El amanecer del octavo día - (Cap. III)

miércoles, 21 de enero de 2009


¡Hola, amigos! Como espero que -pasadas las navidades, año nuevo, cuesta de enero y otros sustos- estemos todos más tranquilos y con ánimo dispuesto a dedicar un rato a leer cosillas tan irrelevantes como nuestras curiosas aventuras, ahí va la continuación de ésta en la que estamos enzarzados.

"Mientras el alimonado Samuel, con su celeste capa, recorría el pasillo del caserón del pantano, ensimismado y tratando de descifrar el enigma de la frontispicia frase, escrita sobre las siete puertas circulares: "¿QUIÉN SINO EL SOL DEL OCTAVO DÍA, CONOCE EL ESPLENDOR Y EL OCASO DE LOS SIETE SOLES POR ÉL DEVORADOS?", Don Quijote forcejeaba con la armadura, tratando de meterse dentro de ella.
Yo preferí subir al salón y, recordando que la última información, aparecida en la gran pantalla del ordenador, había sido la lista de teléfonos, moví el ratón y, de inmediato, reaparecieron los ocho teléfonos de los padres de los secuestrados. Mediante mi broche emisor-receptor me apresuré a llamar a cada uno de aquéllos. Tras una noche insomne, de inimaginable desconcierto, ansiedad e impotencia, los padres de los desafortunados chicos se hallaban ya al borde del derrumbe y la desesperación. Los tranquilicé diciéndoles que lo del secuestro había sido una lamentable broma de un gracioso descerebrado. Que no se les ocurriera entregar ni un céntimo como rescate; que sus hijos se hallaban perfectamente y que, muy pronto, se comunicarían con ellos.
Luego me puse a pasear por el ajedrezado pavimento, tratando de descifrar la enigmática frase, al mismo tiempo que me percataba de que, debajo de la mesa alargada, en la que habían jugado al ajedrez, no se distinguía junta alguna que hiciera pensar que parte del suelo fuera abatible. No me cabía duda de que Arthur, a pesar de ser un sujeto abominable, poseía prodigiosas habilidades y conocimientos, gracias a Arturito, por supuesto.
-¡Samu, Samu, Samueeel! -oí que le gritaba Don Quijote con voz azorada- Mírame y dime qué ves.

