El grito

lunes, 25 de junio de 2007


El GritoPara celebrar el fin de curso, Xemi y sus amigas decidieron reunirse en el garaje asotanado del chalet de Marcia, en la noche del pasado viernes. Como la casa está deshabitada y no hay en ella luz eléctrica ni muebles, las chicas encendieron varias velas y dejaron abierto el portón del garaje. Llevaron mesas y sillas de campo, aparatos de música, aperitivos y refrescos. Adornaron el local con sábanas, globos, cadenetas y serpentinas de colores. Yo fui con Xemi y participé en el jolgorio, saltando y ladrando como un descosido mientras ellas bailaban y cantaban. Me divertí mucho observándolas en sus juegos y escuchando sus historias, algunas de miedo.
Hacia las doce de la noche el cielo se encapotó con nubarrones cenicientos. Allí arriba alguien abrió la compuerta de las tormentas y dio suelta a un vendaval tan fuerte que, en un parpadeo, las sábanas salieron volando y las velas se apagaron. Un relámpago, seguido de un trueno estrepitoso, iluminó el garaje a través de los estrechos tragaluces, desvelando la cara de susto de las muchachas. Gruesos goterones anunciaron el chaparrón que, en seguida, se nos echó encima, desbordando canalones y alcantarillas.

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Pasados diez minutos, los relámpagos y truenos fueron aflojando y distanciándose. Xemi y sus amigas recuperaron la tranquilidad, a pesar de seguir en tinieblas al no encontrar las cerillas. Pronto comenzaron las bromitas: una imitaba el canto del buho, otra el gemido de un moribundo, otra sonidos de ultratumba, terminando en un tumulto de locos chillidos y carcajadas.
Repentinamente, callaron como muertas. Sobre el techo del garaje resonó un extraño tintineo seguido de un sordo ruido de arrastre: ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss! ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss! Un relámpago tiñó de azulada palidez los rostros de las chicas. Xemi se atrevió a preguntar con un hilo de voz:
-¿Qué habrá sido eso?
-No sé -contestó Marcia-. Mis padres no pueden ser pues han ido al otro pueblo, aparte de que ya sabéis que el chalet está deshabitado y no hay muebles ni nada.
-Puede que se haya metido algún vagabundo -sugirió Mirta.
-Imposible -dijo Siria-, las puertas están cerradas con llave, las ventanas lo están por dentro de casa y las persianas bajadas, ¿verdad Marcia?
-Desde luego -confirmó Marcia-, el único hueco abierto al exterior es el de las chimeneas, pero por ahí no cabe una persona.
-De todas formas -opinó Belinda- creo que deberíamos subir por la escalera del garaje hasta las habitaciones y mirar qué ha podido ser.
-¡Huy! -exclamó Marcia y continuó con un susurro tembloroso- lo mejor es que nos marchemos. Cerraré la puerta del garaje con llave y avisaré a mi padre para que venga y eche un vistazo.
-No seas tonta, Marcia -añadió Belinda-, perderíamos la estupenda oportunidad de vivir una intrigante aventura.
-Es verdad -coreó el resto-, somos nosotras quienes debemos descubrir qué ha sido eso.
-Bueno, propongo una cosa -intervino Xemi-. Si os parece, ahora nos vamos a casa. Marcia cierra el garaje con llave, y mañana por la noche volvemos. Yo, por supuesto, con Toby que es audaz y detectivesco como el inspector Gadget. Ya veréis cómo averiguamos qué fue ese ruido.
-¿Sabéis lo que os digo? -dijo Mirta tratando de cerrar el tema-. Creo que todo ha sido fruto de nuestra imaginación, debido al susto por la tormenta...
Mirta no acabó la frase, pues una vez más sonó a lo largo del techo: ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss! Con el pelo de punta nos precipitamos fuera del garaje. Belinda cerró precipitadamente el portón, y Marcia echó la llave. Luego, ya algo repuestas, acordaron volver a otro día por la noche. Yo el primero, dispuesto a vérmelas con las tres cabezas del mismísimo cancerbero, si necesario fuere.

