguida ante sus alumnos?
   -Como acabo de explicar -trató de aclarar Rebollo-, yo tenía a mi disposición en el cerebro del difunto don Rodrigo todo su bagaje cultural y experiencia personal y profesional, por lo que  pude seguir impartiendo, perfectamente, sus enseñanzas, ajustándome al programa y doctrina aristotélico-tomista que él venía  explicando. Aunque yo las adornaba con divagaciones literarias y graciosas anécdotas para amenizar las clases. Pero mi amigo Federico había despertado en mí una auténtica y profunda inquietud filosófica, así como una irreprimible necesidad de explicar y difundir su  personal teoría. Por eso, a los pocos días de iniciar las clases, manifesté a los alumnos mi propósito de dar un giro y nuevo enfoque a mis lecciones. Curiosamente, tras mi debut como doctor Rebollo y  de mi inesperado cambio de discurso,  comencé a captar, cuando yo pasaba junto a algún grupo de alumnos míos,   cuchicheos tales como: "Ahí viene Jeguelín", mientras se reían con patente guasa. Y, en verdad, no sé por qué, ni qué tenga de gracioso tal apelativo.
   -¿Jilguerín? -preguntó Don Quijote- Quizás fuera el nombre de algún caballero de la corte del Rey Arturo, tal como Palmerín, Tartarín, Alasacaín...
   -No se embale, don Alonso, que le conozco -le frenó Samuel- ¿Qué parecido pueden los alumnos haber encontrado entre don Rodrigo y esos caballeros?
   -Quizás el perfil metafísico y enamoradizo de su rostro, así  como el arrojo y ansia de su talante... -bromeó Don Quijote.
   -Hum -protestó don Rodrigo Rebollo-, estoy descubriendo que en estos pagos terrestres sois muy aficionados a la ironía y los chistecitos.
   -Le agradecería, don Rodrigo -le pedí, con cierta cortedad- que nos dijera si tiene certeza de que la teoría de Federico explica con plena objetividad la realidad total o, por el contrario, se trata de una teoría más, de la que se ignora el grado de aproximación o separación de la verdad.
   -Ya os he comentado -contestó don Rodrigo- que los espíritus, que habitan el mundo en que yo me hallaba, no poseen una sabiduría absoluta, ni pleno conocimiento de la realidad. Por supuesto que su nivel de conocimientos, en general, es mucho más elevado que el del ser humano durante su vida terrestre. Mas el objetivo perseguido por el filósofo, de alcanzar un día la plena sabiduría, es una aspiración y una tarea que tendrá que desarrollar en las distintas etapas marcadas por el Espíritu Supremo. Puedo aseguraros que Federico acertó en gran parte de su teoría, aunque hay algunas cuestiones que el oropendolino, con la mucha autoridad que me merece, las resuelve de otra manera. Y, si os parece bien, pasamos ya a su presentación.
   -¡Un momento, señor Jilguerín! -rogóle Don Quijote- Antes de que ponga en marcha ese pajarito sabelotodo, quiero preguntarle si podremos interrumpirle, cuando lo creamos oportuno, para pedir alguna aclaración o repetición de algún pasaje o secuencia, mostrar nuestra opinión, o hacer algún comentario que venga al caso.
   -No faltaría más -respondió, sonriente, Don Rodrigo-. El oropendolino es pura sagacidad y cortesía. Él sabe cuándo debe detener la sesión y cómo facilitar la aclaración de cualquier cuestión. ¡Ah, una cosa! -añadió- Como creo haberos dado ya suficientes muestras de confianza y amistad, os agradecería que cuando os dirijáis a mí lo hagáis sin protocolos, como hace don Alonso. Aunque a él, también quiero advertirle que el apelativo que mis alumnos me aplican, y  yo prefiero, no es Jilguerín, sino Jeguelín.
