El palco etéreo - (Cap. I)

sábado, 4 de mayo de 2013

















 



-Así me gusta, chicos. Os felicito por vuestra puntualidad y tacto para no despertar ni molestar 

a ninguno de los innumerables espíritus que habitan este maravilloso mundo.
  -Simplemente hemos actuado de acuerdo con las normas lógicas del mundo espiritual. A ti, Xiscu, te han nombrado narrador de esta historia, razón por la que te han documentado con toda la información requerida. Por eso te consideramos nuestro jefe en la excursión al mundo terrestre que, de inmediato, vamos a emprender y, también, nos comprometemos a seguir tus indicaciones y practicar, en grado sobresaliente, la virtud más adecuada en cada momento.
   -Gracias, Neñovet. Me satisface haberte encomendado la elección del vehículo que nos transporte a la Tierra, así como su conducción hasta el palco etéreo. Confío en tu destreza para no perdernos por los andurriales de ese universo violento en que sobreviven la sufrida Tierra y sus heroicos moradores.
   -No lo sabes tú muy bien, Xiscu, porque nunca has tenido esa experiencia. De los siete espíritus que vamos ahora a viajar a la Tierra, sólo la han tenido Fañtduv, que vivió como monje medieval escocés, y yo, que viví como galgo al servicio de un cazador español. No podéis haceros ni una somera idea de lo duro y difícil que es vivir en ella, sobre todo para los seres vivos inferiores al ser humano. Sin embargo, no me importaría repetirla, aunque, a poder ser, como ser humano. ¿A ti, Fañtduv, no te gustaría volver a nacer allí?
   -Ay, amigos, ¡vivir en la Tierra...! -Fañtduv paseó su  celeste y abstraída mirada sobre cada uno de nosotros, acomodados en el disco de luz anaranjada, dispuesto a despegar- Pues sí, Hemhu, sí que me gustaría, y más en estos tiempos en que la cultura de la humanidad ha progresado tanto, aunque no en todos los aspectos. Mirad...
   -Me estáis poniendo los dientes largos, como dicen los terrícolas, ¿no es así? -dijo Kuwutu, riendo- Cuando volvamos del viaje, voy a apuntarme en la lista de candidatos a vivir en la Tierra, sin condiciones ni preferencias. Y perdona, Fañtduv, que te haya interrumpido.
  -Bien -continuó Fañtduv- Sin lugar a dudas, no existe mundo más perfecto, armónico y deleitable que  nuestro mundo espiritual, pues se rige y funciona rigurosamente de acuerdo con los más estrictos principios lógicos, éticos y estéticos. Asimismo los espíritus de este mundo privilegiado poseemos unas facultades intelectivas muy superiores a las del más sabio e inteligente de  los humanos. Por el contrario, la realidad del mundo  terrestre es una inmensa y disparatada suma de paradojas; una mezcolanza de bien y de mal, de lógica y desatino, de amores y de odios, de racionalidad y de disparatada locura, de fugaces placeres y de insoportables y continuos sufrimientos. No obstante, y a pesar de todos sus aspectos negativos y abominables, también es cierto que la realidad del mundo terrestre y, sobre todo, de la vida  humana y animal, posee la mágica propiedad  de que todo lo que ella es, o en ella se hace -aun cuando se trate de auténticas aberraciones-, cobra un eminente valor estético,  impensable en la realidad del nuestro, pero subyugador y entrañable para los que viven o han  vivido en la Tierra. Pronto podréis comprender lo que digo. ¡Qué mundo tan desconcertante y diferente al nuestro, tan exacto, justo, armónico y apacible, donde la inseguridad y el temor son conceptos desconocidos!
   -Así es -corroboró Qutovoxu, incorporándose sobre el disco anaranjado y señalando al fantástico panorama que desde aquella altura se divisaba-. Acaba de amanecer, y ved cuántos grupos de espíritus madrugadores se mecen ya en el tibio aire, creando artísticos cuadros en la bóveda rosa de la alborada. Mirad ahí abajo, en la ladera de esta montaña, la cascada de luz cegadora, de la que parten riachuelos espejeantes que avivan el verdor de los prados, el arrebol de las florecillas y la sutileza de los espíritus que beben el jugo níveo de esas cumbres. Ved y escuchad los rítmicos movimientos y hermosas melodías de esos espíritus, danzarines y músicos, creadores de escenas de ensueño. Y, más allá de las praderas, el océano, poderoso y palpitante, forjando sobre su inmensa superficie hermosas historias, que muchos espíritus  contemplan, felices, desde las playas diamantinas o surcando el aire, perfumado de algas y de sal.
    -Bueno, qué, ¿nos vamos ya? -preguntó, con franca impaciencia, Kuvutu- De lo contrario, Tomiñvi, se va a desplomar sobre el suelo de la oblea, vencido por el sueño.
   Tomiñvi, el espíritu investigador silencioso, se limitó a esbozar una sonrisa, sin levantar la mirada. 
 