Al día siguiente, sábado, a eso de las once de la noche, fui con Xemi hasta la puerta del chalet de Marcia, en donde nos esperaban sus amigas. Se habían preparado para cualquier eventualidad. Llevaban vaqueros, botas, cinturones y gorras de visera; así como linternas, móviles, cámara fotográfica, grabadora y la pata de una mesa. Xemi me puso una gorrita a cuadros rojos, con unas pequeñas aberturas a los lados por donde me sacó las orejas, y también un arnés verde reflectante con el que resplandecía cual una luciérnaga.
Entramos en el garaje y cerramos el portón. Belinda encendió la linterna y dirigió la luz hacia la escalera con intención de subir a la primera planta.
-Espera -dijo Marcia-. Vamos a escuchar unos instantes.
-Vale -aceptaron unánimes.
Permanecimos silenciosos, sintiendo la acelerada respiración de cada cual; la mía igual que una olla a presión. Tan nervioso estaba que me oriné en la bota de Xemi.
Pasaron tres minutos, largos como tres horas, cuando pareció oírse arriba un ruido ligero, como correr de ratones. Y, a continuación, el fatídico: ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss!
-¡Vamos rápido! -exclamó Belinda, subiendo de dos en dos los escalones, seguida de las demás con las linternas apagadas.
Al llegar al penúltimo escalón se detuvo ante el pasillo que va hacia el salón. Permanecimos apelotonados junto a ella, conteniendo la repiración. Xemi me cogió en brazos y yo metí la cabeza entre su costado y el de una amiga. Casi me asfixio.
Lo que vimos es difícil de describir y más aún de creer. Del fondo del pasillo avanzaba un anciano, iluminado por la luz violácea que su propio cuerpo despedía. Su cara, descarnada y rugosa, tenía expresión risueña, aunque terrorífica; los ojos color de cieno, ribeteados por párpados sanguinolentos; la boca la abría y cerraba como si se asfixiara, dejando entrever unos dientes carcomidos y terrosos; la cabeza, aplastada y calva, rodeada de enmarañadas greñas; el cuerpo, escuálido y encorvado, cubierto con una parda y sucia túnica. Con fatigosa parsimonia arrastraba un voluminoso fardel, haciendo tintinear los objetos que dentro llevaba. Sin reparar en nosotros llegó hasta el salón. Yo estuve en un tris de soltar un ladrido, pero se me ahogó en la garganta. Temblando de miedo, nos deslizamos pegados a la pared hasta la puerta del salón, donde nos acurrucamos.
El viejo se agachó, abrió el saco y volcó el contenido, desparramándose por el suelo en medio de una desconcertante sinfonía. Luego fue colocando cada objeto sobre el pavimento. En el centro puso una gran jofaina de vidrio transparente. Dentro de ella depositó un cofre de plata, de un palmo de largo y uno de alto, artísticamente labrado. Alrededor de la jofaina dispuso doce cálices de oro, adornados con preciosos diamantes. Por último tomó un ánfora alta y estrecha de jaspe verde, le quitó el tapón y vertió sobre el cofre el rojo líquido que contenía, hasta llenar la jofaina. Luego llenó los cálices. Dejó el ánfora a un lado y se fue arrodillando ante cada cáliz. Los alzaba sobre su cabeza y repetía:
-Ya sois míos. Ya sois de Caraculiambro.
Bebió los cálices, uno tras otro, derramándosele el contenido fuera de la boca y empapándole la pechera. Levantó los brazos. Clavó sus ojos desorbitados en el líquido de la jofaina e, hipnotizado por el remolino que en ella bullía, exclamó:
-No. No es sangre. Es vino manchego con denominación de origen, ¡ja, ja, ja! En él os voy a ahogar, estúpidas criaturas. ¡Sí, os digo a vosotras!
¿Se refería a nosotros? No es posible: aunque él y sus objetos los distinguíamos gracias a la moribunda luz que él mismo irradiaba, el resto de la estancia permanecía en la oscuridad. A Xemi y sus amigas el miedo les hacía castañetear los dientes, como picos de cigüeñas en celo.
Repentinamente saltaron desde las ventanas dos sombras -gatos negros, pensé-. Mas no. De inmediato, me di cuenta de que eran dos mujeres con enlutados faldones, una anciana y otra joven, de rostros detestables. Por cierto, sus rasgos me resultaban muy conocidos, aunque todavía no he llegado a identificarlos.
Las siniestras mujeres sacaron de las mangas de sus negras sayas unos látigos, como serpientes rabiosas, que hicieron restallar al unísono, e iniciaron una tanda de azotes contra el decrépito anciano -la vieja por delante y la joven por detrás- haciéndole girar como una peonza y aullar cual lobo siberiano. Caraculiambro alcanzó tal velocidad en su baile que, habiendo despegado los pies del suelo, subió hasta el techo, pegó un topetazo y cayó de cabeza en la jofaina, desapareciendo en ella misteriosamente. Luego, las dos sombras recogieron los objetos, los metieron en el fardo y se marcharon por donde habían venido, quedando el salón sumido en tinieblas y, en el aire, el eco de un grito sofocado.
Las chicas encendieron nerviosamente las linternas y alumbraron el salón. No se veían restos de vino ni de nada. Temblando y a trompicones bajamos las escaleras. A mí me llevaba Xemi con la cabeza para abajo y el culo hacia arriba. Una vez fuera, corrimos desatinados: ellas gritando como posesas y yo ladrando hasta desgañitarme. Llegamos a la fuente de las Cuatro Ranas, bebimos agua fresca y poco a poco nos fuimos tranquilizando. Pero en mi cabeza sigue resonando aquel grito de socorro: ¡Toby, Toby, ayúdanos!
No sé. Juraría que la voz procedía del cofre y que era la de Tinterico...