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Corrí escaleras abajo y encontré a Samuel examinando la armadura mientras decía:
-En realidad sólo veo la armadura. De su merced no distingo nada.
-Y, sin embargo -dijo Don Quijote- de antes a ahora la armadura ha experimentado un cambio sustancial. Antes estaba hueca, ahora yo estoy dándole espíritu y unidad, desde la cimera a los escarpes, pasando por la gola, el peto y los quijotes mis tocayos. ¿No te parece que algo así es lo que ha hecho el sol del octavo día con los siete soles de las puertas?
-¡Eúreka! -exclamó Samuel, como si se le encendiera una bombilla en su cerebro-. Me acabas de sugerir una pista importante para dar con la solución.
-¿Ah, sí? -dijo Don Quijote no muy seguro de haber acertado.
-No cabe duda -continuó Samuel-. El sol del octavo día podría ser la suma de los siete soles, es decir de las siete puertas. Ella sería la clave que nos permitiría abrirlas.
-¿Y cómo sumar las siete puertas? -preguntó Don Quijote.
-De eso sabe mucho Tinterico, ya que estuvo en una escuela, gran parte de su vida, ¿verdad? -dijo Samuel, suplicándome con los ojos que le ayudara a realizar el cálculo.
-Supongo -dije, quitándome el cordón verde de emergencias, enrollado en la cintura- que debemos sumar las áreas de los círculos de las siete puertas, lo que nos daría como resultado un círculo con una superficie siete veces mayor que uno de aquéllos.
-Efectivamente -aprobó Samuel.
Y, sin titubear, medí con el cordón el diámetro de una de las puertas e hice un nudo para marcar su longitud. Luego me agaché y comprobé que el lado de una baldosa del pasillo -cuya medida estándard debía de ser 20 centímetros- era justamente la tercera parte del diámetro de la puerta. Con este dato hice mentalmente el cálculo y, poniéndome de pie, recité con sonsonete de niño de primaria:
-Si no me traiciona mi memoria, el área del círrculo es pi por erre al cuadrado. El radio de estas puertas mide 30 centímetros. Por lo tanto: 0´30 por 0´30, multiplicado por 3´1416, multiplicado por siete puertas, es igual a 1´979208 metros cuadrados.
-Perfecto -dijo Samuel-. En total son siete cifras, una para cada puerta. Ellas podrían ser la clave. ¿Probamos?
-¡Vamos allá! -exclamó decidido Don Quijote-. Decidme qué número marco en el teclado de cada puerta.
-En aquélla -dije, señalando a la primera puerta de la izquierda- pulse uno; en la segunda, pulse el nueve; en la tercera, el siete; en la cuarta, el nueve; en la quinta el dos; en la sexta el cero; y en la séptima, el ocho.
-Don Quijote, enderezando el índice como un agudo puntero, fue tocando los sensores correspondientes.
Contuvimos la respiración, esperando que las puertas se abrieran de un momento a otro. Pasaron diez, veinte, treinta... hasta noventa eternos segundos. Pero ¡ni por ésas! Las puertas no se abrían.
Un relámpago iluminó mi mente. Me di cuenta de un curioso detalle en el número calculado: 1´979208. Observé que sumando la primera cifra con la última, el resultado es 9; sumando la segunda con la penúltima, también es 9; sumando la tercera con la antepenúltima, es 9 también; y la cuarta cifra, que queda en medio, también es 9.
-¡La clave es 9 para todas las puertas! -grité, dando saltos de júbilo- Estoy seguro.
Don Quijote se apresuró a pulsar el 9 en cada puerta y, sonando un ligero clic, las puertas se abrieron de par en par.
-¡Portentoso! -exclamó don Quijote- Si no os conociera, como en realidad os conozco, pensaría que sois dos magos encantadores.
En seguida, un confuso murmullo de voces, risas y taconeos fue en aumento, hasta que, claramente, escuchamos una voz femenina, aguda y resuelta, procedente de la cuarta puerta:
-¿Estás ahí, Arthur?
-¡Adelante, chicos! -voceó Samuel- Salid sin temor, Arthur no está aquí. Somos amigos.
Una larga y estilizada pierna, embutida en un ajustado pantalón negro y calzando zapato de charol, negro también, apareció por dicha puerta, seguida de un bello cuerpo y rostro femeninos. Era Noelia. Saltó al pasillo, con la cara levantada, alisándose la dorada coleta con una mano y gesticulando con la otra, mientras nos miraba con inequívoco enfado:
-¡Coño con el Arthur de las narices! Y parecía tonto. La que nos ha organizado.
Por la primera puerta de la derecha salió calmosamente un joven grueso y achaparrado, de negra y abundante cabellera, cuidada barba, con un taco de jamón en una mano y un cerveza en la otra.
-¡Menudo costalazo me hizo pegar ese majareta de los rayos y los fantasmas! Menos mal que ha tenido un detalle -dijo Rosendo, mostrando el condumio.
A continuación salieron todos los demás. Por la tercera puerta, Gerardo, alto y musculoso, con vaquero y camiseta negra, riendo y bromeando, con voz recia y marcado acento catalán:
-¡Colosal! Nuestra estancia en ultratumba ha sido genial, ¿verdad chicos? ¡ja, ja, ja!
-Cállate, que la cosa no es para risas. En mala hora me junté a vosotros en esta aventura kafkiana -se quejó Nuria, desde la quinta puerta, clavando en Gerardo sus ojos negros y penetrantes de águila cautiva, mientras apretaba en su mano un pequeño objeto.
-¡Calma, calma, princesa! ¿No ves que todo ha sido una broma de Arthur y estos señores? -dijo Raúl, cogiendo por los hombros a Nuria y mirándonos con ojos interrogantes.
Rubén -el chico tímido y delgado que apoyó a Sergio en la conferencia del doctor- saltó por la primera puerta, con risueño semblante y, como si no viera a nadie, fue a asomarse a la puerta de al lado, llamando con voz trémula:
-Caléndula, ¿estás bien?
Al no obtener respuesta, entró dentro y, en seguida reapareció dando la mano a una joven de descarambanante aspecto: pelo cobrizo, rasgos delicados y ojos de hierba, cubierta con un veraniego vestido azul cielo.
-¿Entonces no ha sido un sueño? ¿Sois vosotros habitantes del planeta en donde todo es amor y poesía, al que alguien nos ha traído para conocer sus excelencias? -nos preguntó, con ojos alucinados, a Samuel, a mí y especialmente a Don Quijote, quien la saludó flexionando una rodilla y golpeándose el peto de la armadura, que sonó como un tambor de hojalata.
-Estáis en lo cierto, bella criatura -apuntó Don Quijote. Nosotros, aunque nos movemos en la Tierra, pertenecemos al mundo etéreo y libre de las ideas, tratando de que su luz brille sobre las tinieblas y sobre las charranadas de los malasombras, como ese monstruo que ha intentado haceros daño.
-¡Es verdad, chicos! Arthur nos ha traicionado -clamó Caléndula, mirando a un lado y a otro. Ahora recuerdo que, un momento antes de que el suelo se abriera bajo nuestros pies, Arthur se disponía a llamar a nuestros padres para exigirles el pago del rescate, si querían volver a vernos.
-Sí -intervine-. Ya me he comunicado con ellos y los he tranquilizado, diciéndoles que os encontráis bien y que estáis preparando un trabajo académico con otros compañeros, en un pintoresco y recoleto lugar.
-Nos parece muy oportuna vuestra intervención y muy acertadas las explicaciones que este señor de rosa -dijo Nuria girando la cara hacia mí- ha dado a nuestros padres. Pero aquí no vemos a Sergio... ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él? ¿Y el mal nacido Arthur, dónde ha ido? Debemos ir en busca de ambos sin pérdida de tiempo.
-Tranquila, joven, estamos haciendo pesquisas. Y ya que estáis todos fuera de esos calabozos, os propongo lo siguiente: nosotros tres, como el señor de la armadura ha explicado -dijo Samuel mirando a Don Quijote que, bonitamente, se había desembarazado ya de ella-...
-Nosotros tres -recalcó Don Quijote, interrumpiéndole- pertenecemos al mundo de acá, aunque con enjundias que son más del de allá, y gozamos de podercillos concedidos por mi padrino, el príncipe de la magia; a parte de nuestros muchos años de experiencia, que no son moco de pavo ni zarajillo de Cuenca.
-Exactamente -continuó Samuel- gracias a ellos y a nuestros modestos esfuerzos, hemos logrado información de cuanto os ha ocurrido y llegar a liberaros. Sabemos que Arthur se ha llevado a Sergio, maniatado, en su furgoneta, para entregarlo al doctor Flowers con oscuros fines.
-Un momento -dijo Gerardo-. Nosotros ascoltamos la conferencia del doctor Flowers y podemos asegurar que es una persona sabia, honesta y cabal, entregada al estudio e investigación de la inteligencia artificial, que nos ha prometido que muy pronto logrará un robot superinteligente y consciente del propio yo. Teoría que todos nosotros, a excepción de Sergio, compartimos. ¿No es así, chicos?
-Bueno, yo tampoco la comparto -aclaró Rubén-. No creo que una máquina, por mucho que se asemeje al hombre, llegue nunca a poseer un yo.
-¡Eeeh! ¡Alto ahí! -protestó Raúl- ¿Tánto te cuesta entender que la inteligencia del hombre no es más que el producto de un conjunto de células, capaces de ejecutar funciones que las máquinas pueden realizar con mayor precisión y capacidad?
-Creo -opinó Rubén- que sobre el tema habría mucho que investigar.
-Acéptalo, Rubén -dijo Noelia, con las palmas de las manos extendidas hacia él-. El doctor Flowers es una eminencia y ya escuchaste sus réplicas a las objecciones de Sergio.
-Perfecto, chicos -intervino Samuel-. Os veo muy interesados en el tema, por lo que os recomiendo -ya que no disponéis de medios para ir en auxilio de Sergio- que permanezcáis en este lugar, y aprovechéis para reflexionar y discutir sobre el tema que a todos os acucia, incluida Caléndula. También deberíais montar guardia en este caserón, por si Arthur decidiera volver aquí, durante nuestra ausencia.

