El amanecer del octavo día - (Cap. II)

jueves, 18 de diciembre de 2008

Hola, amigos, soy Tinterico.
El tiempo -el meteorológico y el otro, aliados- nos tiene declarada la guerra. Lo mejor es armarse de paciencia, seguirle la corriente y a nuestro rollo. Espero que estéis bien, dentro de lo que cabe, claro. Y ahora sigo contándoos la aventura en la que andamos metidos, Don Quijote, Samuel y un servidor.

"Tan por encima de los aires nos propulsó la pétrea bota del, con todo acierto, denominado Tranco del Diablo, que nos dio tiempo sobrado para discutir sobre cuál debería ser nuestra prioritaria acción: si dirigirnos al pueblo fantasma a liberar a los jóvenes, como proponía Don Quijote; ir en persecución del facineroso desalmado, según prefería Samuel; o, antes que nada, tratar de conocer cómo se habían desarrollado los hechos desencadenantes de aquella kafkiana situación, en mi opinión lo más aconsejable para evitar dar palos de ciego y pérdidas de tiempo.

-Lo tenemos fácil -dije, señalando al globo terráqueo que, desde la descomunal altura en que nos hallábamos, se veía reducido a unas dimensiones semejantes a nuestra bolavoláptera nave-. Mediante la janua témporis de Don Quijote podemos visualizar, retrocediendo en el tiempo y sin salir de aquí, cuanto sucedió desde que el desalmado llegó a Salamanca, tras haber partido, de madrugada, de la casa del pantano. Ahora estamos a tiempo de desviar la ruta de la bolavoláptera y aproximarnos a los escenarios en donde ocurrieron los hechos.
-Me parece una idea acertada -aprobó Samuel-, tanto más cuanto que no nos va a suponer pérdida alguna de tiempo, ya que con la janua témporis nos situaremos fuera del tiempo real.
-¡Oh, qué gran regalo me hizo mi padrino! Gracias Merlín, mil y mil veces -exclamó Don Quijote, tomando entre sus dedos la preciosa joya y dándole orden de llevarnos a Salamanca y mostrarnos cuanto ocurrió desde que Arthur llegó allí con la negra furgoneta.

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Instantáneamente la bolavoláptera dio un salto fantástico, quedando encajada entre dos rayos de sol, dirección Sol-Salamanca-Furgonetadearthur. Se deslizó por ellos como por un dorado tobogán de luz, hasta quedar flotando, invisible, a un metro sobre la cabeza de Arthur, a las 11:35 de ayer.
-¡Fantástico! Y ahora que hablen los hechos y personajes implicados en esta historia -ordenó Don Quijote a la janua témporis.

""Arthur aparcó la furgoneta en el parking público, muy cerca del Club de cienciófilos. Salió fuera, cerró el coche y se dirigió al club, elegantemente vestido con un traje azul marino a rayas y portando un abultado maletín negro. Consultó el reloj. Las marciales notas del Tannhäuser sonaron en el móvil de Arthur.
-Dígame, doctor Flowers.
-¿Dónde estás, Arthur?
-Muy cerca del club. Ahora me disponía a entrar. ¿Está usted dentro?
-Sí. Estoy en una sala de relajación, esperando a que den las doce para comenzar la conferencia. ¿Tienes ya preparada la casa para la reunión de los jóvenes, de entre los cuales deberás elegir al candidato?
-La casa sí. Creo que les gustará. Y si no, peor para ellos, ja, ja. Es broma, doctor.
-Ya sabes, Arthur. Debes mostrarte educado, cortés y generoso. Y muy alerta en todo momento. Nadie deberá conocer nuestra relación. Sobre la elección del candidato, deja a Arturito que él te guíe, pues tiene más recursos para ello. Invéntate alguna estratagema para conseguir adeptos adinerados que financien el proyecto...
-No se preocupe, doctor. Lo tengo todo previsto, ¿verdad, Arturito?
-Sí, lo he comprobado, Arthur es ingenioso -contestó Arturito insulsamente.
-A propósito, doctor. Noto un cierto desajuste entre Arturito y yo. ¿Cuándo podría revisarlo?
-Sabes que yo marcho a Suiza esta misma tarde. Mañana por la noche tengo una conferencia en el Romance Hotel. Tienes mi teléfono. Conoces bien dónde está el refugio alpino. De tí depende que nos veamos más o menos pronto. Pero lo que necesito tener ya es al candidato.
-Actuaré contra reloj, doctor Flowers. Mañana por la noche, sin falta, nos veremos allí. Le deseo mucho éxito en sus conferencias.
-Hasta ahora, Arthur. Ya me están avisando para entrar en el salón.

Con distinguido porte se presentó Arthur en el club. Mostró su carnet en recepción y entró en la sala, prácticamente repleta, al son de los telúricos compases de La Consagración de la Primavera, que incitaban al público a elevar la voz en sus cuchicheos. Arthur observó que las butacas del centro de la sala estaban ocupadas por gente de distinguido aspecto, seguramente empresarios adinerados, profesores e investigadores relevantes, muchos de ellos acompañados de sus esposas. En los laterales, en cambio, abundaban jóvenes estudiantes, informalmeente trajeados, aficionados a los más avanzados descubrimientos. Él fue a sentarse en el lateral derecho, junto a cuatro chicos que, al parecer, formaban grupo con tres chicas y un chico de la fila delantera. Casualmente, la butaca entre la de Arthur y la del joven sentado a su izquierda, estaba desocupada; circunstancia que Arthur aprovechó para dejar sobre ella el maletín, mientras soportaba las miradas curiosas del grupo de jóvenes, y especialmente la del chico de delante: un mocetón de rapada cabeza, cuello de toro, gruesa boca y ojos burlones que, tras mirarle, abarcó con sus brazos a las tres chicas sentadas a su izquierda y les comentó algo, provocando una gran carcajada en el grupo.
La música dejó de sonar. Por la puerta, a la izquierda del estrado, apareció el doctor Flowers, precedido de la presidenta del club y seguido del director. Los asistentes lo recibieron con un largo aplauso. La presidenta hizo la presentación del doctor, dedicándole una breve reseña biográfica y académica. Dijo de él que era estadounidense, aunque hijo de emigrantes hispanos, y que había estudiado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Luego cedió la palabra al doctor Flowers, quien comenzó diciendo:

-Según el relato del Génesis, Dios creó el mundo en seis días. Y el séptimo descansó.
En ese séptimo día de divino descanso, el mundo vegetal y animal no ha evolucionado nada, a excepción del animal humano.
El animal no humano nace provisto de defensas y recursos básicos que le permiten defenderse y desenvolverse en un entorno difícil y hostil. Sus facultades intelectivas -que las tiene, aunque menos desarrolladas que el ser humano- sólo le permiten conseguir la información precisa para subsistir. Por eso, intelectualmente, el animal no progresa. Su conducta, tanto como individuo o como especie, es siempre constante y previsible, aun cuando pasen miles de años.
El ser humano, en cambio, cuando nace, es el más indefenso y torpe de los animales; y el que más atención y cuidados requiere en su primera etapa de vida. Pero, intelectualmente, su superioridad y capacidad evolutiva es tal que, no sólo ha llegado a dominar a los demás animales, sino que tiende a controlar todo el universo. Su insaciable curiosidad le ha llevado, desde las épocas más remotas y primitivas, a buscar información sobre toda clase de cuestiones, ya se refieran a su propia subsistencia o a asuntos que carecen de utilidad para él. Su afán insaciable de conocer le ha impulsado no sólo a acumular información sino incluso a inventar filosofías, religiones, mitos y teorías que puedan dar sentido y sosiego a su existencia. Ese acervo cultural, que ha logrado reunir y conntinúa incrementado, le ha supuesto inmensos esfuerzos y grandes triunfos, pero también fallos catastróficos, guerras y amenazas de cataclismos. ¿Por qué? Porque, como digo, en ese cúmulo cultural se han ido acogiendo mitos y teorías basados, muchas veces en planteamientos puramente susbjetivos, que frenan e impliden el pleno y auténtico desarrollo cultural. Para alcanzar la total objetividad del conocimiento, la humanidad necesita activar al máximo su capacidad racional, tanto intelectual como volitiva, mediante la adquisición de una ilimitada información, así como el hábito del rigor lógico en sus raciocinios. Es la meta que se han fijado los científicos que actualmente trabajan en la consecución de la inteligencia artificial.
Señores -proclamó el doctor Flowers, con evidente entusiasmo- podemos felicitarnos porque el séptimo día ya ha pasado y ha comenzado el amanecer del octavo día. No es fantasía ni ilusión. Quienes investigamos en ese campo constatamos, con inmensa satisfacción, que el hombre tiene ya al alcance de su mano la creación del auténtico superhombre: el cibersapiens.
Insisto, estamos en el amanecer. Pero muy pronto el sol del octavo día caldeará el mundo. El hombre fabricará autómatas artificiales, no ya mucho más inteligentes y creativos que él, sino conscientes de su propia personalidad como él.

Un murmullo, semejante al de una ola arrolladora, recorrió la sala. Arthur giró la cabeza hacia Rubén y Sergio, sentados en la quinta y cuarta butaca, a su izquierda, que cuchicheaban con irónica expresión.

-¿Os escandaliza mi afirmación? -inquirió el doctor, alzando la voz- Pues os voy a revelar un secreto. Ya es una realidad la implantación de neuronas artificiales en cerebros humanos, con sorprendentes resultados. Y muy pronto, será también realidad el autómata cibersapiens, poseedor, como acabo de decir, de consciencia y personalidad. Será entonces el apoteósico momento de la autoproclamación del hombre como rey y dios del universo, de pleno derecho, porque, entonces, serán los robots cibersapiens los que gobernarán y dirigirán las naciones. Ellos podrán prever y resolver certeramente todos los problemas políticos, económicos o de cualquier otra índole. Ellos lograrán eliminar la pobreza, las guerras y los enfrentamientos. Porque ellos, los cibersapiens, poseedores de una ilimitada información y conocedores de la solución correcta de los problemas, serán también los celosos y providentes guardianes de nuestro mundo, en estrecha colaboración con el ser humano.
Observo en algunos de vosotros una expresión escéptica. Les estoy leyendo el pensamiento: "¿Pero qué tonterías está diciendo este iluso?"
Preguntad. No os quedéis con las ganas. No me importa que interrumpáis mi charla, al contrario, me gustaría que manifestárais vuestra opinión, vuestras objecciones o me dijérais si precisáis alguna aclaración.

Sergio -uno de los chicos del grupo de amigos- levantó la mano.

-Habla, joven, te escucho -le animó el doctor.

-Me parece, doctor Flowers, muy encomiable la labor de quienes, como usted, trabajan por la obtención de máquinas inteligentes, cada día más sabias. Indudablemente, esas máquinas, ya sean ordenadores o robots, van a prestar un servicio excelente al hombre, convirtiéndose en instrumentos imprescindibles para realizar arduos y complicados trabajos que exigen suma rapidez y precisión. Pero de ahí a afirmar que, en breve, van a fabricarse robots dotados de consciencia, me parece un sueño irrealizable. Acepto que los científicos lleguen a fabricar sofisticadas máquinas que dispongan de una información ilimitada; robots que resuelvan todo tipo de problemas, capaces de razonar con la máxima coherencia y rectitud; y, por añadidura, semejantes al ser humano en el lenguaje y aspecto exterior.
Pero estoy persuadido de que una máquina jamás será consciente de sí misma ni de sus actos, pues el primer requisito para ello sería que se transformara en un ser vivo.

Sergio hizo una breve pausa en su réplica, que el doctor aprovechó para recuperar las riendas.

-Te felicito, joven, por tu entusiasmo en defender esa falsa conquista de la que tan orgullosa ha estado, hasta ahora, la culta humanidad: la creencia de que el ser persona es un privilegio exclusivo del ser humano. Pero te pregunto: ¿Qué diferencia fundamental crees que existe entre el aninal humano y el no humano, prescindiendo de esa supuesta alma espiritual que las creencias religiosas le atribuyen y que nadie puede demostrar racionalmente?
-Sin duda -contestó Sergio- la capacidad racional del ser humano, muy superior a la del animal, así como su autonomía, libertad de elección y la conciencia de su propio yo.
-Es decir -contestóle el doctor con irónica sonrisa- según eso, los seres humanos poco inteligentes, abúlicos, con alzheimer, o los niños sin uso de razón, dudosamente podrían considerarse personas. No obstante admitamos que son personas, a pesar de esas carencias.
Pues bien. Si aceptamos ese razonamiento y somos coherentes con él ¿cómo habría que catalogar a un animal que, gracias a los progresos de la ciencia, se le dotara de una red neuronal similar a la del hombre, un bagaje informativo, una capacidad de razonar y de resolver problemas propios de una supercomputadora, así como un sistema de comunicación más complejo? ¿Sería correcto considerarlo como animal irracional o más bien racional?
-No creo que jamás se consigan tales avances -mantuvo Sergio-. Pero, aun así, ese animal seguiría siendo un animal carente de espíritu inmortal. No sería persona.
-Voy a darte un consejo, joven. Si quieres caminar certeramente hacia la sabiduría, abandona los dogmatismos. Procura ser objetivo. Sin darte cuenta, tú mismo acabas de darme la razón en lo que estoy defendiendo. A pesar de que ese hipotético animal llegara a ser tan inteligente y autónomo como el hombre, no procedería concluir que, necesariamente, tenga un alma. Pero tampoco podría negarse que posea un yo consciente, pues podría comprobarse fácilmente.
Tanto el animal humano como el no humano, necesitan un cerebro para pensar y actuar de forma más o menos racional y libre. Si fuera esa sustancia, que llaman alma, la que piensa y quiere ¿qué necesidad tendría el hombre de poseer un cerebro? Pero el hecho es que tiene un cerebro. Y resulta que el cerebro y sus funciones -incluida la consciencia- así como cualquier otro órgano del cuerpo humano y sus específicas funciones, son el resultado de combinaciones físicas y químicas, tan materiales como puedan ser las piezas y redes neuronales de un robot. ¿Por qué rechazar a priori la posibilidad de que un día no lejano lleguemos a fabricar robots más inteligentes que el hombre, dotados además de consciencia?

Un aplauso cerrado acogió las conclusiones del doctor Flowers. A excepción de Rubén, sentado a la izquierda de Sergio, y de Caléndula, en la fila de delante, el resto de amigos vitorearon al doctor; especialmente Gerardo quien, puesto de pie, aplaudía entusiasmado; y, también, reía con sorna mirando a Sergio, con el pulgar hacia abajo. Arthur también aplaudía y contemplaba con simpatía al grupo de amigos.


Finalizados los aplausos, el doctor expuso el ambicioso proyecto de investigación y experimentación en que, desde hacía tiempo, estaba trabajando. Hizo hincapié en los incalculables beneficios que se derivarán del logro de los autómatas superinteligentes y el decisivo cometido que esas "máquinas" (dijo, haciendo el gesto del entrecomillado) han de desempeñar en el ámbito industrial. Se trata, por lo tanto, de una espléndida y segura inversión; razón por la que animaba a los empresarios, presentes en la sala, a colaborar en la financiación del proyecto.

Fue entonces Arthur quien se puso de pie. Tomó el maletín y se acercó al estrado. El doctor, visiblemente sorprendido ante la súbita reacción de Arthur, suspendió momentáneamente su charla. Arthur puso el maletín sobre la mesa y, con voz recia y resuelta, dijo:
-Doctor Flowers, perdone que me haya saltado el protocolo. Mi nombre es Arthur Ryan y estoy impaciente por entregarle una pequeña contribución a su encomiable proyecto. En este maletín hay doce mil euros. No es gran cosa, pero ruego lo acepte como primicia de otras aportaciones que pienso realizar en el futuro.
-Me siento muy halagado y extraordinariamente agradecido por su espontánea y generosa actitud en pro de la ciencia, señor Ryan -dijo el doctor-, pero compréndalo, prefiero, por razones fiscales, que las ayudas financieras sean encauzadas a través de la entidad y datos bancarios, indicados en esta tarjeta -dijo entregándole una de las muchas que tenía sobre la mesa.
Arthur le estrechó la mano muy cortésmente, recogió el maletín y volvió a su asiento, en medio de aplausos y cuchicheos.
En seguida, varios de los asistentes -adinerados empresarios, sin duda- tomaron la palabra y manifestaron su favorable y entusiasta acogida al proyecto del doctor, así como su entera disposición a apoyarla económicamente. El doctor les anunció que, en un plazo muy breve, les presentaría uno de sus ansiados logros: el robot dotado de consciencia, del que les acababa de hablar.

