El enigma del pinar - (Cap. II)

martes, 15 de marzo de 2011




























-¿Y por qué ese "pero"? -preguntó Samuel a Aarón.

Como silencioso preámbulo, Aarón alargó el brazo y cogió por el cuello la botella de whiski; se la acercó a los labios, a guisa de trompeta, y succionó de ella durante el toque de una diana floreada. Don Quijote, nervioso, se puso de pie y contempló el magnífico panorama desplegado ante la improvisada atalaya, colgada de aquel pino gigante. Las nubes habían sido barridas por el cálido aliento del levante, y un sol esplendoroso doraba ahora la arena de la playa y encendía infinitos espejos, diminutos y parpadeantes, en las ondas marinas.
-Si sois tan memos en querer seguir escuchando el relato de mi procelosa existencia -dijo Aarón, desdeñoso-, tomáoslo con calma, pues las urgencias no van conmigo.
-¡Adelante, experimentado navegante! -le animó Samuel a continuar- No nos importa que nos consideres memos por escuchar tu personal odisea que, aunque te extrañe, nos está resultando muy interesante. Y en cuanto al tiempo, es una bagatela incluida en cualquier operación, como el iva en los precios de Eroski. Por lo que no tenemos inconveniente en estar escuchándote hasta el año 9.999 por la tarde, misma fecha en que caduca el DNI de jubilado que le han hecho a Lucas.
-De acuerdo, lunáticos correveidiles, continúo con mi relato:

La primera noche que dormí en casa de mis padres adoptivos, Felipe y Manuela, tuve un sueño extraño, no precisamente el del muchacho modélico en el que, cada noche, soñaba que me transformaba. Me veía caminar por una playa solitaria, pensativo y trajeado como los niños de san Ildefonso cuando cantan la lotería de navidad. Era un paraje marino de tonalidades sepias y amarillentas, dominado por una bruma húmeda y calentorra. La playa, una estrecha franja de arena al pie de rocosos acantilados. De las aguas pajizas del mar emergían escarpados arrecifes que sugerían oníricas figuras de caracolas y laberínticas torres. Al doblar a la izquierda del acantilado vi, a unos veinte metros, un grupo de chicos y chicas, sentados en la arena, charlando animadamente. Conforme me acercaba al grupo noté que se callaban y me observaban como si vieran un bicho raro. Al pasar junto a ellos, estallaron en una estrepitosa carcajada. Me sentí momentáneamente acobardado y corrido, pero, de inmediato, una oleada de orgullo avanzó por mis venas. Me desprendí de los zapatos, chaqueta y camisa. Salté, dando un impulso hacia arriba y, batiendo los brazos a modo de alas, volé a varios metros por encima de los jóvenes que me miraban boquiabiertos ante mi portentosa proeza.
Ya había avanzado unos cien metros cuando, de pronto, se levanta un fuerte viento frontal que me impide seguir adelante. Intensifico mis aleteos, pero el viento me arrastra hacia los arrecifes, orquestado con las risas y burlones aspavientos de los jóvenes playeros. El pánico se apodera de mí. Mi caída era inminente. Los abismos marinos me esperaban con sus fauces abiertas...
Me desperté confuso y tembloroso, con la terrible sospecha de que aquel sueño era una certera premonición del porvenir que me aguardaba.

A pesar de este sueño de mal agüero, al verme en aquella casa señorial, a orillas del Guadalquivir, me sentí invadido de una rara felicidad jamás experimentada. Era como si hubiera vuelto a nacer a una vida afortunada y prometedora. ¿Qué otra cosa podía pensar viéndome, ahora, rodeado de criados, lujos y comodidades? Desde el momento de mi llegada a esta casa me habían sorprendido las muchas dependencias y pasillos que había en ella, los suelos y escaleras de mármol, así como el lujo de los muebles, lámparas, cortinajes, cuadros, esculturas, etcétera. Cuando, aquella mañana, me asomé a la ventana, me saludaron con su fragancia y colorido las plantas del jardín y el huerto de la casa, próximos al río. El panorama era fantástico: numerosas golondrinas y gaviotas competían en sus piruetas acrobáticas sobre el agua, otras descansaban en las jarcias de las embarcaciones y algunas volaban, hechizadas, hacia la Torre del Oro. ¡Qué fruición al descubrir aquella mágica vista de Sevilla con sus casas de cegadora blancura, las terrazas y patios floridos, los antiguos monumentos y modernas edificaciones, bajo un cielo que resplandecía con celajes azulados, blancos, dorados, rosáceos... como un cuadro impresionista recién pintado!
Por un momento me sentí transformado en el joven noble y juicioso de mis actuales sueños. Tenía la sensación de que el Aarón malévolo y asqueado de la vida, que antes era, se había esfumado al dejar el orfanato. Yo me pellizcaba los brazos y la cara para comprobar que estaba despierto. No me reconocía a mí mismo. Sobrevolando el cielo de mi mente percibía el aleteo de una duda preciosa:"¿Y si mi breve y nefasto pasado no hubiera sido más que una desagradable pesadilla?" Y, en un arranque de generosidad y ansia de transformarme de oruga en mariposa, me prometí a mí mismo violentar mis torcidas inclinaciones convirtiéndolas en un caudal sosegado y hermoso como el del río que fluía ante mí.
-¡Qué bonito! -suspiró Don Quijote.
-¡Y qué acertada decisión! -añadió Samuel.
-¡Ya vale! -voceó Aarón, alzando la mano y moviendo los ojos entreabiertos de un lado a otro. Luego continuó:
Unos golpecitos en la puerta de mi habitación rompieron mi grato y pasajero embeleso. Era Marcelina, la jefa del servicio, una mujer de unos cincuenta años, bien parecida, alta y muy recta en todos los sentidos. Venía acompañada de Juanita, joven ayudanta que me traía, además de ropa interior, un conjunto veraniego y unas bonitas playeras. Marcelina me invitó a pasar al cuarto de baño, mientras Juanita ordenaba y limpiaba la habitación.
Después, Marcelina me acompañó al comedor a tomar el desayuno. Allí me esperaban Felipe y Manuela, quienes me piropearon al verme con el pantalón crema y el polo azul celeste. Lola, otra criada encargada de la cocina, nos sirvió el desayuno.
Manuela estaba pletórica y no cesaba en sus elogios. Felipe asentía sonriente. A veces hacía un breve comentario festivo a las ocurrentes e incesantes palabras de Manuela. Me dio la impresión de ser una pareja muy compenetrada.
Luego Manuela me acompañó, en rápida visita, a las distintas dependencias, patios y jardines de la casa, presentándome a cuantos empleados nos fuimos encontrando.
Felipe me condujo a su despacho, desde el que dirigía el negocio de la almazara, con la colaboración de Elena, su secretaria.
¿Qué más podía pedir a la vida? Por ello mi conciencia ética -que hasta entonces había estado dormida o de vacaciones en Bora-Bora- me exigió corresponder, por mi parte, con una conducta intachable y máxima gratitud y afecto a mis padres adoptivos.
Aquel verano de 1981 descubrí un nuevo mundo y, sobre todo, me ocurrió algo decisivo en mi vida.
-¿Muy decisivo? -le pregunté, impaciente por conocer puntos claves.
-Mucho. Pero primero os contaré algo de ese nuevo mundo. Aquel primer verano que pasé en casa de Felipe y Manuela conocí a la mayoría de sus amistades, asiduos asistentes a las fiestas, reuniones y tertulias que cada dos por tres organizaban, bien en la casa de Sevilla, junto al Guadalquivir, o bien en la finca de la Cortijá, a veinte kilómetros de Sevilla.

Aarón se detuvo un momento en su relato. Recostado, con la espalda apoyada en una de las tablas fijadas al tronco del pino, soportes de aquel tenderete aéreo, cerró los ojos y apretó las manos sobre sus temporales, como si fuera a exprimirse la cabeza. Luego continuó:
-Las fiestas y reuniones en esos lugares eran muy frecuentes, normalmente a iniciativa de Felipe, para agasajar, conquistar o deslumbrar a un cliente, a un político, u otra personalidad interesante. Pero a veces la convocatoria partía de Manuela, por los más fútiles motivos. Las fiestas de mayor brillo y glamur solían celebrarse en verano, en la finca de La Cortijá.

