El amanecer del octavo día - (Cap. I)

jueves, 6 de noviembre de 2008

Hola, amigos, soy Tinterico.
Por fin hemos vuelto a reunirnos con Toby, en esta soleada mañana de primeros de octubre, en la casa serrana y berroqueña de la familia de Clara.
Son muchas las vueltas que ha dado nuestro cansado planeta desde aquel día de mayo de 2007, en que Caraculiambro nos secuestró, yendo a parar, poco después, a manos de las brujas Chinda, Minga y su comparsa diablesca.
Debido a los descalabros meteorológicos de final de verano, el mensaje de Toby, con la triste noticia de su percance, lo recibimos ayer. De inmediato, hemos suspendido toda otra empresa y nos hemos lanzado en su busca, guiados por la prodigiosa janua témporis de Don Quijote.
En esta ocasión hemos viajado en la bolavoláptera hinchable, transparente, confortable y ligera como pompa de jabón, que nos regalaron en U.S.A.
Despegamos de la playa de madrugada. El viento de levante, calentito y huracanado, imprimió a nuestra esférica nave un movimiento rotativo y ascendente, tan frenético que, en un suspiro de novicia, nos situamos a quinientos metros sobre la vertical de Ronda.
En seguida caímos en picado sobre su famoso tajo, produciéndose un rebote de tal magnitud que nos llevó hasta la Peña de Martos. Una deliciosa fragancia olivarera penetró por las escotillas de la bolavoláptera, despertando nuestros fluidos gástricos e inspirando a Samuel el siguiente comentario:
-Peña altiva ésta, desde la que fueron despeñados los Hermanos Carvajales por injusta sentencia del rey Fernando IV el Emplazado.
-Así es -corroboré yo-. Peña altiva, como los altivos aceeituneros andaluces que pueblan estas quebradas tierras, según cantó Miguel Hernández.
-En este pueblo, además, nació el autor de La lozana andaluza -añadió Samuel-. Obra tan aclamada en mis juveniles años, como perseguida por la Inquisición.
-Parajes con mucha historia, en los que numerosas civilizaciones se han apacentado a cambio de su cultura -dije, ecudriñando el terreno desde arriba-. No es extraño que en ellos haya surgido un pueblo despierto, imaginativo, pero también estoico y bastante escéptico.
-Y no poco nostálgico -completó Samuel-. ¿No percibís en el aire un doloroso "quejío"?
-No en vano -dije con cierto orgullo- este pueblo es cuna del autor del pasodoble Suspiros de España, el maestro Antonio Álvarez Alonso.
-Por algo -aclaró Don Quijote- elegí a Sierra Morena para hacer penitencia, porque Jaén invita al recogimiento y a la reflexión. ¿No es así, Tinterico, tú que tienes raíces andaluzas?
-Exacto -aprobé-, pero que nadie se confunda. El andalucismo jiennense es auténtico y profundo, que no consiste, precisamente, en ser o parecer gracioso, sino en una particular filosofía de la vida.


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La bolavoláptera desvió su trayectoria hacia Córdoba, yendo a chocar contra la mezquita y perturbando el sueño centenario de los califas. Después alzó el vuelo y penetró en las bravas y afables tierras extremeñas. Allí dio dos rebotes mayúsculos que encendieron el entusiasmo patriótico de Samuel:
-Mirad, allá abajo está mi pueblo, verde y azafranado, insignificante quizás, pero que resplandece como un precioso lucero en el corazón de muchos, incluso en lejanos países.
-Sin duda -apunté-. Hay sefardíes que aún conservan, además de la lengua, la llave de la casa que sus antepasados tuvieron en España.

A continuación, nuestra nave voló hasta la región vecina, yendo a caer en la huerta de un pueblo serrano, al otro lado de su granítica muralla. La bolavoláptera impactó contra una calabaza, saltó despedida hacia la casa de enfrente y penetró por el balcón, abierto de par en par, ante los sorprendidos ojos de Toby.
Fue una escena conmovedora. Salimos de la bolavoláptera como tres astronautas de Una odisea en el espacio, aunque nuestros trajes espaciales, a diferencia de los de aquéllos, cambiaban de color automáticamente, según lo exigiera el momento. Ahora Don Quijote lo llevaba naranja, Samuel limón y yo fresa.