Finalizada la conferencia, y tras un intercambio de saludos y tarjetas con los empresarios, el doctor Flowers salió de la sala, escoltado por la presidenta y el director del club.
Mientras la gran mayoría de asistentes se levantaba de sus butacas y, en animada charla, se disponía a salir de la sala, los jóvenes, de al lado de Arthur, charlaban jocosamente y sacaban fotos con sus móviles a los ricos empresarios, mirando de hito en hito a Arthur, con la clara intención de que éste escuchara sus comentarios.
-¿Qué os han parecido mis papis? -preguntó Noelia, arrodillada en su butaca, de cara a los chicos de la fila de detrás, sacudiendo su dorada coleta y señalando a una pareja madura muy engolada- Tenéis que reconocer que son los más guays de la sala, aparte de que están podridos de dinero ¿eh?
-De eso nada, reina de las walkyrias. A mis viejos nadie les hace sombra -contestó Raúl, sentado a la derecha de Sergio, mirando a Noelia, con sus negros e inquietos ojos hundidos y señalando a una pareja de respetable aspecto que aún permanecía sentada, enfrascados en su charla.
-¡Vamos, vamos, no me hagáis reir! -dijo Nuria, girando su perfil aguileño hacia el centro de la sala- Mirad aquel señor de noble aspecto, agrisada perilla y cándido pañuelo de seda anudado al cuello. Es mi padre. Y habéis de saber que, aparte del grupo de empresas que regenta, tiene título de conde y una fortuna fabulosa...
-Chicos, estáis pisándome la moral, y me lo estoy aguantando porque uno procura ser gentil y cabal, pero hasta una razonable senyal. ¿Sabéis quién es Emilio Botín? Pues, al lado del meu pare, Botín es una sabatilla russa -proclamó Gerardo, recalcando su acento catalán.
-La verdad, amigos, que sin pretender rebajar un ápice el poderío crematístico de vuestros progenitores, los míos, aparte de ser dueños de la mayor fábrica de cordones de algodón para mecheros de pedernal, poseen un castillo en Trepaciruelos del Pingajo, con escudo de armas esculpido en la torre del homenaje -declaró Sergio con modositos gestos.
-Difícil me lo ponéis -intervino Rubén, tratando de emular a sus amigos y aguantando la risa- pero sólo os diré que mis padres no han podido asistir a la conferencia del doctor Flowers porque han tenido que ejercer de padrinos en la botadura del buque Junco de las Marismas, construido en sus astilleros.
-Veo que yo soy la menos afortunada -exclamó Caléndula, con aire distraído y soñador-. Siempre fue para mí un handicap insalvable el haberme tenido que marchar de casa por amor a la poesía. Tanto más teniendo en cuenta que mi padre es...
¿Quién? -preguntaron a coro.
-¡Bill Gates!

Arthur Ryan se removía en su butaca, presa de un nerviosismo y curiosidad palpables, mientras, disimuladamente, miraba y escuchaba al grupo de amigos.
-Oye Arthur, esos jóvenes no hablan en serio -pareció decirse a sí mismo.
-Calla Arturito, no empieces a darme la badila. Pronto los tendré en el bote.

-Juraría que el del maletín estaba hablando solo -susurró Sergio a Rubén.
-Ya me he percatado. Ese hombre tiene un no sé qué extraño.

-Bueno, aquí donde me véis -dijo el achaparrado y algo tosco Rosendo- tampoco yo he nacido descalzo, a pesar de la multitud de patas que tenemos en casa, ya que mis padres son dueños de la mayor fábrica de jamones de pata negra de Extremadura.

La carcajada fue unánime, y Arthur la aprovechó para volverse a los chicos y expresarles sus deseos de entablar conversación con ellos.
-¡Qué bien lo pasáis, colegas! Me dáis envidia. Soy Arthur Ryan -dijo, extendiendo la mano y estrechándola a cada uno de ellos que, recíprocamente, le correspondieron dando sus nombres- ¿Qué os ha parecido la conferencia del doctor Flowers? Interesante ¿verdad?
-Sí. Interesante y algo polémica -añadió Sergio con amplia sonrisa- Unos a favor y otros en contra, pero todos nosotros entusiastas de los progresos de la ciencia... Igual que nuestros padres -añadió conteniendo difícilmente la risa.
-Tú también estás muy enganchado al tema ¿eh, tronco? Claro, donde hay liquidez... -lisonjeó Gerardo a Arthur.
-Así es -contestó Arthur, jactancioso-. Me apasiona el imparable avance de la robótica, a pesar de no poseer estudios universitarios, a diferencia de todos vosotros, supongo.
-Sí, bueno, somos todos estudiantes de informática, por hacer algo, a excepción de esa bella criatura -dijo señalando a Caléndula- que prefiere pasear por los bucólicos cielos del parnaso antes que por los cibernéticos. Y tú, Arthur, dices que no tienes estudios universitarios, pero tampoco se te ve apuntado al paro.
-Ja, ja, ja. Desde luego que no -contestó Arthur, riendo-. Comparto con un íntimo amigo un saneado negocio que nos reporta pingües beneficios... De éstas y otras muchas cosas podríamos hablar con tranquilidad, si aceptáis que os invite a comer en un buen restaurante de por aquí cerca. ¿Os parece bien?
-Nos parece de maravilla -respondió Noelia por todos-. Aprended de Arthur, chicos. Eso sí es clase y caballerosidad.
-Pues dejémonos de ñoñeces -dijo Gerardo- y sigamos a Arthur a donde le inspire su musa estomacal.
-¿Qué os parece si dejáis vuestros coches donde los tengáis aparcados y vamos todos en mi supermonovolumen de diez plazas? -propuso Arthur.
-¡Fantástico! -exclamó Nuria, abrazando a Caléndula y a Noelia.

Arthur los condujo en la furgoneta a un restaurante ambientado dentro de un castillo medieval, en el que parecía haberse detenido el tiempo en el siglo XIV. Las polícromas vidrieras de sus ventanas ojivales; el tosco mobiliario de caoba; las numerosas armaduras de destellante acero; los muchos adornos de hierro forjado; la indumentaria de los sirvientes y la música de antiguas danzas. Todo allí parecía reflejar aquella época, incluido el menú que les sirvieron, a base de sustanciosos guisos, carnes a la brasa y vinos añejos que, rápidamente, transformó la redonda mesa, a la que estaban sentados, en una flameante rueda de risas y jocosos comentarios.
Hubo un momento en el que Arthur alzó los brazos y fue recorriendo, con adusta expresión, los rostros sorprendidos de los jóvenes.
-¡Qué te pasa, chaval? -preguntó, mosqueado, Gerardo, sentado frente a él.
-¿Vosotros creéis en los fantasmas? -preguntó Arthur.
-¡Huy! -exclamó Caléndula, sentada entre Gerardo y Sergio- Yo sí, pero aún no he conseguido ver ninguno.
-No digas tonterías -le reprochó Noelia-. Estarás ciega, pues en esta mesa están sentados unos cuantos.
-No lo dirás por mí, ja, ja, ja -bromeó Gerardo.
-Escuchad -insistió, Arthur, manteniendo su serio semblante-. ¿Qué pensaríais si yo os confesara que un fantasma que flota en esta sala, acaba de soplarme al oído que Caléndula ya no quiere a Gerardo, sino a Rubén; ni a Noelia le importa ya Sergio, sino Gerardo; que Nuria, por la que Raúl bebe los vientos, de quien está enamorada es de Sergio; y que Rosendo...
-Por favor, Arthur -le interrumpió, rápido, Rosendo-. Ya vemos que te gustan las bromas, pero no está bien que las hagas con cosas serias.
-No son bromas, es la verdad. Mi fantasma no me engaña nunca.
-¡Es mentira! Nos estás tomando el pelo -protestó Nuria.
-¿Sí? Esta misma noche os podría demostrar que poseo un fantasma. Lo que no sé es cómo ha llegado hasta aquí. Él no suele salir del caserón del pantano.
-¿El caserón del pantano?... ¡Venga ya, tío! Te estás quedando con nosotros -dijo Noelia.
-Si os gustan las situaciones inquietantes y queréis descubrir a ese fantasma que conoce vuestros secretos, animaos y venid conmigo a pasar esta noche en mi caserón. Os prometo que viviréis un experiencia única e inolvidable: cenaremos, bailaremos, jugaremos y charlaréis con el fantasma. ¿Aceptáis?
-Yo sí quiero ir a conocerlo, no faltaría más -dijo Caléndula, echándose hacia atrás su lisa y sedosa melena oscura.
-Iremos todos -gritó Gerardo levantando la copa de vino.
Y, de inmediato, un tintado círculo de copas se alzó sobre la mesa y tintineó al entrechocar unas con otras.

Tras una larga sobremesa de animada charla, fotos, café y espiritosos cócteles, Arthur se levantó de su asiento, maletín en mano, y fue a hablar con el responsable del restaurante. Éste se reía y se le veía reacio a lo que Arthur le proponía.
-Compréndalo, señor -le decía el maitre-. Esa armadura forma parte del mobiliario del restaurante. No se la puedo vender.
-¿Y si ella demostrara su deseo de venirse conmigo, permitiría que me la llevara?
-Siendo así, no faltaría más, ja, ja, ja -se rió el maitre ante tamaño disparate.
Arthur giró la cara, miró a la armadura, situada a una discreta distancia, y le dirigió un disimulado rayo rojo a la celada. La armadura levantó el brazo derecho, ante el asombro del maitre.
-Suya es, señor, -dijo, atónito.
Arthur sacó del maletín dos fajos de billetes y los entregó al maitre.
-¿Le parece bastante?
-¡Oh, sí señor! Espléndido. Muchas gracias por su visita y que disfruten de la armadura.

El grupo de jóvenes, enfrascados en su animada charla, no se habían percatado del detalle de la armadura, pero sí habían aprovechado la momentánea ausencia de Arthur para intercambiar impresiones sobre él.
-¿Qué os parece el hijo de Onassis? -preguntó Gerardo, moviendo su barbilla en dirección de Arthur, que se había acercado a la armadura.
-Muy majo y un buen partido -dijo Noelia.
-Lo que más me gusta de él es su extraño sentido del humor -comentó Caléndula.
-Yo, más que humor, noto en él otra cosa -opinó Nuria-. Algo que inquieta y desasosiega.
-Sí. Hace y dice cosas bastante raras -comentó Sergio.
-¡Bah! Tonterías. Lo que le pasa es que es un niño pijo que le sobra la pasta. Y lo mejor que podemos hacer es lo que estamos haciendo: aprovecharnos de su pródiga dadivosidad, aunque tengamos que aguantarle y aplaudirle sus gilipolleces -opinó Raúl.
-¡Eh, chicos! -gritó Arthur, bajando el brazo a la armadura- Venid a echarme una mano.
Acudieron, vacilantes, Rosendo y Raúl, y entre los tres transportaron la armadura a la furgoneta, en medio de un bullicioso jolgorio. La sentaron delante, en el asiento del copiloto. Arthur se puso al volante. Y los demás se acomodaron, entre risas y chirigotas, en los ocho asientos traseros.

Aunque Arthur pisaba a fondo el acelerador, el sol desapareció pronto tras las montañas y, a mitad del trayecto, se hizo de noche. Los jóvenes, que no habían dejado de parlotear y reír, desde que salieron de Salamanca, callaron momentáneamente. Caléndula aprovechó para hacer una inesperada reflexión.
-¿Qué habrá sido del fantasma? ¿Se habrá quedado en el restaurante, sustituyendo a la armadura?
Todos acogieron la ocurrencia de Caléndula con una sonora carcajada, a excepción de Arthur que miraba a la armadura de soslayo, con silencioso semblante. De pronto, Arthur, se arrancó a cantar el ¡Oh sole mio! con poderosa voz, lo que movió al auditorio a premiárselo con un formidable ¡bravo! Pero pronto enmudecieron al escuchar cómo la voz de Arthur se desdoblaba formando un curioso dúo.
-¿Quién canta contigo, Arthur? -preguntó Noelia.
Arthur y su misterioso acompañante, haciendo oídos sordos, continuaron cantando hasta la entrada misma al pueblo del pantano, momento en que sustituyeron el canto por una carcajada estruendosa.
-¿Véis vosotros lo que yo estoy viendo? -preguntó Caléndula, alucinada, mientras circulaban a través del pueblo-: esa fortaleza de graníticos sillares, con mil ojos de espejo parpadeando a la luz de la luna; aquel pájaro dorado, vigilante, en la alta torre; esos viejos caserones que nos miran curiosos con ojos vacíos; aquellas aguas pardas y muertas como las de un cuadro en la oscuridad; aquellos nichos tan próximos y tan alejados unos de otros; y... ese caserón, varado en la arena como un antiguo galeón desarbolado...
-Calla, muchacha, que nos estás poniendo a todos la carne de gallina, incluso al fantasma de la armadura -exclamó Raúl, sentado detrás de Caléndula y cogiéndola por los hombros.
-¡Señores, hemos llegado a nuestro destino! -dijo Arthur, deteniendo la furgoneta bajo el porche- Guardad absoluto silencio para no despertar al fantasma, ja, ja, ja.

