¿Qué es eso que se oye? - ( Cap. III y último)

viernes, 14 de diciembre de 2012




















   -Por lo que dices -comentó Diana, acariciando el oropendolino-, para este exótico pájaro no hay secretos.
   -Así es -confesó Jeguelín.
   -¿Y cómo puedes garantizarnos que este artefacto, sus maravillosas historias y sus desconcertantes efectos especiales no son sino artificiosas tomaduras de pelo? -objetó Diana.
   -Muy juiciosa y oportuna la observación de la señorita -dijo Don Quijote-, mas se nota que ella no sabe nada de su origen. ¿No es así doctor Rebollo?
   -Así es... -titubeó unos segundos Jeguelín- Tengo conmigo este aparato con posterioridad al día tres de octubre del año pasado, fecha en que Diana dejó de relacionarse conmigo; por lo que es normal que nada sepa de su existencia, ni de sus portentos.
   -Tampoco creo que vayas a convencerme de su real eficacia -le objetó Diana-, sólo porque me cuentes cómo se te ocurrió la idea y la forma de fabricarlo. Me bastaría con que el aparatito improvisara, por ejemplo, una sucinta semblanza de cada uno de nosotros. ¿Te parece bien, Rodrigo?
   -¡Hum! -carraspeó, Jeguelín, pensativo- Antes de contestarte, Diana, quisiera proponeros a todos tomar un piscolabis en alguno de tantos lugares sugerentes de Madrid.
   -Me parece genial -aprobó Diana-. Y, por mi parte, me gustaría realizar un deseo disparatado que siempre tuve, desde mi más tierna infancia...
   -Pide, pide -la animó Don Quijote-, que, si don Rodrigo no puede, nosotros no te fallaremos.
   -¡Muchas gracias! -exclamó Diana- Siendo así, a ver qué os parece este caprichito: me encantaría tomar algo mientras contemplo Madrid desde una altura imposible.
   -¿Imposible? -dijo Don Quijote con no disimulada presunción- Con los poderes que mi padrino Merlín me concedió, no hay nada que se me resista, siempre que no ocasione algún daño colateral a un tercero. ¿Verdad, amigos?
   -Así es -contestó Samuel, haciendo de portavoz mío y suyo. Lo que esté en nuestra mano lo tendrás con mayor rapidez que Álex bajando por un tobogán.
   -¿Álex? -preguntó Jeguelín extrañado.
   -No importa -dijo Diana-. A ver si es verdad: me gustaría tomar unas gambas a la plancha y unas cañas heladas, sobre el edificio más alto de Madrid.
   -Eso está hecho -contestó, rápido y seguro, Don Quijote, dándole con el codo a Samuel.
   -¡Bueno, bueno, sin atosigar, don Alonso! -dijo Samuel, sin haber asimilado apenas la propuesta de Diana- Procedamos con orden y concierto. A ver dónde puede el señor Rebollo comprar unos refrescos y gambas a la plancha para todos; y a ver cuál es el edificio o pináculo más encumbrado de la capital de España, en donde podamos celebrar ese festín.
   -Me parece -respondió Jeguelín- que, para lo que Diana desea, la Torre Picasso tiene una buena altura y amplia terraza. Otras más altas, están inconclusas.
   -¡Perfecto! -exclamó Diana- ¿Quién, mejor que Picasso, va a acoger a un grupo de turistas tan esperpéntico como nosotros?
   -No lo dirás por el oropendolino -dijo Jeguelín, tocando el pico del pájaro.
   -Ni por nosotros -dije yo, muy digno.
   -¡Qué va! Ja, ja -completó Diana, riendo- Pero seguro que Picasso se habría inspirado en nosotros para un buen cuadro.
   -¡Allá vamos! -voceó Jeguelín, apretando el acelerador.

   No habían transcurrido más de seis minutos cuando Jeguelín, dando un fuerte frenazo, nos anunció:
   -Ya hemos llegado a la plaza. Ahí he visto un bar con un rótulo que pone "La gamba embrujada". Voy a acercarme a comprar las gambas, los refrescos y un bocata de calamares en su tinta para Tinterico.
   -Gracias -le correspondí entusiasmado.
   En un abrir y cerrar de un paraguas, salimos del coche que, por cierto, Jeguelín dejó mal aparcado, junto a una embajada. En seguida, Samuel -con los brazos en cruz, la capa extendida, y llevando en una mano el oropendolino y, en la otra, una bolsa con las viandas- ordenó que Jeguelín  se colgara de su cuello por detrás, Diana lo hiciera por delante, y que Don Quijote y un servidor nos metiéramos en los bolsillones. Hecho este trámite, Samuel, como de costumbre, dio un salto de tijereta hacia arriba y, en un periquete, amenizado con los agudos grititos de Diana, que espantaron a una bandada de palomas con que nos cruzamos, nos encaramamos sobre la terraza de la torre Picasso, lanzando vivas, olés y aplausos a los cuatro puntos cardinales de Madrid.
   Tras alabar las espectaculares vistas que desde allí contemplábamos, nos sentamos en el suelo (techo más bien)  alrededor del oropendolino que Jeguelín depositó con las viandas y bebidas.
   -Bien  -dijo Jeguelín, mientras Diana colocaba  con primor  el menú-, tenemos toda la tarde por delante hasta la hora de volver a casa, por lo que invito a Diana a que nos complete su deseo del que nos hablaba allí abajo.
   -Como podéis suponer, amigos, tengo gran curiosidad por conoceros más a fondo, tras descubrir que todos vosotros tenéis una personalidad nada corriente -manifestó Diana-. Por eso y por disipar mis dudas sobre las excelencias de este aparato, me gustaría que Rodrigo le ordene que realice una semblanza de cada uno de nosotros, por orden de edades, de mayor a menor. ¿Te parece bien, Rodrigo?
   -Sí, claro -contestóle Jeguelín-. Tengo plena confianza en su fiabilidad e impecables resultados. Sólo que... a veces aparecen interferencias o largas interrupciones, por causas que desconozco, que impiden su normal funcionamiento.
   -Hombre, Rodrigo, no seas cenizo -se quejó Samuel-. Me corresponde a mí ser el primero en someterme a esa prueba, y me encantaría verme como una estrella, en medio de uno de esos fantásticos escenarios, que parecen traídos de otros mundos. Que no se le ocurra a ese pajarete eclipsármela.
   -No, que no se le ocurra el menor desliz, porque, a mí me toca realizar la prueba en segundo lugar, y quiero tener el alto honor de brindar, a la bella dama Diana, las proezas que el inmortal hidalgo Don Quijote -de quien yo soy un modesto y pálido reflejo- llevó a cabo con su brazo y su corazón. Por lo que espero sean rememoradas en esa virtual semblanza, y reconocidas en mi  metafórica personilla.
   -Muchas gracias, don Alonso -le dijo, Diana, riendo-. Estoy convencida de que sois un auténtico y valeroso caballero.
   -Yo, aunque soy más joven que mis compañeros -confesé con cierto pundonor-, también acumulo en mi curriculum tinteril mucha y variada información y experiencia; alguna, francamente, comprometedora para personajes con quienes me he relacionado. Espero que el oropendolino, compañero mío de gremio, aunque muy modernizado, haga mi tintobiografía con la mayor discreción.