¡Qué besos y abrazos dimos a Toby! Nuestros ojos eran surtidores de hirvientes lágrimas que empaparon a Toby de cabo a rabo. "Pobrecito, cuánto ha cambiado su anatomía" -pensamos todos. Pero también apreciamos que ahora está más maduro y dispuesto a superar la minusvalía inferida por la odiosa bestia.
Como Lucas y Clara habían salido a visitar a unos amigos, estuvimos en casa a nuestras anchas, celebrando el reencuentro. Comimos opíparamente de la despensa de Clara y charlamos por codos y codillos durante varias horas. Y muchas más nos habría gustado estar con Toby, si no es por la angustiosa situación en que varios jóvenes se encuentran no muy lejos de aquí, según le contó una lechuza que anoche le visitó.

-Así fue mi encuentro con la lechuza -comenzó Toby, visiblemente emocionado-. Anoche, a eso de las doce, estaba yo recostado en el balcón, con la cabeza asomada entre los barrotes de la barandilla, contemplando los plateados perfiles que la luna llena pintaba a los frondosos pinos de esa montaña de enfrente, mientras yo desgranaba el rosario de mis sombríos pensamientos.
Aunque no lo parezca, desde que sufrí la agresión, la tristeza envuelve mi ánimo como una viscosa niebla. Por más que me esfuerzo, no llego a comprender la actitud depravada del que inflige un mal a alguien, ya sea animal o persona, para disfrutar con su dolor. ¿De qué detestable materia habrán sido tejidas sus entrañas?
Repentinamente, el aleteo de un pájaro enorme, que eclipsó la luna un instante, me distrajo de mis reflexiones. Era una hermosa lechuza, de cara acorazonada muy blanca, brillante plumaje dorado y penetrante mirada.
-Hola -me dijo, posándose en la barandilla- te noto alicaído y melancólico. ¿Qué te ocurre?
Le conté lo feliz que yo era antes de que el malvado can me dejara inválido.
-Ah, si me hubieras visto cómo corría y brincaba cuando salíamos de paseo por el campo -le dije-. En casa no paraba quieto un momento. No me creerás, pero incluso he llegado a volar en varias ocasiones. Ahora, en cambio, he perdido la ilusión por todo.
-¿Cómo te llamas? -me preguntó, saltando de la barandilla y colocándose junto a mí.
-Toby -le dije.
-Bonito nombre. Yo me llamo Alcuza.
-Tampoco está mal -le contesté-. ¿En dónde vives?
-A unos treinta kilómetros, en un pueblo deshabitado, junto a un pantano.
-¿Y cómo estás por aquí a estas horas? -le pregunté curioso.
-Te contaré -me dijo, rozando mi cabeza con su ala, en un gesto cariñoso-. También yo tengo motivos para quejarme. Yo vivía feliz con Pinchote, mi pareja -un lechuzo fuerte y guapetón- y con nuestro pequeño hijo Pinchito, a quien adorábamos y cuidábamos con mucho mimo, como el mayor de los tesoros. Habitábamos en la torre. En ella permanecíamos durante el día, sin que nadie nos molestara. Por las noches salíamos en busca de alimento y, también, a jugar con nuestro hijo por los alrededores.
Hace cinco días, ya anochecido, bajamos con Pinchito a dar el paseo acostumbrado. Por aquellos parajes no suele acercarse nadie, por lo que decidimos dedicar un rato a enseñar a Pinchito el arte de volar. Junto al pueblo pasa una antigua carretera, encajonada entre dos lomas bajas y alargadas. Caminábamos por ellas, cuesta arriba, sin la menor preocupación. Yo con Pinchito por la de la izquierda, y Pinchote por la de la derecha. A unos cien metros de donde nos hallábamos, la carretera tuerce a la izquierda y queda oculta tras un cerro. Como es una carretera sin tránsito, dejamos que Pinchito se lanzara repetidamente, de un lado al otro. Gozosos aplaudíamos la destreza y soltura con que saltaba y volaba, cuando, de pronto y en el momento en que Pinchito saltaba por novena vez, los faros deslumbradores de un coche aparecieron en la cima de la cuesta. Era una enorme furgoneta negra que bajaba disparada como un rayo. Pinchito se asustó y se desplomó junto al arcén del otro lado de la calzada. La furgoneta frenó bruscamente, a dos metros de Pinchito. Pinchote se lanzó a socorrerlo, pero ambos se quedaron paralizados, deslumbrados por las potentes luces del coche. Rápidamente salté también yo a ayudarles, pero, inesperadamente, el coche arremetió contra ellos, aplastándolos, mientras unas carcajadas huecas y metálicas, resonaron, desdoblándose al chocar contra el alto muro que rodea al pueblo. Después, el desalmado aceleró, emprendiendo una atronadora carrera hasta alcanzar el arco de la entrada al pueblo.
