Revelaciones del diablo arrepentido - (Cap.III)

sábado, 31 de mayo de 2008


Querido Toby:
¿Pensabas que ya nos habíamos olvidado de tí, ante nuestro obstinado silencio? No, jamás cometeríamos semejante desatino. Lo que ocurre es que Samuel, el monje, es un hombre inquieto, con mucha vitalidad a pesar de sus 516 años, y nos lleva, cada dos por tres, de un lado para otro por esos mundos de Dios. Hemos acumulado un montón de historias que ya te iremos contando, bien a través del broche emisor o personalmente. Casi es preferible que, por ahora, sigamos fuera de casa para no distraer a Edu que, seguramente, andará enfrascado preparando exámenes.
Continuando con el relato de las revelaciones del diablo arrepentido, escucha lo que ocurrió después de que saboreáramos los ricos camarones en la cabaña de la playa, la mañana siguiente a nuestro viaje al más allá.

"-¿Así que -preguntó Don Quijote a Samuel, el monje- desde el año 1513 no has vuelto al pueblo de las murallas, en donde estuviste enclaustrado?
-No -contestó Samuel-. A esas tierras no he querido volver, por temor a revivir recuerdos y emociones que me dejaron el alma en carne viva.
-¿Y, a partir de entonces, a qué te dedicaste?-volvióle a preguntar- No creo que hayas estado durmiendo durante cinco siglos.
-Ja, ja -se rió Samuel-. Todo lo contrario, he procurado aprovechar bien el tiempo; incluso me he pasado muchas noches sin dormir. Las revelaciones de Guimel me abrieron los ojos y la mente. Comprendí que la vida terrestre es normalmente muy corta, por lo que hay que vivirla con avaricia.

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-¿Acaso te entregaste a la disipación y las francachelas? -aventuró Don Quijote.
-No, en absoluto -contestó Samuel-. Como había sufrido un desengaño amoroso, tan grande, con Inés, no quise volver a atarme sentimentalmente con nadie, a costa de mi libertad. Por otro lado, al perder a mis padres, decidí dedicarme a recorrer el mundo y comprobar hasta qué punto eran dignas de crédito aquellas revelaciones, ajustándome a ellas.
-¿Y en qué acontecimientos y lugares destacados estuviste?
-Son tantos y encomiables que os aburriría con su enumeración y comentarios. A guisa de ejemplo os puedo decir que, tras abandonar mi pueblo, huyendo de la inquisición, estuve un tiempo viviendo en Sevilla. Allí la gente ardía con la fiebre de embarcarse al nuevo mundo -las Indias, como entonces se decía-, de manera que para la próxima expedición se habían apuntado muchos soldados andaluces y extremeños, artesanos, comerciantes y emigrantes buscadores de fortuna. Pronto noté yo también el cosquilleo aventurero, pero por el hecho de ser judío, aunque "converso", no me admitían en el barco; aparte de que, si me declaraba como tal, me exponía a ser inspeccionado y terminar ante el tribunal inquisidor. No obstante, gracias a mis conocimientos y dominio de la escritura -en una época de general ignorancia- y gracias también a las revelaciones de Guimel, falsifiqué una carta, como escrita por el padre guardián del convento donde estuve, en la que él me recomendaba como joven de vida ejemplar y muy instruido. La mostré al encargado de la expedición y, no sólo me admitió en el pasaje sin ningún impedimento, sino que me tomó como ayudante para registrar a los expedicionarios y otras tareas administrativas. En Cuzco me fascinó la cultura y religiosidad de los incas. En ellas descubrí, a pesar de sus muchos mitos, la chispa de racionalidad de la que habla Guimel en las revelaciones.
-A propósito de esas revelaciones -dije levantando la mano-, ¿qué os parece si hacemos una escapadita hasta ese lugar, en donde Samuel escondió el relicario, y tratamos de recuperarlo?
-Me parece excelente idea -contestó Don Quijote- pues estoy impaciente por conocer las razones de ese curioso diablo que, a juzgar por las que le escuchamos en el viaje al más allá, y por la cordura de Samuel que tanto las encarece, bien merecen que emprendamos semejante aventura sin pérdida de tiempo.
-¡Procedamus ígitur! -nos invitó Samuel, poniéndose de pie y extediendo la capa estrellada de Merlín sobre la mesa.

