Revelaciones del diablo arrepentido - (Cap. I)

viernes, 28 de marzo de 2008


Toby, en mi anterior mensaje te prometí contarte, en persona y de viva voz, cuanto escucháramos al Monje Enigmático durante nuestro viaje de regreso a casa. Pero el hombre propone y Dios dispone. Nuestros planes quedaron alterados debido a una inesperada ocurrencia de Merlín. Ya nos habíamos ataviado, Don Quijote y un servidor, con sendas túnicas cortas, roja la suya y verde la mía, al más puro estilo de los peripatéticos. El monje había introducido nuestras figurillas en una bolsa que ató a su cintura, cuando vemos a Merlín entrar por la puerta de la escalera de caracol, muy apresurado.

-Esperad, amigos -gritó, levantando el brazo y mostrando una cajita roja-. Tomad un recuerdo mío.
Muy sonriente, se acercó, abrió la cajita y sacó de ella una fina y reluciente cadena de la que pendía una esferilla de vidrio. Se la colocó a Don Quijote en el cuello mientras le decía:
-Acepta este obsequio, valeroso y dilecto ahijado mío.
-¿Qué es y para qué sirve, aparte de su indiscutible belleza, gran Merlín? -preguntó Don Quijote.
-Es una janua témporis. A través de ella tú y tus acompañantes podréis presenciar lo ocurrido en el pasado, lo que ocurre en el presente y lo que ocurrirá en el futuro, en el lugar de cualquier mundo, real o imaginario. Y no sólo podréis observar, sino intervenir activamente.
-¡Cielos, qué maravilla! -exclamó Don Quijote! ¿Y precisa de algún requisito para que funcione?
-Sólo uno: que se utilice en beneficio de los demás, como fin primario.
-¿Y, si por error o falta de voluntad, no me propusiera tal finalidad?
-Sencillamente no funcionaría.
-Mil gracias, Merlín. Te prometo no defraudarte ni menospreciar la confianza que has puesto en mí con tu insigne regalo.
-No podría esperar otra cosa de tu noble proceder -dijo Merlín-. Y para tu fiel compañero Tinterico -añadió, sacando de la caja un pequeño broche que prendió en mi pechera- este grabador-reproductor-transmisor-receptor, cuya batería se recarga con ondas de energía onírica, es decir mientras Tinterico duerme y sueña.


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-Déjeme besarle esas manos dadivosas y taumatúrgicas, fantástico Merlín -le contesté, plantándole dos sonoros besos en ellas.
-Y, para vuestro amigo el discreto monje, esta hermosa prenda -dijo, quitándose la capa azul salpicada de estrellitas de plata y colocándosela sobre los hombros-. Con ella podrás volar, como un meteorito, a donde te propongas.
-Le prometo, glorioso Merlín -declaró el monje agradecido- que siempre enalteceré su magnanimidad y fantasía; y que pasearé orgulloso esta capa por todo el orbe y el más allá, como un tuno del más acá.
Merlín, con dos lagrimones bailándole en los ojos, nos abrazó y, sin más palabras, volvió la espalda y se dirigió hacia la escalera.
Salimos con el monje fuera del castillo. Un soplo de frescura y libertad nos acarició la cara. Eran justamente las tres de la tarde del día uno de febrero. Tal fue el entusiasmo de Don Quijote que, tras haber andado cincuenta metros y topando con una roca de metro y medio de alta, dio un doble mortal de espaldas, encaramándose sobre ella ante el asombro de nuestros incrédulos ojos. A continuación respiró profundamente, puso los brazos en cruz con las palmas de las manos hacia el cielo, oteó el horizonte y exclamó:
-¿Cómo es posible que exista el mal, oh sol magnífico, en un mundo en que tu luz y tu calor lo alegra todo? ¿Qué fin habría de tener? ¿Qué necesidad hay de su presencia? ¡Contéstame, sol radiante, tú que das vida, color y belleza a esta Tierra nuestra!
-No creo que el astro rey te conteste, amigo -dijo el monje enigmático-. Bastante hace con realizar bien su tarea de calentar e iluminar. Pero yo sí puedo ilustraros sobre ese tema con cierto fundamento.
-Por nuestra parte estamos impacientes de escucharte. ¿Verdad Tinterico?
-Sí -confesé- porque el debate del castillo parece haber quedado algo incompleto, falto de la aclaración de la cuestión sobre el mal. Pero ¿creéis que algún ser humano pueda conocer la razón de su existencia?
-Mirad -dijo, mientras nos dirigíamos por la explanada, cubierta de musgo y hierbecillas, hacia el camino que baja serpeando el cerro peñascoso-. Como ya le concedí a Zaratustrón, cada cual tiene su propia perspectiva de la realidad. Es decir, aunque la realidad sea una sola, su interpretación es múltiple, dependiendo del punto de vista de cada sujeto, información que posea, grado de perspicacia, etc. Esa es la razón de que haya tantas filosofías, religiones y opiniones en general sobre cualquier asunto, incluido el del mal. Pero de lo que no cabe duda es que el mal existe.
-¿Y el mundo no pudo ser hecho sin la presencia del mal? -preguntó Don Quijote.
-Por supuesto que sí. Pero este mundo fue intencionadamente planificado para que fuera tal como es.
-¿Ah, sí? ¿y cómo lo sabes? -volvió a preguntar Don Quijote.
-No serán mis palabras las que traten de convenceros, sino vosotros mismos vais a ser testigos de cómo se produjeron los hechos que determinaron que el mundo sea como es, gracias a los portentosos obsequios de Merlín.