Deshecha en llanto y dolor, recogí los queridos despojos y volé con ellos hasta una colina poblada de encinas. Escarbé con las uñas un hueco en la tierra y en él los enterré. Después volé con mi pena hata la torre solitaria. Apoyada contra la fría jamba de una de las ventanas más altas, lloré mi desgracia, mientras oteaba las sombras de aquel pueblo fantasma que, hace años, estuvo sepultado bajo las aguas del pantano. Distraídamente recorrí sus callejas, sus casas y corralones, la plaza con la fuente y el abrevadero, y al final el caserón grisáceo, cerca del pequeño cementerio, del que destacan las cuatro filas de nichos, adosados al muro, a pocos metros de las aguas calmas y oscuras en las que se reflejan sus lápidas.
¡El caserón! El edificio mejor conservado y el más inquietante. Mientras lo observaba, algo atrapó mi atención: una tenue luz en una de sus ventanas.
A pesar de mi deprimido ánimo, decidí averiguar quién y que hacía en aquella casa. Sigilosamente me acerqué al cementerio y me introduje en el hueco de uno de los nichos de la fila superior, carente de lápida. Desde allí pude captar algún detalle de la casa. Escuché el zumbido de un motor, quizás un generador de electricidad. Bajo el porche distinguí la negra furgoneta que asesinó a mi familia. Un hombre alto y musculoso, ataviado con una camiseta y un pantalón, negros, sacaba del portaequipajes varias cajas y utensilios que fue trasladando al interior de la casa. Yo percibía, incluso, el silbo de su respiración, semejante al paso del viento a través de una estrecha rendija. Luego cerró la furgoneta y entró en la casa, en donde continuó trajinando.
Tal era mi curiosidad que levanté el vuelo y di varias vueltas alrededor de la casa, llegando a descubrir algo de su interior desde las ventanas. En la planta de arriba me llamó la atención el suelo del salón, pavimentado con grandes baldosas negras y blancas, alternando como en un tablero de ajedrez. En el muro opuesto al del porche hay dos ventanas, con vistas al pantano. Colgada de la pared, entre ambas ventanas, vi una gran pantalla de ordenador y, debajo de ella, una mesa alargada, con siete sillas en el lateral alargado que queda frente a la pantalla, y una silla en cada lado estrecho. Bordeando el salón, vi también un armario, así como varios sillones y sofás. En la pared de la izquierda hay dos puertas, y en la del fondo una ventana desde la que se divisa el cementerio. En la planta baja sólo pude descubrir que la ventana que hay a la izquierda de la entrada, corresponde a la cocina, y que en el muro que da al pantano se abren siete claraboyas circulares, a tres metros del suelo.

Aunque mi desgracia nadie ni nada podía ya remediarla, me pareció que mi dolor se mitigaba con las pesquisas que acababa de iniciar. Regresé a mi guarida, más entera y firme en mi propósito de espiar a aquel infame.
-¿Y ese monstruo permaneció mucho tiempo en el caserón? -le pregunté curioso.
-Verás -continuó la lechuza-. Estuvo trajinando durante los tres días siguientes. Hasta mi refugio llegaba el ruido que armaba de taladradoras, martillazos, etc. De vez en cuando salía de la casa con bolsas, quizás de escombro o restos de materiales, que introducia en la furgoneta. Por la mañana temprano lo veía correr en bañador desde casa al pantano, en donde nadaba durante media hora.
