Más allá de los almendros - (Cap,II)

miércoles, 11 de noviembre de 2009
Don Quijote se acercó al pequeño Álex, que nadaba sobre almohadones jaleándose con sus propias risas y balbuceos. Lo contempló con ternura, lo levantó con evidente regocijo, y proclamó:
-Escuchadme, amigos que compartís conmigo esta emblemática torre. No sé cuánto tiempo llevamos en ella, mas os aseguro que, desde nuestra llegada, no me he abandonado en brazos de Morfeo ni un sólo segundo.
-Eso tiene una explicación -afirmó Voz del Tiempo, enigmático.
-No conozco el motivo -intervino Samuel-, pero es cierto que Don Quijote no ha quitado el ojo de encima al muchacho. ¿Qué es lo que tanto te fascina de este pequeño, amigo Alonso?
-Algo muy simple -aclaró Don Quijote-: que, por más que me devano los sesos, no llego a comprender cómo una muchedumbre de partículas materiales se ha agrupado con tal salero que ha dado como resultado esta simpática criaturita. ¿Quién o qué misterioso resorte ha puesto de acuerdo al ejército de células que la conforman, logrando esa antología de sonrisas, miradas y parloteo tan divertidos?
-El ADN -dije distraídamente.
-¿El adequé? -preguntó Don Quijote.
-Sí -traté de explicar-, esa cadena familiar que se transmite de padres a hijos.
-¿Ah, sí? Y la primera cadena que recibió el ser humano ¿de dónde salió y con qué materia fue hecha? No, amigo, no creo que tú lo sepas -replicó Don Quijote-, pero Álex sí. Él acaba de llegar a la vida y tiene experiencia reciente de su entrada en un cuerpo humano. Él sí podría explicarnos su fantástica experiencia. El inconveniente es que él viene de un mundo muy diferente al nuestro y, sin duda, las vivencias de allí no se recuerdan aquí.



-Claro -opinó Samuel-, como suele ocurrir al pasar del mundo de los sueños al de la vigilia, que gran parte de lo soñado no se recuerda al despertar.
-Además -continuó Don Quijote-, este niño, aunque ahora mismo recuerde algo del mundo de donde procede, no posee un lenguaje inteligible para nosotros, con el que pueda darnos detalles de su paso al nuestro.
-Observo -intervine yo- que Voz del Tiempo se mantiene muy callado. Quizás él pueda aportar alguna aclaración al respecto.
-Sois como bebés -contestó Voz del Tiempo-, incluso más inexpertos que Álex. Oyendo vuestra conversación me entran ganas de reir. Álex, ya lo veis, parlotea, a menudo, con sonidos y vocablos incomprensibles para vosotros. Para mí no.
-Vamos, no se tire pegotes, señor de las cándidas barbas y guedejas -le discutió Don Quijote- ¿Por qué no nos hace una demostración, preguntando algo a Álex?
Voz del Tiempo, sin cortarse un pelo y gesticulando como un simio, se dirigió al niño en estos términos:
-Cachiruqui, pipijaca, bacalata gogo ti pachín.
Álex le correspondió con una explosión de risas, pompitas, batimiento de palmas, contorsiones y toda una batería de pediches desconocidos.
Don Quijote, muy serio e intrigado, preguntó a Voz del Tiempo qué había dicho al niño que tan bulliciosa reacción había provocado en él.
-Le he dicho -explicó Voz del Tiempo- que, con el paso de los años, su lindo cuerpecito se transformará en una ridícula y enclenque anatomía, similar a las que ha visto moverse en la residencia de enfrente y que su mente acabará paseándose por los cerros de Úbeda o las Tetas de Viana, como las de aquéllos.
-Pues no le veo la gracia por ningún lado, chavalín -dijo Don Quijote, mirando muy serio a Álex.
A lo que el niño, con gran desparpajo, correspondió con un chaparrón de gorjeos, fluidamente ensartados y felizmente aderezados con cautivadoras sonrisas, pedorretas y no pocos tirones de barbas.
-Me parece, chavalito -le amonestó Don Quijote-, que te estás pasando un pelín. ¿Puede saberse qué diantre trata de decirme este osado infante con su floreado discurso?
-Es obvio -afirmó Voz del Tiempo-. Álex asegura que espera divertirse mucho en esta vida terrestre, pues lo poco que, hasta ahora, ha visto en esa residencia es de lo más divertido. En especial las figurillas tan simpáticas que las personas van adoptando conforme se van haciendo mayores.
Samuel, dándose por aludido, manifestó su desacuerdo, con estas palabras:
-Has de saber, pequeño alevín, que yo he vivido en esta Tierra más de quinientos años y, no obstante me conservo de buen ver. Y en cuanto a que la vida te produce risa, eso también me ocurre a mí. Pero es una conclusión a la que he llegado tras mi quinto centenario.

Repentinamente, de una parda nubecilla que flotaba a lo lejos por encima de la sierra, y precedido de un cegador relámpago, se precipitó un estrepitoso trueno, acompañado de una voz bastante trompetuda y no menos cabreada:
-¡Vamos, ya está bien de marear la perdiz! A este paso, cuando queráis continuar con la historia de la residencia, habrán pasado a mejor vida sus protagonistas. Se dice bien, que ya han transcurrido cuatro meses desde que llegasteis a esa torre con mi bisnieto, y ahi seguís, tomándole el pulso a la gallinica americana, la que no pone hoy pone mañana. ¡Vamos, vamos, que si tuviera un cohete de los que preparaba mi amigo Ferrón, ya os lo habría lanzado desde esta nube!
-¿Quién se atreve a perturbar la bonanza otoñal que disfrutamos en esta privilegiada torre? -se quejó Don Quijote, encarándose con la nube.
-No se altere, noble hidalgo -trató de apaciguarlo Voz del Tiempo-. Es Daniel, vuestro amigo del más allá, el que os encargó la tarea de aleccionar a su bisnieto. Dejádmelo de mi cuenta que yo lo amansaré.
A reglón seguido alzó su penetrante mirada hacia la nube y, ahuecando la voz, dirigióle estas palabras:
-A ver, Daniel, querido pero impaciente amigo, ¿qué te pasa?, ¿no te han explicado ya que, en el más allá, el tiempo carece de importancia?
-Pero es que -protestó Daniel- ya han pasado nada menos que cuatro mesazos, señor barbiluengo. Que en cuatro meses ha habido tiempo para tres diluvios universales y para plantar y recoger cien fanegas de melones.
-¡Tas tú fresco, abuelo!
-¿Quién ha dicho eso?
-Yo no. Ha debido de ser Álex.
-Ah.
-Bueno, Daniel, que no. Que el tiempo no es tan importante como crees. El tiempo es como el espacio, depende de lo que se meta en ellos. Si metes algo bueno, será un espacio o tiempo bien aprovechado. Lo demás son zarandajas. Te lo digo yo, Voz del Tiempo.
-¿Sí? ¿Eso es el tiempo? ¿Y por qué los de ahí enfrente, mis antiguos y correosos colegas, están tan achacosos y decrépitos sino por el tiempo?
-Que no, Daniel. El tiempo en sí es algo bueno, muy bueno, óptimo. El tiempo no es causa ni orrigen de mal alguno. El tiempo es una capacidad o requisito para cambiar, para variar, lo cual es bueno y deseable, porque supone enriquecimiento. ¡Qué aburridito lo contrario! Lo que dices de los viejos es verdad, pero la culpa no es del tiempo. El tiempo cumple con su cometido...
-¡Y dale al carrete! ¿Quieres continuar de una vez con la historia, requetecansino?
-Es que ésa es la verdad, Daniel. El ciclo de la vida es bello de principio a fin. También los parpadeos de las estrellas tienen un principio y un final, ¿y no es hermosa la noche con su plateado parpadeo?
-¡Madre de Dios, a quién he ido a encargar la primera lección de supervivencia en el mundo para mi bisnieto! Me he lucido.
-¡Tuuuso! Anda, Daniel, vete, por favor, con tu nube a donde estuvieras -rogóle Voz del Tiempo.