   A continuación, Jeguelín tocó en distintos puntos del artefacto, al mismo tiempo que susurraba vocablos imperceptibles sobre la cabeza del mágico pajaruelo. De inmediato nos vimos inmersos, como espectadores privilegiados de una película en tres dimensiones, que representaba, con escrupuloso verismo,  a grandes rasgos, aunque sin omitir ningún detalle clave para definir la personalidad y andadura vital de cada uno de nosotros, empezando por Samuel.
   Tras mostrarnos un resumen de su quinticentenaria historia, se nos ofrece la imagen actual de Samuel, caminando hacia el lejano océano Índico, como atraído por un fuerza irresistible; mientras un sol de oro incandescente se hunde en el horizonte, al son de un coro de gaviotas que salmodian las luces y sombras de su espíritu:
  "-Miradlo cómo avanza, con paso decidido, sobre las aguas marinas... Mas, de pronto, se agita, titubea, empieza a hundirse, bracea y manotea nervioso. En su mente, alguien ha corrido un velo oscuro y denso, impidiendo que vea la luz dorada que tanta seguridad, magia y valor le prestaban. El escepticismo se le cuela dentro, como un ladrón nocturno:
   Fuiste un judío, ferviente cumplidor de la ley mosaica, hasta que un día descubriste la gratuidad de muchos de sus preceptos y prácticas. Dejaste el judaísmo y abrazaste, muy ilusionado, la fe cristiana, católica y romana. Pero, pronto, te sorprendieron incoherencias tales como el que, en nombre de Dios, condenaban a la hoguera a los herejes, o que, en nombre de Cristo, se destruían culturas y religiones de los indígenas americanos. Y durante cinco siglos has venido acumulando más y más motivos para dejar de practicarla. Por ejemplo, tantas y tantas guerras marcadas por la rivalidad religiosa ¿Qué locura es ésa? ¿Qué religión puede justificar la guerra y persecución contra los que no profesan las propias creencias? ¿A qué divinidad razonable puede complacer o no repugnar que, en su nombre, se maltrate o extermine a los seguidores de otras religiones? ¿Acaso el respeto y amor al prójimo no es un precepto fundamental de todas ellas? Desde entonces has procurado sacudir de tu corazón y tu conciencia toda otra norma que no sea la recta razón. Y ahora que acabas de conocer el progresivo avance del proceso dialéctico de la realidad, cada día más cerca del triunfo pleno  de la racionalidad, tu espíritu se ha serenado y no te importa dejar ya este mundo."
   Samuel espanta, de un manotazo, un asomo de tristeza, cuyo  brillo tembloroso le delata.

  El oropendolino derrama, luego, un haz de luz plateada sobre Don Quijote, quien, sintiéndose sumamente halagado, se puso de pie y comenzó a pasear, en un círculo de dos metros de diámetro, mientras escuchaba, atento y ufano, el romance que, la voz de un juglar y su laúd, le dedicaban, relatando sus proezas y  noble condición, así como los rasgos más destacados de su personalidad:
   "Espíritu inquieto y exquisito  que, noche y día, revoloteas al resplandor de una realidad ideal, perfecta, justa y bella. Que tratas de alcanzarla, poniendo en juego tus más nobles sentimientos y facultades: tu valor, entusiasmo, tenacidad y fe en la posibilidad de transformar al hombre y el mundo. Tu imaginación creadora; tu amor a la verdad, a la justicia y a la ética, con su mágica capacidad de cambiar lo feo, inarmónico y execrable, en hermosa realidad; y, siempre,  tu  rechazo y aversión, innatos, a la mediocridad.
   Tu perenne e intuitivo optimismo parece, ahora, vacilante e inseguro, ante realidades, que no consigues idealizar, sino que persisten en sus lúgubres cantos, como aves agoreras de un oscuro presagio."
   Don Quijote se detuvo en su paseo y permaneció inmóvil y pensativo durante un minuto, mientras el haz de luz le abandonaba.

   Luego cambió a un verdor primaveral que dejó caer sobre mí como una cascada reverberante de diminutas letras de hierba, describiendo los rasgos de mi realidad tinteril:
   "Desde que Tinterico tuvo conciencia de sí mismo, su quehacer más ilusionado y gratificante, fue el  tratar de entender la realidad, así como el relatar los resultados de sus reflexiones, imaginando historias  relacionadas con ellas. También, el manifestar algunas de sus convicciones, como las siguientes:  El hecho de la conciencia del propio yo es la clave que explica la realidad total. Sin la existencia de al menos un yo, consciente de su propia existencia, la realidad es absurda e inexistente. La realidad exterior al yo puede ser inmensa e ilimitada, pero siempre de naturaleza lógica. El yo, los yoes, son la auténtica realidad. Sin ellos, no hay realidad. Tinterico está convencido, también, de que los cambios de la realidad exterior le afectan a él, para bien o para mal, como a todo el mundo; pero también está convencido de que los cambios, en el fondo, no son más que eso, cambios que dejan intacto su yo.
   ¿Qué será de él? Lo que pueda sucederle a su tintero, él reconoce que no puede predecirlo ni evitarlo, pero tampoco le preocupa demasiado. Él está convencido de que su yo seguirá siendo el mismo en cualquier otro sitio o circunstancias."

