El amanecer del octavo día - (Cap. IV y último)

miércoles, 4 de marzo de 2009

Queridos amigos:
Vaya por delante mi saludo y el de Don Quijote y Samuel. ¿Pensábais que habíamos quedado sepultados bajo un alud de nieve alpino? Poco ha faltado, si no de nieve de otra cosa, esa es la verdad, pero, afortunadamente, hemos podido escapar incólumes y hambrientos de contaros las peripecias en que hemos estado metidos. Juzgad vosotros mismos, leyendo a continuación el desenlace de la onírica historia que hemos vivido.

"-Aquí, en tres asientos, esperad al doctor -nos rogó la sonrosada joven de rubias trenzas, blanca blusa y corta falda a cuadros rojos y azules, acercándose al centro del comedor y separando de la mesa tres taburetes.
Tomamos asiento y, ante nuestros admirados ojos, la rubicunda suiza dio tres vueltas alrededor de la mesa, bailando al ritmo del vals que llegaba del fondo del pasillo. Después, sin dejar de bailar, avanzó hasta el final del mismo, abrió una habitación y la intensidad de los rítmicos sones aumentó de forma espectacular.
Nos cruzamos los tres una mirada interrogante y precursora de una inevitable carcajada que Samuel procuró evitar tocándonos con el pie. En seguida reapareció por el pasillo la lozana suiza, girando sobre sí misma, muy tiesa y con sonrisa estereotipada, sin perder el compás y seguida de un mocetón grueso y coloradote, con pantalón corto a cuadros, como la falda de su compañera, tirantes y sombrero tiroleses, recios zapatones y calcetines blancos. Él, mientras tocaba el violín, bailaba también con precisión, sonrisa congelada y ojos clavados en el techo.
Llegados al comedor, la bailarina se detuvo, el violinista levantó el arco y dio por finalizada su interpretación. Luego, él y ella se volvieron hacia nosotros y nos saludaron doblando el cuerpo por la cintura. Aquella imprevista cortesía sobrepasó nuestra capacidad de autodominio, arrancándonos una carcajada tan estrepitosa que llegamos a esscuchar su eco, durante varios segundos, rebotando por las montañas y despertando los ladridos de un perro cercano. Sin dejar de sonreir, la curiosa pareja se nos quedó mirando, sin decir palabra. Para romper el hielo, Samuel les preguntó:
-¿Cuál es vuestro nombre?
-Ella Calipso. Yo, Sarasín -dijo él.
-Bonitos nombres -alabó Samuel.
-¿Y cómo habláis en español? -pregunté curioso.
-Con palabras españolas -contestó Sarasín, rotundo.
-¿Vosotros sois criados del doctor Flowers? -inquirió Samuel.
-Ella criada. Yo criado -dijo Sarasín, tocando a Calipso y luego a sí mismo.
-¿El doctor viene a menudo a esta cabaña? -volvió a preguntar Samuel.
-Aquí pasa largas temporadas para relajarse, pensar e investigar -dijo Sarasín.
-¿Y no os da miedo vivir en esta cabaña solitaria y perdida en el bosque? -indagó Don Quijote.
-Nosotros no miedo. Ella bailar. Yo tocar violín y cantar.
Y, sin esperarlo, se arrancó con un gorgorito tirolés tan agudo y rizado que provocó nuevamente el ladrido del perro.