Mientras Samuel hablaba, Nuria, disimuladamente, fue acercándose a la puerta, desapareciendo sin que nadie lo advirtiera.
-Nos parece una propuesta fenomenal, providenciales amigos -alabó Gerardo-. Ojalá vuelva por aquí el gachó del maletín a jugar otra partidita de ajedrez, que le vamos a ajustar bien las tuercas.
-Yo, queridos jóvenes, conozco muy bien las malas artes de los taimados facinerosos, capaces de aliarse con brujas, endriagos y chusmas por el estilo. Y a éste lo tengo calado -dijo Don Quijote, tocándose la frente con la punta de los dedos-. Algún mago bujarrón le ha conseguido un rayito con el que no deja de joder a diestro y siniestro. Por eso os recomiendo que, día y noche, os turnéis montando guardia en la puerta del caserón, protegidos con esa acerada armadura y con un espejo en la mano, de manera que, tan pronto como se os presente, le enfrentáis el espejo ante la cara, para que, cuando os lance el rayo, choque en el espejo y se vuelva contra él.
-¡Fantástico! -exclamó Caléndula-. Me pido la hora del alba para hacer la guardia.
-Mejor será -propuso Rubén- que yo te acompañe. Desde las ventanas de arriba otearé como un lince en celo.
-Sí -remachó Rosendo-. Lo prudente es que vigilemos en parejas, uno arriba y otro abajo, para ampliar el campo visual y, también, evitar distracciones.
Durante breves, pero preciosos minutos, departimos amigablemente con aquellos jóvenes, ávidos por conocernos más a fondo y descubrir los motivos de nuestra intervención.
Ya tendremos ocasión de dialogar con más sosiego. El tiempo vuela y los segundos son preciosos -añadió Samuel.
-Tened siempre encendido el ordenador del salón, pues, posiblemente, os mandemos algún mensaje desde este pequeño transmisor -les aconsejé, mostrándoles el broche prendido en mi pechera-. Ánimo, suerte y aprovechad el tiempo.