Voz del Tiempo, sacando de su manga una larga batura, dio un salto y fue a sentarse sobre la pilastra divisoria del pretil. Luego puso los brazos en cruz, con la batuta apuntando hacia la residencia. Y alzándolos, enérgico, puso en marcha una alegre melodía de carrusel de feria que cambió la panorámica de la residencia, descomponiéndola en rápidas y retrospectivas imágenes, hasta detenerse en la de la sala de reuniones de la junta directiva, cinco de febrero de 2002. En el centro de la sala se veía una gran mesa de caoba presidida por Silvia la directora. Ocupaban los demás asientos: la doctora Carlota, Leonor jefa de enfermeras, Berta la jefa de finanzas, Adolfo el jefe de intendencia, Rufo el responsable de mantenimiento, don Humberto el capellán, Alfredo el jefe de fisioterapia, y Florencio Geranio el jefe administrativo.

-Os he convocado, damas y caballeros -comenzó diciendo Silvia, con cierto empaque-, para haceros partícipes de mi decisión de nombrar a Alfredo jefe de bienestar y ocio de la residencia, cargo que, en mi opinión, considero muy relevante en nuestro propósito de mejorar la calidad de vida de nuestros residentes. Durante un mes ejercerá Alfredo dicho cargo con carácter experimental y probatorio de su capacidad para el mismo. Confiamos en que Alfredo no nos defraude y supere airosamente el examen. De lo contrario, Alfredo sería cuestionado.
Lo que me ha movido a tomar esta decisión ha sido una conversación mantenida con Alfredo. Es él, por tanto, el más indicado para exponer los pormenores del plan innovador y progresista que dice tener en mente. Adelante, Alfredo, te escuchamos.
-Ante todo, mi agradecimiento a doña Silvia y a todos ustedes por darme la oportunidad de exponer mi proyecto. Yo le manifesté a doña Silvia mis inquietudes y mi desconfianza respecto a la tradicional práctica geriátrica, que confía mucho en la eficacia de los fármacos y abusa bastante de los antidepresivos, somníferos y píldoras psicotrópicas, con la pretensión de transformar la residencia en una balsa de aceite, modelo de docilidad, calma y maleabilidad humanas. En mi opinión, salvo casos en que el fármaco esté muy justificado, la salud de los residentes hay que buscarla por otras vías, entre las que hay que destacar: la alimentación equilibrada, la higiene y la actividad más adecuada a cada uno, según su carácter, aficiones y habilidades. Por eso, el responsable del área de bienestar y ocio deberá derrochar imaginación y dedicación incansable, creando actividades ingeniosas y divertidas que mejoren la autoestima, curiosidad y ganas de vivir de los residentes. La otra táctica pienso que es una triste y lenta eutanasia. Si me permiten demostrarles mi plan, les prometo que haré cuanto esté en mi mano para no defraudarles. Ahora, precisamente, que estamos en vísperas del carnaval, sería una excelente coyuntura para ensayarlo.
-Yo, francamente -intervino Leonor, la jefa de enfermeras-, no comparto, en absoluto, tan novedosas medidas. Pienso que es un disparate encomendar a un "¿curandero?" -dijo, levantando los dedos en garfio a la altura de sus ojos- las riendas de la salud mental de los residentes.
-No, querida Leonor -díjole Silvia conciliatoria-, Alfredo no es un curandero, tú bien lo sabes. Aparte de su profesionalidad, posee unas inmejorables condiciones para tratar a los residentes. En todo caso -ya se lo he advertido- tiene un mes de prueba para demostrarnos la viabilidad de su proyecto y su capacidad para llevarlo a buen puerto...
-Bien -contestó Leonor con serio semblante-. Siendo así, acepto la propuesta.
Los demás miembros de la junta también la acataron.
-Perfecto -dijo Silvia-, don Florencio Geranio extenderá el acta correspondiente. Y, si no es indiscreción, Alfredo, ¿puedes adelantarnos qué piensas preparar para el carnaval?
-Pienso organizar una fiesta de disfraces. Confeccionaré una lista del material que se precisa y pediré la colaboración de todos, de manera que esté todo listo para el lunes y martes de carnaval.
-De acuerdo -aprobó Silvia-. Entrega la lista a Adolfo -añadió, dirigiendo la barbilla hacia el jefe de intendencia.

Durante la comida, Silvia comunicó, de viva voz, a todo el personal, el nombramiento de Alfredo, a quien presentó, felicitó y deseó éxitos en el nuevo cargo. Los residentes aplaudieron y vitorearon, con tal entusiasmo, que a más de uno se le cayó la dentadura al suelo. Alfredo, con alegre semblante, fue, de mesa en mesa, saludando a cada residente. Al llegar a la mesa en que se hallaban Daniel y Mauro, se detuvo un momento y les comentó riendo:
-En buen lío me he metido. Espero que vosotros me ayudéis, con vuestras sugerencias, a organizar la fiesta de carnaval. Ya os llamaré a mi despacho para que me asesoréis. Vosotros conocéis mejor que yo a los residentes: sus inquietudes, aspiraciones, conflictos personales, miedos, frustraciones, recuerdos felices o desgraciados, convicciones, creencias, etc. Conociendo sus historias, nos será más fácil acertar con la diversión más adecuada para entonarlos durante una buena temporada. ¿Qué os parece?
-Por mí, encantado -dijo Daniel-. Cuenta conmigo.
-Lo mismo te digo -añadió Mauro.

La generalidad del personal del centro le ofreció su apoyo. Alfredo entregó a Adolfo la lista de materiales que precisaba, tales como máscaras, pelucas, bigotes y productos de maquillaje. Gran parte de los disfraces los confeccionaron con prendas del ropero del centro.
Faltaban pocos días para la fiesta y los residentes se dieron prisa en la tarea. En su mayoría prefirieron preparar el disfraz por su cuenta, o con la ayuda de su pareja o cuidadora, con el fin de mantener en secreto y máxima expectación a su personaje.
Entre el sábado y domingo de carnaval, Alfredo, Rufo y algún que otro voluntario, montaron en la explanada, entre la residencia y la torre, tarimas y tribunas; instalaron aparatos y cables para las luces y el sonido; colocaron mesas y sillas; adornaron la pista con serpentinas y cadenetas, dejándolo todo a punto para la fiesta.