Cogí una cesta de esparto, arrinconada en la cabaña, y la coloqué invertida en el centro de la capa. Até un largo trozo de cuerda desde cada pico de la capa hasta el asa de la cesta, dejando a aquella convertida en un original parapente capero-cestero. Entre los tres la sacamos fuera de la cabaña, orgullosos e impávidos como pilotos de la NASA. Soplaba un viento temeroso. Sin más dilación ni titubeo, saltamos dentro de la cesta, nos sentamos y nos agarramos al reborde de la misma. En seguida la capa se infló e izó como una estrellada bóveda sobre nuestras cabezas.
Don Quijote dio orden de partida, a la janua témporis, con estas palabras:
-¡Oh dócil y preciosa janua témporis, llévanos rauda y precisa hasta la muralla de la alta ciudad de donde salió Samuel en el siglo XVI!
Arrebatados por un fantástico torbellino, capa, cesta y pasajeros ascendimos por encima de las nubes, saludándonos un sol primaveral espléndido y un cielo sin orillas, por el que revoloteaban las notas de Vivaldi cual una bandada de gaviotas.

-Como os estaba contando -dijo Samuel-, son innumerables los lugares en donde he vivido o he visitado y los sucesos célebres que he presenciado.
-¿Y cómo explicas el haber conseguido vivir más de cinco siglos? -me atreví a preguntarle.
-Porque me esforcé en poner en práctica lo que aprendí durante muchas e intensas horas de reflexión, fijándome objetivos a alcanzar, dirigido por la razón y movido por un humilde anhelo de superación.
-Muy interesante -comentó Don Quijote-. ¿Según eso, la generalidad de la gente tiene una vida corta por ausencia de metas?
-Hay de todo un poco, pero el fijarse metas es muy importante. ¿Qué puede esperarse de alguien, convencido de que "como he cumplido setenta años, tengo ya que morirme"? Sencillamente que se muera pronto. En cambio, si posee una afición que le apasiona, una aspiración por la que lucha, un afán de ayudar a alguien que le necesita... Seguro que su muerte quedará aplazada.
-Pero es que en tu caso, Samuel -insistió Don Quijote-, no se trata de un razonable aplazamiento, sino que, a tus 516 años, los efectos del tiempo no han erosionado en absoluto la lozanía propia de la juventud.
-Bueno... Seguramente se deba a varios motivos -contestó Samuel.
-Háblanos de los naturales -pidió Don Quijote-, porque los otros no dependen de nosotros.
-¿Os parecen naturales-dijo Samuel- si os digo que durante mi larga vida me he esforzado en imitar y alcanzar las virtudes propias de una serie de animales?
-¿De animales? -preguntamos Don Quijote y yo, sorprendidos.
-Sí, de animales. La gente acostumbra a juzgar muy injustamente a los animales, desconociendo que, en su myoría, son muy virtuosos.
-¿Y qué animales y virtudes son esas? -pregunté impaciente?

(No sé si fueron figuraciones mías pero, mientras Samuel hablaba, me pareció que, por debajo de nosotros y sobre las nubes, pasaba una caravana de animales trotando al ritmo de la sinfonía pastoral).