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¡Volar!

jueves, 14 de junio de 2007


Yo, aunque soy un chuchillo insignificante, me doy cuenta de lo estúpidos que somos los privilegiados seres vivos dotados de conocimiento, pues nos pasamos la vida mustios, llenos de temores, lamentándonos, en lugar de aprovechar cada minuto para enriquecer la experiencia y disfrutar de la vida.
¿Qué felicidad no sentiría esa humilde piedrecilla, que rueda a nuestro paso, si por un momento pudiera contemplar el sol, la lluvia, sentir el aire fresco sobre su dura redondez, escuchar los pájaros...? Estaría deseosa de recibir continuamente semejantes sensaciones. En cambio nosotros no sabemos apreciar tantas y tantas maravillas que nos rodean, prefiriendo regodearnos en nuestras penas.

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El miedo es, quizás, lo que más nos angustia y nos hace desgraciados. No nos damos cuenta de que el valor y la confianza son indispensables para realizar cualquier cosa, sencillamente para vivir. Menos mal que los seres inanimados, los más numerosos del mundo, carecen de la capacidad de sentir miedo. ¿Qué pasaría si en el universo hubiera algún cuerpo celeste que, por miedo, se negara a girar y a lanzarse por esos espacios poblados de esferas de fuego, de rocas o de rayos encendidos, y se quedara parado en medio del baile sideral? Chocarían contra él y se organizaría un cirio que, a su lado, los sanfermines chinos y las fallas en un psiquiátrico serían juegos de guardería.
Aunque suene a fantasmada, yo no me acobardo por nada. (Vaya pareado me ha salido). Bueno, los petardos y cohetes sí que me asustan, lo reconozco. Pero lo importante es tener siempre confianza en uno mismo y, por supuesto, en quien ha organizado todo esto. Es absurdo, por ejemplo, que alguien rehuse comer con tenedor por temor a metérselo por un ojo en lugar de por la boca. Terminaría por no comer o, por lo menos, sin tenedor. Y eso puede decirse de cualquier actividad. Nadie haría nada, mayormente si hay riesgo de sufrir algún daño. Nadie se dedicaría a profesiones como bombero, policía, piloto, escalador, minero, torero, trabajador en alturas, etc. Para vivir con normalidad hay que olvidarse del miedo, a toda clase de miedo. No hay que tener miedo a nada ni a nadie, ni siquiera a esos perros feos, que enseñan unos dientes como navajas de Albacete. Eso sí, hay que ser precavidos y sortear los peligros, sin perder nunca la cabeza, la alegría ni la confianza.
Anoche, precisamente, tuve una experiencia relacionada con el miedo. Ya hace tiempo que me ronda la idea de volar. Con Don Quijote y Tinterico he volado en más de una ocasión, pero no estoy seguro cómo ni por arte de quién lo hice. Lo que ahora pretendo es volar por mis propios medios y voluntad. Ya sé que mi cuerpo no está diseñado para esa actividad, pero... tampoco un gusano lo está y ahí lo tienes: hay gusanos, o como quieran llamarse, que se transforman en mariposas voladoras. Sin ir más lejos, Lucas dice que muchas noches se las pasa volando -en sueños, claro- y disfruta una barbaridad.
Lo mío fue otra cosa. Anoche, Clara, cuando me llevó a la terraza para dormir en mi caseta, va y me dice: "¡Ay mi pirridinguín qué calor vas a pasar!" Y, luego, en lugar de cerrar la puerta corredera, la dejó entreabierta para que circulara el aire. Yo me hice el tonto, como si no me diera cuenta de que la había dejado abierta, mas en mi cabeza había saltado un relámpago. Entré en la caseta y me puse a darle vueltas al tema del vuelo. Me acordé de lo que en una ocasión leí sobre el poder de la fe y, como yo le tengo devoción a san Roque -por lo del perrito que tenía-, le pedí que me ayudara a tener fe suficiente para realizar mi sueño. Estuve más de una hora concentrado, hasta que desapareció de mi mente la menor sombra de vacilación.