   Una vez sentados en corro sobre aquella oblea de luz, dí orden a Neñovet de despegar hacia la Tierra. El disco, dirigido y controlado por el sabio y firme mando telepático de Neñovet, giró a velocidad de pensamiento, se levantó cinco metros sobre la cima de la montaña nevada y se lanzó a las alturas, trazando una fantástica parábola hacia el universo bigbanguino.

   ¡¡Shiuuuuuuuuuuh... yam, yam, yam, klin, klan, klon, iuuuuuuuuufff!!

   -¡Bravo, Neñovet!  Ya hemos entrado en él. ¡Dales una lección a esas esferitas para que aprendan a correr y a esquivar!
   -Así que, amigos Fañtduv y Hemhu ¿éste es el temido universo violento del que nos hablabais? Yo más bien diría que se trata de un jueguecito con que se entretienen Álex y Dani.
   -¡Toma ahí una pasada magistral, artística y superrápida! -exclamó Kuvutu, rebotando sobre el suelo de la oblea- Acabamos de atravesar cinco galaxias seguidas, en el breve intervalo del gri-gri del grillo que escuchamos en la galaxia del Sombrero.
   -¡Cuidado, Neñovet, que estamos ya en la Vía Láctea, y hay mucho pedrusco suelto! -gritó el silencioso Tomiñvi- Lo tengo bien investigado.
   -¡¡Huuy!! No ha faltado nada para que nos estampemos contra el cuerno derecho de la Luna en cuarto menguante, ja, ja, ja -dijo, riendo, Hemhu.
   -¡¡Tieeeerraaa!! -grité, emocionado, a la vista del planeta azul.
  -¡Qué maravilla! -dijo Tomiñvi, dando rienda suelta a una emoción, jamás experimentada, conforme se iban perfilando y coloreando los océanos, continentes, montañas, campos y ciudades alumbradas por un sol de oro.
   -Ahí se ve Europa -susurró Fañtduv-. Cuántos hermosos recuerdos... Escocia... Oxford... París...
   -¡Como España, nada! -dijo Hemhu, señalando hacia abajo- Parece que fue ayer cuando yo corría junto a mi amo don Alonso, persiguiendo liebres o mariposas por los campos manchegos...
   -¡Eeeeh! ¿Qué pasa? -pregunta Qutovoxu, alarmado- ¿Cómo es que caemos ahora en picado y a toda marcha, Neñovet? ¿No ves que vamos a despanzurrarnos contra ese bloque urbano?

   ¡¡Zaaahs!! ¡¡Ploof, ploof, ploof!!

   La oblea de luz anaranjada patinó cuatro metros sobre el pulido pavimento de  la amplia terraza de un bloque de viviendas de ocho plantas, en un barrio céntrico de Madrid, quedando encajada entre dos jardineras con sendas palmeras gráciles y esbeltas.

