El extraño guardián del faro - (Cap. III y último)

viernes, 5 de junio de 2015





   ¡Fantástico amanecer el de este viernes, día uno de agosto de 2014! ¡Qué derroche de belleza en ese sol, despegándose del horizonte marino; esos plateados reflejos de las ondas calmosas; y la nívea espuma, al estrellarse contra la dura roca del acantilado! Y, ahora, pasadas ya varias horas, mientras me dirijo al pueblo en este viejo jeep, regalo del ayuntamiento, quedo fascinado por el verdor de los prados, moteado de preciosas florecillas. ¿Cómo es posible que haya tantos seres, espíritus dotados de entendimiento y consciencia, que no entiendan o no quieran entender el sentido de tan maravilloso espectáculo? Realmente curiosa la mente de los seres humanos, en su generalidad...
   Bien, pues hoy es el día fijado y publicado por mí en internet, para llevar a cabo el plebiscito sabanil de la vecindad de este pueblo cántabro, a favor o en contra de su alcalde, don Carlos Civantos. Allá, en mi lejano mundo extraterrestre, no tendría sentido estas movidas que se improvisan en el planeta Tierra, disparatadas en su gran mayoría, con repercusiones y complicaciones que a unos perjudican, a otros favorecen, pero que a todos entretienen de una forma o de otra. Vamos a ver cómo han reaccionado los convecinos de don Carlos, hasta ahora alcalde.
   Pero... ¿y esa pareja? ¡Ah, si son Bea y Leandro! Voy a adelantarles unos metros para recogerlos.


   -¡Hola, Bea y Leandro? ¿Vais al pueblo? Tonta pregunta ¿verdad? ¡Vamos, subid al coche!
   -Claro -dice Bea-, es 1 de agosto y queremos estar junto a Carlos, para apoyarle en el plebiscito sobre si quieren o no que siga de alcalde.
   -Como estamos sin coche... -añade Leandro- nos habíamos propuesto ir hasta el pueblo, dando un paseo. A Carlos le gustará verse arropado por sus amigos.
   -¿Y Alicia, Enrique y Róber, no van hoy a la playa? -pregunta Celso.
   -Sí -le dice Bea-. Ellos quedaron con los hijos de don Carlos y de Reme, y han madrugado más que nosotros para estar en la plaza del ayuntamiento, a las ocho de la mañana. Después piensan celebrar en la playa el buen resultado del plebiscito.
   -Por supuesto que el resultado será favorable -sostiene Leandro-. Lo contrario no tendría sentido. Carlos es un auténtico paradigma de alcalde.
   -Así es -confirma Celso-, don Carlos es un gran hombre, un gran alcalde, y cuanto él se proponga. Sí, esa es la grandeza del ser humano, de la que podéis estar muy orgullosos. Mucho más que nosotros, que apenas tenemos mérito, siendo como somos... Mirad, ya se divisa la preciosa perspectiva del pueblo, allá abajo agazapado, con sus tejados de almagre, cual una sonrosada sirena recostada en la playa, bajo el tibio sol matutino...
   -Ya se ven las ventanas y balcones de los edificios... ¡Mirad, es increíble! -exclama Bea- ¡Estos cántabros se han pasado, colgando sábanas en ventanas y balcones!
   -Es verdad -asiente Leandro-. Habría sido suficiente con que hubieran puesto la sábana en una sola ventana de cada vivienda.
   -¡Espectacular! -añade Celso- Don Carlos puede estar satisfecho. Una victoria apabullante.
   -¡Y qué sábanas tan bonitas, adornadas con esos primorosos bordados -dice Bea mirando con gran atención hacia las ventanas.
   -Seguro que más de una de esas sábanas las habrán escogido para quedar por encima de las vecinas de al lado, ¡ja, ja! -comenta Leandro, riendo.
   -Bueno, ya veis cuánta gente circula por las calles -observa Celso-. Mejor que dejemos el coche aparcado sin adentrarnos mucho en el pueblo, pues la mayoría de la gente va en dirección a la plaza mayor, en que se halla el ayuntamiento.

   Dejamos el coche al comienzo de una calle poco concurrida, y nos dirigimos a la plaza. El aspecto que ésta ofrecía resultaba espectacular. Decir que estaba "abarrotá" no era ninguna metáfora, tanto por la multitud en ella embutida, como por lo engalanada que se hallaba en ventanas y balcones, con tantas lujosas colgaduras sabaniles. Gracias a mis inmerecidos conocimientos y preternaturales intuiciones, enseguida localicé a Reme, con sus hijos Manuel y Paqui, junto a Alicia, Enrique y Róber.
   Fue Róber el primero del grupo que nos descubrió. Ellos estaban frente al balcón del ayuntamiento, ubicado al fondo de la plaza. Nosotros estábamos a la derecha de la plaza, bajo los soportales. Róber levantó la cara, nos miró y agitó  la mano saludándonos. Reme dejó el grupo de los chicos y se acercó hasta donde estábamos nosotros.

   -Pero, señor Revilla, ¿usted también por aquí? -dice Reme a un señor que estaba junto al grupo de Celso, Bea y Leandro, mirando muy atento al balcón del ayuntamiento.
   -¿Cómo iba yo a perderme esta ocasión insólita de apoyar a don Carlos, a quien aprecio y admiro desde que inició su andadura por la intrincada selva de la política, como alcalde modélico, por su honestidad, transparencia y entrega desinteresada al bien general de los ciudadanos; así como por su sentido común, que le empuja a actuar y decidir con independencia y libertad, eligiendo siempre la opción correcta, es decir, la racional, aunque no sea precisamente la del partido al que representa? Por eso estoy aquí, porque pienso como él. ¿Y ustedes están a favor o en contra de don Carlos?
   -¡Qué cosas tiene, señor Revilla! Yo soy Reme, la mujer de don Carlos, y estos señores: Bea, Leandro y Celso, son amigos suyos. Celso -dice, señalando a éste con la mano- es, además, el guardián del faro, quien ha preparado, por internet, este original plebiscito.
   -Pues, entonces, sois de los míos. Enhorabuena, Celso, ha sido una idea genial lo de las sábanas. ¿Y son ustedes cántabros?
   -Más bien no -dice Reme- Carlos y yo somos de Jaén. Bea, catalana. Leandro, de Madrid. Y Celso...
   -Yo soy extraterrestre -le suelta Celso, riendo y dándole la mano.
   -¡Eso está bien, que a España se añada una autonomía extraterrestre! -dice el señor Revilla, riendo a su vez- ¡Ya me parecía a mí... pues lo de las sábanas no es un protocolo muy normal de votación por estas tierras!

   De pronto,  en el reloj que corona el consistorio suenan las doce campanadas del mediodía. El secretario del ayuntamiento sale al balcón, se acerca al micrófono, previamente instalado, y anuncia que, en breve, don Carlos, el alcalde, va a dirigirse a los ciudadanos. Enseguida aparecen los concejales y el teniente de alcalde, precediendo a don Carlos. El secretario, tras estrecharle la mano, le invita a acercarse  al micro. Don Carlos comienza diciendo:


   -Queridos vecinos y amigos míos de este precioso pueblo que, aunque lejos del que nací, he llegado a quererlo tanto como a aquél... -un fuerte y unánime aplauso le interrumpe, durante medio minuto. Luego continúa:- Todavía no he asimilado, plenamente, el profundo sentido de adhesión y de reconocimiento a mi modesta labor como alcalde, en pro del progreso y bienestar del pueblo y sus ciudadanos, que habéis demostrado con vuestro simpático gesto. Vosotros también os estaréis preguntando cuál haya sido el motivo de este singular plebiscito. Os lo explicaré muy brevemente.   Celso, el guardián de nuestro faro, que, aparte de muchos recursos y un gran sentido del humor, tuvo la idea de organizar esta consulta a la ciudadanía de forma que, con ella, no se infringiera ninguna ley o norma. Consulta que creí necesaria, ya que, clandestinamente, gente poderosa del partido al que, hasta ahora yo venía representando, se había propuesto destituirme del cargo de alcalde. ¿Motivo? Porque, según ellos, mi gestión como alcalde es contraria a los objetivos perseguidos por el partido. Pero hoy, ante el hermoso despertar del pueblo, engalanado con alegres colgaduras, no puedo sino expresaros mi agradecimiento a todos vosotros, al conocer  vuestra inequívoca adhesión y aprobación a mi gestión municipal. ¡Gracias, gracias y mil veces gracias, amigos! Y, como soy enemigo de intrigas y enojosas enemistades, se lo he puesto muy fácil a quienes ansiaban mi destitución. Hace una hora he presentado mi dimisión ante la Junta Electoral. Así que, desde ese momento, me sustituye en el cargo el Teniente de Alcalde.

   Ante tal declaración, los asistentes al acto irrumpen en gritos y palabras de apoyo a don Carlos, pidiéndole que continúe al frente del pueblo.

   -No os preocupéis, amigos -les dice-. Pienso presentar, en el registro de partidos políticos, mi solicitud, datos y programa de un nuevo partido independiente, que deseo presidir y poner al servicio de este querido pueblo. No tardando mucho, ya os invitaré a una reunión informativa sobre el programa de ese nuevo partido, que deseo merezca vuestras simpatías y apoyo.