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-¡Brioso grito el vuestro, capaz de espantar al más osado y malintencionado facineroso! -felicitóle Don Quijote.
-¿Y qué tareas soléis hacer? -traté de averiguar.
-Tareas A y tareas B -contestó enigmático.
-¿Y cuáles son las tareas B? -pregunté intrigado.
-Las tareas B son... -intentó Calipso explicar.
-Las tareas B están clasificadas. No información -atajó Sarasín con sonrisa de oreja a oreja.
-Vaya. ¿Y las tareas A? -volví a preguntar.
-Limpiar cabaña, lavar ropa, cocinar, cortar leña, coger nueces, frutas y hortalizas en bosque, cantar, bailar, atender al doctor... -relacionó rápido Sarasín.
Durante varios segundos Calipso, con las manos en jarras, y Sarasín abrazado al violín, se quedaron contempládonos con expresión bobalicona.
-¡Hermosa cabaña! -exclamó Samuel, mientra recorríamos con la vista el mobiliario y enseres del comedor, iluminados con un plafón de neón azulado-. Tenéis aquí de todo ¿verdad?
-Amada Calipso -dijo Sarasín, sin dejar de sonreir-, relaciona dependencias y mobiliario a los señores.
-En comedor -comenzó Calipso a recitar- mesa rústica redonda, con seis sillas. Un aparador con platos, vasos, cubiertos, manteles y servilletas ; ventana al campo; cuadro de ciudad con rascacielos; otro cuadro con bañistas en playa; cocina y despensa a la derecha del comedor; fogón de leña, mesa, taburetes y nevera. Siguiendo el pasillo, a la izquierda, dormitorio de Sarasín y Calipso, con dos camas, dos mesitas y armario; cuadro con escenas circenses. Al fondo del pasillo, puerta del almacén con leñera, herramientas y trastos.
-Y... -preguntó, curioso, Don Quijote- ¿os molestan mucho los grillos en las noches de verano?
-Los grillos no molestan -afirmó Sarasín con aplomo-. Son insectos ortópteros de color negro que se alimentan de hierba y emiten un agudo chirrido rozando sus alas con las patas.
-¿Podrías reproducir el sonido del grillo con el violín? -le pregunté capcioso.
Sarasín, ni corto ni perezoso, se colocó el violín bajo la barbilla y reprodujo repetidas veces y con toda exactitud el quiquiriquí del gallo.
-¡Salgamos fuera a cazar grillos! -gritó don Quijote levantándose del asiento y dirigiéndose decidido hacia la puerta de salida.
Sin disimular la risa, seguimos a Don Quijote, acompañados de la extraña pareja. Al abrir la puerta, un perro grande, de pelo cándido y esponjoso, nos recibió con jubilosos saltos y ladridos. Don Quijote corrió hasta el centro del calvero y, dando dos botes toreros que animaron al perro a hacer otro tanto, dio una voltereta de espaldas, cogió una piedra del tamaño de un huevo, lo acercó al morro del perro y la lanzó con fuerza con tan mala fortuna que la piedra se desvió y pegó en la frente de Calipso, haciéndola caer de culo sobre el césped.
Acudimos a auxiliarla, pero Pomposo (que así se llamaba el perro) nos tomó la delantera, recogió la piedra y saltó, con ella en la boca, por el prado. El segundo en acudir fue Don Quijote quien, dando un mortal hacia delante, se plantó con una rodilla en tierra junto a Calipso y tomándole una mano le manifestó:
-Tome, señora, mi pecadora y malhadada mano. Córtela y échela al fuego, que no otra cosa merece quien tal daño y desventuras le ha inferido, golpeando brutalmente su delicada frente con esa piedra maldita.
-No daño. No mano pecadora. Ha sido un beso de Sarasín -dijo Calipso, sin dejar de sonreir.
-¿Ah, sí? -exclamó Don Quijote viendo el cielo abierto- ¿Sarasín el del violín? ¿Cómo se ha atrevido?
Sarasín se inclinó sobre ella, le palpó la frente y diagnosticó:
-Afirmativo, Calipso. Fuerte beso, aunque no mío. Iniciaré diligencias aclaratorias.
A continuación, le zarandeó la cabeza y le ordenó:
-Vamos, Calipso, recita las constelaciones boreales y australes por orden alfabético.
Mas Calipso, ajena a la orden de Sarasín, se embaló recitando un antiguo romance castellano:
-Abenámar, Abenámar, moro de la morería...
-¡Esto es grave! -exclamó Sarasín- Concéntrate, Calipso, en las constelaciones.
-No constelaciones, Sarasín. Ahora la canción de las puertas. Después otras canciones españolas. Este señor -dijo señalando a Don Quijote- cantará y bailará conmigo. Tú toca el violín, Sarasín.
-¡Fantástico! -exclamó Don Quijote- ¿Os parece que empecemos con aquella canción de mis tiempos: Nunca fuera caballero, de damas tan bien servido...
-No -rechazó Calipso-. Primero la canción de Arturito.
-¿Arturito? -preguntó Samuel- Me suena ese nombre.
-Sí. Él nos la ha enseñado. Empieza así -dijo Sarasín, incorporándose, al mismo tiempo que ayudaba a levantarse a Calipso con la ayuda de Don Quijote e iniciando una lúgubre melodía con el violín-:
- Era más de media noche, historias antiguas cuentan, cuando en sueño y en silencio, lóbrega, envuelta la tierra... -se arrancó cantando Calipso, cogiendo de las manos a Don Quijote, invitándole a bailar, con mirada traspuesta.
-¿No es ése el comienzo de El estudiante de Salamanca? -pregunté a Samuel.
-Eso creo -contestó Samuel.
-Pues tenemos para rato -susurré por lo bajo.
-Como la historia es larga -me propuso Samuel en ese mismo tono- y Don Quijote sabe muy bien cómo entretener a esta pareja de merluzos , vamos nosotros, mientras tanto, a buscar a Sergio, ahí dentro de la cabaña.
-¡Eh! -grité al oído a Sarasín, haciendo un guiño a Don Quijote- Mientras bailáis, vamos nosotros a dar un paseo por el bosque a buscar grillos.
Tan embelesados estaban con el canto y el baile, incluido Pomposo, que no se percataron de cómo nos fuimos escaqueando, junto a los árboles, hasta llegar a la puerta de la cabaña, por la que volvimos a entrar disimuladamente.
Sin la menor vacilación recorrimos, en un periquete, las estancias de la cabaña con sus muebles y recovecos, sin descubrir puerta ni escondrijo secretos en ellas.
-¿Qué piensas de Sarasín y Calipso? -me preguntó Samuel-. Su forma de razonar, hablar y reaccionar no son normales. Parecen extraterrestres.
-Tienes razón- contesté-. No parecen seres humanos. Creo que el doctor Flowers les ha retocado la chirimoya.
-Yo juraría -añadió Samuel- que son robots muy perfeccionados.
-Es cierto -asentí-. Me he fijado en que su mirada está vacía de espíritu.
Traspasamos, después, la puerta del fondo del pasillo que da paso a una gran nave, iluminada con una mortecina luz amarillenta. En ella descubrimos muchos trastos y materiales extraños, cajas, trozos de leña apilados, un carro de varas con dos ruedas y un sinfín de cachibaches. Detrás del carro, a medio metro de la pared, a la derecha de la nave, había un enorme cajón de madera, aproximadamente de dos metros de alto, por dos de largo. Descubrimos que el lateral trasero, próximo a la pared, tenía una abertura, por la falta de dos tablas, permitiéndonos ver que estaba vacío.
Entramos dentro y encendí el broche emisor, descubriendo que el cajón carecía de tablas en su base.
-¡Qué raro! -exclamó Samuel, palpando el suelo- Un cajón tan enorme, vacío y sin tablas debajo.
-Sí que es sospechoso -dije, agachándome y acercando el broche luminoso al suelo-. A ver... ahí se ve un cuadrado más oscuro que el resto del suelo.
-Es verdad -dijo Samuel acercándose-. Parece una trampa o la portezuela de un registro o entrada, con una argolla al otro lado. ¿La levanto?
-Vamos allá -le animé.
Samuel levantó la tapa, expandiéndose una débil luz violácea que nos permitió ver una tosca escalera de piedra. Bajamos los diez escalones hasta un rellano rectangular, en el que se alzaba un muro de sillares de piedra con una puerta, color carne, en forma de oreja, de cuyo lóbulo pendía media luna de plata, de un palmo de grande, que iluminaba el vestíbulo.
-¿Cómo se abrirá esta puerta? -preguntó Samuel echándose hacia atrás ambos lados de la capa y avivándose ostensiblemente el amarillo de su traje.
-A ver, a ver... -titubeé, tratando de recordar- Cuando Sarasín ordenó a Calipso que recitara las constelaciones, Calipso dijo que prefería cantar la canción de las puertas. ¿No tendrá algo que ver esa canción con la apertura de ésta?
-¡Muy perspicaz, Tinterico! -me elogió Samuel-. Quiero recordar que en ella nombraba a un rey moro.
-Sí, claro -le contesté-. Es un romance que empieza: Abenámar, Abenámar, moro de la morería...
Dicho esto, vimos enderezarse hacia dentro el conducto auditivo del orejón, mostrándonos al final del mismo un gran orificio de un metro de diámetro, iluminado con una intensa luz azulada.
-¡Fantástico! -dijo Samuel- Calipso reveló la clave, sin proponérselo.
-Sí -reconocí-. Gracias a Pomposo y a la pedrada que Don Quijote le arreó a Calipso en la frente.
Salimos a un espacioso recinto tan admirable que nos dejó sin aliento. ¿Cómo era posible que en aquel subterráneo nos encontráramos con una maravillosa ciudadela, embellecida con artísticas salas palaciegas, torres, patios y jardines, cobijada bajo una bóveda celeste, aparentemente etérea y salpicada de estrellas? Allí se alzaba nada menos que una réplica cabal de la Alhambra de Granada, con sus arcos, estucos, mocárabes, azulejos y encajes aljamiados, aunque reproducida a otra escala y con material desconocido, de apariencia diamantino.
-¡Impresionante! -exclamó Samuel- ¿Quién podría sospechar esta maravilla soterrada en este apartado lugar?
-¿Te has fijado, Samuel, en ese cielo? -le pregunté señalando a las alturas-. Acabo de comprobar que lo que en cada momento pienso lo veo reflejado ahí arriba, al lado de lo que tú estás pensando.
-Es verdad. Ahora mismo estaba pensando en Calipso, Sarasín y Don Quijote, y míralos jugando al correndero, con Pomposo incluido -confirmó Samuel señalando a las imágenes.
-Bueno es saberlo -dije-. Procuraremos controlar nuestros pensamientos y, si fuera preciso, pensaremos lo contrario de lo que debiéramos.
-¿Tú crees que eso será ético? -preguntó Samuel.
-Hombre, yo creo que eso depende de la intención. Si yo, por ejemplo, veo un adefesio de mujer y, sin embargo, me esfuerzo en pensar que es una beldad, quizás gane el jubileo. ¿No crees?
-Hum... No sé. Dejemos ahí la cuestión. Lo que, sin duda, no es razonable ni aconsejable es que hagamos el pardillo.
-De acuerdo, Samuel. Ante los súbditos del doctor Flowers que aquí nos pudiéramos encontrar, nos mostraremos , en palabras y pensamientos, como si fuéramos las mismísimas niñas de los ojos del doctor, persuadiéndolos de que hemos venido a colaborar en su proyecto.
-Entendido -aprobó Samuel.

Penetramos en el recinto por la puerta de un edificio alargado, sobre la que se leía Mexuar.
-¡Qué curioso! La han etiquetado como una de las dependencias de la Alhambra -reparó Samuel.
-Sí. En el reino nazarí venía a ser el palacio de justicia -opiné.
-Pues lo que es aquí, ya podría venir el juez Garzón a poner orden -ironizó Samuel.
Acertado comentario ya que en estanterías, armarios y cajas, o diseminados por suelo y rincones, se veía gran número de botes y frascos de productos químicos, tubos de plástico, recipientes diversos, moldes, repuestos protésicos de miembros y órganos humanos, materiales electromagnéticos, sofisticados aparatos y máquinas, etc.
Después salimos a un patio cuadrado, resplandeciente como un ascua de oro, que precedía al Cuarto Dorado, según se leía sobre un gran azulejo de su fachada. Cautelosamente empujamos la puerta entreabierta y pasamos dentro. Nos acercamos hasta una mesa que vimos al fondo, sobre la que había un ordenador encendido. Pulsé el ratón y, de inmediato, apareció un directorio de órdenes (tales como: vigilancia; cierre y apertura de puertas; activación de alarmas; activación defensa; holocausto). De donde dedujimos que en aquella sala se controlaba la seguridad de la ciudadela.
-¿Cómo es posible -preguntó Samuel- que cualquiera tenga acceso a informaciones tan relevantes y decisivas?
-Supongo -dije- porque están persuadidos de que la clave de la puerta de entrada sólo la conocen el doctor y sus siervos los robots, fieles cumplidores de sus órdenes; aparte de que, para ver la información a que se refiere ese directorio hay que conocer un código secreto.