-Mucho tiempo dediqué a autoanalizarme -explicó Samuel-, descubriendo que, para empezar, yo estaba dominado por la soberbia y el orgullo, convirtiéndome en una persona acomplejada y susceptible, con gran dificultad para relacionarme con los demás. Hasta que un buen día me percaté de la grandeza del humilde borriquillo. Reflexioné sobre su particular modestia y me impuse la tarea de imitarlo.
-¿Y tardaste mucho en agachar las orejas? -preguntó Don Quijote.
-En darme cuenta de lo estúpida que es la arrogancia, no mucho. En blindarme contra los dardos que herían mi sensibilidad, cincuenta años.
-Y tras esa conquista ¿cuál fue la siguiente virtud que perseguiste? -le pregunté.
-Durante los cincuenta años siguientes traté de dominar la ira, la impaciencia y el mal humor. Me propuse ser manso y pacífico, semejante a un inofensivo corderillo, soportando las maldades e impertinencias de los demás.
-Eso ya es demasiado, Samuel -clamó Don Quijote-. Hasta ahí podriamos llegar: que te mesen las barbas tan frescamente.
-No cabe duda que es muy difícil alcanzar tal dominio sobre nuestro espíritu irritado, pero no imposible. Yo tardé mucho tiempo, esforzándome al máximo, pero lo conseguí.
-Bien. ¿Y qué otros animalejos imitaste? -pregunté a mi vez.
-Al cumplir los cien años me propuse imitar a la lagartija, en su faceta de criatura paupérrima. ¿Hay alguien más pobre que una lagartija? Así quería ser yo. Tener lo indispensable para vivir, pero libre de todo apego a ningún bien material. A mis 150 años me sentía como ella, ni envidiosa ni envidiada. No contento con esa conquista, tuve la audacia de proponerme imitar al insecto palo.
-¿Al insecto palo? ¿Ese bichito escuchimizado que se confunde con las ramas secas? Pero hombre, Samuel, ¿cómo se te ocurrió semejante dislate? -le amonestó Don Quijote.
-Pues sí. Quise ser austero y espiritual como él, para mantener a raya a los bajos instintos.
-O sea que de sexo, nada ¿no? -insinuó Don Quijote.
-El sexo no es malo, todo lo contrario. Pero tampoco lo sentía como una acuciante necesidad. A veces lo practicaba como un ejercicio acrobático, lo mismo que hace el insecto palo.
-¿Acrobacia? -preguntamos asombrados Don Quijote y yo.
-Sí. Hay muchos actos humanos que, si no se adornan con ingeniosos aditamentos, terminan resultando ridículos -sentenció Samuel.
Don Quijote y yo nos miramos sin entender nada.
-¿Hubo más animales que te sirvieran de modelos morales? -volví a preguntar.
-Sí, claro. Yo observaba que, de ordinario, los animales no suelen enfermar. Y además, tienen muchas menos necesidades que el hombre. El hombre, en cambio, continuamente precisa tomar medicamentos, alimentos y sustancias, muchas veces nocivos. Por el contrario ahí está el caballo, que sólo se alimenta de cebada, paja y agua, y, sin embargo, goza de una salud y fortaleza envidiables. Por eso, al llegar a los 200 años me propuse imitar su sobriedad.
También descubrí que uno de nuestros mayores enemigos es la pereza y desgana para afrontar los trabajos de cada día y emprender actividades enriquecedoras y beneficiosas. Muchas veces fracasamos en nuestras empresas y buenos propósitos por indolencia y por no reaccionar contra sentimientos paralizadores, como son la autocompasión, la tristeza, la indiferencia y el miedo. ¿Y qué animal, sino la diligente ardilla, ostenta mejor que ninguno las cualidades opuestas?
Cuando cumplí los 300 años me marqué como objetivo conquistar la virtud de la generosidad. Ella suponía vencer el egoísmo y servir a los demás; ser amable, incluso con quien me resultaba antipático e insoportable; y estar siempre dispuesto a perdonar. Aunque os parezca extraño, era la vaca, preferentemente, la musa que me inspiraba esos solidarios sentimientos.
Llegado que hube a los 350 años me percaté que, aunque ya había conseguido las virtudes citadas, aún me sentía sensible a las ofensas, burlas e inconsideraciones de los demás. Comprendí que la mejor respuesta a esas provocaciones es la indiferencia, el silencio, la impasibilidad y, sobre todo, la reflexión. Actitudes en las que es maestra la lechuza. Ella me sirvió de guía en esa empresa.
-¿Y qué me dices de la astucia? ¿la consideras virtud? -le pregunté.
-Por supuesto que sí. Ella va unida al hábito de la reflexión, propio de la lechuza, pero preferí dedicarme a su consecución, al cumplir los 400 años, fijándome en el sinuoso y disimulado proceder de la serpiente.
-Y, una vez asimilada la astucia, supongo que tendrías prácticamente despejado el camino hacia la perfección.
-No, aún tenía que vencer un terrible enemigo: el miedo. Desde mis 450 años me dediqué a dominarlo con denodado empeño. El miedo nos paraliza, nos priva de la razón, de la libertad, de la vida. No lo veía, pero lo sentía de continuo al acecho, dispuesto a saltar sobre mí y devorarme. Por eso envidié siempre al león, que bosteza impertérrito en medio de un cataclismo. Él sería el espejo donde mirarme.
Cuando llegué a la cima de los 500 años pensé tener sobrados motivos para la alegría: había enriquecido mi espíritu con un auténtico tesoro. Me dedicaría a cantar alegre, como hace el jilguero. Y, desde entonces, vivo cantando, noche y día, aunque vosotros no oigáis mi canto.
-Bello final -proclamó Don Quijote-. ¿A qué más puedes aspirar?
-No, no es el final, sino el principio -contestó Samuel-. Ahora aspiro a volar libre como el águila que veis sobre las altas cumbres de esa montaña.
-¿Cumbres? -exclamamos Don Quijote y yo, siguiendo la embelesada mirada de Samuel.
-¡Es verdad! -dijo Don Quijote, sacando medio cuerpo fuera de la cesta- Ya hemos llegado a nuestro destino. Mirad las murallas y la fortaleza.
-¿Pero no es esa montaña el Machu-Pichu y ése el palacio de Atahualpa? -pregunté perplejo.
-¿Y cómo nos ha encaminado hasta aquí la janua témporis si yo le ordené que nos llevara "hasta las murallas de la ciudad de donde Samuel salió en el siglo XVI"? -añadió Don Quijote.
-Es lógico -explicó Samuel-, pues yo estuve aquí en 1533, recién apresado Atahualpa por los soldados de Pizarro, y me marché poco después de que lo ahorcaran. La janua témporis ha cumplido fielmente la orden.
-¿Qué hacemos entonces? ¿Bajamos a ver el palacio? -propuse.
-De ninguna manera -se opuso Don Quijote con firmeza-. Tiempo tendremos de volver a este lugar en mejor momento. Tanto más cuanto pienso ponerme a imitar, desde mañana mismo, a todos los animales que Noé metió en el arca, a ver si consigo prolongar mi existencia en este mundo ochocientos años o más. Y ahora voy a dar orden inequívoca a la janua témporis para que, con la rapidez del latido de un enamorado, nos lleve a las murallas de la ciudad en donde Samuel escondió el relicario con las revelaciones de Guimel, en el siglo XVI.

