Más allá de los almendros - (Cap,II)

miércoles, 11 de noviembre de 2009
Don Quijote se acercó al pequeño Álex, que nadaba sobre almohadones jaleándose con sus propias risas y balbuceos. Lo contempló con ternura, lo levantó con evidente regocijo, y proclamó:
-Escuchadme, amigos que compartís conmigo esta emblemática torre. No sé cuánto tiempo llevamos en ella, mas os aseguro que, desde nuestra llegada, no me he abandonado en brazos de Morfeo ni un sólo segundo.
-Eso tiene una explicación -afirmó Voz del Tiempo, enigmático.
-No conozco el motivo -intervino Samuel-, pero es cierto que Don Quijote no ha quitado el ojo de encima al muchacho. ¿Qué es lo que tanto te fascina de este pequeño, amigo Alonso?
-Algo muy simple -aclaró Don Quijote-: que, por más que me devano los sesos, no llego a comprender cómo una muchedumbre de partículas materiales se ha agrupado con tal salero que ha dado como resultado esta simpática criaturita. ¿Quién o qué misterioso resorte ha puesto de acuerdo al ejército de células que la conforman, logrando esa antología de sonrisas, miradas y parloteo tan divertidos?
-El ADN -dije distraídamente.
-¿El adequé? -preguntó Don Quijote.
-Sí -traté de explicar-, esa cadena familiar que se transmite de padres a hijos.
-¿Ah, sí? Y la primera cadena que recibió el ser humano ¿de dónde salió y con qué materia fue hecha? No, amigo, no creo que tú lo sepas -replicó Don Quijote-, pero Álex sí. Él acaba de llegar a la vida y tiene experiencia reciente de su entrada en un cuerpo humano. Él sí podría explicarnos su fantástica experiencia. El inconveniente es que él viene de un mundo muy diferente al nuestro y, sin duda, las vivencias de allí no se recuerdan aquí.



-Claro -opinó Samuel-, como suele ocurrir al pasar del mundo de los sueños al de la vigilia, que gran parte de lo soñado no se recuerda al despertar.
-Además -continuó Don Quijote-, este niño, aunque ahora mismo recuerde algo del mundo de donde procede, no posee un lenguaje inteligible para nosotros, con el que pueda darnos detalles de su paso al nuestro.
-Observo -intervine yo- que Voz del Tiempo se mantiene muy callado. Quizás él pueda aportar alguna aclaración al respecto.
-Sois como bebés -contestó Voz del Tiempo-, incluso más inexpertos que Álex. Oyendo vuestra conversación me entran ganas de reir. Álex, ya lo veis, parlotea, a menudo, con sonidos y vocablos incomprensibles para vosotros. Para mí no.
-Vamos, no se tire pegotes, señor de las cándidas barbas y guedejas -le discutió Don Quijote- ¿Por qué no nos hace una demostración, preguntando algo a Álex?
Voz del Tiempo, sin cortarse un pelo y gesticulando como un simio, se dirigió al niño en estos términos:
-Cachiruqui, pipijaca, bacalata gogo ti pachín.
Álex le correspondió con una explosión de risas, pompitas, batimiento de palmas, contorsiones y toda una batería de pediches desconocidos.
Don Quijote, muy serio e intrigado, preguntó a Voz del Tiempo qué había dicho al niño que tan bulliciosa reacción había provocado en él.
-Le he dicho -explicó Voz del Tiempo- que, con el paso de los años, su lindo cuerpecito se transformará en una ridícula y enclenque anatomía, similar a las que ha visto moverse en la residencia de enfrente y que su mente acabará paseándose por los cerros de Úbeda o las Tetas de Viana, como las de aquéllos.
-Pues no le veo la gracia por ningún lado, chavalín -dijo Don Quijote, mirando muy serio a Álex.
A lo que el niño, con gran desparpajo, correspondió con un chaparrón de gorjeos, fluidamente ensartados y felizmente aderezados con cautivadoras sonrisas, pedorretas y no pocos tirones de barbas.
-Me parece, chavalito -le amonestó Don Quijote-, que te estás pasando un pelín. ¿Puede saberse qué diantre trata de decirme este osado infante con su floreado discurso?
-Es obvio -afirmó Voz del Tiempo-. Álex asegura que espera divertirse mucho en esta vida terrestre, pues lo poco que, hasta ahora, ha visto en esa residencia es de lo más divertido. En especial las figurillas tan simpáticas que las personas van adoptando conforme se van haciendo mayores.
Samuel, dándose por aludido, manifestó su desacuerdo, con estas palabras:
-Has de saber, pequeño alevín, que yo he vivido en esta Tierra más de quinientos años y, no obstante me conservo de buen ver. Y en cuanto a que la vida te produce risa, eso también me ocurre a mí. Pero es una conclusión a la que he llegado tras mi quinto centenario.

Repentinamente, de una parda nubecilla que flotaba a lo lejos por encima de la sierra, y precedido de un cegador relámpago, se precipitó un estrepitoso trueno, acompañado de una voz bastante trompetuda y no menos cabreada:
-¡Vamos, ya está bien de marear la perdiz! A este paso, cuando queráis continuar con la historia de la residencia, habrán pasado a mejor vida sus protagonistas. Se dice bien, que ya han transcurrido cuatro meses desde que llegasteis a esa torre con mi bisnieto, y ahi seguís, tomándole el pulso a la gallinica americana, la que no pone hoy pone mañana. ¡Vamos, vamos, que si tuviera un cohete de los que preparaba mi amigo Ferrón, ya os lo habría lanzado desde esta nube!
-¿Quién se atreve a perturbar la bonanza otoñal que disfrutamos en esta privilegiada torre? -se quejó Don Quijote, encarándose con la nube.
-No se altere, noble hidalgo -trató de apaciguarlo Voz del Tiempo-. Es Daniel, vuestro amigo del más allá, el que os encargó la tarea de aleccionar a su bisnieto. Dejádmelo de mi cuenta que yo lo amansaré.
A reglón seguido alzó su penetrante mirada hacia la nube y, ahuecando la voz, dirigióle estas palabras:
-A ver, Daniel, querido pero impaciente amigo, ¿qué te pasa?, ¿no te han explicado ya que, en el más allá, el tiempo carece de importancia?
-Pero es que -protestó Daniel- ya han pasado nada menos que cuatro mesazos, señor barbiluengo. Que en cuatro meses ha habido tiempo para tres diluvios universales y para plantar y recoger cien fanegas de melones.
-¡Tas tú fresco, abuelo!
-¿Quién ha dicho eso?
-Yo no. Ha debido de ser Álex.
-Ah.
-Bueno, Daniel, que no. Que el tiempo no es tan importante como crees. El tiempo es como el espacio, depende de lo que se meta en ellos. Si metes algo bueno, será un espacio o tiempo bien aprovechado. Lo demás son zarandajas. Te lo digo yo, Voz del Tiempo.
-¿Sí? ¿Eso es el tiempo? ¿Y por qué los de ahí enfrente, mis antiguos y correosos colegas, están tan achacosos y decrépitos sino por el tiempo?
-Que no, Daniel. El tiempo en sí es algo bueno, muy bueno, óptimo. El tiempo no es causa ni orrigen de mal alguno. El tiempo es una capacidad o requisito para cambiar, para variar, lo cual es bueno y deseable, porque supone enriquecimiento. ¡Qué aburridito lo contrario! Lo que dices de los viejos es verdad, pero la culpa no es del tiempo. El tiempo cumple con su cometido...
-¡Y dale al carrete! ¿Quieres continuar de una vez con la historia, requetecansino?
-Es que ésa es la verdad, Daniel. El ciclo de la vida es bello de principio a fin. También los parpadeos de las estrellas tienen un principio y un final, ¿y no es hermosa la noche con su plateado parpadeo?
-¡Madre de Dios, a quién he ido a encargar la primera lección de supervivencia en el mundo para mi bisnieto! Me he lucido.
-¡Tuuuso! Anda, Daniel, vete, por favor, con tu nube a donde estuvieras -rogóle Voz del Tiempo.

Voz del Tiempo, sacando de su manga una larga batura, dio un salto y fue a sentarse sobre la pilastra divisoria del pretil. Luego puso los brazos en cruz, con la batuta apuntando hacia la residencia. Y alzándolos, enérgico, puso en marcha una alegre melodía de carrusel de feria que cambió la panorámica de la residencia, descomponiéndola en rápidas y retrospectivas imágenes, hasta detenerse en la de la sala de reuniones de la junta directiva, cinco de febrero de 2002. En el centro de la sala se veía una gran mesa de caoba presidida por Silvia la directora. Ocupaban los demás asientos: la doctora Carlota, Leonor jefa de enfermeras, Berta la jefa de finanzas, Adolfo el jefe de intendencia, Rufo el responsable de mantenimiento, don Humberto el capellán, Alfredo el jefe de fisioterapia, y Florencio Geranio el jefe administrativo.

-Os he convocado, damas y caballeros -comenzó diciendo Silvia, con cierto empaque-, para haceros partícipes de mi decisión de nombrar a Alfredo jefe de bienestar y ocio de la residencia, cargo que, en mi opinión, considero muy relevante en nuestro propósito de mejorar la calidad de vida de nuestros residentes. Durante un mes ejercerá Alfredo dicho cargo con carácter experimental y probatorio de su capacidad para el mismo. Confiamos en que Alfredo no nos defraude y supere airosamente el examen. De lo contrario, Alfredo sería cuestionado.
Lo que me ha movido a tomar esta decisión ha sido una conversación mantenida con Alfredo. Es él, por tanto, el más indicado para exponer los pormenores del plan innovador y progresista que dice tener en mente. Adelante, Alfredo, te escuchamos.
-Ante todo, mi agradecimiento a doña Silvia y a todos ustedes por darme la oportunidad de exponer mi proyecto. Yo le manifesté a doña Silvia mis inquietudes y mi desconfianza respecto a la tradicional práctica geriátrica, que confía mucho en la eficacia de los fármacos y abusa bastante de los antidepresivos, somníferos y píldoras psicotrópicas, con la pretensión de transformar la residencia en una balsa de aceite, modelo de docilidad, calma y maleabilidad humanas. En mi opinión, salvo casos en que el fármaco esté muy justificado, la salud de los residentes hay que buscarla por otras vías, entre las que hay que destacar: la alimentación equilibrada, la higiene y la actividad más adecuada a cada uno, según su carácter, aficiones y habilidades. Por eso, el responsable del área de bienestar y ocio deberá derrochar imaginación y dedicación incansable, creando actividades ingeniosas y divertidas que mejoren la autoestima, curiosidad y ganas de vivir de los residentes. La otra táctica pienso que es una triste y lenta eutanasia. Si me permiten demostrarles mi plan, les prometo que haré cuanto esté en mi mano para no defraudarles. Ahora, precisamente, que estamos en vísperas del carnaval, sería una excelente coyuntura para ensayarlo.
-Yo, francamente -intervino Leonor, la jefa de enfermeras-, no comparto, en absoluto, tan novedosas medidas. Pienso que es un disparate encomendar a un "¿curandero?" -dijo, levantando los dedos en garfio a la altura de sus ojos- las riendas de la salud mental de los residentes.
-No, querida Leonor -díjole Silvia conciliatoria-, Alfredo no es un curandero, tú bien lo sabes. Aparte de su profesionalidad, posee unas inmejorables condiciones para tratar a los residentes. En todo caso -ya se lo he advertido- tiene un mes de prueba para demostrarnos la viabilidad de su proyecto y su capacidad para llevarlo a buen puerto...
-Bien -contestó Leonor con serio semblante-. Siendo así, acepto la propuesta.
Los demás miembros de la junta también la acataron.
-Perfecto -dijo Silvia-, don Florencio Geranio extenderá el acta correspondiente. Y, si no es indiscreción, Alfredo, ¿puedes adelantarnos qué piensas preparar para el carnaval?
-Pienso organizar una fiesta de disfraces. Confeccionaré una lista del material que se precisa y pediré la colaboración de todos, de manera que esté todo listo para el lunes y martes de carnaval.
-De acuerdo -aprobó Silvia-. Entrega la lista a Adolfo -añadió, dirigiendo la barbilla hacia el jefe de intendencia.

Durante la comida, Silvia comunicó, de viva voz, a todo el personal, el nombramiento de Alfredo, a quien presentó, felicitó y deseó éxitos en el nuevo cargo. Los residentes aplaudieron y vitorearon, con tal entusiasmo, que a más de uno se le cayó la dentadura al suelo. Alfredo, con alegre semblante, fue, de mesa en mesa, saludando a cada residente. Al llegar a la mesa en que se hallaban Daniel y Mauro, se detuvo un momento y les comentó riendo:
-En buen lío me he metido. Espero que vosotros me ayudéis, con vuestras sugerencias, a organizar la fiesta de carnaval. Ya os llamaré a mi despacho para que me asesoréis. Vosotros conocéis mejor que yo a los residentes: sus inquietudes, aspiraciones, conflictos personales, miedos, frustraciones, recuerdos felices o desgraciados, convicciones, creencias, etc. Conociendo sus historias, nos será más fácil acertar con la diversión más adecuada para entonarlos durante una buena temporada. ¿Qué os parece?
-Por mí, encantado -dijo Daniel-. Cuenta conmigo.
-Lo mismo te digo -añadió Mauro.

La generalidad del personal del centro le ofreció su apoyo. Alfredo entregó a Adolfo la lista de materiales que precisaba, tales como máscaras, pelucas, bigotes y productos de maquillaje. Gran parte de los disfraces los confeccionaron con prendas del ropero del centro.
Faltaban pocos días para la fiesta y los residentes se dieron prisa en la tarea. En su mayoría prefirieron preparar el disfraz por su cuenta, o con la ayuda de su pareja o cuidadora, con el fin de mantener en secreto y máxima expectación a su personaje.
Entre el sábado y domingo de carnaval, Alfredo, Rufo y algún que otro voluntario, montaron en la explanada, entre la residencia y la torre, tarimas y tribunas; instalaron aparatos y cables para las luces y el sonido; colocaron mesas y sillas; adornaron la pista con serpentinas y cadenetas, dejándolo todo a punto para la fiesta.