Desde el Cuarto Dorado, y por un pasadizo, llegamos a la Sala de Comares, como se leía en el luminoso friso de su entrada. En el centro del suelo hay un hermoso azulejo con el nombre de Alah y, sobre él, un trono con el del doctor Flowers. A un lado, una mesa con el monitor del ordenador y un teclado. Las paredes están adornadas con inscripciones aljamiadas, con huecos a modo de asientos, en su parte inferior, y las puertas de nueve alcobas. El techo consiste en una cúpula formada por la superposición de los siete cielos islámicos.
Nos acercamos a la mesa y, como en la sala anterior, estuvimos mirando en el ordenador el menú que mostró la pantalla. Uno de los enunciados se refería al personal del recinto. Intenté entrar en él y, sin esperarlo, vimos aparecer una relación de nombres, encabezada por el doctor Flowers y seguido de Abenámar, Zoraida, Sarasín, Calipso, Johnny, Arthur y Pomposo.
Intenté obtener información de cada uno de ellos. Al pinchar sobre el nombre del doctor, se nos ofreció un detallado informe sobre su vida, estudios y trabajos de investigación científica en robótica e inteligencia artificial. A continuación leímos las breves reseñas de los demás personajes.
Como ya sospechábamos, Calipso y Sarasín eran robots con capacidades restringidas a las tareas domésticas, aunque con ciertas habilidades extras, tales como el virtuosismo de Sarasín con el violín o el gran dominio de la danza de Calipso.
Sobre Abenámar el informe indicaba que era un robot ciber-sapiens, especializado en la fabricación de robots de aspecto humano, muy avanzados; y, sobre todo, su decisiva colaboración con el doctor en la fabricación del robot consciente, para lo cual ya había logrado la mitad de su objetivo al construir el sofisticado Johnny.
Zoraida es un robot femenino, con información y habilidades propias de ayudante de Abenámar.
Sobre Arthur leímos lo que, también, sospechábamos de él. Que el doctor Flowers había insertado en su cerebro redes neuronales artificiales y microchips, potenciadores de sus capacidades mentales, así como emisores electromagnéticos, activadores de mecanismos naturales y artificiales. Pero, lamentablemente, el doctor no había logrado integrar esas capacidades en el yo de Arthur, sino que se quedaron en sus arrabales, concentradas en un minúsculo e insulso hermano siamés, al que Arthur llamaba Arturito.
El perro Pomposo aparecía en aquella relación como futuro objetivo de otro proyecto: "la conversión de un animal en homo-sapiens".
Por último figuraba el candidato que, no cabía duda, se refería a Sergio, aunque no citara su nombre, destinado a formar unidad con Johnny.
-¡Admirable! -exclamó Samuel- Leyendo esto cabe pensar que quizás llegue el doctor a alcanzar su propósito.
-Su íntimo propósito es posible -puntualicé-. Pero el que ha anunciado en sus conferencias, de lograr un robot consciente del propio yo, no creo que jamás lo consiga.
-Sigamos indagando en esta laberíntica y disparatada Alhambra -propuso Samuel-. Mas ¿por qué puerta salimos, ya que vemos tres en cada pared, a excepción de la de enfrente que sólo tiene una.
-Apostaría -dije, señalando a dicha puerta- que en la genuina Alhambra la puerta que comunica con la siguiente sala es ésa.

