El enigma del pinar - (Cap. I)

miércoles, 4 de agosto de 2010

-¿Qué le ocurrirá a nuestro amigo Dunscotiano -pregunta Don Quijote, inquieto, en esta tormentosa mañana con que la primavera se despide- que parece haberse olvidado de nosotros, obligándonos a permanecer en la cabaña de la playa, ociosos y entregados a la vida contemplativa?
-No creo que se haya olvidado -opina Samuel, mientras prepara el café y saca de la alacena unas pastitas-. Conociendo como es nuestro amigo, yo achacaría su aparente olvido a que anda bastante liado, tratando de desenredarse de los enredos interiores en que el pobre se mete sin saber cómo ni por qué.
-Sí, me parece que has dado en el clavo, Samuel -le digo yo, sin dejar de contemplar, a través de la ventana, la lluvia menuda y pertinaz que transforma en paisaje nórdico esta playa sureña, normalmente esplendorosa-. De madrugada se me ha encendido el broche receptor con un e-mail de Dunscotiano, para enviarnos afectuosos saludos y explicarnos el motivo de su prolongado silencio: el haber estado ultimando su novela La extraña venganza de Job, que ahora acaba de publicar en la editorial digital Bubok. Y añade que, libre de esa tarea, promete sacarnos, de inmediato, del dolce far niente en que nos hallamos. Lo que significa que ya estamos metidos en otra aventurilla como quien no quiere la cosa...

-¿Y cuándo leeremos esa novela de tan intrigante título? -pregunta Don Quijote, sentándose a tomar el café.
-Si el tiempo sigue forzándonos, con sus aguaceros, truenos y relámpagos, a permanecer encerrrados, podríamos leerla esta misma noche entrando en internet con mi broche receptor -les propongo.
-Me parece buena idea -aprueba Samuel entusiasmado-. A ver si ese Job nos levanta el ánimo del muermo que amenaza con instalarse en nuestra cabaña.
-Un momento -dice Don Quijote, levantándose del asiento y señalando, a través del ventanuco, a un hombre de mediana edad y de raro aspecto, que camina, bolsa en mano, hablando consigo mismo, indiferente al aguacero que hostiga su espalda desnuda y a las aplastadas olas que invaden la playa, chocando contra sus pies sonámbulos-. Hace ya una semana que lo veo pasar, a estas horas tempranas... ¿Qué hará por aquí? ¿No será una víctima de Cupido?
-Con los tiempos que corren -opina Samuel, observándolo detenidamente- más bien parece una víctima de la crisis.

-Yo he dejado listo mi broche receptor-grabador-transmisor, para que nuestros amigos cibernéticos reciban ya, en vivo y en directo, el relato de esta nueva aventura, que no sé cuánto va a dar de sí. En cualquier caso -como decía aquel filósofo- nada humano debe dejarnos indiferentes. ¿Qué os parece si hacemos algo por averiguar qué problema tiene ese hombre?
-Por supuesto -exclama, retumbante y vehemente, Don Quijote- ¡Hay que actuar ya! Descubramos qué pesares le oprimen o qué penurias le acosan, y prestémosle ayuda urgente, ofreciéndole, al menos, el bálsamo de una palabra amiga y algunos chanquetes de los que hemos atrapado en los corralones esta madrugada.
-¡Un momento! -ruega Samuel levantado la mano- No nos precipitemos y actuemos con método y discreción. Primero tanteemos, de lejos, el percal. Aparte de que, ahora mismo, está cayendo un chaparrón de mil demonios que, si a vosotros no os afecta por ser impermeables, mi quinticentenario esqueleto es muy sensible a la humedad.
-No quiero contrariarte -replico a Samuel- pero pienso que ahora, precisamente, es el momento de demostrarle a ese hombre que siempre hay en el mundo algún buen samaritano dispuesto a ayudar. Además, con algo de talento evitaremos mojarnos.
-No se hable más -contesta Samuel-, sólo quería comprobar el grado de disposición que os anima para emprender esta nueva e ignota aventura. Pongámonos unos monos frescos y dinámicos. Yo me elijo el gris plata, bajo mi capa celeste y voladora, obsequio de Merlín.
-Yo, el tinto de verano -reclama Don Quijote- por aquello del solsticio.
-Pues yo -dije-, para aportar mi granito de arena a la solución de la crisis, aprovecharé un body verde pistacho de Álex que su madre me regaló cuando le devolvimos el niño, de vuelta del mundo de las ideas.
-¡Perfecto! -exclamamos los tres al unísono, apreciando nuestra elegante indumentaria.

Samuel cogió una fiambrera, llena de chanquetes asados. Cubrióse la cabeza con el capuchón de su capa, nos colocó a Don Quijote y a mí en cada uno de los bolsillones de ésta y, cuando el aguacero más arreciaba, dio un saltito de tijereta y se elevó por los aires, avanzando en la misma dirección seguida por el hombre misterioso.
Ya habíamos volado una distancia de tres kilómetros, más o menos, cuando Samuel, con voz y semblante perplejos, nos dice:
-No lo entiendo. En la dirección en que marchaba el extraño paseante no hay más camino transitable que la estrecha franja de playa, entre el mar y la fila de pequeñas dunas. Al otro lado de éstas hay una dilatada zona de arena con arbustos y retamas, que se extiende hasta un reluciente pinar, verde esmeralda, de extraña forma triangular como la quilla de un barco. Partiendo del lado trasero del pinar hay un camino hasta la carretera que se columbra a lo lejos.
-¡Qué curioso! -exclama Don Quijote, observando desde la altura- En el centro del pinar se ve un espacio circular, de unos diez metros de diámetro, libre de árboles, aunque alfombrado de verde césped.
-A ver, a ver -digo, apartando un poco la capa de Samuel- ¿No veis, al otro lado del pinar, un enorme vehículo aparcado junto a los pinos?
-Es cierto -confirma Samuel-, parece una autocaravana.
-Bajemos a inspeccionarla -propone Don Quijote- ahora que el sol se asoma ruboroso entre los oscuros nubarrones, dibujando un precioso arcoiris.
Diligente y mañoso, Samuel desciende rodeando el pinar en espiral y se posa suavemente por el lado de poniente. Rápidos, como tres mosqueteros, doblamos el vértice de la quilla. Don Quijote camina ligero, impertérrito y dispuesto a vérselas con el mismísimo diablo, si preciso fuere. Síguele Samuel, tartera en mano, deslumbrando como una vedette, con los reflejos parpadeantes de las estrellitas de su capa. En último lugar marcho yo hacia la autocaravana, más bien mosqueado que mosquetero. Samuel, no viendo a nadie dentro de la caravana, pregunta a grandes voces y golpea en una de las puertas centrales:
-¿Hay alguien ahí dentro?
Nadie contesta. Samuel, sin quitar el pie izquierdo del estribo de la puerta, apoya el derecho en un estrecho saliente que hay a la misma altura del estribo, justo debajo de una pequeña ventana. Fisgonea en el interior de la autocaravana al tiempo que relaciona cuanto allí descubre:
-No veo ser vivo alguno ahí dentro. Sólo distingo el mobiliario propio de estos carromatos: dos literas, una mesa con taburetes alrededor, una cocina, un fregadero, un armario, una nevera, una lavadora, un baño. Hay un armario con las puertas abiertas y, dentro, se ven numerosas botellas de whiski y otros licores. Sobre la mesa, una barra de pan, una longaniza y varias latas de conserva. Colgando de las paredes hay varias herramientas.
-¿Dónde se habrá metido el hombre? -pregunta Don Quijote- Parece como si hubiera desaparecido por ensalmo. Entremos dentro de este laberinto que, por su aspecto, puede que nos encontremos al minotauro -dice, mientras se introduce, decidido, por el estrecho hueco de dos pinos vecinos.
-¿Qué es para nosotros -curtidos en miles de arriesgadas empresas- un minotauro, sino un insignificante gatito? -dice Samuel, aguantando la risa y siguiendo a Don Quijote.