-Bien, amigos -continuó Voz del Tiempo tras una pausa, aprovechada por Don Quijote para sentar a Álex en el columpio que improvisó con las almohadas y unas cuerdas halladas en un rincón-, por fin ha amanecido el, tan ansiado, lunes de carnaval. Observad qué maravilloso circo han montado ahí abajo.
Vaya, vaya, lo que ha conseguido Alfredo de la directora. ¿Quién lo diría? Mirad qué hermosa pista, rodeada de cientos de sillas y mesas, sobre las que se ven opíparas bandejas y fuentes rebosantes de viandas y entremeses, abundantes bebidas de diferentes colores, sabores y graduaciones militares...
-¿Militares?
-Es un decir. Y muchas botellas de exquisita agua de Carabaña, reservada para crápulas recalcitrantes y nostálgicos. Enfrente, en el centro, equidistando de ambas tribunas, se eleva un tenderete, a manera de púlpito, con una escalera de caracol, enroscada cual una serpiente paradisiaca. Sobre su plataforma está Rufo sentado, con aire de mago y cascos en las orejas, ante el cuadro de mandos, generando lucecitas de colores intermitentes; acechando y dirigiendo los sonidos; y proyectando haces de luz e imágenes sobre la blanca pantalla desplegada en las paredes de la residencia. A unos quince metros, a la izquierda de esa garita, se alza, sobre una tarima, la tribuna de la junta directiva, con una mesa oblonga y sus correspondientes escaños. A la derecha, a igual distancia, hay otra tribuna entarimada, sin mesa y con tres escaños. ¿Quién los ocupará? Ya se verá.
Alguien ha disparado un cohete, ¡fuiiiish! ¡¡puuum!
En seguida entra un nutrido grupo de operarios del centro, todos disfrazados con mayor o menor chispa, yendo a ocupar las sillas que bordean la pista.
Luego hacen su entrada solemne, por la puerta principal, los componentes de la junta directiva. Entre los aplausos de los presentes y la música festivalera servida por Rufo, se dirigen a los asientos de la tribuna de la izquierda.
-Mirad -continúa Voz del Tiempo- qué pintorescos disfraces lucen en la tribuna directiva.
-¡Qué curioso! -exclamo- ¿Cómo es que el sillón presidencial está ocupado por una joven monja, con las uñas pintadas de rojo guinda y los rubios tirabuzones jugueteando con las pecas de sus sonrosadas mejillas?
-Porque esa falsa monja -nos aclara Voz del Tiempo- no es otra que Silvia la directora, que tiene sus razones para disfrazarse de esa guisa. ¿Veis quién está a su izquierda?
-Sí -me adelanto yo-, un señor mayor muy parecido a Mauro, el amigo de Daniel. Juraría que, incluso, se ha disfrazado con la misma ropa que Mauro tenía cuando lo vimos en el episodio anterior.
-Efectivamente -confirma Voz del Tiempo-, Silvia ha disfrazado a un residente, de nombre Doroteo, logrando una acertadísima semejanza con el Mauro original. Y ella, con su disfraz, ha calcado a una monja pastora, de nombre sor Saturnina, apellidada Casmodia, como Mauro, la cual suele venir a la residencia a visitar a un familiar.
-¿Qué pretenderá Silvia con ello? -pregunta Don Quijote.
-Ya veremos -opina Samuel-. Con los antecedentes y premisas que de ella conocimos en el anterior episodio, podemos esperar cualquier cosa.
-Continuemos con los ocupantes de la tribuna directiva -prosigue Voz del Tiienpo-. A la derecha de Silvia, la pseudomonja, está sentada la doctora Carlota, disfrazada, nada menos, que de Felipe II. A la izquierda de Silvia está Berta, la jefa de finanzas, disfrazada de sota de oros, con un euro, grande y brillante, como una dorada bandeja, en la mano izquierda. A la diestra de Carlota está don Humberto, el cura, disfrazado de Cardenal Mendoza. A la izquierda de Berta está Doroteo, el falso Mauro. Y junto a Doroteo se encuentra Leonor, disfrazada de princesa de Éboli, con un parche de terciopelo morado en un ojo. A la derecha del cardenal, se halla Florencio Geranio, disfrazado de Antonio Pérez.
-¿Quién? ¿El amigo de Lucas, natural de Figueruela de Arriba? -pregunta Don Quijote.
-No -le aclaro-, el secretario que le salió rana a Felipe II.
-Ya, ya -aprueba Samuel.
-¡Jui, jui, jui, jui! -se ríe Álex palmoteando.
-Vale ya de chanzas -amonesta Voz del Tiempo-. El secretario don Antonio Pérez tiene un grueso dietario y una pomposa pluma de pavo real, con la que no para de escribir.
-No sé donde irá a mojarla -comento por lo bajini-. Yo podría ofrecerle mis servicios.
Álex, tras inflar los mofletes, suelta una estrepitosa explosión de risa que nos sorprende a todos.

Suena el silbato de un tren -¡suiiish!
-Atención -sigue Voz del Tiempo-. Ya están aquí. Mirad. No se ve tren alguno, pero se oyen las puertas abrirse.
-¡Qué emoción! He sentido un escalofrío como cuando llegó a Atocha el tren de los repatriados.
-¿Quién ha dicho eso?
-Yo no. Ha debido de ser un residente.
-¿Y esos tres, vestidos con túnicas blancas, coronados de laurel, olivo y parra, que están saliendo por la puerta trasera del edificio, encabezando la comitiva de viajeros disfrazados, quiénes son?
-Está claro -dice Samuel-. El del laurel es Alfredo; el del olivo, Mauro; y el de las hojas de parra, Daniel.
-¿Qué significado tendrán esas coronas? -pregunto.
-En seguida vamos a saberlo -anuncia Voz del Tiempo.

Tras ellos, comienzan a aparecer, en parejas o pequeños grupos, los residentes, en variopinta y divertida comitiva enmascarada.
-¡¡¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!¡¡
La estruendosa y unánime carcajada resuena como una conflagración, prolongada por efecto del eco.
De inmediato, Rufo ha pulsado un sensor y, en los altavoces empiezan a sonar los alegres compases de Paquito el chocolatero. Todos lo corean con acompasadas palmas y olés. Alfredo, Daniel y Mauro saludan con los brazos en alto, como tres tribunos romanos, mientras se dirigen a los escaños de la tribuna de la derecha.
Detrás de ellos avanza una curiosa pareja. Ella, alta y tiesa, como el asta de una bandera, con blanca y lacia melena al viento y maquillaje tricolor. Va embutida en una estrecha túnica granate, con una sábana sobre los hombros a guisa de capa. Sujeta con una cuerda, arrastra una corona de hojalata dorada que, a veces, balancea y pega con ella a su compañero, un anciano alto y enjuto como un poste, de ojos trastornados y un tic eléctrico que le obliga a cerrar los ojos, apretar la boca, reír y sacar la lengua, todo a un tiempo. Viste unos greguescos verdes y una casaca roja. En la cabeza lleva encajada una corona, hecha con una calabaza hueca.
Al llegar al centro de la pista, continúan moviéndose al ritmo de la música, pero sin salirse de un reducido espacio.
-Yo soy la Reina Loca. Y éste, mi marido, el Reino Loco - grita ella, descargándole coronazos sin tino.
Los disfrazados que les seguían avanzan por detrás, hasta formar un gran semicírculo en torno a ellos, ofreciendo un espectáculo delirante.
Siguiendo el orden que ocupan en la fila, vemos en primer lugar a un hombretón disfrazado de Guerrero del Antifaz, con casco apepinado, cota de malla, faldellín corto, espada, escudo y demás complementos medievales. A su lado está Ana María, su amada, sentada en una silla de ruedas, acariciando, con voluptuosidad, la bola de una catapulta.
-¿No es esa Matilde? -pregunta Don Quijote.
-Juraría que es ella -le confirma Samuel-. ¿Por qué abrazará la bola con tal fruicción?
A continuación hay un residente de gruesa cabeza, la cual parece aún más voluminosa debido al acolchado turbante blanco que se la envuelve con tres vueltas y media. Pregona, altivo, ser el rey moro Motamid. Sus negras barbas y el alfanje que blande sobre su cabeza, como un ventilador, infunden pánico a quien desconoce que la espada es de cartón plateado y crines de caballo las barbas.
Junto a él se halla Zoraida, princesa mora -aunque más bien parece ciruela pasa-, de ojos negros como dos granos de pimienta y bata de lunares rojos con volantes.
La siguiente pareja va de castillo ambulante. Ella asoma la cabeza por las almenas cumbreras y él saca la suya por una ventana bajera, circunstancia que se presta a razonables conjeturas: ¿Irá ella a hombros de él?
A su lado hay uno disfrazado de frondoso olivo, con varetas y ramos cargados de aceitunas, que zarandean, con bastones, dos mujerucas que le acompañan, cubiertas con negros pañuelos, mientras cantan una canción de la postguerra de su pueblo, con música de la vaca lechera: Ya no comemos caliente, porque no nos dan aceite. Comemos cuatro verduras, y detrás vienen los curas. ¡Tolón, tolón! ¡Tolón, tolón!
A Gargarín el enano, de bigotillo y nostalgias romanas, lo han disfrazado de empresario de una fábrica de pan de higo. Lleva una pancarta en la que se lee: "Con Claudio vivíamos mejor".
También vemos a Don Juan Tenorio, representado por un residente aficionado a los versos, que recita, emocionado y tembloroso: Oigo patria tu aflicción, y escucho el triste concierto... A su lado Bernarda la dolorida, disfrazada de doña Inés, da saltos entre verso y verso, dejando al descubierto los zancajos de las medias.
Emulando a éstos están los del grupo formado por el pastor Paco Zoroño, disfrazado de Calisto, y Gregoria la cigarrona, disfrazada de Melibea, que bailan al son del tambor, aporreado por la Celestina con una tranca de la que cuelgan cascabeles.
Apolonio -el que gritaba ¡matadme por favor!- se mueve, ahora, con donosura y elegantes maneras, traje negro y corbata roja, representando el papel de diputado y dialogando con su secretaria, quien lleva en la mano la constitución y la revista Pronto.
A Jacinto el lacrimoso lo han vestido de pintor bohemio, con un largo guardapolvos caqui, una gorra a cuadros y pantuflas. En la mano izquierda lleva la paleta y en la otra el pincel. Se le acerca alguien con un caballete. Lo coge del brazo y lo coloca fuera de la fila, frente a la sierra, para que se inspire en los floridos almendros.
Con no poca sorpresa reparamos en dos mocetones -es un decir-, de largas y encrespadas melenas y barbas, luciendo una espesa pelambre en brazos piernas, pecho y espalda, zonas no cubiertas por la piel de oso cántabro que llevan encima. Uno de ellos habla con el móvil: "-Oiga,¿es Ikea? Mire, es que mi amigo Borji y yo nos hemos comprado una cueva en Altamira y quisiéramos amueblarla..."

Rompiendo el loable y distinguido nivel cultural conseguido en los disfraces, hasta ahora, contemplados y comentados, reparamos en una curiosa pareja. La componen, de un lado, un viejecillo disfrazado de chorizo de cantimpalo asado, con dos rajitas achinadas por ojos y una risueña abertura por boca. Junto a él brinca su compañera, disfrazada de morcilla de cebolla. Ambos se desgañitan gritando: "¡Fuera los repollos y verdurillas! ¡Queremos choricitos y morcillas!"
El ambiente va cobrando jubilosos aires de feria de pueblo, según dan fe los disfraces que siguen a los culturales. Así, pegadito a chori y morci, vemos un lustroso residente con sombrero cordobés del que cuelgan barquitas voladoras. Viste camisa blanca remangada, pantalón de pana marrón y faja amarilla.En cada mano lleva sendas pelotas, sujetas con una larga y fina goma, que le permiten lanzarlas hacia adelante y hacia atrás, mientras vocea: "Las pelotas del tío Paco. Las que van, las que vienen, en el aire se mantienen. ¡Qué rabo más largo tienen!"
Otra pareja la forman Obdulio "el mochuelo", feliz portador de unas lentes de culo de vaso y traje de luces de bajo consumo, y una señora rolliza, disfrazada de vaca ubérrima, con manchas negras y blancas, y dos pitones afilados como leznas. De vez en cuando ella le grita a él: "¿Qué leche quieres?" Y él le contesta, levantando las manos en garra: "¡Déjame vivir!"
Y, justo al lado, otra pareja. Un viejete, con un pañuelo blanco anudado en sus cuatro picos y encasquetado en la cabeza, lleva en una mano una sartén de un metro de diámetro, negra de hollín. Con la otra mano blande una garrota. Su compañera luce un vestido de papel amarronado, hinchado como un globo, simulando una enorme patata. Al ritmo de la sartén brincan y cantan berreando:Abre, María, la puerta, que te traigo el "aguilando". Una batata cocía. Sopla, que viene quemando. ¡Al quiquiriquí, al quiquiricuando, de aquí no me voy sin el "aguilando"!

Y en esta tónica desenfadada hemos contemplado otras muchas parejas, vistiendo los más disparatados disfraces. Ocupando el último lugar se halla Perico mortero, disfrazado de cohete. Lo han encajado en un cilindro de cartón, cubierto con un tejadillo rojo en forma de embudo. Fija, por detrás, lleva una larga vara que le llega hasta el suelo. El cilindro cuenta con un par de agujeros para los ojos, y otro par más grande para sacar los brazos. En cada mano lleva un platillo de banda municipal "cabecica daleá". Le acompaña Paco el bombero, portando un bombo superlativo, atado a la cintura, y una enorme porra de macero. Cuando Perico hace ¡Pliiiish! con los platillos, Paco arrea un cachiporrazo al bombo, sobresaltando a toda la concurrencia: ¡¡Pooon!!

Súbitamente, por una de las ventanas centrales de la primera planta, sacan una larga escalera de mano, y empiezan a bajar por ella enfermeras y enfermeros, disfrazados de avispas y avispones, con pechos y culos ovalados -coloreados a rayas negras y amarillas-, largas antenas, gafas negras y labios pintados en forma de rojo anillo.

En primer lugar entran las avispas en la pista, cantando:
Yo soy la avispita que te pin, pin, pin-
ta muñequitos en el cu, cu, cu-
bito de arena en la pla, pla, pla-
za donde bailan veinte pu, pu, pu-
Y continúan los avispones cantando:
Taschín, taschín, taschín, tara, tara, taschín.
Taschín, taschín, taschín, tara, tara, taschín.

Álex se mea de risa, palmotea y da botes en el columpio, escuchando estas murgas.
-Repórtate, Alex -le amonesta Don Quijote-. Aquí hemos venido a observar, no a aplaudir a tontas ni a locas.
A lo que Álex le corresponde con triple pedorreta: en formato abreviado, en formato complicado y en el de irse de vareta.
-Tranquilicémonos -ruega Voz del Tiempo, retomando la tarea de comentarista-. Tras los avispones, desciende ahora por la escalera el grupo de auxiliares, con gorros, zuecos, medias, faldas y camisetas, deslumbradoramente blancos, luciendo la inscripción Los higiénicos en la espalda. Avanzan por la pista, bailando y agitando las manos, en las que llevan una gran pastilla de jabón y una esponja gigante, al mismo tiempo que cantan:
¡Pastilla de jabón, soleá. Pastilla de jabón, soleá. Pastilla de jabón...!
Y detrás van ellos, con largos tubos de ducha y bidones de goma llenos de agua, regando a diestro y siniestro, y cantando por sevillanas:
Vengo a lavarte y olé, vengo a lavarte.
Vengo a lavarte sí, sí, ese culito.
Te guste o no te guste.
Te guste o no te guste, sí, sí,
todo enterito.