A continuación, el monje agarró con una mano a Don Quijote y a mí con la otra, y nos acercamos al borde del despeñadero.
-¡Saltemos! -gritó el monje.
Y, cobijados bajo la estrellada capa de Merlín, surcamos el aire, como tres saetas, rumbo a la costa sureña. Mientras volábamos, el monje rogó a Don Quijote que ordenara a la esferita de cristal el llevarnos al lugar y momento en que él fue visitado por Guimel, un extraño personaje conocedor de intrincados secretos.
Hízolo así Don Quijote con voz solemne y gesto grave. De inmediato, descendimos sobre una hermosa playa de la costa gaditana, hacia las siete de la mañana de un precioso día de mayo. El monje se adelantó y fue caminando a pocos metros del mar, con la mirada en el cercano pinar, envuelto en un ligero vaho dorado. Nosotros oteábamos, recelosos, cuanto se divisaba en derredor nuestro. A nuestra espalda, en la lejanía, se alzaba la gótica silueta de un templo.
-Junto a ese templo se halla el monasterio al que pertenezo -dijo el monje.
-¿A dónde vamos entonces? -preguntó Don Quijote.
-A revivir mi encuentro con Guimel -contestó el monje.
-Y...
Don Quijote dejó en suspenso su pregunta, ante la repentina aparición de una barquichuela en la que un hombre remaba, con energía pero silenciosamente, tratando de acercarse a la orilla.
El monje levantó su mano derecha, se detuvo y esperó a recibir al visitante. Nosotros nos detuvimos tras el monje, observando al recién llegado. Era un hombre alto y enjuto, de tez aceitunada, pelo muy corto y canoso, túnica azul y un birrete negro.
-¡Hola! -saludó el hombre- soy Guimel. Obediente a vuestros deseos he venido presuroso a revivir el encuentro que, hace tiempo, tuve contigo, hermano monje. ¿No es así?
-Así es. Gracias, Guimel, por acudir diligente a nuestra llamada.
-Y bien, ante todo quiero que tus amigos -dijo dirigiéndose a Don Quijote y a mí- tengan una ligera idea de quién soy. Mi nombre es Guimel, como ya sabéis. Mi existencia comenzó mucho antes de que se produjera la explosión con que se inició la expansión de este vuestro universo.
-Un momento -clamó Don Quijote, dando un salto y cuadrándose delante de Guimel-. ¿Juras decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
-¿La verdad? -Guimel se sonrió con aire escéptico-. Estad tranquilos que no voy a engañaros. Pero el problema de la verdad está no tanto en su revelación sino en que el sujeto la comprenda.
-Algo es algo -contestó Don Quijote no muy conforme-. No sé, no sé... ¿Así que el mundo empezó con una explosión? Mal augurio.
-No os quepa duda -continuó Guimel-. El universo empezó a desarrollarse a partir de aquella fantástica explosión. Tampoco es que a nosotros, los moradores del mundo celeste, nos sorprendiera sobremanera. Desde remotísimas épocas habíamos presenciado el nacimiento de innumerables universos, diseminados en la inmensidad del espacio infinito...
-Perdone, amigo -se atrevió Don Quijote a preguntarle- ¿por ventura su merced es un espíritu celestial? ¿un ángel?
-Tutéame, por favor, que eso hace sentirme más joven. Sí y no. Yo fui un ángel, como tantos otros moradores del mundo de los espíritus puros. Como todos ellos, gozaba de una existencia felicísima, consciente de mi estrecha unión y amistad con la divinidad y con todos aquellos espíritus angelicales.