   Concluido mi análisis, el haz de luz se retiró y se contrajo, parpadeando durante diez segundos, momento en que Jeguelín, dando un salto gatuno hasta el oropendolino,  le tocó el ala izquierda y, como por arte de birlibirloque, éste se puso a cantar, entonadísimo, una buena selección de sevillanas.
   Jeguelín, de espaldas a Diana y de cara a nosotros tres, nos guiñó  el ojo derecho (lo que  tradujimos como: "Han terminado los análisis. Los que faltan por hacer, el mío y el de Diana, no es oportuno realizarlos en este momento"). Luego levantó los brazos, miró a Diana, le sonrió, y con la mirada la invitó a bailar. Diana, sin la menor cortedad y con aire sevillano, de la más pura cepa, bailó con "su Rodrigo", hasta ocho sevillanas seguidas, mientras el pajarito cantaba y nosotros tres acompañábamos con nuestros improvisados palmeos.
   Terminadas las sevillanas y los aperitivos, Jeguelín apagó el oropendolino.
   -¿Por qué lo apagas? -se quejó Diana- si todavía no nos ha analizado ni a ti ni a mí?
   -Porque... como pudiste observar, al terminar el examen de Tinterico, el haz de luz se contrajo y parpadeó diez veces, lo que significa  que su capacidad escrutadora ha entrado en un  impás, del que no saldrá hasta pasadas doce horas.
   -Ah, no sabía que fuera un pájaro tan pijo y caprichoso.
   -Así es, querida -trató Jeguelín de persuadirla, con pícara sonrisa-. Lo valioso suele ser raro.
  -Bueno, bueno -admitió Diana, sin más objecciones-, en ese caso, y teniendo en cuenta que tenemos mucha tarde por delante y un fantástico medio para desplazarnos, podríamos acercarnos a alguna de las fabulosas discotecas que hay por esta zona, y divertirnos un rato, admirando las habilidades danzarinas de cada uno de nosotros. ¿No os parece?
   -¡Hum! -carraspeó Samuel- perdona Diana, pero creo más interesante dedicarla a visitar museos de pintura, cuyos cuadros nos  mostrarán cómo, efectivamente, la población española ha ido progresando en sus costumbres y demás aspectos, desde la prehistoria hasta nuestros días.
   -Perdona, Samuel, pero me inclino más por la propuesta de Diana -dijo Don Quijote-. Prefiero que ella nos guíe a una de las salas en que se practica el arte de la danza, donde podamos dar rienda suelta a ese impulso innato, tan unido a la libertad, y comprobar nuestras habilidades danzarinas. ¿Os parece bien?
   -¡Sí! -respondimos todos a coro.

   Y, sin más protocolos ni explicaciones, nos agarramos a la capa de Samuel y apéndices anexos, saliendo disparados Torre Picasso abajo.
   Diana nos guió hasta una discoteca que, según nos informó, ella solía frecuentar. Eran ya las seis de la tarde y, como era viernes, los porteros tenían ya la puerta abierta. En cuanto vieron a Diana, tan bella y favorecida con su juvenil atuendo y acompañada de nosotros cuatro, tan esperpénticos como escapados de alguna pintura negra de Goya, de inmediato nos invitaron  a pasar gratis.
   Era una discoteca muy original en sus detalles decorativos y recursos luminosos y de sonido, que recreaban cambiantes y maravillosos escenarios, evocadores de sueños y cuentos fantásticos.     Contaba con varias pistas, cada una de ellas con suficiente separación, para evitar recíprocas molestias.
   Elegimos una, cuyo decorado virtual se adaptaba, automáticamente, al baile, música o actuación que en ella se interpretase. Diana propuso que cada uno del grupo cantara la canción que conociera o se inventara, y los demás le acompañáramos con nuestras voces, baile y gestos, según la inspiración de cada cual.
   Fue una auténtica revelación de nuestras dotes artísticas. Un placer escuchar a Samuel cantando salmodias judías medievales, bejarano-extremeñas; a mí, cantar y bailar "Suspiros de España"; a Don Quijote, el "romance del Conde Olinos"; a Jeguelín, tararear y dirigir "la cabalgata de las Walkyrias", meciendo el oropendolino (que a veces lo movía como si fuera una honda o un incensario); y a Diana, baillando y cantando canciones de Shakira, tras aligerarse de ropa.
   Nuestra actuación tuvo tan buena acogida que el público prefirió dejarnos la pista para nosotros solos; mientras ellos, sentados alrededor,  se divertían, contemplando nuestros insólitos y disparatados bailes y canciones.

   Tan embelesados y embebidos estábamos en nuestra actuación, que no nos percatamos del paso del tiempo; hasta que, a las doce de la noche, Jeguelín, mirando su reloj, exclamó:
   -¿Pero qué hacemos aquí a estas horas? Mañana tengo que estar, a las diez, en el salón de congresos, con la mente clara y descansada, y, aquí seguimos a las 00:14 horas de la madrugada, hipnotizados con estos bailes y músicas que sacuden mi esqueleto y obnubilan mis neuronas como si las apalearan igual que a una estera.
   -Perdona, cariño -dijo Diana, acariciándole la cara-. Lo estábamos pasando tan bien, que era como si el tiempo se hubiera detenido. Pero, tienes razón, debemos irnos ya.
   -Pues no se hable más y despejemos la pista -dijo Samuel, extendiendo su brazo hacia la puerta de salida.
   -¡Adiós, chicos, que os divirtáis -exclamó Diana, dirigiéndose a un grupo de jóvenes que nos despedía aplaudiendo.

   El rápido y breve recorrido en coche, de regreso a casa, nos lo amenizó Diana con divertidos comentarios sobre nuestras actuaciones, después de que Jeguelín nos informara sobre el plan de tareas para el sábado. Nos dijo que, al salón de congresos, sólo irían él y Diana. Prefería que nosotros nos quedáramos en casa, disfrutando  de un merecido descanso, tras varios días de intensa actividad. Aparte de que consideraba que el público del salón de congresos estaría más cohibido si nosotros le acompañábamos.
   Llegados a casa, Jeguelín sacó de su habitación un bolso negro y holgado, en el que introdujo el oropendolino. Luego, lo dejó en la salita-recibidor, listo para llevarlo, por la mañana, al salón de congresos.
   A continuación, Diana, con envidiable desparpajo, entró en la habitación contigua al dormitorio de Jeguelín, después de desearnos buenas noches y decirnos con sorna:
   -Bueno, chicos, mañana continuaremos con nuestras interesantes charlas culturales y vuestro exótico folclore. Que descanséis.
   -Que tus sueños te transporten a fabulosos lugares, donde te sientas muy feliz -le deseó Don Quijote.
   -Gracias, gentil caballero -le contestó Diana, riendo-, y que vos seáis uno de los galanes con quien me tope.
   -Buenas noches y hasta mañana -les deseamos, a coro, los tres, mientras nos dirigíamos, escaleras arriba, hacia nuestra habitación.
   -Muchas gracias, amigos, y que descanséis al máximo, pues mañana, cuando vuelva del debate, os encomendaré nuevos trabajos -nos anunció Jeguelín.
   -Un momento, Rodrigo -oímos que le decía Diana-, voy a la cocina por un vaso de agua para que te tomes esta píldora que te hará descansar y sentirte, mañana, como nuevo.