Gerardo y Sergio se encargaron de transportar, en volandas a la armadura, en medio de general alboroto.
Arthur abrió la puerta, encendió las luces, y entraron todos hasta el centro del pasillo, quedando desconcertados ante las siete puertas circulares y aceradas, y más aún al leer las palabras de doradas letras, que recorrían la pared a un metro por encima de las puertas: ¿QUIÉN SINO EL SOL DEL OCTAVO DÍA CONOCE EL ESPLENDOR Y EL OCASO DE LOS SIETE SOLES POR ÉL DEVORADOS?
-¡Huuummm! Y también: "Perded toda esperanza los que traspasáis esta puerta" como, según Dante, se leía en la entrada al infierno -exclamó, enfático, Raúl.
-¿Qué significa esto, Arthur? ¿Qué hay detrás de esas puertas? -preguntó Nuria, curiosa como los demás.
-Eso es un secreto -contestó Arthur, acercándose el índice a los labios-. Ahora vamos a la cocina a preparar un piscolabis.
Dejaron la armadura en el fondo del pasillo y pasaron todos a la cocina. Con máxima diligencia prepararon varios platos con aperitivos y bebidas. Luego los subieron al salón, sin dejar de bromear y hacer gansadas. Las dejaron sobre una mesa acristalada rodeada de sofás y sillones, mientras Arthur encendía la lámpara del rincón, así como la gran pantalla del ordenador, colgada de la pared, en la que seleccionó música e imágenes discotequeras.
Durante una hora bailaron, cantaron, comieron y bebieron. Poco a poco fueron sosegándose y acabaron sentándose en los sofás. Arthur ocupó un sillón, frente a ellos, de espaldas a la pantalla del ordenador.
-¡Qué curioso! -dijo- os habéis sentado emparejados como os revelé en el restaurante: Noelia junto a Gerardo, Raúl a un lado de Nuria, Sergio al otro lado, Caléndula junto a Rubén y... Rosendo en la esquina.
-¡Bah! Tonterías -exclamó Noelia, levantándose y dando un beso a Rosendo-. Tú, Arthur, quieres impresionarnos con tus pretendidas facultades adivinatorias, pero ¿sabes lo que te digo? que, a lo sumo, eres un mago barato de circo.
-¿Eso piensas, listilla? -replicó Arthur- Ya os he confesado que no soy universitario , ni tampoco soy un privilegiado hijo de algún magnate, como vosotros... (-Estás en un error, Arthur, ellos no... -le musitó Arturito, como un zumbido de abeja. -Cállate, cansino, no me interrumpas -le contestó entre dientes) pero he descubierto el secreto de potenciar mis facultades mentales, activándolas en toda su asombrosa capacidad.
-Por qué no nos haces una demostración? Le propuso Sergio.
-Adelante -les retó Arthur-. Preguntadme lo que queráis, sobre cualquier materia.
Sergio se acercó a la mesa alargada y escribió, con el teclado, sobre la pantalla del ordenador, la siguente pregunta: "¿Cuánto mide el diámetro de Saturno?"
Gerardo la leyó con voz clara y entonada, para que la escuchara Arthur.
Arthur contestó con la voz desangelada y monótona de Arturito:
-Ciento veinte mil quinientos treinta y seis kilómetros.
Sergio buscó la solución y todos pudieron comprobar la exactitud de la respuesta dada por Arthur.
-¡Increíble! -gritaron aplaudiendo.
Luego fue Caléndula la que se acercó hasta Sergio y le susurró una pregunta al oído que él se apresuró en teclear:
-¿Qué obra de teatro, y de qué afamado autor, está considerada como la más breve de todas las que hasta ahora se han publicado?
Caléndula la leyó con tono festivo y, en seguida, Arthur, con los ojos semicerrados, contestó:
-Se trata de la obra titulada Respiración, compuesta por Samuel Beckett, que consiste en treinta y cinco segundos de gritos y suspiros humanos.
-Debe de ser bastante pornográfico el tal Samuel -comentó, riendo, Gerardo.
-No sé, no tengo información sobre ello -contestó Arthur con sonsonete aburrido.
Sergio comprobó en la pantalla la respuesta correcta que coincidía exactamente con la dada por Arthur.
-¿Cómo lo haces, tío? -preguntó Raúl, bastante mosqueado- Además ¿por qué hablas como si estuvieras colgado?
-¿Y vosotros sois los estudiantes de informática? ¿No os han enseñado que a nuestro cerebro se le puede sacar mucho más rendimiento que el que generalmente se le saca?
-Sí, pero en tu caso -intervino Sergio- juraría que hay algo de truco.
-¿Truco? Ja, ja, frío, frío -se reía Arthur, burlonamente-. Os voy a proponer un juego. Yo jugaré contra todos vosotros, para daros mayor ventaja.
-¿A qué juego? -preguntó Sergio.
-Al ajedrez -contestó Arthur, levantándose y acercándose a la mesa alargada. Cogió la silla del lateral izquierdo de la mesa y la añadió a las otras siete del lado alargado. En seguida se acercaron todos a la mesa, parodiando los gestos y movimientos de Arthur-. ¿Te gusta el ajedrez, Sergio?
-Sí, mucho -contestó Sergio.
-Perfecto. Tú representarás al Rey de tu equipo. Siéntate en la cuarta silla -díjole, mientras le ponía delante el teclado, que había cogido del lado izquierdo de la mesa-. Con este tablero y su ratón irás moviendo las fichas de tu equipo que aparecerán en el tablero virtual de esa gran pantalla, según la jugada que decidáis hacer de común acuerdo. Con una condición: el tiempo para mover la ficha no puede exceder de dos minutos, que la pantalla irá marcando.
-Me pido ser la reina -dijo Noelia, sentándose en la quinta silla, junto a Sergio.
-Yo, el alfil derecho, juntito a mi reina, para defenderla de los afilados dardos de Arthur -reclamó Gerardo para sí.
-Pues yo seré el otro alfil. Dispuesta a jugarme el pellejo por mi rey -dijo Nuria, clavando su mirada de águila sobre la de Arthur y amenazándole con su dedo afilado.
-Y aquí llega el hipógrifo violento que muy pronto se subirá en la chepa de Arthur y en la de toda su parentela, ¡heiiinn! -amenazó Raúl, relinchando a su manera.
-¡Qué miedo me estáis dando, caramba! -exclamó Arthur- Y el otro ¿no será el caballo de Atila?
-El otro seré yo -dijo Caléndula-, una amazona veloz y temible como un huracán.
-Ya ves, Rosendo -dijo Rubén, palmoteándole la espalda- a nosotros nos ha tocado vigilar desde las torres. Yo me cojo la del lado de Caléndula.
-Pues, nada, yo controlaré el otro lado. Y ya puede prepararse el rey Arturo y sus caballeros de la tabla cuadrada.
-¡Así se habla, Rosendo! -le felicitó Raúl.
-Bien. Cada uno a su asiento -dijo Arthur, cogiendo la silla y el teclado del otro lado de la mesa y colocándolos en el lateral opuesto, frente a Sergio-. Y, ahora, escuchad -dijo, sentándose él también-: Para que el juego sea más excitante os propongo apostar alguna cosa de valor. Ya he visto que todos tenéis un teléfono móvil. Si ganáis vosotros, esta casa y cuanto hay en ella será vuestra. Si perdéis, vuestros móviles serán para mí. ¿Os parece bien?
-¿Estás mal de la cabeza, tío? -preguntó Noelia - ¿No te das cuennta de que vas a perder la casa?
-No importa, tengo otras... Ja, ja, ja -contestó Arthur.
-¿Y por qué ese capricho de hacerte con nuestros móviles? -inquirió Rubén.
-Acabas de decirlo chaval. Es un capricho... Quiero tener un recuerdo vuestro.
-¡Chicos -exclamó Gerardo- allá Arthur con sus caprichos! Saquemos nuestros móviles.
-Así me gusta -dijo Arthur-. Poned los móviles sobre la mesa. El que, en alguna jugada, pierda la ficha a la que representa, tendrá que entregarme su móvil en el acto. Si yo pierdo, mañana mismo formalizaremos, ante el notario, el cambio de propietario de la casa.
-De acuerdo, Arthur -dijo Sergio, sacando el móvil, al igual que los demás-. Cuando quieras empezamos.
Arthur movió su silla y se sentó de lado, con la mano derecha apoyada en la mesa, de forma que con ella podía mover el ratón, pulsar el teclado y mirar la pantalla.
En ella apareció un gran tablero de ajedrez con las figuras artísticamente labradas.
-Empecemos ya -anunció Arthur, pulsando el teclado-. Vuestras fichas son las de ébano. Las mías las de marfil. Os cedo el saque.

Comenzó Sergio adelantando una casilla a los dos peones centrales, tras consultarlo con su equipo. Arthur hizo otro tanto con los dos peones de las esquinas, despuès de mirar a la pantalla y seguir el movimiento del imperceptible rayo rojo, escapado de su pupila. Maniobra de la que, al parecer, nadie se percató.
Sergio y su equipo hicieron avanzar varios de sus peones y movieron otras figuras de acuerdo con una estrategia defensiva.
Arthur lanzó sus caballos al campo enemigo, sorprendiendo de espaldas al alfil de Nuria y, de soslayo, a la torre de Rosendo, que fueron los primeros en entregar su móvil a Arthur.
Sergio sudaba, agobiado con las distintas sugerencias y pareceres de los demás y tratando de prever los inesperados saltos de las fichas de Arthur quien, sin la menor vacilación, las movía, desde la reina al último peón, provocando en sus filas una continuada escabechina. En pocos minutos les ganó las torres, los alfiles y los caballos (así como los correspondientes móviles).
Cuando ya sólo le quedaban el rey, la reina y un peón, Noelia se percató del sutil y extraño rayo rojo y preguntó a Arthur:
-Dinos ¿Qué es esa hebra de luz roja que sale de tus ojos hasta el tablero de ajedrez?
-Es verdad. Le ha ido guiando durante toda la partida -asintieron todos.
-Tranquilos, que en seguida os lo explico -dijo Arthur, aguantando la risa y dando jaque mate al rey, tras ganarle la reina y el peón-. Pero, primero, queridos míos, dadme esos móviles.
Noelia y Sergio, cariacontecidos, entregaron sus móviles.
-Reconocemos, Arthur, tu habilidad -dijo Sergio-, pero sospechamos que nos ocultas algo. Nos debes una explicación.
-¿Cómo no? Ja, ja, ja -contestó Arthur, jactancioso, mientras colocaba ante sí, en abanico, los ocho móviles de los jóvenes.
Y, ante el asombro de éstos, quietos como estatuas, Arthur paseó el rayo rojo sobre los móviles, deteniéndolo un momento sobre cada uno de ellos. Simultáneamente, en la pantalla del ordenador fueron apareciendo los números de ocho teléfonos.
-¿Reconocéis esos números? ¿Verdad que son los teléfonos de vuestros papaítos?
-Sí ¿y qué? -contestó Sergio por todos.
Arthur, haciéndose el sordo, tecleó el siguiente texto que, de inmediato, apareció en la pantalla: "TENGO SECUESTRADO A SU HIJO (O HIJA). SI QUIEREN VOLVERLO A VER CON VIDA, DEBERÁN INGRESAR SESENTA MIL EUROS EN LA CUENTA Nº 48765286114502666, EN UN PLAZO DE DOCE HORAS. DE NO HACERLO EN ESE PLAZO, O PRETENDEN CREAR PROBLEMAS, JAMÁS LO VOLVERÁN A VER".
-¿Qué os parece? -preguntó, cínicamente, Arthur- ¿Os gusta el texto? Pues ahora mismo voy a llamar a vuestros padres para leérselo. No os preocupéis. Lo que les pido no es más que calderilla para ellos. En seguida, seréis libres como el viento. Ja, ja, ja.
Los ocho amigos se pusieron de pie, dispuestos a saltar sobre él. Mas, en ese instante, Arthur pulsó una tecla. El suelo se abrió bajo los pies de los jóvenes, a excepción de los de Sergio, cuya pesada silla avanzó contra la mesa, dejándolo aprisionado e incapaz de escapar.
Mientras las aberturas del suelo volvieron a cerrarse, en medio de un estrépito de hierros, tablas y griterío de los jóvenes, Arthur corrió hasta Sergio, con una larga correa enrrollada y cinta adhesiva que cogió de un rincón, lo maniató y le amordazó la boca. Lo sentó de nuevo en la silla y él volvió la suya. Llamó con cada uno de los móviles al correspondiente teléfono indicado en la pantalla y, una vez le confirmaron ser el padre o madre del dueño del móvil, les leyó el mensaje del secuestro, ante el estupor de Sergio que percibía los gritos de protesta, incredulidad, y llanto de los familiares.
-Mire -contestó Arthur a uno de ellos-, no tengo que darle más explicaciones. Si para mañana a estas horas no ha ingresado el rescate que le exijo, ya sabe lo que sucederá. No es ninguna broma.
Después, guardó los móviles en el maletín, se acercó hasta Sergio y le obligó a levantarse de la silla.
-Bueno, querido Sergio -le dijo-. A tí te tengo reservada otra cosa mejor. Vamos a emprender un divertido viaje a un hermoso país. Ja, ja, ja.
Arthur, sujetando a Sergio del brazo, salió de casa y se dirigió al porche, mientras hablaba consigo mismo con un extraño diálogo:
-Te estás equivocando, Arthur. Sus padres no son los que tú crees.
-¡Calla, majadero, no quiero escucharte! Sé muy bien lo que hago.

Llegaron a la furgoneta. Arthur abrió la puerta del copiloto, empujó a Sergio y lo sujetó al asiento.Después él se sentó ante el volante, arrancó, pisó a fondo el acelerador y salió en estampida del pueblo fantasma, siguiendo el plan que se había trazado.""

-¡Sorprendente y tremenda la historia ocurrida ayer y que hoy acaban de contemplar nuestros ojos, gracias a la janua témporis! -exclamó Don Quijote.
-Sorprendente, tremenda y también muy interesante -añadió Samuel-. La conferencia del doctor Flowers me ha inquietado, incitándome a reflexionar sobre ciertas cuestiones.
-Efectivamente -aprobé yo-, pero ahora lo que urge es auxiliar a esos chicos que tan terrible experiencia están padeciendo.
-¡Pues, si no me equivoco, ya hemos llegado al pueblo fantasma! -exclamó Samuel, viendo a la bolavoláptera patinar sobre la espejeante superficie del pantano y, en seguida, rodar por la dorada orilla hasta el porche del caserón.
Salimos fuera de la nave, admirando el sobrecogedor aspecto de aquel pueblo y paraje. Dimos varias vueltas al caserón y nos detuvimos debajo de las siete claraboyas, con los oídos bien abiertos, pero no llegamos a escuchar ruido alguno.
-¿Estáis ahí, chicos? -gritó Don Quijote, tras inflar al máximo sus pulmones.
Con alegría desbordante, sentimos voces confusas y apagadas, así como ligeros golpes en las paredes, lo que nos hizo pensar que los jóvenes se hallaban encerrados en cubículos de gruesas paredes y que las claraboyas deberían de estar recubiertas de planchas de hierro agujereadas. A continuación, Don Quijote y yo nos agarramos a la capa de Samuel quien, dando una corveta en el aire, tomó impulso y voló con nosotros hasta la entreabierta ventana, por la que la lechuza había logrado entrar, según nos había contado Toby. Samuel empujó el cristal y entramos dentro del salón, sin ningún problema. En seguida nos dimos cuenta de que allí se acababa de celebrar una fiesta, ante el desorden de vasos, botellas y platos, con restos de bebidas y aperitivos.
Guiados por el alboroto de los camarote, gradualmente más acusado conforme bajábamos por la escalera, llegamos hasta el pasillo, quedando perplejos viendo la cegadora armadura al final del mismo y las aceradas puertas circulares en la pared de la derecha, refulgentes por el sol que penetraba por la ventana del fondo. En ellas no se apreciaba sistema alguno de cierre, a no ser un pequeño recuadro de sensores, impreso en el centro de cada puerta, con los dígitos del 0 al 9. Sobre las puertas destacaba la dorada y enigmática frase de cuya existencia la janua témporis ya nos había alertado: ¿QUIÉN SINO EL SOL DEL OCTAVO DIA CONOCE EL ESPLENDOR Y EL OCASO DE LOS SIETE SOLES POR ÉL DEVORADOS?
-¡Nooo! -gritó don Quijote, con manifiesta expresión de impotencia- ¿Y cómo vamos a abrir las puertas, si no tenemos llave, ni tampoco mi lanza, a la que nada ni nadie se resiste?
-Un momento -dijo Samuel, mientras releía pensativo la sentenciosa frase- ¿No os parece que esa inscripción nos está dando la clave de la apertura de las puertas?
-Sí. Parece que la llave la tiene ese sol del octavo día -aventuré yo.
-¿Pero qué diantre es el sol del octavo día? !No hay más sol que el sol del cielo, que cada día alumbra y calienta a buenos y malos! -exclamó Don Quijote.
-¿Qué os parece -propuse yo- si descansamos un momento y cada unos reflexiona sobre el sentido de ese enigma?"

Y eso hicimos durante un buen rato, que yo aproveché para mandaros este mensaje. Los futuros acontecimientos espero y deseo contároslos tan pronto como me resulte factible.
Que seáis muy felices. Tinterico.


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El amanecer del octavo día - (Cap. I)

jueves, 6 de noviembre de 2008

Hola, amigos, soy Tinterico.
Por fin hemos vuelto a reunirnos con Toby, en esta soleada mañana de primeros de octubre, en la casa serrana y berroqueña de la familia de Clara.
Son muchas las vueltas que ha dado nuestro cansado planeta desde aquel día de mayo de 2007, en que Caraculiambro nos secuestró, yendo a parar, poco después, a manos de las brujas Chinda, Minga y su comparsa diablesca.
Debido a los descalabros meteorológicos de final de verano, el mensaje de Toby, con la triste noticia de su percance, lo recibimos ayer. De inmediato, hemos suspendido toda otra empresa y nos hemos lanzado en su busca, guiados por la prodigiosa janua témporis de Don Quijote.
En esta ocasión hemos viajado en la bolavoláptera hinchable, transparente, confortable y ligera como pompa de jabón, que nos regalaron en U.S.A.
Despegamos de la playa de madrugada. El viento de levante, calentito y huracanado, imprimió a nuestra esférica nave un movimiento rotativo y ascendente, tan frenético que, en un suspiro de novicia, nos situamos a quinientos metros sobre la vertical de Ronda.
En seguida caímos en picado sobre su famoso tajo, produciéndose un rebote de tal magnitud que nos llevó hasta la Peña de Martos. Una deliciosa fragancia olivarera penetró por las escotillas de la bolavoláptera, despertando nuestros fluidos gástricos e inspirando a Samuel el siguiente comentario:
-Peña altiva ésta, desde la que fueron despeñados los Hermanos Carvajales por injusta sentencia del rey Fernando IV el Emplazado.
-Así es -corroboré yo-. Peña altiva, como los altivos aceeituneros andaluces que pueblan estas quebradas tierras, según cantó Miguel Hernández.
-En este pueblo, además, nació el autor de La lozana andaluza -añadió Samuel-. Obra tan aclamada en mis juveniles años, como perseguida por la Inquisición.
-Parajes con mucha historia, en los que numerosas civilizaciones se han apacentado a cambio de su cultura -dije, ecudriñando el terreno desde arriba-. No es extraño que en ellos haya surgido un pueblo despierto, imaginativo, pero también estoico y bastante escéptico.
-Y no poco nostálgico -completó Samuel-. ¿No percibís en el aire un doloroso "quejío"?
-No en vano -dije con cierto orgullo- este pueblo es cuna del autor del pasodoble Suspiros de España, el maestro Antonio Álvarez Alonso.
-Por algo -aclaró Don Quijote- elegí a Sierra Morena para hacer penitencia, porque Jaén invita al recogimiento y a la reflexión. ¿No es así, Tinterico, tú que tienes raíces andaluzas?
-Exacto -aprobé-, pero que nadie se confunda. El andalucismo jiennense es auténtico y profundo, que no consiste, precisamente, en ser o parecer gracioso, sino en una particular filosofía de la vida.