Traspasamos la referida puerta y nuevamente quedamos sorprendidos ante los hermosos zócalos de azulejos, columnas y arcos peraltados de aquella otra sala rectangular.
-¡Precioso artesonado! -alabó Samuel, mirando al techo- Se asemeja al casco de un barco de madera.
-Por algo esta sala se llama Sala de la Barca -dije, señalando al azulejo en que se indicaba el nombre de la misma.
A ras del suelo, y de uno al otro lado estrecho de la sala, se extendía una banda de cristal de medio metro de ancha, bajo la que veíamos fluir un líquido azul plateado, semejante a un río.
-¿Qué finalidad tendrá? -pregunté a Samuel.
En respuesta, Samuel avanzó hasta el centro de la sala, se agachó y se puso a observar el curioso canalillo. Yo, tratando de imitarle, fui hasta él y pasé al otro lado de la banda.
En ese momento observamos que el canalillo cobraba un color rojo de fuego y se producía un agudo zumbido que en seguida cesó, al abrirse la puerta de la alcoba de uno y otro lado. Por la de la izquierda apareció un hombre joven, con perilla oscura, chilaba y turbante blancos y babuchas doradas con estrellitas rojas. Cerró la puerta y avanzó, muy sonriente, sobre el canalillo hasta donde nos hallábamos.
Simultáneamente, de la alcoba de enfrente, salió una dama, también de aspecto moruno, rasgados ojos negros, rostro agraciado, velo blanco y túnica granate.
-¡Buenas noches! -saludamos, dirigiendo la mirada primero a él y luego a ella.
-Somos amigos del doctor Flowers. Yo soy Samuel. Él -dijo señalándome- Tinterico.
-Entendido: Samuela y Tantarico. Yo soy Abenámar. Ella Zoraida -dijo, con sonrisa de anuncio.
-¡Ah! -exclamé con admiración excesiva- ¿Son ustedes los reyes de la Alhambra?
-No, no -me corrigió Abenámar-. El sultán es el doctor Flowers. Nosotros somos ministros y siervos, es decir, sus ojos, oídos, lengua, pies y manos. ¡Ji, ji, ji, ji, jí!
-Si ustedes están ahora en la Sala de la Barca, han debido entrar al recinto por la puerta ¿de? -preguntó Zoraida, como si de un concurso televisivo se tratara...
-Por la puerta de la oreja, lógicamente -dije, sin vacilar-, después de recitar el verso secreto Abenámar, Abenámar, moro de la morería.
-¿Y a qué se debe el honor de vuestra visita? -inquirió Abenámar.
-Muy sencillo -respondió Samuel, con aplomo y persuasión-. Tinterico y otro amigo, que se ha quedado fuera de la cabaña dialogando con Calipso y Sarasín, somos entusiastas seguidores y discípulos del doctor Flowers. Hemos asistido a sus conferencias y nos hemos puesto a su entera disposición para que nos utilice en los experimentos de su fabuloso proyecto del ciber-sapiens consciente.
-¡Bravo, bravísimo! -vitoreó entusiasmado Abenámar.
-¡Sí, sí, muy bravísimo, muy bravísimo! -coreó Zoraida.
-Por eso -añadí yo- hemos venido. Porque el doctor Flowers nos ha citado y nos ha dado la clave de entrada a la Alhambra, para tener una entrevista con él esta misma noche.
-A ver, dame la mano -me pidió Abenámar haciendo una reverencia.
Con cierto recelo saqué la mano de la manga del mono rosado, que en verdad me queda algo holgado.
-¿Es usted médico? -le pregunté.
-¡Ji, ji, ji, ji, jí!-contestó Abenámar riendo- Habéis de saber, amigos del doctor Flowers, que me basta mirar en mi interior hacia abajo para ver la solución de cualquier cuestión médica del pasado, y me basta mirar en mi interior hacia arriba para conocer la respuesta a cualquier cuestión médica del futuro. Un somero contacto físico con alguien me revela, de inmediato, los pormenores de su realidad física. Por supuesto, también del estado de su salud.
-Veamos cuál es su diagnóstico -le dije, extendiendo la mano.
-¿Pero cómo? -exclamó, tomándola entre las suyas- ¡Tú no eres hombre! ¿Qué eres?
-¡Huy! Eso es difícil de definir y mucho más de entender -le contesté, enigmático.
-Perfecto, Abenámar -intervino Zoraida con melosa y apausada voz-. Ideal para el proyecto del doctor. Se trata de un puro yo, carente de materia. Si él no tiene inconveniente, podría convertirse en mi propio yo. A cambio él dispondría de mi vastísima ciencia, mis dilatados conocimientos y mi ilimitada existencia.
-¿Yo mujer y dotada, además, de semejantes prerrogativas? -me interrogué a mí mismo- Realmente tentador, pero... hay un inconveniente -dije, tratando de eludir aquella proposición antinatural y traidora al gremio tinteril-: somos tres amigos, comprometidos y entregados a una loable y solidaria empresa. No puedo abandonarlos, dejándolos en la estacada.
-Muy interesante -consideró Abenámar-. Ahora te toca a tí, Samuela, dame la mano.
Y agarrándolo de la mano y palpándole luego el pecho, exclamó-:
-¡Oh! Asombroso. Tienes potente motor de sangre, de largo recorrido. Me gustaría formar unidad contigo... Seguro que el doctor Flowers se ha encandilado contigo y te ha echado ya el ojo.
-Sí, es posible. La única pega es que el encandilamiento no va a ser recíproco -contestó Samuel.
-¿Cómo que no? Formaríais una armoniosa unidad en la que ambos resultaríais beneficiados.
-Quizás, pero yo soy muy mío y la convivencia conmigo resulta difícil, más que nada por la diferencia de edad.
-¡Bah! ¿Qué son 45o años más o menos? -repuso el jodío de Abenámar-. Y ese tercer amigo vuestro ¿qué naturaleza posee?
-Una muy especial -contesté-. Nada menos que la de Don Quijote: un caballero noble, valeroso, incansable defensor de la razón y de la justicia, libre de lastres materiales y fiel -aunque modesto- reflejo del personaje de Cervantes.
-¡No me digas! -exclamó admirado Abenámar- A mí me vendría como anillo al dedo. Su yo debe ser puro ímpetu vital que, unido a mi bagaje cultural con raíces benengélicas y las extraordinarias facultades operativas de que he sido dotado, daríamos como resultado un nuevo Don Quijote abenamorado, eminentemente sabio y poderoso, que con el super-doctor Flowers asamuelado y la super-Zoraida tintorizada, constituiríamos los tres pilares de la nueva era del ciber-sapiens, la cual, según el doctor, ya comienza a alborear.
Viendo la buena disposición con que nos habían acogido, y observando a Abenámar tan ingenuamente lanzado y entusiasta del proyecto del doctor, toqué con el codo a Samuel para tratar de sonsacarles el paradero de Sergio.
-¡Maravillosa réplica de la Alhambra! -elogió Samuel, mientras recorría, con mirada embelesada y los brazos en alto, el esplendor de la sala.
-Es una prueba de lo que podemos realizar las ciber-criaturas -razonó Abenámar-. Pero aún nos falta lo principal. Ya sabéis...
-Sí, claro. Mas en ello está el doctor Flowers, ¿no es así? Ya ha experimentado con Arthur -dije intencionadamente para que supiera que estábamos informados.
-¿Arthur? -intervino Zoraida- No fue una buena elección. Su yo está muy contaminado con hábitos perversos, inasumibles por el ciber-sapiens.
-Sí -confirmó Abenámar, lacónico-. Elección reprobable.
-¿Podemos continuar admirando la ingente obra que habéis creado bajo las montañas alpinas? -propuso Samuel.
-Adelante -nos invitó Abenámar con un amplio gesto de la mano hacia la hermosa puerta de arco apuntado y blancos mocárabes. Es una ciudad ensayo que crece como una planta.

Cruzamos, maravillados, el patio de los arrayanes, alumbrados por el resplandor verdinoso procedente del fondo de la alberca, rodeada de mirtos.
Luego entramos en una sala de cuya bóveda pendían pequeñas estalactitas de mocárabes. En ella había armarios, vitrinas y mostradores, adosados a las paredes, sobre las que se veían probetas, matraces, extraños aparatos medidores, estufas, moldes diversos, frascos, botellas con productos químicos e, incluso, un horno.
-En esta sala -explicó Abenámar- formulamos la composición del material que interviene en la formación del cuerpo de los robots que actualmente fabricamos.
-¿Y dispone el doctor Flowers de algún humano para llevar a cabo su propósito? -pregunté con aire distraído.
-¡Je, je, je, je, je, jé! -se rió Abenámar.
-¡Ji, ji, ji, ji, ji, jí! -le acompañó Zoraida.
-¿Significan esas risas que ya lo tiene?
-O sea, que sí, ¿no es así? -contesté por ellos.
-Continuemos el recorrido por nuestra Alhambra. Vuestra curiosidad se irá disipando conforme avancemos -prometió Abenámar.

Bajo una arquería de mocárabes, pasamos al Patio de los Leones, según anunció Abenámar, sorprendiéndonos las bellas columnas de sus galerías y, mucho más, el no descubrir a ningún león en torno a la fuente.
-¿Y los leones? -preguntó Samuel.
Zoraida se adelantó unos pasos, dio varias palmadas y, de inmediato, salieron por la puerta de la Sala de los Reyes, doce leones trotando que, dóciles y silenciosos, fueron a colocarse alrededor de la fuente.
Bastante recelosos, entramos en aquella sala, vigilada desde la bóveda por reyes musulmanes.
-¿Véis esas figuras de arriba? En ellas nos inspiramos para algunos de los robots que tenemos en proyecto -manifestó Abenámar.
-Buena idea -dijo Samuel-. A ver si lográis perfectos líderes que cambien el mundo.

A continuación pasamos, por una artística puerta con adornos de taracea, a la Sala de Dos Hermanas. En ella y sobre cada una de las losas centrales había sendos quirófanos.
-Aquí operamos a Arthur -confesó Abenámar- y esta misma noche realizaremos la operación de Johnny y del candidato humano.
Para disimular la impresión que nos causó esta confidencia pregunté:
-¿Qué son esas inscripciones que se ven en las paredes?
-Son hermosos poemas que cantan el gozo de dos ríos uniéndose en el mar -comentó Abenámar.
-¿Y cómo sabes que son hermosos?
-Porque están formulados en términos que se ajustan a las normas de la estética -dijo.
-Y, cuando los leéis o escucháis, ¿sentís agrado, placer o alguna afección gratificante? -pregunté, curioso.
-En absoluto -respondió Zoraida-. Ni leyendo esos poemas, ni escuchando música sublime, ni realizando egregias acciones. Aunque tampoco lo echamos en falta. ¡Ji, ji, jí!
-Precisamente, ésa es la meta soñada por el doctor Flowers -declaró Abenámar-: que nosotros, sus máquinas, mucho más inteligentes y sabias que los humanos, lleguemos a ser sujetos conscientes de nuestro saber, capaces de sentir toda clase de afecciones.