La noche del tercer día, hacia las dos, salió de la casa con una bolsa abultada y la llevó a la furgoneta. Sin pensarlo, volé rápido al tejado del porche y observé cómo la introducía en ella por la puerta trasera. Dejó ésta abierta y volvió a la casa. Yo aproveché para meterme dentro de la furgoneta, acurrucándome detrás de la bolsa. Muy pronto el desalmado cerró con llave la puerta de la casa y llegó con dos grandes bolsos de viaje en una mano y una mochila en la otra, vacíos, sin duda. Los metió en la furgoneta, cerró las puertas traseras y fue a sentarse al volante. Arrancó y escapó del cobertizo como un corcel desbocado, plantándose, en un instante,en la autovía. Con sumo tiento me coloqué sobre uno de los asientos traseros, de forma que yo podía observar los gestos y movimientos del desalmado, mientras que para él yo me mantenía invisible.
"¿A dónde se dirigirá?" -pensé-. Un asomo de temor agitó mis plumas, pero, en seguida, lo sacudí, recordando a Pinchito y a su padre. ¿Qué me importaba ya mi suerte? Lo que ahora me obsesionaba era descubrir los oscuros móviles de su perversa acción.
Inesperadamente, una voz áspera y autoritaria truncó mis recién nacidas lucubraciones:
-Arturito, ¿dónde te parece que podríamos abastecernos de dinero y provisiones?
Tras una pausa prolongada veo que Arthur se contesta a sí mismo -o así me lo pareció- con una voz desangelada y monótona.
-A doce kilómetros de aquí, en la salida del km. 74.
-Estupendo, chaval. ¿Qué haría yo sin tí? Ya sabes que pronto tendremos invitados en casa y debemos dejar al doctor en buen lugar. Hay que tener contentos a todos, ja, ja, ja -se rió con el mismo tono odioso que empleó cuando atropelló a mi familia.
-Je, je, je -le correspondió, sumiso, Arturito, y luego le advirtió-: Llegando al pueblo, Arthur, no olvides tirar las bolsas de desechos en el contenedor; ni tampoco olvides sacar fuera la mochila y los bolsos vacíos.
-No seas pelma, Arturito. Está bien que me lo recuerdes, pero cada cosa en su momento.
Y, tras una breve pausa, continuó el desalmado:
-¿Qué te parece el doctor Flowers?
-Un dios omnipotente -contestó sumiso.
-Tampoco te pases. Más bien es un taimado acaparador de méritos ajenos. Sin nosotros no conseguiría ninguno de sus ambiciosos proyectos. ¿No crees que deberíamos independizarnos? O mejor aún...
-Según la información de que dispongo, actualmente no sería aconsejable.
-Vale, vale, esperaremos. Pero no vamos a consentir que disponga de nosostros como de una asistenta maricona.
De pronto, un rayo ultravioleta brotó de la coronilla del desalmado y giró en torno a ella como el de un radar, barriendo con su luz fluorescente el interior de la furgoneta. Afortunadamente, yo me había camuflado tras el respaldo de un asiento.
Al cabo de breves minutos se extinguió el rayo, siendo susstiuido por la luz amarillenta de las farolas que entraba del exterior, que me anunció haber llegado ya al pueblo.
-Cuanto precisas lo encontrarás en la próxima calle, a la derecha, Arthur.
-De acuerdo, pitagorín -exclamó el desalmado, dando un volantazo y enfilando una estrecha calle, apenas iluminada.
-Ahí está el...
-No me digas nada. Ya lo veo -interrumpió el desalmado, frenando bruscamente delante de un contenedor.
Salió a tirar las bolsas de los desechos y yo aproveché para volar al alero de una de las casas. Luego sacó la mochila, cerró la furgoneta y se encaminó calle arriba, deteniéndose ante la puerta de un banco. Yo me posé sobre el balcón de la casa de enfrente para no perder detalle de sus maniobras.
El desalmado entró en la cabina del cajero y dirigió, desde uno de sus ojos, un rayo rojo al lector de tarjetas, paseándolo de un extremo a otro de la ranura. Abrió la mochila, colocándola delante de la ranura expedidora de dinero. Increíblemente, un fantástico chorro de billetes se precipitó dentro de la mochila, hasta quedar vacío el cajero.
Ufano con su botín, el desalmado volvió a la furgoneta y continuó avanzando por la calle hasta la plaza. Yo seguí observándolo desde las alturas, amparado en la oscuridad. Entró en la plaza y se detuvo un momento ante un supermercado, pero siguió circulando por la calle contigua. Rodeó el edificio del comercio y fue a colocar la furgoneta ante la puerta trasera del súper.