-¿Te das cuenta, Tinterico? -díjome Don Quijote-. Esta va a ser la más venturosa experiencia con que vamos a vernos agraciados en esta nuestra vida tinteril. Abramos bien los ojos, oídos y demás sentidos, para no perder detalle.
-Vamos, Guimel -suplicó el monje-, relata a mis amigos la increíble historia que me contaste. ¿Qué os parece si nos sentamos sobre esa roca que sobresale entre la arena?
-Comprendo -comenzó relatando Guimel- que os resulte muy difícil, prácticamente imposible, que entendáis las realidades de allá con palabras de acá. No obstante procuraré explicarlo de forma que os forméis una vaga idea de ellas. Mirad. Los ángeles son seres muy bellos, con una inteligencia clarividente, penetrante y rápida como el rayo, una insospechada capacidad para realizar las obras más sorprendentes, una voluntad inflexible que, aunque por propia naturaleza tiende al bien, lo hace con libertad absoluta.
-¿Y cómo puede ser bello un espíritu si carece de rostro y de miembros físicos? -preguntó curioso Don Quijote.
-Es que la belleza, como la verdad, como la bondad y tantas otras propiedades, son realidades eminentemente espirituales. ¿Quiere decirme, caballero Don Quijote, qué diferenciaba a Aldonza Lorenzo de Doña Dulcinea del Toboso, por ponerle un ejemplo?
-Cuidado con las comparaciones, don Guimel -le amonestó Don Quijote- que me parece que está pisando arenas movedizas.
Guimel, sin tomar en consideración el comentario, continuó diciendo:
-Aldonza y Dulcinea eran físicamente semejantes. Una y otra poseían órganos y miembros parecidos. No obstante ¿por qué Dulcinea era incomparablemente más bella que Aldonza? Porque ella poseía la realidad espiritual de la belleza -la cual sólo el espíritu puede captar- en grado muy superior a la de Aldonza.
-Respetando mucho sus canas y su singular sapiencia, dómine Guimel -contestó Don Quijote- dígole que yerra en lo que acaba de aseverar. En el ejemplo que aporta no hay más realidad que la excelsa belleza de doña Dulcinea, con la que graciosamente fue adornada por los cielos. La fealdad de Aldonza no fue otra cosa que una vil hechicería de mis envidiosos enemigos. Y, quien sostenga lo contrario, habrá de vérselas conmigo, ya sea príncipe, clérigo, soldado de la Santa Hermandad o de la guardia suiza del Papa.
-De acuerdo, caballero manchego. Le pido mil disculpas y también le ruego me permita explicarles cómo son los espíritus celestiales. Vamos a ver. Humm...
Guimel se quedó un momento pensativo. Se le veía incómodo con la susceptible actitud de Don Quijote. Miró al mar calmoso que se rizaba con el leve soplo de la brisa levantina. Luego alzó la cabeza y contempló las gaviotas volando por encima del pinar. Finalmente nos observó a cada uno de nosotros. El sol hacía destacar el brillo aceitunado de su rostro y sus ojos grises, casi blancos como el pelo de su cabeza, que parecían esconder muchos secretos.
-¿Por qué no utilizamos los objetos con que Merlín nos ha obsequiado -sugirió el monje- y nos trasladamos al momento y lugar del que Guimel desea hablarnos?
-Feliz idea -celebró Don Quijote.