   -Muchas gracias, señor Jeguelín, por esa amistad y confianza que nos ofreces -contestó Don Quijote-. Y, como la tarde está ya bastante avanzada, quiero proponerte que empieces ya a deleitarnos con la  copiosamente anunciada y deseada exposición de la teoría de tu amigo Federico, mediante la colaboración de ese pájaro embotijado y dispuesto, como su lejana parienta la lechuza, a saciar la sed del ser humano por conocer la verdad. Aparte de que, como decía mi amigo Sancho: "No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy".
   -Me parece muy acertado ese dicho, y muy justa tu propuesta -alabó Jeguelín-. Así que empecemos ya, sin más preámbulos.
 
   Don Rodrigo se levantó del sofá, se acercó al oropendolino y tocó, suavemente, en distintas partes de la cabeza, cola y alas de aquel mágico artefacto que, en el acto, dejó de emitir sus melodías. Luego miró el reloj de péndulo, colgado en la pared, sobre el sofá en que estábamos sentados Don Quijote y yo. A continuación se dirigió hacia las ventanas y balcón de la sala. Contempló,  un instante, el cielo cárdeno del crepúsculo y bajó las persianas, quedando el salón a oscuras. En seguida, vemos surgir del oropendolino una estrecha franja de luminosa niebla anaranjada, que va envolviendo, en sucesivos giros, el orondo cuerpo del artefacto, mientras se escucha un ligero rumor que crece por momentos.
   -¿Qué es eso que se oye? -pregunto yo, con cierto recelo.
   -Parece como si vinera aproximándose un fuerte viento -opina Samuel.
   -Sí, como el de esta mañana, aunque mezclado con un imperceptible zumbido -añade Don Quijote.
   Nuestras miradas confluyeron en el rostro de don Rodrigo, tenuemente iluminado por el resplandor de la niebla que él contemplaba con enigmática sonrisa.
   De pronto vemos partir de la niebla tres haces luminosos, rojo, amarillo y azul, que van a incidir, respectivamente, sobre el rostro de Samuel, Don Quijote y el mío. En seguida me siento -nos sentimos- forzados a concentrarnos en nuestra propia realidad. El rumor del viento se estabiliza, mas el zumbido parece como si articulara palabras con el tono y  voz  de Jeguelín.
   -Atended a las reflexiones que mi amigo Federico invitaba a sus alumnos a realizar y que, a continuación vais a escuchar mediante mi voz y mi propia interpretación de su teoría:
   Reparad en vuestro cuerpo. Como podéis apreciar no es otra cosa que un conjunto de medios e instrumentos para que vuestro yo pueda desenvolverse y relacionarse en ese mundo sensible en el que os halláis. Estáis descubriendo que, en definitiva, vuestro auténtico yo, no es un trozo de masa amorfa, inerte e irracional, ni tampoco un conjunto de órganos y miembros por muy útiles, armoniosos y bellos  que os parezcan. Vuestro yo es pura conciencia de sí mismo, de su libre albedrío para elegir y actuar, de su capacidad razonadora, de ser sujeto de sentimientos afectivos,  éticos, estéticos y tantos otros, así como de ser sujeto de inclinaciones positivas o negativas, de derechos y obligaciones, y de vínculos y relaciones con otros yoes. Ninguna de esas realidades son de entidad material, sino ideal, espiritual.
   -¿Y por qué, para qué y cómo explica Federico la existencia del yo espíritu? -pregunta Samuel.
   -Observad con qué diligencia y disponibilidad actúa el oropendolino -dice Jeguelín señalando al aparato-. Mirad allá arriba, en el cenit de esa bóveda infinita. ¿Veis aquella especie de claraboya inmensa, de inmaculada blancura? Es como una ventana, a la que un día (para que me entendáis) llegan los espíritus a contemplar y abrazar al Supremo Espíritu.
   -¿Bromeas, señor Jeguelín? -pregunta, incrédulo, Don Quijote.
   -No, don Alonso, no bromeo -responde Jeguelín-. Qué equivocados estáis la generalidad de los humanos. Y, ciertamente, por mi corta experiencia  en la Tierra, no me extraña que la verdad os suene a música celestial o cuento de hadas. Pero así es.