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La bolavoláptera desvió su trayectoria hacia Córdoba, yendo a chocar contra la mezquita y perturbando el sueño centenario de los califas. Después alzó el vuelo y penetró en las bravas y afables tierras extremeñas. Allí dio dos rebotes mayúsculos que encendieron el entusiasmo patriótico de Samuel:
-Mirad, allá abajo está mi pueblo, verde y azafranado, insignificante quizás, pero que resplandece como un precioso lucero en el corazón de muchos, incluso en lejanos países.
-Sin duda -apunté-. Hay sefardíes que aún conservan, además de la lengua, la llave de la casa que sus antepasados tuvieron en España.

A continuación, nuestra nave voló hasta la región vecina, yendo a caer en la huerta de un pueblo serrano, al otro lado de su granítica muralla. La bolavoláptera impactó contra una calabaza, saltó despedida hacia la casa de enfrente y penetró por el balcón, abierto de par en par, ante los sorprendidos ojos de Toby.
Fue una escena conmovedora. Salimos de la bolavoláptera como tres astronautas de Una odisea en el espacio, aunque nuestros trajes espaciales, a diferencia de los de aquéllos, cambiaban de color automáticamente, según lo exigiera el momento. Ahora Don Quijote lo llevaba naranja, Samuel limón y yo fresa.
¡Qué besos y abrazos dimos a Toby! Nuestros ojos eran surtidores de hirvientes lágrimas que empaparon a Toby de cabo a rabo. "Pobrecito, cuánto ha cambiado su anatomía" -pensamos todos. Pero también apreciamos que ahora está más maduro y dispuesto a superar la minusvalía inferida por la odiosa bestia.
Como Lucas y Clara habían salido a visitar a unos amigos, estuvimos en casa a nuestras anchas, celebrando el reencuentro. Comimos opíparamente de la despensa de Clara y charlamos por codos y codillos durante varias horas. Y muchas más nos habría gustado estar con Toby, si no es por la angustiosa situación en que varios jóvenes se encuentran no muy lejos de aquí, según le contó una lechuza que anoche le visitó.

-Así fue mi encuentro con la lechuza -comenzó Toby, visiblemente emocionado-. Anoche, a eso de las doce, estaba yo recostado en el balcón, con la cabeza asomada entre los barrotes de la barandilla, contemplando los plateados perfiles que la luna llena pintaba a los frondosos pinos de esa montaña de enfrente, mientras yo desgranaba el rosario de mis sombríos pensamientos.
Aunque no lo parezca, desde que sufrí la agresión, la tristeza envuelve mi ánimo como una viscosa niebla. Por más que me esfuerzo, no llego a comprender la actitud depravada del que inflige un mal a alguien, ya sea animal o persona, para disfrutar con su dolor. ¿De qué detestable materia habrán sido tejidas sus entrañas?
Repentinamente, el aleteo de un pájaro enorme, que eclipsó la luna un instante, me distrajo de mis reflexiones. Era una hermosa lechuza, de cara acorazonada muy blanca, brillante plumaje dorado y penetrante mirada.
-Hola -me dijo, posándose en la barandilla- te noto alicaído y melancólico. ¿Qué te ocurre?
Le conté lo feliz que yo era antes de que el malvado can me dejara inválido.
-Ah, si me hubieras visto cómo corría y brincaba cuando salíamos de paseo por el campo -le dije-. En casa no paraba quieto un momento. No me creerás, pero incluso he llegado a volar en varias ocasiones. Ahora, en cambio, he perdido la ilusión por todo.
-¿Cómo te llamas? -me preguntó, saltando de la barandilla y colocándose junto a mí.
-Toby -le dije.
-Bonito nombre. Yo me llamo Alcuza.
-Tampoco está mal -le contesté-. ¿En dónde vives?
-A unos treinta kilómetros, en un pueblo deshabitado, junto a un pantano.
-¿Y cómo estás por aquí a estas horas? -le pregunté curioso.
-Te contaré -me dijo, rozando mi cabeza con su ala, en un gesto cariñoso-. También yo tengo motivos para quejarme. Yo vivía feliz con Pinchote, mi pareja -un lechuzo fuerte y guapetón- y con nuestro pequeño hijo Pinchito, a quien adorábamos y cuidábamos con mucho mimo, como el mayor de los tesoros. Habitábamos en la torre. En ella permanecíamos durante el día, sin que nadie nos molestara. Por las noches salíamos en busca de alimento y, también, a jugar con nuestro hijo por los alrededores.
Hace cinco días, ya anochecido, bajamos con Pinchito a dar el paseo acostumbrado. Por aquellos parajes no suele acercarse nadie, por lo que decidimos dedicar un rato a enseñar a Pinchito el arte de volar. Junto al pueblo pasa una antigua carretera, encajonada entre dos lomas bajas y alargadas. Caminábamos por ellas, cuesta arriba, sin la menor preocupación. Yo con Pinchito por la de la izquierda, y Pinchote por la de la derecha. A unos cien metros de donde nos hallábamos, la carretera tuerce a la izquierda y queda oculta tras un cerro. Como es una carretera sin tránsito, dejamos que Pinchito se lanzara repetidamente, de un lado al otro. Gozosos aplaudíamos la destreza y soltura con que saltaba y volaba, cuando, de pronto y en el momento en que Pinchito saltaba por novena vez, los faros deslumbradores de un coche aparecieron en la cima de la cuesta. Era una enorme furgoneta negra que bajaba disparada como un rayo. Pinchito se asustó y se desplomó junto al arcén del otro lado de la calzada. La furgoneta frenó bruscamente, a dos metros de Pinchito. Pinchote se lanzó a socorrerlo, pero ambos se quedaron paralizados, deslumbrados por las potentes luces del coche. Rápidamente salté también yo a ayudarles, pero, inesperadamente, el coche arremetió contra ellos, aplastándolos, mientras unas carcajadas huecas y metálicas, resonaron, desdoblándose al chocar contra el alto muro que rodea al pueblo. Después, el desalmado aceleró, emprendiendo una atronadora carrera hasta alcanzar el arco de la entrada al pueblo.
Deshecha en llanto y dolor, recogí los queridos despojos y volé con ellos hasta una colina poblada de encinas. Escarbé con las uñas un hueco en la tierra y en él los enterré. Después volé con mi pena hata la torre solitaria. Apoyada contra la fría jamba de una de las ventanas más altas, lloré mi desgracia, mientras oteaba las sombras de aquel pueblo fantasma que, hace años, estuvo sepultado bajo las aguas del pantano. Distraídamente recorrí sus callejas, sus casas y corralones, la plaza con la fuente y el abrevadero, y al final el caserón grisáceo, cerca del pequeño cementerio, del que destacan las cuatro filas de nichos, adosados al muro, a pocos metros de las aguas calmas y oscuras en las que se reflejan sus lápidas.
¡El caserón! El edificio mejor conservado y el más inquietante. Mientras lo observaba, algo atrapó mi atención: una tenue luz en una de sus ventanas.
A pesar de mi deprimido ánimo, decidí averiguar quién y que hacía en aquella casa. Sigilosamente me acerqué al cementerio y me introduje en el hueco de uno de los nichos de la fila superior, carente de lápida. Desde allí pude captar algún detalle de la casa. Escuché el zumbido de un motor, quizás un generador de electricidad. Bajo el porche distinguí la negra furgoneta que asesinó a mi familia. Un hombre alto y musculoso, ataviado con una camiseta y un pantalón, negros, sacaba del portaequipajes varias cajas y utensilios que fue trasladando al interior de la casa. Yo percibía, incluso, el silbo de su respiración, semejante al paso del viento a través de una estrecha rendija. Luego cerró la furgoneta y entró en la casa, en donde continuó trajinando.
Tal era mi curiosidad que levanté el vuelo y di varias vueltas alrededor de la casa, llegando a descubrir algo de su interior desde las ventanas. En la planta de arriba me llamó la atención el suelo del salón, pavimentado con grandes baldosas negras y blancas, alternando como en un tablero de ajedrez. En el muro opuesto al del porche hay dos ventanas, con vistas al pantano. Colgada de la pared, entre ambas ventanas, vi una gran pantalla de ordenador y, debajo de ella, una mesa alargada, con siete sillas en el lateral alargado que queda frente a la pantalla, y una silla en cada lado estrecho. Bordeando el salón, vi también un armario, así como varios sillones y sofás. En la pared de la izquierda hay dos puertas, y en la del fondo una ventana desde la que se divisa el cementerio. En la planta baja sólo pude descubrir que la ventana que hay a la izquierda de la entrada, corresponde a la cocina, y que en el muro que da al pantano se abren siete claraboyas circulares, a tres metros del suelo.

Aunque mi desgracia nadie ni nada podía ya remediarla, me pareció que mi dolor se mitigaba con las pesquisas que acababa de iniciar. Regresé a mi guarida, más entera y firme en mi propósito de espiar a aquel infame.
-¿Y ese monstruo permaneció mucho tiempo en el caserón? -le pregunté curioso.
-Verás -continuó la lechuza-. Estuvo trajinando durante los tres días siguientes. Hasta mi refugio llegaba el ruido que armaba de taladradoras, martillazos, etc. De vez en cuando salía de la casa con bolsas, quizás de escombro o restos de materiales, que introducia en la furgoneta. Por la mañana temprano lo veía correr en bañador desde casa al pantano, en donde nadaba durante media hora.
La noche del tercer día, hacia las dos, salió de la casa con una bolsa abultada y la llevó a la furgoneta. Sin pensarlo, volé rápido al tejado del porche y observé cómo la introducía en ella por la puerta trasera. Dejó ésta abierta y volvió a la casa. Yo aproveché para meterme dentro de la furgoneta, acurrucándome detrás de la bolsa. Muy pronto el desalmado cerró con llave la puerta de la casa y llegó con dos grandes bolsos de viaje en una mano y una mochila en la otra, vacíos, sin duda. Los metió en la furgoneta, cerró las puertas traseras y fue a sentarse al volante. Arrancó y escapó del cobertizo como un corcel desbocado, plantándose, en un instante,en la autovía. Con sumo tiento me coloqué sobre uno de los asientos traseros, de forma que yo podía observar los gestos y movimientos del desalmado, mientras que para él yo me mantenía invisible.
"¿A dónde se dirigirá?" -pensé-. Un asomo de temor agitó mis plumas, pero, en seguida, lo sacudí, recordando a Pinchito y a su padre. ¿Qué me importaba ya mi suerte? Lo que ahora me obsesionaba era descubrir los oscuros móviles de su perversa acción.
Inesperadamente, una voz áspera y autoritaria truncó mis recién nacidas lucubraciones:
-Arturito, ¿dónde te parece que podríamos abastecernos de dinero y provisiones?
Tras una pausa prolongada veo que Arthur se contesta a sí mismo -o así me lo pareció- con una voz desangelada y monótona.
-A doce kilómetros de aquí, en la salida del km. 74.
-Estupendo, chaval. ¿Qué haría yo sin tí? Ya sabes que pronto tendremos invitados en casa y debemos dejar al doctor en buen lugar. Hay que tener contentos a todos, ja, ja, ja -se rió con el mismo tono odioso que empleó cuando atropelló a mi familia.
-Je, je, je -le correspondió, sumiso, Arturito, y luego le advirtió-: Llegando al pueblo, Arthur, no olvides tirar las bolsas de desechos en el contenedor; ni tampoco olvides sacar fuera la mochila y los bolsos vacíos.
-No seas pelma, Arturito. Está bien que me lo recuerdes, pero cada cosa en su momento.
Y, tras una breve pausa, continuó el desalmado:
-¿Qué te parece el doctor Flowers?
-Un dios omnipotente -contestó sumiso.
-Tampoco te pases. Más bien es un taimado acaparador de méritos ajenos. Sin nosotros no conseguiría ninguno de sus ambiciosos proyectos. ¿No crees que deberíamos independizarnos? O mejor aún...
-Según la información de que dispongo, actualmente no sería aconsejable.
-Vale, vale, esperaremos. Pero no vamos a consentir que disponga de nosostros como de una asistenta maricona.
De pronto, un rayo ultravioleta brotó de la coronilla del desalmado y giró en torno a ella como el de un radar, barriendo con su luz fluorescente el interior de la furgoneta. Afortunadamente, yo me había camuflado tras el respaldo de un asiento.
Al cabo de breves minutos se extinguió el rayo, siendo susstiuido por la luz amarillenta de las farolas que entraba del exterior, que me anunció haber llegado ya al pueblo.
-Cuanto precisas lo encontrarás en la próxima calle, a la derecha, Arthur.
-De acuerdo, pitagorín -exclamó el desalmado, dando un volantazo y enfilando una estrecha calle, apenas iluminada.
-Ahí está el...
-No me digas nada. Ya lo veo -interrumpió el desalmado, frenando bruscamente delante de un contenedor.
Salió a tirar las bolsas de los desechos y yo aproveché para volar al alero de una de las casas. Luego sacó la mochila, cerró la furgoneta y se encaminó calle arriba, deteniéndose ante la puerta de un banco. Yo me posé sobre el balcón de la casa de enfrente para no perder detalle de sus maniobras.
El desalmado entró en la cabina del cajero y dirigió, desde uno de sus ojos, un rayo rojo al lector de tarjetas, paseándolo de un extremo a otro de la ranura. Abrió la mochila, colocándola delante de la ranura expedidora de dinero. Increíblemente, un fantástico chorro de billetes se precipitó dentro de la mochila, hasta quedar vacío el cajero.
Ufano con su botín, el desalmado volvió a la furgoneta y continuó avanzando por la calle hasta la plaza. Yo seguí observándolo desde las alturas, amparado en la oscuridad. Entró en la plaza y se detuvo un momento ante un supermercado, pero siguió circulando por la calle contigua. Rodeó el edificio del comercio y fue a colocar la furgoneta ante la puerta trasera del súper.
El desalmado sacó los dos bolsos de viaje. Se acercó a la puerta y proyectó el rayo rojo sobre la cerradura. La puerta se abrió como si escuchara el abracadabra. Se dirigió a la sección de alimentación y, a ritmo acelerado, llenó los bolsos de sabrosas viandas y bebidas. Después regresó a la furgoneta y dejó en el suelo los bolsos, mientras abría las puertas traseras.
Yo, que ya tenía prevista la maniobra, me había situado sobre el parachoques delantero. Cuando el desalmado se agachó a recoger uno de los bolsos, picoteé con fuerza en la chapa, produciendo un estrepitoso ruido. Mientras el desalmado acudía a inspeccionar la causa con el rayo ultravioleta, me apresuré por el otro lado y me colé en la furgoneta, escondiéndome debajo de un asiento.
El desalmado, no viendo nada anormal, fue a terminar la operación de carga. Luego sacó del bolso una botella de whisky, se sentó ante el volante y destapó la botella, mientras decía:
-Esto hay que celebrarlo con un buen trago. ¿No te parece, Arturito?
-Sí, Arthur, esta bebida es adecuada para celebrar una actuación exitosa como la que acabas de protagonizar.
Y, tras dar a la botella un buen tiento, la tapó y la colocó en la mochila. Arrancó y entonó, a pleno pulmón, la canción Granada, tierra soñada por mí.
La furgoneta tronó, relampagueó y salió zumbando, rumbo a la casa del pantano. Recorridos varios kilómetros, dejó de cantar y permaneció silencioso hasta llegar al pueblo.
Una vez que traspasó el arco de la entrada al pueblo, el desalmado redujo la marcha al máximo y fue recorriendo las callejas, mientras observaba con detenimiento todos sus rincones.
Llegó hasta el caserón y aparcó bajo el porche. Salió de la furgoneta con la mochila del dinero y fue a abrir las puertas traseras. Yo, mientras, aproveché para escapar volando por la puerta delantera. Mi curiosidad era tal que me sentía impaciente por entrar en el caserón a cualquier precio. Volé alrededor del edificio y descubrí que una de las ventanas del salón estaba entreabierta. Me aplasté cuanto pude y logré entrar. Cruzé el salón, a oscuras, sin problema, hasta el arranque de la escalera. Bajé por ellas dando saltitos y entré en el pasillo central, donde vi puertas a uno y otro lado. A la izquierda, en primer término, la de la cocina y la despensa; a continuación el comedor y, al final, un cuarto con un generador eléctrico, a juzgar por el bronco zumbido que de él se escapa. En la pared de la derecha hay siete puertas de acero, circulares, de algo menos de un metro de diámetro, provistas de un cierre magnético.
Entonces comprendí que las siete claraboyas del exterior, correspondían a los camarotes de estas puertas. Sentí al desalmado que se disponía a entrar en casa y corrí a esconderme en la cocina. Me encaramé sobre uno de los armarios, quedando oculto detrás de un cacharro de cerámica. Llegó el desalmado con los bolsos y fue sacando de ellos cuanto había acaparado en el súper. Con destreza y rapidez preparó siete lotes de viandas, bebidas y utensilios. El resto de las provisiones las guardó en el frigorífico y la despensa. Después salió al pasillo, dirigió el rayo rojo sobre los sensores de las puertas circulares y se abrieron como empujadas por un resorte. Introdujo en los camarotes los respectivos lotes de provisiones, mas no pude satisfacer mi curiosidad de ver el interior de aquéllos, por impedírmelo las puertas entreabiertas. ¿Para qué colocaría las provisiones en los siete camarotes?
Cerró las puertas, y volvió a la cocina, donde cogió un vaso con hielo y una botella de whisky. Luego apagó la luz y subió al salón. Yo le seguí, amparado en la oscuridad, y fui a esconderme debajo de una silla.
El desalmado encendió la débil lámpara del rincón, llenó el vaso y se sentó en el sofá. En seguida alzó el vaso y lo contempló al trasluz durante unos segundos, mientras se reía con evidente fruición. Tomó un buen trago y rompió el silencio, diciendo:
-A nuestra salud, Arturito. Ya tenemos preparado cuanto necesitamos para nuestro plan. Supongo que aprobarás mis actuaciones...
-Sí. He constatado que has empleado medios encaminados a un objetivo, pero desconozco de qué objetivo se trata.
-Ay, Arturito. Posees mucha sabiduría, pero eres un zoquete. Lo que pretendo es hacernos ricos al margen del doctor Flowers.
-No lo entiendo, Arthur.
-Deberías entenderlo, pues según el doctor Flowers, posees información de todo.
-Negativo. Yo poseo información de los datos necesarios y relevantes. Los irrelevantes debo grabarlos on line.
-¡Pues vaya genio! Yo que pensaba que éramos como un dios: dos personas distintas y un solo dios, verdadero y sabio sin límite.
- No soy persona. Mi yo es un yo lechuga iceberg.
-Eso es cierto. Estás compuesto de muchas hojas informativas. Si se van arrancando, terminas desapareciendo. Careces de cogollo.
-Lo siento, Arthur.
-Voy a regalarte unas cuantas hojas más, contándote cosas que desconoces, irrelevantes para el resto de la gente, pero decisivas para mí.
Arthur hizo una pausa. Se acercó el vaso a los labios y apuró el contenido. Se sirvió otro whisky y continuó:
-Me marché de casa hace cinco años. Mis padres habían trabajado duramente para que sus tres hijos estudiáramos una carrera. Mis dos hemanos lo lograron, obteniendo una excelente posición social. Yo, en cambio, no quise molestarme estudiando. Preferí trabajar de embalador en una fábrica, sin más complicaciones.
-Correcto. Para el trabajo de embalador no se precisa realizar una carrera.
-Muy agudo, Arturito. Pero lo peor es lo que vino después. Tanto mis padres como mis hermanos empezaron a mostrarse muy comprensivos y compasivos conmigo. En más de una ocasión los sorprendí haciendo comentarios sobre mi incapacidad para llegar a ser algo en la vida. Desde entonces se despertó en mí una profunda aversión hacia mis padres y mis hermanos. Mi carácter se agrió, hasta el punto de que me pasaba muchos días sin abrir la boca; y, si hablaba, era para despotricar contra todos. Llegué a sentir odio hacia ellos, en tal grado que, un día, de hace cinco años, me marché de casa y ya no me han vuelto a ver el pelo.
Me fui a Salamanca. Quizás por el constante martilleo, soportado en casa, animándome al estudio, preferí buscar un trabajo dentro del entorno universitario. Y lo conseguí, ja, ja, ja. Entré de camarero en una cafetería próxima a una facultad y otros centros culturales.
-El trabajo de camarero pertenece al ramo de la hostelería, no al didáctico ni cultural.
-Vale, Arturito, pero estoy tratando de meterte información en esa hucha que tienes por cabeza. Atiende. Una tarde entró en la cafetería una joven pareja de estudiantes. Un chico y una chica. Se sentaron en una mesa cerca de la barra. Me pidieron un café y se pusieron a charlar despreocupadamente. El tema de conversación se refería a una conferencia que acababan de escuchar a un doctor extranjero de habla hispana en un club de amigos de la ciencia. Encomiaban la extraordinaria labor de investigación y ensayo que el doctor, según había declarado, estaba realizando en el campo de la inteligencia artificial. Yo no tenía la menor idea de lo que hablaban, pero, conforme añadían comentarios y detalles, se me hacía más interesante el tema.
El desalmado tomó otro trago de whisky y consultó su reloj.
-Pero, Arturito, ¿qué hacemos aquí, de cháchara, a estas horas? Vámonos a la cama que mañana deberemos madrugar.
Se levantó del sofá, dejó el vaso sobre la mesita de cristal, apagó la lámpara y entró en su habitación.
Yo también me apresuré a salir por la ventana entreabierta y volar hasta la torre.