Durante una hora -continúa Voz del Tiempo- los residentes y el personal cuidador y sanitario, ríen, bailan, cantan y charlan a placer, sin dejar de picotear aperitivos y refrescos.

De pronto la Reina Loca se pone a gritar, hecha un basilisco, mientras imprime un movimiento de honda a la corona que lleva atada con la cuerda:
-¡No queremos coronas, no queremos reyes ni leyes! ¡Queremos vivir libres como los pajaritos!
-¡Eso, eso, libres como los pajaritos! -corea el Reino Loco, entonando a continuación-: ¡Pajaritos por aquí, pajaritos por allí, pajaritos a cantar, piripipí!
Durante varios minutos se escuchan los pajaritos por tierra, mar y aire, hasta que Rufo pulsa un botón y los telúricos sones de Así hablaba Zaratustra, caen como mazazos sobre este coro de alucinados gorriones, imponiendo un silencio expectante.

Silvia, la directora, bajo sus tocas monjiles, cuchichea al oído de Carlota, en su versión de Felipe II. Rápidamente, éste, tras mirar con apasionados ojos a la monja y dedicarle la mejor de sus sonrisas, se pone de pie, levanta los brazos y pasea detenidamente la mirada sobre la concurrencia. Rufo hace enmudecer la música y Carlota, en su papel de Felipe II, pronuncia las siguientes palabras:
-¡Oh pueblo ingrato, os habla vuestro rey! Hasta ahora, yo os he gobernado con el apoyo de las altas jerarquías que ocupan esta tribuna. Gracias a la serena firmeza de nuestro gobierno se ha logrado que, año tras año, gocéis de una existencia despreocupada y feliz. ¿A qué vienen ahora esas protestas y reivindicaciones? Os pasáis el día comiendo y durmiendo ¿qué más queréis? ¿de qué os quejáis?

Comoquiera que Felipe II detiene su mordaz discurso y pasea, desafiante, durante un largo minuto, la mirada sobre los asistentes, callados como muertos, Alfredo trata de animarlos con voz megafonizada:
-¡Vamos, vamos! Manifestad vuestras quejas a las autoridades que, hasta ahora, os han gobernado.
-Por supuesto. Y al lucero del alba, si es preciso -apostilla la Reina Loca, dando una patada a la corona-. Esto no es serio. Esta vida es una tomadura de pelo. Yo nací el año 1917 y, desde entonces, no he hecho otra cosa que trabajar, con el rey, con la república, y sobre todo con Faustino el calambres...
-¿Con Faustino el calambres? -pregunta Felipe II, intrigado- ¿Y quién es ése?
-¿Quién va a ser? Mi marido, el Reino Loco. ¿No veis que no para de moverse? ¿Cómo será que en la guerra lo fusilaron tres veces, pero, como se mueve tanto, no acertaron a darle. La tercera vez se cayó de culo y le dieron por muerto, gracias a que se quedó quieto como el Doncel, por el susto que pasó. ¿Y a mis años me vienen con éstas? ¡Que no quiero coronas ni mandangas! Quiero volver a ser niña, irme a mi pueblo, correr por los campos, ordeñar las cabras y no escuchar ningún cuento de los miles que he escuchado en mis noventa y dos años que tengo.
-Toma nota, secretario -ordena Felipe II a Antonio Pérez, quien rápido toma la pluma de pavo real y escribe, frenético, en el voluminoso dietario.
-Coincido con esta dama -manifiesta el Guerrero del Antifaz-. Toda mi juventud luchando contra el sarraceno rey Motamid y, ahora, resulta que eso está mal visto y hay que hacer mimitos y carantoñas a nuestros morenos vecinos.
-Como debe ser -responde Motamid, cual una cerbatana-. ¿O es que los moros no somos hijos de Dios?
-Cuidado con lo que insinúas -terció Cándido, vestido de nazareno, con túnica morada y capirote amarillo-. Nunca lo fueron o, si no, que lo diga su eminencia.
El cardenal, dándose por aludido, precisó:
-Eso depende, señor cofrade. Depende del lugar y de la época en que se haga la pregunta.
-Bueno, bueno -protesta doña Inés, o séase, Bernarda la dolorida, clavando la uña del pulgar en la yema del índice-. De lo que diga el cardenal no me creo ni esto. ¿Qué ha hecho hasta ahora el mester de clerecía sino asustar al sufrido ser humano con las calderas de Pedro Botero, amargarle la vida con prohibiciones, castigos, persecuciones, cruzadas y acoso a la libertad de pensamiento.
-Me escandalizas, ángel de amor -exclama don Juan Tenorio-. Más que una pía novicia, pareces la Pasionaria.
-¿Y contra nosotros qué tenéis? ¿eh? -protesta el disfrazado de chorizo, cogiendo por la cintura a la morcilla- Siempre con la misma tabarra: "Hay que abstenerse porque estamos en cuaresma, hay que abstenerse porque sube el colesterol..."
-Vosotros, después de todo, sois o fuisteis unos marranos -se lamenta la vaca, mirando de reojo a Obdulio el Mochuelo-. Pero nosotros, toros y vacas ¿qué mal hacemos a nadie?
-Calla, calla, Lucerita -trata de calmarla Obdulio-. Lo que pasa es que estás muy buena y todos quieren comerte, pincharte y ver cómo se te mueven los apéndices cuando corres. ¿Tú te imaginas lo divertido que lo pasamos con vosotros? -añade Obdulio, acercándole la mano a la frente y retirándosela lentamente, con el brazo extendido y el torso muy estirado, simulando un pase de pecho.
-¡Olé! -exclaman todos, aplaudiendo. Momento que Perico Mortero y Paco el del bombo aprovechan para disparar otro cohete. ¡Pliiish!, ¡Booom!
-¡Yo quiero volver a los años cincuenta! -vocea Gargarín, haciendo embudo con las manos junto a la boca, tras rascarse la entrepierna y luego el bigotillo- Entonces sí había autoridad. Entonces el gobierno sí sabía mandar. Los maestros sabían enseñar. Las mujeres sabían cocinar. ¡Aquello sí eran procesiones! Aquello sí eran corridas. Aquello sí eran sermones. Aquello sí eran bodas. Aquello sí eran entierros. Aquello sí eran ferias. Aquello sí eran inviernos. Aquello sí eran navidades. Aquello sí eran guardias civiles. Aquello sí era mili. Entonces sí funcionaba el mundo. Cada uno en su sitio. Los negros en África, los chinos en Asia, los abuelos con sus nietos, y los zapateros a sus zapatos... ¡Entonces España sí que era una, grande y libre!
-¡Fuera, farsante enano, soplagaitas, chupasangres! ¡Basta ya de regalar los oídos a Felipe II y a su camarilla! -grita, desaforadamente, Apolonio- Acabo de reconocerte y desenmascararte, a tí que sigues disfrazado del buitre que siempre fuiste. Tu perorata me ha ayudado a reencontrarme a mi mismo. Gracias por el favor, pero jamás olvidaré el daño que habéis hecho a este pueblo. Sois los responsables de tantos años perdidos, tantas alas cortadas, tantos sueños disipados en la niebla. Es verdad que mi hija y mi mujer murieron en aquel accidente, debido a mi cansancio y horas sin dormir, pero fue con motivo de una causa honesta: devolver al pueblo la libertad.
-¿Qué te pasa? ¿Ya no quieres que te matemos? Ja, ja, ja -le replica Gargarín con una risotada despectiva-. No te preocupes, hombre, que hay quien se encargará de matarte, a ti y a todos nosotros, ¿verdad, Federico?
-¡Ay! -se lamenta Matilde, disfrazada de Ana María, junto al Guerrero del Antifaz- ¡Ay, qué pena! ¡Qué bella la vida! ¿Pero por qué tan trágica? Esto no está bien inventado. No tiene gracia. No. ¿Hay alguien que pueda aclarármelo?
-Esa pregunta que la contesten los de la otra tribuna -dice Felipe II, guiñando el ojo a Silvia la monjuela.
-La cosa es clara -contesta Mauro, con evidente impaciencia y convicción, desde la otra tribuna, acariciando las hojas de olivo de su cabeza-. El mundo es pura física y pura química. Todo nace, se desarrolla y transforma, debido al movimiento continuo, provocado por la atracción-repulsión de las infinitas partículas.
-No digas necedades -le reprueba el cardenal, encendido en cólera, como si le hubiera pisado un callo-. Dios creó el mundo para que, en él, el hombre viviera feliz, sin padecimiento alguno. Pero fue el hombre, con el pecado, quien estropeó el plan divino, convirtiendo la vida en la Tierra en un penoso caminar hacia la muerte, de la que sólo puede librarnos Cristo y su Iglesia.
-Bueno, eso decís vosotros -intervino de nuevo el rey Motamid-. Los moros tenemos otras creencias, los chinos otras y cada pueblo tiene las suyas.
-Pero aquí estamos en un reino católico, apostólico y romano -grita Felipe II, poniéndose de pie y dando un golpe sobre la mesa- y, ¡ ay del que se desmande!
-Hasta ahora -manifiesta Alfredo, firme y serenamente- lo que su majestad ha ordenado ha ido a misa, pero ya no. Desde hoy y durante un mes, por lo menos, aquí va a regir la democracia. Todos podrán opinar y exponer sus pareceres, convicciones, inquietudes y esperanzas, sin temor a represalias. Por eso, amigos, hoy toca divertirse, bailando, cantando y haciendo lo que a cada uno le venga en gana, siempre que se observen las normas de respeto y convivencia, aceptadas y exigidas por todos. ¿Estáis de acuerdo?
-¡¡Si!! ¡¡Arriba la democracia!! ¡¡Abajo las dictaduras!! ¡¡Viva Alfredo!! -gritan, en su mayoría, brincando y agitando las manos.

Desde ese momento la explanada se transforma en una pista de baile, en la que se mezclan los residentes con cuidadoras, enfermeras, cocineros y demás personal, de ambos géneros.
Rufo -encaramado en su encumbrada garita- controla y dirige el sonido, iluminación e imágenes, con la mayor pericia. Ahora alegra el ambiente con divertidos tanguillos de Cádiz.
Súbitamente, el rostro de Rufo se tensa. Sus facciones, enmarcadas por los cascos acústicos, se endurecen gradualmente, conforme escucha la conversación de Silvia y Carlota, gracias al micrófono que él ha camuflado bajo el tablero de la mesa de la tribuna directiva.
-De verdad, Silvia, preciosa mía -le susurra Carlota, con mirada filipina-, cada día admiro más tus geniales ocurrencias. ¿Cómo se te pasó por la cabeza disfrazarte de monja?
-Muy sencillo -le contesta Silvia, en igual tono-. Como ya te dije, me he propuesto apropiarme del dinerete de Mauro. No creo perjudicar a nadie. El hombre es ya mayor. Aquí recibe los cuidados que necesita. No tiene familia que le herede. ¿No es, acaso, justo que lo heredemos tú y yo, ahora, cuando nos viene de rechupete el millón y medio de euros que tiene en la cartilla? Quien se va a subir por las paredes es Rufo, que me ha conseguido la cartilla y el DNI de Mauro, con la peregrina esperanza de que yo me abandone en sus brazos.
-¡Huy, qué iluso! ¿Y por qué el vestirte de monja?
-Verás. ¿Tú conoces a sor Saturnina?
-¿?
-Sí, esa monja que suele venir a visitar a la señora Ciriaca, paisana suya, una residenta que no está en cielo ni en tierra. Bien, pues la monja Saturnina se apellida Casmodia. Y, casualmente, ese raro apellido es el mismo de Mauro, sin que entre él y la monja exista parentesco alguno.
-Es cierto, hace pocos días la vi por aquí.
-Sí. Estuvo en mi despacho a informarse del estado de su paisana. Yo, muy atenta, le ofrecí un cafetito de mi cafetera particular. Disimuladamente le añadí una buena dosis del somnífero Dosminutosparadisíacos. Ella se lo tomó y -¡mano santa!- se quedó como una estatua durante un par de minutos, tiempo suficiente para birlarle el DNI que llevaba guardado en un bolsillo, debajo de la esclavina.
-¿Y ella no se dio cuenta de nada?
-En absoluto. Simplemente dijo: "-Pues no que se me acaba de pasar por la cabeza que me había quedado dormida un momento?" Y yo, por disimular, le contesté: "-Sí, a mí también me ocurre, a veces, que se me duerme una pierna. Debe ser por la postura." Pues, nada, como ella se apellida igual que Mauro, pensé que disfrazándome como sor Saturnina, y caracterizando a Doroteo con el aspecto de Mauro, podría presentarme con él, con absoluta tranquilidad, a abrir otra cartilla a su nombre y al de sor Saturnina, con disponibilidad indistinta, en una oficina del mismo Banco en que Mauro tiene las perras, la cual está muy cerca de la residencia, alegando que soy su sobrina y que, dada la edad de mi tío, es aconsejable tener la cuenta en la oficina más próxima a la residencia. Así que esta mañana, temprano, le endiñé a Doroteo una de tus pastillas, dejándole suave como un guante. El hombre, encandilado con el disfraz, se aprendió al dedillo lo que tenía que hacer y decir en el Banco. Me vestí y me retoqué igual que sor Saturnina y, a las nueve, fuimos a abrir la cuenta.
-Chica, eres prodigiosa. No sé como no te dedicas al cine. Doroteo te ha quedado mejor que si hubieran clonado a Mauro...
-Tanto no creo, pero lo cierto es que el empleado no puso la menor pega. Sólo me comentó que, para transferir el dinero de una cuenta a otra, hay que hacerlo personalmente, yendo a la oficina donde Mauro tiene la otra cartilla. De vuelta a la residencia fui a mi despacho con Doroteo y le di otra dosis. Dejé los DNI y las dos cartillas en el cajón de la mesa, y nos hemos venido, felices, a la fiesta. ¿Verdad, Doroteo?
-Sí, sí, -contesta Doroteo, con una risita que le obliga a mostrar el único diente de su boca entreabierta.
-Así que -prosigue Silvia-, mañana mismo, martes de carnaval, iré con Doroteo a la otra oficina a dar la orden de traspaso del dinero. Y pasado mañana... a retirarlo.
-¿Y qué haremos después, Antoñita la fantástica?
-¿Tú qué crees, Carlota? Lo hemos hablado muchas veces. En Costa Rica tenemos una casita, en un precioso paraje, cerca de la ciudad y del mar. Seguir aquí es un incordio. Allí viviremos a nuestro aire, ganando más y sin que nadie nos moleste. Y, encima, nos llevaremos un millón y medio de euros de propina. Dentro de cuatro días tomaremos el avión y ¡que nos busquen! ¡A vivir la vida, Carlota!
-No, Silvia, no eres diabólica, eres divina -le declara Felipe II, tan pegadito a la oreja que aprovecha para rozarle la cara con los labios.
-Y, ahora -le dice, eufórica-, sigamos con la farsa.