Como os decía, en mi cambio de actitud influyó, no poco, un hecho aparentemente irrelevante. Andaba yo practicando con la bici que me habían regalado, corriendo alrededor del aljibe del patio que, en aquella tibia mañana de septiembre, reverberaba bajo el sol como una joya, con sus policromados azulejos, palmeras y tiestos de flores.
En una de mis vueltas, al acercarme a la puerta de salida a la calle, veo que se abre, apareciendo una preciosa jovencita. Frené en seco, deslumbrado por su belleza.
-¡Hola! -me saludó, llegando hasta mí y envolviéndome con su agradable perfume- Tú debes de ser Aarón ¿verdad?
Yo la contemplaba embelesado. Espigada, de cutis sedoso y algo moreno. Su rostro, en el que destacaban unos bellos ojos, negros y almendrados y una cautivadora sonrisa, quedaba realzado con la brillante melena negra de finos tirabuzones que rozaban su cuello y sus hombros desnudos. Lucía un escotado vestido de falda corta, verde y salpicado de florecillas rojas.
-Sí, soy Aarón... ¿Quién te lo ha dicho? ¿Quién eres tú? -le pregunté, algo cortado.
-Me llamo Delia. Soy la hija de Marcelina, la jefa del servicio de esta casa. Ella me dijo que, desde el mes de julio, habías entrado a formar parte de la familia de Felipe y Manuela.
-¿Y cómo no te he visto, por aquí, hasta ahora? -le pregunté.
-Porque he pasado el verano con mis tíos, que tienen una casa junto al mar, en la Costa Brava.
-Qué bien... Ya te quedan pocas vacaciones ¿eh? Supongo que estarás estudiando.
-Sí. Dentro de pocos días comienzo el curso de primero de BUP.
-¿Ah, sí? ¿En qué instituto?
Me habló de él con tal entusiasmo que no pude por menos de decirle:
-Yo también tengo que hacer el primero de bachillerato. Felipe y Manuela quieren que lo curse en un colegio privado, con profesores ingleses y uniforme de niños pijos. Yo prefiero un centro público, como ese instituto del que me hablas.
-Pues... -ella me miraba sin pestañear, que me hizo pensar si mi poder hipnotizador del orfanato, nuevamente entraba en acción, pero, en seguida, me di cuenta de que era algo mucho mejor- ¿Por qué no te matriculas en el mismo instituto que yo? Seríamos compañeros... Convence a Felipe y a Manuela, diciéndoles que en ese centro te resultaría más fácil la convivencia y el trato con chicos de familias sencillas, normales. ¿No te parece?
-Por supuesto -reconocí muy convencido-. Sería fantástico por lo que dices y porque...
Ella me sonrió y miró de una forma que me hizo sentir algo que nunca había experimentado.
Aquel encuentro con Delia fue decisivo para mí. Comprendía que, para merecer y mantener su amistad, debería ganarme su estima, mostrándole mis mejores cualidades. Difícil tarea, pero era la ocasión de oro para desterrar definitivamente la índole perversa del Aarón que, hasta entonces, había sido.
De momento no dije nada a Felipe ni a Manuela sobre mi iniciada amistad con Delia, ni que, precisamente, era ella el motivo por el que prefería matricularme en el instituto público. Ellos trataron de convencerme sobre la excelencia del centro inglés, mas se rindieron ante mi resuelta decisión y acalorado razonamiento. Por lo que me matricularon en el público y en él superé, con notable aprovechamiento, los tres cursos de bachillerato más el COU.
Fueron cuatro años maravillosos. Ella lo era todo para mí: el sol, la luna, las estrellas, el aire, la luz, el aliento de mi vida, el agua para mi sed, mi alimento, mi alegría, el sentido de mi existencia...
En las noches de aquellos tres años dejé de soñar que yo era el Aarón bueno y triunfador, opuesto al malvado que cada mañana descubría en el espejo. Ahora mi sueño nocturno era continuación del feliz sueño que estaba viviendo cada día con Delia.

-¿Y os veíais frecuentemente en la casa de tus padres adoptivos? -preguntó Samuel, curioso.
-En absoluto. Ella era muy discreta y celosa de sus propias decisiones, y no le gustaba airearlas. Por eso, muy raramente, venía a la casa, a no ser para comunicar algo importante a su madre. En esas ocasiones procurábamos mostrarnos, Delia y yo, aparentemente distantes e indiferentes, por lo que nuestro idilio pasó inadvertido, durante esos cuatro años de instituto, para cuantos residían en aquella casa o se relacionaban con Felipe y Manuela.
-Tal como nos has descrito a tus padres adoptivos, debían de ser personas afables, sensatas y magnánimas. ¿Por qué, entonces, ese recelo y temor a que se enteraran de vuestra amistad? -le pregunté.
-¿Afables, sensatas y magnánimas? Ja, ja, ja -dijo con sorna- Eso pensaba yo, pero lo cierto es que el elevado concepto y estima que yo me había forjado de ellos se derrumbó, en un abrir y cerrar de ojos, como un castillo de naipes.
Reconozco que cuando los conocí en el orfanato pensé que eran ideales para tenerlos como padres. Mi primera impresión sobre Manuela fue la de que era todo ternura y delicadeza de espíritu. De tipo no era muy alta y algo rechoncha. Tenía una rubia melena teñida que agitaba con eléctricas sacudidas a lo Norma Duval. Sonreía continuamente. Le gustaba vestir prendas de marcas afamadas, aunque no conseguía ser elegante. No tardé mucho tiempo en descubrir su verdadera condición, dominada por la insensibilidad, la hipocresía y la vanidad.
-¿Y Felipe? -Preguntó Samuel, impaciente.
-Felipe también me había fascinado durante las primeras semanas cuando lo conocí. Alto, moreno, de cabello negro y ondulado, y una cuidada barba rizada que le daban aspecto de galán de cine. Era elegante por naturaleza en sus modales, en el vestir, en sus relaciones con los demás y en todas sus manifestaciones. De agudo ingenio y conversación amena y ocurrente, sabía granjearse la voluntad de la gente, que él aprovechaba para captar nuevos clientes o amigos influyentes. Mas detrás de su mirada, palabras y seductores gestos, se escondía un cerebro frío y calculador que analizaba minuciosamente a las personas, desentrañando su psique, sus puntos débiles y, especialmente, su patrimonio y posible utilidad.
Felipe, sin duda, era mucho más inteligente que Manuela. No obstante, tanto él como ella habían sido mimados por la vida. Ambos habían nacido con estrella, aunque lo demostraban con diferente estilo. Poseían las mejores condiciones para triunfar: perspicacia, decisión, tenacidad y una conciencia sin escrúpulos, a pesar de su apariencia conservadora y religiosa.
-¿Llegaron ellos, en algún momento -preguntó Samuel-, a demostrarte malquerencia, aversión o rechazo?
-Si tenéis paciencia en escucharme hasta el final, vosotros mismos podréis juzgar y valorar su comportamiento conmigo. Ya os he adelantado que Felipe y Manuela eran muy aficionados a la celebración de fiestas y reuniones en cualquier época del año, aunque las de mayor brillo y glamur solían celebrarse en verano. Y algo que los habituales invitados desconocían era que el éxito y excelente resultados de esas fiestas se lo debían a Marcelina. Según me contó su hija Delia, Márcelina tenía pánico a esas reuniones, ya que le suponían un derroche de imaginación, de energías, inspiración y esfuerzo, organizando, haciendo provisiones e instruyendo a los sirvientes. Y, particularmente, detestaba tener que corresponder con inclinaciones, sonrisas y felicitaciones a las impertinencias de algunos invitados. Pero ella sabía hacerles frente con su exquisita diplomacia y trato esmerado.

Todas las reuniones y fiestas eran parecidas, pero hubo una realmente determinante para mí. Se celebró a finales de agosto de 1985, en la finca de La Cortijá, tras haber yo superado con éxito el COU.
Marcelina había logrado -con sus colaboradores: Leandro, Lola, Juanita, su hija Delia, y yo también en aquella ocasión- que La Cortijá, a las ocho de la tarde, resplandeciera como un ascua de oro, frente a un sol anaranjado, cabalgando sobre el horizonte de olivos de la loma lejana. Sus oblicuos rayos realzaban el colorido y el brillo del césped, plataneras, acacias, arrayanes, jazmines y tantas otras plantas y flores, embelleciendo la explanada que precede a la fachada principal del edificio. Bajo el soportal central de la casa, delante de la entrada principal, habían colocado una larga mesa, cubierta con un blanco mantel, sobre la que los sirvientes fueron depositando gran variedad y cantidad de aperitivos y bebidas. A unos diez metros de aquélla, habían montado una tarima para actuación del coro de cantaores, bailarines y espontáneos.
Marcelina, Delia, Juanita y Lola, uniformadas con blusa blanca y falda celeste de tirantes, esperaban a pie firme, delante de la mesa, a que llegaran los invitados. Yo, a pesar de las protestas de Manuela, no quise trajearme, y me presenté con un pantalón vaquero y una blusa de verano. Las tareas que me asignaron fueron las de ayudar a Leandro en lo que fuera preciso para atender lo mejor posible a los invitados y que el evento resultara a pedir de boca.
En la artística puerta de hierro forjado de la verja que une las dos alas de La Cortijá, cerrando la explanada, esperaban Felipe y Manuela. Felipe con pantalón blanco y camisa floreada de manga corta. Manuela, maquillada generosamente en ojos, pómulos y labios, se había plantado un vestido rojo, largo, ceñido, con abertura delantera que permitía, a sus piernas blanquecinas y reventonas, asomarse a tomar el fresco.