-Bien, amigos -continuó Voz del Tiempo tras una pausa, aprovechada por Don Quijote para sentar a Álex en el columpio que improvisó con las almohadas y unas cuerdas halladas en un rincón-, por fin ha amanecido el, tan ansiado, lunes de carnaval. Observad qué maravilloso circo han montado ahí abajo.
Vaya, vaya, lo que ha conseguido Alfredo de la directora. ¿Quién lo diría? Mirad qué hermosa pista, rodeada de cientos de sillas y mesas, sobre las que se ven opíparas bandejas y fuentes rebosantes de viandas y entremeses, abundantes bebidas de diferentes colores, sabores y graduaciones militares...
-¿Militares?
-Es un decir. Y muchas botellas de exquisita agua de Carabaña, reservada para crápulas recalcitrantes y nostálgicos. Enfrente, en el centro, equidistando de ambas tribunas, se eleva un tenderete, a manera de púlpito, con una escalera de caracol, enroscada cual una serpiente paradisiaca. Sobre su plataforma está Rufo sentado, con aire de mago y cascos en las orejas, ante el cuadro de mandos, generando lucecitas de colores intermitentes; acechando y dirigiendo los sonidos; y proyectando haces de luz e imágenes sobre la blanca pantalla desplegada en las paredes de la residencia. A unos quince metros, a la izquierda de esa garita, se alza, sobre una tarima, la tribuna de la junta directiva, con una mesa oblonga y sus correspondientes escaños. A la derecha, a igual distancia, hay otra tribuna entarimada, sin mesa y con tres escaños. ¿Quién los ocupará? Ya se verá.
Alguien ha disparado un cohete, ¡fuiiiish! ¡¡puuum!
En seguida entra un nutrido grupo de operarios del centro, todos disfrazados con mayor o menor chispa, yendo a ocupar las sillas que bordean la pista.
Luego hacen su entrada solemne, por la puerta principal, los componentes de la junta directiva. Entre los aplausos de los presentes y la música festivalera servida por Rufo, se dirigen a los asientos de la tribuna de la izquierda.
-Mirad -continúa Voz del Tiempo- qué pintorescos disfraces lucen en la tribuna directiva.
-¡Qué curioso! -exclamo- ¿Cómo es que el sillón presidencial está ocupado por una joven monja, con las uñas pintadas de rojo guinda y los rubios tirabuzones jugueteando con las pecas de sus sonrosadas mejillas?
-Porque esa falsa monja -nos aclara Voz del Tiempo- no es otra que Silvia la directora, que tiene sus razones para disfrazarse de esa guisa. ¿Veis quién está a su izquierda?
-Sí -me adelanto yo-, un señor mayor muy parecido a Mauro, el amigo de Daniel. Juraría que, incluso, se ha disfrazado con la misma ropa que Mauro tenía cuando lo vimos en el episodio anterior.
-Efectivamente -confirma Voz del Tiempo-, Silvia ha disfrazado a un residente, de nombre Doroteo, logrando una acertadísima semejanza con el Mauro original. Y ella, con su disfraz, ha calcado a una monja pastora, de nombre sor Saturnina, apellidada Casmodia, como Mauro, la cual suele venir a la residencia a visitar a un familiar.
-¿Qué pretenderá Silvia con ello? -pregunta Don Quijote.
-Ya veremos -opina Samuel-. Con los antecedentes y premisas que de ella conocimos en el anterior episodio, podemos esperar cualquier cosa.
-Continuemos con los ocupantes de la tribuna directiva -prosigue Voz del Tiienpo-. A la derecha de Silvia, la pseudomonja, está sentada la doctora Carlota, disfrazada, nada menos, que de Felipe II. A la izquierda de Silvia está Berta, la jefa de finanzas, disfrazada de sota de oros, con un euro, grande y brillante, como una dorada bandeja, en la mano izquierda. A la diestra de Carlota está don Humberto, el cura, disfrazado de Cardenal Mendoza. A la izquierda de Berta está Doroteo, el falso Mauro. Y junto a Doroteo se encuentra Leonor, disfrazada de princesa de Éboli, con un parche de terciopelo morado en un ojo. A la derecha del cardenal, se halla Florencio Geranio, disfrazado de Antonio Pérez.
-¿Quién? ¿El amigo de Lucas, natural de Figueruela de Arriba? -pregunta Don Quijote.
-No -le aclaro-, el secretario que le salió rana a Felipe II.
-Ya, ya -aprueba Samuel.
-¡Jui, jui, jui, jui! -se ríe Álex palmoteando.
-Vale ya de chanzas -amonesta Voz del Tiempo-. El secretario don Antonio Pérez tiene un grueso dietario y una pomposa pluma de pavo real, con la que no para de escribir.
-No sé donde irá a mojarla -comento por lo bajini-. Yo podría ofrecerle mis servicios.
Álex, tras inflar los mofletes, suelta una estrepitosa explosión de risa que nos sorprende a todos.

Suena el silbato de un tren -¡suiiish!
-Atención -sigue Voz del Tiempo-. Ya están aquí. Mirad. No se ve tren alguno, pero se oyen las puertas abrirse.
-¡Qué emoción! He sentido un escalofrío como cuando llegó a Atocha el tren de los repatriados.
-¿Quién ha dicho eso?
-Yo no. Ha debido de ser un residente.
-¿Y esos tres, vestidos con túnicas blancas, coronados de laurel, olivo y parra, que están saliendo por la puerta trasera del edificio, encabezando la comitiva de viajeros disfrazados, quiénes son?
-Está claro -dice Samuel-. El del laurel es Alfredo; el del olivo, Mauro; y el de las hojas de parra, Daniel.
-¿Qué significado tendrán esas coronas? -pregunto.
-En seguida vamos a saberlo -anuncia Voz del Tiempo.

Tras ellos, comienzan a aparecer, en parejas o pequeños grupos, los residentes, en variopinta y divertida comitiva enmascarada.
-¡¡¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!¡¡
La estruendosa y unánime carcajada resuena como una conflagración, prolongada por efecto del eco.
De inmediato, Rufo ha pulsado un sensor y, en los altavoces empiezan a sonar los alegres compases de Paquito el chocolatero. Todos lo corean con acompasadas palmas y olés. Alfredo, Daniel y Mauro saludan con los brazos en alto, como tres tribunos romanos, mientras se dirigen a los escaños de la tribuna de la derecha.
Detrás de ellos avanza una curiosa pareja. Ella, alta y tiesa, como el asta de una bandera, con blanca y lacia melena al viento y maquillaje tricolor. Va embutida en una estrecha túnica granate, con una sábana sobre los hombros a guisa de capa. Sujeta con una cuerda, arrastra una corona de hojalata dorada que, a veces, balancea y pega con ella a su compañero, un anciano alto y enjuto como un poste, de ojos trastornados y un tic eléctrico que le obliga a cerrar los ojos, apretar la boca, reír y sacar la lengua, todo a un tiempo. Viste unos greguescos verdes y una casaca roja. En la cabeza lleva encajada una corona, hecha con una calabaza hueca.
Al llegar al centro de la pista, continúan moviéndose al ritmo de la música, pero sin salirse de un reducido espacio.
-Yo soy la Reina Loca. Y éste, mi marido, el Reino Loco - grita ella, descargándole coronazos sin tino.
Los disfrazados que les seguían avanzan por detrás, hasta formar un gran semicírculo en torno a ellos, ofreciendo un espectáculo delirante.
Siguiendo el orden que ocupan en la fila, vemos en primer lugar a un hombretón disfrazado de Guerrero del Antifaz, con casco apepinado, cota de malla, faldellín corto, espada, escudo y demás complementos medievales. A su lado está Ana María, su amada, sentada en una silla de ruedas, acariciando, con voluptuosidad, la bola de una catapulta.
-¿No es esa Matilde? -pregunta Don Quijote.
-Juraría que es ella -le confirma Samuel-. ¿Por qué abrazará la bola con tal fruicción?
A continuación hay un residente de gruesa cabeza, la cual parece aún más voluminosa debido al acolchado turbante blanco que se la envuelve con tres vueltas y media. Pregona, altivo, ser el rey moro Motamid. Sus negras barbas y el alfanje que blande sobre su cabeza, como un ventilador, infunden pánico a quien desconoce que la espada es de cartón plateado y crines de caballo las barbas.
Junto a él se halla Zoraida, princesa mora -aunque más bien parece ciruela pasa-, de ojos negros como dos granos de pimienta y bata de lunares rojos con volantes.
La siguiente pareja va de castillo ambulante. Ella asoma la cabeza por las almenas cumbreras y él saca la suya por una ventana bajera, circunstancia que se presta a razonables conjeturas: ¿Irá ella a hombros de él?
A su lado hay uno disfrazado de frondoso olivo, con varetas y ramos cargados de aceitunas, que zarandean, con bastones, dos mujerucas que le acompañan, cubiertas con negros pañuelos, mientras cantan una canción de la postguerra de su pueblo, con música de la vaca lechera: Ya no comemos caliente, porque no nos dan aceite. Comemos cuatro verduras, y detrás vienen los curas. ¡Tolón, tolón! ¡Tolón, tolón!
A Gargarín el enano, de bigotillo y nostalgias romanas, lo han disfrazado de empresario de una fábrica de pan de higo. Lleva una pancarta en la que se lee: "Con Claudio vivíamos mejor".
También vemos a Don Juan Tenorio, representado por un residente aficionado a los versos, que recita, emocionado y tembloroso: Oigo patria tu aflicción, y escucho el triste concierto... A su lado Bernarda la dolorida, disfrazada de doña Inés, da saltos entre verso y verso, dejando al descubierto los zancajos de las medias.
Emulando a éstos están los del grupo formado por el pastor Paco Zoroño, disfrazado de Calisto, y Gregoria la cigarrona, disfrazada de Melibea, que bailan al son del tambor, aporreado por la Celestina con una tranca de la que cuelgan cascabeles.
Apolonio -el que gritaba ¡matadme por favor!- se mueve, ahora, con donosura y elegantes maneras, traje negro y corbata roja, representando el papel de diputado y dialogando con su secretaria, quien lleva en la mano la constitución y la revista Pronto.
A Jacinto el lacrimoso lo han vestido de pintor bohemio, con un largo guardapolvos caqui, una gorra a cuadros y pantuflas. En la mano izquierda lleva la paleta y en la otra el pincel. Se le acerca alguien con un caballete. Lo coge del brazo y lo coloca fuera de la fila, frente a la sierra, para que se inspire en los floridos almendros.
Con no poca sorpresa reparamos en dos mocetones -es un decir-, de largas y encrespadas melenas y barbas, luciendo una espesa pelambre en brazos piernas, pecho y espalda, zonas no cubiertas por la piel de oso cántabro que llevan encima. Uno de ellos habla con el móvil: "-Oiga,¿es Ikea? Mire, es que mi amigo Borji y yo nos hemos comprado una cueva en Altamira y quisiéramos amueblarla..."