De inmediato -continúa Voz del Tiempo- vemos a Rufo bajar de sus garita, con semblante desencajado. En la explanada nadie se percata de ello. Silvia y Carlota creen que Rufo sale por algún motivo relacionado con la instalación eléctrica.
Nosotros sí observamos que Rufo entra en la residencia por una discreta puerta y, con paso rápido y felino, llega al hotelito de Silvia. Abre la puerta con su llave maestra. Recoge el DNI y la cartilla de Mauro del cajón de la mesa. Luego va a la sala en que está el material de disfraces y maquillaje. Toma cuanto considera más adecuado para su propósito y lo lleva a su habitación. Allí, a la vista de la foto del DNI de Mauro, se disfraza y caracteriza en pocos minutos, consiguiendo un gran parecido con él. Guarda, en un bolsillo de la chaqueta, los documentos de éste y sale a la calle, con gran disimulo, por una puerta de la lavandería.
Va al parking de directivos y encargados, donde también él tiene el coche estacionado. Sin pérdida de tiempo, toma de su coche una herramienta y, con ella, manipula debajo del motor del coche de Silvia. Luego entra en el suyo, lo pone en marcha y sale, apresurado, de la residencia. Baja, como una centella, la estrecha y pendiente carretera que desciende del cerro.
Cuando llega al Banco, en que Mauro tiene el dinero, es la una de la tarde. Sólo tiene media hora para realizar la operación. La rabia y despecho que ahora siente contra Silvia le hacen temer que traicionen sus nervios, estropeando su plan, por lo que se esfuerza en fingir la máxima serenidad, corrección y simpatía.
Toca el timbre, entra y se acerca a la ventanilla de reintegros con la cartilla de Mauro en la mano.
-¿Qué desea usted? -le pregunta sonriente el empleado.
-Hum, hum -carraspea Rufo, improvisando una forzada sonrisa-. Quisiera realizar una transferencia desde esta cartilla a la cuenta aquí indicada -dice, alargando al empleado la cartilla y un papel con los datos y número de la cuenta destinataria, es decir la suya propia.
-¿Me permite su DNI ? -le pide el empleado, tras examinar la cartilla y cotejarla con los datos del ordenador.
-¿Cómo no? -le contesta Rufo, ampliando la sonrisa y entregándole el DNI de Mauro.
-Espere un minuto, por favor, señor Casmodia -dice el empleado levantándose de su silla-. Preciso el visto bueno del director.
Rufo, impaciente, pierde la sonrisa y se pone a tamborilear en el marco de la ventanilla, mientras el empleado entra en el despacho del director. En seguida recupera la serenidad y piensa: "Mi caracterización como Mauro es perfecta. Basta ver con qué naturalidad me atiende el empleado. Mañana mismo retiraré el dinero de mi cuenta y me iré a donde nadie me encuentre."
Vuelve el empleado y ruega a Rufo que pase al despacho del director. Rufo se esfuerza, al máximo, en aparentar tranquilidad, por lo que procura moverse con afectada parsimonia.
-Encantado de saludarle, don Mauro -le dice el director, estrechándole la mano-. Así que desea transferir una importante suma a don Rufo Chapines, ¿no es eso?
-Sí, es cierto. Se trata de una operación convenida entre él y yo, y que a mí, personalmente, va a reportarme grandes beneficios que, estoy convencido, duplicarán mis actuales fondos.
-Nos parece perfecto, don Mauro, y le felicitamos por tan boyante operación.
-Entonces... ¿Tendrá mañana don Rufo el dinero en su cuenta?
-¿Cómo no? -contesta el director, rebosando amabilidad-. El Banco Santarrita se caracteriza por la rapidez meteórica de sus servicios y la esmerada atención a sus clientes. En su caso, sólo precisamos una minucia: que usted cumpla el requisito, impuesto por usted mismo, para poder disponer de sus fondos.
-¿Requisito? -pregunta Rufo, visiblemente contrariado.
-Así es, don Mauro, bien lo sabe usted. Según las instrucciones manuscritas y firmadas por usted: "De los fondos de esta cartilla sólo podré disponer yo, Mauro Casmodia, debiendo mostrar la clave secreta al director del banco, cada vez que quiera realizar un reintegro."
-¡Ah, claro!... -exclama Rufo, tratando de disimular su sorpresa- La edad no perdona. Se me ha olvidado traerla. Voy a acercarme a por ella. En seguida vuelvo.
-¿Cómo es eso, don Mauro? Esa clave la lleva usted siempre consigo. Permítame que sea claro y diáfano: la clave es un número que usted tiene tatuado a veinte centímetros por debajo del ombligo. Muéstrelo, don Mauro, por favor, y procederemos a cerrar la operación en un periquete.
-¡Ja, ja, ja! Vale, vale... ¡Tiene gracia la cosa! Es lo que suelo decir: Con la edad termina uno cazando moscas. Mañana volveré, porque, compréndalo... -y bajando la voz, susurró, guiñando el ojo y riendo- Es un secreto, pero hoy no me he cambiado de calzoncillos. Ja, ja, ja. Perdone.
-Como quiera, don Mauro -le contesta el director muy serio y mirándole sin pestañear.
-Hasta mañana, señor director.
Rufo sale de la oficina, fingiendo sorprendente aplomo y despreocupación. Mas, una vez en la calle, se esfuma como por arte de ensalmo.

Sin pérdida de tiempo, el director del banco, sobremanera mosqueado, llama a la residencia:
-Soy el director del Banco Santarrita. Quisiera hablar con la directora del centro.
El encargado de recepción llama a Silvia por megafonía:
-Señora directora, por favor. Tiene una llamada telefónica.
Silvia suspende la muñeira que se estaba marcando con Felipe II y corre a la garita de control de sonido, en donde hay un teléfono.
-Celebro hablar con usted, señora directora. Soy el director del banco Santarrita. La llamo porque se ha presentado en nuestra oficina el señor don Mauro Casmodia, residente de ese centro a hacer un reintegro, pero no se ha identificado correctamente. ¿Podría confirmarme si don Mauro se halla, en este momento, en la residencia, ya que se ha dejado aquí el DNI y la cartilla de ahorros?
-¿Don Mauro? No es posible. Don Mauro no se ha movido de la tribuna de los triúnviros desde esta mañana.
-¿Qué tribuna es ésa?
-No importa, señor director. Lo que me dice es grave, pero en seguida resolveré el problema, con la ayuda de Felipe II.
-Perdone, señora,¿ese centro es una residencia de ancianos o más bien un psiquiátrico? Porque no creo que me esté tomando el pelo.
-En absoluto, señor director. Ésta es una residencia geriátrica muy seria. Lo que ocurre es que estamos celebrando la fiesta del carnaval.
-Entendido, señora.Pondré este asunto en manos de nuestro servicio de inteligencia "El lince insomne". Y ya sabe que aquí se encuentran los mencionados documentos de don Mauro.

Silvia acababa ahora de comprender por qué Rufo había abandonado precipitadamente su garita. Él se había empapado de la conversación que ella había mantenido con Carlota. Ya no le cabía duda. Él había sido quien se había presentado en el banco, disfrazado como Mauro y, al no conseguir el dinero, estaría rabioso contra ella y contra Carlota ."¿Y si a Rufo, despechado, le diera por cometer una locura y atentara contra nosotras, o denunciara a la policía mi propósito de adueñarme del dinero de Mauro?" -pensaba Silvia.

Mientras tanto -continúa Voz del Tiempo-, en la residencia, la fiesta de disfraces hace brotar milagros de sano humor y optimismo, creando un ambiente, distendido y mágico, de risas, bromas, manifestaciones desinhibidas de las propias habilidades, chascarrillos, confidencias, besos, abrazos, ir y venir a las mesas para picotear aperitivos, brincar, cantar y bailar, incluso Al corro de la patata.
-¡Viva la democracia de Alfredo! -gritan la Reina Loca y el Reino Loco- ¡Viva la igualdad! ¡Abajo los privilegios!
-Ya no quiero que nadie me mate. ¡Viva la razón! -proclama Apolonio, exultante.
-¡Fuera las arañas! -grita Federico, con ojos alucinados- ¡Malditos, miles de veces, los miedos que arruinan las vidas! ¡Malditos quienes siembran los miedos!
-¡Abajo los maltratadores! -clama Matilde, balanceando la cabeza hasta levantarla por encima de su espalda- ¡Hay que respetar a los débiles, a los humildes, a los gatos, a los perritos, a todo bicho viviente que no sea dañino!

Observad atentos -apunta Voz del Tiempo- a los tres varones de las cándidas túnicas: Alfredo, Daniel y Mauro. Tras compartir en la pista, con todo el personal, el común y unánime regocijo, ahora se dirigen a su tribuna. Una vez en ella, Alfredo levanta los brazos y ruega atención a las palabras que desea dirigirles.
-Enhorabuena a todos, residentes, cuidadores, personal sanitario y cuantos realizamos tareas en este centro, por humildes que nos parezcan. Hoy ha sido un día grande para cuantos moramos en él, pues hemos conseguido que, de forma especial los residentes, se hayan divertido, aumentando su autoestima y sintiendo un poco más de calor de hogar en esta casa.
No sé qué decidirá la directora doña Silvia. Ella salió de la residencia a las dos de la tarde y aún no ha regresado, cuando la fiesta está ya a punto de finalizar. Si me confirman en el cargo de responsable del área sociocultural y bienestar, que me han encomendado provisionalmente, os prometo que pronto os sentiréis como en familia y con el ánimo más rejuvenecido cada día.
-Alto el carro, don Alfredo -le fustiga, con estentórea voz, el cardenal Mendoza- que, aunque no esté presente Felipe II ni la madre abadesa, estoy yo aquí para conduciros a todos y a cada uno, con su cruz a cuestas, por la espinosa senda de la virtud y del santo calvario, hasta la mansión celestial pese a quien pese y, si es preciso, azotando vuestras pecadoras carnes. Sólo faltaba que, a unos viejos empecatados, con más vicio que una garrota y un pie en el otro mundo, tengamos que descubrir ahora quiénes son los Reyes Magos.
-¡Eso, eso! ¿Quiénes son los Reyes Magos? -pregunta doña Inés con cabreado talante.
-Permítame vuestra precaria eminencia cardenalicia -interviene Mauro- que sea yo, el precario segundo consejero, coronado de olivo, quien conteste a sus palabras en lugar de Alfredo. Como ya apunté en mi anterior intervención, le guste o no le guste a su precaria eminencia, este universo del que formamos parte, es un descomunal entramado de materia, autodirigido por fuerzas intrínsecas, físicas y químicas inexorables, ciegas e indiferentes a consideraciones de cualquier especie. Multitud de esferas celestes giran desde hace millones de años en el espacio infinito. Sin saber nadie, realmente, cómo ni por qué, en esta minúscula esferilla que nos soporta y mantiene, apareció la vida, el hombre, la cultura humana y, con ella, los mitos y teorías, filosóficas y religiosas. Ingenuas e infantiles en un principio; complicadas y ambiciosas en el devenir de los tiempos; pero, unas y otras, gratuitas, por más que se quiera revestir de autoridad científica o celestial. Nadie sabe nada sobre cuestiones que nos trascienden. No nos esforcemos por ser más ingenuos de lo que ya somos, quedando anclados en dogmatismos más o menos duraderos, pero deleznables y caducos, tarde o temprano. La historia -se dice con razón- es maestra de la vida. Y la historia nos confirma lo mucho que yerra el hombre en sus concepciones y teorías. Y no digo ya en las intrascendentes y cotidianas del simple mortal, sino, principalmente en las consagradas y consideradas verdades incuestionables durante largas épocas. ¿Qué fue del geocentrismo y de tantas otras teorías y mitos religiosos o de cualquier índole que la humanidad ha ido forjando en el devenir de su existencia? La historia nos confirma que, con el paso del tiempo, tales concepciones y mitos quedan superados por otros nuevos. La única verdad cierta es que la realidad física sigue su curso imparable, sin hacer ni puñetero caso a teorías, mitos ni creencias. Lo que nos lleva a una conclusión lógica y práctica para el cotidiano vivir: que los dogmatismos y dictaduras, del signo que fueren, y vengan de donde vinieren, deben quedar proscritos. Incluida mi opinión, por supuesto. Por eso, desde esta tribuna, ¡voto por Alfredo, para director socio-cultural de la residencia! porque él defiende que cada uno se exprese y viva libremente, dentro del respeto a los demás.
-¡Estoy contigo, Mauro! -le apoya Daniel, aplaudiendo ruidosamente- ¡Alfredo presidente!
-¡Alfredo, presidente! ¡Alfredo, presidente! -corea la gran mayoría de los presentes, a excepción de la tribuna de Felipe II y sus acólitos.

Los vivas, aplausos y felicitaciones se prolongan durante más de media hora. Luego, Alfredo, ejerciendo las facultades de su recién estrenado cargo, da por finalizada aquella fiesta, tras prometer trabajar sin descanso por un mayor bienestar de todo el personal.

"Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó..." sin que Silvia, ni Carlota, ni Rufo aparecieran por la residencia, ni dieran noticia alguna de su paradero. Razón por la que los restantes miembros de la junta directiva, conscientes del general apoyo del personal a Alfredo, decidieron nombrar a éste, con carácter firme e indefinido, no sólo director socio-cultural y de bienestar de la residencia, sino gerente de ella.