Luego avanzamos por la sala y entramos en el Mirador de Daraxa.
-Aquí, el doctor Flowers suele organizar sus juerguecitas con algún amigo o con nosotros los robots, en especial con Calipso -reveló Abenámar.
-¡Qué pillín el doctor Flowers! -exclamó Samuel.
-¡Pillín, pillín! ¡Je, je, je, je, jé! ¡Ji, ji, ji, ji, jí! -rieron a dúo Abenámar y Zoraida.
Abenámar nos condujo, después, por el Jardín de Daraxa, resplandeciente cual bandeja de plata, hasta el Peinador de la Reina. Los vivos colores de los frescos de sus paredes refulgían bellísimos, atravesados por la misteriosa luz irradiante del interior de aquéllas. Subimos a la alta galería, desde la que se dominaba un extenso y fantástico paisaje.
-Ahí están las habitaciones del doctor Flowers -dijo Abenámar, señalando al Palacio de Carlos V.
-¡Qué categoría! -alabó Samuel- ¿Y qué plantas son las de ese extenso terreno?
-Es la viña con que elaboramos el vino al que tan aficionado es el doctor -dijo Zoraida.
-Y aquello debe de ser Sierra Nevada -alardeé de erudito.
-No -me corrigió Zoraida-. Es el Bernina, un macizo alpino.
-¡Quién lo diría! Tan cerquita de la Alhambra -exclamé, nostálgico.
-Realmente prodigiosa -añadió Samuel-, esta máquina insigne, tanta riqueza...
-¡Por Jesucristo vivo, cada pieza vale más de un millón!
-No te embales, Tinterico, que te conozco. Lo que se ha perdido Don Quijote...
Durante unos instantes permanecimos callados, con los brazos apoyados en la barandilla. Abenámar pegado a Samuel, y Zoraida junto a mí, tocándome con el codo.
Súbitamente, en la celeste bóveda captamos, zigzagueante entre las estrellas, el reflejo de los pensamientos que, en aquel momento, florecían en la mente de Samuel y en la mía: Samuel transformado en Abenámar y yo en Zoraida.
-Pero, Samuel, ¿en qué piensas? -le advertí.
-Ya ves, Tinterico, en veleidades como tú -me contestó, mientras Abenámar y Zoraida brincaban riendo.
De pronto, Samuel se puso serio y preguntó a Abenámar:
-¿Tú crees factible lo que pretende el doctor Flowers? Respóndeme, por favor, con la mayor obdjetividad y riqueza de datos de la que seas capaz.
-Mirad, amigos. El doctor Flowers es muy sabio. Yo -y digo "yo" para que me entendáis- soy obra suya. Me ha hecho tan perfecto que, en muchos aspectos, como son en inteligencia y en memoria, le supero con creces. Prueba de ello es que los demás robots y cuanto véis en este recinto es obra principalmente mía. Pero carezco de conciencia. Estoy contestando a vuestras preguntas de acuerdo y por exigencias del sistema lógico que me han insertado. Es ese sistema el que os está contestando, pero nadie dentro de mí es consciente de ello. Mi sistema lógico comprende que sería fantástico ser consciente del propio pensamiento, sentir emociones, tener un yo. Es el sueño del doctor Flowers. Él cree que un día lo conseguirá con mi ayuda. Pero, realmente, es muy complejo conseguir el robot puro y consciente, a corto plazo. En estos momentos estamos trabajando en ensamblar el robot máquina con un sujeto dotado de conciencia, ya sea insertando inteligencia artificial en un humano, como es el caso de Arthur, o, a la inversa, insertando inteligencia humana en un robot, como es el caso de Johnny.
-¿Johnny? -preguntamos al unísono Samuel y yo.
-Sí. Bajemos a la planta de la estufa y os enseñaré algo -dijo Abenámar, cogiéndonos del brazo.

Precedidos de Zoraida entramos en una cámara iluminada con luz violeta, en la que había un diván blanco en el ángulo izquierdo, con cables y clavijas colgando de la pared, así como tubos surtidores de líquidos y gases procedentes de depósitos colocados en una alacena. Al otro lado, sobre una mesa, se alzaba el monitor de un ordenador.
-Esta es la habitación de Johnny -dijo Abenámar-. Johnny es un robot superinteligente, que acabamos de fabricar. Cuenta con una sofisticada estructura orgánica, apta para recibir un cerebro humano.
-¡Cielo santo! -exclamó Samuel, con estupor- Eso ya lo intentó Frankenstein.
-¡Je, je, je, je, jé! No, por favor -protestó Abenámar, riendo-. Aquello fue una cutre chapucería. Atended a la pantalla.
En ella, Abenámar y Zoraida fueron mostrando y explicando, detalladamente, la complicada organización y mecanismo de Johnny: el recipiente craneal en el que afluyen y refluyen múltiples conductos vasculares de distinta luz, conectados a gruesas arterias, procedentes de un aparato cardio-respiratorio; los terminales de las redes neuronales artificiales y circuitos electromagnéticos, preparados para acoplarse al cerebro; así como múltiples piezas, órganos y módulos. Todo ello enlazado a un pequeño pero excepcional laboratorio, combinado con un revolucionario ordenador.
-¿Y dónde está ahora Johnny? -pregunté.
-Johnny, desde que llegó el candidato, pasa largas horas con él, a fin de mentalizarlo, haciéndole ver lo mucho que ganará prestándose, libre y gozosamente, a la operación. Él lo mima, ofreciéndole toda clase de atenciones.
-¿Y en dónde tenéis hospedado al candidato? -volví a preguntar.
Como respuesta, Abenámar movió el ratón, logrando que apareciera en la pantalla la imagen de una sala con cúpula de estucos multicolores, por cuya abertura superior penetraba la plateada luz de la luna, frisos con poemas aljamiados, un alegre zócalo de azulejos en las paredes y una fuentecilla en el centro.
-Esta es la Sala de Abencerrajes -dijo Abenámar- ¿Véis, en la pared del fondo, una puerta con una celosía en la parte superior? Es la alcoba del sultán. Veamos quién está dentro.
Pinchó con el ratón sobre la celosía y, de inmediato, apareció en la pantalla el interior de la alcoba, decorada con alegres y sorprendentes motivos, fruto de una imaginación caprichosa y desbordante.
-¿Quiénes son los que están sentados a la mesa, charlando y riendo? -inquirió Samuel.
Abenámar agrandó la imagen y pudimos identificar a Sergio, el chico secuestrado por Arthur, con un collar dorado, ajustado al cuello y sujeto con una cadena a una argolla, fijada a la pared.
-Johnny es el mocetón pelirrojo, de camiseta floreada y pantalón corto a rayas verdes y blancas -dijo Abenámar-. Escuchad su conversación.
Johnny, con acento entre andaluz y gallego (curiosas reliquias del pasado migratorio) contaba a Sergio un viejo chiste: "-Excelencia -preguntaba el alcalde con extremada prudencia- ¿cuál de los tres himnos prefiere que le toquemos? Y el general, algo mosca, contestaba: -Tocadme, de los tres, el más largo".
Vimos a Sergio retorcerse de risa y a Johnny, decirle:
-¿Te das cuenta, Sergio, lo dichoso que serías formando unidad conmigo? Poseerías toda la ciencia, habilidades, dominio de idiomas y capacidad razonadora ilimitada; los conocimientos exigibles para ejercer cualquier carrera o profesión o gobernar a un país; y más áun, gozarías de ilimitada vitalidad y juventud.
-No puedo creer en tus palabras, ni en las del doctor Flowers. ¿Por qué me tenéis sujeto con esta cadena? -le contestó Sergio- Además, veo muy arriesgada esa operación. Me resistiré con todas mis fuerzas.
-Acuéstate y duerme un rato, querido -le decía Johnny, cogiéndole de las manos y llevándolo hasta la cama-. Mañana verás las cosas de otra forma.
Después, Johnny se acercó a la puerta, pronunció unas palabras que no logramos percibir, y salió de la alcoba, cerrándose la puerta automáticameente tras él.
-Como véis, el joven candidato está algo reacio a la operación, pero Johnny logrará convencerlo. ¡Sería tan gratificante para ambos! -exclamó Abenámar con un atisbo de imposible emoción.
-Y vosotros -apuntó Zoraida, cogiéndome una mano- también deberíais decidiros a uniros con nosotros. ¡Sería maravilloso!
-¿Tú crees, chiquilla? -le dije, con cierta simpatía.