   -Esta terraza -comencé a informar a mis colegas- pertenece a los dueños de la única vivienda habitada que hay en la planta octava, un matrimonio formado por Adelaida y Abelardo, dos de los nueve personajes que intervendrán en la historia que a continuación vamos a contemplar, escuchar, admirar y enjuiciar. ¿Por qué hemos elegido, precisamente, su historia y no otra?
   -Obviamente -se adelantó Kuvutu- porque todos ellos pertenecían a nuestra panda de amigos en nuestro mundo espiritual, antes de que vinieran a vivir aquí como seres terrestres.
   -Exacto -continué yo-. ¿Os acordáis de nuestros amigos Usha y Ducesf? Bien, pues, en ésta su vida terrestre, el ocurrente Usha ha pasado a ser  Adelaida, y el metódico y juicioso Ducesf es Abelardo, su marido. Una curiosa coincidencia que ellos, durante su actual experiencia en la Tierra, no pueden descubrir, obviamente. Pero, acomodémonos en nuestra acogedora oblea, rodeados de tiestos de aromáticas y hermosas plantas, en este improvisado palco etéreo, donde  vemos también una fuente con grifo dorado, una larga manguera enroscada, dos bancos de madera enfrentados, una caseta trastera y un grueso pretil, bordeando el cuadrilátero de la terraza.
   Y ahora dispongámonos a ver y escuchar, a través de nuestro disco mágico y polivalente, un fragmento muy importante en la vida terrestre de nueve de nuestros amigos y compañeros de grupo en el mundo espiritual y que, por razones aleatorias o disposiciones de arriba, en esta historia vuelven a relacionarse entre sí, aunque de forma muy diferente.  Y los primeros que entran en escena son Usha y Ducesf.
    Es una tediosa tarde del domingo, 17 de marzo. Adelaida ve la tele mientras plancha la ropa. Abelardo escribe, taciturno, sobre la mesa del salón. 




   -Vaya tarde tan mustia y desapacible... -se queja Adelaida, mientras plancha- Lleva todo el día lloviznando. Cualquiera diría que dentro de cuatro días entramos en primavera... Dentro de una semana, el veintiocho de marzo, Iván cumpliría treinta y dos años.
   -¿Cumpliría? -dice Abelardo- ¿Piensas que haya muerto?
   -No sé, pero para nosotros, es como si hubiera dejado de existir aquel 13 de junio de 1985. Desde aquel día yo también morí en los aspectos más importantes de mi ser...  Sí, Abelardo... Yo me casé contigo en 1976, muy enamorada e ilusionada. Pero, muy pronto, mis sentimientos afectuosos hacia ti se fueron enfriando, debido a tu egoísta forma de ser, siempre recluido en ti mismo, incapaz de ponerte en mi lugar para descubrir mis necesidades afectivas de palabras y de gestos cariñosos,  invariable siempre en esa actitud tuya, fría, silenciosa, huraña, centrada en tu propio yo, en tus complejos, rencores y paranoias.
   -Bueno, Adelaida, no volvamos a reavivar la hoguera. Desde hace años sólo quedan cenizas de aquélla. Deja que el viento de los años termine barriéndolas.
   -No, Abelardo, no pretendo reavivar la hoguera de la discordia, al contrario. Ya somos mayores. Nos hemos soportado estoicamente durante tantos años que he tenido tiempo para pensar y reconocer que yo, también, tengo mucha culpa.
   -¿Ah, sí?
   -Sí, Abelardo, aunque tarde, quiero pedirte perdón por mi falta de tacto y comprensión contigo, mis frecuentes broncas y reproches acusándote de falto de sentido práctico, de torpeza para relacionarte y rivalizar con la gente, luchando para prosperar y sobresalir en la vida con actividades lucrativas, en lugar de perder el tiempo con esas tus aficiones literarias, carentes de utilidad alguna.

   Durante una prolongada pausa Adelaida y Abelardo se mantuvieron callados y pensativos, mientras en la terraza Xiscu dice a sus compañeros:


   -Ved y escuchad unas secuencias de la época en que esta pareja inició sus relaciones, escenas que, ahora mismo, están ellos reviviendo en su memoria.
   Nos encontramos en septiembre de 1973. La escena se desarrolla en un modesto restaurante del barrio madrileño en que se halla la biblioteca donde Abelardo ejerce de bibliotecario. Como el restaurante está cerca de la biblioteca, él acude allí a comer cada día.
   Abelardo, en el restaurante, suele sentarse en una de las mesas más aisladas de la sala, desde la que acostumbra seguir el telediario mientras come.