Por si las moscas, yo entro pegadito a Samuel y mirando receloso en todas las direcciones.
Tropezando y dando topetazos contra los tupidos troncos de los pinos traidores, llegamos hasta el centro del pinar, semejante a un cilindro de verde fronda.

Una estrepitosa y larga carcajada resuena en las alturas:
-¡Ja, ja, ja! ¿Qué andáis buscando, larvas atrevidas y asquerosas? ¿Ni siquiera en este refugio boscoso y aéreo voy a verme libre de la pestilente y rastrera fauna terrestre?
-¡Eeeh! Modere esa diarrea verbal que se le derrama por la boca y no nos obligue a pensar que tiene más de simio arborícola que de ser humano.
-No me toquéis las pelotas, luciérnagas mariconas. ¿Os creéis capaces de subir hasta mi guarida, trepando por el tronco de este pino gigante? Esperad un poco que voy a caerme muerto de risa.
-¡Oye, simpático vecino del ático -le grita Samuel con sorna-, cierra los ojos y cuenta hasta diez. Luego los abres y nos verás ahí contigo.
-No os tiréis pegotes, ni os la deis de magos, que no creo en magias ni en supermanes. Pero, vale, veamos de qué sois capaces -dice el hombre cerrando los ojos y poniéndose a contar-: Uno, dos, tres...
Rápido nos agarramos a la capa de Samuel y ascendemos a toda marcha hasta la plataforma circular de tablas que el hombre había colgado a 20 metros de altura, alrededor de un pino que descuella sobre los demás. Aún no había contado cinco, cuando aparecemos sobre la plataforma, cubierta por una ancha visera de plástico amarillo. Nos sentamos ante él y lo observamos, contando y gesticulando con los ojos cerrados, recostado en una colchoneta neumática, con una botella de whiski entre sus manos.
-¡Y diez! -termina de contar y abre los ojos- ¡Coño! ¿Cómo lo habéis hecho? ¿Sois seres reales o prodigios de esta botella?
-Parece que las atrevidas larvas han corrido más de lo que esperabas, ¿eh? A ver si ahora nos repites los ditirambos con que antes nos piropeabas -le espetó Don Quijote.
-¡Hum! Ya veo que no pertenecéis al ganado común que pulula por ahí abajo. Pero... Un momento -dice, alzando la botella y tomando un generoso trago-. A estas alturas, me importa un carajo lo que penséis, digáis y seáis capaces de hacer. Tengo cuarenta y cuatro años y estoy ya de vuelta de todo. Me da igual que os lancéis contra mí, me cojáis por las manos y los pies, y me precipitéis, pino abajo, para que me despanzurre contra el suelo. Lo mismo me da que os convirtáis en serpientes pitones y os enrosquéis en mi cuerpo. Más bien me hariais un favor, sofocando el pabilo de mi conciencia que aún humea en mí. Maldito mil veces el momento en que nací y malditos la madre y el padre que me trajeron a esta cloaca de la vida. Pensaba que ya lo había gritado bien alto y claro al mundo: "¡Quedaos con vuestra mierda inmensa, olvidadme y dejad que me solace y revuelque en la mía!". Y ahora se os ocurre a vosotros entrar en escena. ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia la cosa. Y por si faltara algo, aparecéis adornados de efectos especiales y malabarismos circenses. ¡No te jode! ¿Sois, acaso, del 112 o de alguna ONG?
-No -le contesta Samuel por los tres-. Más bien somos una especie de coleccionistas de cosas raras y casos perdidos que, si no logramos solucionar, al menos procuramos que sirvan a alguien de escarmiento en cabeza ajena y se cure en salud.
-¿Ah, sí? Pues conmigo vais a perder el tiempo. Reconozco que soy un caso perdido y os anticipo que en mí sólo vais a encontrar despecho y desesperación. Allá vosotros con vuestras buenas intenciones, pero os declaro mi absoluto escepticismo y desprecio a cuanto huela a consideraciones pías o filantrópicas.
Dicho esto se disciplina el gaznate con otro latigazo de whiski, momento que aprovecha Samuel para ponerle ante sus narices la fiambrera destapada, liberando los aromáticos efluvios de los chanquetes.
-Vamos, hombre -le dice, dándole una palmadita en el hombro-, anímate y come un poco de este apetitoso manjar marino. Te aseguro que después verás las cosas de forma más optimista.
-¡Hum, hum! -gruñe el hombre saboreando un puñado de chanquetes que se echa a la boca- Debo reconocer que están buenos los jodíos.
-¡Come, come, amigo, sin cortedad -le anima Don Quijote- porque, como decía mi compañero Sancho "el comer y el rascar sólo hasta empezar".
-Bueno, bueno -dice el hombre, rebajando la voz en un semitono-, quizás haga con vosotros una excepción porque me parecéis diferentes, aunque algo faltuscos. Pero no os hagáis muchas ilusiones.
-Le estamos muy agradecidos, empingorotado señor -le responde Don Quijote-. También nosotros haremos una excepción con vuestra merced y trataremos de preterir las desafortunadas expresiones escapadas de su boca o que se le escapen en el futuro, a las que consideraremos secuelas de un estómago ayuno y una cabeza falta de oxígeno y sobrada de vapores etílicos.
-Bueno -me adelanto yo, viendo que el hombre iba a arremeter contra Don Quijote-, pelillos a la mar y hagamos las debidas presentaciones. Este señor que, con la mayor deferencia, acaba de disculparle, y a pesar de su aspecto de modesto funcionario de hacienda, es nada menos que Don Quijote en versión "sin/con Servantes". Este otro, rubicundo y de juvenil aspecto, con capa de cielo estrellado, se llama Samuel, es de origen judío y posee un curriculum vitae de 500 años. Y quien le habla, luciendo un body alechugado, soy yo, Tinterico, que, aunque jubiladísimo, soy plumilla de profesión siempre en ristre. Residimos en una cabaña cerca de aquí y deseamos mantener con usted correctas relaciones de vecindad que esperamos y deseamos se estrechen día a día, reuniéndonos para celebrar eventos más o menos importantes, tales como un cumpleaños o una onomástica. Por cierto ¿cuándo es la suya?
-¿Mi onomástica? ¡Ja, ja, ja! -se ríe con una sonora carcajada- Ya no me cabe duda de que sois personajes irreales, quizás fantasmas errantes y juguetones. Por eso no me importa confesaros algo de mi azarosa existencia. Mi nombre es Aarón. Según me contaron mis padres adoptivos, yo nací en Madrid en 1967. Mi primer hogar fue un orfanato. ¿Qué os parece? Allí estuve hasta los catorce años en que fui adoptado por ellos, un matrimonio sevillano de cuarenta y tantos años, que carecían de hijos. Él se llamaba Felipe, ella Manuela. Disfrutaban de una gran fortuna. Eran dueños de una importante fábrica de aceites de oliva, y de numerosos olivares, próximos a una cortijada residencial, formada por tres edificios de cegadora blancura, rodeados de un hermoso parque ajardinado, con naranjos y limoneros, y una gran piscina en el centro.