Como un sonámbulo escuché las tres campanadas del reloj de la torre. Luego, con el máximo sigilo, salí de la terraza, crucé la cocina, me asomé al pasillo y oi los ronquidos de Lucas, mucho más ruidosos que los zumbidos del frigorífico. Después fui al balcón del salón, que estaba abierto. Empujé a una silla, arrimándola a la barandilla. Salté a la silla y planté mis patas delanteras en el respaldo. Desde esa altura estuve calculando el recorrido que debería seguir en mi salto. La salida la tenía despejada, al estar el toldo recogido.
Sin más consideraciones, me encaramé en lo alto del respaldo y extendí las patas hasta la barandilla. Pensé: "Debo lanzarme hacia arriba y hacia delante con gran impulso, sacando el pecho, de manera que la piscina quede justo debajo de mí. Esto no significa desconfianza por mi parte -y espero que san Roque no me lo tenga en cuenta-, pues es muy humano o, mejor dicho, muy perruno, el tener una discreta precaución al principio, por si me fallara la fe en mitad del salto."
Me santigüé a mi manera y ¡zas! allá que me lancé. ¡Qué maravilla! ¡Qué sensación tan inefable! Se me pone el pelo de punta de sólo pensarlo: Doy dos volteretas sobre mí mismo y me precipito en una trayectoria circular. Parece que me voy a estampar la cabeza contra el borde de cemento de la piscina, pero ¿quién dijo miedo? San Roque bendito está conmigo y no me asusta ningún bordillo, por muy de cemento o piedra berroqueña que sea. Ladeo el morro veinte grados, un instante antes de pasar justamente sobre el borde de la piscina, consiguiendo volar a un centímetro del césped hasta llegar a peinarlo con la panza y demás accesorios. Siento un escalofrío desde el hocico hasta la punta del rabo, pero, en seguida, una oleada de energía y seguridad recorre mis venas. Levanto el morro, y mi cuerpo asciende a velocidad de cohete verbenero. Ya sobrevuelo los tejados más altos. Una luna, soleada como un albero, me permite distinguir hasta los gatos danzando por las calles. Ahora paso junto a la torre. ¡Es fantástico! Una de las cigüeñas se ha despertado en el nido montado sobre el pináculo. Ha estirado el cuello, me ha mirado con ojos espantados y seguro que habrá pensado estar soñando, pues ha vuelto a esconder la cabeza bajo el ala. ¡Qué gozosa sensación de libertad y de superación de miedos! Muevo mis cuatro patas como si nadara en el aire. El rabo me sirve de timón. Doy vueltas y más vueltas en torno al pueblo, disfrutando como un enano jugando a los bolos. El tiempo se me ha pasado sin percatarme apenas. Oigo las cinco campanadas de la madrugada. Por encima del monte, junto al río, comienza a clarear. Coloco el rabo rumbo a casa y me admiro de la destreza conseguida en dos horas de vuelo. Ya diviso el balcón. Allá me dirijo lentamente, flotando como una pluma. Con un movimiento suave de mis patas delanteras, consigo frenar al máximo y voy entrando lentamente en el salón, dejándome caer sobre el sofá, en un aterrizaje que ya lo quisiera para sí Pedro Duque. Sin pérdida de tiempo corro a la caseta de la terraza y me hago el dormido para que nadie sospeche nada sobre mi hazaña. Hasta la próxima. Toby.