De improviso, unos arpegios de violín, espiralmente ascendentes, recorrieron el recinto, abortando nuestro incipiente flirteo.
-¡Atención! -alertó Abenámar- Es la señal de que acaba de llegar el doctor Flowers y su orden de que debemos salir todos a la explanada de la cabaña, con la máxima celeridad.
-¿Qué hacemos? -pregunté a Samuel, disimuladamente.
-De momento salgamos también y, mientras tanto, tratemos de averiguar la contraseña de entrada a la Sala de Abencerrajes -me susurró al oído.
Corriendo tras Abenámar, que nos antecedía, y seguidos de Zoraida, que nos pisaba los talones, cruzamos como centellas la ciudadela, traspasamos la puerta de la oreja y salimos por la de la cabaña.
El esperpéntico cuadro, montado en el centro de la explanada, nos dejó a los cuatro atónitos.
A la luz de aquella luna, grande y pajiza como un queso suizo, resplandecía la anaranjada figura de Don Quijote que, empingorotado sobre una gran piedra y moviendo los brazos como un molino, trataba de disuadir al doctor Flowers de su criminoso plan sobre Sergio y el robot Johnny.
Con pasmada admiración le escuchaban, sentados en la hierba, Calipso, el perro Pomposo y Sarasín, quien no perdía letra del discurso, abrazado a su violín; mientras el doctor Flowers, en pie firme ante Don Quijote, aguantaba el chaparrón con ojos que se le salían de las órbitas.
-¿Pero cómo es posible -le reprochaba Don Quijote- que a vuestra merced le haya brotado en el magín semejante barbaridad? Nada menos que el colocar el cerebro de una persona en un artefacto de plástico y hojalatas, como si de trasplantar una patata desde un huerto a un tiesto talaverano se tratara. ¿Cómo es posible que se haya cocido en su brillante caldero una idea tan perversa y cruel, aparte de falta de fundamento?
-Permítame, caballero abutanado y anclado en el medievo, que le aclare los siguientes puntos: ¿Ha llegado usted a darse cuenta de la inteligencia y destreza de Calipso y Sarasín? Se habrá percatado de que las poseen en grado eminente ¿verdad? Y ahí detrás -dijo señalando hacia la puerta de la cabaña- están Abenámar, mi mano derecha, y Zoraida, mi mano izquierda, que aventajan astronómicamente a Calipso y Sarasín. Con su preciosa cooperación, hemos creado una réplica de la Alhambra de Granada, debajo de esa cabaña. No la ha visto usted, naturalmente.
-No he tenido el gusto, Don Florencio... Si usted me invita a visitarla, encantado. Por cierto, ahora que me fijo, tiene su merced una buena nariz, reserva de 1965.
-Bien -continuó el doctor-, puedo asegurarle que es una maravilla. No puede usted ni sus compañeros valorar en modo alguno la capacidad y excelencia de estas criaturas mías. Sin embargo, a los cuatro les falta algo que el más estúpido ser humano tiene: la conciencia; el darse cuenta de lo que saben, de lo que dicen, hacen y son. ¿No es una desgracia? ¿No es plausible y digno de reconocimiento trabajar por dotar a esas criaturas de un yo consciente y despierto?
De pronto, todos los robots irrumpieron en un coro de lamentos:
-¡Por favor, sed nuestro yo! ¡Sed nuestro yo!
- Pero bueno ¿pensáis que un yo es un sombrero? Hasta ahí podríamos llegar -les amonestó Don Quijote y continuó dirigiéndose al doctor-: Merece todo nuestro elogio, Don Florencio, pero reconozca que sus proyectos científicos, por muy revolucionarios y prometedores que sean, no le dan derecho a destrozar a un ser humano.
-Usted y sus compañeros -dijo el doctor, volviendo la cara hacia nosotros- están muy equivocados. En primer lugar, si yo llego a realizar en un ser humano la operación de unirlo a un robot ciber-sapiens es porque le doy garantías de que seguirá siendo y sintiéndose él mismo, con las fabulosas ventajas de convertirse en un super genio, dotado de perenne juventud y longevidad asegurada. Además, jamás haré semejante operación sin consentimiento del candidato humano.
-¿Ah, sí? -intervino Samuel- ¿Y por qué tenéis encerrado, en la Sala de Abencerrajes, a nuestro amigo Sergio, si él detesta ese maridaje con Johnny que le habéis propuesto?
-Un momento -repuso el doctor-. Todos mis robots, incluido Johnny, saben que la libertad del candidato para aceptar o rechazar la propuesta de operación es sagrada y debemos todos respetarla.
-¿También cree usted que Arthur está dispuesto a respetarla?
A la pálida claridad de la luna vimos tornarse el flameado rostro del doctor en violácea lividez.
-¿Arthur? ¿Dónde está Arthur? ¿Le habéis visto llegar? -preguntó, visiblemente alarmado.
-Puedo certificar, doctor -declaró Sarasín, poniéndose de pie-, que por esta puerta de la cabaña no ha entrado.
-¿Y si le ha dado por entrar por la que hay junto al río? ¿Eh, genios? Rápido, todos a la Alhambra a impedir que Arthur cometa algún disparate. ¡Corramos a defender la ciudadela y al candidato! -ordenó el doctor.
En aquel preciso instante el agudo zumbido de una alarma sonó estremecedor.
Miientras los robots entraban en la cabaña siguiendo al doctor, nosotros nos quedamos mirando un instante.
-¿Qué hacemos? -dijo Samuel- Sergio nos necesita.
-Vamos adentro -le contesté.
-¡Atención! -gritó Don Quijote, a quien vimos saltar de la roca y acercarse a la izquierda de la cabaña hasta el borde del barranco, seguido del perro Pomposo-. Por esa vereda que parte al pie del precipicio, junto al río, suben corriendo dos figuras humanas, un hombre y una mujer.
Nos acercamos Samuel y yo a comprobarlo, cuando, repentinamente, escuchamos una formidable explosión y vimos saltar por los aires la cabaña, hecha astillas, haciendo retemblar el monte sobre el que nos hallábamos, al mismo tiempo que veíamos salir un torrente, como de roja lava, por una oquedad abierta justo en el punto de partida de la vereda. La pareja se detuvo a contemplar cómo se hundía en las frías aguas del río, con salvaje crepitación, aquel enorme brazo de materia fundida, despidiendo fuego y humo.
Y también descubrimos, a medio kilómetro más allá del río, las luces traseras de una furgoneta negra, escapando de la catástrofe por el estrecho camino entre los árboles.
-Abenámar, Abenámar, ya no verás más la Alhambra -suspiró Samuel-... ¿Y qué habrá sido de Sergio?
-¡Eh, amigos! -oímos gritar a la chica, saltando y moviendo los brazos, al igual que su acompañante.
En pocos minutos, sorteando rocas y ramajes y brincando por la sinuosa vereda cada vez más empinada, llegaron hasta nosotros, siendo agasajados por Pomposo con saltos y ladridos.
-¡Pero si es Nuria -exclamó Samuel-, la chica que faltaba cuando despegamos del pantano!
-Es verdad... ¿Y cómo has llegado aquí? -pregunté, impaciente.
-Sí, señores, la mismísima Nuria, y éste mi amigo Sergio, a quien esos seres diabólicos han pretendido convertir en un monstruo. Ya os contaré mi odisea hasta conseguir liberarlo. Por supuesto, gracias a vuestra ayuda.
-Afortunado tú, Sergio amigo, que tan intrépida, bella y enamorada dama se ha prendado de tí. No retires nunca de ella tus ojos y tu corazón -le felicitó y aconsejó Don Quijote.
-Gracias, amigos, por vuestro apoyo y felicitaciones -correspondió Sergio, entusiasmado-. Y aquí, ante vosotros y bajo esa luna que nos mira compasiva, prometo que Nuria será siempre mi paisaje preferido, mi estrella Polar, mi...
-Ya vale, Sergio, no te embales -le cortó Nuria-. Ahora corramos en persecución de Arthur, a quien hemos visto partir con pésimas intenciones. Lo que no sé es cómo.
-No te preocupes, muchacha -la tranquilizó Don Quijote-. Cuando, hace cosa de una hora, llegó el doctor Flowers, observé que dejó su todoterreno en el camino que parte de ahí enfrente, entre los abetos -dijo, señalando al otro lado del calvero-. Cuando oí el ruido del coche me acerqué con Calipso y Sarasín a recibir al doctor. Fisgoneé un poco el interior del coche, percatándome de que en él lleva radioteléfono y un GPS estupendo; y que dejó sobre el asiento un portafolios y las llaves puestas en el arranque.
-¡Perfecto! -exclamó Samuel- Ya tenéis vehículo para perseguir a Arthur. Seguro que se dirigirá al pueblo fantasma a completar el secuestro de vuestros amigos.
-Y vosotros ¿cómo viajaréis? -preguntó Sergio.
-En una nave aérea, superrápida y supercómoda, que les obedece a pedir de boca -explicó Nuria, sorprendiéndonos.
-¿Y cómo sabes que es tan cómoda y obediente? -le pregunté.
-Es que... -titubeó Nuria.
-Bueno, bueno -propuso Samuel-. Como el coche del doctor tiene radioteléfono, tú, Nuria, puedes llamar al broche emisor de Tinterico, marcando el 373737, y diciendo a continuación "atiéndeme en un periquete"; de manera que, mientras perseguimos a Arthur -vosotros por abajo y nosotros por arriba- nos cuentas los pormenores de vuestra aventura.
-De acuerdo, así lo haremos -aprobó Nuria.
-¿Comprobamos, antes de marcharnos de aquí, si ha podido salvarse algo o alguien de la destrucción, en el laboratorio subterráneo? -pregunté.
-Aparte de que intentar entrar ahí sería vana labor, resulta además imposible, ya que el interior del laboratorio se ha derretido, convirtiéndose en una ardiente masa gelatinosa, según me explicó Johnny que ocurriría, si alguien llegara a activar la orden de Holocausto -puntualizó Sergio.
-¡Lamentable pérdida! Y todo por el orgulloso deslumbramiento de la propia inteligencia que puede llegar a eclipsar al sentido común -sentenció Don Quijote.