De pronto Aarón hizo una pausa y su semblante pareció ensombrecerse, más aún de lo que ya estaba, que no era poco.
-Vamos, Aarón, toma otro puñadito de chanquetes -le ofreció Samuel.
-¡Basta ya de interrupciones, moscones cargantes! Mis padres adoptivos lo tenían todo, en una época en que la mayoría de la gente, en este país, no tenía nada. Ellos frecuentaban fiestas y reuniones, muchas organizadas por ellos, a las que asistían personajes de gran relevancia: famosos, militares, médicos, profesores, toreros, personalidades del régimen...
-Unos padres fardones, sí señor. ¡Qué suerte la tuya! ¿De qué te quejas entonces? -le pregunto.
-Tranquilo, escribano -me amonesta Aarón con mirada severa- que queda mucha tela por cortar. Mis padres adoptivos tenían, también, entre otras casas, una realmente señorial en Sevilla, cerca del Guadalquivir. Contaba con un precioso patio, decorado con vistosos azulejos, un aljibe en el centro y multitud de arbustos, jardineras y tiestos llenos de flores. A este patio daban las ventanas del despacho en el que Felipe, mi padre adoptivo, dirigía su negocio con la colaboración de su secretaria Elena. Mi madre adoptiva, Doña Manuela, como solían llamarla, era una mujer muy aficionada a los actos sociales y a las tertulias con amigos, en casa, en donde organizaba bailes y juegos entretenidos, algunos bastante atrevidos.... Tenía varias sirvientas a las órdenes de Marcelina, una mujer de cincuenta años, muy recta y apreciada por todos los de casa. ¿Que de qué me quejo? ¿Sabéis lo que es sentir, prácticamente desde que nací, una amargura y una tristeza insuperables?
-Debe de ser terrible -contesta Samuel-. ¿Y por qué esa amargura y tristeza?
-No es normal -continuó Aarón- que un niño de menos de cinco años recuerde hechos, estados de ánimo, frases y momentos vividos a tan corta edad. Yo, en cambio, los reccordaba entonces y los recuerdo ahora como si los hubiera acabado de vivir. Y es que, a esa edad, normalmente, un infante vive feliz y despreocupado, porque confía en las amorosas manos, palabras y besos de sus padres, quienes, pacientemente y con la mayor ternura, le enseñan a vivir y a convivir con los demás. Yo, por el contrario, no tuve la suerte de escuchar la voz cariñosa de mi madre, su risa y su cara alegre ante mis graciosos balbuceos. Lo que recuerdo son las secas y amenazantes prohibiciones de las cuidadoras avinagradas del orfanato. Pronto me di cuenta de que en aquel redil de niños anónimos debía espabilar para que los demás niños, mayores o menores, no me pisaran el terreno ni me mangonearan. Descubrí en seguida que, en este mundo, o devoraba o me devoraban. Suifrí muchos mordiscos y dentelladas -ya fueran con palabras, golpes o demostraciones odiosas- procedentes de otros niños o cuidadores. Por eso, un buen día, recién cumplidos mis siete años, me juré a mí mismo no volver a tolerarlo jamás. Y para asegurarme el éxito, me impuse ejercitar, día y noche, mi mente y todas mis facultades no sólo para evitar que los demás me pisaran, sino para joderlos yo a ellos, utilizando cualquier medio a mi alcance, bueno, malo o indiferente, con tal de que fuera eficaz para lograr mi objetivo.
-Tremendo lo que nos cuentas, amigo -exclamó compasivo Don Quijote-. ¡Qué importante y necesaria es la educación, la buena educación, a lo largo de nuestra existencia, pero sobre todo en la infancia y juventud!
-¿Ah, sí? No me vengas con idealismos quijotescos ni baladas de trompeta -le atajó Aarón-. No hay mejor escuela ni mejor ciencia que lo que la naturaleza nos enseña. Hay que ser duros y violentos como es ella, si quiere uno prosperar y no vivir machacado y pisoteado por los que nos rodean.
Os contaré algo de mi infancia en aquel "caritativo" presidio:
Mis recuerdos más remotos relampaguean en mi mente como dardos encendidos clavados en lo más profundo de mi ser, arrancándome gritos de dolor, rabia y odio contra todo lo que me rodeaba. El edificio del orfanato, de aspecto acuartelado, muros grisáceos, de piedra y hormigón, con sus enormes dependencias, salones, aulas, dormitorios, comedores, habitaciones de monjas y cuidadores, servicios, cocina, patios, huerta y otras instalaciones, no es que se pareciera a un palacio, pero reunía las condiciones básicas para cumplir el fin social al que estaba destinado. En general, el personal cuidador, docente y administrativo, era cumplidor de las normas del establecimiento. De hecho, a muchos de los niños allí recluídos se les veía, si no felices, al menos conformes con su suerte.
Yo no. Desde que tuve conciencia de mí mismo me sentí perdido en un mundo hostil. Como cualquier otro niño, yo pretendía ser el centro del universo. Mas, por el contrario, me daba cuenta de que yo no significaba nada para nadie. Recuerdo, con lacerante nitidez, mi sucesiva estancia en los cuatro pabellones del orfanato, testigos de mi infancia y adolescencia. En aquellos enormes y desabridos dormitorios, con varias filas de camas de tubos pintados de azul marino, había momentos enloquecedodres: niños que lloraban, saltaban en las camas, se pegaban, corrian, mientras las cuidadoras, desesperadas, gritaban histéricas, tratando de imponer orden y disciplina, sin conseguir atender a las necesidades de aquel enjambre.
Comprendí que, en medio de aquella jauría, tenía que aguzar mis sentidos y estar muy despierto y al acecho de posibles amenazas y extorsiones. Tal era mi desconfianza y mosqueo que, cuando conocía por primera vez a algún nuevo compañero o cuidadora, se me pasaba por la cabeza que, más o menos pronto, se pondría en contra mía, despreciándome por mi apariencia feúcha, enclenque, seria, taciturna y acobardada. Y, lamentablemente, los hechos se encargaban, más adelante, de confirmar mis temores. Yo percibía el rechazo de los demás por mi aspecto antipático y actitud nada sociable, lo que acrecentaba mi timidez y, debido a ella, mis bloqueos mentales y enorme dificultad para expresarme correctamente.
A mis siete y oocho años se atrevían a burlarse de mí con bromas y coplillas, como aquella que me cantaban Liborio y Bartolo:
Aarón, Aarón,
pareces un garañón
con orejas de elefante
y boca como un buzón.