   Entramos en nuestra habitación al mismo tiempo que Jeguelín apagaba las luces de la escalera y  le oíamos intercambiar unas palabras con Diana, mientras corría el agua del grifo y nosotros cerrábamos la puerta.  
   -No sé qué pensaréis vosotros -dije a Samuel y a Don Quijote, que ya se disponían a meterse en la cama-, pero creo conveniente que, al menos uno de nosotros, debería acompañar a Jeguelín en su segunda intervención. No sé... algo me dice que podría necesitar ayuda nuestra. Si os parece, yo podría acompañarlo, sin que él se entere.
   -Ya has escuchado a Jeguelín -dijo Samuel-. Él prefiere que sólo le acompañe Diana, y que, mientras, aprovechemos para descansar.
   -En cuanto al descanso, yo no tengo necesidad alguna, pues mi físico se recupera en contados segundos, como bien sabéis -les recordé-. Por otro lado, también sabéis que mi tamaño se estira y se encoge, a voluntad.
   -Sí, eso es verdad, a mí me ocurre otro tanto -reconoció Don Quijote-. ¿Y para qué te serviría esa propiedad?
   -Muy sencillo -les expliqué-, para no contrariar a Jeguelín, le acompañaré sin que él se entere. Como en la salita-recibidor ha dejado el oropendolino metido en un bolso, yo puedo ir, también, dentro de ese bolso, reduciendo un poco mi tamaño. Una vez en el salón de congresos, yo salgo del bolso, recupero mi tamaño y,  cuando me vea Jeguelín a su lado, seguro que ha de alegrarse al verse sentado entre Diana y yo. Aparte de que...
   -¿De qué? -preguntó Samuel, intrigado.
   -No sé... -respondí- Tengo un presentimiento extraño, pero no acabo de verlo claro.
   -Vale, vale, nos has convecido -reconoció Samuel-. ¿Y cuándo piensas meterte en el bolso?
   -Ahora mismo -contesté, resuelto-. No sea que, por el motivo que fuere, vaya a marcharse sin mí.
  -Vete en paz y con todas nuestras bendiciones, amigo -me deseó Don Quijote, visiblemente emocionado.
   -Una cosa -les pedí antes de irme-. Si, por cualquier motivo, las cosas se complicaran y mañana no volviera a esta casa...
   -Por favor, Tinterico, no seas gafe. ¿Por qué no habrías de volver? -preguntóme Samuel, preocupado.
   -No, por nada -traté de tranquilizarlos-. Es una simple suposición mía, seguramente sin fundamento. Pero, si vierais que no vuelvo con Jeguelín, os pido que vayáis en mi búsqueda, mediante la janua-témporis de Don Quijote. Hasta mañana -me despedí, alzando la mano.
   Abrí la puerta y, sin encender la luz, bajé la escalera, como si mis pies fueran dos plumas. Entré en la salita-recibidor y me introduje, sin dificultad, en el bolso. A pesar de mi situación nada corriente, me acomodé  muy ricamente junto al oropendolino, de manera que, aunque no lo precisaba, muy pronto me quedé dormido y bien dormido.

   Habría transcurrido poco más de una hora cuando un ligero chasquido de la puerta despabiló mi sueño. Un delicado e inconfundible perfume me anunció que Diana acababa de entrar en la salita. Rápidamente, yo me recoloqué, aplastándome al máximo contra el fondo del  bolso y enroscándome  al pie del aparato.
   Diana descorrió un poco la cremallera, comprobó que el artefacto estaba dentro, volvió a cerrarla y, presurosa, salió a la calle con el bolso, sigilosamente. Por mi parte, amparado por la oscuridad, en seguida descorrí la cremallera,  lo suficiente para no perderme detalle alguno de cuanto ocurriera en el viaje hacia lo desconocido que acababa de iniciar.
   Diana se acercó a un coche negro, aparcado a pocos metros. Sale de él un joven fornido, de cabeza rapada, largas patillas y prietos  bíceps, vestido con pantalón vaquero y camiseta, negros. Saluda a Diana, levantando la mano; le coge el bolso, abre una de las puertas traseras y deja el bolso encima de los asientos. Diana se acomoda en el asiento del copiloto y el joven arranca rápido y sin ruido apenas.
   Yo enciendo mi broche receptor y miro la hora. Son las 03:20 de la madrugada. En seguida, extremando todas las precauciones, descorro la cremallera, salgo fuera del bolso y me coloco entre éste y la puerta, de forma que no puedan descubrirme a través del espejo retrovisor.
   Diana y el joven se ponen a charlar.
   -Menudo morro tienes, chica -le dice, riendo y apretando el acelerador-. Con ésta, tu segunda faena, ya te puedes despedir para siempre del doctor Rebollo. ¿Cómo es posible que seas tan diabólica con él? Ja, ja.
   -Oye, Rufo, no te pases -le contesta Diana-, yo le aprecio y admiro. Sólo que mis aspiraciones no acaban de ajustarse a las suyas, a pesar de que reconozco que ha cambiado de forma espectacular, desde que lo dejé hace cinco meses.
   -¿Te imaginas qué cara va a poner, cuando se levante y vea que  Diana ha volado con su querido pajarito? Menudo cabreo va a coger. ¿Se atreverá a presentarse, sin él, en el salón de congresos?
   -Si te soy franca -le confiesa, en tono serio-, estoy muy arrepentida de esta canallada.
   -¡Vaya! ¿Y ahora venimos con ésas? No me vengas con pijerías. Quedamos en que íbamos a aprovecharnos de su rara ciencia y de su absoluta candidez. No cabe duda de que este prodigioso artefacto -que no comprendo cómo lo haya logrado o de dónde lo ha traído- es un ingenio maravilloso que se ajusta rigurosamente a los planteamientos y procesos lógicos.
   -Sí, es verdad -le dice Diana-, este aparato debe de ser muy valioso, cuando esos dos señores que presenciaron la demostración, te ofrecieron tanto dinero, si conseguías mangarlo para ellos.
   -No, Diana, no se trata de un vulgar robo. Nuestra acción está justificada. Ten en cuenta que, según he podido averiguar, esos señores pertenecen a un club internacional de importantes personalidades, que tiene el sublime objetivo de transformar el mundo. Se llama NOSEFUMO (acrónimo correspondiente a" Notábili Servitori Futuro Mondiale"). Su preocupación y misión es la de tener bien sujetas las riendas de las políticas de todos los Estados, de manera que todas vayan encaminadas al triunfo pleno del liberalismo feroz, frenando el crecimiento demográfico, quedando reducidas las clases inferiores en proporción inversa al servicio que presten, y reservando los limitados recursos del planeta para las clases privilegiadas. El club suele reunirse, periódicamente, en distintos países y ciudades, que procuran no publicar.
   -No veo muy claro lo que me estás diciendo, Rufo, pero deduzco que ese pajarraco puede serles de gran utilidad para lo que ellos pretenden.
   -Así es -le contesta Rufo-. Su intención es que, tan pronto como el ingenio esté en su poder, llevarlo al centro del club en donde se está celebrando la reunión cumbre, que, este año, es cerca de Washington. Ellos temen que este aparato llegue a convencer a muchos Estados sobre la necesidad de aceptar y favorecer el triunfo de la racionalidad y la ética, para hacer posible el cumplimiento  del auténtico objetivo del Estado: la realización de la libertad y el bienestar de todos los ciudadanos, como  defiende Rodrigo Rebollo, mi profesor preferido, aunque no te lo parezca. De ahí su interés en conseguirlo para ellos, para aplicarlo a sus propios fines y evitar, al mismo tiempo, que la morralla de la clase media y baja se beneficie de sus portentosos servicios.
   -Chico, pues, a mí casi me está entrando reconcomio por esta faena. ¿A ti no? Ja, ja.
   -Ya sabes, Diana, a nosotros como a ellos, lo que nos mueve es la pasta. Lo demás son cuentos chinos. Y quinientos mil euritos no son moco de pavo. ¿No te parece?
   -Calla, calla, que me están dando escalofríos sólo con pensarlo. Y después de cobrar ¿qué haremos? Tú estás libre de sospecha, claro está, pero ¿y yo, a dónde me voy?
   -¡Vamos, vamos, Diana, despierta y piensa, que ya eres mayorcita! ¿Quién
puede acusarte de haber robado ese artefacto? ¿Rodrigo Rebollo? Ese hombre es incapaz de denunciarte porque, aparte de que, por lo que me has contado, está pirrado por ti, es un hombre que vive en su pecera filosófica, y le trae al pairo los ruines intereses y trifulcas mundanas. Además, si ese aparato le importara mucho, lo mismo que consiguió o hizo ése, conseguiría o haría otro igual, pues el que hace un cesto hace ciento, como bien dice el refrán. Y por lo que se refiere a los tres amigos que le acompañaron  en la exposición, no me digas que temes alguna represalia por su parte, ya que, más que personas de carne y hueso, parecen entelequias disfrazadas de muñecos de cómics.
   -Sí, es verdad -reconoció Diana-, y, además, a lo hecho, pecho. Así que, pasemos página. ¿En dónde nos esperan esos intermediarios?
   -Se trata de  una especie de merendero, rodeado de pinos, con bancos y mesas, que hay en un entrante de la carretera, próximo al aeropuerto. Lo he programado en el gps del coche.