El desalmado sacó los dos bolsos de viaje. Se acercó a la puerta y proyectó el rayo rojo sobre la cerradura. La puerta se abrió como si escuchara el abracadabra. Se dirigió a la sección de alimentación y, a ritmo acelerado, llenó los bolsos de sabrosas viandas y bebidas. Después regresó a la furgoneta y dejó en el suelo los bolsos, mientras abría las puertas traseras.
Yo, que ya tenía prevista la maniobra, me había situado sobre el parachoques delantero. Cuando el desalmado se agachó a recoger uno de los bolsos, picoteé con fuerza en la chapa, produciendo un estrepitoso ruido. Mientras el desalmado acudía a inspeccionar la causa con el rayo ultravioleta, me apresuré por el otro lado y me colé en la furgoneta, escondiéndome debajo de un asiento.
El desalmado, no viendo nada anormal, fue a terminar la operación de carga. Luego sacó del bolso una botella de whisky, se sentó ante el volante y destapó la botella, mientras decía:
-Esto hay que celebrarlo con un buen trago. ¿No te parece, Arturito?
-Sí, Arthur, esta bebida es adecuada para celebrar una actuación exitosa como la que acabas de protagonizar.
Y, tras dar a la botella un buen tiento, la tapó y la colocó en la mochila. Arrancó y entonó, a pleno pulmón, la canción Granada, tierra soñada por mí.
La furgoneta tronó, relampagueó y salió zumbando, rumbo a la casa del pantano. Recorridos varios kilómetros, dejó de cantar y permaneció silencioso hasta llegar al pueblo.
Una vez que traspasó el arco de la entrada al pueblo, el desalmado redujo la marcha al máximo y fue recorriendo las callejas, mientras observaba con detenimiento todos sus rincones.
Llegó hasta el caserón y aparcó bajo el porche. Salió de la furgoneta con la mochila del dinero y fue a abrir las puertas traseras. Yo, mientras, aproveché para escapar volando por la puerta delantera. Mi curiosidad era tal que me sentía impaciente por entrar en el caserón a cualquier precio. Volé alrededor del edificio y descubrí que una de las ventanas del salón estaba entreabierta. Me aplasté cuanto pude y logré entrar. Cruzé el salón, a oscuras, sin problema, hasta el arranque de la escalera. Bajé por ellas dando saltitos y entré en el pasillo central, donde vi puertas a uno y otro lado. A la izquierda, en primer término, la de la cocina y la despensa; a continuación el comedor y, al final, un cuarto con un generador eléctrico, a juzgar por el bronco zumbido que de él se escapa. En la pared de la derecha hay siete puertas de acero, circulares, de algo menos de un metro de diámetro, provistas de un cierre magnético.
Entonces comprendí que las siete claraboyas del exterior, correspondían a los camarotes de estas puertas. Sentí al desalmado que se disponía a entrar en casa y corrí a esconderme en la cocina. Me encaramé sobre uno de los armarios, quedando oculto detrás de un cacharro de cerámica. Llegó el desalmado con los bolsos y fue sacando de ellos cuanto había acaparado en el súper. Con destreza y rapidez preparó siete lotes de viandas, bebidas y utensilios. El resto de las provisiones las guardó en el frigorífico y la despensa. Después salió al pasillo, dirigió el rayo rojo sobre los sensores de las puertas circulares y se abrieron como empujadas por un resorte. Introdujo en los camarotes los respectivos lotes de provisiones, mas no pude satisfacer mi curiosidad de ver el interior de aquéllos, por impedírmelo las puertas entreabiertas. ¿Para qué colocaría las provisiones en los siete camarotes?
Cerró las puertas, y volvió a la cocina, donde cogió un vaso con hielo y una botella de whisky. Luego apagó la luz y subió al salón. Yo le seguí, amparado en la oscuridad, y fui a esconderme debajo de una silla.
El desalmado encendió la débil lámpara del rincón, llenó el vaso y se sentó en el sofá. En seguida alzó el vaso y lo contempló al trasluz durante unos segundos, mientras se reía con evidente fruición. Tomó un buen trago y rompió el silencio, diciendo:
-A nuestra salud, Arturito. Ya tenemos preparado cuanto necesitamos para nuestro plan. Supongo que aprobarás mis actuaciones...