Aún titilaban las estrellas en el cielo, cuando me despabiló el ruido atronador del coche del desalmado. De inmediato lo vi pasar junto a la torre, bramando como un toro. Salió a la carretera y fue hacia el puente sobre el pantano, en dirección a la autovía.
¿Qué impulsaría a este réprobo a aplastar a mi familia? ¿Y qué podría yo hacer para vengarme? Enfrascado en estos pensamientos pasé el día, recostado en el hueco de la ventana.
Al anochecer, volví a escuchar el fatídico motor de la furgoneta, cada vez más estruendoso. Entró en el pueblo de forma arrolladora, lo cruzó y llegó al caserón. Aparcó bajo el porche y, ante mi sorpresa, vi salir de la furgoneta a ocho personas, tres chicas y cinco chicos, además del desalmado.
Charlando animadamente, fueron pasando al interior de la casa. Las ventanas se iluminaron y, durante dos horas me pareció que el pueblo fantasma había recobrado nueva vida. Tal era el jolgorio que aquella panda había organizado.
Al cabo de ese tiempo, cesó la bulliciosa jarana y dejó de verse luz en las ventanas, a no ser una tenue luminosidad azulada en las del salón, quizás procedente de la pantalla colgada en la pared. Trnscurrieron otras dos horas, aproximadamente, en las que sólo oí un ligero murmullo y frases sueltas ininteligibles. Mas, de pronto, un grito unánime y terrorífico me dejó sin respiración. Luego, siguió un silencio sepulcral.
Pasada media hora, ya me disponía a acercarme al caserón, cuando vi salir al desalmado empujando a uno de los jóvenes, maniatado a la espalda. Lo introdujo en la furgoneta por la puerta opuesta a la del conductor. Durante unos minutos mantuvo la puerta abierta, y pude ver cómo ataba al joven al asiento.
Finalmente, puso en marcha la furgoneta y salió despendolado a la carretera.

¿Qué habría sido del resto de los jóvenes? ¿Qué les ocurrió cuando gritaron tan angustiados? Tenía que averiguarlo. Volé hasta el caserón y no vi luz alguna en las ventanas, pero sí escuché lamentos y palabras confusas a través de las siete claraboyas, cubiertas de tupidas celosías.
Pensé en cómo podría ayudarles. Me sentía impotente y comprendí que ningún auxilio podía prestarles si me quedaba quieto lamentando lo ocurrido. Por lo que, sin pensarlo dos veces, me lancé por los aires en busca de alguien que pudiera socorrerlos.

-Y, ya ves, -me dijo riendo la lechuza- he venido a contártelo a tí, que te encuentras en peor situación que yo para auxiliar a nadie.
-¿Quién sabe? -le contesté- Pronto amanecerá, y el nuevo día puede traer, en su carro de oro, insospechadas soluciones a nuestros problemas.
-Ojalá sea así -me contestó Alcuza- y que esos jóvenes no sufran daño alguno. Pero, por lo que a mi se refiere, no creo que nadie ni nada pueda paliar mi desgracia.
Dicho esto, me acarició de nuevo con sus alas, saltó hasta la barandilla y emprendió el vuelo hacia el pálido disco de la luna.
La vi alejarse con su dolor a cuestas. Fue, entonces, cuando me di cuenta de que mi infeliz situación no era tan desesperada como la de tantos y tantos que sufren desgracias mayores que la mía.

-Muy sabia y compasiva esa lechuza, muy discretas tus palabras y aún más nobles tus sentimientos, querido amigo -dijo Don Quijote-. Ahora mismo vamos a partir hacia ese pueblo encantado, para liberar a tan necesitadas criaturas de los maleficios de cualquier fantasma, vivo o muerto y, a renglón seguido, perseguir y meter en cintura al facineroso que tales desmanes está cometiendo.

-¡Ánimo Toby, la vida es bella! -exclamamos a coro, como tres mosqueteros.
Lo abrazamos, lo besuqueamos y nos metimos en la bolavoláptera. Don Quijote dio orden tajante, a la janua-témporis, de que nos transportara al pueblo fantasma del pantano y, tras un fantástico salto, nuestra etérea nave traspasó el anchuroso valle y fue a pegar contra el pétreo Tranco del Diablo, haciendo saltar chispas en los bajos de nuestra hermosa esfera voladora. Pero, si grande fue la caída, mayor fue el rebote que luego siguió, llevándonos a tales alturas que pudimos contemplar el Monte de Venus como a un tiro de piedra.
Ya os contaré las peripecias y rifirrafes en que nos hemos metido. Os prometo que lo haré en breves días. Seguid bien, amigos. Tinterico.



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Dos sueños y un despertar

miércoles, 3 de septiembre de 2008

-¡Sueña más bajo, Lucas, que no me dejas dormir ni soñar! -le digo a Lucas, en mi lengua perruna y con un hilillo de voz imperceptible.

Desde que Lucas duerme en el suelo del salón, al lado de la colchoneta en la que estoy echado, me entero de todos los pensamientos y sueños que pasan por su cabeza.
Ahora mismo acaba de despertarse. Ha cogido el móvil -que lo suele dejar junto al colchón-, lo ha abierto y ha consultado la hora. Luego me ha enfocado con la lucecilla de la pantalla y ha debido de notar un ligero temblor en mis orejas. Mira hacia el balcón que da al parquecito comunitario y nota un relente fresco en demasía. Se levanta y empuja la hoja acristalada, reduciendo la abertura. Toma un paño, de los muchos que Clara tiene plegados sobre una silla para mi aseo, y me arropa con él. Me hago el dormido, pero no puedo evitar un ligero refunfuño. Lucas vuelve a su colchón, moviendo con gran cuidado sus flacas piernas, sobre las que bailotea el corto pijama veraniego. A mí me entra tal risa que tengo que apretar el morro contra la colchoneta para que aquélla no se me escape. Finalmente se tiende a lo largo del colchón y se cubre con la sábana. Pronto recupera su sibilante ronquido, rítmico y apausado, como un cansino murmurio.


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Quizás porque en esta noche de agosto hay eclipse de luna, las hojas del potho mensajero se iluminan a medias. No obstante, queridos míos, espero que recibáis, sin problema, cuanto en estos momentos hablamos, pensamos o soñamos, gracias al maravilloso broche receptor de Tinterico. Pues, nada, ahí van nuestros sueños.

"El sueño de Toby

Sueño que es 21 de septiembre y que aún es verano en aquella playa sureña. Allá hemos ido toda la familia a pasar unos días con vosotros.
Nos obsequiáis con ricos berberechos en la cabaña de Samuel. Después salimos a la playa y, agarrados a su estrellada capa, volamos por encima del pueblo, de blancura cegadora. Pasamos rozando las copas del brillante pinar. Contemplamos los dorados viñedos, el santuario de plata, el faro inquietante y el mar... El mar azul, anaranjado, blanco, negro, inmenso.
Nos reímos viendo a Don Quijote haciendo el pino, con el agua por el ombligo, luciendo un bañador amarillo con lunares rojos.
Paseamos, después, por la playa. Yo marcho ligero, delante de todos, escuchando disimuladamente a Clara y Xemi cómo me piropean:

-Mira a Toby -dice Clara- con qué garbo camina, meciéndosele las orejitas como dos aguilillas; el morrito negro y brillante cual un azabache; y sus ojos, vivarachos y expresivos, de duende de cuento.
-Sí -contesta Xemi-, yo los he visto llorar, reir, preguntar, responder, aprobar, condenar, protestar, amar, odiar...
-Fíjate -continúa Clara alabándome- cómo camina con paso firme y rítmico, como si tuviera muelles en sus patitas.
-Y el rabito -añade Xemi- enroscado como una interrogación. ¿Contestará alguien, algún día, a sus preguntas?
-Es posible -dice Clara, riendo.

Xemi llega hasta mí y desliza su mano suave desde mi cabeza hasta el final de mi rabito, sin que ni un grano de arena sobresalga en mi recta espalda capitolina.

Sueño que, al cabo de una semana, volvemos a casa y encontranos el pueblo transformado en un lugar limpio, bonito, en el que personas y animales conviven amigablemente.

Sueño que ladro alegre y feliz. Siento necesidad de ladrar a todo bicho viviente, pero sobre todo a las máquinas, especialmente a las que van despendoladas por esas calles. Mis ladridos tienen diversos matices y sentidos. Mi familia los conoce perfectamente. Uno es el ladrido angustiado y desesperado que lanzo cuando presencio una disputa o discusión. No las soporto, sobre todo si los que discuten son de mi familia. Odio las trifulcas y enfrentamientos. Ladro con ladrido firme y amenazante, a los cuatro vientos, contra la injusticia, la fuerza bruta y abusiva, ya provenga de personas o de otros animales; en especial la procedente de los perros grandes y acosadores que se creen con derecho a todo, consentidos por sus amos.
Pero, la mayoría de las veces, ladro con un ladrido amable y amistoso: para dar los buenos días, saludar y demostrar afecto a la buena gente; para agradecer, para pedir ayuda, comida, agua o una golosina. Y, sobre todo, ladro de gozo cuando llega a casa una persona querida.

Sueño con algo que he oído a Edu: que hay sabios científicos haciendo experimentos para insertar neuronas artificiales en el cerebro de los animales que les permitirán hablar, pensar, escribir, resolver problemas, jugar al ajedrez, etc. Aunque, modestia aparte, yo hace mucho tiempo que realizo cosas así. A mi manera, claro.

Y sueño que, a lo mejor, es verdad lo que cuenta ese diablo arrepentido: que también, dentro de nosotros los animalillos, se esconde un ángel. Y que un día volveremos al paraíso. ¿Por qué no?


El sueño de Lucas

Sueño que es la tarde del 21 de julio. Una tarde llena de sol, cálida y calmosa. En el parquecito comunitario los vecinos disfrutan bañándose, tostándose al sol y cotorreando.
En casa estoy yo solo con Toby. A las cinco estamos citados en el centro veterinario para cortarle el pelo. Todos los de casa se han marchado a la ciudad próxima a algún asunto. Tengo la certeza de que ellos piensan ilusionados en lo guapo que van a encontrar a Toby, con su pelito cortado, cuando vuelvan a casa.
Bajo con Toby las escaleras, sujeto con la correa. Salimos a la calle y cierro la puerta del parque. Toby saluda con sus acostumbrados ladridos. Caminamos, felices, cinco metros hasta la esquina de la calle en que se halla el veterinario. De pronto me sorprende un perro enorme, de ancho cuello, poderosa cabeza y boca descomunal, que llega corriendo detrás de nosotros con pésimas intenciones. Rápido tomo en brazos a Toby y trato de espantar al tremendo animal, dando patadas al aire. El acosador no se inmuta. Da vueltas en torno mío, saltando y poniéndome las zarpas encima, empecinado en arrebatarme a Toby.
¡Tántas veces me he visto acosado por grandes perros, y he logrado espantarlos, que también ahora confío librarme pronto de éste! Espero que, en seguida, llegue su dueño pidiendo disculpas y el consabido: "No tema , no hace nada, sólo quiere jugar".
Pero no. Los ojos de este perro no son de un animal. Son ojos vacíos de todo sentimiento. Son ojos de una máquina desalmada.
Toby ladra desesperado, me araña en los brazos, tratando de defenderse y defenderme de aquel mazacote agresivo.
Mas la bestia no ceja en su empeño y persiste en sus vueltas y empujones. Los coches pasan a nuestro lado, pero nadie se detiene a ayudarnos.
Con el forcejeo, pierdo el equilibrio y caigo sobre el asfalto. Inexplicablemente, Toby se suelta de la correa y corre unos metros; pero, como un relámpago, aquella bestia autómata se le echa encima y lo coge por la cinturilla con su espantosa bocaza.
Durante unas décimas de segundo, para mí eternas, siento un terrible dolor, como si el alma se me rompiera en pedazos. Veo a la mastodóntica fiera alejarse, galopando, con mi pequeño Toby en su boca maldita, que me mira con los ojitos llenos de espanto. Noto en mi corazón acumularse el dolor de todos los que tanto queréis a Toby.
Corro desesperado tras aquel depredador asesino, llorando y lamentando nuestra desgracia. La fiera rodea el largo edificio vecino, volviendo hasta el punto de partida, en donde, al parecer, se halla su dueña. Inesperadamente, y quizás por ese motivo, el execrable verdugo deja un momento a Toby sobre la acera. Lo veo correr, sangrando despedazado. Hago un supremo esfuerzo y consigo alcanzarlo y estrecharlo entre mis brazos.
De nuevo vuelve a acosarme la maldita fiera, más pertinaz que en el primer ataque, si cabe. Pero ahora yo estoy ciego de dolor y furia, y respondo a puntapié limpio contra sus morros, consiguiendo liberarme de ella y correr con Toby hasta el centro veterinario.