Rompiendo el loable y distinguido nivel cultural conseguido en los disfraces, hasta ahora, contemplados y comentados, reparamos en una curiosa pareja. La componen, de un lado, un viejecillo disfrazado de chorizo de cantimpalo asado, con dos rajitas achinadas por ojos y una risueña abertura por boca. Junto a él brinca su compañera, disfrazada de morcilla de cebolla. Ambos se desgañitan gritando: "¡Fuera los repollos y verdurillas! ¡Queremos choricitos y morcillas!"
El ambiente va cobrando jubilosos aires de feria de pueblo, según dan fe los disfraces que siguen a los culturales. Así, pegadito a chori y morci, vemos un lustroso residente con sombrero cordobés del que cuelgan barquitas voladoras. Viste camisa blanca remangada, pantalón de pana marrón y faja amarilla.En cada mano lleva sendas pelotas, sujetas con una larga y fina goma, que le permiten lanzarlas hacia adelante y hacia atrás, mientras vocea: "Las pelotas del tío Paco. Las que van, las que vienen, en el aire se mantienen. ¡Qué rabo más largo tienen!"
Otra pareja la forman Obdulio "el mochuelo", feliz portador de unas lentes de culo de vaso y traje de luces de bajo consumo, y una señora rolliza, disfrazada de vaca ubérrima, con manchas negras y blancas, y dos pitones afilados como leznas. De vez en cuando ella le grita a él: "¿Qué leche quieres?" Y él le contesta, levantando las manos en garra: "¡Déjame vivir!"
Y, justo al lado, otra pareja. Un viejete, con un pañuelo blanco anudado en sus cuatro picos y encasquetado en la cabeza, lleva en una mano una sartén de un metro de diámetro, negra de hollín. Con la otra mano blande una garrota. Su compañera luce un vestido de papel amarronado, hinchado como un globo, simulando una enorme patata. Al ritmo de la sartén brincan y cantan berreando:Abre, María, la puerta, que te traigo el "aguilando". Una batata cocía. Sopla, que viene quemando. ¡Al quiquiriquí, al quiquiricuando, de aquí no me voy sin el "aguilando"!

Y en esta tónica desenfadada hemos contemplado otras muchas parejas, vistiendo los más disparatados disfraces. Ocupando el último lugar se halla Perico mortero, disfrazado de cohete. Lo han encajado en un cilindro de cartón, cubierto con un tejadillo rojo en forma de embudo. Fija, por detrás, lleva una larga vara que le llega hasta el suelo. El cilindro cuenta con un par de agujeros para los ojos, y otro par más grande para sacar los brazos. En cada mano lleva un platillo de banda municipal "cabecica daleá". Le acompaña Paco el bombero, portando un bombo superlativo, atado a la cintura, y una enorme porra de macero. Cuando Perico hace ¡Pliiiish! con los platillos, Paco arrea un cachiporrazo al bombo, sobresaltando a toda la concurrencia: ¡¡Pooon!!

Súbitamente, por una de las ventanas centrales de la primera planta, sacan una larga escalera de mano, y empiezan a bajar por ella enfermeras y enfermeros, disfrazados de avispas y avispones, con pechos y culos ovalados -coloreados a rayas negras y amarillas-, largas antenas, gafas negras y labios pintados en forma de rojo anillo.

En primer lugar entran las avispas en la pista, cantando:
Yo soy la avispita que te pin, pin, pin-
ta muñequitos en el cu, cu, cu-
bito de arena en la pla, pla, pla-
za donde bailan veinte pu, pu, pu-
Y continúan los avispones cantando:
Taschín, taschín, taschín, tara, tara, taschín.
Taschín, taschín, taschín, tara, tara, taschín.

Álex se mea de risa, palmotea y da botes en el columpio, escuchando estas murgas.
-Repórtate, Alex -le amonesta Don Quijote-. Aquí hemos venido a observar, no a aplaudir a tontas ni a locas.
A lo que Álex le corresponde con triple pedorreta: en formato abreviado, en formato complicado y en el de irse de vareta.
-Tranquilicémonos -ruega Voz del Tiempo, retomando la tarea de comentarista-. Tras los avispones, desciende ahora por la escalera el grupo de auxiliares, con gorros, zuecos, medias, faldas y camisetas, deslumbradoramente blancos, luciendo la inscripción Los higiénicos en la espalda. Avanzan por la pista, bailando y agitando las manos, en las que llevan una gran pastilla de jabón y una esponja gigante, al mismo tiempo que cantan:
¡Pastilla de jabón, soleá. Pastilla de jabón, soleá. Pastilla de jabón...!
Y detrás van ellos, con largos tubos de ducha y bidones de goma llenos de agua, regando a diestro y siniestro, y cantando por sevillanas:
Vengo a lavarte y olé, vengo a lavarte.
Vengo a lavarte sí, sí, ese culito.
Te guste o no te guste.
Te guste o no te guste, sí, sí,
todo enterito.

Durante una hora -continúa Voz del Tiempo- los residentes y el personal cuidador y sanitario, ríen, bailan, cantan y charlan a placer, sin dejar de picotear aperitivos y refrescos.

De pronto la Reina Loca se pone a gritar, hecha un basilisco, mientras imprime un movimiento de honda a la corona que lleva atada con la cuerda:
-¡No queremos coronas, no queremos reyes ni leyes! ¡Queremos vivir libres como los pajaritos!
-¡Eso, eso, libres como los pajaritos! -corea el Reino Loco, entonando a continuación-: ¡Pajaritos por aquí, pajaritos por allí, pajaritos a cantar, piripipí!
Durante varios minutos se escuchan los pajaritos por tierra, mar y aire, hasta que Rufo pulsa un botón y los telúricos sones de Así hablaba Zaratustra, caen como mazazos sobre este coro de alucinados gorriones, imponiendo un silencio expectante.