   -Qué, Abelardo, ¿te ha gustado el menú? -le pregunta Adelaida, mientras recoge los platos de la mesa.
   -Sí que me ha gustado, Aelaida. Estoy muy satisfecho con el buen servicio que ofrecéis. Tú bien sabes que vengo a comer aquí desde hace dos años.
   -Por algo será ¿no? -le responde Adelaida con pícara sonrisa.
   -Claro, claro, por la comida y... por la camarera -contesta Abelardo con halagadora intención-. Y, en agradecimiento ¿qué te parece si te invito a un café, ahora que no hay ningún otro cliente?
   -Muchas gracias, Abelardo. En seguida lo preparo.

   Adelaida, airosa y sonriente, pronto vuelve con las dos tazas de café, sentándose frente a él.

   -Huuum... qué bien huele y sabe -celebra Abelardo, tomando un sorbo-. Hace mucho que nos conocemos... Exactamente dos años, desde que empecé a trabajar como bibliotecario, tras ganar la oposición, que mi trabajo me costó, ¡ja, ja, ja! Y... ¿sabes otra cosa? -le pregunta, mirándole fijamente a los ojos.
   -No sé. Dime -le contesta Adelaida, impaciente.
   -Quisiera comunicarte un secreto.
   -A ver, ¿de qué se trata? Me tienes en ascuas.
   -Me gustas mucho, Adelaida... -susurra Abelardo, en voz baja- En cambio, yo a ti me parece que no.
   -Pues no -contesta secamente, mirándole,  sin pestañear, con sus ojos oscuros y tan penetrantes que obligaron a Abelardo a concentrar los suyos en la taza de café.

   Rápidamente, Adelaida se levanta de la silla y  le estampa un beso en la boca, logrando que se ruborice.

   A partir de aquella declaración -sigo yo comentando, quién si no-, Abelardo y Adelaida iniciaron su noviazgo, que duraría hasta el verano de 1976, en que se casaron. Adelaida era cinco años más joven que Abelardo. Ella tenía ahora veintitrés años. A Abelardo lo veía mucho más agraciado que a sí misma. Él era alto, bien proporcionado, de atractivos rasgos, aunque demasiado serio, tímido y metido en si. Pero eran minucias que, en principio, no le importaron.  Era un chico con su carrera terminada, con una profesión estable y lustrosa. ¿Qué más podía pedir?
   Abelardo, en cambio, había dado el paso del noviazgo y de elegirla como futura esposa no movido, precisamente, por un enamoramiento espontáneo y sincero. De Adelaida no le atraía ni su físico, ni su carácter dominante y entrometido, ni su afán por imponer sus gustos, preferencias, criterios y costumbres a los demás, a él sobre todo. ¿Por qué, entonces, se casó Abelardo con Adelaida?
   Sin gran dificultad podría haberse casado con otras chicas, y de hecho trató a un buen número de ellas. Pero, parece ser que no es tan fácil para un ser humano dar con la pareja más adecuada en todos los aspectos a tener en cuenta.¿No es así, Fañtduv?
   -Sí, claro -contesta Fañtduv, el amor de pareja, incluso entre espíritus, tiene sus condicionamientos, en ocasiones bastante extraños, y tratándose de humanos, mucho más. Es normal que la amistad surja cuando existen intereses, gustos, aficiones, coincidencias, etc., comunes entre ambos. Pero también puede surgir, firme y auténtica, aunque borrascosa, la amistad y el amor entre individuos radicalmente opuestos en los aspectos indicados.
   -Exactamente, Fañtduv, ese fue el caso de Abelardo y Adelaida. Él descubrió a Adelaida y vio en ella a una persona con cualidades o características de las que él carecía, o las tenía con signo opuesto a las de ella. A pesar de su falta de sentido práctico, del que Adelaida se quejaba, fue precisamente,ese sentido el que le empujó a optar por ella. A Adelaida le ocurriría otro tanto, aparte de que, en ella, fueron decisivas determinadas circunstancias sobreañadidas a las cualidades o carencias de Abelardo, como pudieron ser el hecho de que tuviera una carrera,  un trabajo curioso, y una presencia aceptable. Los aspectos que no le resultaban gratos prefirió pasarlos por alto, al menos de momento.
   Pero sigamos viendo y escuchando, en esta tarde del 17 de marzo de 2013, a nuestros queridos amigos, a ver cómo han ido devanando  la madeja de la vida que les ha tocado vivir en la Tierra.