Pronunciada por Don Quijote la orden, la capa de Merlín giró y emprendió el vuelo de regreso por los cielos ultramarinos. En menos de medio parpadeo nos vimos planeando sobre el pueblo en el que Samuel había recibido y escondido las revelaciones.
-¡Mirad, mirad! -gritó Samuel emocionado- ¡Cuánto ha cambiado el pueblo, qué avenidas, parques y edificios tan modernos! Fijaos en el extremo sur del pueblo. Sus murallas siguen impecables y airosas como cuando yo salí de allí. ¡Qué concurrido se ve el parque por gente ataviada con ropa medieval! Hay muchos tenderetes y puestos de bebidas y fritangas.
-Sí -dije observando el panorama-. Deben de estar celebrando alguna fiesta y han montado un mercadillo ambientado en aquella época.
-¿Qué os parece si adoptamos aspecto de arqueólogos, para no infundir sospechas en la búsqueda del relicario? -propuso Samuel.
-No es necesario -dije-. Como la gente anda disfrazada, nadie se extrañará de nuestra indumentaria.

Con exquisito primor, la capa de Merlín aterrizó al pie de la muralla. Saltamos fuera de la cesta, recogimos la capa, la plegamos sobre aquélla y colocamos a ambas encima de la roca que se alza a pocos metros, frente a la muralla. A petición de Samuel nos retiramos varios metros más, para tener una perspectiva más amplia y enseñarnos el punto exacto en donde él escondió el relicario.
-Observad el lienzo de muralla que se extiende bajo las cinco almenas centrales. ¿No veis en él -dijo Samuel, dibujando en el aire una silueta- la figura gigantesca de un águila con las alas desplegadas y las patas firmes sobre una piedra de la tercera hilada.
-¡Oh cielos, es verdad! -exclamó, entusiasmado, Don Quijote.
-Sí -corroboré-. La tonalidad más oscura de las piedras del interior de la silueta, le dan realmente la apariencia de un águila.
-Bien, pues detrás de la piedra que le sirve de base escondí el relicario.
-¿Y cómo nos arreglaremos para quitar la piedra? -pregunté.
-¡Mi lanza! ¿Cómo he podido olvidar mi lanza? -gritó Don Quijote, visiblemente turbado.
-No se preocupe, su merced, -le dije, tratando de calmarlo- Ahí abajo se ve una casa y quizás nos dejen las herramientas que precisamos.
Bajamos hasta ella, llamamos a la puerta y nos abrió un risueño anciano.
-¿En qué les puedo ayudar? -preguntó amable.
-Verá -le dije con el mayor aplomo-, somos técnicos de TVE y queremos televisar en directo el mercadillo medieval; para ello debemos colocar una antena y necesitamos un cincel y un martillo. ¿Nos los puede usted dejar, si los tiene a mano?
-Esperad un momento -nos dijo y, en seguida, volvió con un grueso mazo y un agudo cincel-. ¿Qué les parece? ¿Les vale este mazo y cincel?
-Perfecto -aprobó Samuel-. En cinco minutos se los devolvemos.
-Mil gracias, noble y jovial caballero. ¡Qué gran deuda tiene el progreso de la humanidad con las personas solidarias como usted! -le alabó Don Quijote.
Corrimos tras Samuel quien, rápido como el viento, llegó hasta la piedra de la muralla, en la que se apoya el águila, y asestó fuertes golpes en sus juntas, dejándola suelta y sumisa. Luego la agarró por los bordes y la extrajo del hueco, con la mayor facilidad.
A continuación introdujo la mano y... Su rostro se transfiguró.
-Sí, sí! ¡Está aquí, está aquí! -exclamó eufórico.
Tiró hacia fuera del objeto, apareciendo una estrecha caja metálica de unos veinte centímetros, cubierta de verdoso cardenillo. La levantó en alto gritando:
-¡Mirad mi tesoro!
-¡Bravo, Samuel! -coreamos abrazándolo.
Samuel volvió a colocar la piedra en el hueco, fijándola con cuñas. Besó las garras del águila y, abrazado al relicario, saltó a la cesta y se sentó en ella, lo que Don Quijote secundó de inmediato.
Yo corrí hasta la casa del anciano a devolverle las herramientas. Tras abrazar al hombre y reiterarle nuestro agradecimiento, volví a la nave cestera que despegó como una centella. Samuel dirigió una postrera y humedecida mirada al águila de la muralla, en el momento en que sobre ella incidía el anaranjado reverbero del crepúsculo. Don Quijote dio orden a la janua témporis de que nos transportara, sin dilación, hasta la cabaña de la sureña playa.
La capa de Merlín rasgó el cielo cárdeno y sedoso. Cuando llegamos a la playa, los luceros jugaban al escondite con los pececillos de plata.
Entramos en la cabaña, Don Quijote encendió el velón, yo cogí un fuerte cuchillo del armario y se lo entregué a Samuel para que abriera el relicario. Él limpió la junta en la que encaja la tapa, apalancó con el cuchillo y la tapa saltó, dejando al descubierto el precioso rollo de las revelaciones. Samuel desplegó los folios ante nuestros ojos, fascinados al ver aquel manuscrito de letras nerviosas, vivamente coloreadas.
Nos sentamos en torno a la mesa y Samuel inició la lectura con voz grave y emocionada:

""Fue aquella decisión divina de someter a los ángeles a la difícil prueba de vivir en la Tierra, durante un período de tiempo, animando el cuerpo de un animal o de un humanoide, lo que provocó la rebelión de gran parte del mundo angélico.
Entre los rebeldes me hallaba yo, Guimel, un ángel de poco relieve entonces, y un diablo insignificante después. Reconozco que mi adhesión a Luzbel fue motivada por el miedo. Raro en un ángel ¿verdad? Y, sin embargo, así fue. Cuando Gabriel describió las penosas condiciones en que habría de desarrollarse nuestra existencia en la Tierra, unidos a un cuerpo animal, sentí, por primera vez, el espanto y el horror apoderarse de mí.
Tras ser expulsado del paraíso celestial y merodeando ya por vuestro mundo, como tantos otros ángeles rebeldes, fue cuando me percaté de mi descabellado error uniéndome a ellos. Entonces comprendí la grandeza del proyecto divino: pues aunque los ángeles deberían soportar, durante la vida terrestre, unas condiciones penosas, también verían con satisfacción cómo su inteligencia y voluntad conseguían superarlas; aparte de las gratas sensaciones y sentimientos que en la vida terrestre experimentarían, inimaginables en el estado angelical.
En cambio, ¿qué logramos rebelándonos? Nada. Peor aún: una condena terrible. Quedar, lejos de la amistad de Dios, en estado permanente de infelicidad, contra el que la mayoría de los diablos sólo saben reaccionar infiriendo el mayor daño que pueden a las criaturas terrestres.
Muchas veces pienso: "¿No existirá esperanza alguna de que Dios Padre perdone algún día nuestra estúpida acción, aunque tengamos que permanecer en la Tierra, miles de años, animando a las más repugnantes sabandijas, pero con un horizonte de luz en la lejanía, en que se divise su silueta con los brazos abiertos?"
Durante miles de años vagué por la Tierra admirando cómo el espíritu angelical, en particular el que animaba al hombre, progresaba en el tiempo. Frecuentemente observaba a los seres humanos, tratando de reconocer en ellos a algún compañero mío del mundo celestial. A pesar de los inconvenientes de las condiciones del mundo físico, tanto los animales como los hombres disfrutaban de una existencia agradable.
Pero, pronto, el plan divino empezó a torcerse, por culpa sobre todo de los envidiosos y malvados diablos. Lo reconozco: con nuestras malas artes logramos ofuscar las mentes de los hombres, avivando sus bajos instintos e impidiendo que se rigieran por la recta razón. Sus sentimientos religiosos se fueron adulterando hasta el punto de llegar a creencias y prácticas aberrantes.
Hasta que, en el devenir de la humanidad, apareció un pueblo con la idea de un Dios personal, creador y señor del universo, poderoso, justo y amoroso con sus criaturas, a las que ha dotado de un código de preceptos racionales por los que regirse en la vida. Ese pueblo fue el pueblo judío: el pueblo elegido por Yavé como depositario de sus promesas, como proclamaban, orgullosos, los propios judíos.
Curioso por conocer su desarrollo y desenlace, me moví por tierras de Israel, espiando, leyendo y escuchando a sus patriarcas, profetas y, particularmente, al pueblo. Los anuncios y clamor esperanzado de la venida de un Mesías, hijo de Dios, resonaban allí, cada día, con mayor fuerza y apremio.Habían transcurrido más de siete siglos de la fundación de Roma cuando, un buen día, me entero de que en Nazaret vive un joven, llamado Jesús, del que sus paisanos hablan con gran respeto y admiración.
Lo aceché a escondidas. Unas veces haciéndome invisible, otras adoptando distintas apariencias. Vivía con sus padres y hermanos en la hermosa y solariega casa de piedra, heredada por José, su padre, de sus antepasados, pertenecientes al noble linaje del rey David. Jesús, como sus hermanos, trabajaban en el taller de casa. Era una familia sencilla, respetuosa, amable y estimada por la vecindad. Jesús era un joven alto, atlético, alegre, muy querido y apreciado por su sentatez, su modestia y sus buenos sentimientos. Lo que él no soportaba eran las sinrazones engreídas. Era religioso. Solía asistir a la sinagoga e intervenir en las lecturas y explicaciones de las escrituras, sorprendiendo a los escribas y sacerdotes con sus preguntas e interpretaciones de los textos sagrados. Pero ellos le correspondían con actitudes hostiles.
No obstante, había otro grupo de judíos -como eran los esenios- que le admiraban e, incluso, le aclamaban como el Mesías prometido. Uno de ellos fue Juan el Bautista.
A Juan el Bautista me lo encontré cierto día en el río Jordán, bautizando y predicando penitencia, como preparación a la pronta venida del Mesías. Eran muchos los que se le acercaban y le pedían que los bautizara.
Mi gran sorpresa fue cuando vi aparecer, junto al cañaveral, la figura amable de Jesús. Llegó hasta la roca, en que me hallaba sentado, a la sombra de un sicómoro. Me miró sonriente, se despojó de la túnica leonada y la dejó a mi lado. Luego pasó entre los muchos seguidores de Juan, y se acercó hasta él para que le bautizara. En el momento en que Juan derramó el agua sobre su cabeza se abrió el cielo y resonó una voz como la de un trueno.
Me levanté y me oculté tras unos árboles. Jesús se vistió la túnica y se encaminó hacia el desierto de Judea, junto al Mar Muerto. Lo vi partir, presuroso, por el camino que bordea el río, y desaparecer entre el vaho anaranjado de la tarde de aquel veraniego mes de mayo. Comprendí que su intención era la de entregarse a la meditación y la penitencia durante unos días, como hacían otros discípulos de Juan. No quise molestarlo en su retiro y decidí alejarme de allí hasta pasadas varias semanas.