Llegaron los invitados en sus flamantes coches, sonando los cláxones, agitando las manos y lanzándonos besos a distancia. Luego, conforme se acercaban a la entrada, saludaban, bromeaban y piropeaban a grito pelado. Sus atuendos eran más bien informales, unos más atrevidos que otros, pero todos con algún detalle gracioso, que lucieron garbosos incluso don Rosendo el reverendo, don Dionisio el filósofo pomposo, el poeta don Narciso Soñodor o el Alcalde de Ladrillada de la Sierra.
Leandro -criado fiel, servicial por vocación y marujón de nacimiento- salió a su encuentro y los condujo, sonriente y derrochando simpatía por los cuatro costados, hasta Felipe y Manuela, que los saludaron y besaron uno por uno. Luego iniciaron la entrada al recinto de La Cortijá bajo los acordes nupciales del Lohengrin.
-¿Quiénes se casan? -preguntaba alguien riendo.
-¡Pues, nosotros! -voceaban, besuqueándose, los dos componentes del dúo Pipi-Rana. Pipi luciendo sombrero cordobés rojo, camisa amarilla y pantalón rojo; Rana con sombrero cordobés verde, camisa blanca y pantalón verde.
-¡Vivan los novios! -aclamó la concurrencia.
Leandro me zarandeó por el brazo y me dijo que le siguiera. Nos adelantamos a la comitiva, y recogimos de detrás de un arbusto sendos cestos rebosantes de pétalos de rosas, claveles y jazmines. Nos colocamos ante el cortejo y fuimos lanzando puñados de pétalos sobre el pasillo central, mientras el coro de las Comadres Trianeras entonó el himno ¡Y viva España!, que todos corearon y acompañaron con palmas y rítmicos movimientos, hasta llegar al soportal central del edificio, en donde estaba la gran mesa alargada, revestida de lujosa mantelería, en torno a la que había treinta sillas confortables y ligeras. Marcelina y sus chicas se apartaron, discretamente, por detrás y a la derecha de la mesa, lo más cerca de la cocina y la despensa. Felipe y Manuela ocuparon los asientos centrales. Los invitados se acomodaron como mejor les apeteció. Leandro, y yo junto a él, permanecimos de pie al lado contrario de las sirvientas, atentos como aquéllas a ofrecer nuestros servicios: ya fuera de camareros, pinchadiscos, socorristas de posibles bañistas en apuros, o para cualquier capricho de aquella divertida comparsa.

Cuando todos cantaban entusiasmados, Felipe hizo un guiño a Leandro y nos pusimos en movimiento. Llenamos las copas con champán. Concluido el "himno", brindaron todos con gran regocijo y gritos de vivas y bravos. A continuación, Felipe, con gesto de emperador romano, rogó que todos se sentaran y le escucharan un momento:
-Tanto Manuela como yo os agradecemos vuestra asistencia. Recibid nuestro saludo y cordial bienvenida a esta amigable reunión. Uno de los motivos de esta fiesta es para daros una sorpresa (o quizás más de una) en el transcurso de la misma. Pero con la particularidad de que sois vosotros quienes tenéis que descubrir dónde coño está la sorpresa -risas a discreción-. Yo me limitaré a daros alguna pista que os ayude a encontrarlas, con el apoyo literario de nuestro amigo y eximio poeta don Narciso Soñodor, el dúo Pipi-Rana y las bulliciosas Comadres Trianeras. Mas, ante todo y sobre todo, estamos aquí reunidos para divertirnos y pasarlo bien con vuestra grata compañía -concluyó Felipe, alzando la copa.
Todos los presentes le correspondieron, copa en mano, lanzando vítores en honor de Felipe y Manuela, mientras el dúo Pipi-Rana volvía a intervenir con un variado repertorio de fandangos, bulerías, sevillanas y soleares. Rana llevaba la voz cantante, Pipi le acompañaba cantando y tocando la guitarra; las Comadres Trianeras bailaban; y el resto del personal palmeaba a su aire. Felipe aprovechó el jolgorio para revelar a don Narciso Soñodor el contenido de la pista de una de las sorpresas. El poeta, como un rayo que no cesa y más rápido que un mono saltando de rama en rama, transcribió el mensaje en una servilleta de papel, adornándolo de lírico ropaje. Lo escribió con letras grandes, de imprenta, y lo colocó a la vista del grupo folclórico para que lo cantaran con la música que Pipi creyera más acertada. Pipi, sin dejar de cantar y tocar el fandanguillo que tenía entre manos, miró los versos y, en seguida levantó los brazos, rogando silencio. Cogió aire y, con voz robusta y legionaria, cantó con la música de Banderita tú eres roja:

Ojalá volviera España
a ser como en los cincuenta:
Una, libre y gran familia,
feliz y en continua fiesta.
A nadie faltaba el pan.
Todos dormíamos la siesta.
Todos corríamos unidos
y rectos como una saeta.
España era un concierto,
que envidiaban los de fuera,
en el que todos tocaban
y uno dirigía la orquesta.

Pipi-Rana, coreados por las comadres, repitieron los versos narcisianos, una y otra vez, hasta poner al rojo vivo los ánimos de los invitados, que dieron rienda suelta a su entusiasmo con gritos, saltos y un chaparrón de aplausos.

Ya todos algo más sosegados con aquel desfogue, y aunque el grupo folclórico continuó amenizando el ambiente, Felipe propuso que comenzara la ronda de comentarios, preguntando:
-¿Qué os parece la canción que acabáis de escuchar? ¿Estáis de acuerdo con ella o pensáis que vivimos mejor ahora con la cacareada democracia?
-¡Por favor, Felipe! -exclamó Adolfo Lucero, atusándose, nostálgico, su estilizado bigotillo y el pelo atirantado con gomina- Hay preguntas proscritas, a priori, por subversivas y antisistémicas, ya que el hecho de formularlas presupone que todos somos iguales, y eso es una aberración contraria al orden de la naturaleza y de la sociedad.
-Por supuesto -se apresuró a respaldarlo don Rosendo el reverendo, elegantemente trajeado de gris alpaca, camisa negra y alzacuello de cisne-, la sociedad debe ser como una magnífica catedral: todas sus piezas son importantes, pero cada una tiene la misión que le corresponde. A unas les ha tocado ser lámpara, campana, vidriera o pináculo, mientras que otras han de conformarse con ser bastos adoquines o humildes baldosas. No podemos ser todos iguales. Eso sería un caos desastroso.
-Un símil muy acertado, don Rosendo -alabó Fernanda, sentada junto a su hija Verónica, frente a Manuela y Felipe, al otro lado de la mesa-. Lo mismo pasa en la vida, unos han nacido gárgolas -dijo, mirando de reojo a doña Susina y a don Servando, director de una oficina bancaria- y otros flores de acanto de capitel corintio -añadió con una sesgada y fugaz mirada a su hija y luego a Felipe.
-Tienes razón, Fernanda, el símil de don Rosendo es pintiparado -dijo Manuela, mirando sonriente a una y a otro- pero, lamentablemente, cada día que pasa, el pueblo tiene menos fe y espíritu de sacrificio.
-Y, ahora con la democracia, menos aún -apostilló doña Susina-. Es una vergüenza lo que está ocurriendo en España: la moralidad se está hundiendo. En el cine, la televisión, la prensa... no se ve otra cosa que obscenidades. La misma calle se ha convertido en un teatro, al aire libre, en el que se ofrece todo tipo de de provocaciones: prostitutas semidesnudas, parejas de homosexuales haciendo gala de sus malsanas tendencias, novios comportándose sin ningún pudor, niños y jóvenes irrespetuosos, sin educación alguna, adultos gritando con lenguaje soez... Y, por otro lado, la gente cada vez quiere trabajar menos y ganar más. Todo el mundo quiere irse de vacaciones a la playa, tener un chalet, un coche de lujo, ser importante... Mucha culpa tiene la tele que no para de incitar al consumismo, de exhibir modelos procaces, de aplaudir conductas censurables y manifestar, con orgulloso descaro, opiniones y teorías descreídas y demagógicas, en esos programas de tertulias barriobajeras...
-El problema de España -comenzó a disertar don Dioni, el filósofo pomposo, con grave talante y verbo sentencioso y hueco- no es otro que el de todo el mundo, sólo que cada país se lo plantea y trata de solucionarlo de acuerdo con su idiosincrasia. A la gente en general (y cuanto más inculta con mayor motivo) le pasa como a los animales irracionales: creen que cada uno de ellos es lo más importante del mundo, y que tienen derecho, nada menos, que a disfrutar de todos los bienes necesarios para ser felices. Están en un error que yo calificaría de poliédrico, porque es un error de múltiples caras: un error lógico, cosmológico y transcendental. No se dan cuenta de que, en realidad, hay dos mundos: el terrenal, en el que se desarrolla nuestra limitada vida; y el del más allá, en el que cada cual recibirá el premio o castigo que haya merecido. ¿Qué deben hacer los animales y los seres humanos en su vida terrena? Colaborar y esforzarse en mantener, escrupulosamente el orden cósmico establecido. Es decir, los animales, así como cosas inanimadas, deben servir para uso y disfrute de los seres humanos. Y en cuanto a los seres humanos, hay que tener muy clara una cosa: no todos somos iguales. Existen muchas notas, cualidades, facultades, físicas y anímicas, asi como derechos personales y sociales, que nos diferencian notablemente unos de otros en el orden establecido por el Creador, orden sagrado que debemos respetar para que todo funcione como un reloj.
-¿Y qué orden es ése? -preguntó Manuela, bastante desorientada.
-Querida Manuela -trató de explicarle don Dioni-, Felipe, tu esposo, nos ha propuesto una pista que tiene mucho que ver con ese orden del que te hablo. El hombre -como decía Aristóteles...
-¿Onassis? -le interrumpió de nuevo Manuela.
-No, Manuela, el Aristóteles que cito, aunque también era griego, no era armador de barcos, sino filósofo...
-¡Ah!
-Sí. Y decía Aristóteles que el hombre, por naturaleza, es un animal político, nacido para vivir en sociedad. Y en la sociedad, digan y pretendan lo que quieran los revolucionarios, siempre ha habido y habrá estamentos y clases sociales, gobernantes y gobernados, señores y criados, ricos y pobres, ignorantes y cultos... La plebe está muy equivocada. Protesta y reniega de los poderosos, capitalistas, patronos y personajes sobresalientes por sus cualidades naturales o adquiridas, tachándolos de injustos, esclavizadores, aves de rapiña y otras lindezas. No se dan cuenta de que, cuanto más ricos y poderosos sean esos capitalistas -que son quienes mueven el progreso económico-, más beneficiados resultarán ellos, pues tendrán más trabajo y mejores salarios.
-Sí, señor -aprobó don Rosendo el reverendo, deslizándose el índice por el borde del alzacuello-. Por suerte o por designios de la Providencia divina, a unos les ha tocado abajo y a otros arriba. ¿Es eso injusto? No. El evangelio lo dice muy claro: "Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos". ¿Qué más queremos? Cuando todo el mundo se convenza de sus limitaciones personales y se conforme con la paga asignada según sus circunstancias y capacidades, el mundo funcionará con la mayor armonía y prosperidad.
-Así es, así es -corroboró don Servando, tamborileando como si interpretara la tocata y fuga en re menor de Bach.
-¡Don Dioni ha dado de lleno en la diana! -exclamó Adolfo Lucero, levantando el brazo y sacudiendo el índice tres veces- La plebe no reconoce el gran favor que se le hace. Ni el beneficio inmenso que les prestamos con nuestra providencial intervención en la guerra civil, para restablecer el orden al que se refiere don Dioni. Ya veremos en qué acaba la ansiada, aplaudida y vitoreada democracia que el numeroso e ignorante rebaño de cabestros nos ha impuesto por los cuernos.
-No te preocupes, Adolfo -le reconfortó don Narciso Soñodor, acariciándose la melena entrecana con una mano y, con la otra, la cadena de oro que centelleaba en su cuello-. Por muy farruco que se pongan febrero y marzo, la primavera acabará sonriéndonos. ¿Verdad Verónica? Ja, ja, ja -dijo, mirando a la joven primero y luego a Felipe.