   Finalizado el acto de despedida,  don Carlos salió del consistorio, siendo recibido con aplausos y vítores, por la gran mayoría de asistentes. Muy sonriente y emocionado, estrechó la mano y abrazó a cuantos se le acercaron a felicitarle y darle ánimos en su propósito de formar un nuevo partido. Después se acercó al grupo de Reme y demás amigos, entre los que también se hallaba el señor Revilla, quien le abrazó y felicitó efusivamente:

   -Bravo, don Carlos, los auténticos y buenos políticos se imponen por los hechos, más que por discursos de autobombo. A juzgar por el hermoso espectáculo del pueblo ensabanado, es obvio que la gran mayoría está contigo. Y el hecho de tu renuncia a seguir de alcalde, para no renunciar a la racionalidad,  los principios éticos y la defensa del bienestar general de todos los ciudadanos, que tanto molestan a esos desaprensivos, aunque poderosos personajes, es la mayor garantía de que eres el mejor candidato.
   -Gracias, señor Revilla, eso mismo pienso yo de ti. Tu trayectoria política limpia y clara, y tus continuas declaraciones en defensa de una gestión política, presidida por la racionalidad y el bien general de los ciudadanos.

   Tras despedirse el señor Revilla, los chicos del grupo de amigos, se acercan a decirles que se marchan a la playa, hasta por la tarde. Los padres de éstos, así como Celso, deciden, en cambio, ir al chiringuito del Pisha, a tomar algo y cambiar impresiones sobre los últimos acontecimientos. Carlos y Reme marchan en su coche, mientras que Bea y Leandro  en el viejo jeep de Celso.
   El chiringuito estaba muy animado, ya que, muchos de los asistentes al acto de apoyo a don Carlos se habían acercado a celebrar el resultado del plebiscito. Juanito el Pisha, Encarna la Lechu y Pepi se multiplicaban y movían como en una película a cámara rápida. El Pisha, tan pronto como llegaron y tomaron asiento, se acercó, y tras felicitar a don Carlos y saludarlos a todos, tomó nota de lo que les apetecía. Enseguida volvió, haciendo malabarismos con una gran bandeja. Encarna y Pepi los saludaron de lejos, agitando las manos.

   -Bueno, amigos -dice Juanito-, así que celebrando el triunfo de don Carlos. No podría ser de otra manera. Y no es por halagarle y hacerle la pelota, don Carlos. Pero es que hay que estar ciego o tener un concepto muy equivocado y cabrón de lo que está bien y lo que no lo está, como es el de esos señores que se habían propuesto destituirle. Claro, no me extraña que  haya renunciado al cargo. Muy bien hecho. Así será más difícil que le tiendan trampas y dificultades los de dentro, que suelen ser los más peligrosos.

   -Así es, Juanito -le contesta don Carlos-. Menos mal que, gracias a Celso, descubrimos el plan, tramado para hundirme o algo peor.
   -Pues les ha salido el tiro por la culata... Pero, don Carlos, ¿qué piensa hacer ahora? ¿va a volver a la empresa en que antes trabajaba?
   -Hombre... tengo pedida la excedencia. Espero que no me pongan pega para reincorporarme.
   -Y si se la pusieran, y usted no tiene reparos, no hace falta que le diga que en el chiringuito del Pisha se precisan dos personas más, para atender a la numerosa clientela...
   -Muchas gracias, Juanito, bueno es saberlo. Ya te diré algo...
  -La verdad que quién iba a decir, hace dos meses -se lamenta Reme- que Carlos, tan querido, respetado y reconocido como buen alcalde,  fuera a dimitir hoy 1 de agosto, por las injustas y ruines maniobras de personas sin escrúpulos...
   -Pues ya ves nosotros, Reme. Nosotros vinimos a este pueblo ilusionados. Al principio todo nos fue de maravilla, pero mira cómo se nos han torcido las cosas. Róber con esas extrañas alucinaciones y, lo peor, la súbita y tremenda transformación de Adrián, de un padre y marido, cariñoso y cabal, a todo lo contrario -se queja Bea, sin poder evitar las lágrimas.
   -Así es, Bea -le dice Leandro, tomando su mano entre las suyas, y sin hacer alusión a su propia desazón con motivo de Celinda.
   -Qué duda cabe -razona don Carlos- lo dolorosas e inexplicables que son todas esas adversidades que, continuamente, nos acechan a los humanos a lo largo de nuestra vida y que cada cual interpreta y encaja a su manera. Yo, personalmente, conforme cumplo más años, me voy convenciendo más y más, de que nuestra razón posee la respuesta justa y verdadera a muchas de las preguntas o cuestiones que nos planteamos. Lo que pasa es que, muchas veces, rechazamos lo más obvio, por temor a que nos tomen por ingenuos y utópicos, o aceptamos lo más cómodo o lo que más halaga nuestro egoísmo.
   -Coincido con tu apreciación, Carlos -responde Celso, con los dedos de las manos entrecruzados y moviendo la cabeza, asintiendo-, y por eso, lógicamente, vosotros los humanos estáis sujetos a cometer muchos errores y claudicaciones, aunque, también, inclinados a muchos arrepentimientos y rectificaciones. Por eso, queridos amigos, Bea y Leandro, mantened una rendija, abierta, en las ventanas de vuestro corazón. Quizás Adrián y Celinda, recapaciten y se propongan rectificar su conducta, y os pidan perdón por su mala acción. Si ellos os piden que los perdonéis, no los rechacéis. Comprendo que quien ha sufrido una acción tan perversa e hiriente como la del rechazo, el desamor, y sobre todo el engaño, le resultará muy difícil y doloroso el perdonar y olvidar. Pero también es cierto que esa versatilidad con que los humanos actuáis, y esa capacidad de rectificar que tenéis, son características que engrandecen y hacen apasionante vuestro mundo, a pesar de esa otra faceta hiriente y cruel.

   Continuamos la entretenida tertulia durante dos horas o más, hasta que, tras acordar en que ellos hablarían con los chicos sobre el reunirse conmigo, en el faro, el quince de agosto, por la noche, para tratar con ellos cuestiones interesantes, dimos por finalizada la tertulia. Carlos y Reme se volvieron al pueblo en su coche, mientras que Bea y Leandro se vinieron conmigo. Los dejé a la entrada de sus casas y yo continué hasta el garaje que tengo, próximo al faro.

   Y llegó el quince de agosto de 2014, día festivo en todo el país, por motivos religiosos.
  De acuerdo con lo previamente convenido, Manuel y Paqui salen de su casa, sobre las siete de la tarde, provistos de sendos sacos de dormir y mochilas, con cosas para pasar la noche en el faro. Alicia, Enrique y Róber, también portando mochilas y sacos de dormir, van a su encuentro, dando un paseo, según habían quedado con ellos por whatshapp. El día  está transcurriendo, afortunadamente, sin la habitual tormenta que, cada tarde se viene repitiendo.
   Róber y sus vecinos amigos habían ya recorrido unos cien metros, cuando se encuentran a Paqui y a Manuel. Tras intercambiar alguna broma y los normales comentarios y preguntas sobre la entrevista que, enseguida, van a tener con Celso, se dan prisa para llegar al faro lo antes posible. Una vez allí, llaman al timbre de la puerta, mas nadie hace señal alguna de estar dentro, a pesar de las insistentes llamadas.  Paqui y Alicia deciden acercarse hasta la barandilla de protección que bordea el acantilado, próximo al faro.

   -Pero, Paqui -le dice Alicia-, ¿no ves a ese hombre que viene nadando hacia acá, como perseguido por un tiburón? Y ahora nos hace señas, alzando y agitando la mano...

   -¡Anda ya, si es Celso, el guardián! A ver cómo se las apaña para subir hasta aquí...

   Celso siguió acercándose, nadando, hasta la pared del acantilado, de forma que Paqui y Alicia ya no podían verlo, por lo que corrieron varios metros, al borde del precipicio, hasta un punto más avanzado hacia el mar, que les permitía ver las peripecias de Celso para subir por una estrecha escala de cuerdas, amarrada al tronco de uno de los eucaliptos, próximo al acantilado.

   -¡Venid, chicos! -grita Paqui, riendo- Aprended a hacer deporte de riesgo, con soltura y estilo de primera clase.
   -Es verdad -añade Alicia-, Celso está precioso con ese bañador rosa, ajustado, que le cubre desde el cuello hasta los tobillos, ¡ja, ja!
  -¡Bravo, Celso, eres un campeón! -le vitorean Manuel, Enrique y Róber, aplaudiéndolo.

  Celso aparece, enseguida, por el borde del acantilado, con sonrisa de oreja a oreja, haciendo el signo de victoria con entrambas manos.