Después de cuarenta días volví, provisto de un odre con agua. Cuando llegué a orillas del Mar Muerto, aún brillaba el lucero del alba en el cielo malva del desierto. Me detuve y alcé la mirada al rocoso monte acantilado. No sabía por qué, pero sentía una extraña necesidad de volver a ver a aquel hombre. Una cabra, color canela, saltaba por el senderillo. Pensé que quizás fuera el camino de las cuevas de los ermitaños.
No me equivocaba. Después de subir un buen trecho, el sendero se ensanchó junto a la concavidad de una pared de piedra, en la que se abría una cueva. Me acerqué a la angosta abertura y escuché el jadeo de una respiración sofocada. Introduje la cabeza y descubrí, en la penumbra, un hombre sentado en el suelo de la cueva, con la espalda apoyada contra la roca del fondo. Era Jesús, lo reconocí en seguida. Entré y me incliné ante él:
-Toma -le dije, acercando a sus labios la boquilla del odre-, bebe un poco de agua.
Jesús bebió un buen trago y me sonrió agradecido. Paseé la vista por el interior de la cueva y no descubrí nada que pudiera serle de utilidad para la subsistencia, a no ser un palo que quizás le sirviera de bastón. Me senté a su lado y le observé de cerca. Los armoniosos rasgos de su rostro, realzados con la rizada barba y melena, oscuras, acusaban el cansancio y agotamiento del largo ayuno. Fuera, las rocas calcáreas comenzaban a teñirse de rosa.
-Debes de estar hambriento -le dije- pues te vi hace más de un mes en el Jordán y desde entonces sigues en este desierto... He escuchado comentarios sobre tí... ¿Es cierto que eres el Mesías, el Hijo de Dios?
El resplandor rosáceo de las rocas se reflejaba en sus ojos, que mantenía fijos en el cielo, sin intención de contestar a mi pregunta. Impaciente, me decidí a abordarle directamente.
-Ahora tienes una buena oportunidad de demostrarlo. Si eres Hijo de Dios, haz que esas piedras se conviertan en pan. De esa forma podrás saciar tu hambre... Escucha, escucha... ¡craaj! Qué tierno y crujiente ese pan... ¿No te apetecería un trocito? Además, con esos panes, podrías mitigar el hambre de toda la humanidad... Para tí es fácil, si eres Hijo de Dios...
-Calla, ignorante, -susurró calmoso- ¿crees que sólo de pan vive el hombre?
-No sé, pero estoy convencido de que a la inmensa mayoría lo que le importa es el sustento de cada día.
-Cuando se den cuenta -me contestó- de que la palabra de Dios es mucho más importante que el alimento, comenzarán a avanzar por el camino correcto.
-Ya. Pero ¿dónde se halla, en la Tierra, la palabra de Dios? -le pregunté- ¿Quién la posee? ¿Quién es su guardián? ¿Quién nos garantiza que alguien tiene la auténtica palabra de Dios?