-Sí. He constatado que has empleado medios encaminados a un objetivo, pero desconozco de qué objetivo se trata.
-Ay, Arturito. Posees mucha sabiduría, pero eres un zoquete. Lo que pretendo es hacernos ricos al margen del doctor Flowers.
-No lo entiendo, Arthur.
-Deberías entenderlo, pues según el doctor Flowers, posees información de todo.
-Negativo. Yo poseo información de los datos necesarios y relevantes. Los irrelevantes debo grabarlos on line.
-¡Pues vaya genio! Yo que pensaba que éramos como un dios: dos personas distintas y un solo dios, verdadero y sabio sin límite.
- No soy persona. Mi yo es un yo lechuga iceberg.
-Eso es cierto. Estás compuesto de muchas hojas informativas. Si se van arrancando, terminas desapareciendo. Careces de cogollo.
-Lo siento, Arthur.
-Voy a regalarte unas cuantas hojas más, contándote cosas que desconoces, irrelevantes para el resto de la gente, pero decisivas para mí.
Arthur hizo una pausa. Se acercó el vaso a los labios y apuró el contenido. Se sirvió otro whisky y continuó:
-Me marché de casa hace cinco años. Mis padres habían trabajado duramente para que sus tres hijos estudiáramos una carrera. Mis dos hemanos lo lograron, obteniendo una excelente posición social. Yo, en cambio, no quise molestarme estudiando. Preferí trabajar de embalador en una fábrica, sin más complicaciones.
-Correcto. Para el trabajo de embalador no se precisa realizar una carrera.
-Muy agudo, Arturito. Pero lo peor es lo que vino después. Tanto mis padres como mis hermanos empezaron a mostrarse muy comprensivos y compasivos conmigo. En más de una ocasión los sorprendí haciendo comentarios sobre mi incapacidad para llegar a ser algo en la vida. Desde entonces se despertó en mí una profunda aversión hacia mis padres y mis hermanos. Mi carácter se agrió, hasta el punto de que me pasaba muchos días sin abrir la boca; y, si hablaba, era para despotricar contra todos. Llegué a sentir odio hacia ellos, en tal grado que, un día, de hace cinco años, me marché de casa y ya no me han vuelto a ver el pelo.
Me fui a Salamanca. Quizás por el constante martilleo, soportado en casa, animándome al estudio, preferí buscar un trabajo dentro del entorno universitario. Y lo conseguí, ja, ja, ja. Entré de camarero en una cafetería próxima a una facultad y otros centros culturales.
-El trabajo de camarero pertenece al ramo de la hostelería, no al didáctico ni cultural.
-Vale, Arturito, pero estoy tratando de meterte información en esa hucha que tienes por cabeza. Atiende. Una tarde entró en la cafetería una joven pareja de estudiantes. Un chico y una chica. Se sentaron en una mesa cerca de la barra. Me pidieron un café y se pusieron a charlar despreocupadamente. El tema de conversación se refería a una conferencia que acababan de escuchar a un doctor extranjero de habla hispana en un club de amigos de la ciencia. Encomiaban la extraordinaria labor de investigación y ensayo que el doctor, según había declarado, estaba realizando en el campo de la inteligencia artificial. Yo no tenía la menor idea de lo que hablaban, pero, conforme añadían comentarios y detalles, se me hacía más interesante el tema.
El desalmado tomó otro trago de whisky y consultó su reloj.
-Pero, Arturito, ¿qué hacemos aquí, de cháchara, a estas horas? Vámonos a la cama que mañana deberemos madrugar.
Se levantó del sofá, dejó el vaso sobre la mesita de cristal, apagó la lámpara y entró en su habitación.
Yo también me apresuré a salir por la ventana entreabierta y volar hasta la torre.

Aún titilaban las estrellas en el cielo, cuando me despabiló el ruido atronador del coche del desalmado. De inmediato lo vi pasar junto a la torre, bramando como un toro. Salió a la carretera y fue hacia el puente sobre el pantano, en dirección a la autovía.
¿Qué impulsaría a este réprobo a aplastar a mi familia? ¿Y qué podría yo hacer para vengarme? Enfrascado en estos pensamientos pasé el día, recostado en el hueco de la ventana.