Y hasta aquí mi testimonio que no volveré a prestar, en tanto no lo preciséis y me lo pidáis -dijo Voz del Tiempo, paseando su escrutadora mirada sobre la nuestra, indecisa y expectante.
-Un momento, amigo -le ruega Don Quijote-. Me parece que has dejado sin aclararnos la siguiente cuestión: cuando Rufo fue al garaje, nos dijiste que estuvo manipulando, con una herramienta, debajo del coche de Silvia. ¿No sufrirían Silvia y Carlota un accidente al bajar del cerro, a causa de esa manipulación?
Pues, no. Tuvieron suerte -explica Voz del Tiempo-. Como salieron tan apresuradas de la fiesta, tomaron el coche que se hallaba más cerca de la salida, que era el de Carlota. Con él desaparecieron sin dejar rastro alguno. En dónde se encuentren ahora, es algo de lo que carezco de información.
-¿Y la amistad de Alfredo con Mauro y Daniel no se enfrió a partir de su nombramiento? - le pregunta, curioso, Samuel.
-En absoluto -le contesta Voz del Tiempo-. No sólo no se enfrió, sino que se reafirmó y creció hasta el punto de que Mauro, pocas semanas después, sorprendió a Alfredo con una espléndida noticia.
-¿Qué noticia? -le preguntamos los observadores de la torre, todos a una.
-Mauro sorprendió a Alfredo, diciéndole que había decidido donar a la residencia todo su dinero y demás pertenencias, para que él dispusiera de más medios con que llevar a cabo su proyecto de convertir el centro en un auténtico hogar.
-Hermosa decisión - dije, elogiando el proceder de Mauro.
-¿Y Daniel? -pregunta Samuel- ¿No hizo algún ofrecimiento especial?
-Bueno -nos aclara Voz del Tiempo-, precisamente el día en que Mauro realizó su donación, Daniel prometió a Mauro llevarlo, en fantástico viaje, a un apasionante lugar, más allá de los almendros.
-¿Y Daniel cumplió su palabra?
-La verdad es que Daniel le fue dando largas, diciéndole que, el día menos pensado, emprenderían el viaje. Mas pasaron hasta cinco años sin que Daniel cumpliera lo prometido. Él sí que hizo el viaje una serena y acharolada noche de mayo.
-¡¡Eeeeh!! ¡Ojo con lo que habláis, que estoy escuchando -clamó Daniel desde las alturas-. Mi promesa sigue en pie. A Mauro y a Alfredo prefiero llevarlos en verano, pues ellos son muy sensibles al frío, pero a vosotros, y para provecho y aprendizaje de Álex, os invito a que me acompañéis, ya, al mundo de las ideas.
-Te tomamos la palabra -contesto yo por todos, incluido Álex quien, para demostrar su entusiasmo, comienza a dar volteretas sobre los almohadas. ¿Cuándo emprenderemos el viaje?
-¡Ahora miiiismoooo! -grita Daniel con voz rizada en bucles y tirabuzones, conforme desciende desenfrenado en su nube deportiva, hasta detenerse junto al pretil del ventanal de la torre. Con la respiración en suspenso y los ojos despidiendo chiribitas, observamos al anciano Daniel, dirigiendo la nube como el mejor piloto de la NASA. Su semblante denota tanto arrojo y resolución que, el mismísimo Don Quijote exclama, poniéndose en pie firme, con la diestra mano extendida hacia él y, con la siniestra, golpeándose el pecho:
-¡Ave, Daniel, volaturi te salutant!

Acto seguido -no poco mosqueados y agarrándonos a la capa de Samuel-, saltamos a la nube, ante la mirada de Daniel, henchida de sorna. El intrépido piloto, tras acariciar a su bisnieto y sin previo aviso, despega como un tornado, rumbo al mundo de las ideas. Y yo aprovecho una breve pausa sin turbulencias en nuestro alocado viaje, para mandaros este segundo episodio de nuestra aventura.
Espero -y os lo prometería si pudiera- daros muy pronto detalles de nuestra inminente estancia en ese mundo. Pasadlo bien y, ánimo, que ya distinguimos, desde estas alturas, a los Reyes Magos caminando hacia España. Tinterico.

Leer más…

Más allá de los almendros - (Cap. I)

miércoles, 1 de julio de 2009

" -¡Que piensen lo que les dé la gana! ¡Allá cada cual con sus pareceres! Hazme caso, Lucas. Te lo dice tu padre desde el más allá, que está al fondo y a la izquierda de vuestro más acá. Acaba de aparecer, en ese laberinto de la vida, mi cuarto bisnieto varón, y estoy que no pego ojo, echado sobre esta nube que me regalaron en mi cumple, pensando en qué va a ser del pobrecito Álex, tan chiquitín e indefenso, ahí en ese mundo vuestro de locos, sin que nadie lo aleccione ni prevenga de nada.
-¡Pero bueno, Daniel! ¿Se puede saber qué horas son éstas de alborotar? ¡Que son las tres y veinte de la madrugada en el meridiano de greenwich, por favor! Que yo estaba ya de siete sueños. Por muy bisabuelo que seas de Álex, no la tomes conmigo ¡leñe! y, si no puedes dormir, cámbiate de nube o de pastillas.
-Vale, vale, cancanicas protestón. Lo que quiero es que atiendas a lo que te dice tu padre. Manda ahora mismo un mensaje a Tinterico, a Don Quijote y a Samuel ordenándoles que vayan a casa de Shaila y Yuri. Que cojan al niño, que está dormido en su cuna, y lo lleven volando con ellos a la torre que hay justo al lado de la residencia en la que yo viví mis últimos diez años. Que se acomoden los cuatro en lo alto de la torre. Y que Don Quijote ordene, a ese aparatito que tiene colgado del cuello, que reproduzca, en realidad virtual, las aleccionadoras eventualidades, ocurridas durante mi estancia en esa residencia, a fin de que Álex conozca algo de lo que le espera en la vida y espabile. Ya obsequiaré a nuestros amigos con un vale, que aquí me han regalado, para un viajecito fantástico.
-¿Viajecito? ¿A dónde los quieres llevar?
-Eso son cosas mías. Tú date prisa en mandar el mensaje y luego vuélvete a la cama a dormir, que es lo tuyo.
-Pues vaya humos tenéis los del más allá. Estáis para que os soplen. Hasta luego.
-¡Hasta luego, Lucas!"


oOo



Bien, amigoTinterico, ése es el texto del mensaje de Daniel, padre mío y bisabuelo de Álex. Como veis, quiere que cojáis al niño y lo llevéis volando como centellas. Pero él que bufe y diga lo que quiera. Vosotros id con cuidado, sin apresuramientos y sin tocar las campanas como si fuerais a apagar un incendio. No sé, no sé... Esto no tiene pies ni cabeza. Ya me contaréis cómo resulta esta aventura. Saludos a Don Quijote y a Samuel. Lucas.
oOo


Sigue leyendo...


Hola, amigos, soy Tinterico.
¿Qué tal lleváis el verano? Ya nos habíamos acostumbrado a la cómoda postura de aletargadas crisálidas, en nuestro retiro de la cabaña de la playa, cuando el mensaje de Lucas, brillando y repiqueteando como diana floreada en mi broche receptor, nos ha puesto en pie. Y, con los ojos a medio abrir, Don Quijote y un servidor nos hemos agarrado a la capa de Samuel; nos hemos dado un chapuzón de emergencia en el mar y hemos surcado el puro aire matutino como tres cigüeñas migratorias, hasta la casa de Shaila y Yuri, los padres de Álex. Hemos encontrado al niño en su cuna haciendo ajojitos y pedorretas, mientras movía brazos y piernas como si corriera en una moto. Samuel lo ha cogido en brazos. A Álex le ha dado por reir, tocarle la cara y chapurrear en su dialecto de neoparlante prehispano-garénico, de manera que el viaje hasta la torre se nos ha hecho de lo más divertido.
Empingorotado en el hueco más alto de la torre y ondeando una sábana, nos esperaba Voz del Tiempo, un anciano de largas y cándidas barbas y guedejas, ojos pícaros y agrisados, cubierto con un camisón mariposeado, a juego con el gorro de dormir, doblado sobre una oreja.
Llenos de curiosidad e impaciencia, nos acomodamos, lo mejor que pudimos, sobre los mullidos almohadones que Voz del Tiempo había colocado en aquella torre sin campanas, contigua al edificio, en otro tiempo convento de clarisas, y ahora aposento de aves nocturnas y rezos dormidos.
Estas reliquias arquitectónicas ocupan el extremo oeste de la extensa plataforma que corona el elevado cerro que precede a la modesta sierra, cubierta de almendros, de la que tan orgulloso se siente el pueblo, desplegado a sus pies. A doscientos metros del convento, en el extremo Este de la plataforma, se alza el moderno edificio de la residencia de personas mayores. Una construcción circular, de cegadora blancura, cuatro plantas y grandes ventanales acristalados.
Desde la cima del cerro desciende, zigzagueante, hasta el pueblo, una estrecha carretera, sin otra protección en el borde del precipicio que un frágil quitamiedos de madera.
Voz del Tiempo, tras abrazarnos y hacer cosquillas a Álex bajo la barbilla, pide a Don Quijote que, sin pérdida de tiempo, ordene a la janua témporis iniciar la sesión. Nos hemos sentado sobre los almohadones. Don Quijote ha saltado hasta el borde del pretil de la torre, ornado con artística lacería, y se ha dirigido a la janua témporis, modosito pero firme y perentorio:
-En esta cálida noche te ruego, preciosa joya merlinesa, que nos deleites e instruyas, especialmente al pequeño Álex, mostrándonos con tus mágicos destellos la experiencia vivida por su bisabuelo Daniel en la laberíntica jaula, de ahí enfrente, en la que residió durante los diez últimos años de su vida.
Don Quijote quedó inmóvil, unos segundos, sobre el pretil, con los brazos extendidos hacia la luna que, aún afilada y pálida como raja de melón, parecía mirarlo burlona y de perfil, balanceándose en el cielo acharolado, sobre su barbilla de cuchareta.
Álex, recostado en el regazo de Samuel, contemplaba la escena sin pestañear, hasta que, cruzando los bracitos con los puños cerrados y haciendo un visible acopio de fuerzas, descargó una batería de pediches que sacó a Don Quijote de su embelesamiento, obligó a Voz del Tiempo a atusarse la barba de arriba abajo, en tanto que Samuel y un servidor estallamos en una carcajada, tan estrepitosa, que hizo retemblar la torre desde sus cimientos. Don Quijote bajó calmosamente del pretil y, haciendo un amplio ademán, con la mano extendida hacia la residencia, anunció el comienzo del espectáculo. Luego se sentó a la derecha de Samuel. Yo lo había hecho a su izquierda y Voz del Tiempo seguía de pie, mirando hacia la residencia. En aquel preciso instante el panorama se transformó. El cielo y el aire se aclararon hasta cobrar el matiz propio de una mañana de febrero.

-Sí, amigos -comenzó a explicar Voz del Tiempo, con susurrante entonación- hemos regresado al dos de febrero del año 2002. Son las ocho de la mañana del día de San Blas. Contemplad la sierra teñida de nieve y rosa de sus almendros. Y allí, frente a nosotros, ved cómo se desperezan, rezongantes, los viejecillos y viejecillas de la residencia. Estamos entrando en la tercera planta, habitación 312. Observad y escuchad. Daniel, el bisabuelo de Álex, acaba de despertarse. Abre sus ojos hinchados, y los pasea, como asombrados, por las blancas paredes, techo y ventana, a través de la cual se divisa un trozo de cielo de vidrio azul, recortando en el horizonte la silueta de los almendros en flor que coronan la sierra.
-¡Qué maravilla! -exclama Daniel-. Un día más ha amanecido. Un día más vuelvo a ver la luz del sol, el cielo y a mí mismo. Mis brazos, cada día más flacos, mis fuerzas más débiles, pero sigo sintiéndome vivo... ¡Qué cosa tan extraña la vida! A pesar de tantas calamidades, desastres y necesidades como he vivido y sufrido en mis propias carnes ¡qué fantástico seguir disfrutando de su maravilloso espectáculo! Es cierto que en ella he pasado momentos amargos. También otros muy gratos. No sé si mi comportamiento ha sido aceptable. Pero ¿quién sabe nadie cómo debe vivirse? A los demás no sé qué tiempos les habrá tocado vivir. A mí me ha correspondido el siglo veinte. Pero lo que más me ha afectado no han sido las circunstancias que me han rodeado, sino mi actitud ante ellas, la mayoría de las veces de resignación y conformismo. Sí, porque, dígase lo que se quiera, cada uno reacciona de acuerdo con la capacidad de respuesta que la naturaleza le ha concedido.
¡Puafff! Siento la barriga como el lobo de Caperucita, como si hubiera comido piedras. Vamos allá. A la una... a las dos... ¡y a las tres! Cómo me cuesta levantarme. Es como si mi cuerpo fuera de plomo. Ya estoy sentado en el borde de la cama. Ahora veo la vida desde otro ángulo. ¡Qué tontería la vida ¿no? ¿Para qué? Nacer, crecer, jugar, reir, llorar, pasarlo bien alguna vez y mal la mayoría de las veces; ilusionarse, soñar, trabajar, casarse, tener hijos, sufrir, esperar, desengañarse, desesperarse, conformarse... ¡Ay, cómo cambia uno en esta carrera lenta y contra reloj, al mismo tiempo, de cada dia! Voy a afeitarme. Gran invento el espejo. ¿Cuándo inventarán otro para verse por dentro? ¡Qué cara tengo! Si mi madre me viera... Ella que sólo me conoció de pequeñito... La vida es cruel, ¡cómo se mofa de nosotros! Cuanto más débiles nos vamos haciendo, más solos y desvalidos nos vamos quedando.
¿Qué te pasa ahora, Daniel, tú que siempre estás tan animoso? No sé. Muy a pesar mío, y no sé cómo, veo acercarse hasta mí esos siniestros pajarracos negros, cargados de escepticismo... Me miran silenciosos y luego susurran entre sí y se ríen burlonamente de mí.
¡Ah! Yo que siempre me he preocupado por dar una buena imagen a la gente, ahora, cada día me importa menos. Creo que eso no está bien pero ¿por qué cambiamos así? Es que... Bueno, ya está bien de tanta brocha, tanto pájaro y tanta coña. Se acabó el afeitado. Lo que no dejaré ni un sólo día de hacer es ducharme. Fallaré en muchas cosas, mas dejar de sentir cada mañana la caricia del agua sobre mi espalda, eso nunca. El día que me resulta imposible ducharme, me parece que las sabandijas saltan sobre mí y abren surcos y agujeros en mi piel. Después de ducharme es como si volviera a nacer: Los pensamientos grises y polvorientos se derrumban como cartones mojados, dejando pasar rayos pimpantes de luz y color.
Y ahora un poco de gimnasia frente al espejo... ¡Vaya figura! Vale, Daniel, no vuelvas a lo de antes. Tienes noventa y ocho años ¿Qué quieres? Pues quiero lo que debería ser y espero que un día sea: volver a ser joven, eternamente joven, fuerte y hermoso. ¿Qué pasa? ¿Es pecado desearlo? No, no es pecado. Es pecado compadecerse de la propia desgracia y conformarse con ella. Y ahora me pondré ropa limpia: la camisa rosa, el jersey de cuadros y mis gafas nuevas. Ya está. Voy a perfumarme... ¡Flussshhh! Qué bien. Ya soy otro. Ahora me siento con cuarenta años. Cierro la puerta y voy a bajar a desayunar. Ahí viene, por el pasillo, la señora Pepa, hecha un cromo.