Lo agarré fuertemente por una de sus mangas, lo saqué fuera de la cueva y lo llevé en volandas hasta el pináculo de la basílica de san Pedro de Roma, en el año 1660.
-¿Qué te parece? -le dije- Desde este templo, tu representante en la Tierra ha venido impartiendo la palabra de Dios a toda la humanidad. ¿Te ves tú fielmente representado por él? ¿Te sentirías a gusto morando en este pomposo templo, tú que confiesas que el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza? ¿Te sentirías más seguro y cercano a los hombres, protegido con un ejército de soldados, dispuestos a matar por tí? No sé tú, pero tu representante parece que sí. ¿Son las intransigentes y severas palabras de tu representante -condenando creencias, actitudes y costumbres distintas a las suyas- realmente las palabras divinas? ¿Tiene derecho alguna religión a monopolizar la palabra de Dios?
-La palabra de Dios -me contestó- la ha grabado Dios mismo en el corazón humano y es la razón y la voluntad humanas las que la hacen crecer y madurar.

Después lo llevé por los aires hasta futuros palacios y catedrales grandiosas, en donde las altas jerarquías de la iglesia bendecían a reyes, emperadores y ejércitos, al emprender la guerra contra los infieles.
-No seas tú menos que ellos -le sugerí-. Si eres Hijo de Dios, puedes adueñarte del mundo con un solo movimiento de tu dedo. Y, si no lo eres, yo te lo puedo conseguir si me obedeces.
-No seas cansino, Guimel -me contestó-. Sí, soy el Mesías y te conozco desde antes de tu aparición en el mundo celestial. Cometiste el error de unirte a los ángeles rebeldes. Conozco tu azarosa existencia: tu salida del paraíso; tus añoranzas de aquel estado de inocencia; y tu desgraciado rodar por este mundo, maldiciendo tu situación. "¡Ay si pudiera volver a aquel prístino estado!" -has repetido millones de veces en tu interior-. Por eso te aprecio y voy a concederte que puedas dialogar un rato conmigo. Pero, volvamos a la época y lugar del que partimos. O, mejor aún, vayamos a Galilea, junto al lago de Genesaret.