   -Reconozco, Abelardo, que fue poco después de casarnos cuando te declaré la guerra y me propuse hacerte la vida imposible con mis continuas broncas, destempladas salidas, caras largas, prolongados silencios y ausencia de toda muestra de afecto. ¿Y todo por qué? Porque me sentí defraudada y decepcionada con tu forma de ser y actuar. Y a eso se añadió la circunstancia, para mí nefasta, de que, cuanto más deseaba quedarme embarazada, más tiempo transcurría sin conseguirlo. Era algo que me sumía en un estado de rabia y frustración, cuyo causante estaba yo convencida de que no podía ser otro sino tú. A qué grado de abatimiento llegué que incluso a ti mismo se te ocurrió invitar a Ángello, aquel amigo tuyo suizo, a pasar quince días con nosotros en la Costa Brava, en agosto de  1980.


   -Atended un momento, amigos. Voy a aprovechar esta nueva pausa,  que nos ofrecen Adelaida y Abelardo en su charla, para mostraros más antecedentes  y datos que explican o esclarecen hechos relevantes acaecidos a lo largo de su relación de pareja. Y, antes de seguir, insisto en aclararos que, como narrador de esta historia, a mi me han documentado en nuestro mundo espiritual con una información exhaustiva sobre la misma.
   Abelardo nació el año 1945, en Cuenca. Era hijo único de un matrimonio bastante mayor. La madre lo tuvo con cincuenta años, cuando el padre había cumplido ya los cincuenta y cinco años. Este era un carpintero trabajador, habilidoso y ahorrador.
    Eran personas sencillas, de cultura básica, y mentalidad muy conservadora, especialmente en sus creencias y prácticas religiosas, traducidas en un gran temor al pecado y a los anunciados castigos del infierno. Esa estrechez de conciencia se la inculcaron a Abelardo desde su niñez, de manera que según crecía en edad, aumentaban su angustia y torturas mentales, tratando de dilucidar si, en una ocasión determinada, hubo o no hubo, por su parte, transgresión de un mandamiento.
   Abelardo es una persona inteligente, no obstante sus muchos complejos. Uno de ellos fue siempre  el sentirse inferior y fuera de la normalidad, tanto física como en cuanto a gustos, aficiones, opiniones, temores, etc. Entre otras imperfecciones que le llevaban a infravalorarse se hallaban: el verse con un aspecto poco varonil por sus rasgos delicados, voz algo aflautada y, sobre todo, su gran timidez y dificultad para relacionarse con los demás. Era, además, muy sensible a los juicios y valoraciones que los demás pudieran dedicarle. De ahí su habitual semblante serio y desconfiado. No soportaba las críticas, bromas, ni que le tomaran el pelo; pero su timidez le impedía  protestar, defenderse o encararse con nadie. Eso explica su carácter poco sociable  y solitario. El lado positivo de ese handicap fue que le  ayudó a dedicarse con mayor aprovechamiento al estudio y a sus aficiones literarias; de manera que, con el apoyo de sus padres, superó fácilmente los ciclos oficiales de enseñanza, incluido el bachillerato, que cursó en Cuenca.
   En 1964 comenzó la carrera de Filosofía y Letras en Madrid. Allí se hospedaba en una pensión, los días lectivos. Los fines de semana solía pasarlos en Cuenca, con sus padres.
   Terminado el primer curso, con notables calificaciones, fue a Suiza con un grupo de estudiantes a trabajar en un hotel, con intención de practicar el francés y ganar algún dinero.
   Aquella experiencia le resultó muy gratificante en muchos aspectos. El viaje, acompañado de  varios estudiantes y muchos emigrantes, en su mayoría gallegos, le resultó divertido. Entre los emigrantes había quienes habían salido por primera vez de sus aldeas, y a alguno de ellos le sobrevino una repentina morriña y ansiedad, llegando a tratar de  bajarse del tren en plena marcha, cuando discurría ya  por el fantástico paisaje alpino.