A Verónica se le subió el pavo. Felipe miró fugazmente a Verónica, sonrió y luego hizo una indicación a las comadres y al dúo Pipi-Rana:
-¿Qué os pasa, que estáis tan sositos? -bromeó viéndolos cotorrear, sentados en el borde de la tarima.
-¿Nosotras sositas? -contestó una de las comadres- Será porque tenemos la garganta seca como si hubiéramos comido polvorones de estopa. ¡Vamos Leandro, mi arma, abre el grifo, que no somos de secano!
Como impulsados por un resorte, los sirvientes -Delia y yo incluidos-, corrimos a reponer refrescos, licores y aperitivos deliciosos. De inmediato el tono algo tenso, que había alcanzado la tertulia, se distendió por ensalmo.
Las bullangueras comadres y el dúo Pipi-Rana saltaron sobre el tablao, iniciando otra ronda de cante y baile, mientras el resto de invitados seguía con su tertulia.
A Marcelina se la veía radiante y feliz, consciente de su importante papel en el éxito de la fiesta, presta a satisfacer el deseo más insignificante de los invitados. En un momento en que me senté junto a Delia en un banco próximo, sorprendí a su madre mirándonos, complacida, mientras cuchicheábamos con evidente complicidad. Delia, alegre y divertida, se reía con mis comentarios sobre aquella panda de tañedores de cornamusas engolados, dispuestos a defender, a cualquier precio, su privilegiada posición social.

-¡Bravo! -gritó don Wenceslao, conde de Breva Bravía, aplaudiendo al grupo folclórico, aclarándose la garganta con un buen trago de ponche soberano y, a renglón seguido, continuando con el tema que tenía entre manos- ¿Y qué me decís del futuro de tantas joyas de nuestra rica, ancestral y envidiada cultura española, como es el flamenco y otras muchas? Esta democracia, que se nos ha colado por culpa del chocheo de quien todos sabemos, acabará con nuestra cultura y nuestras costumbres. Si no hacemos algo para evitarlo, España perderá su folclore y su glamur como perdimos Cuba y Filipinas. Nos quedaremos sin sanfermines, sin procesiones de semana santa, sin fallas, sin empalaos, sin cabras ni pavos desfenestrados desde la torre, sin toros embolaos, sin tomatinas, sin calderetas de vaquillas linchadas, sin Jauja, sin Babia, y hasta sin la fiesta nacional por excelencia: las corridas de toros.
-¿Sin Babia también? -preguntó Manuela, con aire distraído, arrancando una carcajada general.
-¡Alto ahí! -exclamó el torero Bollico, poniéndose de pie, cubata en mano y exhibiendo varias lámparas de cocacola en su traje, níveo y ajustado como un carámbano caliente- ¿Prohibir las corridas de toros? ¡Eso nunca! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
-Es lo que antes os comentaba -volvió a intervenir don Dioni, el filósofo pomposo-, mala es la ignorancia, pero peor aún es llenarse la cabeza con teorías peregrinas, por muy actuales y de moda que estén. Digan lo que quieran los ecologistas y teatreros defensores de los animales, éstos siempre estuvieron y estarán al servicio pleno del hombre. Para eso han nacido: para servirnos de alimento, utilidad y diversión. La naturaleza ha sido organizada así por el Creador, guste o no guste a mentalidades timoratas. En ella rigen leyes inexorables, violentas y crueles, pero eficaces y necesarias. ¿Sabéis lo que os digo? Que no tenéis nada que temer. Ya veis lo que está pasando en la Unión Soviética: al fin se están dando cuenta de que el comunismo es un camelo y la gente corre ya al capitalismo a la voz de "mariquita el último".

Mientras don Dioni peroraba sobre el tema, especialmente con los del lado izquierdo de la mesa, Felipe charlaba, por lo bajo, con Verónica; mientras Fernanda, la madre de ésta, lo hacía con Manuela, que la escuchaba con sumo interés.
-Deseo, Verónica, proponerte algo. Tu madre -le decía Felipe, señalando a Fernanda con la barbilla, me ha puesto al corriente de tu preparación académica, y tus deseos de trabajar conmigo como secretaria, lo que, en principio, me resulta halagüeño. Pero, primero, debo hacerte un pequeño examen teórico y práctico. El teórico podemos empezar ya a hacerlo, si te parece. El práctico lo haremos más tarde en la oficina...
-¿En la oficina? -le pregunta Verónica con maliciosa sonrisa.
-Sí, claro, ja, ja -rióse Felipe-. Tengo que comprobar que eres una buena taquimeca y que el ordenador no tiene secretos para tí.
-Pues, adelante, ¡cuando quieras! -exclamó Verónica, sonriente y extendiendo las palmas de las manos hacia él.
-Vale, empecemos con literatura. Imagina que tú y yo somos una de tantas célebres parejas literarias. Si yo fuera Calixto ¿tú quién serías?
-¿La Celestina? -contestó Verónica, preguntando con maliciosa sonrisa.
-¡Ja, ja, ja! Esa sería más bien tu madre -añadió Felipe, riendo.
-¿Qué tonterías le cuentas a Vero, Felipe? -le pregunta Manuela, tocándole con el codo.
-Nada. Son cosas nuestras. Tú sigue escuchando las prodigiosas historias de Fernanda -le contesta Felipe, guiñándole el ojo derecho a aquélla.
-Sigamos con lo nuestro, Verónica, ¿Y si tú fueras Julieta, yo quién sería?...

Fernanda, por su parte, gesticulaba para hacerse entender por Manuela:
-Escucha, Manuela, no creas que son fantasías de alucinados, como muchos incrédulos echan en cara a los que las defienden. Las apariciones de santos y fieles difuntos, auténticas y fidedignas, son más frecuentes de lo que la gente piensa, ¿verdad don Rosendo?
-Por supuesto -reconoció el reverendo, cruzando las manos sobre el pecho-. La iglesia ha declarado como auténticas y milagrosas sólo unas pocas, pero eso no quiere decir que no se hayan dado y se sigan dando otras muchas merecedoras de su reconocimiento, aunque se mantengan en el anonimato.
-Pues, no vais a creerme -continuó Fernanda, inclinándose sobre la mesa y acercando al máximo la cabeza hacia Manuela y don Rosendo, al mismo tiempo que rodeaba su boca con las manos para hacerse entender mejor sin desgañitarse-, pero os juro que yo, frecuentemente, me comunico con personas difuntas y santos que se me hacen presentes, tras realizar determinados rezos y ritos. Y no sólo lo consigo para mí, sino también para personas que me lo piden con verdadera fe y religioso fervor.
-¿En serio, Fernanda? -preguntó Manuela con visible sorpresa e interés- ¿Es eso posible, don Rosendo?
-¿Por qué no? -manifestó el reverendo, respaldando a Manuela con talante firme y razonamiento autorizado- Cosas más difíciles pueden alcanzarse con la fe. Ya lo dijo Cristo: "Si tuvierais fe, diríais a esa montaña: arráncate de raíz y plántate en el mar, y la montaña os obedecería". Pero ¡qué difícil es rezar con verdadera fe! ¿Verdad, Fernanda? Ji, ji, ji.
-¡Ay, si yo pudiera ver a mi madre y comunicarme con ella, Fernanda! -exclamaba Manuela, indicando, con gestos, que el ruido le impedía oír bien- Por favor, Verónica, ¿no te importa que nos cambiemos el asiento?
Verónica, sonriéndole y alzando la mano, se levantó y fue a ocupar la silla de Manuela, cruzándose con ella.