   -¿Qué, no os animáis a daros un chapuzón? -les dice, riendo- Es una experiencia maravillosa, aunque, sinceramente, no os la recomiendo, pues es bastante peligrosa.
   -Celso, dice Alicia que tienes un bañador deslumbrante. ¿Dónde has conseguido ese modelito tan original? ¡Ja, ja! -bromea Manuel.
   -Bueno... Es un secreto. Si os portáis bien, quizás os lo revele esta noche, a condición de que no se lo contéis a nadie -contesta Celso, riendo a su vez-. No sabéis lo feliz que me hacéis con vuestra visita que, por supuesto, ya esperaba -les dice, lanzándoles besos al aire-. Vuestros padres, supongo, os habrán contado cosas sobre mí, que os resultarán extrañas y de difícil credibilidad. Aunque, hoy día, en este vuestro planeta, en que la tecnología ya ha avanzado bastante, os resultarán familiares muchas innovaciones que, hace sesenta años eran inimaginables para vuestros padres y abuelos. Y, ahora, con vuestro permiso, voy a cambiarme de indumentaria.

   Y, diciendo esto, Celso, alza los brazos, cual estiloso bailarín. Luego toma impulso y comienza a dar vueltas como una peonza. Tras varios segundos girando, aminora la velocidad hasta quedarse totalmente quieto. Y ¡oh cielos!, Celso aparece como un griego peripatético, con una túnica de raso blanco y una cinta violeta en torno de la frente y cabeza.

   -Pero, Celso, ¿cómo lo has hecho? -pregunta Manuel, maravillado y riendo- Si te dedicaras a la magia, te harías de oro, ¡ja, ja!
   -Es otro de mis secretos que, quizás, os explique ahí arriba -dice, señalando hacia la plataforma de la linterna del faro.
   -De secretos, nada, Celso -protesta Paqui-. Ya te recordaré todo eso que te vas guardando sin aclararnos.
   -Bien, chicos, ¡ja, ja! -dice, Celso, empujando la puerta del faro- Esta primera puerta que veis a la izquierda, corresponde al cuarto de la cocina, comedor y despensa. Y esa otra, a la derecha, es la del baño y w.c.
   -¡Qué curioso el zócalo que hay bajo la repisa de esas grandes ventanas que dan al acantilado! Parece un tablero de ajedrez, con los azulejos blancos y negros! -exclama Róber, observándolo atento.
   -Sí, muy original y de antiguo aspecto -dice Celso, mientras coge unas bolsas con refrescos y aperitivos, que hay sobre la mesa redonda en el centro de la sala. Luego les dice que le sigan, con las mochilas y sacos de dormir,  por la escalera de caracol, hasta la plataforma de la linterna.

   Una vez arriba, Celso les indica que se coloquen y depositen las mochilas y sacos de dormir al pie de la linterna del faro, bajo la marquesina que él ha desplegado, junto con una mesa y seis sillas plegables, colocadas en torno a la misma. Celso deposita las bolsas sobre la mesa y saca de ellas refrescos y aperitivos.

   -Vamos, sentaos y a picotear, mientras me hacéis preguntas sobre temas que os interesen aclarar.
   -¿?
   -¿Qué? ¿no se atreve nadie?
   -Es que... Así de sopetón... -se excusa Paqui, mientras los demás se ríen, solidarizándose con ella.
   -Bien, entonces haré yo una pregunta sobre el tema de la religión. Veamos si lo tenéis claro. ¿Creéis que el ser humano debe creer los dogmas y cumplir las normas, ritos y mandamientos, impuestos por su religión, con escrupulosa diligencia? ¿Qué opinas, Róber, sobre esta cuestión?
   -Pues, así de pronto... -titubea Róber, haciendo una breve pausa- Bea, mi madre, es una mujer cristiana, muy creyente y practicante. En cambio mi padre, Adrián, es el extremo opuesto. Él cree que la existencia carece de sentido, y que, tras la muerte y la desaparición del universo, no habrá otra cosa que la nada. Yo, en cambio, creo que existe un Dios, que ha creado cuanto existe, y que sus criaturas racionales deben venerarlo y comportarse de forma correcta, tratando a los demás con respeto y solidaridad, como hijos del mismo padre que somos. Pero no estoy de acuerdo con ciertas creencias y mandamientos. Por ejemplo: yo no le veo sentido a que la humanidad, en su conjunto o en forma individualizada, sea culpable del pecado de Adán y Eva que, por cierto, tal como lo cuenta la Biblia, parece un cuento infantil. Ni tampoco veo sentido a que Dios-Hijo tenga que padecer y morir para salvar a la Humanidad por sus pecados. Pues, aun cuando una concreta acción de una persona sea objetivamente inmoral, puede que el sujeto no sea totalmente libre, ya que actúa empujado por instintos, circunstancias o mil motivaciones personales muy complejas; aparte de que tampoco está muy claro lo que objetivamente es bueno o malo. Por ejemplo: ¿Es un crimen matar una mosca o a cualquier otro animal? (Risas a porrillo). ¿Por qué no lo es y, en cambio sí lo es matar a una persona? Además no veo coherencia al hecho de que Jesucristo haya muerto para salvar a la humanidad y, sin embargo, según la doctrina de la iglesia, quien muere en pecado mortal va derechito al infierno. ¿Cómo se entiende esto? Pues creo que lo más normal es que la mayoría muera en pecado mortal -si hay que entender el tal pecado como suelen explicarlo-, ya sea por no ir a misa o no cumplir algún otro de los mandamientos de la ley de Dios y de la iglesia. ¿Entonces qué clase de redención es ésa? No lo entiendo.
   -En mi caso -dice Enrique-, ni mi padre, ni mi madre tienen creencias religiosas. Según mi padre, Leandro, lo racional es aceptar como verdadero y auténtica realidad lo que se ve y se palpa.Tratar de averiguar quién, cómo, cuándo, por qué y para qué fue hecho el universo, no tiene sentido, pues el ser humano nunca lo sabrá, por mucho que cavile. Pero, con mayor motivo, son disparatadas ciertas doctrinas o creencias religiosas, tales como, por ejemplo, el hecho de que Dios, por un lado, dote al ser humano de determinados instintos naturales, y, por otro, le castigue con el infierno, por haberse complacido con fantasías o sensaciones eróticas. No le veo lógica en absoluto.
   -Es como el precepto, bajo pecado mortal, de asistir a misa los domingos y fiestas, o los de ayunar, no comer carne, confesar y comulgar y otros mandamientos y ritos sagrados -opina Paqui-. No creo que Dios tome en serio tales usos y costumbres trasnochados. Y, sin embargo, se vea como lo más normal del mundo la falta de solidaridad con los demás, la crítica injusta, la falta de honestidad, el maltrato, el rencor, el odio, y tantas prácticas malvadas e injustas contra los demás.
   -Sí -añade Alicia-, y como otras muchas prácticas de nuestra religión y demás religiones, muchas veces, infantiles, ridículas, inhumanas e, incluso, contrarias a la salud física y mental... ¿Cómo es posible, por ejemplo, que pueda satisfacer a Dios el murmullo, cansino y adormecedor, del rezo de un rosario?
   -Yo diría más -interviene Manuel-. Creo que es irracional y blasfemo pensar o decir que Dios trata de hacer infelices a sus criaturas, con prácticas o normas no exigidas por la razón, sino todo lo contrario, como muchas impuestas por la mayoría de las religiones.
   -Y lo que ya es el colmo de la incoherencia y de la sinrazón -añade Enrique- es la enemistad, rivalidad, enfrentamientos, odios, persecuciones, cruzadas, guerras, torturas, etcétera, contra los seguidores de otras religiones o de ninguna; así como las terribles penas y castigos aplicados a los infractores, pertenecientes a una determinada religión, por ejemplo los practicados por la santa inquisición. ¿Cómo no se dan cuenta, los que así actúan, que el Dios de su religión es el Dios de todos; que Él es el padre de todos y, por lo tanto, todos somos hermanos y debemos querernos y ayudarnos? Eso es lo importante. Lo demás son pamplinas o absurdas monstruosidades.
   -Y tantas otras prácticas monstruosas -insiste Alicia-, motivadas por el fanatismo religioso, injusto e irracional, de cualquier religión, que lleva a vulnerar los derechos de los demás, como pueden ser azotes, ablaciones, amputación de miembros, vejaciones, maltratos, torturas y "ajusticiamientos", con la conciencia pura y santa de haber agradado a Dios con su acción purificadora. Si eso es religión, prefiero no tener ninguna, como dice y hace mi padre.
   -Bueno y, puestos a enjuiciar actitudes o comportamientos ante problemas con soluciones controvertidas, ¿qué me decís de esas hipócritas e irracionales posturas pseudorreligiosas de intolerancia ante cualquier tipo de aborto, aunque se trate de las primeras semanas de embarazo y por razones sobradamente justificadas, como puede ser que el feto adolezca de malformaciones que afecten a órganos importantes; o embarazo causado por violación; o cualquier otra motivación racional? -pregunta Manuel, algo alterado- La verdad que este tema me irrita bastante, pues o yo no acabo de entender bien el problema, porque lo miro desde una perspectiva equivocada, o son los demás los que adolecen de poca lógica. Vamos a ver, yo me considero cristiano creyente. Pero no entiendo cómo las altas jerarquías eclesiásticas y del Estado se oponen al aborto porque consideran que la interrupción del embarazo trunca la vida de una persona. Yo no estoy de acuerdo con esa teoría. Mi sentido común me dice que un feto no es persona, y que el espíritu, destinado a unirse a ese cuerpo aún no acabado de formar, agradecerá esperar a ser destinado a otro cuerpo más normalito. ¿No os parece? ¿O es que el espíritu surge de la materia corpórea?
   -Estoy de acuerdo contigo, Manuel, en el planteamiento y solución de esa cuestión -manifiesta Enrique-. Y, abundando en ese tema, yo tampoco entiendo por qué los científicos, de creencias cristianas, consideran que si, en un futuro no muy lejano, fuera viable el trasplantar un cuerpo decapitado a una cabeza sana, esa operación no sería éticamente realizable. Y yo pregunto ¿por qué no? También yo pienso que es de sentido común que, si el cuerpo es para el espíritu un simple instrumento para poder interactuar en un mundo sensible, es lógico que, en el caso que se plantea, el espíritu esté alojado y animando la cabeza, ya que es, a través de ella, como principalmente se relaciona con el mundo. Por eso creo que sería legítimo implantarle a la cabeza el cuerpo que perteneció a otra persona.
   -Celso, te estoy observando y, por tu risueño semblante y relajada postura, juraría que estás disfrutando como un enano, como dicen en mi tierra, escuchando nuestras discrepantes, atrevidas e, incluso, heréticas opiniones -le dice Paqui, acercándose a él y palmoteándole en el hombro-. Tú, como privilegiado habitante de un mundo, al parecer, muy superior al nuestro; y dotado de capacidades cognitivas excepcionales, danos tu opinión sobre éstos nuestros balbucientes razonamientos.
   -Es cierto, Paqui, estoy disfrutando mucho, escuchando esas interesantes cuestiones que habéis planteado y que creéis que suelen ser tratadas y resueltas de manera nada conforme con los postulados de la recta razón. Os preguntaréis el por qué os he propuesto que me habléis sobre vuestras opiniones acerca del tema de la religión. Está claro, y quien no lo vea es porque está mentalmente ciego, o miente, alardeando de que le importa un rábano ese tema. Para bien o para mal, la cuestión religiosa (o filosófica, para los que lo prefieran) convive dentro de nosotros, desde que nacemos, o más exactamente desde que nuestro yo espiritual fue creado por el Espíritu Supremo. Tanto vosotros, los seres terrestres, como nosotros, los de mi mundo, hemos sido dotados de una inteligencia razonadora, capacitada para conocer la propia realidad (que incluye el yo espiritual consciente, más el instrumento corpóreo que nos permite interactuar en un mundo sensible, como bien ha dicho Enrique, anteriormente), así como la realidad exterior de ese mundo sensible. Gracias a esa inteligencia, y a poco que se reflexione ¿cómo explicar, si no es afirmando que ha sido una primera causa, superinteligente y superpoderosa, la que ha ideado y ha logrado hacer realidad el sistema lógico y óntico de todo lo que existe? ¿Y que esa causa no ha aparecido en un momento del tiempo, lo que sería absurdo, sino que, necesariamente, debe ser eterna, sapientísima y omnipotente? Que esa causa posee una entidad personal, que no puede confundirse con sus efectos, como pretende la teoría panteísta. Ya que también es una evidencia, para los de mi mundo y los del vuestro, la necesidad de reconocerse efecto y criatura de esa causa, supeditada a sus designios. Lo que no se entendería si cada ser, con conciencia propia, fuera parte de ese Dios panteísta. Y, también, que esa causa ha infundido, en cada ser autoconsciente, además de esa inteligencia, los sentimientos de amor, de solidaridad, compasión, misericordia, amistad, sociabilidad, justicia, respeto, humildad, generosidad, paciencia, etcétera, hacia los demás espíritus y seres creados por esa causa. Y la última y obvia conclusión a que llegamos en esa reflexión es que, entre esa Causa primera, que no puede ser otra que el Espíritu Supremo, es que entre Él y los espíritus creados por Él, existe una relación de Creador a criatura, o mejor, de Padre a hijos y, recíprocamente, de hijos a Padre, que no puede ser otra que la del amor, agradecimiento y esfuerzo en comprender, con la razón que Él nos ha dado, lo que Él espera de nosotros. Eso es lo esencial de la auténtica religión, y en lo que todas las religiones deben coincidir. Todo lo demás -ya sean normas, ritos, liturgias y demás particularidades de cada religión-, es indiferente y ajeno a la auténtica relación o actitud religiosa de los hijos para con su Padre, el Espíritu Supremo...