  A lo largo del recorrido desde Ginebra hasta más allá de Saint Moritz, rara fue la estación en la que no se bajara algún grupo de emigrantes. El grupo de Abelardo fue el último en dejar el tren, más allá de Vulpera.
   Para Abelardo  fue un mundo nuevo el que se desplegó ante él en fantásticas secuencias, que  le provocaron sentimientos y reflexiones que enardecieron su ánimo: La pulcritud exquisita que se observaba por doquier, en pueblos y ciudades, limpios y ornamentados con bonitos tiestos de flores; aquellas majestuosas montañas de vertiginosas cumbres, desafiando a un cielo azul ligeramente pálido; los verdes prados, los numerosos riachuelos de agua cristalina, los elevados y agudos chapiteles de las iglesias de aldeas que surgían, de pronto, en la lejanía... Estaba descubriendo que Suiza era, realmente, un fantástico espectáculo de genuina belleza. 
   El hotel en el que Abelardo iba a trabajar se hallaba en un bello paraje, a orillas del Inn, muy cerca de Austria. Era un hotel de lujo, con orquesta propia para amenizar las veladas de gente de elevado estatus social, asistentes a congresos y convenciones, organizados por importantes  compañías internacionales.
   Llegados al hotel, Abelardo y tres compañeros de viaje allí destinados, fueron recibidos por la directora, Frau Newman, y su secretario, Ángello, un joven italiano -cinco años mayor que Abelardo-, muy simpático y despierto, que hablaba todas los idiomas cantonales de Suiza. Les formalizaron el contrato, informándoles sobre el cheff a cuyas órdenes quedaban supeditados, las tareas a realizar en la cocina y office, así como las habitaciones en que habían de alojarse y las normas y horarios que habían de observar.
   El chef, Monssieur Rudolff, era un alemán fornido, brioso, que se reía y hablaba estrepitosamente en italiano, pero que, cuando se enfadaba, soltaba en alemán una perorata, rápida y detonante como una ametralladora, dejando apabullado al personal. Tenía, además, extrañas costumbres, como la de hacer sus necesidades sentado en el inodoro, con la puerta de par en par, mientras escuchaba la marcha del Tanhäuser en su transistor, con el volumen al máximo. Para Abelardo, ésa fue una experiencia desconcertante.
   Ángello, el secretario de la directora, aparte de simpático y dicharachero que todo lo trivializaba, era bastante libertino y sin escrúpulo alguno. Tenía un carácter decidido, muy abierto, gracioso y descarado, llegando a hacer muy buenas migas con Abelardo, a pesar de la disparidad temperamental de uno y otro. Ambos tenían su día libre el jueves, lo que contribuyó a estrechar más su amistad, ya que Ángello lo acompañaba y se  encargaba de buscar diversión de mil maneras..
   Él le abrió los ojos a Abelardo, dejándolo patidifuso cuando le contó que mantenía relaciones amorosas con la directora Frau Newman, siete años mayor que él, a espaldas de su marido. Ángello se aprovechaba de ella, engañándola como a una adolescente con falsas zalamerías y adulaciones, confesándole que el amor que sentía por ella era puro, desinteresado y  transparente como el agua del Inn. Mas lo que de verdad pretendía era lograr que Frau Newman    le triplicara el sueldo, convenciéndola de que era importante para ambos el que él  se acercara  un poco al nivel crematístico de ella. 
  Tras su estancia en Suiza, Abelardo continuó contactando, periódicamente, con Ángello por correo y teléfono, hasta el punto de que éste no dudó en asistir a la boda de aquél. Adelaida quedó encantada con Ángello por su simpatía y atractivo.
 Y comoquiera que la relación entre Abelardo y Adelaida, tras cuatro años de casados, amenazaba con disolverse, fue por lo que Abelardo  invitó a Ángello a pasar quince días de agosto, con ellos, en la Costa Brava, con la esperanza de que  Adelaida levantara su ánimo.
   Pero volvamos a contemplarlos y a escuchar sus mutuos reproches y  propósitos.