Silvia, la directora, bajo sus tocas monjiles, cuchichea al oído de Carlota, en su versión de Felipe II. Rápidamente, éste, tras mirar con apasionados ojos a la monja y dedicarle la mejor de sus sonrisas, se pone de pie, levanta los brazos y pasea detenidamente la mirada sobre la concurrencia. Rufo hace enmudecer la música y Carlota, en su papel de Felipe II, pronuncia las siguientes palabras:
-¡Oh pueblo ingrato, os habla vuestro rey! Hasta ahora, yo os he gobernado con el apoyo de las altas jerarquías que ocupan esta tribuna. Gracias a la serena firmeza de nuestro gobierno se ha logrado que, año tras año, gocéis de una existencia despreocupada y feliz. ¿A qué vienen ahora esas protestas y reivindicaciones? Os pasáis el día comiendo y durmiendo ¿qué más queréis? ¿de qué os quejáis?

Comoquiera que Felipe II detiene su mordaz discurso y pasea, desafiante, durante un largo minuto, la mirada sobre los asistentes, callados como muertos, Alfredo trata de animarlos con voz megafonizada:
-¡Vamos, vamos! Manifestad vuestras quejas a las autoridades que, hasta ahora, os han gobernado.
-Por supuesto. Y al lucero del alba, si es preciso -apostilla la Reina Loca, dando una patada a la corona-. Esto no es serio. Esta vida es una tomadura de pelo. Yo nací el año 1917 y, desde entonces, no he hecho otra cosa que trabajar, con el rey, con la república, y sobre todo con Faustino el calambres...
-¿Con Faustino el calambres? -pregunta Felipe II, intrigado- ¿Y quién es ése?
-¿Quién va a ser? Mi marido, el Reino Loco. ¿No veis que no para de moverse? ¿Cómo será que en la guerra lo fusilaron tres veces, pero, como se mueve tanto, no acertaron a darle. La tercera vez se cayó de culo y le dieron por muerto, gracias a que se quedó quieto como el Doncel, por el susto que pasó. ¿Y a mis años me vienen con éstas? ¡Que no quiero coronas ni mandangas! Quiero volver a ser niña, irme a mi pueblo, correr por los campos, ordeñar las cabras y no escuchar ningún cuento de los miles que he escuchado en mis noventa y dos años que tengo.
-Toma nota, secretario -ordena Felipe II a Antonio Pérez, quien rápido toma la pluma de pavo real y escribe, frenético, en el voluminoso dietario.
-Coincido con esta dama -manifiesta el Guerrero del Antifaz-. Toda mi juventud luchando contra el sarraceno rey Motamid y, ahora, resulta que eso está mal visto y hay que hacer mimitos y carantoñas a nuestros morenos vecinos.
-Como debe ser -responde Motamid, cual una cerbatana-. ¿O es que los moros no somos hijos de Dios?
-Cuidado con lo que insinúas -terció Cándido, vestido de nazareno, con túnica morada y capirote amarillo-. Nunca lo fueron o, si no, que lo diga su eminencia.
El cardenal, dándose por aludido, precisó:
-Eso depende, señor cofrade. Depende del lugar y de la época en que se haga la pregunta.
-Bueno, bueno -protesta doña Inés, o séase, Bernarda la dolorida, clavando la uña del pulgar en la yema del índice-. De lo que diga el cardenal no me creo ni esto. ¿Qué ha hecho hasta ahora el mester de clerecía sino asustar al sufrido ser humano con las calderas de Pedro Botero, amargarle la vida con prohibiciones, castigos, persecuciones, cruzadas y acoso a la libertad de pensamiento.
-Me escandalizas, ángel de amor -exclama don Juan Tenorio-. Más que una pía novicia, pareces la Pasionaria.
-¿Y contra nosotros qué tenéis? ¿eh? -protesta el disfrazado de chorizo, cogiendo por la cintura a la morcilla- Siempre con la misma tabarra: "Hay que abstenerse porque estamos en cuaresma, hay que abstenerse porque sube el colesterol..."
-Vosotros, después de todo, sois o fuisteis unos marranos -se lamenta la vaca, mirando de reojo a Obdulio el Mochuelo-. Pero nosotros, toros y vacas ¿qué mal hacemos a nadie?
-Calla, calla, Lucerita -trata de calmarla Obdulio-. Lo que pasa es que estás muy buena y todos quieren comerte, pincharte y ver cómo se te mueven los apéndices cuando corres. ¿Tú te imaginas lo divertido que lo pasamos con vosotros? -añade Obdulio, acercándole la mano a la frente y retirándosela lentamente, con el brazo extendido y el torso muy estirado, simulando un pase de pecho.
-¡Olé! -exclaman todos, aplaudiendo. Momento que Perico Mortero y Paco el del bombo aprovechan para disparar otro cohete. ¡Pliiish!, ¡Booom!
-¡Yo quiero volver a los años cincuenta! -vocea Gargarín, haciendo embudo con las manos junto a la boca, tras rascarse la entrepierna y luego el bigotillo- Entonces sí había autoridad. Entonces el gobierno sí sabía mandar. Los maestros sabían enseñar. Las mujeres sabían cocinar. ¡Aquello sí eran procesiones! Aquello sí eran corridas. Aquello sí eran sermones. Aquello sí eran bodas. Aquello sí eran entierros. Aquello sí eran ferias. Aquello sí eran inviernos. Aquello sí eran navidades. Aquello sí eran guardias civiles. Aquello sí era mili. Entonces sí funcionaba el mundo. Cada uno en su sitio. Los negros en África, los chinos en Asia, los abuelos con sus nietos, y los zapateros a sus zapatos... ¡Entonces España sí que era una, grande y libre!
-¡Fuera, farsante enano, soplagaitas, chupasangres! ¡Basta ya de regalar los oídos a Felipe II y a su camarilla! -grita, desaforadamente, Apolonio- Acabo de reconocerte y desenmascararte, a tí que sigues disfrazado del buitre que siempre fuiste. Tu perorata me ha ayudado a reencontrarme a mi mismo. Gracias por el favor, pero jamás olvidaré el daño que habéis hecho a este pueblo. Sois los responsables de tantos años perdidos, tantas alas cortadas, tantos sueños disipados en la niebla. Es verdad que mi hija y mi mujer murieron en aquel accidente, debido a mi cansancio y horas sin dormir, pero fue con motivo de una causa honesta: devolver al pueblo la libertad.
-¿Qué te pasa? ¿Ya no quieres que te matemos? Ja, ja, ja -le replica Gargarín con una risotada despectiva-. No te preocupes, hombre, que hay quien se encargará de matarte, a ti y a todos nosotros, ¿verdad, Federico?
-¡Ay! -se lamenta Matilde, disfrazada de Ana María, junto al Guerrero del Antifaz- ¡Ay, qué pena! ¡Qué bella la vida! ¿Pero por qué tan trágica? Esto no está bien inventado. No tiene gracia. No. ¿Hay alguien que pueda aclarármelo?
-Esa pregunta que la contesten los de la otra tribuna -dice Felipe II, guiñando el ojo a Silvia la monjuela.
-La cosa es clara -contesta Mauro, con evidente impaciencia y convicción, desde la otra tribuna, acariciando las hojas de olivo de su cabeza-. El mundo es pura física y pura química. Todo nace, se desarrolla y transforma, debido al movimiento continuo, provocado por la atracción-repulsión de las infinitas partículas.
-No digas necedades -le reprueba el cardenal, encendido en cólera, como si le hubiera pisado un callo-. Dios creó el mundo para que, en él, el hombre viviera feliz, sin padecimiento alguno. Pero fue el hombre, con el pecado, quien estropeó el plan divino, convirtiendo la vida en la Tierra en un penoso caminar hacia la muerte, de la que sólo puede librarnos Cristo y su Iglesia.
-Bueno, eso decís vosotros -intervino de nuevo el rey Motamid-. Los moros tenemos otras creencias, los chinos otras y cada pueblo tiene las suyas.
-Pero aquí estamos en un reino católico, apostólico y romano -grita Felipe II, poniéndose de pie y dando un golpe sobre la mesa- y, ¡ ay del que se desmande!
-Hasta ahora -manifiesta Alfredo, firme y serenamente- lo que su majestad ha ordenado ha ido a misa, pero ya no. Desde hoy y durante un mes, por lo menos, aquí va a regir la democracia. Todos podrán opinar y exponer sus pareceres, convicciones, inquietudes y esperanzas, sin temor a represalias. Por eso, amigos, hoy toca divertirse, bailando, cantando y haciendo lo que a cada uno le venga en gana, siempre que se observen las normas de respeto y convivencia, aceptadas y exigidas por todos. ¿Estáis de acuerdo?
-¡¡Si!! ¡¡Arriba la democracia!! ¡¡Abajo las dictaduras!! ¡¡Viva Alfredo!! -gritan, en su mayoría, brincando y agitando las manos.