El ruido iba en aumento, por lo que hice un supremo esfuerzo de concentración - como en el orfanato- para aislar las voces de Fernanda y Manuela del bullicioso jolgorio que las envolvía.
Delia -cariñosa e indiferente a las curiosas miradas, en especial la de Felipe-, posó su mano sobre mi hombro.
-Escucha, Manuela -oí que le decía Fernanda-, a los espíritus que moran en el más allá, no les gusta presentarse en lugares bulliciosos o concurridos. Por eso, si deseas ver a tu madre, deberás salir de tu aposento esta misma noche a las dos y media de la madrugada y marchar, rezando el rosario, por el camino que atraviesa el olivar, hasta la plazuela del pozo y el abrevadero, que están a dos kms. de aquí. Una vez que llegues, te sientas en el poyete de piedra de la plazuela, enfrente del abrevadero, y continúas con el rezo. Entonces aparecerá tu madre. Tú dile a Felipe que se trata de una promesa que has hecho por el eterno descanso de ella. Él lo entenderá.
-¡Qué ilusión Fernanda! No sé si podré soportarlo. Me va a resultar muy duro esperar hasta las tres.

¿Qué se propondría Fernanda con semejante fábula? ¿Tan estúpida era Manuela para creérsela? Yo estaba en ascuas. No comenté nada a Delia, pero ella debió notar mi ánimo exasperado.

Luego observé a Felipe hablándole a Verónica con expresión melosa y casi rozándole la cara con los labios. Me resultaba muy difícil captar su conversación, por lo que realicé un nuevo esfuerzo de concentración y volví a apretujarme la cabeza con ambas manos. Delia, preocupada, me masajeó la espalda. Al fin pude enterarme de lo que hablaban:

-El mundo es una farsa, querida Verónica -le adoctrinaba Felipe-. Ya lo estás viendo y escuchando aquí, sin ir más lejos. Más listos o más tontos, en el fondo todos buscamos lo mismo: el provecho propio, aunque sea por distintos caminos y poniéndonos la máscara que, en cada momento, creamos más oportuna. Pero también hay cosas que no ofrecen duda alguna, como es que tú eres joven y, si te falta experiencia, te sobra belleza y espíritu resuelto; tres puntos muy importantes para trabajar conmigo. No te arrepentirás de hacerlo, te lo prometo.
-Pero... ¿y Manuela? -preguntó, Verónica, tímidamente.
-A Manuela ya la ves, escuchando con ojos asombrados, los cuentos que tu madre se inventa. Lo que yo necesito de una mujer ella no me lo da. Por eso te pido, preciosa Verónica, que me complazcas trabajando conmigo y ... mostrándote afectuosa -le susurró de forma casi imperceptible-. ¿Te parece bien?
-Sí, ¿por qué no? Soy consciente de que, muchas veces, han fracasado grandes hombres por culpa de las actitudes mojigatas y mentalidades torpes de sus parejas.
-Así, así me gusta que te manifiestes, Verónica: realista, clara y segura. El tiempo es oro, por eso, esta misma noche, cuando los invitados ya se hayan marchado, tú y tu madre os hacéis las remolonas, de manera que a las 2:30 salís de La Cortijá en el coche de tu madre, claro está. Cuando lleguéis a la altura del ala aquella del edificio -dijo Felipe, señalando a su derecha-, tu madre detendrá el coche; tú te bajas y entras por la pequeña puerta de chapa, pintada de negro, que se abre en el muro que da al campo.
-Sí, ya me lo detalló mi madre. Me dijo que tú estarías esperándome detrás de la puerta.
-Exacto. Allí existe un pequeño y confortable aposento, en el que tendremos nuestro feliz encuentro. Tu madre seguirá con el coche, por la carretera que rodea el olivar, hasta el pozo, en donde habrá de atender a las necesidades espirituales de Manuela, ¡ja, ja, ja! ¡Ay, la pobre...! Pero, a ver, así es la vida, ¿no te parece, Verónica?
-Por supuesto, Felipe, la vida hay que disfrutarla a tope...

-¡Vámonos , rápido, de aquí! -le pedí a Delia, levantándome del banco- ¡Vámonos, pues siento que voy a convertirme en hombre lobo de un momento a otro!
-¿Pero qué tonterías se te ocurren, Ari? Espera un poco, a ver en qué acaba lo de la pista y la sorpresa prometida por Felipe.

Volví a sentarme y, en aquel instante, vi a Manuela rodeando la mesa para ir a sentarse junto a Felipe, y a Verónica cediéndole la silla.
El ambiente de la fiesta se había caldeado de manera que Marcelina, Leandro y las chicas no daban abasto, sirviendo bebidas y aperitivos, en medio de un estrépito de cantes, taconeos, palmas, risas y conversaciones a grito pelado.
Verónica fue a sentarse junto a su madre que la recibió con sonrisa de oreja a oreja y una batería de preguntas. A Manuela, ya al lado de Felipe, la sorprendí mirándonos detenidamente y luego cuchichear con él. Una vez más precisé concentrarme al máximo para captar su conversación:

-¿Qué te pasa, Manuela? Te veo inquieta.
-Como para no estarlo. ¿No te das cuenta del espectáculo que está dando Aarón con esa mosquita muerta, la hija de Marcelina?
-¿Con Delia? ¿Y qué hacen?
-Parece que estás en Babia, Felipe. ¿Es que no tienes ojos? Aprovechando el barullo, Aarón no deja de sobarla, hacerle carantoñas y besuquearla. Ya hace varios días que los he sorprendido charlando muy acaramelados. Esto hay que cortarlo, Felipe, antes de que esos flirteos terminen en una relación seria. No podemos permitir que Aarón acabe casándose con la hija de Marcelina, una criada a fin de cuentas. ¿Qué estarán diciendo nuestras amistades? No podemos consentir que nuestro patrimonio vaya a parar a manos de unos criados.
-¿Y qué podríamos hacer para alejar a Delia de Aarón y viceversa?
-Lo que sea preciso. Habla con él, claramente, y ponle las cartas boca arriba.
-A ver... -dijo Felipe, tras una pausa- Se me ocurre una solución. Creo que lo mejor sería enviar a Aarón a Inglaterra para que haga allí la carrera de administración de empresas, que él se había propuesto empezar aquí en octubre. Le haré ver la ventaja y prestigio de obtener el título en "yunait kingdon", al mismo tiempo que consigue un buen nivel de inglés. Y, por supuesto, tendremos que despedir a Marcelina, para que su hija tampoco vuelva a aparecer por aquí. Mañana mismo hablaré con Aarón y con Marcelina.

Vi transfigurarse el rostro de Manuela ante la decisión de Felipe, como si hubiera sido liberada de una horrible pesadilla, lo que, quizás, la animó a revelarle su recién contraída promesa:
-¿Me dejas que te confíe un secreto?
-¿Un secreto? Creía que entre nosotros no había secretos, ja, ja.
-Temo que te lo tomes a risa, como todo lo que se refiere a mis devociones religiosas...
-Por favor, Manuela, ¿cómo voy a reírme de tus creencias y prácticas religiosas? ¿Por quién me tomas? Háblame con toda confianza.
-Es que... he conocido a una vidente que me ha asegurado que, si realizo determinadas prácticas, con fe firme y sincera, podré ver y hablar con mi difunta madre.
-¡Ah! -exclamó Felipe, fingiendo sorpresa- Lo creo, lo creo, tratándose de tí. A mí, en cambio, me resultaría imposible, pues mi fe es enclenque y desmoronable como una torre de arena en la playa. ¿Y cómo lo lograrás?
-No puedo darte muchos detalles, pues es una de las condiciones para que la aparición se produzca. A los espíritus les asusta que se entrometa un tercero, con mayor motivo si es descreído y burlón. Lo que sí puedo revelarte es que esta noche, a las dos y media, saldré a dar un paseo en solitario y no volveré hasta las cuatro de la madrugada.
-¡Vaya, qué trasnochadores son los espíritus! Ánimo, Manuela, acude a esa cita con los de ultratumba que, no dudo, va a hacerte mucho bien. Sólo te pido que, cuando vuelvas, no hagas mucho ruido, ya que mañana me toca madrugar.
-Gracias, Felipe, no sabes con qué ilusión e impaciencia espero este encuentro con mi madre. Cuando vuelva a repetirse, ya te avisaré, pues, según me ha asegurado la vidente, recibiré una llamada con antelación y siempre se aparecerá en el mismo lugar de esta finca. Prométeme que de esto no dirás nada a nadie.