-Pero veo un inconveniente -dije- ¿podrá la capa estrellada con los cuatro?
-Si os parece -apuntó Guimel- podríamos ir en mi barca.
-Vamos allá -coreamos todos y, sin más dilación, nos subimos en ella.
Guimel se sentó delante. Quitóse la birreta y metiendo el dedo índice debajo de ella, le dio un impulso rotatorio a modo de hélice, y la barca despegó como un cohete. Luego plegó dos veces la birreta en forma de ángulo y la colocó sobre la banqueta de proa con el pico apuntando en la dirección deseada. En un instante atravesamos miles de galaxias, espacios etéreos e innumerables universos. Repentinamente nos topamos con una inmensa esfera de luz cambiante. Guimel se puso la birreta en la cabeza y la barca cayó blandamente sobre un mar de nubes doradas. Luego sopló suavemente sobre la proa, y la barquilla se deslizó por aquella superficie, llegando rápido a la orilla.
-Ya hemos llegado -dijo Guimel, volviendo la cara hacia nosotros-. Aquí empieza el universo de los espíritus celestiales. ¿Qué os parece?
Nosotros mirábamos, asombrados, la fantástica playa de finísima arena azul, extendiéndose sin fin por ambos lados, y cercada de suaves dunas de diminutos diamantes.
-Precioso -alabó Don Quijote-, pero no se ve un alma en cien leguas a la redonda.
-No obstante, seguro que nos están observando. No los vemos porque aún no se ha adaptado nuestra vista a esta nueva realidad -aclaró Guimel.
-¿Probamos ya con la esferita de Merlín? -propuso el monje.
-¡Sí! -dijimos a coro-. Estamos impacientes por ver lo que pasaba en los cielos en aquellos tiempos remotos.
Guimel, tomando entre sus dedos la esferita colgante del cuello de Don Quijote dijo a éste:
-Repita, caballero, las palabras que voy a pronunciar: "Permítenos, oh janua témporis, a mí y a estos mis amigos, poder penetrar en el celeste reino angelical y asistir al momento inmediatamente anterior a cuando en la Tierra aparecieron los seres humanos."
Don Quijote repitió las palabras con voz solemne y los ojos clavados en la pequeña esfera, impaciente por taladrarla y abrir la puerta del tiempo. En el acto sentimos una fuerza, como la de un ciclón, que nos arrebataba y transportaba a aquella época del mundo angelical.
¿Cómo describir la visión maravillosa de aquel mundo? Imposible hacerlo con palabras e imágenes de éste. Mas, aunque sólo sea una pálida y torpe sombra de aquella visión, diré que era como un país inmenso, exuberante, de colores, sonidos, aromas y sensaciones que embriagaban e inundaban el espíritu de felicidad y euforia. Estaba rodeado de majestuosas montañas de colores desconocidos y formas caprichosas y cambiantes. De las escarpadas rocas de cristal saltaba briosa el agua en formidables cascadas, discurriendo después, en arroyos y ríos transparentes y cantarinos, a través de praderas tapizadas de flores. Por doquier resonaban los coros angélicos con melodías y cánticos conmovedores.
-El estado de feliz exaltación y alegría es peremne en el mundo angelical -manifestó Guimel-. Pero en estos momentos con mayor motivo, ya que se está celebrando la creación divina del universo de los humanos y su exitoso desarrollo con la valiosa cooperación de todos los ángeles.