Desde ese momento la explanada se transforma en una pista de baile, en la que se mezclan los residentes con cuidadoras, enfermeras, cocineros y demás personal, de ambos géneros.
Rufo -encaramado en su encumbrada garita- controla y dirige el sonido, iluminación e imágenes, con la mayor pericia. Ahora alegra el ambiente con divertidos tanguillos de Cádiz.
Súbitamente, el rostro de Rufo se tensa. Sus facciones, enmarcadas por los cascos acústicos, se endurecen gradualmente, conforme escucha la conversación de Silvia y Carlota, gracias al micrófono que él ha camuflado bajo el tablero de la mesa de la tribuna directiva.
-De verdad, Silvia, preciosa mía -le susurra Carlota, con mirada filipina-, cada día admiro más tus geniales ocurrencias. ¿Cómo se te pasó por la cabeza disfrazarte de monja?
-Muy sencillo -le contesta Silvia, en igual tono-. Como ya te dije, me he propuesto apropiarme del dinerete de Mauro. No creo perjudicar a nadie. El hombre es ya mayor. Aquí recibe los cuidados que necesita. No tiene familia que le herede. ¿No es, acaso, justo que lo heredemos tú y yo, ahora, cuando nos viene de rechupete el millón y medio de euros que tiene en la cartilla? Quien se va a subir por las paredes es Rufo, que me ha conseguido la cartilla y el DNI de Mauro, con la peregrina esperanza de que yo me abandone en sus brazos.
-¡Huy, qué iluso! ¿Y por qué el vestirte de monja?
-Verás. ¿Tú conoces a sor Saturnina?
-¿?
-Sí, esa monja que suele venir a visitar a la señora Ciriaca, paisana suya, una residenta que no está en cielo ni en tierra. Bien, pues la monja Saturnina se apellida Casmodia. Y, casualmente, ese raro apellido es el mismo de Mauro, sin que entre él y la monja exista parentesco alguno.
-Es cierto, hace pocos días la vi por aquí.
-Sí. Estuvo en mi despacho a informarse del estado de su paisana. Yo, muy atenta, le ofrecí un cafetito de mi cafetera particular. Disimuladamente le añadí una buena dosis del somnífero Dosminutosparadisíacos. Ella se lo tomó y -¡mano santa!- se quedó como una estatua durante un par de minutos, tiempo suficiente para birlarle el DNI que llevaba guardado en un bolsillo, debajo de la esclavina.
-¿Y ella no se dio cuenta de nada?
-En absoluto. Simplemente dijo: "-Pues no que se me acaba de pasar por la cabeza que me había quedado dormida un momento?" Y yo, por disimular, le contesté: "-Sí, a mí también me ocurre, a veces, que se me duerme una pierna. Debe ser por la postura." Pues, nada, como ella se apellida igual que Mauro, pensé que disfrazándome como sor Saturnina, y caracterizando a Doroteo con el aspecto de Mauro, podría presentarme con él, con absoluta tranquilidad, a abrir otra cartilla a su nombre y al de sor Saturnina, con disponibilidad indistinta, en una oficina del mismo Banco en que Mauro tiene las perras, la cual está muy cerca de la residencia, alegando que soy su sobrina y que, dada la edad de mi tío, es aconsejable tener la cuenta en la oficina más próxima a la residencia. Así que esta mañana, temprano, le endiñé a Doroteo una de tus pastillas, dejándole suave como un guante. El hombre, encandilado con el disfraz, se aprendió al dedillo lo que tenía que hacer y decir en el Banco. Me vestí y me retoqué igual que sor Saturnina y, a las nueve, fuimos a abrir la cuenta.
-Chica, eres prodigiosa. No sé como no te dedicas al cine. Doroteo te ha quedado mejor que si hubieran clonado a Mauro...
-Tanto no creo, pero lo cierto es que el empleado no puso la menor pega. Sólo me comentó que, para transferir el dinero de una cuenta a otra, hay que hacerlo personalmente, yendo a la oficina donde Mauro tiene la otra cartilla. De vuelta a la residencia fui a mi despacho con Doroteo y le di otra dosis. Dejé los DNI y las dos cartillas en el cajón de la mesa, y nos hemos venido, felices, a la fiesta. ¿Verdad, Doroteo?
-Sí, sí, -contesta Doroteo, con una risita que le obliga a mostrar el único diente de su boca entreabierta.
-Así que -prosigue Silvia-, mañana mismo, martes de carnaval, iré con Doroteo a la otra oficina a dar la orden de traspaso del dinero. Y pasado mañana... a retirarlo.
-¿Y qué haremos después, Antoñita la fantástica?
-¿Tú qué crees, Carlota? Lo hemos hablado muchas veces. En Costa Rica tenemos una casita, en un precioso paraje, cerca de la ciudad y del mar. Seguir aquí es un incordio. Allí viviremos a nuestro aire, ganando más y sin que nadie nos moleste. Y, encima, nos llevaremos un millón y medio de euros de propina. Dentro de cuatro días tomaremos el avión y ¡que nos busquen! ¡A vivir la vida, Carlota!
-No, Silvia, no eres diabólica, eres divina -le declara Felipe II, tan pegadito a la oreja que aprovecha para rozarle la cara con los labios.
-Y, ahora -le dice, eufórica-, sigamos con la farsa.