Sentí que la cabeza me estallaba, apreté los puños y grité al cielo con furia y desesperación. Delia me miraba con ojos alucinados y me repetía:
-¿Qué te pasa, Ari? Estás temblando y muy pálido. ¿Te sientes mal?
-No, querida -le contesté recuperando la serenidad, poniéndome de pie y cogiéndola de la mano-, no me siento mal, todo lo contrario, me siento poderoso y aniquilador como una bomba atómica a punto de estallar.
-Por favor, Ari, no me asustes. ¿A dónde vamos? ¿No ves con qué ojos nos observan los invitados? ¿Qué es lo que te pasa?
-Dentro de unos días lo entenderás, Delia. No quieren que nos queramos. ¡Que se jodan!

Marcelina nos hacía señas para que fuéramos junto a ella. Pero Leandro -bandeja en mano, con varios cócteles encima, y moviéndose al ritmo del pasodoble que cantaba y bailaba el coro- se acercó hasta nosotros y nos animó a tomar una copa. Delia no quiso. Yo me bebí, de un trago, un cubata de ron. Seguí avanzando, sin vacilación, llevando de la mano a Delia hasta llegar al tablao. Los invitados estaban pendientes de nuestra actuación sin pestañear y conteniendo la respiración. Adivinando mi intención, las comadres despejaron el tablao. Subimos de un salto y y nos plantamos en el centro. Durante unos instantes se impuso un silencio absoluto. Todas las miradas convergían sobre nosotros. Yo abracé a Delia, la incliné hacia atrás y le planté un largo beso en los labios, arrancando un ¡oh! general de admiración y sorpresa, seguido de un murmullo de comentarios desaprobadores. Vi a Manuela taparse los ojos y a Felipe mirar hacia otro lado. Las comadres trianeras reaccionaron espontáneamente con un acalorado aplauso, y el dúo Pipi-Rana inició el Vals de las mariposas. Las comadres, en seguida se unieron a ellos. Gracias a Delia, la actuación resultó aceptable, a pesar de mis traspiés, saltos imprevistos y piruetas, devolviendo a la fiesta el ambiente bullanguero.
Bollico, el torero, improvisó una exhibición de pases taurinos -con un capote que encontró Juanita-, toreando a Pipi y a Rana que embistieron con inspirado estilo. Los tres terminaron en la piscina, en paños menores. Don Narciso Soñodor recitó versos, recién cortados en su huerto lírico, aunque de rancias nostalgias.
Leandro, Marcelina, Juanita y Lola no descansaban, sirviendo cócteles que se inventaban sobre la marcha, de sabores exóticos, tan sorprendentes y explosivos que, en un momento, transformaron la reunión en un delirante carnaval.

Inesperadamente vemos a Adolfo Lucero que, con el rostro llameante y fumando un puro, sube al tablao, levanta los brazos y brinca, como si fuera a bailar una jota, mientras grita, frenético, con el mayor ímpetu y fuerza de sus pulmones:
-¡Escuchadme todos un momento! Tengo que comunicaros que acabo de descubrir cuál es la sorpresa a que se refiere la pista que nos ha dado Felipe. ¿Queréis que os la revele?
-¿Estás seguro, Adolfo? -le gritó Felipe, desde la mesa, riendo- Que sepas que, si no aciertas, te echaremos a la piscina, vestido y con zapatos, ja, ja, ja.
-Tan seguro estoy de que esa sorpresa es consecuencia lógica de lo que se dice en los versos que nos han cantado, como de que el agua del Guadalquivir, que ha pasado una vez por Sevilla, cuando llega al mar desea volver eternamente, una y otra vez, a pasar bajo el puente de Triana.
-¡Y olé!, ¡así se habla! -le aclamó Narciso Soñodor.
-¡Muy bonito, don Adolfo! ¿Y cuál será entonces la sorpresa que os he propuesto para adivinar?
-preguntó Felipe.
-Está claro -trató de explicar Adolfo Lucero-, tú Felipe, como la mayoría de los que estamos aquí, recordamos con gran afecto y nostalgia a aquella España de los años cincuenta. Y, como el agua del Guadalquivir cuando llega al mar, quisiéramos que aquella dorada época volviera a reaparecer en un eterno retorno. ¿Y cómo hacer realidad esa legítima aspiración o, por lo menos, aproximarnos un poco a ella, dentro de este circo al que llaman democracia? Muy sencillo: creando un partido que recoja fielmente el espíritu, ideales e ímpetus de los artífices de la España de los cincuenta. No me cabe duda de que ésa es la extraordinaria sorpresa con que tú has querido coronar esta magnífica reunión: tu intención de formar con nosotros, tus amigos incondicionales, un partido político con esas sagradas consignas. ¿No es así, Felipe?
-¡Increíble, Adolfo! Me has leído el pensamiento. ¿Cómo te las has arreglado? Es exactamente la sorpresa que quería daros. Sí, os invito y ruego a que os integréis en el partido que tengo en proyecto. Se me ha ocurrido, convencido del vibrante patriotismo y comunidad de ideales que nos anima a cuantos estamos aquí. Ha llegado el momento de que devolvamos a España su verdadero rostro y saquemos provecho al cúmulo de energías acumuladas y reprimidos impulsos por defender nuestros derechos y privilegios, conquistados desde tiempos de don Pelayo, por lo menos.
-¡Bravo, Felipe, estamos contigo! ¡Cuenta con nosotros! ¡Venceremos!
Durante unos minutos los invitados arremolinaron el aire tibio de aquel atardecer con gritos, agitación de pañuelos y aplausos de apoyo a Felipe.
-¡Gracias, amigos, gracias Adolfo! ¿Y cómo podríamos llamar a nuestro futuro partido? -preguntó Felipe.
-¿Qué os parece si lo bautizamos con el nombre de Suspiros de España? -propuso Narciso Soñodor, el poeta.
-Muy acertado, Narciso. Ese nombre le cuadra como anillo al dedo -alabó Felipe.
Y, acto seguido, Pipi y Rana, entonaron el pasodoble Suspiros de España , que todos corearon y bailaron con manifiesta emoción.

A eso de las dos de la madrugada los invitados comenzaron a despedirse y se fueron marchando de la finca.
Delia y yo salimos fuera de la verja y estuvimos contemplando la marcha divertida y escandalosa con que salían desfilando los invitados, realzada con la clara luminosidad de la luna llena, desde el mirador, discretamente camuflado entre acebos y limoneros, que hay junto al arranque del camino que atraviesa el olivar.
Cuando ya se habían marchado todos los invitados, incluidas Fernanda y su hija, así como el personal de servicio, vimos a Felipe y a Manuela que salían también fuera de la verja.
-Mientras tú vas a cumplir con tu promesa, yo voy a estirar las piernas y en seguida me acuesto -decía Felipe a Manuela.
Él se dirigió rápido, por la derecha junto a la verja, a verse con Verónica, claro está. Manuela, en cambio, torció a la izquierda al camino que va hacia el pozo del olivar.
De momento yo no había comentado nada a Delia sobre la conversación escuchada a Felipe y Manuela sobre nosotros y su madre. En aquella noche privilegiada no quería empañar el fulgor de su hermosa sonrisa, que hacía sentirme el hombre más feliz del mundo.
Fue entonces cuando, tras besar apasionadamente a Delia, la invité a presenciar algo insólito que iba a tener lugar muy pronto, junto al pozo del olivar.

-Vamos, Delia, a divertirnos un rato espiando a Manuela. Corramos hasta el pozo, sorteando los olivos.
-No entiendo nada, Ari. Actúas de forma extraña.
-Delia, querida, no sé cómo explicártelo.Vivimos en un mundo de locos, o quizás sea yo el único loco del mundo, pero, por más que le busco sentido a esta vida, no lo encuentro por ningún lado. Cualquier sueño hermoso y esperanzador acaba, tarde o temprano, haciéndose añicos. Tú has aparecido ante mí, como una tabla salvadora en este océano embravecido, y me la quieren arrebatar.
-Por favor, Ari -me susurraba con voz entrecortada, mientras corría a mi lado esquivando olivos y saltando por encima de abultados terrones-, me estás asustando. No pareces el chico alegre y despreocupado que conocí. ¿Por qué te muestras ahora tan pesimista y desconfiado con la gente?
-Dentro de pocos días lo acabarás de entender. De momento vas a ver algo que te ayudará a descubrirlo.

En cinco minutos llegamos a la altura de la plazoleta, formada por un ensanche del camino que desemboca en la carretera comarcal, al final del olivar. Muy cerca de aquélla el terreno se eleva en cuesta hasta dos metros de altura, originando una pequeña terraza, flanqueada por dos higueras. Subimos a aquel refugio que - por su altura, la luna llena y las higueras- era ideal para mi propósito: poder observar, en un radio de cien metros, sin temor a ser descubiertos. Desde allí distinguíamos la plazuela con todo detalle: en el centro el pozo de agua ferruginosa, con brocal jaspeado y arco de artístico hierro forjado; bordeando el lado izquierdo de la plazoleta, se levanta un muro de piedra con un poyete adosado; y, al otro lado, un abrevadero.

En seguida descubrimos el jeep blanco de Fernanda, disimuladamente aparcado entre dos olivos, en un entrante de la carretera.
A los pocos minutos vimos acercarse a Manuela, con el rosario balanceando en la mano y moviendo el otro brazo, de dentro afuera, como si sembrara. Debía de sentirse fatigada pues, una vez en la plazuela, corrió a sentarse en el poyete, donde continuó con su rezo.
La blanca palidez de la luna, que desteñía el vestido de Manuela y acentuaba la morbidez de sus piernas y brazos desnudos, añadido a la dolorida expresión que las violáceas ojeras del maquillaje daban a su rostro, hicieron que Delia se estremeciera y me susurrara:
-¿Qué le pasa a Manuela? Su aspecto infunde terror.