Decidimos hacer una rápida excursión, sobrevolando a poca altura aquellos parajes. El monje extendió la capa estrellada. Don Quijote y yo nos introdujimos en los bolsillos interiores de la capa, que nos permitían llevar medio cuerpo fuera. Guimel volaba, por su cuenta, junto a nosotros, comentándonos cuanto iba apareciendo ante nuestros ojos.
-¿Veis esos bosques umbrosos? -dijo Guimel.
-Sí -conntestó Don Quijote- y creo que por ellos pasean seres hermosísimos, muy distintos a nosotros.
-Es cierto -corroboré yo. Sus etéreas figuras parecen muy concentradas en animada conversación.
-Son ángeles poetas -nos aclaró Guimel-. Los conozco a todos ellos. Crean bellos poemas que recitan, escuchan y compiten por superar entre ellos.
-¿Los ángeles no duermen? -preguntó Don Quijote.
-Ja, ja -rióse Guimel-. No, los ángeles no tienen desgaste alguno, no se cansan y, por ende, tampoco les da sueño. Y lo mejor es que no se aburren, porque su curiosidad ante la verdad es insaciable y ésta es insondable. Además su fantasía es inagotable y desbordante.
-Dichosos ellos -comenté yo- que pueden aprovechar el tiempo al máximo.
Seguimos volando y descubrimos artísticas imágenes y paisajes flotando en los aires de aquel privilegiado lugar.
-Es obra de los ángeles pintores -explicó Guimel.
Más adelante divisamos unos lagos plateados, sobre cuya deslumbrante superficie patinaban y hacían acrobacias parejas de ángeles y ángelas, acariciándose mutuamente con amorosas y embelesadas miradas.
-¿Pero también se enamoran los ángeles? -preguntó escandalizado Don Quijote.
-Naturalmente -contestó Guimel-. Y no de cualquier manera. El enamoramiento de los humanos es una caricatura ridícula en comparación del apasionado afecto angelical.
-¿Hay entonces ángeles varones y ángeles hembras? -pregunté curioso.
-Por supuesto -aseguró Guimel-. Mas el signo masculino o femenino no tiene en ellos ninguna connotación sexual como ocurre en los humanos. En los ángeles es una forma de ser, de sentir, de amar con amor sin el menor atisbo de lascivia. Por eso el enamoramiento angelical puede surgir entre ángeles de distinto o del mismo signo.