    Según Federico,  desde la eternidad existe el Espíritu Subjetivo, vuelto hacia sí mismo, en sí y para sí, descubriendo que no es nada, sino puro vacío. Y es esa vaciedad  y soledad lo que le impulsa a engendrar nuevas realidades constantemente,  convirtiéndose  en Espíritu Objetivo que incluye, además, toda su obra creadora de universos y espíritus autoconscientes: una realidad de entidad ideal, diseñada por Él, de acuerdo con un proyecto rigurosamente racional  y teleológico, y generada por la combinación de elementos simples y compuestos, impulsados y dirigidos por la confluencia de las fuerzas dialécticas (de carácter necesario, aleatorio y voluntario) impresas en esos elementos.
   Personalmente, yo no estoy de acuerdo con Federico en que, sea la soledad y el vacío que descubre el Espíritu Subjetivo, vuelto hacia sí mismo, lo que le mueve a crear nuevas realidades. Por el contrario, creo que el Espíritu Subjetivo, desde la eternidad, es infinitamente feliz, amando a su propio Espíritu y engendrando al Espíritu Supremo, y a los demás espíritus autoconscientes, así como toda la realidad que ha existido, existe y existirá.
   -Según esa teoría -intervino Samuel-, es de suponer que los espíritus, en el Más Allá, carecen de formas, miembros y órganos que, en este mundo sensible, caracterizan y permiten identificar y distinguir a un individuo de otro. ¿Cómo se identifican y distinguen los espíritus en ese otro mundo?
   -Mirad el oropendolino -dijo Jeguelín-. Ahora ha sustituido la niebla anaranjada por un fluido etéreo, puro y celeste, que llena toda la sala, borrando sus confines, dando aspecto de un espacio infinito. Ved, ahora, cómo penetramos en un maravilloso lugar, indescriptible con palabras de este vuestro mundo. Reconocéis su belleza y una grata impresión en su contemplación. Veis esa especie de copos de nieve o pequeñas nubes con formas y tonalidades diferentes de colores jamás vistos. Si contempláis, detenidamente, a alguna de ellas, os sentís atraídos y embelesados por su belleza inexplicable, su perfume exótico, la armonía de la música que emite en sus movimientos... Pues, no son otra cosa que puros espíritus autoconscientes, cada cual con sus  rasgos individuales, basados en sus propias cualidades espirituales
   -Perdona, señor Jeguelín -me aventuré a plantearle- que le haga esta pregunta. Sin duda sabe que en este planeta siempre ha habido individuos, de todo tipo, cultura y capacidad intelelectual, muchos de ellos eminentes pensadores, que han negado la existencia de un Dios personal, eterno, omnipotente y creador de todo lo que existe. Según algunos de los que así piensan, ha sido el ser humano, al no saber por qué ni para qué ha nacido en este mundo, el que ha inventado el mito de un Dios creador de todo y que podría remediar su absurda existencia, pero la realidad es que no hay más sujetos autoconscientes que el cerebro de cada ser humano, surgido de la ciega materia, que se mueve y actúa a merced del azar.
   -Ya sé que mi testimonio, ni el de nadie, aunque fuera el de un ángel bajado del cielo -replicó Jeguelín- sería suficiente para remover a alguien de sus convicciones, muchas veces mantenidas sin un verdadero fundamento racional.