El despertar

La claridad del alba y un ligero rechinar de plásticos me saca de mi pesadilla. Veo a Toby fuera de su colchoneta que se acerca hacia mí, arrastrando sus patitas traseras como dos trapitos negros colgando marchitos.
Sin llegar a incorporarme del colchón, levanto el brazo y cojo un papel que sobresale del borde de la mesa.
Vuelvo a leerlo una vez más, con voz queda, con una fugaz esperanza de que todo haya sido un sueño:

Informe clínico: (...) Dada la dificultad de estabilizar de nuevo la columna y conseguir cicatrización ósea teniendo en cuenta la fractura conminuta y la infección local, y dada la escasa probabilidad de recuperación al haber perdido la sensibilidad profunda, aun con una nueva intervención quirúrgica, se recomienda hacer eutanasia activa.

Toby me mira preocupado, con ojos llorosos. Entreabre la boca y le oigo susurrar, con voz desgarrada, algo que le entiendo puntualmente:
-Sí, queridos míos, el 21 de julio fue un día realmente aciago para nosotros. El día en que aquella abominable máquina de cuatro patas destrozó mi vidita."

Un beso. Toby.
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Revelaciones del diablo arrepentido - (Cap.IV y último)

lunes, 14 de julio de 2008
Querido Toby:
Muchas y raras leyendas he escuchado y leído en mi vida tinteril, pero ninguna tan increíble como ésta del diablo arrepentido. Tan es así que ni Don Quijote ni yo nos la acabamos de creer, a pesar de intervenir en ella. Juzga por tí mismo, leyendo su final, que ahora te envío. Como te conté en mi anterior mensaje, tras la lectura de las revelaciones de Guimel, salimos a dar un paseo por la playa, impacientes por mostrar nuestra opinión sobre las mismas.

"-No sé, no sé qué pensar -exclamó Don Quijote-. De ser ciertas esas revelaciones, habría que admitir que, durante muchos siglos de nuestra historia, un gran contingente humano ha soportado severas normas, castigos, enfrentamientos y guerras, innecesariamente.
-Dímelo a mí -dijo Samuel- que lo he vivido y padecido durante quinientos años.
-¿Por qué será -intervine yo- que los seres humanos sois tan dados a complicar las cosas más sencillas?
-Yo, en verdad -dijo Don Quijote-, tampoco soy humano, como bien sabéis, sino pálido reflejo del auténtico caballero Don Quijote de la Mancha, pero pienso que lo que al hombre le ocurre es que su alma de ángel siente la necesidad de volar hacia metas sublimes, mientras que su sangre animal, atizada por algún demontre o endriago, le ciega y confunde, transformando su amor en fuego devastador, su palabra en espada y su alegría en pesada mortaja. No es extraño que le guste enredar y complicar lo simple.
-¿Y Guimel? -pregunté a Samuel, que caminaba descalzo, con la mirada prendida del faro- ¿Qué será de él? ¿Seguirá manteniendo su esperanza de ser perdonado?
-¿Os gustaría volver a verlo? -dijo.
-Sí, sí. Sería fantástico -se apresuró don Quijote a contestar.

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Y, acto seguido, en el horizonte marino descubrimos una diminuta lucecilla que, veloz, avanzaba en dirección nuestra, zigzagueando y creciendo conforme se acercaba a la playa.
-¡Es él! -gritó, entusiasmado, Samuel.
-Hola, amigos, -saludó Guimel, saliendo de la barca-. Aquí me tenéis, puntual y diligente como vuestros deseos. Veo que Samuel os tiene al corriente de nuestro secreto.
-Te felicito, prodigioso Guimel, -dijo Don Quijote, estrechándole la mano-. A decir verdad, eres un diablo privilegiado.
-Lo mismo digo -añadí yo-. Samuel nos ha leído tus revelaciones y, ciertamente, nos han conmovido. Y, aunque sea indiscreción, estamos ansiosos por conocer tus propósitos.
-Os considero, realmente, mis amigos. Mejor aún, mis únicos amigos, pues de mí recela todo el mundo: los diablos porque ven en mí un renegado, los ángeles por temor a contaminarse con mi aliento y los humanos porque les doy risa o lástima, a no ser Samuel o Jesús, que me conocen a fondo. Me siento dichoso de que os hayáis enterado de las revelaciones que hice a Samuel, aunque ellas le ocasionaran algún disgustillo que otro.
-No te preocupes, Guimel -dijo Samuel, dándole una palmadita en el hombro-. Nos preguntábamos qué te propondrías hacer ahora. ¿Sigues manteniendo la esperanza de recuperar tu condición angélica?
-No, Samuel, no aspiro a tanto. Me conformaría con saber que Dios ha perdonado aquella mi estúpida oposición a su voluntad soberana.
-¿Y qué piensas hacer para implorar su perdón? -volvió a preguntarle.
-Desearía volver a la cueva del acantilado, en donde encontré a Jesús extenuado y le di de beber de mi odre. Ahora sería yo quien le pediría el agua de su perdón que mitigue mi sed.
-¿Crees que volverías a encontrar a Jesús en aquella cueva? ¿No te parece pretencioso?
-El sentimiento de la nostalgia es muy humano, y Jesús lo es. Quizás le haga ilusión darse una vuelta por su tierra -contestó Guimel.
-El problema -apunté- está en en que, actualmente, aquélla es una zona muy conflictiva y podrías recibir un pepinazo, de un lado o de otro. Allí van armadas hasta las mismas cabras.
-¿Quién dijo miedo? -exclamó Don Quijote- Acompañaremos y escoltaremos a Guimel y, no digamos, a Jesús de Galilea. No permitiremos que ocasionen el menor rasguño a ninguno de ellos.
-Un momento -volvió a intervenir Samuel-. No nos precipitemos. Guimel, a pesar de sus años y su experiencia como ángel y como diablo, carece de astucia humana. Reconócelo Guimel.
-¿Tú crees?
-Sí, Guimel. Los diablos lleváis mucho tiempo entre los humanos, pero no acabáis de entendernos. La gente, en general, puede hablar pestes de sus propias instituciones, pero que no venga nadie de fuera a censurarlas, pues se puede armar la de san Quintín.
-¿Y a qué viene eso? -preguntó Guimel.
-Viene a que cualquier católico, aunque no sea practicante, te daría el mismo consejo que yo voy a darte: a Jesús es difícil que lo encuentres en la cueva, pues, según dijo él mismo, su segunda venida será al final de los tiempos. Pero, si lo que pretendes es que Dios te perdone tu desliz juvenil, en Roma está el Papa, su representante en la Tierra. Afortunadamente, ya no estamos en los tiempos de la Inquisición. Tú le llevas el relicario con las hojas manuscritas de las revelaciones, le cuentas tu situación y tu sincero arrepentimiento, así como el motivo de acudir a él, y seguro que sales del Vaticano transformado en ángel.
-¡Chico! Quizás tengas razón. ¿Cuándo emprendemos el viaje?
-Ahora mismo -contestó Don Quijote.
-Creo que deberíamos descansar unas horas en la cabaña y salir de madrugada con la fresca -propuso Samuel.
-En mi opinión -dije yo- no creo que descansemos mucho en la cabaña. Emprendamos ya el viaje, pero vayamos con calma y no despendolados por esos mares procelosos, expuestos a que la guardia civil o los carabinieri retiren el carné a Guimel.
-Además -añadió Don Quijote-, con mi janua-témporis no tenndremos la menor vacilación. Ella nos llevará hasta el regazo mismo del Santo Padre.
-Bien. Pues no se hable más -dijo Samuel-. Pasemos por la cabaña a recoger el relicario, y partamos para Italia.
La barca nos acercó hasta la puerta de la cabaña. Samuel entró en ella y, en seguida, volvió con la capa sobre los hombros, el relicario en una mano y un gran botellón en la otra.
-¿Por ventura es bálsamo de fierabrás? -preguntó Don Quijote, señalando a la botella.
-Es moscatel de pura cepa -contestó Samuel- para celebrar la despedida de diablo de Guimel.
-Excelente idea -alabó Don Quijote, echándose a un lado del asiento para que se sentara Samuel.
Guimel y yo lo hicimos en el asiento delantero, frente a ellos. La barca, aunque pequeña, era suficientemente amplia para nuestros espiritualizados cuerpos.
-Deben ser las dos de la madrugada -dijo Samuel-. Al Papa lo visitaremos hacia las once de la mañana, por lo que navegaremos sosegadamente por el Mediterráneo hasta la costa italiana y, desde allí, un vuelecito hasta el Vaticano.
Don Quijote, tomando entre sus dedos la janua-témporis, le ordenó:
-"Atiende, preciosa joya merlinesa. Llévanos hasta la augusta presencia del Sumo Pontífice, católico, apostólico y romano. Mas a una moderada velocidad, de manera que nuestra entrevista con él se inicie a las once de la mañana." ¿Cómo os ha parecido la orden?
-Algo prolija, diría yo - precisó Samuel.
-Prefiero pecar de prolijo -sentenció Don Quijote- a que nos conduzca al Himalaya.

Dócil y sumisa, la barca enfiló el Estrecho de Gibraltar y surcó el Mediterráneo, rumbo a Italia, siguiendo la costa levantina. La barquilla cortaba blandamente la tersa superficie, dibujando caminos de estrellas. A izquierda nuestra aparecían y desaparecían las siluetas luminosas de pequeños pueblos y grandes ciudades costeras, produciendo destellos en la blanca sonrisa de Guimel.
-Paréceme que te sientes contento, amigo -dijo Don Quijote a Guimel.
-No puedo negarlo -contestó éste-. Ten en cuenta que la soledad es terrible y, viéndome ahora en vuestra cálida compañía, me siento dichoso.
Al pasar junto a Ibiza descubrimos en la playa un grupo de chicos y chicas, desnudos, bebiendo, bailando y retozando.
-Una curiosidad, Guimel -preguntó Don Quijote-, ¿son realmente los diablos quienes incitan al hombre a la liviandad y al desmadre?
-El diablo -puntualizó Guimel- no tiene ningún poder sobre el hombre, mientras éste no le abra la puerta. Pero, si se la abre, el diablo toma las riendas y puede empujarle a cometer los más descabellados desmanes.
-¿Y por qué su empeño en perjudicar al ser humano? -pregunté.
-Por envidia hacia el hombre y, sobre todo, al ángel que lleva dentro. También por hacerle la puñeta al Hijo de Dios.
Con éstas y otras pláticas llegamos hasta la costa italiana, a la altura de Roma; pero la barca siguió avanzando hasta cerca de Génova. Allí levantó el vuelo, remontó los Apeninos y continuó hacia el norte.
-¿No vamos al Vaticano? -pregunté alarmado.
-La orden precisa que di a la janua-témporis -explicó Don Quijote-, si bien recordáis, es que nos llevara hasta la presencia misma del Sumo Pontífice.

A las diez de la mañana, más o menos, la barca comenzó a describir amplios y reposados círculos, por encima de un bellísimo valle, ante la majestuosa mole del Mont Blanc. Allá abajo distinguíamos una pequeña aldea y algunas casas diseminadas.
-La barca -dijo Guimel- ha centrado sus giros en el chalet de tejado de pizarra, que vemos rodeado de ese florido y arbolado parque.
-¡Claro! -exclamé dándome un golpe en la frente tinteril- Ésta debe de ser la residencia veraniega del Papa. Por eso la janua-témporis nos ha traído hasta aquí.
-¡Qué maravilla! -proclamó Don Quijote- Presiento que vamos a compartir una portentosa experiencia.
La barca se dejó caer sobre la mullida hierba del parque, quedando discretamente oculta entre unos abetos. Allí descansamos un buen rato.
-Ahora vamos a acercarnos a la casa del Papa -propuso Guimel.