Llegamos a una playa de la costa opuesta a aquélla por la que habíamos entrado. Una multitud de ángeles se zambullía en las aguas impolutas del océano de los querubines.
-El baño en ese mar produce tal placer y arrobamiento en los ángeles que sólo ellos pueden resistirlo. Un humano moriría en el intento, de inmediato.
-Gracias por advertirlo, señor Guimel -dijo Don Quijote-, porque ya estaba pensando en lanzarme al agua.
A continuación pasamos por encima de unos campos poblados de árboles de curiosas formas, tonalidades y aromas, con frutos de exquisito aspecto. Bandadas de ángeles acudían a saborear el jugo que de ellos goteaba. Guimel, con repentino impulso, descendió en picado hasta ellos, saludó con la mano a un grupo de ángeles, y arrancó un racimo de jugosas bayas que, en seguida, repartió entre nosostros.
-Deliciosas-alabó Don Quijote, saboreándolas-. Además paréceme como si mis sentidos e intelecto se hubieran agudizado con su jugo.

Continuamos volando y pronto observamos que el "terreno" se elevaba gradualmente de nivel hasta alcanzar una meseta de cuarzo blanquísimo, y en su centro una especie de plaza circular de enormes proporciones, rodeada de una escalinata de jaspe con muchas gradas de diversos colores, desde las que numerosas legiones de ángeles contemplaban un fantástico espectáculo: flotando en el aire se veía una gran esfera, viva réplica de la Tierra; y abajo, evolucionando sobre el verde pavimento de la plaza, el desfile de todos los ejemplares tipo, que componen la cadena de la evolución animal, desde el más simple protozoo hasta el homo erectus. Nosotros nos sentamos en un hueco de la grada más alta.
-¡Qué maravilla! -exclamamos, emocionados, Don Quijote y un servidor.
-Sí -confirmó el monje enigmático-. Es increíble. Entre el protozoo y el hombre no existe el menor parecido. Sin embargo, el paso de una especie a otra se produce de forma tan sutilmente gradual que evidencia, sin lugar a dudas, el fenómeno de la evolución.
-No entiendo nada -exclamó Don Quijote-. Explicadme por favor, clarito, qué es todo esto.
-Escuchad, amigos-dijo Guimel-. Hemos viajado desde la Tierra, en el año 2008, hasta el reino angelical en la época en que, en la Tierra, la evolución de la vida animal había llegado a producir humanoides con aspecto aparentemente idéntico al del hombre, como podéis comprobar si observáis los bellos ejemplares que ahí están desfilando.
-¿Y no son seres humanos? -pregunté yo.
-No -contestó Guimel-. Esos individuos de aspecto humano, así como todos los ejemplares de la escala evolutiva, producidos hasta ese momento de la evolución, eran puras máquinas o robots, como ahora les llamarían, porque carecían de espíritu.
-¿Y fue Dios, directamente, quien creó y diseñó minuciosamente esa evolución, marcando todos los pasos que debería recorrer necesariamente hasta ahora? -volví a preguntar.
-Dios nos propuso una gran tarea -aclaró Guimel-. Él crearía el germen del universo al que pertenece la Tierra. Ese germen contendría dentro de sí, condensados en grado inimaginable para vuestras mentes, los elementos constitutivos de todos los seres que deberían existir en el futuro en ese universo, de acuerdo con unas determinadas leyes físicas impuestas por Él. Pero quiso que la obra no fuera exclusivamente de su autoría. A sus ángeles -yo entre ellos- nos invitó a participar en la creación, aportando cada uno su especial don: su capacidad para la ingeniería, cálculos matemáticos, leyes físicas, creatividad plástica, literaria, musical, etcétera; ideando organismos; combinando soluciones posibles y compatibles entre sí, respetando las leyes físicas y lógicas, y evitando al máximo los resultados indeseables. Así lo hicimos. Se produjo el big-bang, se formó el universo y, desde ese momento, todos los ángeles trabajamos poniendo en marcha una evolución que daría como resultado en la Tierra, una población abundante y variada de bellos seres vivos, en un derroche de imaginación y atrevimiento.
Por eso en aquel momento -que ahora estamos reviviendo- celebraban eufóricos ese prodigioso acontecimiento. Yo también lo celebraba, gozoso, con mis compañeros los ángeles ingenieros, orgullosos de aquella obra magnífica. Pero...
-¿Ocurrió algo inesperado? -pregunté.
-Juzgad vosotros mismos -dijo Guimel.
En aquel instante Guimel desapareció de nuestro lado, pero pronto lo vimos, varias gradas más abajo, charlando animadamente con un nutrido grupo de ángeles que no cesaban de reir, saltar y gesticular. Decidimos bajar hasta donde él se hallaba, para escuchar disimuladamente su conversación.
Ya no nos cabía duda. Guimel había sido, efectivamente, uno más de los ángeles ingenieros que participaron en la obra de la Tierra.
De pronto, un viento huracanado barrió el jolgorio de voces, risas y músicas celestiales, imponiéndose un silencio mayestático.
Sobre el cenit de la plaza y tras un relámpago como el de la explosión de mil soles, apareció Gabriel, el heraldo de Dios. Todos los moradores de aquel privilegiado paraíso -incluidos nosotros los infiltrados- permanecimos expectantes, pendientes de su mensaje.