   Sobre éste y otros temas, preferentemente los relacionados con el mundo de Celso,  continuaron dialogando hasta bien entrada la noche, sin dejar de aderezar la charla con chispeantes ocurrencias. Después pasearon un poco por la plataforma, admirando el mágico cielo, que parecía iluminado por un sol de luz blanca y congelada, y el calmoso vaivén de las ondas marinas que, piadosas, besaban las rocas relucientes del acantilado.
   Viendo Celso que los chicos daban muestras de querer ya descansar, les propuso que fueran bajando al servicio y que extendieran los sacos de dormir bajo la marquesina, colocada en torno al soporte central de la linterna del faro. Paqui y Alicia colocaron los suyos con la cabecera al pie de la linterna y los pies en dirección a poniente, o sea hacia el pueblo. Manuel, Enrique y Róber, en cambio, los extendieron al otro lado de la linterna, cara a levante y al acantilado. Ya dentro de los sacos, ellos y ellas prolongaron la charla y bromas durante un buen rato. Celso les dio las buenas noches y bajó a acostarse a su cuarto.
   
   Serían las cuatro de la madrugada cuando, Celso -que soñaba, feliz, estar compitiendo con un grupo de gamos, en rápida carrera por un verde prado de su mundo extraterrestre- se despertó, sobresaltado, al escuchar los desconsolados gemidos de alguien, que anduviera por la sala. Rápido, saltó de la cama, con su pijama azul oscuro, salpicado de estrellitas plateadas. Salió fuera del cuarto, portando una linterna, y dirigió el haz de luz hacia el bulto acurrucado bajo la repisa del ventanal que da al acantilado, al otro lado de la mesa redonda del centro de la sala.
   
   -Pero, Róber, chico, ¿qué te pasa? -le dice Celso, cogiéndolo por los hombros y tratando de calmarlo.
 
Róber, tras serenarse un poco, le dice que había bajado al servicio y que, una vez fuera, se había acercado hasta la repisa del ventanal. Y, mientras contemplaba el fantástico panorama del mar semidormido, bajo la esplendorosa luz  de la luna llena, comenzó a oír la acostumbrada melodía de piano, en un tono apenas perceptible y, según le parecía, como si procediera del interior del zócalo ajedrezado de debajo del alféizar. Se agachó y aplicó el oído contra una de las losetas. Fue tal la emoción que sintió al escuchar tan vivos y cercanos los acordes de aquella melodía, así como tan estremecedores los sentimientos que despertaron en su ánimo, que no pudo evitar prorrumpir en sollozos.

   Celso lo tranquiliza y le acompaña a la terraza, ayudándole a acomodarse en su saco de dormir. Esperó un poco, apoyado en la barandilla, mientras buscaba una explicación al relato de Róber. Una vez éste dormido, Celso volvió a su cuarto a aprovechar las pocas horas de sueño que le quedaban hasta otro día.
   A eso de las seis de la mañana, los chicos se marcharon a sendear y desayunar en el pueblo.
   Por su parte, Celso, que había pasado el resto de la noche en una inquieta duermevela, aguantó en la cama hasta las ocho de la mañana. Luego se aseó, desayunó y, enseguida, se acercó al lugar en que, de madrugada, había encontrado a Róber, acurrucado y sollozando. Después, mientras realizó las habituales tareas domésticas y se preparó una frugal comida, no dejó de dar vueltas en su cabeza, buscando una explicación a las supuestas alucinaciones de Róber.