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Exámenes

lunes, 11 de junio de 2007


-¡De la que te has librado, Toby, con ser perro!
Me decía Xemi anoche, acariciándome el cuello, mientras -tumbado entre ella y su amiga Marcia, que estaban sentadas en un banco del parque solitario- contemplaba el cielo malva cubierto de estrellas. Yo sentía sobre mi espalda la brisa del campo, percibía el perfume de las chicas, sus voces y risas confundiéndose con el canto del agua que saltaba entre las piedras de la fuente cercana. A pesar de mis orejas voladoras y mi rabo retorcido, en aquellos momentos yo no envidiaba a nadie.
-¿Y de qué se ha librado? -preguntó Marcia riendo.
-¿Te parece poco? Míralo qué feliz. Vive como un marajá. Lo tiene todo y sin preocupación alguna. No tiene que trabajar, ni estudiar, ni aguantar a jefes ni a profesores. Nosotras, en cambio, no paramos; sobre todo ahora con los exámenes. ¡Menuda tarde me he chupado estudiando filosofía! Pero el final ha sido de película...

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-¿Y eso?
-Verás. Me puse a preparar el examen de mañana sobre la teoría del conocimiento según Kant. Al cabo de un rato sentí un muermo espantoso. Así que me eché en la cama, me quedé dormida como un leño, y ¡vaya sueñecito tuve!
-¿Qué soñaste?
Xemi no podía aguantar la risa mientras me seguía acariciando.
-Soñaba que, muy tempranito, corría detrás de Toby, al que había dejado suelto y se había internado por un bosque sombrío. Él brincaba como un gamo y pronto cruzamos el bosque. Salimos a un prado verde, verde, precioso, junto a un lago rodeado de montañas, cuyas cumbres rosadas anunciaban la inminente salida del sol. A la izquierda del prado había una casa rústica, de madera, precedida de un porche, sostenido por dos postes delgados. En torno a ella una gran cantidad de árboles frutales y arbustos llenos de flores variadas. Toby, con la lengua fuera, llegó hasta el porche y se puso a ladrar como un gamberro. Al cabo de dos minutos se abrió la puerta y apareció un señor de unos setenta años, con peluca blanca y un lazo en la coleta, ataviado con pantalón pirata negro, muy ajustado a las piernas, medias amarillas, pantuflas rojas, un pañolón blanco al cuello y casaca azul al estilo del siglo dieciocho.
Luego, el señor nos invitó a entrar en la casa. La salita no tenía más muebles que una mesa en la que había un grueso libro abierto, numerosos folios y un tintero como el que tiene Edu de Don Quijote, pero con pluma de ave a la antigua usanza. Había también cuatro sillas, un armario y una estantería repleta de libros viejos. Al fondo se veían dos puertas. El señor recogió los folios, cerró el libro y los dejó a un lado de la mesa. Luego se dirigió a la puerta de la derecha y la abrió.
-Esperad un momento.
Yo observaba su aspecto de hombre estudioso, algo encorvado y bastante delgado, que me recordaba la imagen de un grabado de uno de mis libros. En seguida volvió con una bandeja en la que traía dos vasos con zumo y un cuenco con leche y pan migado.
-Vamos, sentaos a la mesa -ordenó arrimando tres sillas.
Toby saltó rápido a una de ellas. El señor le acercó el cuenco a Toby, y a mí uno de los zumos. Me senté y él se sentó también.
-Perdone mi curiosidad -me atreví a decirle- pero usted se me parece a un señor que viene retratado en el libro de filosofía que estoy estudiando.
-¿Ah sí? -exclamó sonriente.
-Sí. Al filósofo Enmanuel Kant. Precisamente esta tarde he estado estudiando su teoría sobre el conocimiento para un examen que tengo mañana.
-Pues sí, hija, sí. Yo soy Enmanuel Kant.
-¿Y cómo está aquí -pregunté extrañada- si usted vivió hace dos siglos?
-Sencillamente porque allí arriba -dijo señalando al cielo- me dicen que, aunque mi teoría es bastante acertada, debo volver a la Tierra una temporada para que escuche a la gente y me deje examinar por ellos sobre mis ideas. Pues es frecuente que los filósofos, en su afán de descubrir la verdad de todas las cosas, solemos meternos por unos vericuetos mentales tan complicados que, muchas veces, acabamos por los cerros de Úbeda, que -según tengo entendido- son unos montecillos que hay en España, pasando Sierra Morena. Así que, Xemi, a ver qué objecciones se te ocurren a mi teoría.