-¡Buenos días, señora Pepa! ¡Qué guapa y elegante va usted por la calle de Alcalá!
-Muchas gracias, Daniel. Igual te digo. Estoy paseando por la galería. Da gusto pasear al sol, tras los cristales. Me lo ha recomendado la doctora Carlota.
-Pues yo voy a coger el ascensor y bajaré a desayunar.

¡Madre del amor hermoso! Pepa es un auténtico cuadro andante de Picaso. Sus ojos parecen dos tinteros de cuando yo iba a la escuela. Sus labios como si se los hubieran pintado los de obras públicas y sus mejillas dos rodajas de limón. Pero, allá ella, si se ve guapa...
Otra cosa que me ocurre desde hace un par de años es que oigo el monólogo interior de los que veo cerca de mí. Es curioso. Dormido o despierto, todo el mundo mantenemos un monólogo continuo que da vueltas en nuestra cabeza como un disco o un bolero cansino. Es una conversación con nosotros mismos que, según las ocasiones, es grata, aburrida, exasperante, nostálgica, desesperada, esperanzada, que nos abre y cierra puertas, nos enseña caminos, precipicios, luces y tinieblas, recuerdos felices y dolorosos... Ahora mismo estoy escuchando el monólogo de la señora Pepa:

"Algún día volveré a oir la voz cálida y bien timbrada de Mario... ¡Qué apuesto, fuerte y risueño cuando lo vi aparecer en la pasteleria! ¡Qué bien cantaba y qué feliz fui los pocos meses que salí con él!
Fue una tarde de agosto de 1960. Mis padres, desde jóvenes habían tenido abierta una pastelería llamada La campana de oro. En ella trabajaron duro. A pesar de que, durante los años de la guerra hubo mucha escasez, ellos sabían hacer milagros. Siempre tuvimos clientes, aunque sólo despacháramos colines y suspiricos.
Aquella tarde de agosto yo estaba tras el mostrador de la pastelería, ataviada con el delantal y cofia blancos, sobre el vestido negro, cuando entraron tres soldados. Uno de ellos era Mario. Me pidieron unos cucuruchos de helado. Mientras los preparaba, Mario se me quedó mirando sonriente con sus ojillos marinos y, sin más ni más, rompió a cantar: ¿Por qué ha pintao tus ojeras la flor del lirio real...?
Fue el comienzo de un bonito romance. Él debería tener 21 años. Yo, en cambio, había cumplido ya los cuarenta... y seguía soltera. ¿Por qué motivo? Por la maldita guerra civil. En aquellos años de la guerra yo tuve un novio, llamado Lorenzo, también soldado, pero republicano, aunque a él la política le tenía al fresco. ¡Cuánto nos queríamos! El 15 de marzo del 39 cumplió veintitrés años. Yo tenía dieciocho. Aquel día lo vi por última vez. Murió a finales de marzo en el asedio a Madrid. Desde entonces me dio por pintarme los labios rojos como la grana, el contorno de los ojos violeta y las mejillas con una ligera tonalidad alimonada. A mucha gente le gustaba mi maquillaje. A otros no. A nadie revelé nunca el porqué del mismo, ni siquiera a mis padres. Este fue el motivo de que aquella tarde de agosto de 1960 Mario me dedicara dicha canción.
Pero nuestro idilio duró muy poco. Sin explicación alguna Mario desapareció de mi existencia un día de finales de septiembre. Él me había dicho que estaba haciendo la mili en Madrid, pero que era de un pueblo cercano, cuyo nombre nunca me reveló. ¿Se burló de mi candidez? No lo creo. Yo lo veía muy enamorado. Sufrí una gran decepción, mas nunca perdí la esperanza de volver a encontrarme con Mario algún día. Y seguí despachando en la pastelería, un día y otro, siempre fiel a mi extraño maquillaje, que sigo luciendo en esta residencia..."

-¡Vaya, vaya, con la señora Pepa! Lo que engañan las apariencias. Y yo que la tenía por una mujer excéntrica y algo tocada de la chirimoya. Ahora comprendo el porqué de su maquillaje... No he empezado mal el día. Ahí viene Rufo, el encargado de mantenimiento, con su mono azul y el bolso de herramientas.
-Hola, Daniel. No sé qué haces que cada día te veo más joven. ¡Qué envidia me das!
-¡Cosas de la edad! ¿Cuándo vas a mirarme el radiador, que lleva unos días que no calienta nada?
-Ahora lo miraré. Ya sabes que durante la mañana compruebo si hay averías en las habitaciones, según me tiene ordenado Silvia, la directora. Pues lo que dice Silvia va a misa. ¡Qué mujer tan extraordinaria! ¿verdad?
-Parece que te gusta, ¿eh Rufo?
-Gustarme es poco. Te lo confieso a tí, Daniel, porque tienes noventa y ocho años y eres un hombre prudente. Estoy coladito por ella. Muchas noches las paso sin pegar ojo, repasando en mi mente su cara de ángel pecoso, sus rizos de oro, su cimbreante palmito y su voz de arroyo fresco y cantarino.
-Chico, lo tuyo es de pronóstico reservado. ¿Y qué piensas hacer? ¿Vas a declararte a Silvia?
-No sé. Ella es la directora. Yo no soy nadie, como comprenderás. Pero ¿quién sabe?
-Por supuesto, Rufo, el amor no tiene fronteras, ni trabas que valgan. Lo que hay que tener es decisión, valor y obstinación. Te lo dice alguien que ejercitó muy poco esas cualidades y así le lució el pelo...
-Gracias por tus consejos, Daniel. Los tendré en cuenta. Hasta luego.

Está visto que en la vida, por muy viejo que uno sea, cada día se aprende algo nuevo y se encuentran motivos para sorprenderse ante inesperados descubrimientos. Bueno, voy hacia los ascensores. A ver a quién me encuentro ahora...

-¿Qué haces ahí, Federico, pegado al cristal de la ventana?
-No sé, no sé. Me he perdido...
-¿Cómo que te has perdido? ¿Qué te pasa? Estás temblando. ¿Por qué miras con esos ojos aterrados hacia abajo, al parque interior. ¿Qué has visto en él que tanto te asusta? Hoy, precisamente, el parque está precioso: el hotelito de Silvia la directora resplandece como una esmeralda, coronada de rubíes, bajo el aire diáfano de la mañana. De él parten los seis estrechos paseos radiales que surcan el hermoso jardín, al que pronto saldremos a pasear...
-No me engañes, Daniel. No es un hermoso jardín. Hace tiempo que lo observo por las noches desde mi habitación. Anoche mismo, a las tres de la madrugada lo estuve contemplando. Era un círculo negro, con un punto rojo en el centro y una red de hilos blancos alrededor. Sí, sí, una tela de araña gigantesca... Y ella, la araña rubia, se movía y corría, ligera y taimada...
-Pero hombre, Federico, ¿no ves que es un jardín con la casa de la directora en medio? Anda, vente conmigo a desayunar. Vamos juntos.

Daniel lo agarró del brazo, logrando despegarlo de la ventana.
-Vamos a ver ¿qué le pasa a Fede? -pregunta Rufina, una de las cuidadoras- Anda, déjalo, Daniel, ya me encargo yo de él.
-¡No me dejes, Daniel, ella trabaja para la araña rubia!
-¡Lo que hay que oir y aguantar en esta casa! Tómate esta pastilla -le ordena la cuidadora, alargándole un vaso de agua y una pastilla que saca del bolsillo.

Daniel avanzó unos pasos. Volvió la cabeza y le conmovió la mirada desolada de Federico. Luego continuó su paseo, al tiempo que empezó a escuchar el monólogo interior de Federico:

-"No estoy seguro si era una araña... Recuerdo que era un bicho negro, con muchas patas peludas. Lo he presentido y lo he visto en momentos cruciales de mi vida. La experiencia más remota fue siendo yo un niño de siete años. Mis padres me habían llevado a ver una función de circo. Tanto me entusiasmó el espectáculo de los trapecistas y equilibristas que, en seguida me propuse emularlos. Una noche, mientras mi madre hacía la cena, yo jugaba en la calle con unos amiguitos. Para demostrarles mi destreza y valor, aposté unos caramelos con ellos a que era capaz de correr por el borde de una estrecha tapia, levantada dos metros del suelo, por detrás de una fuente. Ellos se echaron a reír de mi fantasmada, incrédulos, hasta llegar a tacharme de mariquita, si no se lo demostraba. Picado en mi amor propio, trepé desde la fuente hasta lo alto de la tapia. Me enderecé sobre ella y me puse a caminar. Cuando había recorrido varios metros me detuve aterrado. Del otro extremo de la tapia, venía corriendo hacia mí, un gran insecto negro de muchas y largas patas. Sentí un pánico tremendo que me hizo perder el equilibrio y caer al suelo. Aunque no me rompí ningún hueso, desde entonces, las alturas me producen un miedo insuperable. Mi sueño de dedicarme al circo se desvaneció para siempre.
Más tarde, con trece años, en el colegio solían organizar funciones de teatro. Uno de los profesores me animó a participar. Aunque me costó no poco, al fin accedí. La experiencia me fascinó, tanto que pensé dedicarme a esa profesión. Pero, ya en sexto curso, una noche me ocurrió algo horrible. Dormía profundamente, boca abajo, cuando sentí un cosquilleo en una oreja. Pensé que se trataba de una araña que se paseaba por mi nuca y luego se introducía en la otra oreja. Por la mañana, tan pronto como desperté, recordé aquella no sé si pesadilla o realidad. La cabeza me picaba de forma insoportable. Ayudado con otro espejo me observé la nuca. ¡Qué horror! La tenía cubierta de pequeñas y redondeadas calvas. A partir de entonces me invadió una gran inseguridad y timidez que me obligó a abandonar mi incipiente afición teatral, como también me impidió continuar la carrera que había iniciado. No soportaba la mirada y preguntas de los profesores. Sus caras no eran humanas, sino de arañas que esperaban un momento de debilidad por mi parte, para introducirse en mi cabeza y extender su telaraña en mi mente. Cada día me resultaba más difícil e insoportable relacionarme con nadie. Hice un supremo esfuerzo y conseguí, al fin, que me aceptaran en una oficina de seguros. Allí, en un oscuro puesto y acosado por mis miedos, he pasado cuarenta años. Y, una vez jubilado, cuando creía que ya estaba libre de ellos, he venido a parar a esta residencia. Y, ya ves, ahí abajo está ella, agazapada, esperando que caiga en su red..."

La voz amable y tranquilizadora de Alfredo me devolvió al mundo real.
-Hola, Daniel, ¿qué, a darte el paseíto por el parque?
-Sí, hay que aprovechar la mañana tan soleada que tenemos. Además parece que la cadera no se queja demasiado.
-Eso está bien. Hay que mover las articulaciones y no perder el hábito de caminar, que no poco tiempo y esfuerzo nos costó, de pequeñitos, su aprendizaje... Te noto como preocupado, Daniel, ¿necesitas algo?
-Yo no. Se trata de Federico.
-¿Qué le pasa a Federico, aparte de sus fobias?
-Lo acabo de ver junto a la ventana de ahí detrás, que da al parque interior. Está obsesionado y aterrado con una pesadilla. La cuidadora Rufina se ha quedado con él, tratando de tranquilizarlo. Me ha parecido que le ha dado una pastilla...
-¿Rufina? Voy corriendo a ver a Federico. Adiós, Daniel.

¡Qué buena persona es Alfredo! ¡Cómo se preocupa y trata de animarnos a todos! ¡Ah, si todo el personal fuera como él, esto sería un hogar de verdad! De todas formas, cada cual hace frente a las circunstancias de su vida de forma diferente. Hay quien se acobarda y se achanta ante la menor dificultad. Otros, en cambio, se enfrentan animosos, a cuanto les va saliendo al paso. Cuando uno ya es mayor, se da cuenta y reconoce lo importante que es haberse sometido a una disciplina y hábitos, fundamentados no en mitos, miedos, ni cómodas creencias, sino en la recta razón... Ya estoy llegando al ascensor. ¡Vaya, mira quién está aquí!

-Buenos días, Matilde ¿Qué le parece el día tan bonito que ha amanecido hoy, día de San Blas?
-Supongo que muy hermoso, Daniel, pero como tengo que ir con la cabeza colgando a la altura de la cadera, casi ni consigo ver cómo está la mañana, a través de las ventanas. Pero, no importa. Ver la gente de abajo arriba también tiene su gracia. Además hay cosas en las que nadie repara y yo sí. Mira. El pañuelo se te está saliendo del bolsillo y se te va a caer.
-Gracias, Matilde, es cierto. Admiro tu buen humor.