A continuación, Nuria y Sergio, seguidos de Pomposo, subieron al todoterreno, partiendo veloces en pos de Arthur.
Nosotros entramos en la bolavoláptera, que plácidamente se inflaba y desinflaba, respirando medio dormida entre los árboles. Tan pronto como nos sentamos en el mullido sofá, la nave se hinchó como un pavo y se elevó por los aires, cabriolando ante la luna. Don Quijote dio orden a la janua-témporis de volar, atenta y sosegada, en la misma dirección y velocidad que el todoterreno en que viajaban Nuria, Sergio y Pomposo.
Una vez que restauramos fuerzas, chupando de los nectarinos tubillos colgantes de la bóveda, nos arrellanamos en el sofá, dispuestos a escuchar a la joven pareja.
Muy pronto oímos la cantarina voz de Nuria:
-Treinta y siete, treinta y siete, treinta y siete, atiéndeme en un periquete.
-Adelante, Nuria. Te escuchamos -le contesté.
-Bien. Las peripecias han sido tantas que podrían darnos la uvas del 2025 si las cuento minuciosamente. Pero procuraré ser breve y concisa. ¿Cómo conseguí llegar a Suiza desde el pueblo fantasma? Muy fácil. En el camarote en que estuve encerrada en el caserón del pantano, encontré una bolsita en la que había un minúsculo spray con un pulsador en cada extremo, así como una nota, con el siguiente texto: "Si te rocías apretando el pulsador (1), te vuelves invisible. Si lo haces apretando el pulsador (2), recuperas la visibilidad. Para tí Arthur, con cariño. Arturito". Me hice invisible y viajé en vuestra nave, acurrucada en un rincón y aguantando la risa que me producía veros y escucharos.
Después estuve en la conferencia del Romance Hotel, hasta que vi a Arthur salir, precipitadamente. Corrí tras él y me colé en su furgoneta sin que me viera.
Durante el viaje, hasta llegar al laboratorio de la montaña, fui escuchando el diálogo entre Arthur y Arturito. De esa forma me enteré de que el doctor Flowers había insertado en el cerebro de Arthur redes neuronales artificiales y microchips con abundante información y potenciadores de sus facultades intelectivas, pero que no habían alcanzado el éxito esperado por el doctor. Por el contrario le habían provocado desajustes mentales, paranoias y pérdida de sentimientos humanos, así como reacciones propias de una mentalidad infantil. También confesó a Arturito que desde que atropelló a los lechuzos, tiene alucinaciones en las que ve los ojos acusadores de la lechuza, dejándolo hipnotizado. Y le comentó, además, su temor de ir a la cárcel, después del escándalo organizado en el Romance Hotel, si no actuaba rápido, eliminando cualquier prueba que le implicara en el secuestro y operación de Sergio. Él no veía otra salida sino la de acabar con Sergio, con el doctor y con su obra del laboratorio alpino.
Como Arthur -asesorado por Arturito- se conocía todos los secretos del refugio y sabía que, además de la entrada por la cabaña, existía otra entrada al pie del monte, junto al río, llegó hasta ella por el camino que termina en sus proximidades, dejando la furgoneta junto al puentecillo de madera.
Amparada en mi invisible apariencia, seguí a Arthur sin problema alguno. Cruzamos el río por el puente y llegamos hasta la angosta boca de la cueva, disimulada con los arbustos que crecen al pie del monte, junto al río. Entramos dentro de ella y avanzamos por un tramo en rampa. Luego subimos por unas toscas escaleras de piedra hasta llegar a una puerta de acero, herméticamente cerrada, en la que se leía Acceso al Aljibe. Oí a Arthur decir:
-Utilizaré, para abrir la puerta, la clave oral en lugar del rayo rojo.
Y, a continuación añadió una frase que me hizo recordar un poemilla francés, aprendido en mis años escolares:
-Je suis le coq, cocorico!
De inmediato, la puerta se abrió y pasamos a un vestíbulo octogonal, recubierto de espejos deformantes, en suelo, paredes y techo. Arthur se colocó frente al espejo que le ensanchaba la imagen desde la cintura a los pies, adelgazándosela y alargándosela, como una caña, desde la cintura hasta la cabeza. Posó las yemas de sus dedos índice y meñique en la intersección de la parte ancha y estrecha de la imagen. En seguida, el espejo se levantó, dejando una amplia abertura por donde pasó Arthur, y yo pegado a él.
Salimos al Patio de los Leones. Arthur corrió, bajo la galería de columnas de mármol blanco, hasta la puerta de la Sala de Abencerrajes, sacándome una ventaja de varios pasos, suficientes para que yo no captara la frase que pronunció ante la puerta de la sala. No obstante, logré entrar en ella antes de que la puerta volviera a cerrarse.
Arthur fue a la ventana y cogió algo junto a la columnilla de enmedio. Luego se acercó a la cama en la que se hallaba Sergio, encadenado a la pared. A la tenue claridad de la luna, que penetraba por la ventana ajimezada, le vi abrir los ojos, sorprendidos ante la odiosa presencia de Arthur y sus cínicas risotadas.
-¿Ves esta llave de oro, querido? -le dijo, balanceándola entre sus dedos- Con ella podría liberarte de ese collar de perro. Pero no. Vengo a darte el último jaque- añadió, dejando la llave junto al ajimez de la ventana-. ¡Ja, ja, ja, ja!
Después pareció abstraerse un momento y se puso a dialogar con Arturito:
-¡Vamos, Arturito! Dime, rápido, los pasos finales de este baile. Ya me entiendes.
A lo que Arturito contestó ordenada, aunque precipitadamente:
-Uno, ir al Cuarto Dorado. Dos, cambiar en el ordenador la clave de acceso al programa de seguridad del recinto. Tres, activar la alarma de emergencias. Cuatro: activar el Holocausto, con un retardo de cinco minutos, tiempo suficiente para volver y escapar por la salida del río.
Rápidamente Arthur fue a la puerta y susurró las palabras clave que, tampoco ahora, conseguí escuchar con claridad. La puerta se abrió y se cerró tras salir Arthur.
Saqué del bolsillo el spray bicorne y apreté el pulsador (2), rociándome el cuerpo generosamente. La impresión de Sergio, al verme ante él, le hizo dar un bote mayúsculo sobre la cama.
-¿Eres tú Nuria de carne y hueso -preguntó con ojos y voz de alucinado- o eres una aparición.
-Sí, querido, soy Nuria. Ya te contaré. Apresurémonos a salir de aquí -le dije, mientras corría a la ventana por la llave y le liberaba del collar-. Ahora veamos cómo salimos. ¿No has oído las palabras que Arthur ha pronunciado para abrir la puerta?
-Me ha parecido oírle una frase que terminaba en algo así como Teodorico.
-¿Teodorico?...
En aquel momento comenzó a sonar la estridente alarma de emergencias.
-¡Dios santo! ¿Cómo seguía la poesía?
-¿Qué poesía? -me preguntaba Sergio, mirándome como si hablara con una loca.
Me estrujé la memoria tratando de recordar aquella fabulilla francesa, que empezaba: Je suis le coq, cocoricó! ¿Cómo seguía después? Era algo sobre la cresta.. Ma crête... Sí, sí: Ma crête sur mon bec se dresse. Y el tercer verso era... A ver, aver... Claro, era: rouge comme un coquelicot.
Inmediatamente, la puerta se abrió de par en par. Nosotros corrimos hacia el Aljibe, el vestíbulo de los espejos, en donde hice el truquillo de los dedos y pronuncié la clave del cocoricó ante la puerta de acero, permitiéndonos salir al pasadizo que baja hasta el río. El resto ya lo conocéis.