   Después de la comida, salió fuera del faro y dio un largo paseo por la senda que sube hacia el monte próximo. Y, aunque el día había amanecido soleado y despejado, cuando volvió del paseo, a eso de las cuatro de la tarde, el cielo se había encapotado con cenicientos nubarrones de tormenta. Ya en el faro, Celso se sentó ante la mesa redonda de la planta baja. Estuvo un largo rato con la cabeza entre las manos, mientras continuaba enfrascado en sus reflexiones sobre lo de Róber. El repentino fogonazo de un relámpago, seguido de un trueno formidable que se despeñó, monte abajo, desmembrándose en múltiples ecos, le sacaron de sus pesquisas. Se puso en pie y se acercó a la ventana. El mar se había alborotado y las olas se  estrellaban, estrepitosas, contra los acantilados, bajo el espectacular concierto de truenos y relámpagos. Luego volvió a sentarse ante la mesa y trató de recuperar el hilo de sus reflexiones. Él reconocía que, en su mundo, tales situaciones de inquietud, incertidumbre y temor, debidos a causas desconocidas, son prácticamente imposibles. Allí todo funciona conforme a una dialéctica estrictamente lógica y favorable para todos los espíritus que lo habitan. Pero, en este mundo terrestre "¿Por qué y con qué fin habrían de aparecer esas alucinaciones en la mente de Róber?" Celso cavila, realizando denodados esfuerzos por descubrir una explicación razonable, en medio del fragor de la tormenta. Hubo un momento en que quedó sobrecogido de espanto, viendo cómo una ola gigantesca avanzaba hacia el faro. Rápido, Celso, se echó al suelo y se acurrucó bajo el alféizar de la ventana, en el mismo sitio en que Róber tuvo la alucinación. En aquel preciso instante, un rayo, seguido de un brutal estampido, inundó de luz el interior del faro, permitiéndole descubrir en una de las losetas negras del zócalo, una diminuta estrella de David en uno de sus ángulos, quizás grabada, hace muchos años con la punta de una navaja. Aquel hallazgo acaparó su atención, distrayéndolo de la tormenta. Instintivamente golpeó con los nudillos sobre la loseta, emitiendo un sonido hueco. Luego golpeó sobre las losetas vecinas, percibiendo en todas ellas el típico sonido sordo y apagado, propio de un muro macizo. Sin pérdida de tiempo, Celso, cogió la linterna y un destornillador plano y de borde afilado. Rascó en las juntas de la loseta  y trató de extraerla, haciendo palanca, reiteradamente, en sus cuatro lados. Tras intentarlo durante unos minutos, escuchó un leve crujido y observó que la loseta se desprendía. Celso tiró de ella, confirmándose su sospecha de que, tras la loseta, había un pequeño nicho. Acercó la linterna y no pudo evitar una interjección de sorpresa, al descubrir, en su interior, un viejo cuaderno escolar, de pastas de cartulina gris. Rápidamente lo hojeó y observó. Se trataba de un relato autobiográfico, manuscrito por un tal Eusebio, que había ejercido de farero en aquel faro, entre los años 1933 a 1962, según leyó Celso en la primera línea del texto.

   En los días que siguieron al descubrimiento del manuscrito, Celso realizó indagaciones relacionadas con el contenido del relato, al mismo tiempo que investigaba una posible relación entre aquél y las alucinaciones de Róber. Afortunadamente, pronto logró conclusiones, en su opinión, bien fundadas, de manera que enseguida llamó a los amigos, invitándolos a reunirse el 23 de agosto por la tarde, en casa de Bea, para hacerles partícipes y comentar el importante descubrimiento del manuscrito.
   
   Y, en efecto. El sábado, 23 de agosto de 2014, a las cinco de la tarde, llegaron a casa de Bea, don Carlos el ex-alcalde, su mujer y sus hijos, Manuel y Paqui. A continuación se presentaron, también, Leandro con Alicia y Enrique. Y, a los pocos minutos, apareció Celso, portando una carpeta bajo el brazo, siendo recibido con efusivas muestras de afecto y de esperanzada curiosidad, ante la apresurada convocatoria de la reunión.

   -A ver, querido Celso -le pregunta Carlos, el ex alcalde-, ¿con qué buena noticia vas a sorprendernos?

   Bea y Róber habían preparado la mesa extensible, primorosamente, con un mantel de lujo y variados platos de aperitivos y bebidas, para picotear durante la reunión.

   -Un momento -ruega Bea-. Antes que nada, acomodaos como mejor os parezca. Y ya sabéis que estáis en vuestra casa y sobran todos los protocolos. Os agradezco que hayáis acudido a esta reunión,  más que nada para pasar un buen rato, como buenos amigos que somos, ¿no es así?
   -Por favor, Bea -le dice Leandro- ¿quién podría dudarlo?
   -Así es, amigos -interviene Celso- y lo digo con gran orgullo y dando el profundo sentido que, en mi mundo, tiene el vocablo equivalente al vuestro de "amigo". A todos vosotros os estoy muy agradecido, por la buena acogida que, desde un principio, me habéis brindado. Por eso, yo también he llegado a considerar vuestros problemas como míos propios, y trato de ayudaros en cuanto está al alcance de mis limitadas posibilidades.
   -Celso, querido, no seas modesto -precisa Carlos-. Es mucho lo que ya has hecho por nosotros y por todo este pueblo. Y ahora, por si fuera poco, nos convocas para darnos una importante noticia. Pues, adelante, porque creo que todos estamos en ascuas por escucharla.
   -Bien. No quiero alargar más vuestra espera -dice Celso, con risueño semblante. Pero os ruego que, mientras cuento, leo y comento todo lo que se refiere a esa noticia que os anuncio, actuéis con absoluta normalidad y libertad. Quiero decir que, desde ahora mismo, podéis empezar a degustar los ricos aperitivos y bebidas que Bea nos ha preparado. Y que tenéis plena libertad de movimientos y podéis interrumpirme, si necesitáis alguna aclaración.
   Dicho esto, os cuento. El viernes, quince de agosto, día festivo, vuestros chicos pasaron la noche en el faro. Habíamos estado charlando sobre interesantes cuestiones, en la terraza sobre la que se alza la linterna del faro, hasta cerca de las tres de la madrugada...
   (Celso continuó relatando todo lo ocurrido después de que los chicos se metieran en sus sacos de dormir, así como demás vicisitudes hasta descubrir el manuscrito de Eusebio).

   Pues sí. El hallazgo de ese manuscrito ha supuesto para mí un auténtico premio a mi constancia y confianza en que, antes o después, descubriría algo, estrechamente relacionado con las alucinaciones de Róber. Sin embargo, los comentarios, valoraciones y conclusiones los dejaremos para después de leído el manuscrito, ¿os parece bien?
   -Por supuesto, creo que es lo correcto. Somos todo oídos y estamos impacientes por escuchar el relato -dice Leandro, adivinando el deseo de todos.
   -Bien, amigos, como podéis comprobar -continúa Celso, mostrando el modesto cuaderno escolar, de pastas de cartulina gris, y alguna de sus páginas, manuscrita con cuidada caligrafía, inclinada a la derecha- tanto el cuaderno como la escritura se conservan en muy buen estado, hasta el punto de que cuesta creer que llevara cincuenta y tantos años encerrado en el hueco de esa pared del faro. Y, sin más preámbulos, comienzo  a leeros el texto:

   "Mi nombre es Eusebio Azcona, farero del faro de este pueblo desde el año 1933 y espero seguir siéndolo hasta el próximo año 1962, en que me jubilaré. Nací aquí el 1897 y, desde niño, sentí una singular atracción y fascinación por el faro. Siempre soñé con llegar a ser su farero, por lo que, desde muy joven, procuré informarme y preparar,  por mi cuenta, los temas sobre los que habría de ser examinado, para lograr la plaza de farero. La obtención de esa plaza supuso para mí la realización del mejor de mis sueños. Aparte del faro, como lugar de trabajo y dedicación a las tareas que el mismo requiere, me correspondía el poder ocupar, como vivienda del farero, un amplio caserón, ubicado a unos 150 metros del faro. Ese caserón lo formaban, en primer plano, la casa del farero propiamente dicha. A continuación se extendía un amplio terreno rectangular, tapiado en sus laterales, en que se alzaban no pocos árboles, algunos frutales, y bastantes arbustos. Y al fondo, cerrando el cuadrilátero y a pocos metros del acantilado, una edificación con varios locales destinados a taller, trastero, establo para animales y almacén.
   Yo estaba ilusionado con mi trabajo e, incluso, muy conforme con algunas de sus obligadas condiciones, tales como el aislamiento y la soledad, que, normalmente, son difícil de soportar para algunas personas. No obstante, no sé por qué, cuando ya llevaba un año de farero, en 1934, empecé a echar en falta la compañía de una mujer. Fue, entonces, cuando me enteré de la llegada al pueblo de una joven judía polaca, de nombre Judith, que, al parecer, había venido huyendo de la amenaza nazi. Ella había residido, durante el año 1933, en Santander (según me contó más adelante), y se vino a este pueblo en enero de 1934. En Santander estuvo dando clases de piano a chicos y chicas en edad escolar, aunque, también, a jóvenes de más edad.  Ese año le sirvió para aprender el suficiente español como para entender y hacerse entender en nuestro idioma. Aunque yo la conocía de haberla visto por el pueblo en alguna ocasión, no había charlado con ella detenidamente, hasta varios meses después.
  El origen de nuestra amistad fue fortuita y divertida, según me pareció en aquel momento maravilloso en que se produjo nuestro encuentro en el faro. Fue a primeros de diciembre de ese año, 1934, una mañana soleada y no demasiado fría. Eran las doce del mediodía, más o menos, y yo me daba un paseo entre el faro y el caserón, cuando, una de las veces que volvía hacia el faro, descubrí la esbelta y bonita figura de una joven, de sedosa melena rubia, con gorro de astracán blanco, ajustada cazadora de piel, pantalón y botines de color marrón muy claro, que, plácidamente, contemplaba el faro. Llegué hasta ella, la saludé y le dije que yo era el farero, y si deseaba ver el faro por dentro. Me contestó afirmativamente. La acompañé y expliqué todo lo que ella tenía curiosidad por conocer sobre el faro y mi trabajo de farero. Como ya era hora de ello, la invité a tomar algo a base de pescado y marisco que ella se ofreció a cocinar y nos supo a gloria.
   A mis curiosas preguntas ella fue respondiendo espontáneamente y con alegre talante. Me contó que ella había nacido en Varsovia en 1905, y que sus padres, hasta finales de 1933 habían tenido un negocio de joyería bastante próspero. Ellos, observando la gran afición y mucha sensibilidad musical que su hija poseía, la habían animado y ayudado a realizar la carrera de piano, en el conservatorio de Varsovia, entre los años 1920 y 1930. Obtenido el título, ejerció de profesora de piano en una prestigiosa academia de esa ciudad, durante dos años. Pero sus padres la aconsejaron a marcharse a España, ante el progresivo e imparable avance del partido nazi de Hitler, en su lucha por el poder, que amenazaba extenderse, incluso, a Polonia; y sobre todo por la declarada animadversión que ese partido mostraba contra todos los que ellos consideraban enemigos de Alemania,  muy especialmente contra los judíos, a los que culpaban de haberla traicionado en la guerra de 1914-1918. Y ese fue el motivo de venirse a España el año 1933. Aquí, en el pueblo, muy pronto conoció a una señora, de ochenta años, llamada Adelina que, según decía la gente, era una melómana adinerada que tenía y tocaba un piano alemán, muy valorado y elogiado por los entendidos. Esta señora le ofreció a Judith, desinteresadamente, el salón de su casa y el piano para dar sus clases, cosa que Judith aceptó y agradeció, encantada, a la buena mujer. Mas, Adelina, a los pocos meses, cayó enferma de neumonía que se le complicó, muriendo en septiembre de 1934. Hizo testamento a favor de un familiar, con la salvedad de que, a Judith, le dejaba el piano en herencia, así como el poder seguir dando las clases en su casa, mientras a ella le apeteciera.
   Todo esto me lo contaba con exaltado entusiasmo, que añadía a su agraciado rostro un atractivo que despertaba en mí, inrreprimibles deseos de besarla y de prolongar la sobremesa, indefinidamente. Fue mientras tomábamos café y una copita de licor cuando yo, más liberado de mi habitual cohibición y falta de trato con la gente -especialmente con las mujeres- me sentí con el suficiente valor y decisión para proponerle que se viniera a vivir conmigo a aquel caserón del farero. Su primera reacción fue la de quedarse mirándome fijamente a los ojos, sin mover una pestaña ni músculo de su rostro, durante varios segundos, hasta que soltó una carcajada, tan sonora, que fui yo, entonces, quien se quedó de piedra. "-Bueno, Eusebio, no te lo tomes a mal. Es que no me esperaba una declaración tuya, tan rápida e improvisada". Y, diciendo esto, me cogió la cara entre sus manos y me estampó un profundo y largo beso que me trasportó al paraíso.
   Rápido hicimos el traslado del piano al "caserón del farero". Judith se vino a vivir conmigo. Acondicionamos una de las dependencias del bloque del fondo del caserón, destinándola a sala de clases de piano. Temí que, con aquel traslado, Judith fuera a perder alumnos, pero ocurrió todo lo contrario, pues se apuntaron más. Durante los primeros meses, todo marchó entre nosotros como en un idílico sueño. Más no sé qué pasó por mi cabeza que, ya en mayo de 1936, comencé a experimentar unos terribles celos que yo no conseguía superar, por más que Judith trataba de tranquilizarme, asegurándome que todo eran imaginaciones mías, sin fundamento alguno. Mas yo desconfiaba de algunos alumnos, y me imaginaba lo peor cuando el viento me traía hasta el faro, como un eco acusador, los vibrantes acordes del piano. Mis celos, lo reconozco, me quitaban el sueño, el apetito, la paz y, creo que ya, lo que sentía por Judith no era amor, sino más bien un venenoso rencor contra aquellos alumnos y también contra ella misma y su piano.
   Mi estado de locura llegó a alcanzar tal magnitud que, en el mes de junio, como Judith se había ido a Santander, a pasar una semana con una amiga, yo aproveché para dar rienda suelta a una terrible venganza. Cuando Judith, ya por la noche, volvió al caserón, a lomos de una mula, acompañada de uno de sus alumnos "preferidos", yo la espiaba desde la terraza de la linterna del faro. El joven se despidió de Judith. Y ella lo primero que hizo fue dirigirse a la sala del piano. Abrió la puerta, encendió la luz y... Un grito desgarrador se le escapó de la garganta. Gritando y sollozando, Judith corrió hacia el faro, como alucinada. La puerta del faro la había yo cerrado con llave, por dentro. Judith, fuera de sí, miraba hacia arriba, tratando de verme en la terraza de la linterna. Al no conseguirlo, intentó aumentar el ángulo de visión, retrocediendo de espaldas hasta llegar a la barandilla de seguridad, próxima al borde del acantilado. Como seguía sin verme, traspasó la barandilla y retrocedió algo más, descubriéndome, al fin, junto a la linterna del faro, mientras yo la contemplaba, en silencio. Judith me increpaba, agitando los brazos, con los puños cerrados. "-¿Qué has hecho, malvado Eusebio? ¿Qué has hecho? ¡Eres un monstruo maldito! ¡Un demonio del infierno, donde vas a arder para siempre!"
   Y tal era su agitación, tal la rabia e impotencia que la dominaban que, retrocedió un paso más, cayendo por el acantilado abajo.    
   En aquel instante, me sentí realmente transformado en un monstruo abominable, cubierto de una leprosa capa de inmundicia, mientras me llegaban a los oídos los sones y acordes de aquel misterioso piano que, desde entonces, he venido escuchando, cada noche, desde aquel día de junio de 1936.
   Sin pérdida de tiempo, corrí al caserón, entré en la sala del piano, levanté la portezuela de madera que había, a ras del suelo, en el ángulo izquierdo del local y bajé hasta el sótano por la estrecha escalera. Durante una hora me dediqué a esconder, en aquel sótano, los restos del piano que, enloquecido, había desguazado con un hacha. Después salí corriendo hacia el faro y, tras coger una linterna, grande y de potente luz, bajé por la escala de cuerda del acantilado; dejé prendida la linterna en uno de los peldaños y me tiré al agua. Estuve buceando, un buen rato, en busca del cuerpo de Judith. Una de las veces que salí a la superficie, descubrí la lancha del guardacostas, corrí a la escala y le hice señas con la linterna. Se acercó el guardacostas. Le conté, llorando, que Judith había tenido un accidente fortuito, cayendo por el acantilado y que yo llevaba media hora buceando, exhausto y desesperado, tratando de encontrar su cuerpo. Aunque dos de los ayudantes buceadores del guardacostas estuvieron buscándolo bajo el potente proyector de la lancha, durante una hora, el cuerpo de Judith no apareció. Nadie me acusó de nada.
   Pasado un tiempo considerable, sustituí la portezuela de la escalera que baja al sótano, por una losa de hormigón con una argolla en el centro.
   "¿Por qué cometí aquella malvada y diabólica acción contra mi querida y adorada Judith?" Ésta era y es la acusación que mi conciencia me hace cada día al despertar. Y, cada noche, cuando me acuesto, es la música de su piano la que atrona mis oídos. Muchas veces he pensado en arrojarme desde el acantilado para morir como ella. Pero he preferido sufrir en el silencio y la soledad de este faro la penitencia por mi criminal y perversa acción. Y en el hueco que he abierto en la pared del faro, guardaré éste mi triste relato, a fin de honrar, de alguna forma a Judith. Diez de diciembre de 1961. El farero Eusebio Azcona."
 
   Y, hasta aquí -dice Celso, cerrando el cuaderno-, el relato de Eusebio el farero. Después de éste hubo otro farero, llamado Lázaro, el último, que ejerció como funcionario del Estado, desde 1962 a 1995, en que el faro dejó de prestar servicio como tal.

   -¡Impresionante relato! -exclama don Carlos- Pobre Judith. Huyó de la paranoia nazi y vino a caer en la paranoia de un desquiciado y simple aldeano cántabro, celoso. Como dice Celso, así es nuestra naturaleza terrestre: egoísta y desconcertante.
   -Ésa, ésa, es nuestra auténtica y dramática condición -añade Leandro-. Y dudo mucho de que el ser humano llegue un día a liberarse de ella.
   -Yo sí creo y espero que la humanidad seguirá progresando, y que la racionalidad, la solidaridad y amor a sus semejantes se acabará imponiendo en un futuro -vaticina Celso-.  ¿Y, ahora, qué os parece si nos acercamos al bloque del fondo, a esa dependencia donde Judith daba sus clases y donde, según el manuscrito, Eusebio escondió los restos del piano?
   -Por supuesto -dice Bea- que todos estamos impacientes por comprobar cuanto Eusebio narra en su manuscrito.