   No obstante voy a intentarlo, haciendo de abogado del diablo, o sea,  negando que exista ese Espíritu Supremo, al que llaman Dios. ¿Por qué? Porque la ciencia ha demostrado que el universo, y todo cuanto en él se contiene, es materia surgida, expandida y evolucionada, a partir de un pedrusco, el huevo de la creación,  puesto por nadie en la existencia. Un huevo que contenía dentro de sí toda la materia de lo que después llegaría a ser el universo, sometida a una presión infinita (si es que tiene sentido hablar de presión con anterioridad a la existencia y aparición de las leyes físicas). Y así, sin que nadie lo esperara ni lo presenciara, porque no existía nadie, un buen día, de hace quince mil millones de años, más o menos,  el pedrusco estalló y se fraccionó en  millones de fragmentos, originando todos los cuerpos celestes que pueblan el universo. Debido a unas leyes físicas, que aparecieron en el momento de la explosión sin otra explicación que la arbitraria casualidad, los fragmentos del pedrusco adoptaron determinados movimientos y también la adecuada distancia para poder mantenerse evolucionando en el espacio. Por igual caprichoso motivo, uno de los innumerables fragmentos tuvo la suerte de quedar situado a la distancia justa de otro fragmento incandescente y mucho mayor que él (que, entre otros nombres, llegarían  a llamarle sol en vuestra lengua). Curiosamente, ese astro gigante, en proporción a la diminuta Tierra, iba a tener, como  principal tarea, la de suministrar a ésta infinidad de servicios. Pues, aparte de luz y calor, la favoreció con incontables condiciones y elementos nuevos, entre los que hay que destacar la capa atmosférica, favorecedora de la aparición de la vida en la Tierra. Esa vida, inicialmente embrionaria, iría -lenta pero sin detenerse un momento-, progresando y evolucionando, hasta alcanzar efectos desconcertantes, por su complejidad, belleza y obvia finalidad y oportunidad, en el fantástico conjunto del universo.
   Pues bien, lo más inexplicable y espectacular es que esta teoría, que sostiene que esos maravillosos resultados  no han sido más que caprichosos efectos del azar, de la casualidad y la irracionalidad, sea una de las teorías  más respaldadas por los científicos.
   Y ahora trataré de rebatirla, pues, con todos mis respetos para los que así piensan -continuó Jeguelín-, tengo que manifestar mi desacuerdo con esa teoría. En mi opinión, es evidente la racionalidad e intención teleológica en el despliegue de la realidad, constituida por nosotros y cuanto nos rodea. Creo que la materia sin idea es nada, un caos absurdo, irreal. Mejor aún, la materia como tal no existe. Por el contrario, cualquier cosa considerada como materia, en realidad es una idea o cúmulo de ideas que, para existir, ha debido ser pensada por una mente que la comprende, y realizada por una voluntad libre con poder para ello. Gracias al carácter ideal de su entidad, la realidad exterior al sujeto pensante puede ser plenamente conocida por él.¿Y qué mente y poderosa voluntad pueden crear y dirigir la realidad del universo si no son las del Espíritu Supremo, por denominarlo de alguna forma?
   - Me parece un razonamiento lógico y convincente, pero se me ocurre otra alternativa que también podría explicar la realidad y me estoy refiriendo a la teoría panteísta -dijo Samuel.
   -Aunque Federico -contestó Jeguelín-, considera que el Espíritu Absoluto comprende al Espíritu Subjetivo y  al Objetivo -en el que también están incluidos los espíritus autoconscientes y demás realidades creadas por el Espíritu Subjetivo-, Federico  no identifica al Espíritu Objetivo o al Absoluto con  los espíritus autoconscientes y demás realidades creadas por el Espíritu Subjetivo.  Federico sabía muy bien que no se puede confundir la causa con sus efectos. Y nosotros, los espíritus autoconscientes, somos también conscientes de nuestra limitación, ignorancia e insignificancia en la construcción y gobierno de la realidad total, lo que no parece congruente dentro de una concepción panteísta de la realidad. Confío en  que el oropendolino os ayude a comprender más fácilmente estos conceptos.

   Jeguelín chasqueó los dedos  y la sala quedó sumida en la más negra tiniebla. En seguida el artefacto reapareció envuelto en una bruma anaranjada, que giraba cada vez con mayor rapidez, hasta el punto de ascender hacia las alturas como un tornado. Inesperadamente, del centro de aquel remolino, vemos surgir una estela de luz y viento, blanca y rauda como un águila de nieve, portadora de un huevo diminuto, de diamantinos y cambiantes colores en sus incesantes giros. La estela se elevó, describiendo amplias espirales hasta una inaccesible altura. De improviso, aquel huevo se torna incandescente, se desprende de la estela y lo vemos caer veloz hacia nosotros, dejándonos, por unos instantes, sin aliento.