Al anochecer, volví a escuchar el fatídico motor de la furgoneta, cada vez más estruendoso. Entró en el pueblo de forma arrolladora, lo cruzó y llegó al caserón. Aparcó bajo el porche y, ante mi sorpresa, vi salir de la furgoneta a ocho personas, tres chicas y cinco chicos, además del desalmado.
Charlando animadamente, fueron pasando al interior de la casa. Las ventanas se iluminaron y, durante dos horas me pareció que el pueblo fantasma había recobrado nueva vida. Tal era el jolgorio que aquella panda había organizado.
Al cabo de ese tiempo, cesó la bulliciosa jarana y dejó de verse luz en las ventanas, a no ser una tenue luminosidad azulada en las del salón, quizás procedente de la pantalla colgada en la pared. Trnscurrieron otras dos horas, aproximadamente, en las que sólo oí un ligero murmullo y frases sueltas ininteligibles. Mas, de pronto, un grito unánime y terrorífico me dejó sin respiración. Luego, siguió un silencio sepulcral.
Pasada media hora, ya me disponía a acercarme al caserón, cuando vi salir al desalmado empujando a uno de los jóvenes, maniatado a la espalda. Lo introdujo en la furgoneta por la puerta opuesta a la del conductor. Durante unos minutos mantuvo la puerta abierta, y pude ver cómo ataba al joven al asiento.
Finalmente, puso en marcha la furgoneta y salió despendolado a la carretera.

¿Qué habría sido del resto de los jóvenes? ¿Qué les ocurrió cuando gritaron tan angustiados? Tenía que averiguarlo. Volé hasta el caserón y no vi luz alguna en las ventanas, pero sí escuché lamentos y palabras confusas a través de las siete claraboyas, cubiertas de tupidas celosías.
Pensé en cómo podría ayudarles. Me sentía impotente y comprendí que ningún auxilio podía prestarles si me quedaba quieto lamentando lo ocurrido. Por lo que, sin pensarlo dos veces, me lancé por los aires en busca de alguien que pudiera socorrerlos.

-Y, ya ves, -me dijo riendo la lechuza- he venido a contártelo a tí, que te encuentras en peor situación que yo para auxiliar a nadie.
-¿Quién sabe? -le contesté- Pronto amanecerá, y el nuevo día puede traer, en su carro de oro, insospechadas soluciones a nuestros problemas.
-Ojalá sea así -me contestó Alcuza- y que esos jóvenes no sufran daño alguno. Pero, por lo que a mi se refiere, no creo que nadie ni nada pueda paliar mi desgracia.
Dicho esto, me acarició de nuevo con sus alas, saltó hasta la barandilla y emprendió el vuelo hacia el pálido disco de la luna.
La vi alejarse con su dolor a cuestas. Fue, entonces, cuando me di cuenta de que mi infeliz situación no era tan desesperada como la de tantos y tantos que sufren desgracias mayores que la mía.

-Muy sabia y compasiva esa lechuza, muy discretas tus palabras y aún más nobles tus sentimientos, querido amigo -dijo Don Quijote-. Ahora mismo vamos a partir hacia ese pueblo encantado, para liberar a tan necesitadas criaturas de los maleficios de cualquier fantasma, vivo o muerto y, a renglón seguido, perseguir y meter en cintura al facineroso que tales desmanes está cometiendo.

-¡Ánimo Toby, la vida es bella! -exclamamos a coro, como tres mosqueteros.
Lo abrazamos, lo besuqueamos y nos metimos en la bolavoláptera. Don Quijote dio orden tajante, a la janua-témporis, de que nos transportara al pueblo fantasma del pantano y, tras un fantástico salto, nuestra etérea nave traspasó el anchuroso valle y fue a pegar contra el pétreo Tranco del Diablo, haciendo saltar chispas en los bajos de nuestra hermosa esfera voladora. Pero, si grande fue la caída, mayor fue el rebote que luego siguió, llevándonos a tales alturas que pudimos contemplar el Monte de Venus como a un tiro de piedra.
Ya os contaré las peripecias y rifirrafes en que nos hemos metido. Os prometo que lo haré en breves días. Seguid bien, amigos. Tinterico.



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