Tú, Toby, -siguió Xemi contando- luego que te relamiste tras haber dado cuenta del cuenco, miraste a don Manuel, le lanzaste un ladrido y echaste a correr hacia fuera de la casa. Kant y yo nos apresuramos a terminar el zumo y salimos detrás tuyo. Te acercaste hasta uno de los rosales, cargado de hermosas rosas, rojas, amarillas, azules, anaranjadas, blancas... y te quedaste como extasiado contemplándolas y aspirando su perfume. Durante un largo minuto don Manuel y yo te imitamos. En seguida me sentí inspirada y dispuesta a discutirle al filósofo.
-Mire, señor Kant -empecé diciendo-, creo que Toby está contestando, a su manera, sobre lo que tanto él como yo pensamos acerca de esa incapacidad de conocer las cosas en sí mismas que usted sostiene. Estoy segura de que tanto Toby, usted y yo estamos viendo y oliendo esa rosa como es en sí. Ciertamente no la vemos ni la olemos en su totalidad de una vez, con una sencilla mirada, pero podríamos verla minuciosamente con aparatos sofisticados que podrían mostrarnos todas las facetas e intríngulis que la componen. La suma de todas esas facetas e interioridades constituyen la rosa tal como es fuera de nosotros, en su individualidad. ¿Por qué no va a ser real su color rojo, su textura aterciopelada, su aroma, sus lindas curvas y demás propiedades que ella posee? Lo que pasa es que, normalmente, nuestro conocimiento suele ser bastante incompleto, pero ello no excluye la posibilidad de perfeccionarlo hasta lograr un conocimiento científico de cualquier objeto sensible. Que luego la mente aplica sus formas y categorías para entender esa realidad, de acuerdo. Pero ahí está la maravillosa perfección de nuestro entendimiento. ¿Por qué buscar cinco pies al gato?
-¡Vaya, vaya, con Xemi la pequeña filósofa! -me interrumpió con su amable sonrisa.
-Y lo mismo se diga del conocimiento del yo -continué-. Por supuesto que de él no tenemos percepciones sensibles, pero sí una inequívoca conciencia de su realidad individual, como sujeto que entiende, sufre, goza, ama, odia, espera... Una realidad que siempre se sentirá "yo", aunque cambien o desaparezcan las circunstancias o atributos que actualmente le rodeen o adornen. ¿Por qué no va a ser posible una ciencia que estudie esa realidad? ¿Porque uno de sus pretendidos atributos sea la inmortalidad y, hoy por hoy, no puede demostrarse de forma científica? Hay muchas cuestiones que aún no se han demostrado suficientemente y no por eso dejan de ser objeto de la ciencia. Por ejemplo: ¿Existen los extraterrestres? ¿Tiene límites el universo? ¿Hay más de un universo? etc, etc. Y sobre la realidad de Dios puede decirse lo mismo. Existen indicios y fenómenos que, necesariamente, no se explican si no es afirmando la existencia de Dios. Otra cosa es que podamos conocer su realidad en su totalidad. Pero, al menos en una mínima parte, yo creo que puede ser objeto de conocimiento científico.
-Bien -me dijo don Manuel-, te felicito por tu entusiasmo, pero el camino de la ciencia en busca de la verdad sólo puede recorrerse a lomos de los fenómenos comprobables. El camino del corazón es más rápido y, quizás, tanto o más seguro que el de la ciencia para alcanzar ciertas verdades, pero no es científico.