   -¡Cuidado con los jueguecitos señor Jeguelín! ¿Estamos aquí seguros? -exclamó Don Quijote, bastante mosqueado.
   -No os preocupéis -trató de tranquilizarnos Jeguelín-, pues todo este espectáculo es puramente virtual, aunque refleja realidades pasadas, presentes y futuras. Como habréis podido inferir, acabamos de presenciar el momento en que el Espíritu Subjetivo, tras idear nuestro universo, lo sacó a la existencia por un acto de su libérrima voluntad. De acuerdo con su proyecto, son las leyes y fuerzas dialécticas las  que lo desarrollan sin omitir ninguno de los pasos obligados, por muy insignificantes que parezcan. Así se ha originado y se ha ido perfeccionando la naturaleza y todo cuanto en ella se incluye. Esa es la razón, por la que ha tardado millones de años en desarrollarse, porque el Espíritu Supremo no juega a los milagritos; quizás sí, a los dados, si es que ha concedido cierto margen a la aleatoriedad en la aparición de algunos fenómenos y a la libertad de decisión y de elección de los espíritus autoconscientes. Todo está pensado, fijado y calculado con rigor matemático, de acuerdo con las leyes racionales que Él ha querido que sean las que rijan en este universo.
   -Ese respeto a las leyes explicaría, a mi entender -comentó Samuel-,  el hecho de que, existiendo tantos millones de astros en el universo, sólo exista vida y seres inteligentes en este humilde planeta Tierra, al menos hasta ahora no ha llegado a conocerse que existan en algún otro lugar del universo. Parece como si todo el tinglado del universo hubiera sido la infraestructura ideada para que  los privilegiados espíritus autoconscientes pudieran disfrutar de la apasionante aventura de la vida terrestre...
   -Me parece, Samuel, que no vas muy errado en tu comentario -dijo Jeguelín-. Y ahora observad  el fantástico escenario que aparece ante nosotros. A escala reducidísima, espacial, dimensional y temporalmente, vamos a presenciar el despliegue de nuestro universo.
   -A ver... -me atreví a preguntar- ¿entonces qué significan el tornado, la blanca estela y ese huevo amenazador?
   -El tornado y el rumor, que siempre le acompaña en sus continuos giros -explicó Jeguelín-, es el soplo creador del Supremo Espíritu, eterno y subjetivo, realizando tantas ideas y proyectos, como constantemente brotan de la fuente inagotable de su omnipotencia. La blanca estela representa a la fuerza dialéctica, portadora del proyecto ideal de una nueva realidad, diseñado por el Supremo Espíritu, así como su voluntad de realizarlo. Y ese cuerpo esferoide que veis girar y resplandecer sobre el negro crespón del espacio infinito, representa al embrión que dio origen a vuestro universo.¡Mirad, mirad -exclamó enfático-  cómo aumenta la velocidad en sus giros y, al mismo tiempo, la intensidad y viveza de su colorido.
 
   Súbitamente nos sobrecogió un formidable estallido del esferoide, desintegrándose en incontables  fragmentos incandescentes que saltaron disparados radialmente, girando a gran velocidad.