Yo me sorbía la rabia y la amargura, incapaz de protestar y defenderme. Les tenía un miedo atroz. En alguna ocasión, sor Leandra, la jefa de cuidadoras, me riñó porque, en lugar de jugar con los demás niños en el patio, me quedaba sentado junto a mi cama, garabateando en un cuaderno. Me sentía triste y ridículo con el babi gris, descolorido y lleno de zurcidos y unas zapatillas rotas. Sor Leandra me llevó hasta el patio, tirándome de la oreja, mientras me amenazaba con dejarme sin comer si me volvía a ver en el dormitorio durante los recreos.
Sor Leandra tenía el aspecto y mala hebra de una mosca molesta: cabeza pequeña y redonda, ojos enrojecidos y saltones; la nariz y la boca confundidas en un apéndice parecido al pico de un mochuelo; y cubierta con un hábito negro verdoso, bajo el que se insinuaba su huesudo esqueleto.
"¿Por qué esta bruja -me preguntaba yo- está siempre espiándome con expresión amenazadora, controlando mis menores movimientos y vigilando mis intentos de hablar o de hacer lo que me parezca?" Al principio no comprendía yo la inquina manifiesta que ella me tenía. ¿Por qué esa frialdad, desprecio o indiferencia conmigo?. En alguna ocasión le escuché despotricar, mientras me volvía la espalda: "¿Qué puede esperarse de unos desgraciados, hijos del pecado? Son unos tarados, abúlicos, degenerados, viciosos... ¡basura!
Aunque yo no entendía aquellas extrañas palabras, sabía muy bien que no eran, precisamente, alabanzas, sino despectivos e injuriosos improperios que hacían sentirme pisoteado y escupitajeado en lo más sensible de mi amor propio; y, lo peor de todo, llegaba a persuadirme de que realmente yo era una basura despreciable. Me sentía indigno de que nadie me quisiera. Me veía feo y detestable, maloliente, defectuoso, lleno de taras mentales, idiota irredimible, gusano asqueroso, sin valor ni fuerza para defenderme ni encararme siquiera con otros niños más pequeños; sin gracia para arrancar una sonrisa a nadie y sin ningún talento para hablar ni para hacer nada con sentido. ¿Cómo y para qué había llegado yo a la vida?
Al mismo tiempo que mi autoestima se hundía, cada día, más profundamente y con mayor rapidez, sentía también alzarse en mi desierto interior gigantescas montañas de odio, rencor, desprecio y asco hacia aquellos seres que me vigilaban y se ufanaban de su gran labor, con sus normas cuartelarias, sus aburridas pláticas, sus hipócritas palabras y demostraciones corteses. Pero mi aversión no sólo la dirigía contra ellos, sino contra todos los residentes.
Poco a poco fui perfeccionando mi arte en disimular, ladinamente, el volcán que bullía dentro de mí. Llegué a sentir un placer indescriptible mientras labraba, de forma minuciosa y artesanal, un odio refinado contra ellos. Me hallara donde me hallara, mi mente no cesaba de imaginar situaciones en las que intervenían personas que me resultaban especialmente odiosas. Yo me refocilaba planeando el procedimiento óptimo para causarles el mayor daño posible, lo que acrecentaba mi autoestima al comprobar que mi imaginario sadismo era, cada día, más refinado y exquisito.
Una noche, aguijoneado por mi sádica obsesión, me sentía tan excitado que me resultaba imposible dormir. Me dediqué a pensar qué putada curiosa se le podría jugar a sor Leandra. Giré un poco la cabeza a la derecha y dirigí la mirada, a través de la mortecina luminosidad de la débil lámpara del techo, hacia el fondo del dormitorio. La habitación de sor Leandra se hallaba al final del corredor central, de los tres en que se dividía el dormitorio, cada uno de ellos con su larga hilera de camas y estrechos armarios individuales anexos. La celda de sor Leandra tenía, en la pared enfrentada al dormitorio y a dos metros del suelo, un ventanuco acristalado, desde el que espiaba a su rebaño. Frente a la puerta de la celda, abierta al centro del corredor, se hallaba el cuarto de baño de la monja. Sobre la puerta de éste había otro ventanuco, de hoja abatible, que sor Leandra solía abrir y colocar en ella la túnica mientras se duchaba.
Aquella noche me asediaba un calor sofocante. Era el mes de julio y, a través de las ventanas, se distinguía un cielo de negros nubarrones tormentosos, recorridos y encendidos por culebrinas y relámpagos. Apenas podía distinguir los rostros de mis durmientes vecinos, no obstante apreciaba los mínimos detalles de las caras y cabezas de Liborio y Bartolo. Liborio, ocupante de la cama a derecha de la mía, debía de soñar un grato sueño que le hacía torcer la boca en una mueca risueña. Tanto él como Bartolo, de cabeza de peonza y cara bobalicona, que dormía en la siguiente cama, eran dos de mis peores enemigos. Dsde la casa cuna, hube de soportar sus estúpidas bromas y chulerías. No sé qué especiales atributos habría descubierto en ellos sor Leandra para distinguirlos como sus favoritos. Por entonces yo tendría ocho años y ellos diez. Mi fantasía se había desbordado como una riada de lava, que arrasaba, con mil lenguas de fuego, todo cuanto me resultaba odioso, creando en mí una energía, hasta entonces desconocida quie me dotaba de una seguridad plena de lograr todo lo que me propusiera.
Serían ya las seis de la mañana cuando oí abrirse la puerta de la celda de sor Leandra. Con los ojos semicerrados la observe detenidamente. Salió cubierta con una parda túnica, sin ceñidor, portando una toalla blanca doblada sobre el antebrazo. En medio del corredor se detuvo un instante y escudriñó con penetrante mirada a su dormido rebaño. Juraría que, durante varios segundos, la detuvo sobre mí. Luego entró en el cuarto de aseo, cerró la puerta y, en seguida, vi asomar, fuera de la estrecha ventanilla, parte de la túnica de la monja. El ligero fluir del agua de la ducha despertó en mi mente una secuencia de imágenes sobre lo que, a continuación, iba a suceder. Me sentí transformado. Era como si mi cerebro se hubiera apoderado de la mente de Liborio y de Bartolo, a quienes veía durmiendo plácidamente. Con todas mis energías y atención concentradas en sus mentes y voluntades, yo les imponía órdenes categóricas de lo que debían realizar de inmediato. De pronto, Liborio y Bartolo saltan de sus camas como autómatas. Los veo caminar con paso firme y seguro, aunque sonámbulos, por el corredor central hacia el cuarto de baño de sor Leandra. Se detienen ante la puerta. Se ponen de puntillas y arrebatan la túnica y toalla de la monja. Luego vuelven por el pasillo central, con ambas prendas desplegadas como banderas, mientras pulsan los interruptores de las luces despertando a todo el personal. Al pasar junto a una de las ventanas que daban a un patio interior, arrojaron la túnica y la toalla sin piedad ni miramiento y, luego, marcharon a sus camas, donde continuaron durmiendo. Fue, entonces, cuando descubrí, asombrado, mi portentoso poder.
Muy pronto escuché, aterrado, el ligero chirrido del pestillo de la puerta del baño, accionado cuidadosamente por la monja. Entreabrí los ojos, procurando no hacer gesto alguno que denotase hallarme despierto. La escena que siguió a continuación fue la más surrealista y gratificante jamás presenciada por mí.
La gran mayoría de los chavales se había despertado y sus ojos convergían, morbosos y risueños, en la puerta del baño, impacientes por ver a Sor Leandra surgiendo de las aguas como una venus desnuda. Abrióse la puerta y apareció la mano y el brazo izquierdos de la monja, los que, instintivamente, colocó sobre sus escurridos senos, mientras que con el otro brazo y mano acudía presta a taparse las pudendas partes, así como algo de su cuerpo lechoso y desnatado.
A pesar de su embarazosa y crítica situación, su mirada colérica y relampagueante, recorría minuciosa el dormitorio, tratando de descubrir al causante de semejante oprobio. Mas no pudo evitar una carcajada urbi et orbi de toda aquella chiquillería, que se prolongó hasta que entró en su celda y cerró con un portazo.
En seguida reapareció, cubierta con el hábito y una larga correa en la mano, dispuesta a azotar a todo el orfanato, si fuera necesario, hasta descubrir al culpable o culpables de aquella ignominia.