Repentinamente, el poste en que Kant estaba apoyado crujió, se partió, y la casa se vino abajo. Kant, gritando y riendo a carcajadas me decía: "-Ya me contarás algún día con qué conocimiento te quedas, si con el mío, el tuyo o el de Toby, ¡ja, ja!". Toby, ante aquella inesperada catástrofe, saltó y se puso a ladrar como un loco, y yo me desperté sobresaltada.


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Llegaron las golondrinas

sábado, 2 de junio de 2007


¡Clink!
-¿Has oído eso, Clara? Parece que ha saltado el automático.
-Sí, es verdad, pues el reloj se ha apagado.
-Voy a ver qué ha pasado -dijo Lucas, saltando de la cama.

Yo escuchaba la conversación desde el fondo oscuro del pasillo y, viendo a Lucas que avanzaba a ciegas, me eché a un lado para que no me pisara.
-¿Qué haces aquí, Toby? ¿Cómo te has salido de la terraza? -me dijo, abriendo del todo la puerta entornada de la cocina-. Ya veo que has corrido la puerta de la terraza y te has escapado. Pues no me gusta que lo hagas tan temprano. Son las siete, es sábado, y todo el mundo está en la cama ¿sabes?
Me mantuve callado y le planté las patas delanteras sobre la pierna para contentarlo, mientras él comprobaba el cajetín de la electricidad.

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-¿Cómo es posible que sólo haya saltado el automático de la tensión y no el general? No lo entiendo...
Lucas levantó la palanquita y, en seguida, se oyó el frigorífico reanudar la marcha. Luego que se aseó y desayunó, me puso la correa y nos fuimos de paseo.

Aunque sé que a Lucas le llevan los demonios cada vez que ladro y doy saltos junto a los coches que pasan a nuestro lado, no puedo aguantarme y me lanzo hacia ellos con intención de despanzurrarlos a cabezazos y dentelladas. Es un impulso superior que no puedo reprimir.
-¡Qué revuelta está la mañana! -exclamó una viejecilla a nuestro paso.
-Sí -contestó Lucas- parece que el verano bravucón se ha vuelto a su campamento.