   -No temáis -dijo Jeguelín-. Es una modestísima simulación de lo que pudo ser el big-bang. En pocos segundos, aquellos fragmentos invaden todo el espacio que abarca nuestra mirada. Contemplad esas esferitas, unas diminutas y otras mayores, cómo van adoptando distintos movimientos rotativos y entran a formar parte de diversos grupos de cuerpos celestes, al mismo tiempo que cambian de aspecto, colorido, brillo y luminosidad. Ya aparecen las galaxias, nebulosas y sistemas planetarios en torno a grandes estrellas. Ved la vía láctea, y en ella al sol, con su corte planetaria danzando a su alrededor. Y esa esferilla insignificante, que el oropendolino  marca con el rayo rojo, es vuestra Tierra, acompañada de su luna entrañable. Ahora empieza a mostrarnos, en avanzados pasos y rápidas imágenes, el progreso evolutivo a través de su larga existencia. Su orografía se transforma; aparecen la atmósfera, los meteoros, y las cíclicas  estaciones. Se producen cataclismos,  volcanes, seísmos, inundaciones, huracanes. Surgen las montañas, los valles, las inmensas llanuras, los ríos, mares y océanos.  Los diversos climas se van estabilizando por regiones. La lluvia y el sol engalanan los campos, cubriéndolos de hierba, de árboles, flores y frutos. Y, en, seguida, empezamos a descubrir primitivas especies de animales que se mueven en el agua; corren y saltan por las arenas de la playa; aumentan de tamaño, cambian de formas; y van poblando  bosques, selvas, valles y montañas. Escuchad, ahora, tantos y tan dispares gritos y sonidos, feroces, apacibles, dulces o amenazadores, pero todos mensajeros de desconocidos espíritus. Es la era de los dinosaurios...
   -¡Fantástico! -exclamó Don Quijote- ¿Y por qué y para qué aparecerían animales tan descomunales y feroces? ¿Y por qué esos cataclismos que sepultan grandes extensiones de bosques, con toda su población de dinosaurios?
   -Quizás tuviera una finalidad provechosa, a largo plazo, para el futuro del planeta y sus proyectados habitantes -aventuró Samuel-. De hecho, parece ser que la fosilización de aquellos restos fueron el origen de muchos minerales y carburantes, tan útiles en nuestros días.
   -Contemplada la evolución de la naturaleza a este ritmo -apunté yo- resulta graciosa y bella, aparte de la genialidad de sus resultados a lo largo de su imparable marcha.
   -Sí, ciertamente -asintió Jeguelín-, y su culminación ahí la tenéis: la aparición del ser humano, heredero de un organismo animal y un cerebro tan desarrollado que, un día, permitirá, a futuros espíritus descifrar, moldear y transformar el universo.

  Rápidamente fueron sucediéndose -como secuencias concatenadas de cine- las distintas etapas y situaciones más significativas de la prehistoria e historia del ser humano: abundantes las de placidez y bonanza; pero también  innumerables las de condiciones terribles, infrahumanas, envueltas en odios, guerras, persecuciones y situaciones intolerables y desesperanzadas que le ha tocado vivir.
   Llegando a los años posteriores a la etapa napoleónica, el despliegue de imágenes pareció aminorar su ritmo y situarse dentro de los límites del estado alemán. Fue entonces cuando vimos la silueta algo cómica de Jeguelín ponerse de pie y colocarse a un lado de aquel prodigioso escenario. El estado alemán de aquella época, reproducido a pequeña escala en todos sus detalles, comenzó Jeguelín a mostrarlo con un gesto de su mano, destacando lo más significativo mediante  un halo de luz plateada.
   -La historia se repite -sentenció Jeguelín, enfrentando su rostro a aquel inmenso panorama de Alemania-. A mi juicio, Federico acertó en la explicación de puntos claves sobre la constitución de la realidad, ¿Cómo no aplaudir su concepción espiritualista e ideal de cuanto existe? Es el Espíritu creador, con el impulso de su libre y poderosa voluntad y  la fuerza dialéctica de su infinita razón, quien genera la naturaleza y cuanto en ella se mueve; y, especialmente, los espíritus autoconscientes  y todo lo que sublima sus vidas en la Tierra. Me refiero a esas realidades intangibles, y, sin embargo, tan reales, que Él, generosa y amorosamente, les ha concedido.

    (La blanca estela reapareció evolucionando, en pausadas espirales, por el  grisáceo cielo alemán, mientras una  voz cristalina y melodiosa cantaba):

  "De Él habéis recibido el poder de vuestra libre voluntad, junto con la luz de la razón.
   La conciencia de vuestra condición humana y sus límites, y  la necesidad de vivir en sociedad.
   El ansia legítima de realizar  vuestra libertad para alcanzar la felicidad.