Repentinamente vimos entrar en la plazuela, surgiendo de detrás del muro, la figura algo encorvada de un fraile, con la capucha cubriéndole la frente. Se acercó al pozo y, dejando sobre el borde un ramillete de olivo, accionó la garrucha y subió un cubo con agua. Manuela se dejó caer de rodillas, exclamando con voz temblorosa:
-¿Quién eres tú, con ese hábito de fraile?
-¿No me has reconocido, Manuela? Soy Felisa, tu madre. Desde que ocurrió mi muerte, hace diez años, me desvivo por no alejarme un palmo de mi familia, haciendo malabarismos para que os deis cuenta de mi presencia y de mi angustiosa necesidad de comunicarme con vosotros, especialmente contigo, hija. Pero vosotros, ni caso.
-¿Y por qué esa angustia?
-¡Ay! Porque los que seguís viviendo físicamente en la Tierra desconocéis las necesidades de los que hemos muerto, como vosotros decís. Pensáis que, una vez muerto el vivo, aquí paz y allá gloria. Pues no. Cada cual tiene su particular historia tras la muerte. En mi caso, y a pesar de mi fe en Dios y de mi religiosidad, aún no me han concedido el descanso eterno en el paraíso.
-Pero, madre, eso no es justo. Tú fuiste una viuda santa y virtuosa, de comunión diaria y dirigida espiritualmente por el padre Nicanor, muerto en olor de santidad...
-¡Ay, hija, el juicio y aprobación de los humanos sobre los difuntos suele diferir mucho del que tienen allá arriba! ¡El padre Nicanor! Menudo elemento. Sí, muy santo pero muy astuto y con mucha lascivia, que me sedujo y gozó de mis encantos a mis cincuenta y tantos años. Debido a su sacrílega y alevosa acción (pues, desde entonces, acentuó sus santurrones modales y ascética conversación), cuando murió, un año antes de que yo lo hiciera, fue derechito a vérselas con Pedro Botero. Por voluntad vuestra, a mí me amortajaron con este hábito que él había vestido, creyendo que para mí sería el mejor pasaporte que me abriría las puertas del cielo. ¡Qué equivocación! Este hábito es como una cadena que tiene esclavizado a mi espíritu y no le deja volar al paraíso. Imagínate, Manuela, mi triste y desgraciada situación.
-¡Es terrible, madre! ¿Y qué puedo yo hacer para remediar tu desgracia!
-Una cosa muy simple, hija: lo que esta noche acabas de hacer, venir hasta aquí rezando el rosario desde La Cortijá, cada vez que escuches mi llamada.
-¡Ah, sí! Ya me lo explicó Fernanda, mi amiga la vidente.
-¿Fernanda? Ya, ya. Hazle caso, Manuela, que lo que ella dice es el puro evangelio.
-El problema es que Felipe tendrá que traerme a La Cortijá cada vez que me avises para otra aparición y deberé explicarle el motivo...
-No importa. Le dices la verdad. Él respetará tus obligaciones filiales, tus creencias y devociones. Cada vez que me aparezca a ti, observarás que este hábito va menguando hasta su desaparición total. Ése será el bendito día de mi completa liberación. Entonces me mostraré a ti cara a cara, sin velos ni capuchones.
¡Ay, madre, qué feliz me haces con tu visita, aunque también siento mucha pena por la penitencia que te queda por cumplir!
-Si tú eres feliz, lo demás no importa. Además, estos paseos te vienen bien para bajar el colesterol.

Finalmente, Felisa tomó la ramita de olivo, la mojó en el agua del cubo y roció con ella a Manuela, haciendo la señal de la cruz, mientras le decía:
-Que Dios te bendiga como yo te bendigo. Adiós, hija.
Felisa se dio media vuelta y desapareció por detrás del muro de piedra. Manuela se santiguó y se cubrió los ojos con las manos, gimoteando. Momento que Delia y yo aprovechamos para escapar de aquel refugio y volver corriendo por donde habíamos venido.

-¿Qué te ha parecido, Delia? -le preguntaba sin dejar de correr.
-Increíble. De verdad que me resulta inexplicable. ¿Es posible que haya sido una aparición auténtica?
-Ja, ja. Por favor, Delia. Por supuesto que para Manuela ha sido muy auténtica pero, en realidad, sólo ha sido una farsa grotesca y cruel, obra de personas muy allegadas a ella. Pero no siento la menor compasión ni por Manuela, ni por Felipe.
-¿Cómo dices eso de tus padres adoptivos?
-Porque ellos y cuantos integran su círculo de amistades no son más que tañedores de cornamusas engolados y con muy mala luva. Ya me darás la razón mañana mismo. Delia, siento preocuparte con mis palabras, cortantes como dientes de piraña. Reconozco que soy más peligroso que todos ellos, porque estoy convencido de que el final de cuanto nos rodea y el final de cada uno de nosotros es la aniquilación absoluta y... ¡cuanto antes desaparezca todo, mejor!
A ellos, aunque hipócritamente manifiesten lo contrario, no les importa mucho lo que haya después de muertos. Lo que sí les interesa es disfrutar al máximo, ellos solos, en esta existencia terrena, explotando a los demás.

-Es tremenda tu historia, amigo -le interrumpió don Quijote, poniéndose de pie y haciendo, a continuación, varias flexiones-. Y tan larga que me temo que aquí nos van a dar la una, las dos y las tres de la madrugada de la próxima nochevieja. Por lo que le propongo -si no es mucho pedir y no hay óbice ni riesgo de ocasionar detrimento a la integridad sustancial del relato- que abrevie al máximo, suprimiendo lo que considere accesorio.
-¡Eh, eh, eh! -protestó Aarón- A ver qué tiene que alegar el del mono morado, que más parece cobrador de Santa Lucía que enderezador de entuertos. Yo no os he invitado a subir aquí a escuchar mis discursos. Si os parece larga y pesada mi historia, más me ha resultado a mí el vivirla. Si no queréis escucharla, largaos por donde habéis venido.
-Perdone, don Aarón -trató Samuel de amansarlo con el mayor tacto y miramiento-, él sólo ha pretendido evitarle una excesiva pérdida de energías.
-Mis reservas de energías son inagotables, para mi desgracia -contestó, tras darle otro afectuoso tiento a la botella de whiski.
-Y las nuestras para escucharle -replicó don Quijote- no tienen nada que envidiar a las suyas, pues están a prueba de años, que ya pasan de quinientos.
-Hum, hum... -carraspeó Aarón, con bastante mosqueo- En adelante relataré telegráficamente cuando lo crea oportuno y me extenderé lo que me parezca, cuando me venga en ganas. ¿Entendido?
-Perfectamente -coreamos los tres como dóciles pupilos.

-Bien -continuó Aarón-. A otro día de la fiesta, ya en la casa de Sevilla, me llamó Felipe a su despacho. Y con modales extremadamente atentos y afectuosos, me invitó a sentarme y escuchar el plan que había pensado sobre mi futura carrera universitaria, con el asesoramiento de don Dioni, don Narciso y demás lumbreras. Sacó de una carpeta varios folios y me leyó el plan que ya había puesto en marcha, sin opción por mi parte a suprimir o cambiar ni una sola coma. Había decidido que yo estudiara dirección de empresas en Londres, en un prestigioso centro privado, y morara, durante el curso, en una afamada residencia de estudiantes.
Era la una de la tarde y Felipe ya había recabado información y hecho todas las gestiones para matricularme y solicitar plaza de residente. Trató de convencerme sobre las ventajas de estudiar en Londres. Los auténticos motivos de su decisión se los calló, aunque yo sí los conocía muy bien.
A otro día, también me enteré de que Felipe había despedido a a su secretaria Elena, bajo el peregrino pretexto de que ella se limitaba a trabajar estrictamente las horas normales de la jornada, negándose a realizar horas extras. Por esa razón la había sustituido por Verónica, presta siempre a complacerle. Y lo más injusto y reprobable fue que despidiera también a Marcelina, esa mujer que durante muchos años había sido el motor de aquella casa, y sin otro móvil que el de hacer imposible mi relación con Delia. Aquélla fue una fechoría infame, ruin, injustificable y explosiva, que despertó y desencadenó, en las mazmorras interiores de mi ser, a mis antiguos y devastadores demonios con redoblados impulsos. A pesar de todo, en aquellos momentos no sólo contuve mi incendiario estado de ánimo a punto de estallar, sino que, incluso, tomé la determinación de aceptar, sin réplica alguna, todo cuanto Felipe decidiera.
Para engatusarme, Felipe me abrió una cuenta bancaria con un capital de tres millones de pesetas, del que podía disponer con mi tarjeta de crédito; y también me dijo que las navidades las pasaría en Sevilla.