   -Sí, Abelardo, aquellos días lo pasamos muy bien con tu divertido amigo Ángello. Lo que nunca hemos sabido, por lo menos yo, es por qué, desde que Iván nuestro hijo desapareció aquella fatídica tarde del 13 de junio de 1985, no hemos vuelto a saber nada de Ángello.
   -Hum -carraspeó Abelardo- Yo, desde entonces, no he conseguido comunicarme con él, ni por carta ni por teléfono. Si sigue vivo, es raro que no nos llame o nos escriba unas letras.

   Durante un largo minuto se mantuvieron callados, él escribiendo y ella planchando pensativa.

  -Abelardo, dime la verdad, por favor. Cuando yo te dije que Iván no era hijo tuyo ¿llegaste a creértelo?
   -Pues sí, Adelaida, llegué a creérmelo.Y fue tal mi desesperación que... Pero, bueno, hemos pasado ya  tantos años manteniendo esta farsa de matrimonio que pienso sea mejor no remover aquellos cienos.
   -Lo reconozco, Abelardo, hemos pasado muchos años conviviendo de una manera absurda, peor que en una sombría oficina, sin gestos ni frases de afecto, y te pido perdón  porque, en gran parte, se ha debido a mi falta de comprensión y excesiva intransigencia contigo. No, no quiero remover cienos, sino algo mucho mejor para los dos. Y es que, hace unos días, un rayo de sol esperanzado ha entrado en esta casa, y me ha tocado la mente y el corazón, haciéndome ver que aún estamos a tiempo de levantar nuestros ánimos y tratar de rescatar los exiguos restos  que quedan del naufragio de nuestra vida en común. Para conseguirlo sólo nos pide un valiente gesto  de sinceridad, arrepentimiento y, sobre todo, de amor. Sí, Abelardo, nunca es tarde para rehacer aquella bonita relación que mantuvimos cuando yo te servía la comida en el restaurante.
   Y voy a ser yo quien empiece, ahora mismo, a confesarte toda la verdad sobre aquella frase con que te ofendí, al decirte que Iván no era hijo tuyo. Tengo absoluta certeza de que sí lo es, a pesar de que también es cierto que,  justo nueve meses antes de que naciera Iván, mantuve relaciones con otro que no eras tú.

   Abelardo, con semblante serio, impenetrable, y sin levantar la mirada del papel en que seguía escribiendo, se limitó a decir, con tono indiferente:
   -¿Ah, sí? ¿Y cómo sabes que yo soy su padre?
  -Porque, hace tres años, en 2010, buscando unos pendientes en el estuche en que guardo mis bisuterías, topé con un dientecito de leche de Iván y se me ocurrió pedir una prueba de ADN para ver la relación del diente con una muestra orgánica tuya que acompañé. Hicieron la prueba y el resultado fue que, sin lugar a dudas, Iván es hijo tuyo.
   -¡Vaya! Es un consuelo -contestó Abelardo, amargamente irónico-. Pero sí, aquélla fue la gota que colmó el vaso de mi aguante. ¿Por qué no te marchaste entonces con quien tan bien te lo pasaste?
   -Porque, en realidad, y a pesar de las rarezas y extraños comportamientos tuyos, que yo no soportaba, era a ti a quien, de verdad, quería.
   -Curiosa forma de querer, que nos ha hecho padecer  un purgatorio durante tantos años.
   -Es la forma como se quieren los imanes de polo opuesto, ¿no? Pero, bueno, lo que ahora pretendo es dar un giro completo a nuestra relación, y para eso es necesario que seamos transparentes, sin secretos, como dos gotas de agua, aunque una esté congelada y la otra hirviendo. Y voy a empezar yo, diciendo con quién te engañé.
   -Me es indiferente con quién lo hicieras. Lo que me causó un daño infinito fue el desdén con que me trataste, llegando a escupirme en la cara que Iván no era hijo mío.
   -¡Ay, Abelardo, perdóname! Todas las personas son muy complejas, aunque no lo parezcan, y las mujeres -la mayoría- lo somos mucho más, yo la primera, lo reconozco. En un momento de impaciencia, de malestar por la regla, de aburrimiento, de depresión, o por cualquier otro fútil motivo, nos ponemos histéricas, y podemos hacer o decir las mayores barbaridades a la persona que más queremos, y, a continuación,  sentirnos hundidas, despreciables y doloridas por nuestra mala acción. Y peor aún que esas crueles formas de maltratarnos mutuamente es el ir guardando, rencorosamente, en nuestros corazones, esas bolas de pelusa y basura, que nos han ido envenenando y avinagrando los mejores días de nuestras vidas. Sí, Abelardo, te engañé durante aquellos días del verano de 1980, que pasamos en la Costa Brava.... ¿Y con quién iba a ser sino con Ángello?