Entraron en el ascensor, manteniéndose callados mientras descendían. Mas el monólogo interior de Matilde atronó los oídos mentales de Daniel:

"La vida, ¡qué engaño! La gente pasa a nuestro lado y la juzgamos por sus apariencias. Me dicen: ¡Qué buen humor tienes, Matilde! ¡Qué buena eres! Y yo me río para mis adentros. Mi padre era barbero. Una mañana de junio de 1947, teniendo yo veintidós años, entré en la barbería para cambiar los paños blancos que se ponían bajo el cuello a los clientes. En esto que un hombre de unos treinta años, al que mi padre le estaba afeitando con la navaja barbera, va y dice: ¡Vaya, que moza tan linda tienes, Marcelino! Mi padre, más halagado que yo por el piropo, se embaló relatando todas las excelencias que, según él, yo poseía. El hombre le contó que era de Ciudad Real, donde vivía solo, pues sus padres habían muerto y había venido a Madrid en viaje de representación de unas bodegas de vino. Celestino, que así se llamaba, se encaprichó conmigo. Tan fuerte le entró el amorío que llegó a pedir a mi padre que le concediera mi mano. Cuando nos quedamos a solas, mi padre empezó a dar saltos de alegría. Me dijo que no se me ocurriera desperdiciar semejante oportunidad. Así que nos hicimos novios y, en seguida, nos casamos. Mi padre murió pocos meses después. Tuvimos tres hijos casi seguidos. Durante los primeros años la cosa marchó regular. Pero, pronto, Celestino fue mostrando su verdadera índole. Me decepcionó mucho. Sus arrumacos y demostraciones festivas fueron dando paso a una fría indiferencia y actitud machista en palabras y acciones. Yo procuraba mostrarme sumisa, afectuosa y pendiente de sus deseos y caprichos. Pero él me lo pagaba humillándome con sus desplantes, borracheras y puteríos. Cuando volvía a casa, todo eran broncas y malos tratos. Como la economía doméstica andaba por los suelos, abrí la peluquería y me dediqué a cortar el pelo y afeitar. A Celestino le sentaba fatal que yo acicalara a maricas y cabrones, como él los llamaba, pero sus ojos bien que le hacían chiribitas, cuando, al cabo del día, veía el cestillo lleno de monedas, de las que él cogía a placer.
Gracias a mis desvelos, visitas y ruegos, conseguí que mis tres hijos entraran en una escuela de artes y oficios, sin pagar nada. De allí salieron con un buen oficio. Fue poco después cuando caí por la escalera... Estuve un mes en el hospital y poco faltó para quedarme paralítica. Dentro de lo malo, tuve suerte. Conservé la movilidad de las piernas, aunque mi columna quedó tronchada. Desde entonces, el cuerpo se me fue doblando cada vez más. Lo sentí más que nada porque me dejó incapacitada para seguir en la peluquería. ¿Cómo podría ahora ayudar a mantener mi familia? Yo tenía una máquina de coser. Me enteré de que un taller de confección ofrecía trabajo de costura para hacer en casa. Me lo concedieron y, gracias a ello, pudimos salir adelante.
A pesar de todo, yo me esforzaba en ser amable con Celestino. Él, por el contrario, cada día era conmigo más arisco y más entregado a sus borracheras y juergas fuera de casa.
Tras hacer la mili, los chicos decidieron marcharse lejos: uno a Bilbao, otro a Barcelona y el otro a Valencia. Los tres lograron un buen empleo, se casaron y allí viven felices.
A media mañana yo salía a comprar alguna cosa y, si hacía buen día, me atrevía a dar un paseo hasta el campo, próximo a nuestra casa, lejos del barullo y las miradas compasivas de la gente. Un día de mayo, precisamente el día del treinta aniversario de nuestra boda, llegué hasta una hondonada, cubierta de hierbas y arbustos, cerca de un vertedero. Me llamó la atención una copiosa planta, de jugosos y largos tallos verdes, aunque con manchas rojizas. Sobre sus hojas, parecidas al perejil, sobresalían ramilletes de florecillas blancas.
Pasó por allí un señor mayor, con gafas y aspecto de profesor, el cual, viendo mi curiosidad observando la planta, me preguntó:
-¿Sabes qué planta es ésa?
-No sé -le dije, levantando un poco la cabeza- pero me gusta.
-Hum... Ten cuidado con ella. Es muy peligrosa.
-¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Esta planta se llama cicuta. Es tan venenosa que, a quien toma una infusión de sus bayas, le sobreviene la muerte en cosa de dos horas, con la particularidad de que no deja el menor rastro del veneno que la ha causado.
-Bueno es saberlo -dije, sorprendida-. Procuraré no acercarme mucho a ella.
-Sí, hay que tener precaución y no tocarla siquiera, por si las moscas.
-Gracias por su advertencia.
El hombre continuó su camino. En aquel momento me pareció como si aquella planta inclinara hacia mí sus hojas, flores y bayas, invitándome a cogerlas. Me sentía hipnotizada y empecé a actuar como tal. Casualmente había por allí tiradas unas bolsas de plástico. Me coloqué una en cada mano a modo de guantes. Luego me acerqué a la planta y fui arrancando numerosas bayas que eché dentro de otra bolsa.
Al volver del paseo, entré en una tienda y compré un poco de queso y embutido. Llegué a casa, comí algo y, dominada aún por la fascinación de la planta, puse en el fuego un cazo con agua, a la que añadí las bayas de cicuta. Mientras hervían aquellos verdioscuros y apepinados guisantes, me parecía que de ellos se escapaba un agudo zumbido que, en seguida se transformaba en una risita nerviosa y nausebunda. Una vez fría la infusión, cogí de la despensa la botella de vino tinto que Celestino tenía ya empezada. Llené un vaso y lo vacié en el fregadero. Después tomé el cazo y añadí a la botella la infusión de cicuta. Coloqué en la mesa unos platos con lonchas de queso y embutido, dos vasos vacíos y el espiritoso vino.
Eran ya las once de la noche y Celestino aún no había vuelto. Yo espiaba la calle desierta, desde la ventana del dormitorio. Serían más de las doce de la noche cuando lo vi llegar, dando bandazos de un lado a otro. Rápido bajé y le abrí la puerta.
-Ya es hora ¿no, Celes?
Él me dio un bufido. Entró al comedor y, viendo los platos y la botella sobre la mesa, fue derecho a sentarse ante ella.
-¿Qué fifi-esta, cele-bramos hoy? -dijo, tartajeante.
-¿No te acuerdas? Hace treinta años que nos casamos.
-Psch... ¿Sa-sabes lo que te di-digo? Que me gu-gu-gustaría no volver a ver-verte nu-nun-ca más.
-Pues ¡adelante! -le grité triunfante- Brindemos por ello.
-Tú co-come, que yo da-daré cu-enta del vi-vino.
Y agarrando la botella por el cuello, se la acercó a la boca y no la retiró hasta haberla vaciado.
-¡Un vi-no fandás-dico. Ssssí se-ñora! Anda, Ma-ma-tilde, trae o-otra.
-Ahora voy. Siéntate y come algo.
-¿Qué pa-sa? ¿Es-tás tú momo-vien-do la me-sa?
-Yo no. ¿No ves que he entrado a la despensa por otra botella?
Descorché la botella y arrojé por el fregadero parte de ella. Luego se la puse delante y retiré la vacía, que llevé a la cocina.
-Ten-ten-go frí-frío en los pies y co-co-mo si no-no loss sin-ti-era...
-Eso se quita comiendo.
-Aa-ver si es ver-dad.
Celestino comió varias lonchas de embutido y, a continuación, tomó otro largo trago de la nueva botella.
-¿Se-rá poo-sible? Es-ta noche te ve-o másss ti-ti-e-sa y gua-pa.
-Eso son cosas del vino. Sí, Celestino. Hace treinta años me casé contigo, muy enamorada. Durante mucho tiempo seguí queriéndote, a pesar de tus malos tratos e infidelidades. Pero, desde aquel día que me hiciste rodar escaleras abajo, tras pegarme un brutal puntapié en la espalda, y me quedé tronchada, dejé de quererte. No mereces mi cariño ni el de nadie. Por eso me alegro de estar celebrando contigo un sublime evento: que jamás volverás a verme.
-¿Qué me-me pa-sa? -gritó Celestino con ojos aterrados, palpándose el pecho y echando la cabeza hacia atrás- Si-ento un frí-o he-lado su-bir hasta el cora-zón. ¡Lla-llama al mé-di-co, Ma-tilde!
-¡Vete al infierno!
Al cabo de unos minutos Celestino se quedó despatarrado, con el cuello rígido sobre el respaldo de la silla, los ojos abiertos y las pupilas, como dos pozos negros, mirando al techo.
Rápido fui a la cocina, aclaré la botella y el cazo de la cicuta, y los guardé en la despensa. Llamé al hospital y en seguida se presentó una ambulancia. El médico se limitó a certificar su muerte por paro cardíaco. A otro día llegaron mis hijos, sus mujeres y algún que otro nieto. Enterramos a Celestino. Después ellos volvieron a sus casas. Yo me quedé en la mía, con mi costura, mis paseos y la cabeza cada día más cerca del suelo, pero en paz y gozosa. Así continué hasta el 1997 en que mis hijos me trajeron a esta residencia. Y aquí sigo, feliz, sintiendo la vida bullir dentro de mí y girar en torno mío como una noria..."

-El ascensor se ha parado, Matilde. Yo me salgo aquí -dijo Daniel-. Voy a acercarme a que me vea la doctora Carlota. No sé que me pasa hoy que oigo cosas raras en mi cabeza. Hasta luego, Matilde.

Daniel avanzó por el largo corredor circular hacia la consulta de la doctora. Al pasar junto a la puerta, abierta de par en par, de la sala de estar de los residente dependientes, no pudo resistir el impulso de entrar en ella. El cuadro que se le ofreció fue de lo más deprimente.
En el centro de la sala y levantada sobre una tarima, vigilaba Virginia, otra de las cuidadoras, mientras colocaba en una bandeja -en cajitas marcadas con el nombre de cada uno de los residentes de la sala- los medicamentos prescritos por la doctora Carlota.
Muchos de los residentes de la sala dormitaban, pero también los había que cotorreaban con los vecinos de mesa o silla, y varios que no cesaban de repetir, a grito pelado y con exasperante monotonía, delirantes estribillos.

Sentado en su butaca, junto a una de las ventanas abiertas al parque interior, se halla Jacinto, un hombre de unos ochenta y cinco años, sonrosado, de ojos intensamente azules, afeitado y peinado con sorprendente pulcritud, de aspecto infantil y muy asustado. Daniel lo mira con simpatía y curiosidad, mientras le saluda diciendo:
-Hola, Jacinto, qué bien te veo, pareces un chaval.
Como respuesta, Jacinto descompone su semblante, hace unos pucheros y se cubre la cara con sus largas y delicadas manos. Daniel, educadamente, se aparta a un lado de la butaca y mira hacia el parque, mientras percibe el callado y quejumbroso monólogo interior de Jacinto:

"Pero ¿es posible? Yo aquí, abandonado en este lugar, rodeado de personas desconocidas que me manejan, me llevan, me traen, me desnudan, me lavan, me visten, me acuestan y levantan a su antojo, como una cosa inerte, que a nadie le importa... ¡Dios santo! Pero si sólo hace veinte años que dejé de trabajar en la fábrica de yoghures. Un trabajo absurdo para mí que lo que siempre me gustó fue pintar, crear cuadros, tan alabados por gente con sensibilidad estética. Pero del arte difícilmente se puede vivir. Sé que no soy un genio, lo reconozco, pero estoy convencido de poseer un espíritu artístico, sensible, delicado y que, además, sufre y goza con el dolor o felicidad de quienes le rodean... Siempre quise, con toda mi alma, a mi mujer y a mis hijos. Ellos se fueron haciendo mayores. Mi mujer fue transformándose en un ser extraño que llegó a mirarme como a un desconocido. Desde que dejé de trabajar, me ha venido considerando como un viejo inútil y decadente. Quizás tenga razón. Desde entonces he venido observando que, cada día, mi cara y todo mi cuerpo se arruga más y más, acentuándose la falta de vigor y energía en mi carácter, al mismo tiempo que el miedo se va apoderando de todas mis facultades. Cuando ya no hay solución, he llegado a descubrir la causa de ese envejecimiento galopante y aniquilador: mientras duermo, sueño historias apasionantes, me veo dotado de facultades y sentimientos excelentes, pinto cuadros maravillosos y vivo romances fantásticos con preciosas mujeres... Al despertar, tengo la impresión de haber vivido esos sueños durante varios años. Me miro al espejo y observo horrorizado que también soy varios años más viejo que cuando me acosté. No sé, quizás me esté volviendo loco..."

-¡Vamos, Jacinto! -le dice Daniel, inclinándose ante él y poniéndole las manos sobre los hombros- Nunca es tarde para ponerse en pie firme, gritar y protestar contra lo que haga falta. Defiende con valentía tus sueños, mientras sientas latir tu corazón.
-¿Tú crees que me servirá para algo? -le pregunta Jacinto, con ojos de niño crédulo y esperanzado, temblándole la barbilla.
-Sí, hombre, sí. Hazme caso, hay mil motivos: para recuperar la paz, la alegría o, al menos, la dignidad.
-Gracias, Daniel, lo intentaré...

Daniel contempla, desde la ventana, el parque interior, dividido en espacios triangulares, alfombrados de hermosos árboles y arbustos, radialmente dispuestos a partir del hotelito de Silvia, la directora, y separados por seis estrechos paseos que lo unen a las distintas dependencias de la planta cero. Ve a Rufo que camina presuroso por uno de los paseos hacia el despacho de Silvia. De pronto se da cuenta, sorprendido, que está captando los pensamientos y afecciones que ocupan el ánimo de Rufo en este instante:

"-Es preciosa... Con ese cuerpo modélico, esa boca irresistible, adornada siempre de una cautivadora sonrisa; sus ojos verdes que desnudan a uno el alma; sus cabellos trigueños, recogidos en su nuca de diosa... Haría lo que me pidiera para complacerla. ¡Qué suerte! Ahora mismo voy a verla..."

-Chico, qué fuerte le ha dado a Rufo. Debe ser cosa de la primavera que se avecina... ¡Ay, Cándido, quién fuera joven! Juventud, divino tesoro, te vas para no volver...
-No blasfemes, Daniel -le contesta Cándido, que se halla apoyado contra la pared, con unos auriculares en las orejas, un transistor apagado y aire receloso-. ¿Divino tesoro? Decir eso es un pecado. La juventud no es un tesoro divino. La juventud es una etapa depravada, entregada al vicio y a las acciones perversas.
-Pero hombre, Cándido, no juzgues con tanto rigor a los jóvenes. Tú, tan religioso, deberías bendecir a Dios por esa esplendorosa estrella de la juventud que Él regala al hombre. En torno a ella, giran nuestras ilusiones y recuerdos de oro, y de ella recibimos el aliento y calor en los fríos y grises días de nuestra vida.
-Mentira y falsedad. Ahí está el error de la mayoría de la gente. Creen que esta vida es para disfrutarla al máximo. Y eso es una trampa del diablo, que pretende hundirnos en su infierno. La vida es un escaparate de apetitosos manjares, muy gratos al paladar pero de efectos mortíferos. La auténtica verdad es que la vida es un tiempo de prueba en la que hay que demostrar quién es apto para entrar en el reino de los cielos.
-Tú, Cándido, seguro que entrarás en el reino de los cielos ¿verdad?
-Eso espero. Para lograrlo he luchado toda mi vida, sacrificándome, renunciando a los placeres, mortificando mi cuerpo...
-¿Y a qué te vas a dedicar allí? ¿Seguirás viviendo como has vivido en este mundo?
-A gozar eternamente, en compañía de Dios, de sus ángeles y sus santos.
-Vaya. O sea que, en el fondo, lo que pretendes es asegurar una sustanciosa pensión eterna, ¿no?
-Cuidado con los chistecitos, Daniel, ¿o es que tú no tienes fe?
-Bueno, Cándido, yo me limito a aceptar dócilmente lo que se me vaya presentando. Pero, puestos a hacer conjeturas, prefiero atenerme a los criterios dictados por la recta razón, que a criterios particulares.
-Eres un estúpido, Daniel. Las conjeturas no han de salvarte, sino la fe en Cristo y en su doctrina. Ya lo dijo Él: "Quien no cree en mí ya está juzgado"
-Pues que Dios me perdone, Cándido, pero prefiero creer que, antes que nada, Cristo era un hombre con sentido común. Y el sentido común une y pacifica a la gente mucho más que las distintas y contrapuestas creencias de cada uno.
-Allá tú con tus memeces.
Y, diciendo esto, dio la espalda a Daniel y puso en marcha el transistor.