-Os juro -amenazó sor Leandra, con el puño que sujetaba la correa- que, si no aparece el autor o los autores de tan malévola fechoría, no descansaré hasta averiguarlo y, entonces, que tiemblen, porque van a desear no haber nacido.
De momento nadie acusó a los autores, a quienes la mayoría de los residentes habían visto llevar a cabo tan osada y divertida maniobra. Todos sabían quiénes habían sido, a excepción de ellos mismos al haber actuado sonámbulos.
Vi el cielo abierto. Había logrado machacar el orgullo de sor Leandra, sintiéndose objeto de burla y del mayor ridículo ante su "rebaño de estúpidos borregos", como ella solía repetir. Y, al mismo tiempo, había asestado un duro golpe en la cresta a esos dos gallitos, Liborio y Bartolo.
Nadie se atrevería a delatar a esos dos fantoches, porque eran mayores (doce años), más fuertes, liantes y dañinos; aparte de que eran los predilectos de sor Leandra que se servía de ellos como de perros pastores. Por esta razón ella se acercó, ligera, hasta sus camas, comprobando que seguían profundamente dormidos. Yo fingí hallarme dormido, pero, en realidad, tenía los ojos lo suficientemente despegados para descubrir que ella me observaba detenidamente. Luego dio un respingo, se volvió de espaldas y marchó a su celda a esperar a que fueran las ocho para despertarnos con el silbato.
Yo aproveché para comprobar si el poder hipnotizador recién experimentado, seguía asistiéndome. Con los ojos semicerrados, distinguía a a otros dos payasetes, Dioni y Floro, que desde siempre se habían deviertido a mi costa, riéndose de mis torpezas. Los veía incorporados en sus camas disfrutando, con sonrisa babeante de hienas, de aquel cuadro circense que yo acababa de improvisar. Centré en ellos mi atención hasta sentir dolor en el cerebro, mientras repetía mentalmente: "Tú, Dioni, y tú, Floro, habéis sido testigos de quiénes han cogido la túnica de sor Leandra y la han arrojado por la ventana. Debéis delatarlos a Sor Leandra, de lo contrario, alguien os delatará a vosotros, como encubridores. ¡Vamos, levantaos ahora mismo y corred a contarlo a Sor Leandra!"
Mi absoluta seguridad en la eficacia de mi orden era tal que me produjo un temblor incontrolable en todo mi cuerpo que fue en aumento al ver cómo Dioni y Floro se deslizaban, a regañadientes, de sus camas, sin dejar de mirarme con expresión aterrada, y se dirigían hacia la celda de sor Leandra.
Sor Leandra había dejado entreabierta la puerta de su celda. Floro y Dioni se detuvieron ante ella indecisos. No sé qué recóndito sentido acústico se me desspertó que, desde mi cama, percibía claramente la conversación de sor Leandra con los dos alucinados delatores.
-Vamos, mastuerzos, pasad -ordenó la monja.
Entraron como dos alucinados y se quedaron mirando a la monja con expresión temerosa y vacilante.
-¿Qué os pasa? ¿Sabéis quién se llevó mi túnica y la arrojó por la ventana?
-Sí. Fueron ellos.
-¿Quiénes son ellos?
-Sí, ellos. Tus amigos.
-¿Mis qué?
-Sí, tus... ayudantes.
-¿Quiénes? ¿Liborio y Bartolo? -sor Leandra apretó los labios con rabia- ¡No, no es posible! ¡Ellos estaban dormidos! A no ser que... -dijo, pensativa, con la mirada clavada en el infinito- ¡Vamos, marchaos! -les ordenó, dando una palmada y empujándolos hasta la puerta, desde la que lanzó una mirada hacia mi cama.