-Dios me ha encomendado que os dé una gran noticia -comenzó diciendo-. Una vez que la Tierra -gracias a la acción divina y a la cooperación de todos nosotros- ha alcanzado el grado de desarrollo que ya conocemos, Dios ha decidido lo siguiente:
Como todos sabéis, los seres de vida animal han sido ideados y realizados dotándolos de un organismo que nace de otro animal y se desarrolla mediante un mecanismo de estímulos y respuestas de tipo reflejo, puramente material. Estos seres no sufren ni padecen, pues carecen de conciencia. Así ha sido desde que aparecieron sobre la Tierra hasta hoy. Desde mañana -el mañana terrestre- va a tener lugar una innovación que afectará radicalmente a esos seres y también a todos nosotros.

(Gabriel hizo una pausa. Desde la encumbrada elevación en que se hallaba, paseó su mirada de taladrante luz en las de la multitud de ángeles que aguardaban la magna noticia. A nosotros aquel silencio nos produjo daño físico). Luego continuó:

-Desde mañana, a cada uno de esos organismos animales le será infundido un espíritu. Dejarán de ser máquinas para convertirse en individuos dotados de cuerpo y espíritu. El cuerpo condicionará y limitará la libertad y la capacidad de acción del espíritu en mayor o menor grado según que el organismo sea más o menos complejo, conforme al tipo de animal de que se trate. El máximo grado será el del ser humano, en el que la libre voluntad, la capacidad intelectiva y demás facultades del espíritu, que le será infundido, contarán con unas condiciones físicas más favorables para su manifestación.
-¿Me permites, Gabriel, una pregunta? -intervino con voz limpia y resuelta, un ángel de bellísima prestancia.
-Habla, Luzbel, ¿qué deseas preguntar? -díjole Gabriel.
-Todos nosotros sabemos -porque hemos intervenido en esa magna obra- que las leyes físicas del universo al que la Tierra pertenece, combinadas con los elementos que lo constituyen, y las características individuales de cada animal, impondrán a estos seres una serie de situaciones adversas, agresivas, dolorosas, crueles e incluso insoportables a veces, aunque puedan verse también beneficiados con situaciones gratas y placenteras. Pero, en conjunto, tendrán una existencia difícil para un ser con conciencia como es el espíritu. Necesariamente, en los animales terrestres el dolor y el sufrimiento serán superiores y más abundantes que el placer y el gozo. ¿Qué necesidad hay de que sean infelices los espíritus de todos esos seres? Si el originario propósito divino fue crear un mundo poblado de seres físicos dotados de espíritu, ¿por qué no lo planificó de forma que el mal quedara descartado?
-Te contestaré hasta donde estoy autorizado, Luzbel -respondió Gabriel-. La Tierra fue planificada por Dios con inclusión del mal, contando con que habría de poblarse por animales dotados de espíritu, por varias razones. La primera porque así lo creyó conveniente. La sengunda para demostrar la fuerza del libre albedrío de sus criaturas racionales, como es el hombre. La tercera para hacer realidad otra posibilidad de ser. Y la cuarta, por una razón que nos atañe muy directamente a los espíritus angelicales.
-¿Y qué razón es ésa? -preguntó Luzbel, elevando la voz.
-Escuchad muy atentamente -dijo Gabriel, haciendo después una larga pausa, en la que llegó a escucharse el murmullo del mar lejano-. A nosotros los ángeles nos dotó Dios de una naturaleza espiritual con unas facultades excelsas de penetración intelectiva, creatividad, ardiente voluntad para amar el bien y absoluta libertad para actuar. Existimos en un mundo privilegiado, mimados por Dios. Nuestra felicidad es plena, sin la menor sombra de tedio o tristeza. Hasta ahora, desde los remotísimos tiempos en que fuimos creados, y a pesar de nuestro libérrimo albedrío, ninguno de nosotros ha realizado el menor acto desordenado o disconforme con la voluntad divina. ¿Por qué? Porque la nitidez de nuestro intelecto no nos permite el menor engaño, ni error. Y nuestra voluntad, a pesar de la absoluta libertad con que actúa, no puede querer nada que no esté conforme con la verdad. ¿Qué mérito personal tiene nuestra conducta inmaculada? Ninguno. ¿Qué razón hay para que unos ángeles ocupen puestos de mayor o menor prestancia? Ninguna. Las acciones de cada uno de nosotros poseen idéntica rectitud. Éste es el motivo por el que Dios ha decretado que la totalidad de la corte angelical sea sometida a una prueba dificultosa y decisiva. El resultado de la misma decidirá el grado meritorio de cada uno y el puesto que le corresponderá ocupar ante el trono de Dios.
-¿En qué consistirá esa prueba? -inquirió Luzbel.
-En lo siguiente -contestó Gabriel con palabras agudas y vibrantes como dardos de fuego-. Cuando yo termine el mensaje, todos y cada uno de nosotros nos acercaremos a la playa de las arenas azules. Cogeremos un granito de arena que, automáticamente, quedará incrustado en el centro de nuestro espíritu. Ese granito de arena lleva marcado de forma aleatoria cuándo y en qué animal deberá insertarse. Una vez llegado ese momento, el granito de arena impulsará al espíritu a trasladarse a la Tierra y unirse al ser vivo animal al que ha sido destinado. Desde ese momento el espíritu quedará privado de la memoria de su existencia en el mundo angelical. Una vez finalizada la prueba de la vida terrestre, Dios valorará las dificultades y circunstancias más o menos favorables o adversas que haya tenido y su esfuerzo en ajustar su conducta al código instintivo o racional grabado en su naturaleza; el espíritu ocupará el puesto que le corresponda en la corte angelical y recuperará la memoria de la totalidad de su existencia.
-Ya hace tiempo -comentó Don Quijote en voz alta, provocando un aluvión de miradas angelicales sobre nosotros- que me había parecido vislumbrar en la mirada de Rocinante ciertas reminiscencias seráficas.
-¿Rocinante? -exclamó Gabriel sorprendido y algo desorientado- Por favor, Miguel, ¿puedes prestar atención y dejar tus sueños literarios para otra ocasión?