Ahora fue Jesús quien me agarró por la chilaba y me llevó por los aires. Confieso que, por un instante, me sentí feliz, como cuando me hallaba en el mundo celestial. Nos posamos en un blando terreno en el que había varias higueras. Cogimos unos higos, nos sentamos y nos pusimos a comerlos, mientras contemplábamos la plácida quietud del lago. Jesús reanudó la charla:
-Llevas, Guimel, mucho tiempo en la Tierra coexistiendo con los humanos. ¿Qué piensas de ellos?
-¡Ay, Jesús, Jesús! ¿Qué quieres que piense? En muchos predominan los instintos feroces, y están dispuestos a cometer los peores crímenes imaginables; desorientados en la vida; forjando mitos sin fundamento; egoístas hasta la locura; animados de un ardor belicoso que crece con el paso de los siglos. ¿Fue éste tu magnífico proyecto?
-¿Y por qué te extrañan esos comportamientos humanos? -me contestó- No habrían sido tan perversos sin la maléfica intervención de los ángeles rebeldes, tus colegas. Ellos se han dedicado a obstaculizar aquel plan. Entérate, Guimel, ese plan fue idea mía. Habría resultado fantástico si todo se hubiera desarrollado como yo lo había proyectado.
-¿Y qué piensas hacer ahora ? -le pregunté.
-Yo, Hijo de Dios, me he hecho hombre para demostrar a mis hermanos, los hombres, que ellos poseen un intelecto en el que está grabado el código racional que debe regir su conducta, y una voluntad libre para actuar de acuerdo con él. Estoy dispuesto a padecer los mayores sufrimientos que un ser humano pueda soportar. Con mi ejemplo y mi palabra enseñaré una forma de vivir, grata a los ojos del Padre.
-¿Pues qué? Entre tantas religiones como han proliferado sobre la Tierra ¿no ha habido alguna que sea verdadera? -le pregunté.
-Guimel, ¿crees seriamente que tu pregunta tiene algún sentido lógico? Si lo que quieres preguntarme es si las creencias, preceptos y prácticas de las distintas religiones merecen la aprobación de Dios Padre, te contesto lo siguiente: Dios aprueba todo lo que sea conforme con la recta razón humana; lo que sea contrario a ella lo rechaza y condena; y en cuanto a creencias, preceptos y prácticas que sobrepasan o no son exigidas por la razón, Dios es muy respetuoso con las decisiones personales del hombre. Lo indispensable, en una religión auténtica, es su inequívoco objetivo de cultivar en el ser humano el amor a Dios y al prójimo, sin más preceptos que los dictados por la recta razón.
-¿No es, pues, necesario pertenecer a una determinada institución religiosa para pertenecer al reino de Dios?
-Sí, claro, a la de los hombres de buena voluntad.
-¿Y cómo piensas difundir tus ideas? -inquirí curioso- ¿Vas a dejarlas escritas, de tu puño y letra, para que nadie tergiverse tu pensamiento?
-No -me contestó-. Ya te he dicho que predicaré, cuanto se refiere al reino de Dios, con el ejemplo de mi vida y utilizando sencillas parábolas y comparaciones, para que me entiendan los sabios y los ignorantes.
-Pero ¿no sería mejor que dejaras escritas, claramente y sin equívocos, las verdades que hay que creer y los preceptos que hay que cumplir? -insistí.
-Atiende, Guimel. El proyecto sobre el ser humano y demás criaturas de este mundo es grandioso, a pesar de los obstáculos interpuestos por tus colegas los diablos. Mi idea primigenia fue que la humanidad naciera, creciera y se abriera como una hermosa flor en el jardín de la Tierra. Continuamente el divino Espíritu ha estado mostrando al hombre el camino de la verdad. ¿Cómo? A través del ejemplo de tantas vidas honestas y racionales: gentes sencillas o grandes doctores, que realizan y cumplen bien su trabajo y obligaciones, disfrutando ordenadamente de las satisfacciones y placeres de la vida; profesores, filósofos y científicos que se esfuerzan en ganar terreno a la ignorancia; poetas y artistas que descubren mundos nuevos para hacer la vida más bella y amable; personas solidarias, generosas, heroicas...; sencillas amas de casa, luchando día a día para mantener el calor del hogar; jóvenes estudiantes que se machacan las neuronas para levantar un día la antorcha del progreso; políticos y personalidades relevantes, que tanto bien pueden realizar en el mundo, deteniendo guerras, mitigando hambres y necesidades, impartiendo justicia... ¿No te parece que el propósito divino está suficientemente grabado en el corazón humano con caracteres indelebles, que hacen superfluas las palabras escritas en papeles que se lleva el viento?

Fue entonces cuando vislumbré algo de su ambicioso proyecto y me quedé sin palabras. Jesús se puso de pie y se dirigió hacia el lago. Yo le seguía silencioso y contento como un perrillo. Pensaba: "¿Y si yo me hiciera discípulo suyo?"
Llegamos a orillas del lago. Jesús continuó caminando sobre el agua hasta desaparecer de mi vista. Contemplé con envidia tres gaviotas que volaban felices y despreocupadas. Por un momento me sentí solo y desgraciado como nunca me había sentido. Después pensé en Él, y un tenue rayo de esperanza centelleó en mi mente.""

Terminada la lectura, Samuel enrolló las hojas de las revelaciones y las volvió a introducir en el relicario, que colocó cuidadosamente en el armario. Luego salimos, pensativos, a pasear por la playa, hasta que Don Quijote rompió el silencio:
-No sé, ciertamente, qué clase de diablo sea ese Guimel, ni hasta qué punto sea mentiroso. Pero, pienso que si él se ha inventado esas revelaciones, merece que lo hagan santo.
Y, sin saber cómo, nos enzarzamos en un nuevo y curioso debate, del que ya te informaré en otro mensaje. Hasta pronto. Tinterico.


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