No sé qué hizo después la monja... ¡Ah, sí! Se acercó nerviosa a las camas de Liborio y de Bartolo, los levantó en vilo, zarandeándolos hasta espabilarlos y se encaró con ellos:
-¿Qué habéis hecho, desgraciados? Vosotros, gusanos asquerosos os habéis atrevido a ir hasta los privados aposentos de vuestra regidora, para humillarla y mancillar su honor. Vosotros, bolas de estiércol, ¿óomo habéis osado coger mi túnica y arrojarla por esa ventana, insensatos?
En aquel momento me removí en la cama y abrí los ojos con expresión de asombro, fingiendo que me despertaba.
-Eso acabo yo de soñarlo -se disculpó Libdorio-. Yo no he podido cometer semejante disparate.
-Yo también lo he soñado -manifestó Bartolo-, y estoy seguro de que sólo ha sido eso, un sueño.
-¿Ah, no? Venid conmigo -dijo, agarrando por la oreja a los dos imputados y llevándolos hasta la ventana desde la que habían arrojado la túnica-. ¿Qué es aquello que hay abajo en el patio? ¿Es el manto de la Macarena o la capa de Luis Candelas? Pues no. Es la túnica de sor Leandra, vuestra regidora ¿Y ha volado ella sola hasta ahí abajo? ¡Eh, decidme vosotros Dioni y Floro!
-No. La tiraron ellos, Liborio y Bartolo -confesaron, sin levantar la mirada del suelo.
-No se hable más. Vosotros, Liborio y Bartolo, quedáis castigados a limpiar los servicios y dormitorios, a partir de hoy, durante un mes -concluyó sor Leandra dictando sentencia.

Me regodeé contemplando el desaguisado que acababa de desencadenar. Sí porque, a consecuencia de aquello, las relaciones entre sor Leandra y los cuatro fantasmones, se complicaron y enconaron hasta el punto de que ninguno se fiaba ya de los otros, llegando a temerse y a espiarse unos a otros, de manera que la connivencia y complicidad que antes tenían se trocó en recelo, despecho y ojeriza.

-Perdona que te interrumpa -me decidí a intervenir y cortar el hilo de su prolijo relato, impaciente por conocer a fondo la personalidad, móviles, drama y agonía existencial que, al parecer, bullía en el interior de aquel hombre-. ¿Cuál crees que era tu secreta aspiración, es decir, el motivo radical que te impulsaba a actuar de esa pecular forma tuya, tan diferente a como lo hacían los demás chavales?
-¡Vaya! -contestóle Aarón- Va a resultar que las despreciables larvillas que se han colado en mi guarida, van a ayudarme a deshilvanar, abrir y bucear en el laberinto subterráneo y complejo en el que se esconde mi yo, recomponiendo los fragmentados vestigios que quedan de su caparazón, una de las razones por las que he venido a este pinar.
-¿Por qué será -ironizó Don Quijote- que todo bicho viviente, incluido el hombre, enjuicia y mide a los demás con su propia medida?¿Qué pensarán de nosotros una hormiga, una mosca o un perrito?
-Cuidado -advirtió Samuel- que Toby, nuestro heroico amigo, aunque sea un chuchillo, es más objetivo en sus apreciaciones que muchos humanos. ¿Y por qué haces esa reflexión, amigo Alonso?
-Sencillamente en atención al título de larvas que nos ha otorgado Robín de los Bosques.
-¿Queréis cerrar el pico de una puñetera vez? -gritó encabritado Aarón-Espero que, por lo menos, os haya quedado claro el escondido rencor que yo sentía contra todo lo que me rodeaba.
-No, no es preciso que lo jures ante un notario -reconoció Samuel.
-Pues, aunque no lo parezca, mi mayor odio y aversión no era el que dirigía contra los demás, sino el que siempre sentí y sigo sintiendo contra mí mismo.
-¿Es posible? -le pregunté, exagerando mi sorpresa para animarle a explayarse.
-Así es. Desde que tuve conciencia he venido soportando un sentimiento de descontento y aversión a cuanto constituye mi propia realidad. Nada veía en mí que me satisficiera. Me veía débil, defectuoso, feo, torpe, cobarde, sin gracia alguna, incapaz de expresarme correctamente, muy aprensivo y asustadizo... Y respecto a cualidades y virtudes, me caracterizo no sólo por su ausencia, sino por poseer el vicio opuesto.
-No exageres, hombre -dijo Samuel, tratando de animarlo- ¿cómo vas a ser tan imperfecto? ¿No será que aspiras a un estado de perfección inalcanzable, lo que hace que te sientas infeliz y desgraciado?
-No. Lo que a mí me ocurre es mucho más complejo. Jamás he sido un san Luis Gonzaga, eso lo tengo muy claro. Tampoco he sido un genio, ni siquiera un hombre sensato y normal. ¿Por qué? Porque la naturaleza me lo ha negado. Ella me privó de las cualiddes y circunstancias normales con las que se encuentra la generalidad de los seres humanos al nacer. Yo no.
-Es triste y lamentable lo que nos cuentas, amigo -exclamó Don Quijote, compasivo-, pero no creo que esa naturaleza de la que hablas te haya privado de la libre voluntad de superarte, por muchas cualidades que te haya negado y por muchas dificultades y circunstancias adversas que haya puesto en tu camino.
-No me hagas reir con historietas trasnochadas -replicó Aarón-. ¿Voluntad libre? Eso son espejismos. Sin saber cómo ni por qué, nos movemos y comportamos en la forma y dirección que nos marque la estúpida y aleatoria naturaleza.
-No obstante- le argüí-, has de reconocer y elogiar los evidentes y sabios resultados que esa "estúpida" naturaleza consigue en muchas de sus manifestaciones. ¿Podrías tú explicarnos tales paradojas?
-No lo sé -reconoció Aarón- y no creo que lo sepa ningún ser humano. Es cierto que hay un derroche de genialidad en la naturaleza, pero también de locura e incongruencia. A mí, os lo aseguro, me ha tocado el ramalazo de lo absurdo y demencial.