Salimos de la barca. Samuel llevaba el relicario y el botellón de mosto, precedido por Guimel que caminaba presuroso hacia el acogedor chalet de piedra y madera. Don Quijote y yo les seguíamos algo indecisos, esa es la verdad. Guimel se adelantó y pulsó el timbre.
Se abrió la puerta, apareciendo un cardenal con sotana negra y rojo fajín. Era un hombre de cincuenta y tantos años, alto, bronceado y de elegantes maneras. Nuestro aspecto y presencia debió sorprenderle, a juzgar por su expresión de asombro.
-¿Quiénes son ustedes y qué desean? -preguntó.
-Perdone, señor... -Samuel titubeó, no sabiendo exactamente cómo dirigirse a él- Somos cuatro amigos, unidos por un afán común, procedentes del sur de España, que quisiéramos visitar al Papa, para entregarle unos interesantes documentos y, al mismo tiempo, pedir para nuestro compañero Guimel -dijo señalando a éste con un gesto de la mano- el perdón por su rebelde comportamiento en el paraíso y ser readmitido entre los ángeles.
El secretario, absorto, nos miró de hito en hito y se frotó los ojos, como si quisiera despertar de una pesadilla.
-No, no es posible que sea real lo que me parece ver y escuchar. Decidme, ¿cómo habéis entrado en este recinto?
-Muy sencillo -dijo Don Quijote-. Gracias a la barca de Guimel y a la janua-témporis , regalo de mi padrino Merlín.
-¿Pero cómo pretendéis que me crea esa sarta de disparates?
-Si vuestra eminencia desea alguna prueba que os garantice la veracidad de nuestras palabras -dijo Samuel- Guimel se la servirá a pedir de boca.
-Tan seguro estoy de que sois unos lunáticos que me conformaría con que vuestro insólito diablejo, chasqueando los dedos, haga aparecer una blanca paloma sobre ese abeto de ahí enfrente -dijo, señalando un pino, reluciente de sol.
Guimel chasqueó los dedos y de inmediato apareció en el cielo una paloma, seguida de una bandada de compañeras. Se posaron sobre el abeto, dejándolo blanco, como cubierto por un espeso manto de nieve.
Ante aquella inesperada demostración, el secretario nos pidió que esperáramos un momento. Le oímos subir la escalera. En seguida volvió y nos invitó a subir al despacho del Papa.
El despacho es una amplia sala rectangular con un gran ventanal en la pared opuesta a la de la entrada. A la izquierda, en el extremo de la sala, hay una mesa alargada con varias sillas y, al otro extremo, una librería con un gran televisor en el centro. Junto a la puerta de entrada está el escritorio y, enfrente, debajo del ventanal, un lustroso piano al que el Papa confía sus sentimientos. A través de la ventana se divisa, majestuoso, el nevado Mont Blanc.
El Papa, también revestido de blanco, nos aguardaba en el centro de la sala, muy sonriente.
-Santidad -dijo el secretario presentándonos-, estos... curiosos e inesperados visitantes, desean entregarle unos documentos que, según aseguran, son muy importantes. Además ... ¡ja,ja,ja! (Perdone su santidad, pero la cosa es tan disparatada que no puedo evitar la risa) además vienen acompañando a un personaje llamado Guimel, del que afirman que es diablo y pide que Dios le perdone su rebelde comportamiento allá en el cielo...
-¡Oh! qué interesante -exclamó el Papa-. ¿Sois cristianos?
Samuel contestó por los cuatro:
-Verá, Santidad. Nosotros admiramos a Cristo y pretendemos conformar nuestra vida a las enseñanzas que Guimel -este diablo con aspecto de buena persona, que está a mi lado- le escuchó aquella mañana en que le estuvo tentando tras su prolongado ayuno en el desierto.
¡Portentoso! -exclamó el Papa, observando a Guimel- ¿Y estos dos señores de la túnica roja y verde?
-Son dos esforzados y celosos amigos -respondió Samuel- que sueñan con despertarse un día y descubrir un mundo esplendoroso y feliz.
-Sí -completó Don Quijote-, un mundo del que se pueda decir: "Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados... en que se ignoraban las palabras de tuyo y mío... y en donde todo era paz, amistad y concordia" -como decía el auténtico Don Quijote.
-¡Utopías! -dijo el secretario- Los probllemas del mundo real no pueden resolverse con sueños utópicos.
-Un momento, señor de la negra sotana y rojo fajín -protestó Don Quijote-, ¿Tenéis algo en contra de los sueños utópicos? Los sueños utópicos suelen ser creadores de realidades prometedoras. Lo que no es sensato es echarse a dormir al socaire de un sueño utópico, en lugar de esforzarse y estar muy despierto para mantenerlo vivo y arrollador.
-Y usted, a quien veo algo retraído -me preguntó el Papa- ¿qué opina de las utopías?
-Creo que, si tienen fundamento racional, son las que hacen progresar al mundo. Y eso que a mí no suelen beneficiarme, por mi condición de tintero -respondí.
-¿Tintero? ¿Es usted periodista?
-No. Más bien una especie de secretario observador.
-¡Ah!, como monseñor -dijo, señalando con la barbilla al cardenal-. Y bien -continuó el Papa, juntando las manos como si fuera a orar- ¿cuáles son esos documentos de que me habláis?
Samuel sacó los brazos fuera de la capa, los levantó y mostró el relicario en su mano derecha y el botellón en la izquierda.
-Acepte, le ruego, Santidad, este modesto obsequio que le traemos. Vino moscatel, de tierras gaditanas, que enciende fuegos de colores en la mente y el corazón -dijo, poniendo el botellón sobre la mesa-. Y este relicario con las revelaciones que el diablo Guimel me hizo una madrugada del año 1514.
Samuel se acercó al Papa y le entregó el relicario.
-Gracias, amigo -contestó el Papa observando el artístico relieve del estuche-. Sin duda es una joya arqueológica de más de quinientos años. Estoy impaciente por leer su contenido.
Tomó el Papa el relicario con ambas manos, colocó las yemas de sus dedos en el borde de la tapa y presionó fuertemente. El relicario se abrió, quedando al descubierto el rollo de hojas manuscritas. Luego el Papa se acercó a la mesa y tomó asiento en el centro del largo lateral. Junto a él se sentó el cardenal secretario. Nosotros lo hicimos frente a ellos.
Tras examinar atentamente las hojas, el Papa rogó a Samuel que las leyera en voz alta.
Samuel, antes de iniciar la lectura, comentó algo sobre su vida juvenil: las difíciles circunstancias que rodearon tanto a él como a sus padres por el hecho de ser judíos; su estancia en el convento, en donde Guimel le dictó el contenido del manusscrito; y su huida del puelo de las murallas, perseguido por la Inquisición.
Después leyó el manuscrito con voz firme aunque, en determinados momentos, no pudo evitar que la emoción quebrara su vibrante entonación.
Desde el principio hasta el final de la lectura, el cardenal dio muestras de desaprobación, sorpresa y disgusto, reflejadas en la tensión de su semblante y gestos airados. El Papa, en cambio, parecía disfrutar con nuestra presencia y la novedad de aquellas curiosas revelaciones.
Terminada la lectura, el cardenal se puso de pie y, con forzada sonrisa y peor disimulada superioridad, manifestó su juicio sobre el texto leído.
-Me parece -sentenció tajante- una lamentable pérdida de tiempo la que acabamos de padecer (aparte de una falta de respeto a nuestra santa Iglesia, auténtica depositaria de la revelación divina), escuchando esa sarta de fantasías, cocinadas en las marmitas calenturientas de alguna mente desquiciada.
-Perdone su eminencia, señor cardenal secretario -intervino Samuel-. Como antes he manifestado, yo fui judío ferviente, hasta que, a mis veinte años, me di cuenta de que el Mesías, anunciado por nuestros profetas, era realmente Jesucristo. Y Jesucristo dejó muy claro qué es lo fundamental y qué lo accesorio, qué lo aceptable y qué no, tanto en la religión judía como en cualquier otra. Por eso deseé hacerme cristiano, por la simplicidad y racionalidad de su doctrina. Pero, cuando llegué a conocer más a fondo el cristianismo de la iglesia institucionalizada: la complejidad de sus doctrinas, preceptos y ritos, su intransigencia e intolerancia contra los seguidores de otras religiones, me sentí defraudado y desistí de mi propósito. A mis quinientos años entré en un monasterio, porque noté un viento renovador y una sincera búsqueda del auténtico mensaje de Jesús en gran parte de sus seguidores...
-¿Qué? ¿Crees más digna de crédito la interpretación del mensaje de Cristo, hecha por un diablo mentiroso, que la respaldada por el magisterio infalible de la Iglesia y sus teólogos?
-Una cosa tengo clara, señor cardenal -repuso Samuel-. Dios me ha dotado de una razón para que con ella trate de alcanzar la verdad. Estoy persuadido de que Él no me va a pedir cuentas de misterios y realidades que sobrepasan mi entendimiento, pero sí de las que son necesarias para comportarse rectamente en la vida y son asequibles por mi razón. Y la versión que del mensaje de Jesús nos da Guimel me parece muy razonable.
-Afortunadamente -sostuvo dogmático el cardenal- la verdad es una sola y está en poder de la Iglesia católica. Ya lo dijo Cristo: "Y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella."
-Y usted, pequeño secretario -me preguntó el Papa, muy sonriente- ¿qué opina de este asunto?
-Bueno... -titubeé, rascándome la cabeza- Mis juicios son bastante asépticos, y más en el tema religioso. Creo que la religión auténtica, en el ser humano, no puede confundirse con una afición, inclinación o título adquirido accidentalmente. Por eso no acabo de entender lo de ser budista, mahometano, cristiano, judío, etc., como religiones fundamentalmente distintas. Creo que las diferencias entre ellas son sólo accidentales. El hombre posee una razón que le dicta las reglas para comportarse correctamente en la vida, tanto como ser individual o como miembro de una sociedad. El sentimiento religioso, si es auténtico, jamás podrá desunir y enfrentar, sino todo lo contrario.
-Una opinión muy discreta y razonable la de mi compañero Tinterico, que yo aplaudo y compartiré siempre -declaró entusiasmado Don Quijote.
-Y, aparte de esas "revelaciones" ¿qué más tiene que añadir el señor Guimel? -preguntó el Papa.
-Verá, Santidad, -comenzó diciendo, muy modosito, Guimel-. Tras dialogar con Jesús en el desierto, me propuse espiarlo y estar cerca de Él, observando lo que hacía y escuchando lo que decía. Me empapé de su mensaje y su plan sobre los seres humanos: implantar en el mundo el reino de Dios, lo que simplemente significa que Él reinará en el mundo como Padre que es, y sus hijos se amarán como hermanos que son. Viviendo en paz y armonía, regidos por la recta razón.
Yo estoy arrepentido de mi estúpida rebeldía, y quiero demostrar mi arrepentimiento, haciendo lo que esté a mi alcance para que el proyecto de Jesús llegue a ser realidad. Por eso propongo a su Santidad demostrar que, aplicando la recta razón, el mundo se transformará en un paraíso. A cambio sólo pido a su Santidad que, como representante de Cristo en la Tierra, perdone mi pecado de rebeldía.
-¿Y cómo realizarás esa demostración? -preguntó el Papa.
-Mire -dijo Guimel señalando al televisor de la librería-. A través de la pantalla de ese televisor podrán ustedes seguir el proceso de transformación del mundo que yo y mis amigos vamos a provocar; aunque lo haremos en una Tierra virtual, réplica exacta de ésta real.
-De acuerdo -aceptó el Papa-. Observaremos la pantalla, comprobaremos la eficacia de ese método novedoso y ya decidiremos qué determinación tomamos. Id en paz.

Salimos precedidos del cardenal secretario. Subimos en la barca, mientras Guimel dictaba a Don Quijote, en voz baja, la orden que debía formular a la janua-témporis : "Llévanos, de inmediato, al mundo angelical, hasta el mar del polvo virtuoso."
La barca giró sobre sí misma, como un tornado, y ascendió a las alturas. En un instante, tal como en la anterior incursión al más allá, cruzamos el universo y nos adentramos en el mundo angelical, descubriendo nuevas e insondables maravillas que no daban descanso a nuestro asombro.
En nuestro vuelo llegamos hasta un lago inmenso, rodeado de una extensa pradera, alfombrada de reluciente hierba. Una tibia brisa rizaba la cristalina e incolora superficie del lago. Guimel dio unas palmaditas en el borde de la barca que, en seguida, aminoró la marcha, yendo a posarse suavemente sobre la hierba. Saltamos fuera, excepto Guimel que se quedó dentro de la barca. A lo lejos veíase una interminable procesión de ángeles, volando a poca altura del lago, que besaban sus aguas impolutas, como sedientas y cándidas golondrinas.
-Este es el lago del polvo virtuoso -dijo Guimel-. Voy a llenar la barca sin dilación, ya que es mucha la tarea que nos queda por realizar.
-¿Pero dónde está el polvo? -preguntó Don Quijote.
-Dentro del lago -dijo Guimel-. Su contenido no es agua, sino polvo. Un polvo sutil, incoloro y transparente, que tiene la propiedad de eliminar toda inclinación perversa. Los ángeles lo frecuentan para mantener su mente y voluntad clara y libre como el viento. Esperadme aquí que voy a entrar en el lago con la barca, para llenarla de polvo virtuoso.
Y tras taconear ligero, como folclórica inspirada, Guimel saltó con la barca, hundiéndose en el polvo. En seguida emergió a la superficie y volvió con la barca a la pradera.
-La he llenado, hasta el borde, de polvo virtuoso -dijo Guimel-. Subid y marchémonos a toda pastilla, antes de que se aperciban los ángeles.
-Es fantástico -dijo Don Quijote-. El polvo no se ve, pero se siente, pues estoy notando un agradable cosquilleo de cintura para abajo.
-Eso no es nada -explicó Guimel-. En seguida vais a experimentar sus prodigiosos efectos en vuestro espíritu. Y ahora, amigo Don Quijote, ordena a la janua-témporis que nos lleve rápido a la copia virtual de la Tierra.

Así lo hizo Don Quijote y, durante el breve minuto que duró el viaje, Guimel nos resumió su proyecto:
-El planeta Tierra comprende 247 países, unos más grandes y otros más pequeños, pero no importa. Sobre el cenit de cada uno de ellos, arrojaremos cuatro puñados de polvo virtuoso. Yo lo lanzaré hacia el norte, Samuel hacia el sur, Don Quijote hacia levante y Tinterico hacia poniente. Sus efectos serán inmediatos. El ser humano adquirirá una visión clara de lo que es conforme a la razón y lo que no lo es. Sentirá un gran placer realizando lo correcto y un gran dolor y pesar actuando incorrectamente.
-¿Y qué orden de países o estados vamos a seguir en la distribución del polvo virtuoso? -pregunté.
-Comenzaremos por el Vaticano. Luego Italia y demás estados europeos, a excepción de España. Después continuaremos con los países de África, Asia, Oceanía, América del Sur y América del Norte. Y, por último, España. Pero, prácticamente, el polvo será esparcido por todos los estados en cuestión de segundos.
-¡Comencemos en buena hora! -dijo Don Quijote, mientras mandaba a la janua-témporis que hiciera el recorrido indicado por Guimel, siguiendo un orden de proximidades dentro de cada continente.
Fue una experiencia inédita. A la hora del ángelus, la voz de plata de una campana marcó el inicio de nuestra actuación. En un instante, inimaginablemente pequeño, la barca voló hasta el Vaticano (en la Tierra virtual, claro). Recorrió el perímetro del mismo, yendo a colocarse en su centro geográfico, diez metros por encima del punto más elevado del pequeño estado. Desde aquella altura, lanzamos los cuatro puñados de polvo virtuoso, con absoluta sincronización. Guimel botaba en la barca, entusiasmado. Don Quijote disparaba al aire, además del polvo, versos amorosos, a los que Samuel respondía con otros en hebreo, en un floreado duelo poético. Yo era todo ojos y oídos, ávido por no perder el menor detalle de nuestro insólito viaje por aquel mundo virtual, réplica exacta de nuestra Tierra.
El recorrido por cada país fue desgranándose al ritmo de las nítidas y pimpantes notas de la Marcha Turca de Mozart, que llegaban hasta nosotros como trallazos de plata, desde algún piano alpino. Curiosamente, cuando recorrimos el contorno español y lanzamos el polvo virtuoso, dejamos de escuchar el misterioso piano.

-¿A dónde vamos ahora? -preguntó Don Quijote.
-El polvo virtuoso ya ha debido de esclarecer las mentes y caldeado los corazones de todos los humanos. Vamos, rápido a la plaza de San Pedro.
Cuando la sobrevolábamos, nos sorprendió ver en ella una gran muchedumbre, con ropajes de las más variadas culturas. Fuimos descendiendo, lentamente, hasta posarnos en el reducido espacio que un monje budista había dejado libre, cerca de la columnata, al ausentarse para ir a comprar una coca-cola. El grupo de monjes nos saludó en bloque, muy sonrientes todos. Uno de ellos llegó a darnos un par de besos. Se veían representantes de muchas religiones. Los jefes supremos de cada una de ellas se hallaban sentados ante el estrado de la silla del Papa. La gente se mostraba afectuosa y feliz.
El Papa se puso de pie y levantó los brazos. Luego los cruzó sobre el pecho en un gesto amoroso. Se hizo el silencio y el Papa inició su discurso:
-Gracias sean dadas a Dios Padre, porque ha llegado el gran día soñado por Jesús y por todos los representantes de las distintas religiones. Hoy nos hemos dado cuenta, por fin, de que todos creemos en la misma verdad fundamental: que Dios es nuestro Padre, que todos somos hermanos, y que debemos vivir conforme a las normas universales grabadas por Él en nuestra razón. Hoy nos hemos dado cuenta de que las diferencias entre las distintas religiones son accidentales y no deben separarnos. ¿Qué más le da a Dios que los de una religión crean que Él tiene forma distinta a la que creen los de la otra y que le llamen el ápeiron, el absoluto, o lo que se les ocurra a los humanos? Es triste que hayan existido guerras, odios y persecuciones, por creencias de las que nadie entiende nada, ni siquiera los más eminentes teólogos. Es bueno que cada pueblo manifieste sus sentimientos religiosos conforme a su propia cultura y tradiciones. Lo importante es que todos coincidamos en la creencia fundamental, antes indicada. ¿Cómo es posible que, durante miles de años, hayamos estado tan ciegos, con lo fácil y atractivo que es realizar el bien y lo racionalmente correcto?

La plaza de san Pedro era una conmovedora demostración de amor y unidad entre los distintos pueblos, razas e ideologías. La gente aplaudía al Papa, cantaba, se abrazaba y bailaba con las manos unidas.

-¿Qué os parece -dijo Samuel- si nos damos un garbeo y comprobamos si la buena disposición observada aquí, se ha instaurado también en el resto del mundo?
-Me parece perfecto -aprobó Don Quijote-. Así podremos dar un empujoncito, a los indecisos en avanzar por el camino real del sentido común.
-No creo que sean necesarios nuestros empujoncitos -dijo Guimel-. El polvo virtuoso nunca falla.