   El rostro de Abelardo palideció durante unos segundos para, en seguida, encenderse como un volcán.
   -¡Me estás mintiendo! -gritó fuera de sí, con demencial semblante- Eso jamás lo haría Ángello conmigo. Él siempre fue para mí como el hermano que nunca tuve. Siempre me demostró estar dispuesto a hacer cualquier sacrificio por mí, lo mismo que yo por él. ¡No, no te creo!
   -Por favor, Abelardo, cálmate. Ya te he dicho cuál es mi intención, la que me ha empujado a confesarte ahora este doloroso secreto: el perdonarnos mutuamente nuestros errores y tratar de vivir en paz y armonía en lo que nos quede de vida...
   Sí, Abelardo. Tras nacer Iván, en 1981, nuestra relación se agrió al máximo, y vuelvo a reconocer que fui yo la causante principal de aquellas desavenencias y continuas broncas, que iban en aumento día a día. ¡Qué estúpida fui! Lo reconozco. En lugar de exprimir y disfrutar contigo cada minuto precioso, viendo a Iván balbucir, sonreír, jugar, andar... y más tarde, en su tercer año,  en que empezó a ir al cole, su entusiasmo contando las nuevas experiencias  cuando íbamos a recogerlo cada tarde... Todo lo estropeamos con nuestras discusiones y altercados,  que yo agravé con mi conducta y rematé con aquella frase que te solté, en marzo de 1985, y tanto daño te causó.

   (Abelardo escuchaba con los ojos cerrados, la cabeza apoyada en su mano izquierda y apretando, con la derecha, fuertemente el bolígrafo contra su pecho.)
 
   Y, poco después -continuó Adelaida-, aquel fatídico día, el 13 de junio de 1985, ocurrió la desaparición de Iván, y con ella, la instalación en casa de un ambiente enconado de callado rencor, que no comprendo cómo lo pudimos soportar. Francamente, Abelardo, cuando ocurrió aquello lo primero que pensé fue que tú lo habías tramado. Sospecha infundada, por la que también te pido que me perdones, al achacarte una acción tan malévola como la de inferir semejante daño a nuestro niñito. ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo se me pasó por la cabeza que tú fueras a hacerle tanto mal? Y es lógico que la justicia te declarara inocente, al no existir prueba alguna contra ti.

   (Abelardo abrió los ojos y permaneció, como un minuto, pensativo y sin decir palabra alguna. Después dirigió la mirada hacia el techo del salón, con la cabeza inclinada hacia un lado, como si tratara de escuchar algo.)

   -¿No oyes como susurros ahí arriba? -dijo Abelardo, intrigado.
   -¿Susurros? -contestó Adelaida, con extrañeza- Deben ser las palomas.


    Mientras tanto, en el palco etéreo, Kuwutu pregunta a Hemhu:
   -Oye, Hemhu, ¿qué son esas palomas de las que habla Adelaida?
  -¡Ja,ja,ja! Cuando yo viví en la Tierra, como galgo, me desayuné a más de una en aquellos campos manchegos. Mira, Kuwutu, ahí se han posado una blanca y una gris azulada.
   -¡Qué horror! -exclama Kuwutu- ¿Es posible que hicieras eso?


                                               Fin del Capítulo I



   Espero poder publicar, en breve, el capítulo II. Un abrazo amigos. Dunscotiano









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