Hizo una breve pausa y, en seguida, continuó Aarón relatando:

-Escuchadme y juzgar si es normal lo que, desde mi niñez, me ocurre: Por las noches, mientras duermo, sueño que soy una persona, no ya distinta, sino opuesta al Aarón que os he descrito. Durante el sueño me veo físicamente más fuerte y atractivo, dotado de una penetrante inteligencia, gran capacidad razonadora, extraordinaria creatividad, deliciosa fluidez de expresión oral y escrita, apasionamiento por aprender, por las letras, la filosofía, la investigación... Me siento satisfecho conmigo mismo. Me veo libre de complejos, sin miedo a nadie ni a nada. No tengo sentimientos de antipatía, envidia, rencor ni animosidad contra nadie. Me relaciono sin problema alguno con los que me rodean, ya sean vecinos, compañeros de trabajo o personas con las que, ocasionalmente, tengo algún contacto.
Al mismo tiempo que en mi vida -digamos la de estado de vigilia para distinguirla de la otra-, acumulaba malaventuradas y desastrosas experiencias, durante las noches vivía en mis sueños una vida radicalmente opuesta. En ella me sentía querido en el seno de una familia que prodigaba sus demostraciones de cariño en los menores detalles. Me veía crecer y desarrollarme armoniosamente en todas las facetas de mi ser, conquistando cotas difíciles, sorteando dificultades, ganándome a cuantos me rodeaban con mi comportamiento responsable, afable, prudente, constante y tenaz, que me permitió, a mis once años iniciar, feliz y con gran aprovechamiento, el bachillerato.
Se trataba de un fenómeno sorprendente que, sobre todo al principio, sacudía mi espíritu como un terremoto emocional. Con el paso de los años me fui acostumbrando a él. Día a día yo veía desplegarse mi vida como una película a dos bandas. En la de mis sueños yo aparecía como el protagonista bueno, ejemplar, humano, inteligente y triunfador; mientras que en la otra -en ésta que también es vuestra- yo era el protagonista perverso, vicioso, desalmado, maltratador, detestable, perdedor y condenado al fracaso y a la destrucción.
Durante mi jornada perversa, yo no descubría monstruosidad alguna en mi comportamiento, ni sentía necesidad ni deseo alguno de corregir mi trayectoria errática y desatinada. Era en el umbral del sueño cuando mi conciencia caía en un estado de ánimo desesperado y de total abatimiento, al ver reflejado en el agua oscura de la charca cenagosa de mi yo, mi odioso rostro y mi vida abominable. Entonces me asaltaba un atroz remordimiento, una náusea infinita de mi mismo y algo así como un soplo desmayado de arrepentimiento y deseo de transformarme en el ser opouesto al que soy.
Luego me veía caminando, desnudo y desorientado, por una playa solitaria, igual que ésta de aquí, bajo un cielo sin estrellas, detrás de mi propia sombra, proyectada con intermitencias por el haz luminoso del faro que gira, inquietante, a mi espalda en la lejanía.
Mi vacilante y calmoso caminar, al ritmico vaivén de las olas de la orilla, se prolongaba hasta que el cielo se encendía con las luces plateadas de la aurora. Era entonces cuando yo quedaba sobrecogido ante el espectáculo que se me ofrecía, tierra adentro, a un kilómetro de la playa: un pinar triangular como la quilla de un barco, de un verde esmeralda, gradualmente más brillante y reluciente conforme me aproximaba hasta él...

-Extraña y dura experiencia, amigo Aarón -comentó Samuel en la breve pausa que hizo aquél- ¿Y así, hasta cuándo? No creo que hayas permanecido hasta ahora en ese sin vivir.
-¿Hasta cuándo? -Aarón nos miró, pensativo, durante unos segundos- Sí, lo reconozco: en mi malvada vida, la de este lado, ¡ja, ja! hubo un día esplendoroso y prometedor como nunca había vivido. Fue una mañana de primeros de julio, del año 1981. Había cumplido catorce años. Mi situación en el orfanato ya os la he contado. A pesar de mis miedos, bloqueos mentales y demás trabas, conseguí tener a raya a cuantos me rodeaban, incluida sor Leandra. Y no porque, directamente, yo los apabullara con mis palabras o acciones, sino gracias a ese extraño poder mental que, ocasionalmente, me asistía.
Nadie sabía, a ciencia cierta, que yo fuera el causante de una serie de conflictos, alborotos, tiberios y putadas de toda índole que, desde mi laberinto interior, yo maquinaba y desencadenaba a mi antojo en el orfanato, pues toda mi actividad era puramente mental. Pero algún indicio siniestro debieron de captar -especialmente sor Leandra- quizás por la irónica expresión de mi rostro, o por mi aspecto taciturno y solapado, ya que, desde el episodio de la túnica, comencé a observar en mi entorno, miradas recelosas, cuchicheos y una generalizada actitud precavida y huidiza de los demás para conmigo.