-¡Matadme por favor! -repetía como un autómata, Apolonio, un hombre fuerte, de joven aspecto, cabeza rapada y con el torso erguido, sentado en un sillón al otro lado de la sala.
-¡Voy en seguida a comerte la cabeza, jo, jo, jo! -le contesta Hugo el extraterrestre, quien plantado cerca de Daniel, alza su aceitunada cabeza, como una enorme mantis; agita los sarmentosos brazos, remangados; y exhibe dos largos incisivos que sobresalen de su boca, mientras ríe a carcajadas, bailándole los ojillos oblicuos y saltones sobre la aberenjenada nariz.
-¡El bicho verde no, el bicho verde no! -exclama Apolonio, consternado.
A Daniel siempre le había intrigado Apolonio, demasiado joven para estar allí ingresado. Nadie le había aclarado qué mal padecía. Y, en esta mañana de San Blas, iba a descifrarlo, gracias al deshilachado monólogo que barboteaba en la mente de ese hombre:

"¿Dónde están ellos, dónde están? ¡Qué nervios antes del discurso! Ahora los aplausos... el crujido de la tarima... las banderas ondeando... los vítores, besos y abrazos... los trajes, los coches oficiales... los debates encendidos... las noches insomnes... las bocas agradecidas... los insultos, el resentimiento en los ojos... Y ahora, ¿qué es esto?... ¿Qué hago yo aquí?... Ya se acerca aquello... No, eso es un sueño, el sueño de anoche... Que no, que eso pasó esta mañana... Ahora está pasando el coche negro... Que no es la plaza, que es la habitación del hospital... Allí está el bicho verdoso, moviendo su cabeza de pera, de orejas puntiagudas, enseñando los dientes afilados... esperando que me distraiga para lanzarse sobre mí y comerme la cabeza... Ya llega la ambulancia, ¡húu, húu, húu!... el coche está destrozado... ya sacan a mi hija y a su madre... No, esas caras no son de ellas... Yo no conducía, no... ¿o sí?... Yo no morí entonces... ¡Matadme, por favor! Pero ese bicho verde no, no, no..."

-Ya voy, Apolonio, ¡ jo, jo, jo! ¿No quieres salir de paseo conmigo? Sí. Te llevaré en mis brazos, dando saltos por el campo. Subiremos a la cima de la sierra de los almendros. Allí desplegaré mis alas transparentes y volaremos hasta el planeta bermejo de donde, llamado por Moisés, vine con miles de langostas, a luchar contra el faraón y los egipcios. ¡Brrrr! ¡Cómo me pica la cabeza! ¡Me la voy a desollar, rascándome!
-¡Matadme, por favor!

Daniel sintió que el suelo de la sala oscilaba bajo sus pies. Notó un vahído y trató de sobreponerse, mirando nuevamente hacia el parque. Fue entonces una oleada de frases, procedentes del despacho de Silvia la directora, las que llegaron a sus oídos, en un principio confusas, pero, en seguida, muy nítidas:
"-¡Ay, Silvia, qué mal lo estoy pasando! No sé si podré seguir aquí por mucho tiempo.
-¿Qué tonterías estás diciendo, Rufo? ¿De qué tienes queja? ¿Del sueldo? ¿Del trabajo? ¿De mí, acaso?
-No. Todo lo contrario. Pero tengo la sensación de estar viviendo junto a un manantial y, al mismo tiempo, estar muriéndome de sed.
-Vaya. ¿Y qué fuente es ésa?
-¡Por Dios, Silvia! ¿Y tú me lo preguntas?
-Bueno, Rufito. Siempre con tus bromas... Anda, dime qué has averiguado.
-No, Silvia, no son bromas, estoy loco por tí. Pero, claro, yo no soy nada para tí. Soy un iluso, soñando que, algún día, pueda...
-Rufo, ante todo el trabajo. Lo otro, ya veremos cómo respondes... ¿Has encontrado algo interesante?
-Creo que acabo de descubrir una cosa que va a sorprenderte.
-Me tienes en ascuas, Rufo, ¿de qué se trata?
-De Mauro.
-¿Mauro, el residente de la tercera planta, amigo de Daniel?
-Sí, el bibliotecario.
-¿Y qué pasa con él?
-He entrado en su habitación a arreglarle el cierre del armario, pues me había dicho que se le había estropeado. Y, sin querer, -¡ja,ja!- me he topado con una cartilla de ahorros que tiene guardada en una caja... Me he quedado de una pieza. ¿Sabes qué saldo tiene el viejo?
-¿Cuánto?
-Un millón quinientos mil euros.
-¿En serio? No te quedes conmigo, Rufo. Eso es una fortuna. Y es un hombre que no tiene familia que se sepa...
-Así es, Silvia, ¿qué te parece?
-Me parece que ya es hora que te confiese lo mucho que me gustas y cuántas veces he soñado hallarme entre tus brazos...
-¡Silvia, amor mío, déjame que te bese!
-Sí, cielo... Espera que eche el cerrojo de la puerta."

La cara de Daniel cambió de color en pocos segundos, pasando de blanca palidez a un rojo encendido que derivó a una tonalidad cárdena.-¡Lo que me faltaba por oir a mis noventa y ocho años! Pero ¿qué me está pasando? ¿Qué son estas conversaciones raras que escucho en mi cabeza? Esto no puede ser real. Mi mente debe estar desbaratándose... No es posible que Silvia, la directora, se entienda con ese ganapán de Rufo... Y lo de Mauro no tiene pies ni cabeza. Nunca me ha dicho que tenga tanto dinero... ¡Ay, ay! El chocheo se está apoderando de mí. Voy a acercarme a que me mire la doctora Carlota, a ver qué le parece...

Rufo y Silvia salen del despacho. Rufo toma el paseo de la izquierda, hacia el taller de mantenimiento y lavandería. Silvia se encamina, por el central, hacia el hall de recepción. Daniel sale nervioso de la sala y se dirige a la consulta de la doctora. Cuando ha avanzado unos metros ve que, de uno de los ascensores próximo a la enfermería, sale Silvia la directora, como un dorado relámpago, vestida de verde claro. Al ver a Daniel, le dedica una destellante sonrisa y un gesto cariñoso con la mano, mientras dirige sus pasos hacia la consulta de Carlota. Danniel le corresponde con otra sonrisa y una leve inclinación de cabeza.
"-Pues sí que tiene gracia la cosa -piensa Daniel-. Ahora se me adelanta Silvia, y tendré que esperar no sé cuánto tiempo a que termine su tertulia. Me sentaré en uno de los sillones de la sala de espera."

A los pocos segundos, Daniel vuelve a percibir extraños susurros que, en seguida, identifica como las voces de Carlota y de Silvia.
-¡Dichosos los ojos que te ven preciosa Silvia! Basta mirar a los tuyos para convencerme de que la primavera ya ha llegado.
-Por favor, Carlota, vas a hacer que me ruborice. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué piropos!
-No son piropos, ni hueras palabras. Es lo que siento: eres lo más hermoso de este mundo...
-Chica, lo tuyo es grave... y debes andarte con mucha circunspección. Los demás no lo entienden. Aunque ya se ve bastante normal, hay muchos que no lo entienden o no se atreven a manifestar su inclinación por temor al rechazo de esta sociedad hipócrita. Yo también siento hacia ti una irresistible atracción, querida, pero debemos tener cuidado.
-Vale, señora directora. ¿Y qué te trae por aquí, si no es para que le haga un reconocimiento a tu cuerpo serrano, picarona?
-Necesito tu colaboración en un interesante proyecto que acabo de pergeñar.
-¡Huy, huy! Me dan miedo tus proyectos, pues tienes una mente un tanto diabólica. ¿Te parece poco complejo y arriesgado el plan de salud prevetiva que tenemos en marcha? No te quejarás del tratamiento sedativo-tranquilizador que he prescrito a los más... molestos. Gracias a él, la residencia parece una balsa de aceite, aparte de que se han reducido gastos de personal y alimentación. El único problema son los efectos secundarios que pudieran aparecer...
-¡Chis! ¡Calla, Carlota que las paredes oyen!
-Por cierto, debemos tener a Alfredo, el fisioterapeuta, muy controlado. Ya sabes que no ve con buenos ojos que se administren muchos fármacos a los residentes.
-Podríamos ponerlo a prueba y, si vemos que dificulta nuestro plan...
-A partir de mañana, Carlota, encomiéndale la vigilancia de la sala de los enfermos dependientes. Observa su actuación, mediante la cámara camuflada de la sala. Si persiste en su actitud, tomaremos medidas.
-¿Y qué más se te ocurre, querida Silvia?
-Necesito doblegar la voluntad de alguno de los residentes, para que realice lo que yo le proponga, con la mayor normalidad. ¿Existen drogas que consigan esos efectos, sin que se advierta un comportamiento autómata?
-Sí, claro, hoy día existen fármacos para todo. ¿Y a quién habría que drogar?
-Te tendré al corriente, Carlota. De momento ya es mucho lo que me has ayudado. Dame un besito. Adiós.

Daniel, conforme sentía el eco de esta conversación en su mente, se había ido alejando de la consulta, de manera que, cuando Silvia salió de ella, él ya había tomado el ascensor. Mientras bajaba a la planta cero, Daniel se debatía en una maraña de encontrados pensamientos:
-¡Madre, madre! No sé si estoy padeciendo alucinaciones o es que se me han destapado los oídos del alma... Sea lo que fuere, debo ser muy cauto y evitar que nadie descubra este raro y prodigioso sentido del que ahora dispongo. Y, menos que nadie, la doctora Carlota, Silvia o Rufo. ¿Es posible que, bajo la amable apariencia que lucen, escondan tan perversas intenciones. Siento necesidad de desahogarme con alguien.

Una vez en la planta cero, Daniel sale a la explanada que se extiende ante la entrada principal. Animados por la tibieza y resplandor de este día de San Blas, muchos residentes han salido a pasear o a sentarse en los numerosos bancos, situados en la franja ajardinada que bordea la explanada.
Daniel ha caminado unos pocos metros, cuando se encuentra con Mauro, su amigo y compañero de mesa en el comedor.
-Hola, Daniel, ya me tenías preocupado. Son las doce de este magnífico día, casi primaveral, y me extrañaba no verte por aquí... Te veo algo pálido. ¿Te pasa algo?
-No, Mauro, es lo que te he comentado. Que a mis noventa y ocho años, quizás se me haya despertado un nuevo sentido. Cada día que amanece siento la vida y cuanto me rodea como si estuvieran hechos de algo muy sutil y etéreo.. Como si fueran puramente ideales.
-¡Ja, ja, ja! Lo tuyo, Daniel, no tiene remedio. Aunque me llevas diez años, yo también soy un vejestorio. Pero a mí, en cambio, me ocurre lo contrario. Cada día que amanece me persuado, más y más, de que el mundo no es más que burda materia. Este mundo podría haaber sido totalmente diferente. Convéncete de que la realidad no es más que una inmensa mole de materia, zarandeada por fuerzas ciegas y brutales, que crean, destruyen, avanzan o retroceden, sin orden ni concierto. El mundo es absurdo y caótico. Momentáneamente -aunque se trate de un momento de millones de años- puede parecer que la materia evoluciona y avanza, haciendo pensar en la posible intervención de un ser supremo. Pero eso no son más que lucubraciones vanas y erráticas. La realidad no es más que materia amorfa en manos de locos bufones.
-Perdona, Mauro. Oyéndote me cuesta aceptar que, quien así habla, es una persona culta, inteligente y, por añadidura, bibliotecario jubilado. Jamás he entendido la postura mental del materialista que se obstina en explicar la realidad como resultado aleatorio de una amalgama de sustancias puramente materiales, y que no se inmuta lo más mínimo afirmando que la maravila de la vida, y del universo que nos rodea, ha tenido lugar por chiripa. ¿Qué es la materia sin unas ideas que la conformen? Nada. Y si existen las ideas es porque alguien las ha concebido y las piensa...
-¡Aleluya! Ya apareció Dios.
-No, Mauro, estoy razonando desde el sentido común. Si existen ideas es porque un entendimiento las ha concebido, lo contrario sería absurdo. ¿Qué entendimiento es ése? Eso ya es otra cuestión. ¿Un Dios personal, eterno y creador de universos? ¿Un ser absoluto, pura idea, superlogos y supraconciencia, que al mismo tiempo se contrae en infinitas conciencias? ¿O es cualquier otra causa primera, de las muchas barajadas por el hombre? Quizás lo sepamos algún día.
-Pienso que nunca lo sabremos.
-No sé. De lo que cada día me convenzo más es de que, en este tema, no es sensato adoptar posturas dogmáticas ni intransigentes. Pero tampoco hay que evitarlo como si fuera un tema tabú. Para algo tenemos la capacidad de pensar. No sé por qué motivo haya que conceptuarse como un delito el sostener una opinión, sobre algo que no es evidente, distinta a lo que sea en realidad, siempre que ella no sea inicua y ofensiva en sí misma.
-Vale, Daniel, vámonos acercando al comedor, que falta un cuarto de hora para entrar, y ya sabes la cola que se prepara...
-Por cierto, Mauro, voy a darte un consejo... Si te dan pastillas en la comida, o en cualquier momento del día, no te las tomes. Haz como si te las tomaras, pero no lo hagas. Escóndelas y luego las tiras al wáter.
-¿Y eso?
-Ya te contaré. Tú, hazme caso...

Los dos amigos, se levantaron del banco. Nosotros, desde nuestra privilegiada atalaya, los vimos caminar hacia el comedor en animada charla. De pronto se detuvieron un momento y miraron al balcón de la torre, en que nos hallábamos. Rápido, Samuel cogió a Álex por la cintura, lo alzó para que Daniel lo viera y, con gran sorpresa nuestra, el bisabuelo sonrió, mandó un beso volador al pequeñín y nos saludó, agitando la mano durante unos segundos.
Voz del tiempo extendió los brazos, anunciando que, momentáneamente, se suspendía la reproducción virtual y que disponíamos de cinco minutos para estirar las piernas, antes de continuar con el relato.
Don Quijote los aprovechó para cantarle a Álex la canción Estaba el señor don gato sentadito en su tejado. El niño se meaba, riendo, cada vez que Don Quijote repetía, con escrupulosa entonación gatuno-manchega: ¡marramamiau, miau, miau! Y yo los empleé, encantado, en enviaros el primer capítulo de esta historia, desde mi broche transmisor.
Hasta pronto. Tinterico.


Leer más…