El 20 de septiembre volé a Londres. En el aeropuerto me esperaba un empleado de la residencia. Desde el primer día me propuse estudiar seriamente, observando la disciplina establecida. Ni yo me reconocía a mí mismo. Algunos colegas bromeaban llamándome "beatus vir". ¡Ja, ja, ja! Qué engañados estaban. En cuanto les enseñé los dientes, un par de veces, se dieron cuenta de que se habían equivocado de tipo. El mes de octubre pasó rápido y entretenido con las nuevas experiencias de cada día.
El 1 de noviembre, día de Todos los Santos, cayó en jueves, pero en Inglaterra no era día festivo, por lo que transcurrió como cualquier otro. Mas el día de los Difuntos, el 2 de noviembre...

Aarón detuvo su relato un momento, con la vista perdida en el lejano horizonte. El mar, ahora embravecido con el soplo borrascoso de poniente, apenas se distinguía de los negros nubarrones, recorridos por cegadoras culebrinas.
-¿Qué pasó el día de Difuntos, Aarón? -inquirió Samuel que, como Don Quijote y yo mismo, adivinábamos, en sus ojos y semblante, una sombra que envolvía su espíritu como un opaco sudario interior.
Una vez más, Aarón acarició la botella, dando fin a la zarandeada y corta vida de ésta. Un rayo, rápido, afilado y cegador como un rejón de fuego, se hundió en el mar, a pocos kilómetros de donde nos hallábamos, siguiéndole un trueno rotundo, que hizo tambalearse la repisa de tablas que nos sostenía.

-Aquel día de Difuntos -relató, al fin, Aarón-, cuando volví de clase a la residencia, uno de los encargados de recepción me dijo que el director me estaba esperando en su despacho.
-¿Para qué? -pregunté, impaciente.
-El director -continuó Aarón- me rogó que me sentara. Luego me observó detenidamente y sin pestañear, por espacio de un minuto. Yo le hice frente, desafiando su mirada con altivez. Luego juntó las manos y, apoyando los codos sobre la mesa, me dijo que, hacía media hora, habían llamado desde mi casa de Sevilla para darme una terrible noticia: Felipe y Manuela habían sido encontrados muertos, por arma de fuego, en la finca de La Cortijá.

Yo continué mirando al director, sin muestras de congoja ni de sorpresa.
-¿Has entendido, Aarón? Tus padres han sido asesinados. Es tremendo. Lo siento muchísimo. Debes ir a casa, a Sevilla. Esta misma tarde tomarás el avión.
-De acuerdo -le contesté-, iré esta tarde. Supongo que deberé suspender mis estudios por una temporada...

Llegué a la casa de Sevilla, hacia las ocho de la tarde. La consternación y congoja se habían apoderado de todos los allegados de Felipe y Manuela: personal de servicio, empleados de la almazara y amigos. Al verme, todos me abrazaban y manifestaban sus condolencias; de manera especial Fernanda y su hija Verónica, quienes, en seguida me acompañaron hasta el despacho de Felipe, donde me contaron cuanto ellas habían comprobado personalmente y habían podido averiguar hasta el momento.
-Esta mañana -explicó Verónica- llegué aquí a las ocho, como todos los días. Me abrió Leandro que ya había iniciado sus faenas diarias de limpieza. Entré en el despacho y me puse a ordenar y recopilar los documentos que Felipe precisaba para una reunión que iba a tener con los encargados de la almazara. Felipe, habitualmente, se presenta en su despacho a las nueve en punto. Pasó media hora y aún no había aparecido. Pregunté a Leandro si Manuela se había ya levantado, pues tampoco había ido a la oficina a darme los buenos días, como solía hacer. Leandro subió a las habitaciones del matrimonio y comprobó que no estaban allí. Luego fue al garaje y tampoco vio el coche de Felipe. Llamé por teléfono a la almazara y me dijeron que allí no estaban, ni conocían su paradero. Pensé entonces que, quizás se habían acercado a la Cortijá, por algún motivo. Llamé al teléfono de allí, sin resultado alguno. No sé por qué, aquella ausencia de ambos me dio mala espina. Empecé a preocuparme y a ponerme nerviosa, por lo que llamé a casa. Mi madre, para tranquilizarme, me dijo que quizás habían aprovechado la fiesta para pasarla en algún sitio y se habían entretenido. No obstante, en seguida se presentó mi madre con su coche, y nos fuimos a La Cortijá.
-¡Dios santo! -exclamó Fernanda- El cuadro que nos encontramos ante la verja del edificio fue espeluznante. Felipe yacía, boca arriba, junto a la puerta de hierro, con un disparo en la frente sobre un gran charco de sangre, agarrándose la cabeza con las manos, y la llave caída junto a su mano derecha. Y Manuela, -¡ay, Dios mío! La pobre, hecha un ovillo, junto al coche, al pie de la puerta del copiloto, con un disparo que le había atravesado la garganta, segándole la yugular. Desde el teléfono de La Cortijá avisamos a la guardia civil, a la almazara y a algunos amigos de la casa. Ha sido un día terrible... Junto con el forense y personal sanitario, llegaron los del atestado y policías de paisano, y estuvieron interrogándonos, sacando fotos y buscando pistas. De momento nada han dicho sobre cuál haya podido ser el móvil del crimen. Más tarde, también estuvo aquí la policía. Con la ayuda de Verónica, comprobaron las tarjetas de crédito a nombre de Felipe. Hablaron con el Banco y parece ser que, a las cinco de la madrugada, alguien ha sacado varios miles de pesetas en un cajero de Sevilla, con una de sus tarjetas. No sé como se las habrá ingeniado. Lo que está claro es que el criminal le hurgó en la chaqueta y le robó la cartera.Y lo que no acabo de explicarme es por qué irían Felipe y Manuela a esas horas a La Cortijá...

Durante varios meses -concluyó Aarón- me estuvieron molestando, llamándome a declarar en el juzgado cada dos por tres. Hasta que llegaron a la conclusión de que yo no había tenido nada que ver en ese trágico desenlace. Así me lo notificaron con una resolución judicial en la que además de declarar que estaba libre de todo cargo, se me reconocía heredero absoluto de todos los bienes de Felipe y Manuela, de acuerdo con el testamento que el matrimonio había efectuado ante notario.
Sobre el autor del crimen, nada se pudo averiguar, ni ha llegado a averiguarse. Y ya han pasado 26 años...

-¿Y tú no sospechas de alguien entre los allegados, amigos, criados o empleados de su entorno? -Le pregunté, ingenuo.
-No me hagas reír, chupatintas -me dijo, poniéndose de pie sobre la plataforma-. Todo el mundo es sospechoso, mientras no se demuestre lo contrario.
-Todo el mundo, menos tú, claro está -repliqué, tratando de halagarle-, pues así consta en esa resolución. Y es lógico, tú estabas en Londres la noche del crimen...
-Sí... -dijo, pensativo, Aarón- Curiosamente, a partir de ese día, volví a tener, por las noches, aquel sueño vetusto y reiterativo, en que me veo como una persona intachable, entregado a una profesión que me apasiona, desarrollando brillantes actividades investigadoras y académicas en el campo de la psicología.

De repente, se desató un viento huracanado, acompañado de lluvia, granizo, relámpagos y truenos, que nos obligó a suspender la tertulia. La plataforma de tablas y la visera de plástico se descolgaron del pino y fueron a caer sobre el mullido césped, con Aarón encima. Éste se desembarazó del plástico y corrió como una centella hacia la caravana. A través de la ventana vimos que nos miraba y se reía socarronamente de nuestros desesperados esfuerzos contra el endiablado vendaval. Por fin logramos agarrarnos a la capa de Samuel y nos elevamos por encima de los pinos, precipitándonos, como un meteoro, por en medio del negro nubarrón que se había apoderado del cielo, el mar y la arena en cinco kilómetros a la redonda.
Afortunadamente llegamos ilesos a la cabaña de la playa, aunque nuestros monos quedaron hechos unos zorros, cubiertos de barro y jirones. A pesar de ello nos felicitamos, porque, por lo menos, habíamos logrado conocer otro capítulo de la tortuosa y extraña existencia de nuestro vecino Aarón.

Pero, ¡pobre de mí! En el momento de sentarnos a la mesa, dispuestos a tomar una frugal colación que aliviara el rugir de nuestras tripas (es un decir) y comentar cuanto habíamos escuchado, me apercibí de que mi tesoro, mi colgante de inestimable valor, mi broche grabador-receptor-emisor, no pendía de mi cuello. ¿A dónde habría ido a parar, cielo santo, mi joya merlinesa? ¿Cómo me las arreglaría ahora para contactar con vosotros, mis amigos destinatarios de estos relatos?
Éste ha sido el motivo del prolongado silencio e insufrible demora en enviaros el segundo capítulo. Pero, afortunadamente, aunque tarde -"más vale tarde que nunca", y "nunca es tarde si la dicha es buena"-, os lo he podido enviar, gracias a que, la semana pasada -¡oh ignotos senderos de la aparentemente aleatoria necesidad!-, encontré mi broche emisor, disputándoselo dos hermosos cangrejos con sus atijeradas pinzas, en uno de los corralones de la playa, mientras buscábamos chanquetes y camarones.

Deseo y espero que el tercer capítulo de esta historia os lo pueda enviar en un plazo breve y razonable; dependiendo, naturalmente, de que Aarón quiera colaborar y no surja otro infortunio semejante al acaecido.

Hasta pronto, amigos. Un abrazo. Tinterico.


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