   Recorrimos, en silencio, algunos kilómetros más, cuando observo que Rufo acciona el intermitente del coche para entrar en la zona de descanso, y lo detiene cerca de otro coche que estaba aparcado bajo unos árboles.
   Oigo abrirse las puertas del coche vecino; me estiro un poco, consiguiendo ver a dos individuos, trajeados, que se acercan al coche de Rufo. Uno de ellos lleva un maletín y el otro una potente linterna. Sale Rufo del coche y les estrecha la mano, mientras les dice unas palabras que no llego a captar con claridad. Abre el maletín su portador, acercándolo a la cara de Rufo, mientras su compañero alumbra con la linterna.
   -Aquí está lo acordado -dice el del maletín-, quinientos mil euros. Como ves, son cinco fajos de doscientos billetes de quinientos euros cada fajo.
   -De acuerdo -contesta Rufo-, pero no os importará que haga un rápido recuento, con la ayuda de Diana, mi compañera.
   -Por supuesto,  esperaremos a que hagas la comprobación -dijo el del maletín.
   Salió Diana fuera, dejando abierta la puerta, momento que yo aproveché para escapar, también, protegido por la oscuridad de la noche. Rápido, me oculté entre una papelera y un banco que había a un metro del coche.
   Rufo tomó uno de los fajos y lo fue contando en grupos de veinticinco billetes que entregaba a Diana. Hecha la comprobación lo volvió a colocar en el maletín y, en cuanto al resto, se conformó con hacer pasar, fugazmente, ante sus ojos, los billetes de cada fajo con el roce de su pulgar.
   -¿Conforme? -preguntó el del maletín.
   -Sí, ya es suficiente -aprobó Rufo, mientras Diana sacaba del coche el bolso negro con el oropendolino.
   -Bien. Ahora nos toca a nosotros comprobar el ingenio del doctor Rebollo -dijo el otro emisario-. Sáquenlo del bolso, por favor.
   Rufo descorrió la cremallera,  cogió el artefacto por su base,  y  lo puso a la altura del pecho de éste.
   El emisario, sin titubear, dio con su índice tres toques en el pico del oropendolino. De inmediato se iluminó con una luz violeta, mientras una voz, agradable, aunque algo indefinida, preguntaba cortésmente:
   -Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarles?
   -Pues... quisiera preguntarle quién es su dueño.
   -Mi dueño es el profesor  don Rodrigo Rebollo, doctor y catedrático de filosofía, con residencia en Madrid, calle...
   -De acuerdo, de acuerdo, ya vale. Muchas gracias dijo el emisario, volviendo a tocar el artefacto en otros puntos, apagándose la luz violeta.
   -Bien, no es preciso más comprobaciones. Aquí tenéis el dinero -dijo el otro emisario entregando a Rufo el maletín-. Si hubiera algún problema, ya tendríais noticias nuestras. Mejor que no las haya -dijo con sonrisa enigmática.
  Los emisarios entraron en el coche y salieron, precipitados, con dirección al aeropuerto; mientras Rufo y Diana lo hacían hacia Madrid.