De inmediato -continúa Voz del Tiempo- vemos a Rufo bajar de sus garita, con semblante desencajado. En la explanada nadie se percata de ello. Silvia y Carlota creen que Rufo sale por algún motivo relacionado con la instalación eléctrica.
Nosotros sí observamos que Rufo entra en la residencia por una discreta puerta y, con paso rápido y felino, llega al hotelito de Silvia. Abre la puerta con su llave maestra. Recoge el DNI y la cartilla de Mauro del cajón de la mesa. Luego va a la sala en que está el material de disfraces y maquillaje. Toma cuanto considera más adecuado para su propósito y lo lleva a su habitación. Allí, a la vista de la foto del DNI de Mauro, se disfraza y caracteriza en pocos minutos, consiguiendo un gran parecido con él. Guarda, en un bolsillo de la chaqueta, los documentos de éste y sale a la calle, con gran disimulo, por una puerta de la lavandería.
Va al parking de directivos y encargados, donde también él tiene el coche estacionado. Sin pérdida de tiempo, toma de su coche una herramienta y, con ella, manipula debajo del motor del coche de Silvia. Luego entra en el suyo, lo pone en marcha y sale, apresurado, de la residencia. Baja, como una centella, la estrecha y pendiente carretera que desciende del cerro.
Cuando llega al Banco, en que Mauro tiene el dinero, es la una de la tarde. Sólo tiene media hora para realizar la operación. La rabia y despecho que ahora siente contra Silvia le hacen temer que traicionen sus nervios, estropeando su plan, por lo que se esfuerza en fingir la máxima serenidad, corrección y simpatía.
Toca el timbre, entra y se acerca a la ventanilla de reintegros con la cartilla de Mauro en la mano.
-¿Qué desea usted? -le pregunta sonriente el empleado.
-Hum, hum -carraspea Rufo, improvisando una forzada sonrisa-. Quisiera realizar una transferencia desde esta cartilla a la cuenta aquí indicada -dice, alargando al empleado la cartilla y un papel con los datos y número de la cuenta destinataria, es decir la suya propia.
-¿Me permite su DNI ? -le pide el empleado, tras examinar la cartilla y cotejarla con los datos del ordenador.
-¿Cómo no? -le contesta Rufo, ampliando la sonrisa y entregándole el DNI de Mauro.
-Espere un minuto, por favor, señor Casmodia -dice el empleado levantándose de su silla-. Preciso el visto bueno del director.
Rufo, impaciente, pierde la sonrisa y se pone a tamborilear en el marco de la ventanilla, mientras el empleado entra en el despacho del director. En seguida recupera la serenidad y piensa: "Mi caracterización como Mauro es perfecta. Basta ver con qué naturalidad me atiende el empleado. Mañana mismo retiraré el dinero de mi cuenta y me iré a donde nadie me encuentre."
Vuelve el empleado y ruega a Rufo que pase al despacho del director. Rufo se esfuerza, al máximo, en aparentar tranquilidad, por lo que procura moverse con afectada parsimonia.
-Encantado de saludarle, don Mauro -le dice el director, estrechándole la mano-. Así que desea transferir una importante suma a don Rufo Chapines, ¿no es eso?
-Sí, es cierto. Se trata de una operación convenida entre él y yo, y que a mí, personalmente, va a reportarme grandes beneficios que, estoy convencido, duplicarán mis actuales fondos.
-Nos parece perfecto, don Mauro, y le felicitamos por tan boyante operación.
-Entonces... ¿Tendrá mañana don Rufo el dinero en su cuenta?
-¿Cómo no? -contesta el director, rebosando amabilidad-. El Banco Santarrita se caracteriza por la rapidez meteórica de sus servicios y la esmerada atención a sus clientes. En su caso, sólo precisamos una minucia: que usted cumpla el requisito, impuesto por usted mismo, para poder disponer de sus fondos.
-¿Requisito? -pregunta Rufo, visiblemente contrariado.
-Así es, don Mauro, bien lo sabe usted. Según las instrucciones manuscritas y firmadas por usted: "De los fondos de esta cartilla sólo podré disponer yo, Mauro Casmodia, debiendo mostrar la clave secreta al director del banco, cada vez que quiera realizar un reintegro."
-¡Ah, claro!... -exclama Rufo, tratando de disimular su sorpresa- La edad no perdona. Se me ha olvidado traerla. Voy a acercarme a por ella. En seguida vuelvo.
-¿Cómo es eso, don Mauro? Esa clave la lleva usted siempre consigo. Permítame que sea claro y diáfano: la clave es un número que usted tiene tatuado a veinte centímetros por debajo del ombligo. Muéstrelo, don Mauro, por favor, y procederemos a cerrar la operación en un periquete.
-¡Ja, ja, ja! Vale, vale... ¡Tiene gracia la cosa! Es lo que suelo decir: Con la edad termina uno cazando moscas. Mañana volveré, porque, compréndalo... -y bajando la voz, susurró, guiñando el ojo y riendo- Es un secreto, pero hoy no me he cambiado de calzoncillos. Ja, ja, ja. Perdone.
-Como quiera, don Mauro -le contesta el director muy serio y mirándole sin pestañear.
-Hasta mañana, señor director.
Rufo sale de la oficina, fingiendo sorprendente aplomo y despreocupación. Mas, una vez en la calle, se esfuma como por arte de ensalmo.

Sin pérdida de tiempo, el director del banco, sobremanera mosqueado, llama a la residencia:
-Soy el director del Banco Santarrita. Quisiera hablar con la directora del centro.
El encargado de recepción llama a Silvia por megafonía:
-Señora directora, por favor. Tiene una llamada telefónica.
Silvia suspende la muñeira que se estaba marcando con Felipe II y corre a la garita de control de sonido, en donde hay un teléfono.
-Celebro hablar con usted, señora directora. Soy el director del banco Santarrita. La llamo porque se ha presentado en nuestra oficina el señor don Mauro Casmodia, residente de ese centro a hacer un reintegro, pero no se ha identificado correctamente. ¿Podría confirmarme si don Mauro se halla, en este momento, en la residencia, ya que se ha dejado aquí el DNI y la cartilla de ahorros?
-¿Don Mauro? No es posible. Don Mauro no se ha movido de la tribuna de los triúnviros desde esta mañana.
-¿Qué tribuna es ésa?
-No importa, señor director. Lo que me dice es grave, pero en seguida resolveré el problema, con la ayuda de Felipe II.
-Perdone, señora,¿ese centro es una residencia de ancianos o más bien un psiquiátrico? Porque no creo que me esté tomando el pelo.
-En absoluto, señor director. Ésta es una residencia geriátrica muy seria. Lo que ocurre es que estamos celebrando la fiesta del carnaval.
-Entendido, señora.Pondré este asunto en manos de nuestro servicio de inteligencia "El lince insomne". Y ya sabe que aquí se encuentran los mencionados documentos de don Mauro.

Silvia acababa ahora de comprender por qué Rufo había abandonado precipitadamente su garita. Él se había empapado de la conversación que ella había mantenido con Carlota. Ya no le cabía duda. Él había sido quien se había presentado en el banco, disfrazado como Mauro y, al no conseguir el dinero, estaría rabioso contra ella y contra Carlota ."¿Y si a Rufo, despechado, le diera por cometer una locura y atentara contra nosotras, o denunciara a la policía mi propósito de adueñarme del dinero de Mauro?" -pensaba Silvia.

Mientras tanto -continúa Voz del Tiempo-, en la residencia, la fiesta de disfraces hace brotar milagros de sano humor y optimismo, creando un ambiente, distendido y mágico, de risas, bromas, manifestaciones desinhibidas de las propias habilidades, chascarrillos, confidencias, besos, abrazos, ir y venir a las mesas para picotear aperitivos, brincar, cantar y bailar, incluso Al corro de la patata.
-¡Viva la democracia de Alfredo! -gritan la Reina Loca y el Reino Loco- ¡Viva la igualdad! ¡Abajo los privilegios!
-Ya no quiero que nadie me mate. ¡Viva la razón! -proclama Apolonio, exultante.
-¡Fuera las arañas! -grita Federico, con ojos alucinados- ¡Malditos, miles de veces, los miedos que arruinan las vidas! ¡Malditos quienes siembran los miedos!
-¡Abajo los maltratadores! -clama Matilde, balanceando la cabeza hasta levantarla por encima de su espalda- ¡Hay que respetar a los débiles, a los humildes, a los gatos, a los perritos, a todo bicho viviente que no sea dañino!