   Con evidente interés, impaciencia y entusiasmo, reflejado en el rostro de todo el grupo de amigos y en los chispeantes comentarios de todos ellos, especialmente de los más jóvenes,  entraron en el local en que Judith, hacía setenta y tantos años, haría vibrar de emoción el aire de aquella sala, con los melodiosos acordes que sus virtuosos dedos arrancaban a su querido piano. Pero, tras la muerte de Judith, el local debió de ser destinado a trastero, a juzgar por los cachibaches, herramientas, aperos y muebles viejos que allí se veían. Tal como Eusebio describe en el manuscrito, enseguida descubrieron, en el ángulo izquierdo, al fondo del local, la losa de hormigón, bajo la cual se hallaría la escalera de bajada al sótano.  Celso cogió una barra de hierro, por allí arrinconada, y fue a levantar la pesada losa, seguido de don Carlos y de Leandro, que iban provistos de sendas linternas. Entre los tres lograron removerla, después de repetidos intentos, pues dado el mucho tiempo transcurrido desde que Eusebio la colocara, parecía haberse soldado con los bordes del pavimento. Despejada la entrada, don Carlos  comprobó, con la luz de su linterna, el aparente buen estado de la escalera, hecha a base de escalones de mampostería. Primero bajaron él y Celso a echar una rápida ojeada al sótano. No viendo nada que pudiera suponerles algún peligro, avisaron a los demás para que bajaran, alumbrados con la linterna de Leandro. A la luz de las dos potentes linternas, lo que a primera vista allí se descubría, parecía repetición de lo de arriba: aparte de viejas piezas de la linterna del faro, había un baúl y tres cajas que contenían ropa, zapatos, gorros, chaquetas, vestidos de mujer joven, así como cuadernos de partituras musicales para piano, libros y fotos familiares. Al otro lado del sótano, en el rincón más alejado de la escalera, se distinguía un abultado conjunto de lo que fuera, cubierto con una recia lona oscura. Se acercaron don Carlos y Celso y tiraron de la lona. Los haces de luz azulada de las linternas de don Carlos y de Leandro mostraron, en toda su crudeza, lo que Eusebio había descrito en su manuscrito: "Un montón de fragmentos de negras maderas, cuerdas metálicas enmarañadas, teclas negras y blancas, machacadas salvajemente por un loco exterminador..."


   -Ahora comprendo las extrañas alucinaciones de Róber -susurró Bea.
   -Yo también -musitó Róber-. No lo acabo de entender, pero estoy seguro de que mi espíritu captaba la dramática experiencia de Judith.
   -Así es, hijo -aprobó Celso-. En este vuestro mundo terrestre, soléis tener, en general, un concepto de la realidad bastante burdo, pues, para la gran mayoría, la realidad no es otra cosa que materia. Cuando la verdad es que la materia, entendida como una pasta informe que rellena a cualquier ser, no existe. Por eso, las escenas de imágenes y sonidos de Judith y su música, que un día, fueron vividas, intensamente, por su espíritu, y que nadie ha aniquilado, ¿qué tienen de extraño que ahora los descubra el sensible espíritu de Róber, seguramente, potenciado por la proximidad espacial del lugar, así como por imágenes, sonidos y, sobre todo, vivencias espirituales de extrema conmoción y dramatismo?
   -Ya es hora de que la pobre Judith, y tú también, Róber, descanséis -les deseó Reme, abrazando al chico y dándole un beso.

   Y un aplauso, unánime y espontáneo, resonó en aquel sótano, como justo reconocimiento y desagravio a aquella joven judía polaca, víctima de la irracionalidad y monstruosa maldad que puede contener el corazón humano.
   Fuera ya de aquel deprimente local, que tales viejas vivencias encerraba, continuaron comentando la dramática historia de Eusebio y Judith, durante una larga media hora.
   
   Finalmente, Reme, sacó a colación la intención de don Carlos de informar a la ciudadanía, el domingo siete de septiembre, en la explanada próxima al faro,  sobre el partido político que había creado y registrado en el listado oficial de partidos. 
   A todos pareció muy buena idea, pero Leandro, con buen criterio, propuso organizar, con antelación, una modesta campaña informativa, que muy bien podrían llevarla a cabo los chicos y chicas del grupo de amigos, desde los todoterrenos de don Carlos y de Celso. A todos pareció una magnífica idea, fijando como fecha para realizarla el martes, dos de septiembre. Leandro se prestó a conducir el todoterreno de don Carlos, para que éste estuviera más libre y despreocupado en los menesteres  de saludar, lanzar sus mensajes y agradecer las aclamaciones del público. 


   Conforme a lo acordado, el martes 2 de septiembre, a las ocho de la mañana, Celso, en su holgado coche,  llevó a Bea, Leandro y a los hijos de ambos, a la casa de don Carlos. Y, una vez que los chicos, montaron en el todoterreno de Celso, y en el de don Carlos, lo hicieran él, Reme, Bea y Leandro, que iba de conductor, iniciaron la marcha. Con la megafonía, a todo volumen, dieron varias vueltas por el pueblo. Delante marchaba el coche de Celso, caldeando el ambiente con las alegres y afinadas canciones que los chicos cantaban para despertar la atención de la gente. Detrás, a discreta distancia, le seguía el otro coche, en el que don Carlos, por la ventanilla del copiloto, con el micrófono en la mano, se dirigía a los viandantes y curiosos, asomados a los balcones y ventanas, con ocurrente y chispeante discurso, animándolos a asistir el domingo, 7 de septiembre, a una charla informativa acerca del nuevo partido que acababa de crear.


   El domingo, dia 7 de septiembre, bien temprano, Celso y los hijos del grupo de amigos, se dedicaron  a montar, en la explanada próxima al faro, la tribuna destinada a la presentación que don Carlos habría de hacer, por la tarde, del nuevo partido político por él creado.

   Y, en efecto, a eso de las cinco de la tarde, llegaron muchos vecinos del pueblo, unos en coche y otros paseando. 
   Una vez que todos se acomodaron lo mejor que pudieron, con la ayuda de Celso y los amigos vecinos, llegaron don Carlos y Reme, con sus hijos Paqui y Manuel, siendo recibidos con aplausos y felicitaciones. Reme y sus hijos fueron a sentarse junto al grupo de amigos, mientras don Carlos subía al estrado y Celso ajustaba el micrófono y el volumen de los bafles. Don Carlos ruega silencio, a través de los altavoces y, enseguida, inicia su charla:

   -Mil gracias a todos los que os habéis acercado hasta este faro, tan entrañable y querido por todos los que aquí nos hallamos esta tarde, respondiendo a mi invitación de asistir a la presentación del nuevo partido que me pareció oportuno crear y registrar, tras dimitir como alcalde. Mi intención no ha sido otra que la de tratar de mejorar, en todos los aspectos, el gobierno del ayuntamiento de esta hermosa ciudad. Y, por supuesto, con la desinteresada colaboración de un grupo de ciudadanos, honestos y dispuestos a trabajar, de acuerdo con las directrices del programa que, enseguida, escucharéis.
   -¿Y cómo se va a llamar ese partido? -pregunta un mozalbete de una pandilla sentada detrás de los amigos de don Carlos.
   -Pues... el nombre quizás os sorprenda, antes de que os explique el porqué del mismo -le contesta don Carlos-. Lo he bautizado con el nombre de Costaleros del Estado.
   -¡No me jodas! ¡ja, ja, ja! - exclama el chico, contagiando su risa incluso a los hijos de don Carlos y amigos. Otros, en cambio, reaccionaron con cara de extrañeza, y no pocos mostraron una expresión reflexiva.
   -Vamos a ver, dejadme que os explique -dice don Carlos, riendo a su vez-. El motivo de ese nombre está en que el objetivo de este partido no es otro que el ponerse al servicio incondicional del Estado, es decir, de la ciudadanía. La preocupación del mismo será la de cuidar y atender al Estado, con el celo y dedicación, similares a los de los costaleros de esos magníficos y emblemáticos "pasos" de muchas procesiones españolas. Lógicamente, entre los postulados y directrices fundamentales del programa de este partido, deberán figurar los siguientes:
   * El fin primario del Estado es lograr el bienestar general de todos los ciudadanos. Por lo que este partido rechaza cualquier favoritismo en beneficio de una determinada clase o grupo social.
   * Este partido considera que el sistema político con mejores expectativas para la realización y consecución del fin del Estado es  el sistema democrático de pluralidad de partidos. Sistema que deberá regirse de acuerdo con una Constitución que, básicamente, garantice que el único soberano legítimo es el pueblo; que su legitimidad se fundamenta en la voluntad ciudadana expresada mediante el voto directo o representativo; y que garantice, también, la real independencia de los tres poderes, legislativo, judicial y ejecutivo, así como los límites justos de cada uno de ellos.
   * El político, que ejerza cualquier cargo público, deberá actuar plenamente al servicio del Estado, y no al revés. De lo contrario deberá ser destituido, de inmediato.
   * Con independencia de las ideologías políticas, económicas, sociales, religiosas, etc. a todo candidato a ocupar un cargo político en el gobierno del Estado, deberá exigírsele superar determinadas pruebas que garanticen su capacidad para dicho cargo, así como el poseer una trayectoria personal irreprochable, que evidencie el código ético y demás valores humanos que dirigen sus actos.
   * Este partido rechaza toda dictadura sistematizada, ya sea política, religiosa o de cualquier otro tipo que pretenda anular o restringir, injustamente, cualquiera de los derechos humanos, reconocidos como tales por la organización de naciones unidas.
   * Este partido rechaza -por injusto, insolidario y causante de desigualdades sociales, pobreza, guerras y otras calamidades- el principio del liberalismo radical, que defiende la total libertad, sin restricciones, para actuar y enriquecerse todo el que pueda y sepa, al margen de consideraciones éticas o, simplemente, humanas.
   * La constitución, o carta magna de un Estado democrático, deberá contener -aparte del texto, minuciosamente revisado y actualizado en su legislación, de acuerdo con las actuales necesidades de la ciudadanía- normas concretas, mecanismos y controles que garanticen el primordial objetivo y finalidad del Estado. De manera que hagan imposibles acciones delictivas como: la corrupción, el fraude fiscal, la malversación de fondos públicos, el blanqueo de capitales, los privilegios y tratos de favor a cualquier nivel, etcétera. Y una cosa muy importante también: que toda, toda, toda la actividad realizada por todo el que desempeña un cargo público, en el ejercicio del mismo o relacionada con él, se haga con absoluta transparencia.
   Y, como simple comentario, creo que, salvo esos irrenunciables principios, no tenemos inconveniente en aceptar los programas políticos de otros partidos, no incompatibles con ellos y que acepten estos nuestros.
 