Un rumor de voces apagadas fueron creciendo a lo largo y ancho del reino angelical, unos a favor y otros en contra de la decisión divina.
-¡No puede ser, no puede ser! -gritaba Guimel junto a Luzbel y demás ángeles ingenieros.
-¡Dejaremos de ser ángeles! ¡Nos convertiremos en monstruos!
-¡No lo permitas, Dios, Padre nuestro!
-¡Ten piedad de tus hijos! ¡Será nuestra perdición!
-¡No aceptaremos semejante disparate! -tronó Luzbel, elevándose por los aires, arrogante, en un salto fantástico- ¡Uníos a mí cuantos rechazáis semejante atropello!

-Ante tal sedición -explicó el monje enigmático- el arcángel Miguel y la mayoría de los ángeles se enfrentaron a los disidentes, tratando de convencerlos de su yerro. Pero Luzbel y sus seguidores -entre ellos Guimel-, conscientes de haber perdido el amoroso lazo que los unía a Dios y a los ángeles fieles, sintieron la imperiosa necesidad de abandonar el mundo angelical. Volaron fuera, dirigiéndose a distintos puntos de nuestro universo, muchos de ellos a nuestra Tierra.

Poco después volvió a aparecer Guimel junto a nosotros, sobre la meseta de cuarzo. Don Quijote se le quedó mirando, sorprendido y confuso.
-Pero, entonces, don Guimel, ¿a los ángeles rebeldes no los arrojaron a las calderas del infierno?
-No -respondió Guimel-. Ni los ángeles rebeldes ni nadie va a ese infierno. Unos y otros purgaremos nuestras culpas en nuestro paso por la Tierra.

Sujetos a la capa estrellada del monje, volvimos por la misma ruta que habíamos traído. En la playa azul vimos a los ángeles fieles recogiendo su granito de arena.
Después pasamos a la otra playa. Subimos en la barca de Guimel y emprendimos el regreso a la Tierra, hasta la playa del monje enigmático.
Desde allí te estoy enviando este mensaje, Toby, a través del precioso artilugio, regalo de Merlín. Espero que el próximo pueda enviártelo sin tanta dilación. Abrazos a todos los amigos. Tinterico.
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