Observad atentos -apunta Voz del Tiempo- a los tres varones de las cándidas túnicas: Alfredo, Daniel y Mauro. Tras compartir en la pista, con todo el personal, el común y unánime regocijo, ahora se dirigen a su tribuna. Una vez en ella, Alfredo levanta los brazos y ruega atención a las palabras que desea dirigirles.
-Enhorabuena a todos, residentes, cuidadores, personal sanitario y cuantos realizamos tareas en este centro, por humildes que nos parezcan. Hoy ha sido un día grande para cuantos moramos en él, pues hemos conseguido que, de forma especial los residentes, se hayan divertido, aumentando su autoestima y sintiendo un poco más de calor de hogar en esta casa.
No sé qué decidirá la directora doña Silvia. Ella salió de la residencia a las dos de la tarde y aún no ha regresado, cuando la fiesta está ya a punto de finalizar. Si me confirman en el cargo de responsable del área sociocultural y bienestar, que me han encomendado provisionalmente, os prometo que pronto os sentiréis como en familia y con el ánimo más rejuvenecido cada día.
-Alto el carro, don Alfredo -le fustiga, con estentórea voz, el cardenal Mendoza- que, aunque no esté presente Felipe II ni la madre abadesa, estoy yo aquí para conduciros a todos y a cada uno, con su cruz a cuestas, por la espinosa senda de la virtud y del santo calvario, hasta la mansión celestial pese a quien pese y, si es preciso, azotando vuestras pecadoras carnes. Sólo faltaba que, a unos viejos empecatados, con más vicio que una garrota y un pie en el otro mundo, tengamos que descubrir ahora quiénes son los Reyes Magos.
-¡Eso, eso! ¿Quiénes son los Reyes Magos? -pregunta doña Inés con cabreado talante.
-Permítame vuestra precaria eminencia cardenalicia -interviene Mauro- que sea yo, el precario segundo consejero, coronado de olivo, quien conteste a sus palabras en lugar de Alfredo. Como ya apunté en mi anterior intervención, le guste o no le guste a su precaria eminencia, este universo del que formamos parte, es un descomunal entramado de materia, autodirigido por fuerzas intrínsecas, físicas y químicas inexorables, ciegas e indiferentes a consideraciones de cualquier especie. Multitud de esferas celestes giran desde hace millones de años en el espacio infinito. Sin saber nadie, realmente, cómo ni por qué, en esta minúscula esferilla que nos soporta y mantiene, apareció la vida, el hombre, la cultura humana y, con ella, los mitos y teorías, filosóficas y religiosas. Ingenuas e infantiles en un principio; complicadas y ambiciosas en el devenir de los tiempos; pero, unas y otras, gratuitas, por más que se quiera revestir de autoridad científica o celestial. Nadie sabe nada sobre cuestiones que nos trascienden. No nos esforcemos por ser más ingenuos de lo que ya somos, quedando anclados en dogmatismos más o menos duraderos, pero deleznables y caducos, tarde o temprano. La historia -se dice con razón- es maestra de la vida. Y la historia nos confirma lo mucho que yerra el hombre en sus concepciones y teorías. Y no digo ya en las intrascendentes y cotidianas del simple mortal, sino, principalmente en las consagradas y consideradas verdades incuestionables durante largas épocas. ¿Qué fue del geocentrismo y de tantas otras teorías y mitos religiosos o de cualquier índole que la humanidad ha ido forjando en el devenir de su existencia? La historia nos confirma que, con el paso del tiempo, tales concepciones y mitos quedan superados por otros nuevos. La única verdad cierta es que la realidad física sigue su curso imparable, sin hacer ni puñetero caso a teorías, mitos ni creencias. Lo que nos lleva a una conclusión lógica y práctica para el cotidiano vivir: que los dogmatismos y dictaduras, del signo que fueren, y vengan de donde vinieren, deben quedar proscritos. Incluida mi opinión, por supuesto. Por eso, desde esta tribuna, ¡voto por Alfredo, para director socio-cultural de la residencia! porque él defiende que cada uno se exprese y viva libremente, dentro del respeto a los demás.
-¡Estoy contigo, Mauro! -le apoya Daniel, aplaudiendo ruidosamente- ¡Alfredo presidente!
-¡Alfredo, presidente! ¡Alfredo, presidente! -corea la gran mayoría de los presentes, a excepción de la tribuna de Felipe II y sus acólitos.

Los vivas, aplausos y felicitaciones se prolongan durante más de media hora. Luego, Alfredo, ejerciendo las facultades de su recién estrenado cargo, da por finalizada aquella fiesta, tras prometer trabajar sin descanso por un mayor bienestar de todo el personal.

"Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó..." sin que Silvia, ni Carlota, ni Rufo aparecieran por la residencia, ni dieran noticia alguna de su paradero. Razón por la que los restantes miembros de la junta directiva, conscientes del general apoyo del personal a Alfredo, decidieron nombrar a éste, con carácter firme e indefinido, no sólo director socio-cultural y de bienestar de la residencia, sino gerente de ella.

Y hasta aquí mi testimonio que no volveré a prestar, en tanto no lo preciséis y me lo pidáis -dijo Voz del Tiempo, paseando su escrutadora mirada sobre la nuestra, indecisa y expectante.
-Un momento, amigo -le ruega Don Quijote-. Me parece que has dejado sin aclararnos la siguiente cuestión: cuando Rufo fue al garaje, nos dijiste que estuvo manipulando, con una herramienta, debajo del coche de Silvia. ¿No sufrirían Silvia y Carlota un accidente al bajar del cerro, a causa de esa manipulación?
Pues, no. Tuvieron suerte -explica Voz del Tiempo-. Como salieron tan apresuradas de la fiesta, tomaron el coche que se hallaba más cerca de la salida, que era el de Carlota. Con él desaparecieron sin dejar rastro alguno. En dónde se encuentren ahora, es algo de lo que carezco de información.
-¿Y la amistad de Alfredo con Mauro y Daniel no se enfrió a partir de su nombramiento? - le pregunta, curioso, Samuel.
-En absoluto -le contesta Voz del Tiempo-. No sólo no se enfrió, sino que se reafirmó y creció hasta el punto de que Mauro, pocas semanas después, sorprendió a Alfredo con una espléndida noticia.
-¿Qué noticia? -le preguntamos los observadores de la torre, todos a una.
-Mauro sorprendió a Alfredo, diciéndole que había decidido donar a la residencia todo su dinero y demás pertenencias, para que él dispusiera de más medios con que llevar a cabo su proyecto de convertir el centro en un auténtico hogar.
-Hermosa decisión - dije, elogiando el proceder de Mauro.
-¿Y Daniel? -pregunta Samuel- ¿No hizo algún ofrecimiento especial?
-Bueno -nos aclara Voz del Tiempo-, precisamente el día en que Mauro realizó su donación, Daniel prometió a Mauro llevarlo, en fantástico viaje, a un apasionante lugar, más allá de los almendros.
-¿Y Daniel cumplió su palabra?
-La verdad es que Daniel le fue dando largas, diciéndole que, el día menos pensado, emprenderían el viaje. Mas pasaron hasta cinco años sin que Daniel cumpliera lo prometido. Él sí que hizo el viaje una serena y acharolada noche de mayo.
-¡¡Eeeeh!! ¡Ojo con lo que habláis, que estoy escuchando -clamó Daniel desde las alturas-. Mi promesa sigue en pie. A Mauro y a Alfredo prefiero llevarlos en verano, pues ellos son muy sensibles al frío, pero a vosotros, y para provecho y aprendizaje de Álex, os invito a que me acompañéis, ya, al mundo de las ideas.
-Te tomamos la palabra -contesto yo por todos, incluido Álex quien, para demostrar su entusiasmo, comienza a dar volteretas sobre los almohadas. ¿Cuándo emprenderemos el viaje?
-¡Ahora miiiismoooo! -grita Daniel con voz rizada en bucles y tirabuzones, conforme desciende desenfrenado en su nube deportiva, hasta detenerse junto al pretil del ventanal de la torre. Con la respiración en suspenso y los ojos despidiendo chiribitas, observamos al anciano Daniel, dirigiendo la nube como el mejor piloto de la NASA. Su semblante denota tanto arrojo y resolución que, el mismísimo Don Quijote exclama, poniéndose en pie firme, con la diestra mano extendida hacia él y, con la siniestra, golpeándose el pecho:
-¡Ave, Daniel, volaturi te salutant!

Acto seguido -no poco mosqueados y agarrándonos a la capa de Samuel-, saltamos a la nube, ante la mirada de Daniel, henchida de sorna. El intrépido piloto, tras acariciar a su bisnieto y sin previo aviso, despega como un tornado, rumbo al mundo de las ideas. Y yo aprovecho una breve pausa sin turbulencias en nuestro alocado viaje, para mandaros este segundo episodio de nuestra aventura.
Espero -y os lo prometería si pudiera- daros muy pronto detalles de nuestra inminente estancia en ese mundo. Pasadlo bien y, ánimo, que ya distinguimos, desde estas alturas, a los Reyes Magos caminando hacia España. Tinterico.

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