   Me senté en el banco a esperar. ¿A esperar qué? La verdad que me quedé sin saber qué hacer. ¿Cómo me las arreglaría para contactar con Samuel, Don Quijote o Jeguelín?  Jeguelín estaría de siete sueños, aparte de que le habían privado del oropendolino, el único receptor de mensajes de que disponía; y con Samuel y Don Quijote tampoco podía comunicarme. Tendría que resignarme y esperar a que Jeguelín descubriera la desaparición de Diana y del oropendolino, y dispusieran venir a buscarme, utilizando la janua-témporis de Don Quijote, feliz acontecimiento que no tendría lugar antes de las once horas, según mis cálculos.
   Pero, una vez más, hube de reconocer que nunca sabemos, con absoluta certeza, qué puede ocurrirnos de un momento a otro. En esta ocasión ya me estaba resumiendo, dentro de mí mismo, como un friolero caracol, y empezaba a recordar y meditar sobre otros momentos difíciles y, no obstante, superados airosamente, cuando veo caer del cielo -al tenue resplandor del cercano aeropuerto- una figura humana, planeando con su capa, extendida como un parapente. En seguida lo reconocí. Era Samuel con Don Quijote en uno de los bolsillones de su capa, braceando como un molino de viento, y gritando igual que un cabrero, tratando de que otro le oyera, con un monte por medio.
   En un momento les resumí cuanto había visto y oído desde que salí camuflado en el bolso, recalcándoles que el oropendolino se lo habían llevado dos individuos, miembros del club internacional  "NOSEFUMO", a cambio de 500.000 euros que entregaron a Rufo y a Diana, en un maletín. Éstos se marcharon hacia Madrid, mientras que los del club se dirigieron, a toda marcha, al aeropuerto, ya que, por la conversación que les había escuchado a Rufo y a Diana, esta misma madrugada saldrían con el oropendolino, en avión privado, hacia el lugar, próximo a Washington, en que estaban celebrando la reunión cumbre del club "NOSEFUMO".
   -¿Nosefumo? ¡Qué nombre tan raro! -comentó Don Quijote- ¿Acaso es un club de exfumadores?
   -No, don Alonso -contesté rápido-. Ya os informaré minuciosamente, cuando estemos más tranquilos. Ahora lo que debemos hacer es ir, sin dilación, a donde ellos estén, con la ayuda de la janua-témporis. Si tenemos suerte, es posible que estén todavía en el aeropuerto, a la espera del avión.
   -No se hable más y da la orden a la janua-témporis, para que nos lleve hasta ellos, en no más de cinco minutos -rogó Samuel a Don Quijote.
   Mas las prisas nunca fueron buenas. Don Quijote, con semblante y gestos alterados por los nervios, se palpaba el pecho, gritando:
   -¡La janua-témporis no está en el colgante de mi cuello!
   Rápido, encendí mi broche transmisor y, con la tenue luminosidad que proyecta, buscamos por el suelo la preciosa joya. Palmo a palmo rastreamos y miramos, minuciosamente, en un diámetro de ocho metros alrededor nuestro, lo que nos entretuvo diez minutos sin éxito alguno.
   Nuestra desesperación, más que verse, se palpaba.
   -¿Qué hacemos?
   Y, oh prodigio del intellectus appressus (o appretatus, en latín macarrónico), una luminosa idea se encendió en mi cacumen; "¡el bolsillo de la capa de Samuel, en donde había viajado Don Quijote!" Di un brinco hasta el bolsillo, sobresaltando a Samuel, que no se lo esperaba, y... allí estaba la merlinesa janua-témporis. Con los incesantes ajetreos bolsilleriles de Don Quijote, no era extraño que la joya se le desprendiera del colgante.
   -Démonos  prisa -dije, enntregándosela a Don Quijote-. Los del club hace ya cuarenta minutos que partieron de aquí.
   -No importa -recalcó Don Quijote, firme y muy sereno, mientras se la volvía a engarzar, apretando bien el cierre, y se la acercaba a los labios, como si fuera a besarla-. Estén donde estén, mi querida joya nos llevará hasta ellos.

   Una vez introducidos en los bolsillones de la capa, y pronunciada la orden de que nos llevara a dondequiera que se hallare el oropendolino, nos elevamos por los aires, sorprendiendo, quizás, a algún ufólogo insomne o a alguna lechuza alegre, de regreso del botellón-fin-de-semana. En cuestión de breves minutos la janua-témporis comenzó a parpadear, indicándonos que nos hallábamos sobre la vertical de nuestro objetivo. Abajo, en el aeropuerto, veíamos una pista para vuelos especiales.
   -Mirad -dijo Samuel, señalando al andén-, ahí se ven  a dos individuos, paseando.
   -¡Ellos son! -exclamé-, Junto a ese banco han dejado el bolso con el oropendolino. Aprovechemos, ahora que se han alejado del bolso, para caer junto a él.
   Samuel, protegido por la penumbra, aterrizó a otro lado del banco, detrás de una máquina expendedora de refrescos, situada junto al banco y el bolso.
   Los dos hombres, ahora abrigados con negros gabanes, parecían visiblemente impacientes en su espera, ya que dirigían continuas miradas a las pistas y a sus relojes.
   Samuel, rápido como un felino, atrapó el bolso, se lo colgó a la bandolera y, dando un salto hacia arriba, inició el vuelo, extendiendo la capa a lo supermán.
   Los paseantes, alertados por algún ruido producido en nuestro despegue, giraron hacia atrás la cabeza, descubriendo que el bolso había desaparecido. Instintivamente, miraron para arriba y, al vernos volar por  encima de ellos con el precioso botín,  fue toda una gama de gestos, voces, saltos,  puñetazos al aire y rostros coléricos, la que vanamente nos dedicaron, viéndose tan lindamente burlados. En seguida, uno de ellos, sacó el móvil y se puso a hablar, seguramente con el piloto del avión que estaban esperando.
   Mientras ascendíamos a una considerable altura y nos distanciábamos del aeropuerto, deliberábamos hacia dónde deberíamos dirigirnos.
   -Supongo que a casa de Jeguelín -dije, con el mayor aplomo-, pues estará desesperado por la incomprensible desaparición de Diana y del oropendolino.
   -No, amigo -me contestó Samuel, con tono serio y preocupado-. En tu ausencia ha ocurrido algo tremendo que desconoces.
   -¿Qué ha pasado?
   -Serían las tres y media de esta madrugada, cuando oímos a Jeguelín que pedía auxilio, con gritos desesperados. Don Alonso y yo bajamos precipitados hasta su habitación. Empujamos la puerta y nos lo encontramos arrodillado en el suelo, doblado sobre sí mismo, sujetándose el vientre.
   -¡Me muero, me muero! -repetía con claras muestras de dolor y aturdimiento.
   -¿Qué te pasa? ¿Has tomado algo? -le preguntó don Alonso, mirando el líquido blanquecino de un vaso que estaba sobre la mesita.
   -Sí -explicó, con dificultad Jeguelín-. Anoche, cuando os retirasteis a la habitación, Diana me trajo ese vaso con un líquido, diciéndome que me iba a dejar muy relajado, asegurándome que dormiría toda la noche y me dejaría en plena forma para asistir al debate.
   Una vez acostado, ella me acercó el vaso, bebí el líquido, y, en el momento en que ella salió de mi habitación, me quedé profundamente dormido. Pero, a eso de las tres y media, me he despertado. He entrado en la habitación de Diana y, al no verla allí, la he buscado por toda la casa, descubriendo que también faltaba el bolso con el oropendolino. A continuación me han sobrevenido unos terribles dolores de tripa, que siguen en aumento. ¡Ay, ay, Diana! ¿Por qué me has hecho esto?