Anduvimos un poco hasta las afueras del pueblo. Luego emprendimos el caminillo que lleva hasta la ancha y larga acequia rebosante de agua; pero como está invadido por una espesa fronda de cardos, margaritas, periquitos y amapolas, Lucas me tomó en sus brazos hasta llegar a la acequia.
-¡Mira, Toby, ya han llegado las golondrinas! -me dijo, señalando a un grupo de ellas, que volaban a lo largo y a poca altura de la acequia, persiguiéndose y besando el agua, como pequeños narcisos voladores-. Es curioso, Toby. No sé por qué en estas golondrinas veo como un símbolo o semejanza con esas extrañas cosas que, de vez en cuando, a todos nos pasan -aunque no lo queramos reconocer- y que parece que nos traen noticias y ayuda desde otro mundo... Igual que las golondrinas nos anuncian que el verano está ya a la puerta, esas cosas raras vienen a despertarnos de la modorra invernal que nos sujeta a esta parcelilla en la que estamos instalados, susurrándonos que existe otro mundo ahí al lado.
Para mí no es una novedad, y no porque ahora esté más sensible por la muerte del yayo Daniel, no. Y para otros muchos tampoco. Lo que pasa es que a menudo preferimos callar porque sabemos que se van a reír de nuestra ingenua actitud.
Sin ir más lejos, tú mismo, Toby, no estarías ahora en este mundo sin una especial intervención de alguien del otro... No me mires incrédulo porque así fue. Cuando tenías un año, una tarde en la que Clara y yo te llevábamos de paseo por el campo, libre de la correa, repentinamente echaste a correr hacia un coche que había aparecido en aquel momento por la carretera tras una curva. Por más que corrí a detenerte, tú volaste y te estrellaste contra él, despidiéndote violentamente y haciéndote dar varias volteretas sobre el asfalto. Clara corrió gritando y llorando. Te recogió del suelo, sin aliento, como muerto. Ella suplicaba a todos los santos que siguieras vivo, negando la evidencia. Yo también se lo pedía, pensando sobre todo en Xemi, que tanto te quiere, aunque estaba seguro de que te habías matado. Durante tres minutos estuviste sin dar señales de vida. De pronto abriste los ojos, como despertando de un sueño. Bostezaste y sacudiste las patitas. Te llevamos al veterinario: sólo te descubrió una pequeña erosión en la ceja y un desollón en el culo. A cuantos se lo contamos nos contestaban lo mismo: "¡Vaya suerte!" Para mí hubo algo más que suerte.
Y tantas y tantas otras curiosas experiencias. Como aquella vez que íbamos a salir de viaje en el coche y de pronto sentí una imperiosa necesidad de examinar el radiador, descubriendo que tenía una fuga; o aquella otra en que se rompió una rótula del coche, afortunadamente en una zona de la carretera que apenas ofrecía peligro y me obligaba a ir a poca velocidad, cuando pocos kilómetros antes había circulado bastante rápido y bordeando peligrosos barrancos.
Cada cual tiene sus vivencias y está de más abrumar con las propias; pero es verdad, podría contar muchas más, algunas decisivas, a las que no he llegado a encontrar explicación lógica sin acudir a intervenciones especiales. El otro día mismo, entró una abeja en la habitación...

Lucas continuó relatando, al mismo ritmo y tono de los pajarillos que cuchicheaban columpiándose en las pobladas ramas de los manzanos y chopos que hay a uno y otro lado de la acequia. Mientras tanto yo pensaba: ¡Pues anda lo que Lucas se pone ahora a contar! Como si fuera un descubrimiento insólito que acabara de hacer. ¡Claro, como yo no hablo y, si lo hago, no me entienden, ignoran que, cada dos por tres, estoy viendo personajes etéreos que vienen por los aires, en su mayoría desconocidos para mí, aunque algunos sé que son parientes de esta familia, ya fallecidos, y que andan por ahí. Esta misma madrugada dormía yo en mi caseta, en la terraza, cuando me despertó una vocecilla cariñosa que repetía monótona, como el canto de una lechuza: "¡Toby! ¡Toby!" Saqué la cabeza por debajo de la cortinilla y, a la pálida claridad del alba, vi al yayo Daniel ante mí, un poco mayor de estatura que Don Quijotillo, muy sonriente y con una túnica blanca. Me acarició la cabeza y me abrió la puerta corredera. Entramos en la cocina y él estuvo curioseando y tocándolo todo. Luego pasamos al salón y, con la luz que despedían sus manos, estuvo viendo las fotos de la familia colocadas en varios sitios. Allí estuvo como una hora. Después se acercó hasta las puertas de los dormitorios y permaneció un buen rato escuchando, con alegre semblante, la respiración de cada uno. Bueno, la de Lucas era más bien un chorro de sonoros ronquidos. Finalmente, se volvió a donde yo estaba, al fondo del pasillo, junto a la puerta de la calle. Y con voz muy queda me dijo:
-Toby, me he enterado de que Don Quijote y Tinterico han desaparecido de casa. Si te parece, una noche vengo por tí y nos vamos juntos a buscarlos. ¿De acuerdo?
Yo moví las orejas y el rabo en señal de asentimiento.
A continuación se acercó al cajetín eléctrico y fue cuando saltó el automático, no sé por qué. Se oyó la voz de Lucas y, entonces, el yayo Daniel desapareció por la terraza.


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