Inglaterra fue el último país europeo que visitamos. Fue delicioso contemplar a la reina Isabel rapeando en el parque, con la visera de la gorrita en la nuca, coreada por un grupo de musculosos inmigrantes negros. Y a los príncipes de Gales montados en sus caballos, tratando de aprender las cabriolas que Don Quijote hacía sobre un caballo salvaje, escapado de un circo.
Inflados de orgullo nos hicimos al océano en la barquilla de Guimel. Don Quijote, iba enhiesto sobre el borde de proa, con los brazos en cruz, tras haber dado orden a la janua-témporis de que nos llevara a Miami. Antes de que finalizaran los nostálgicos compases de la canción de Titánic avistamos la playa. Nos llamó la atención una numerosa concentración de bañistas, en torno al tablao montado junto a un chiringuito. Los veraneantes aplaudían frenéticos a un cantante, que saltaba sobre la tarima, enderezándosele los tirabuzones como espárragos trigueros.
-¿Pero no es ese David Bisbal? -exclamé entusiasmado.
-Es verdad. ¡David, paisano! -gritó Samuel, agitando la capa y saltando fuera de la barca- ¡Somos españoles!
-¡Bravo por el pequeño David, vencedor del Goliat americano! -voceó Don Quijote.
-¡Hurra, hurra, hurra! -le aclamó Guimel- ¡Por fin las batallas se ganan cantando!
Bisbal, al vernos y oírnos, saltó fuera del tablao y se acercó a abrazarnos, sin dejar de cantar. Los veraneantes aplaudían el número que habíamos improvisado.
-¡Esto es increíble! -repetía David, besándonos y palmoteándonos- ¿Y habéis cruzado el Atlántico en esa cascarilla?
-¡Claro, hijo -dijo Don Quijote- que se note que descendemos de marineros intrépidos como Elcano, los hermanos Pinzones, Cervantes, Ramón Bonifaz, Churruca, Istolacio e Indortes...!
-¿Ésos también? -preguntó Bisbal sin esperar respuesta- ¿Y cuál es el motivo de tan arriesgada travesía?
-Porque, aparte de que somos fans tuyos -explicó Samuel- queremos saber si, últimamente, has observado algún cambio en la vida de los estadounidenses.
-¿Algún cambio dices? ¡Ja, ja, ja! Macho, no sé qué ha pasado por aquí. A mí mismo no me conoce ni la madre que me parió.
-¿Y eso? -pregunté curioso.
-Basta con deciros que antes cantaba por dinero, y ahora no cobro nada. Todo el mundo trabaja en lo que le gusta, de forma gratuita. Nadie cobra nada por su trabajo, pero a nadie le falta nada que necesite.
-¡Maravilloso! -exclamó Don Quijote- Por fin hemos vuelto a la edad dorada.
-¿Y qué más queréis saber? -preguntó David.
-Quisiéramos comprobar por nosotros mismos -precisé- la transformación del país en todos sus aspectos. Visitar las personas, centros, organismos y elementos más relevantes en este cambio.
-Eso está hecho, amigos -dijo David.
Sacó del bolsillo el móvil, pulsó un botón y, de inmediato, vimos avanzar, zigzagueando por entre los bañistas, un ultramoderno deportivo, descapotable, rojo llama, con alas en los laterales y un amplio espacio trasero para equipaje. El coche, sin conductor alguno, se detuvo ante David, quien nos invitó a montar la barca en la parte trasera y a nosotros a ocupar los asientos.
-¿Qué os parece? -dijo David- Este es el coche que TAIS me ha asignado.
-¿TAIS? -preguntamos a coro.
-Sí -contestó David- es el centro operativo que asigna a cada uno de los habitantes estadounidenses lo que, por derecho, le corresponda. Ya tendréis ocasión de verlo. Ahora nos daremos una vueltecita por los feraces campos americanos.
-¡Qué coche tan futurista! -alabó Don Quijote, mientras corríamos por la autopista a 200 kilómetros por hora- ¿Y las alas para qué le sirven?
-Como veis, es un coche con absoluta autonomía. Yo me limito a indicar, sobre el plano de la pantalla del cuadro de mandos, el punto a donde quiero dirigirme y si prefiero hacerlo por tierra, mar o aire.
-¡Qué adelantos! -dijo Guimel, mirando de reojo a su barquilla- ¿Y qué combustible consume?
-Agua marina -contestó David-. Cuando el nivel de agua baja a la reserva, el coche vuela a la costa más cercana, o bien a la estación de servicio.
-Entonces -preguntó Samuel- ¿ya no existen los graves problemas que antes planteaban los automóviles?
-En absoluto. Ni los coches ni nada. Podemos decir como de la primavera: "La bonanza plena ha venido y nadie sabe como ha sido." El país se ha transformado en un abrir y cerrar de ojos. Simplemente al realizar, todos y cada uno, lo que la recta razón nos dicta. Los científicos, ingenieros, inventores y tantas mentes prodigiosas, resuelven los problemas definitivamente, gracias a que no existen ya intereses particulares de organismos poderosos. Y ahí está el resultado -dijo David, palmoteando el salpicadero con una mano, y levantando la otra por encima de nuestras cabezas-: los coches ya no ensucian el aire. Nadie se mata con ellos. Las colisiones son imposibles, por la fuerza repelente de que están dotados. Además, en caso de emergencia, el coche salta y vuela como una libélula.
-¡Caramba, cómo han cambiado las cosas! -exclamó don Quijote- Si mi amigo Sancho y yo hubiéramos tenido este artefacto cuando caminábamos por la Mancha en busca de aventuras...
-No exagero lo más mínimo -dijo David-. Mirad esos campos cubiertos de árboles, de extensos sembrados, maizales, viñas, huertas... Antes era un desierto. Pero ahí está la fuerza y eficacia de la cooperación. Todos hemos sentido la necesidad y el impulso a colaborar. Hemos trabajado repoblando de árboles y plantas los campos. En compensación, el clima mismo se ha enderezado. Ahora llueve con mayor regularidad y ponderación, y lo mismo ocurre con las demás manifestaciones meteorológicas.
Llegamos hasta Las Vegas y encontramos el acostumbrado ambiente festivo de casinos, espectáculos, restaurantes, discotecas, etc., del que la ciudad tiene fama.
-Pues parece que aquí no ha llegado el cambio -comentó Samuel.
-Aunque no lo parezca -dijo David- también se ha producido.
-¿Es que ahora -ironizó Samuel- juegan a la oca en los casinos?
-Divertirse no es malo -comentó David-. La gente, ahora, lo hace sin cometer excesos, ni con obsesivo afán de enriquecerse, ni perseguir el placer sin tino. Lo que ha ocurrido en U.S.A. es increíble. Ahora todos, jóvenes y mayores, se guían por la razón, el respeto y la solidaridad.
-Según eso -dije- muchas ocupaciones e instituciones se habrán vuelto innecesarias.
-Por supuesto -contestó David-. Todas las que tenían como objetivo la represión o disuasión de conductas equivocadas; las propias de los maleantes y delincuentes; las destinadas a paliar los efectos perniciosos de comportamientos erróneos y malévolos; y tantas otras.
-Por lo que nos comentas -dijo Guimel, entusiasmado- creo que los que vivís en U.S.A. tenéis motivos para sentiros dichosos.
-Y para cantar y bailar -añadió David.
Y encaramándose en el asiento, dio un triple mortal trenzado, mientras hacía gorgoritos, jaleado con los rítmicos y espontáneos claxonazos del coche y nuestros olés y palmoteos flamencos.
Así estaba el ambiente, cuando a Don Quijote se le ocurrió, en el frenesí del improvisado tablao, dar la orden a la janua-témporis de ir a visitar al presidente Bush. El coche, obediente y preciso, voló como un meteorito, plantándose en un "aquí me pica, aquí me rasco" ante la puerta de la Casa Blanca.
David Bisbal salió del deportivo, bailando y tarareando Suspiros de España, secundándolo nosotros con malas voces, pero buena voluntad.
El presidente y su señora aparecieron en la puerta, risueños y moviéndose al ritmo del pasodoble. Nos invitaron a entrar en el salón. Nos sirvieron unos refrescos y, en un ambiente distendido y afectuoso, tanto Bush como su señora nos manifestaron lo mucho que apreciaban y admiraban a España y a los españoles.
Bisbal les explicó el motivo de nuestra visita: nuestro interés por conocer, de boca del presidente, si pensaba realizar algún cambio en la política que hasta ahora venía observando.
-Como bien sabes, joven Bisbal, ya que vives en nuestro país -contestó el presidente-, afortunadamente y gracias a Dios, el mundo y sobre todo los humanos, hemos dejado de comportarnos estúpidamente. La razón se ha impuesto sobre la sinrazón y la fuerza. Todo el mundo, y nosotros los primeros, la hemos acatado hasta sus últimas consecuencias.
-David -explicó Samuel- nos ha mostrado algunos de los prodigiosos cambios producidos en U.S.A. Ahora lo que nos gustaría conocer, en líneas generales, es cómo se las arreglan ustedes para conseguir, de forma rápida, justa y eficiente, la administración de una población tan numerosa y variada, como hay aquí.
-De la manera más sencilla -contestó el presidente-. Nuestros sabios ingenieros han ideado y puesto en marcha un complejo de sofisticados aparatos, reunidos en un gran edificio de vidrio y acero, denominado TAIS (siglas de las palabras que lo definen). Cada población del país cuenta con un TAIS. Su misión es facilitar al ciudadano cualquier información que precise para organizar su vida, y resolverle cualquier tipo de problemas como individuo y como miembro de la sociedad.
-¿Cómo? -exclamó Samuel- Según eso, supongamos que yo soy un ciudadano de Washington y no tengo trabajo, ni vivienda, ni estudios, ni mujer, ni, por supuesto, dinero alguno. ¿Qué tendría que hacer?
-Si fueras ciudadano de U.S.A., se supone que tus datos personales se hallarían en los archivos del TAIS, incluso tus huellas dactilares. Tendrías que acudir al TAIS de tu población, colocar las yemas de tus dedos sobre la placa identificadora y escribir en la pantalla la necesidad que precisas remediar. Por ejemplo, si necesitas vivienda, lo indicarás en ella. Automáticamente, la máquina te entregará un título que te dará derecho a ocupar la vivienda que en el mismo se detalle.
-Ya os lo decía yo, ¡esto es increíble! -repetía David, sacudiendo la cabeza de un lado para otro, con tal rapidez que los tirabuzones se le estiraban y encogían como serpentinas de carnaval.
-Y si uno enferma ¿qué puede hacer? -pregunté yo.
-La misma operación. Va al TAIS y, por el simple contacto de sus dedos con la placa identificadora, la máquina detecta el mal que padece; le expide el diagnóstico, el tratamiento adecuado y, si lo precisa, el hospital en que deba ser ingresado.
-Y si un honrado ciudadano sufriera un injusto atropello de parte de algún malandrín facineroso? -inquirió Don Quijote.
-¡Je, je! Eso no puede ser -aseguró Guimel-. En la nueva etapa, es la recta razón la que marca la conducta a seguir, y el anhelo de realizar el bien empujará a la voluntad a perseguirlo de forma indefectible.
-Así es -dijo el presidente-. Ya no hay delincuentes.
-¡Qué bien! -aplaudió Don Quijote- ¿Y a qué van a dedicarse, ahora, los militares y policías?
-Las fuerzas armadas y todo lo relacionado con ellas son ya un capítulo de la historia pasada de la humanidad. Todo ese personal se destinará a actividades pacíficas y solidarias.
-Y, respecto a la política exterior, ¿cómo piensan en U.S.A. resolver, ahora, las diferencias, tensiones y reivindicaciones con los países enfrentados? -pregunté yo.
-Con nuestro plan de ayuda y cooperación -contestó el presidente-. Aparte del reconocimiento de los legítimos derechos de cada país, con la generosa y sobreabundante aportación e intercambio de bienes y servicios entre los distintos estados, todas las economías se equilibrarán. La paz internacional quedará asegurada.
-Esto hay que celebrarlo, señor Bush -dijo David, colocándose de un brinco sobre la gran mesa del salón, entonando la canción de "Bulería, bulería".
Nosotros saltamos de los asientos y nos pusimos a corear a Bisbal, moviéndonos al ritmo de su canción. Cumplido nuestro propósito, nos despedimos del presidente y su señora, y los dejamos bailando con Bisbal que nos lanzó varios besos voladores.

Montamos en la barca y, tras pronunciar Don Quijote la orden de marcha, salió disparada rumbo a España. Volábamos pletóricos de satisfacción, especialmente Guimel que no cesaba de reir y canturrear cantinelas de otras épocas y culturas.

Cuando aterrizamos junto al estadio Santiago Bernabéu, nos sorprendió una algarabía de manifestantes, que gritaban, ondeaban pancartas, rompían escaparates, volcaban coches, doblaban farolas, arrojaban hortalizas y cuanto tenían a mano, protestando a coro contra la insoportable situación del país... Al parecer, en España se habían agudizado, repentinamente, los problemas. Los inmigrantes se habían marchado a sus respectivos países, al grito de "¡mariquita el último!", ante las pasmosas noticias de la recien instaurada prosperidad en los mismos. Por el contrario, en nuestros pueblos y ciudades, el caos reinaba por doquier.
-¿Pero qué ha pasado en España? -gritaba Guimel, llorando a moco colgando, después de que un cojo enfurecido la tomara con su barca y la hiciera astillas, a golpe de muleta.
Ni Samuel, con sus buenas razones, ni Don Quijote, con sus brincos y vozarrones amenazadores, consiguieron apaciguar a aquel disminuido energúmeno.
Pasamos junto a un restaurante, en el que un grupo de empresarios estaba reunido para analizar la situación del país, mientras daban cuenta de una suculenta comida. A través de una de las ventanas, escuchamos su conversación.
-Lo que está pasando en el mundo es de risa -comentaba uno de ellos-. Estamos ante una epidemia de locura colectiva. A los extranjeros les ha dado, ahora, por el pacifismo y comunismo de merengue. Es el momento de aprovecharnos de ellos, pues están como tontos y no se enteran de nada. Hay que organizar caravanas de camiones, barcos y aviones a los paises ricos en petróleo y otras materias primas, y birlarles cuanto podamos. Tenemos que actuar rápido, porque este sarampión debe de ser pasajero.
-Y lo más gracioso -añadía otro- es que, según dicen ellos, el motivo de la prosperidad de que gozan, no es otro que el haber descubierto y puesto en práctica la voz de la recta razón. ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, que se me revienta la próstata de risa!
-Y de bajar los precios de las hipotecas y demás productos del mercado -decía un tercero-, nada de nada. Y, menos aún, aumentar los sueldos. ¡Defendamos el capitalismo, nuestra gran conquista!

-¿Cómo es que, en España, no ha dado resultado el polvo virtuoso -preguntó Samuel a Guimel- siendo el país en donde más polvos hemos echado?
-Esto me huele a sabotaje -susurró Guimel mirando, de reojo y muy mosqueado, al gordo cocinero de madera que, con sonrisa de oreja a oreja, invitaba a pasar dentro del restaurante mostrando los precios del menú.
-Dinos, Carlitos -le rogó Don Quijote-, quién ha osado sabotear nuestra operación, porque, aunque haya sido el mismísimo Caraculiambro, juro por todos mis antepasados, machacarlo en un almirez y sepultarlo en los más profundo de la cueva de Montesinos.
-¡Ooooooh, qué miedo me dais, caballero Don Quijote, vos y vuestros amigos; especialmente ese diablo chaquetero y mariposón. ¡Ja, ja, ja! -dijo, riendo, el cocinero retaco, con gran sorpresa nuestra.
-Conozco muy bien tu voz arrogante, Asmodeo -dijo Guimel, encarándose con él-, desde antes de abandonar el mundo angelical. ¿Hasta cuándo persistirás en tu rencoroso afán de joder a la humanidad?
-¡Vaya! Veo que te ha molestado mi intervención, chafándote tu plan ilusorio de implantar el orden y el juicio en este mundo irracional. Pues sí, querido, yo y mis ingeniosos diablos españoles hemos impedido que los polvos virtuosos recayeran sobre mis incondicionales seguidores hispanos. Cuando descubrimos vuestro jueguecito con los polvos de marras, los diablos ibéricos, de pata negra, extendimos un velo transparente -adquirido en las rebajas del mercadillo- sobre todo el territorio español, impidiéndole el paso al polvo y a sus maravillosos efectos. ¿Qué pretendías? ¿Ganarte unas blancas alitas de ángel, a cambio de convertir el mundo en un inmenso convento de ursulinas? No. El mundo nunca será un paraíso.
-Sí, es verdad -contestó Guimel, visiblemente abatido-. Soy un iluso. Perdonad, amigos, que os haya hecho perder el tiempo y despertar en vosotros hueras esperanzas. El mundo seguirá girando, y el hombre seguirá tratando de reconquistar la racionalidad, a trancas y barrancas, luchando cada día de su vida con el entorno difícil y hostil que le toque en suerte, pero ahí precisamente radica su grandeza. Y yo seguiré siendo un pobre diablo. Adiós, amigos.

Y, dicho esto, Guimel desapareció de nuestro lado. El cocinero de madera no volvió a decir esta boca es mía. Los empresarios se pusieron a bailar la danza del Chiquilicuatre. Los manifestantes se calmaron y se fueron a su casa con las pancartas bajo el brazo. El mundo volvió a su rutina diaria. El Papa y el cardenal secretario se rieron comentando su disparatado y coincidente sueño. Y nosotros, silenciosos y algo tristes, emprendimos el retorno a la cabaña de la playa, enfundados en los bolsillos de la capa de Samuel. "

Adiós, Toby, que te lo pases muy bien este verano. Hasta el próximo mensaje. Tinterico.


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