   La conciencia de que todos los miembros de vuestra sociedad tienen derecho a realizar su libertad.
   La conciencia ética de vuestro deber de respetar el derecho de los demás; así como la seguridad de que, respetando el derecho de  los demás, realizaréis plenamente vuestra libertad.
   La conciencia de vuestro deber de sostener el Estado, como guardián que garantiza la realización de la libertad de  todos sus miembros.
   Y de Él, también, habéis recibido el sentimiento estético que os abre las puertas de la belleza; el sentimiento religioso que eleva vuestros espíritus  hasta la excelsa estrella de la morada del Padre; y tantos otros sentimientos reservados a los espíritus por él creados."
 
    -¿Y, si esas leyes y fuerzas dialécticas que el Espíritu Supremo emplea para generar y desarrollar la naturaleza, son, supuestamente,  racionales y correctas, por qué la historia del ser humano en la Tierra es, en su conjunto, un descabellado relato de despropósitos y errores? -preguntó Samuel.
   -Precisamente porque esas leyes son estrictamente racionales -contestó Jeguelín-. Me explico. El Espíritu Supremo ha querido engendrar espíritus autoconscientes, dotados de libertad de elección y decisión, así como de una recta razón que les indica la actuación correcta en todos los sentidos. Pero el hecho de unirse a un cuerpo humano le supone el tener que depender, en gran medida, del funcionamiento correcto o desafortunado de sus órganos y facultades corpóreas, y también de las condiciones y circunstancias sociales, culturales, etcétera, que le rodeen,  las cuales, frecuentemente, actúan negativamente, entorpeciendo sus juicios, decisiones y conductas. Si las fuerzas dialécticas, generadoras de la realidad, fueran férreamente determinantes, sin respetar la supuesta libertad de los espíritus, por descontado que la historia de la humanidad habría funcionado como un reloj, ya que los seres humanos habrían sido forzados a ser paradigma de virtud y sensatez. Pero en ese supuesto, las fuerzas y leyes dialécticas no habrían sido racionales, al no respetar  la  libertad propia del espíritu autoconsciente ni ese margen de aleatoriedad reconocido a ciertos fenómenos en el proyecto del universo.
   Mas, en la teoría de Federico hay ciertas conclusiones que no comparto -continuó Jeguelín-. De algunas de ellas, ya he dado mi opinión. Y sobre otras, de carácter social o muy relacionados con ese tema, voy a exponeros lo que pienso. Quizás a Federico le cegó el excesivo orgullo y amor a su patria; quizás empañó su clarividencia la rémora que las nuevas generaciones suelen heredar de sus ancestros de etapas remotas, que incluye mitos, costumbres y desorbitados sentimientos de grupo. En este sentido, me parece desmesurada la supremacía y excelsitud que Federico reconocía al Estado alemán hasta el punto de sostener que sus miembros debían, incondicionalmente, emplear la guerra armada para defenderlo, engrandecerlo o conquistar la hegemonía sobre los demás estados.

  (Durante unos instantes el oropendolino mostró tremendas imágenes de desastres bélicos ocurridos en la Europa de los siglos XIX y XX, tales como la revolución francesa, primera guerra mundial, revolución bolchevique y el triunfo del nazismo, destacando algunas de sus convicciones más decisivas, como la exaltación del Estado alemán, la conciencia de su supremacía intelectual y racial, y de su innegable capacidad para imponer una férrea disciplina social, política y económica)..

   -Había sonado la hora histórica en la que el Estado alemán se iba a alzar victorioso sobre los demás Estados -continuó Jeguelín-.  A Federico le parecía muy legítimo que esa victoria la lograra con la dialéctica de la guerra; pero creo que, seguramente, habría rectificado su teoría en ese punto, de haber conocido hasta qué  demenciales  y monstruosos extremos, la idea de un desorbitado patriotismo iba a empujar y cegar a su nación hasta llegar al exterminio de otros pueblos.
   -No comprendo -dijo Samuel- cómo Federico, tan sensible a la racionalidad y la justicia, no reparó en tal incongruencia.