   -Así se quejaba Jeguelín, tratando de incorporarse -continuó Samuel-. Don Alonso y yo nos apresuramos a auxiliarlo, pero no pudimos evitar que cayera al suelo, como fulminado.   Con el mayor cuidado lo levantamos y lo extendimos sobre la cama, comprobando que, tanto su corazón como los pulmones, habían dejado de funcionar.
   -¿Qué debemos hacer? -pregunté a don Alonso.
   -Creo que conocemos bien a Jeguelín. No es un ser humano corriente y moliente, como cualquier otro. Parece que está muerto, pero ¿quién sabe? Por nuestra parte, lo mejor que podemos hacer por él es no perder tiempo y tratar de rescatar el artefacto -me aconsejó don Alonso.
   -Exacto, eso le dije -confirmó Don Quijote-. Y, acto seguido, salimos de la casa, cerramos la puerta, y tras colocarme en el bolsillo de su capa y dar orden a la janua-témporis, nos lanzamos volando en tu búsqueda.
   -Gracias, amigos -les dije, de corazón-. Ciertamente, me hallaba apuradísimo. Pero lo que me contáis de Jeguelín me ha dejado helado. Ante estas nuevas y lamentables circunstancias opino que deberíamos dirigirnos a nuestra cabaña de la playa, y allí guardar y custodiar el oropendolino como oro en paño; pues, según nos aseguraba Jeguelín y nos lo ha confirmado el interés patente y desorbitado de ese club internacional por adueñarse del mismo, se trata de un magnífico ingenio, que puede convertirse en un instrumento imprescindible para acelerar la transformación de los sistemas, injustos y faltos de ética de muchos Estados, en otros en los que la racionalidad prevalezca por encima de cualquier interés o ideología particular e insolidaria.
   -Amigo Tinterico -me confesó Don Quijote-, mismamente es lo que, también yo, creo lo más oportuno que debemos hacer: quedarnos en la cabaña, custodiando este precioso tesoro, que promete introducirnos en el preludio de una nueva etapa dorada, aquella en la que no existían las palabras tuyo y mío.
   -Así es -reconoció Samuel-. Jeguelín,  tal como lo dejamos en su cama, no mostraba signo vital alguno.  Por lo que, como vosotros, pienso que lo mejor que podemos hacer por él es aportar nuestro esfuerzo en hacer realidad su magnánimo proyecto: el de facilitar y acelerar el triunfo de la racionalidad en la ordenación y gobierno de todos los Estados, empezando por el nuestro. Y no cabe duda de que ese ingenio, el oropendolino, puede ser decisivo para un rápido y feliz desarrollo del proceso del que nos hablaba Jeguelín.
   -A propósito de ese mágico y portentoso invento, que tanta admiración y recelo ha despertado:  tengo sobre él una personalísima opinión que me gustaría participaros -les dije, provocando en ellos una súbita reacción, que capté en seguida.
   -Desde que Jeguelín nos mostró de qué era capaz ese pajarito,  tampoco deja de revolotear en mi cabeza una idea relacionada con él -manifestó Don Quijote.
   -Es curioso, pero también yo pensé, viéndolo actuar -remachó Samuel-, que ya hacía varios años que el silbo de ese pájaro había empezado a transformar el mundo.
   -¡Sorprendente! -exclamé- Jeguelín no nos ha revelado el auténtico sentido de este prodigioso aparato, mas  creo que nuestra opinión coincide en que no se trata de otra cosa sino de un símbolo de la arrolladora y actualísima tecnología (especialmente la informática) que, a pasos agigantados, se está convirtiendo en un maravilloso instrumento, riguroso y fidedigno, al servicio de la estricta lógica. Un instrumento que, en un futuro próximo, será capaz de analizar y diagnosticar los problemas y cuestiones más complejos y sus posibles  consecuencias más inesperadas, tanto a nivel individual como colectivo.  Y que, además, podrá asesorar sobre la solución más  eficaz, segura y rápida; desempeñando, también, la imprescindible labor de denuncia y control sobre la rectitud y eticidad de cualquier norma o ley, vigente o inexistente;  así como de quienes las infrijan. En resumen, un instrumento, cada día más imprescindible, para el correcto gobierno del Estado en el ejercicio de su triple poder.
   -Coincido plenamente en tu apreciación, amigo Tinterico -dijo Samuel-, y, desde luego, cuántos males y desgracias podrían haberse evitado o aliviado en el pasado, de haber existido este invento.
   -Pero ahí está la otra enseñanza del oropendolino o, lo que es lo mismo, de las nuevas tecnologías: que, antes o después, el viento de la racionalidad termina imponiéndose, como Jeguelín nos mostró -apuntó Don Quijote.
   -Por cierto -añadí yo-, sigo preocupado por la suerte definitiva de Jeguelín. Si te parece, Samuel,  podrías poner en marcha el oropendolino -mientras volamos hacia la cabaña- a ver si consigues que veamos lo que, en estos momentos, esté pasando en aquella casa.

   Así lo hizo Samuel. Descorrió la cremallera, tocó tres veces el pico del pájaro y una  esfera enorme de luz anaranjada apareció sobre el bolso.
   -Buenos días -oímos decir a una voz en off-. ¿En qué puedo ayudarte?
   -Quisiera que nos ofrecieras las imágenes de lo que, en estos momentos, ocurre en casa del doctor Rodrigo Rebollo.
 
   De inmediato, la luz cambió a una tonalidad blanquecina que, poco a poco, fue adoptando el colorido  real de las cosas que,  a continuación, aparecieron. Vemos el hotelito de Rodrigo Rebollo y, en seguida, a Diana en la puerta, tratando de abrirla con una llave que acaba de sacar del bolsillo de la cazadora. Entra en casa y se dirige, resuelta, a la habitación de Jeguelín. Se acerca a la cama, en donde le vemos tendido, inmóvil y con los ojos cerrados. Rápidamente, Diana saca del bolsillo una píldora que le introduce en la boca; le da masajes y le mueve  las piernas y los brazos. De pronto, vemos que Jeguelín abre los ojos y sonríe a Diana con su cómica y habitual sonrisa.
   Tal fue nuestra sorpresa que gritamos al unísono:
   -¡Jeguelín está vivo! Tenemos que volver a su casa.
   -Esperemos un momento -recomendó Samuel-. A ver qué hablan entre ellos.