   -¿Pues cómo vais a demostrar que sois transparentes y que nada de lo que hagáis quedará oculto? -le interroga uno del público, con una sonora carcajada.
   -Os va a sonar un poco a broma o tomadura de pelo, pero os aseguro que cuento con un aparato prodigioso que graba todo cuanto le ordena el autorizado y capacitado para ello, claro está. En mi caso, Celso, el guardián del faro. Él os podrá explicar, mejor que yo, cómo funciona ese invento.
   ¡Celso, por favor, continúa tú explicando y mostrando cuanto se refiere a ese increíble y prodigioso chivato! -le ruega don Carlos.
   -Bien -dice Celso, hablando por el micro-, mirad hacia la linterna del faro y ved qué hay sobre ella. Es una esfera, aparentemente de vidrio espejeante, que gira sobre sí misma, lentamente. Es un ingenio del mundo del que procedo. Y, entre otras aplicaciones, está la que don Carlos propone. Yo puedo dejarlo programado, de manera que en su superficie se proyecten las imágenes y se reproduzca el sonido de toda la actividad administrativa y gestora, en tiempo real, de todos los componentes del ayuntamiento, desde el alcalde hasta el último empleado. Al final de cada jornada aparecerán minuciosamente detallados, los extractos del movimiento contable de las cuentas del ayuntamiento, con indicación del nombre del autor de la operación.
   Esa esfera está protegida contra todo tipo de agresión o intento inútil de manipulación o desactivación. De darse alguno de dichos intentos, la imagen de la agresión y de su autor pasarían, de inmediato, a las autoridades competentes (policía, juzgado, etc.). Otra propiedad, también muy interesante, es la posibilidad de conectar con ella a través de internet. Lógicamente, una vez que don Carlos realice el procedimiento para su puesta en marcha, que sólo él y yo conocemos.

   Celso continúa su intervención, haciendo referencias a su mundo extraterrestre, sobre similitudes, diferencias, ventajas e inconvenientes en comparación con las condiciones terrestres. También alude a los probables contactos que, en un futuro no muy lejano, se producirán entre los de su mundo y el nuestro que, sin duda, serán muy ventajosos para los terrícolas.
   Percatándose que había no pocos incrédulos y bromistas, mofándose de sus palabras, se limita a decirles:

   -En breves minutos os libraré de vuestras dudas y desconfianzas.

   Y, haciendo con las manos un gesto de petición de silencio, al mismo tiempo que recorre, con la mirada, la mucha gente que se halla en la explanada, concluye su charla con estas palabras:

    -Bueno, amigos, ha llegado el momento de partir. Me vuelvo a mi mundo. Y, antes de hacerlo, debo expresaros mi agradecimiento por lo enriquecedora que ha sido mi estancia entre vosotros. Confiad en don Carlos y acoged, con buen ánimo, sus recomendaciones, basadas en la racionalidad, la solidaridad y demás valores éticos. Que ellas y el continuo agradecer, perdonar y pedir perdón acompañen siempre vuestros actos.  Tened la seguridad de que vuestra vida, en este mundo terrestre, con sus duras, trágicas y, muchas veces, incomprensibles condiciones y experiencias, está cargada de sentido.

   Dicho esto, Celso, abraza a don Carlos, salta del estrado y sale corriendo hacia el faro, en medio del absoluto silencio de aquel gentío que miraba absorto y sorprendido aquella súbita despedida.
   Enseguida reaparece sobre la plataforma de la linterna del faro, portando un envoltorio bajo el brazo. Lo extiende y lo muestra al público. Se trata de una membrana traslúcida y azulada, en forma de globo, con una abertura de unos tres decímetros en la parte de abajo. A continuación, Celso introduce la cabeza por dicha abertura, y el globo, rápido, parece succionarle, envolviéndolo con su membrana que permite ver la silueta de Celso, moviéndose en su interior. Él levanta el brazo y agita la mano en señal de despedida. Luego, da dos saltitos y, al tercero, el globo se alza por encima de la linterna del faro, gira sobre sí mismo, y, poco después, se  aplasta en forma lenticular sobre Celso, que se siente como en el interior de un gigante sandwich, aumentando sus giros y progresiva altitud, con asombrosa rapidez.
   Los amigos de Celso, irrumpieron en unánimes gritos de "¡Adiós, Celso, hasta pronto!" que, enseguida se multiplican, a lo largo de la explanada, como un eco repetido, de acantilado en acantilado, acompañado de besos y aplausos.
   Pasados unos minutos, la navecilla de Celso, que brillaba en el cielo como una lentejuela de oro,
se perdió tras el horizonte levantino. El numeroso público, asistente al acto, se fue retirando de la explanada; unos en sus coches y otros caminando y comentando las sorprendentes noticias y raras cosas, escuchadas y observadas aquella tarde.
   Don Carlos, Reme y sus hijos, tras comentar durante un buen rato con Bea, Leandro y los chicos, el desarrollo y fantástico final del evento,  se despidieron de ellos, y se marcharon en el todoterreno hacia el pueblo, en medio de las aclamaciones y vítores de la gran mayoría de los asistentes.

   Leandro, que caminaba junto a Bea hacia sus respectivas casas, se detuvo un momento. Se dio media vuelta y, mientras observaba la mágica esfera que Celso había dejado sobre la linterna del faro, dijo a Bea:
   -La verdad, Bea, que, ante cosas como las que acabamos de presenciar, sólo se me ocurre como comentario, el repetir la reflexión de aquél filósofo griego: "¡Sólo sé que no sé nada!
   -Yo, en cambio -contesta Bea-, creo que nuestra razón puede descubrir muchas recónditas verdades. Lo que pasa es que, con frecuencia, nos resulta más cómodo pretender ignorarlas.
   -Quizás estés en lo cierto, Bea, pero, hasta ahora, la verdad incuestionable a la que ha llegado mi razón, es que esta realidad y esta vida, que siento en mí y creo observar en los demás, es un misterio que cada cual entiende a su manera...
   -Por supuesto, Leandro, cada cual es quien ha de enjuiciar y decidir sobre lo que ha de creer. En estos momentos, yo suscribo la recomendación de Celso: "Que la racionalidad, la solidaridad y demás valores éticos, así como el continuo agradecer, perdonar y pedir perdón, sean norma constante en nuestra vida".

   En su calmoso y coloquial paseo de regreso a sus respectivas casas, Bea y Leandro hacían frecuentes paradas, por lo que Alicia, Enrique y Róber, que marchaban delante, se separaron de ellos un buen trecho. Ya se hallaban éstos muy cerca de sus viviendas cuando, a pesar de la reducida visibilidad crepuscular, vislumbraron a dos personas, sentadas en el realzado borde de la piscina comunitaria.

   -¡Mamá! -grita Alicia con indudable emoción, traspasando la verja y echando a correr hacia ella, por el parque interior.
   -¡Papá! -grita, a su vez, Róber, corriendo también.
   -¡No! ¡No pueden! ¡No deben ser ellos! -exclama Bea.
   -Sí, Bea, ¿Por qué no? Ya lo dijo Celso: "hay que perdonar".
   -¿Perdonar? Celso no tiene razón. Hay cosas que no se pueden perdonar en este mundo nuestro...
   -¡Por favor, Bea! Celso, aunque extraño e irónico farero, hay que reconocer que está cargado de razón. Y te lo digo yo, Leandro, escéptico y agnóstico de nacimiento.


                                                  Fin del III y último capítulo

   Y, en reconocimiento a ese maravilloso dibujante digital japonés Kagaya, autor de una galería de imágenes, etéreas, celestiales, a la que pertenece la que encabeza este capítulo, os recomiendo contempléis y disfrutéis su magnífica obra, visitando  en el buscador de google: ARTE KAGAYA.

Que paséis un feliz verano, amigos. Hasta pronto. Un abrazo.
Dunscotiano.

























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