   -Has dicho bien -reconoció Jeguelín-, Federico no fue muy coherente al defender la lucha armada por la hegemonía del propio estado, ya que él sostenía que para  realizar la propia libertad  era necesario respetar la libertad de todos y cada miembro de la sociedad a la que se pertenece; y de ahí la importancia que tiene el Estado como garantizador de la realización de las libertades de sus miembros. Y, consecuentemente, la realización de la libertad de un Estado particular, sólo se alcanza si se respeta la libertad (o, lo que es lo mismo, los derechos) de todos los demás Estados o pueblos del mundo.
   -No obstante, señor Jeguelín -me atreví a opinar-, creo que el mismo Federico, al explicar el proceso dialéctico de la realidad, da la clave de su incoherente conclusión. Y es que, en su época, la idea de la exaltación del propio Estado era como una sacrosanta verdad dogmática que todo el mundo aceptaba, incluidas las mentes más preclaras. Y han tenido que pasar varios siglos para que esa creencia, como tantas otras, hayan sido superadas, por obra y gracia de ese bendito viento dialéctico que va transformando la realidad.
   -Te felicito, hermano Tinterico -me alabó, efusivamente, Don Quijote-, pues acabas de dar en la diana. ¡Cuántos crasos errores, disfrazados de doctrinas, adornadas con las bendiciones y beneplácitos de eminentes autoridades, con el paso del tiempo han quedado con el culo al aire!
   -No cabe duda -intervino de nuevo Samuel-, que uno de los grandes descubrimientos de Federico fue ese viento dialéctico que impulsa a la realidad a buscar y adoptar nuevas soluciones a los viejos problemas. Por cierto, ¿hacia dónde se dirige, actualmente, la sociedad humana en su conjunto?
   -Los seres humanos -contestó Jeguelín-, a trancas y barrancas, tratan de rectificar posturas y prácticas que, en el dilatado transcurso de los siglos, se han ido evidenciando como erróneas o irracionales. En la actualidad da la impresión de que las ideologías están de capa caída. Aunque yo diría, más bien, que se están purificando de ese lastre de irracionalidad que todas tienen en mayor o menor medida; y que, antes o después, el resultado final será que todas ellas coincidirán sustancialmente en una sola: la auténticamente racional. Bien y, por ahora, vamos a dejar que descanse el oropendolino -dijo, acercándose hasta él y apagándolo con un gesto de su mano.

   A continuación, encendió dos de las lámparas del salón, e iniciamos una charla informal comentando las excelencias del oropendolino. Jeguelín nos explicó y encomió la sorprendente capacidad y múltiples aplicaciones del mismo, con miras a esa misión tan especial  que se había propuesto encomendarnos, para lo cual había pensado instruirnos debidamente.
   -Como hoy hemos tenido un día bastante ajetreado y son ya las once de la noche, ¿qué os parece si, luego que tomemos un refrigerio, nos retiramos a descansar, y mañana nos dedicamos en serio a diseñar   el plan que os anuncié? -nos propuso Jeguelín.

   Súbitamente, el melodioso tintineo del timbre de la puerta arrebató nuestra atención.
  Jeguelín, esbozando una cómica mueca, se apresuró, escaleras abajo, a abrir la puerta. Yo corrí, silenciosamente, tras él, y me quedé agazapado en el cuarto escalón,  fisgoneando por detrás del pasamanos.
   Jeguelín descorrió el pestillo, giró el pomo y abrió la puerta con no disimulado recelo.Una joven rubia, de finas facciones, almendrados ojos oscuros y elegante traje negro de chaqueta, apareció ante él, mirándole fijamente con tímida sonrisa, pero sin articular palabra alguna.
   -Pero tú...¿tú, no eres Diana? -le preguntó, titubeante y sorprendido, Jeguelín.

   Y, por ahora, no quiero abusar más de vuestra benevolente atención. Ya veremos hasta dónde nos lleva ese viento del que Jeguelín nos habla. Un abrazo, amigos. Tinterico.


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