Aquella mañana de julio teníamos un largo recreo al aire libre, por ser domingo, en las instalaciones deportivas, situadas junto al parque ajardinado en el que había frondosos árboles, paseos, fuentes y numerosos bancos de piedra.
Mientras los chavales, en su gran mayoría, jugaban al fútbol o a otros juegos, yo entablé conversación con Félix y Paco, dos compañeros de mi curso (octavo de EGB) a fin de sondear sus mentes y tratar de fijar en ellas unos hilos, fuertes como cadenas, para luego moverlos y dirigirlos a mi antojo. Los llevé hasta un banco, colocado bajo un fresco y umbroso castaño, enfrente y a unos cincuenta metros del pabellón donde estaba la sala de visitas. Me senté en medio de ellos y les hice la siguiente pregunta:
-Si en este momento, apareciera ante nosotros el genio de la lámpara de Aladino, dispuesto a concederos el deseo que más apetecierais ¿qué deseo le pediriais se hiciera realidad? Pensadlo y decídmelo al oído, de forma que tú, Paco, no oigas el deseo de Félix, ni tú, Félix, el de Paco.
Paco, un chico corpulento, de aspecto infantil y bastante ingenuo, rápidamente me susurró, entre risas, con su mano en pantalla alrededor de mi oreja:
-Le pediría que, al instante, yo apareciera en la casa, en donde vivan mis padres, ante ellos, y que me abrazaran y besaran.
-Difícil se lo pondrías al genio, Paquito -le dije-. Pero quizás yo pueda ayudarte a alcanzar ese deseo.
-No me digas, ¿Tú podrías?
-¿Tú qué crees? ¡ja, ja, ja? -le contesté.
Félix, pecoso, de pelo anaranjado y revuelto, de mirada despierta y maliciosa, tardó tres minutos en contestarme, que lo hizo agarrándome la cabeza y metiéndome, literalmente, su boca en mi oreja izquierda, mientras emitía un ruido ensordecedor de motosierra:
-¡Brrrain, raín, raín, rarrarrauuunnnn! ¡Bueno -exclamó en voz alta, riendo y dejando de soplarme en la oreja-, no me importa que lo oiga Paco. Yo me conformaría con llegar a ser un juez clarividente, honesto, valiente y trabajador incansable por hacer resplandecer la verdad y la justicia en todo el mundo.
-¡Qué deseo tan raro! -le dije- ¿Y por qué, precisamente, juez de ese talante?
-Porque de ellos depende, fundamentalmente, la buena marcha de los estados y pueblos.
-Para ese viaje no se precisan alforjas, ni genios de lámparas maravillosas -le aseguré-. Ya me encargaré yo de que, por lo menos, juzgues y sentencies a alguno de los que nos han mangoneado.

En éstas estábamos cuando vemos salir al parque, por una de las puertas de acceso a la sala de visitas, a sor Leandra, en animada conversación con un señor y una señora, ya algo mayores, de aspecto y porte distinguidos, muy sonrientes. De pronto, sor Leandra deja de hablarles y con un rápido movimiento de sus enrojecidos ojos castaños y de su afilado mentón, apuntando hacia mí, les indica -no me cabía duda- el objetivo claro de su visita.
-¡Aarón, por favor, acércate un momento! -me llama con un tono de voz y cortesía inusuales en ella.
-¿Quiénes serán ésos y qué querrá la monja? -cuchicheo, por lo bajo, a Paco y a Félix mientras me levanto del banco.
-Suerte, Aarón -me dicen.
-Buenos días -saludo, con la cabeza algo inclinada, al llegar hasta ellos.
-Hola, Aarón -me corresponden los visitantes muy sonrientes, estrechándome él la mano y dándome un beso la señora.
-¿Qué te parece? -me aborda sor Leandra con desconocido regocijo- Ellos son Don Felipe y Doña Manuela, un matrimonio afortunado, a quienes la vida les ha sonreído generosamente y que serían plenamente felices si hubieran tenido un hijo en quien depositar todo su afecto...
Yo los contemplé de hito en hito y escuché a Sor Leandra con una sonrisa que, en ottro momento, habría significado "¡Y a mí qué me cuentas!"
-Sí, muchachito -me dice, muy amable, la señora-, sor Leandra nos ha hablado de tí. Te hemos estado observando desde las ventanas de aquella sala y nos has cautivado. Vemos en tu cara un ángel especial.
Lo inesperado del elogio me hizo enrojecer como un volcán.
-Es cierto -confirma sor Leandra con ironía trituradora-. No pueden imaginarse hasta qué punto es especial.
-Sinceramente, hijo -remachó la señora Manuela-, tanto Felipe, mi marido, como yo, hemos coincidido en esa apreciación, por lo que hemos manifestado a sor Leandra que si, por parte de ella y por la tuya, no hay inconveniente en que te vengas a vivir con nosotros, como hijo adoptado, hoy mismo iniciaremos los trámites para ello.
Aunque yo abrigaba una vaga esperanza de que llegara un día en que me viera libre de aquella cárcel, jamás pude pensar que, de hecho, ese día amanecería.
-Pero... pero...
Fue todo lo que se me ocurrió decir, dando la impresión de que no me alegraba, cosa que sor Leandra en seguida arregló, completando mis ambiguas palabras:
-No te preocupes, hijo -¿De dónde le saldría a sor Leandra semejante efusión tan tierna y maternal?-, la dirección del orfanato está de acuerdo en que estos señores te adopten. ¿No te alegras?
-Sí, claro, es lógico que me alegre -contesté- ¿Y cuándo y a dónde me iría a vivir con ellos?
-Nosotros vivimos en Sevilla -se apresuró Felipe a responder-. Ya verás cuánto va a gustarte todo aquello. Esperamos que el papeleo de la adopción sea rápido. Yo tengo amigos influyentes que me echarán un cable, ¡ja, ja!

Se despidieron de mí como si de hecho fuera ya su hijo. La señora Manuela me volvió a besar y abrazar, con lágrimas en los ojos, cosa que me produjo una risa nerviosa e inoportuna que animó a Felipe a reírse a su vez y a comentar:
-Así me gusta, chiquillo, que se note que te alegra el venirte con nosotros.
Y, realmente, sentí una dicha jamás imaginada, porque nunca soñé que un día pudiera volar de aquella jaula en la que había vivido preso desde que nací.

Tal impacto emocional me produjo aquella visita que, en los pocos días que duró la tramitación de la adopción, observé en mis habituales compañeros, monjas y cuidadores, una amabilidad y simpatía que nunca me habían dedicado, seguramente porque notaron en mi aspecto un cambio sorprendente. Y es que yo pasaba los minutos de espera pensando, ilusionado, que pronto me convertiría en el hombre intachable y triunfador que, noche a noche desde que nací, viví en mis sueños. Pero...



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