   "-¡Diana querida!  Pensé que te habías marchado y me habías abandonado para siempre. ¿Cómo y por qué me dejaste aquí, en estado catatónico? Y mis amigos ¿a dónde han ido?
   -Ay, tontuelo, sigues sin conocerme. ¿Cómo te iba yo a abandonar? De sobra sabes que mi mente es pragmática, y que pienso que lo de tus teorías y cuestiones filosóficas, serán todo lo interesantes que quieras, pero a mí me resbalan como si estuvieran enjabonadas. Por eso, porque todavía te aprecio, he entregado el oropendolino a unos señores, que ayer asistieron a tu demostración en el salón de congresos. A cambio de ese aparato nos entregaron quinientos mil euros, que  he repartido a partes iguales con mi amigo Rufo. Él me ha ayudado a realizar la operación. Mi parte la he dejado en mi casa. Ya te la entregaré.
   -No, Diana, no tienes que darme nada.  Ten en cuenta que ese ingenio no es un invento exclusivamente mío, porque, en realidad, se trata de un simple remedo o representación de la actual tecnología informática. A los asistentes a mi exposición les impresioné con ese curioso artefacto, que no es más que un divertido juguete en comparación del complejo entramado lógico de internet y sus innumerables aplicaciones.
   -¡Eres un cielo, Rodrigo! Soy todo tuya -dijo, dándole un sonoro beso!"
 
   -Creo que ya es suficiente con lo visto y escuchado -opiné yo-. ¿Seguís pensando que debemos cambiar el rumbo hacia la casa de Jeguelín?
   -Por supuesto -manifestó Don Quijote-. Así será mayor el gozo de Jeguelín y de Diana.
  -Sí, también yo lo creo oportuno -dijo Samuel-, pues, aparte de esas razones, creo conveniente abrirle más los ojos a Jeguelín que, por lo que se refiere a Diana, sigue columpiándose en paradisíacas nubes de algodón.
   -¡Mirad! -exclamó Don Quijote, señalando hacia adelante- El faro esbelto, hercúleo y paternal... Más allá el hermoso templo de góticas nostalgias, reverberante por los dorados rayos del sol, ascendiendo tras el pinar.
   -Y ahí abajo -continué yo-, los corralones, junto a la playa, escurridos por la bajamar, pululando cangrejos y camarones en los rumorosos charcos.
   -¿Qué es eso que se oye? -pregunta Don Quijote, con semblante súbitamente turbado.
   -Parece el fragor de un avión, acercándose, por levante, desde la lejanía - dijo Samuel, irguiendo el busto y acelerando el vuelo en esa dirección.
   -¿No será, quizás, ese viento, del que nos hablaba Jeguelín...?  -aventuré yo.
   -¿?
   ¡¡Shuisssbooouuummm!!




                                                       EPÍLOGO


   Ésas fueron las últimas frases intercambiadas por nuestros amigos.
   Supuestamente, algo apareció, por el levante, en la lejanía. Algo rápido y depredador, como un halcón, enfiló su morro incandescente y directo, contra la silueta de Samuel. Lo que fuera, seguido de una formidable explosión, impactó contra ellos, produciéndose, a continuación, el silencio y la oscuridad en el broche grabador de Tinterico.

   Fue, después de varias semanas de ese fatal desenlace, cuando -al no tener noticia alguna de ellos-, decidí pasar unos días en esa playa sureña, en la que tantas aventuras habían protagonizado y escuchado. Me empujaba una vaga esperanza de averiguar algo sobre su paradero.
   Me hospedé en el mismo hotel en que, según mis conjeturas, se hospedó Ricardo, uno de los personajes de mi anterior relato. A otro día, muy temprano, fui paseando por la playa, hasta el punto en que, según mis cálculos, debería de quedar enfrentado a la cabaña de nuestros amigos.
   Mas, antes de dedicarme a su búsqueda, no pude reprimir el impulso interior que me animaba y seducía, como un silbo de sirena, a sentarme en la rocosa cerca de uno de los corralones, escurridos por la bajamar.
   Llevaba varios minutos disfrutando del sol y la tibia brisa, que acababan de remontar el cercano pinar, cuando el destello dorado de un objeto metálico, semicubierto por la arena y el agua, captó mi atención y curiosidad.
   Me incorporé y me acerqué a examinarlo. Experimenté una inexplicable emoción, así como un extraño presentimiento, mientras lo desenterraba y aclaraba en el agua.
   -Pero... ¡si esto es parte del tintero que desapareció de la mesa de Edu, hace cinco años! -susurré- No me cabe duda. Esta pieza corresponde al tintero propiamente dicho, y representa el pilón o abrevadero en que Don Quijote veló sus armas. Falta la figurilla del Hidalgo con su lanza... ¿Qué les habrá ocurrido?
   Mientras lo examinaba, minuciosamente, noté que algo rodaba en su interior. Levanté la tapita de bisagra, que cerraba el tintero. Mi sorpresa fue mayúscula. Era un pequeño broche-alfiler, formado por una hermosa piedra verde, ovalada y pulida. La tomé entre mis dedos y -¡oh, cielos!- el broche se enciende y resplandece con una preciosa luz esmeralda, al mismo tiempo que oigo las voces de Tinterico y demás personajes, que  intervienen en este relato.
   Me volví a sentar en una de las rocas y escuché, desde el principio, este último capítulo, grabado por Tinterico, hasta el momento en que se oye la explosión y se apaga el broche transmisor.
   Fue, entonces, cuando comprendí que, aquel trozo de latón y aquel broche, eran las únicas reliquias que había logrado recuperar  de aquellos  amigos.
   Apostaría que sus espíritus se hallan, felices, en otro mundo vecino, metidos en parecidas aventuras que, quizás, algún día o noche, lleguemos a escuchar, directamente, de sus propios labios. 
   Y de lo que estoy plenamente seguro es de que ellos han desaparecido, para siempre, -¡oh, presuntuosa y vana certeza nuestra!- de este mundillo que Edu bautizó como Tintero jubilado.
   No obstante, espero seguir publicando, en este espacio, otros posibles e imposibles relatos, aunque no vinculados entre sí, como hasta ahora venía haciendo.  Ya es hora de que deje a esos amigos disfrutar de un merecido descanso, allá donde se encuentren.
   Y una cosa que se me olvidaba por aclarar. Del oropendolino no quedó ni rastro. Y sobre lo que impactó contra ellos, todo son conjeturas. Pudo ser un bólido lanzado por el poderoso NOSEFUMO; o, quizás, un enorme pez volador reivindicativo y cabreado; o, -¿quién sabe?- un meteorito cabezón, empeñado en cumplir, por su cuenta, el vaticinio maya. Evidencias no existen.
   Un abrazo y felices navidades 2012.
   Dunscotiano.  

                                                                                             
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