-¡Increíble! -exclamé.
-Nos congratulamos, jóvenes amigos -les felicitó Don Quijote- pues, aunque la fortuna os ha zarandeado como a un olivo, al fin os lo ha recompensado con creces.
-Y ahora -dijo Samuel-, mucha precaución cuando avistéis la furgoneta de Arthur. No os acerquéis demasiado y evitad que él sospeche que le seguís.
-¡De acuerdo, amigos! ¡Estad tranquilos! ¡Guau, guau! -contestaron a coro Nuria, Sergio y Pomposo.

Con éstas y otras charlas que volvimos a entablar con ellos, así como con los demás amigos del caserón del pantano, el largo viaje se nos hizo corto y entretenido. Tan corto que, cuando la luz del alba tiñó de rosa nuestra transparente nave, ya sobrevolábamos el puerto de Tornavacas, dejando en el aire una estela de pétalos que guió a Nuria, Sergio y Pomposo, como una estrella de oriente.
Envié un mensaje al ordenador del caserón, anunciándoles que Arthur llegaría muy pronto al pueblo fantasma con la furgoneta y que, siguiéndoles a discreta distancia, iban Sergio y Nuria, en el todoterreno del doctor. Rubén nos contestó diciendo que habían avisado a la policía y que ya se habían personado diez guardias, quienes detendrían a Arthur tan pronto como entrara en el pueblo. Por su parte, él y los demás amigos presenciarían los acontecimientos desde la torre.
Ya más relajados, y mientras contemplábamos el maravilloso panorama de las verdes montañas, con sus perfiles de fuego, descendiendo hacia las tierras extremeñas envueltas en blanquecina niebla de algodón, se le ocurrió a Don Quijote hacer una reflexión en voz alta:
-¿Será verdad, como decía el doctor Flowers, que estamos ya en el amanecer del octavo día?
-Quizás sí -opinó Samuel-, pero no como él lo entendía.
-¿Cómo entonces? -pregunté.
Mi pregunta quedó flotando en el aire.
-¡Mirad ahí abajo! -señaló Don Quijote- La furgoneta de Arthur acaba de dejar la carretera general y se ha desviado a la derecha, por una comarcal.
-Sí -precisó Samuel- ésa es la que pasa por encima del pantano y al lado del pueblo fantasma.
-La niebla es tan densa -dije- que apenas se distingue nada. Deberíamos acercarnos al máximo sobre la furgoneta de Arthur, si queremos presenciar su entrada en el pueblo y el recibimiento que le tienen preparado.
-No es necesario -dijo Don Quijote-. Ahora mismo doy orden a la janua-témporis de que nos proyecte, sobre la sutil y curvada superficie de nuestra nave, primeros planos de Arthur, de la furgoneta y de la carretera.
Así lo hizo y, al instante, apareció la negra furgoneta con los faros encendidos. Dentro vimos y escuchamos a Arthur, protestando, con rostro enfurecido, contra la niebla que apenas le permitía ver en un radio de cinco metros. No obstante Arthur apretaba el acelerador y golpeaba el volante con las manos, gritando:
-¡Cállate y no me atosigues con tus monsergas, Arturito de las narices! Me conozco estos andurriales como la palma de mi mano. Ya sé que estamos cruzando el pantano y que detrás de nosotros viene un coche sospechoso. A ver si tiene huevos de seguir a nuestro ritmo.
Y, diciendo esto, Arthur pisó a tope el acelerador. La furgoneta salió disparada como un obús entre la niebla.
De repente vimos que sobre el parabrisas de la furgoneta se posaba una hermosa lechuza, de cara blanca y acorazonada, con las doradas alas extendidas. Arthur gritaba y daba puñetazos al parabrisas, como un poseso. Pero la lechuza siguió pegada al cristal, mirando a Arthur con ojos de fuego, durante los pocos segundos que tardó la furgoneta en estrellarse contra la barandilla del puente y caer estrepitosamenete sobre las cenicientas y calmosas aguas del pantano.
Nuria y Sergio, percatados de lo sucedido, detuvieron el coche, salieron fuera y estuvieron mirando la arremolinada agitación del agua en el lugar del impacto. En seguida reemprendieron la marcha hacia el caserón del pantano.
-Me parece -dijo Don Quijote- que, por nuestra parte, hemos conseguido lo que pretendíamos: liberar a estos jóvenes de la peligrosa telaraña en la que habían caído.
-Sí, porque, respecto al desalmado Arthur, la lechuza se ha encargado de ajusticiarlo -declaró Samuel.
-Y, en cuanto al doctor -añadí yo, recordando con simpatía sus entrañables criaturas- es lamentable que, a pesar de su gran inteligencia, se apartara del sentido común hasta el extremo de no dudar en extorsionar a personas ajenas a sus descabelladas ideas.
-¿Ideas? -se preguntó y nos preguntó Don Quijote- ¿No os parece que deberíamos hacer una excursión al mundo de las ideas y tratar de aclarar las nuestras?

Después de dar varias vueltas sobre la superficie del pantano, sin ver ni sentir entre la niebla otra cosa que las grises aguas arremolinadas y eructantes, nos posamos sobre el caserón, en el momento en que Sergio y Nuria salían del coche, precedidos de Pomposo, y daban detalles del inesperado final de Arthur a sus compañeros y a los policías.
-¿Qué hacemos? -preguntó Samuel dentro de la bolavoláptera, iluminada como una atracción de feria- ¿Bajamos a la arena?
-Hum... -rezongó Don Quijote, escudriñando a los guardias que nos miraban pasmados-, mejor que no bajemos. No es por nada, pero ya tuve, en otros tiempos, algún problemilla con los de la Santa Hermandad.

Por lo que, desde aquella altura, nos despedimos de todos, deseándoles un futuro tranquilo y prometedor. Los jóvenes amigos correspondieron lanzándonos besos y cantando Cuando un amigo se va. Y, mientras veíamos volar, dentro de la bolavoláptera, el beso de Noelia, despegamos, rápido, con rumbo desconocido.
Un abrazo y seguid bien, amigos. Tinterico.

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