Las cinco de la tarde serían cuando salimos fuera del caserón y nos introdujimos en la bolavoláptera, ante la admiración de los jóvenes, al ver aquella especie de pompa de jabón gigante. Después de un ligero retemblor, la esférica nave escapó zigzagueando, como un cohete ratero, llegando en un plisplás hasta el centro del pantano, donde, tras un improvisado remolino de sevillana, ascendió por los aires tan arriba, tan arriba, que el grupo de jóvenes parecía, más bien, de hormiguillas, junto a un esmirriado charco de agua y a unas casitas de juego de arquitectura.
-¿No son siete los jóvenes amigos liberados? -preguntó Samuel mirando hacia abajo.
-Es cierto -dije, aguzando al máximo la vista-. No se ve a Nuria...

Con gesto estricto y verbo perentorio, Don Quijote ordenó a la janua-témporis que nos llevara en pos de Arthur y del doctor Flowers.
-Si el doctor no mintió a Arthur, esta misma noche dará una conferencia en el Romance Hotel de Suiza. Allí quedaron en verse -dije.
-Efectivamente -corroboró Don Quijote-. Y, como faltan tres horas para su inicio, podríamos reducir la velocidad de la nave, equiparándola a la velocidad de la Tierra en su rotación sobre sí misma.
-¿No lo creéis peligroso? -pregunté.
-Un poco -dijo Samuel-. Más que nada porque no nos moveríamos del sitio, ya que vamos hacia el Este.
-¿Ah, sí? -exclamó Don Quijote- Nunca entenderé estos artilugios modernos. Con lo bien que se viajaría sobre un centauro: cabalgando y dialogando, cabalgando y dialogando...
-Pues eso -continué tras un rápido cálculo mental-. Si queremos estar en Suiza a las ocho de la tarde, tenendo en cuenta que desde el pueblo fantasma a Suiza hay 1590 kilómetros y que la Tierra gira, a la derecha, a 1666 km./hora, deberíamos de ir a 2196 km./hora.
-No sé, no sé -comentó Samuel-. Seguro que Arturito lo calcularía con mayor fiabilidad. Hay que reconocer los grandes avances tecnológicos.
-No se hable más sobre el particular. ¿Para qué tengo yo esta joya? -exclamó Don Quijote, acercándose la janua-témporis a los labios- Llévanos, querida, a nuestro destino, de manera que estemos en el Romance Hotel de Suiza a las ocho de la tarde, ni antes ni despuès.
Y, curiosamente, la bolavoláptera cambió el sentido de la marcha, dirigiéndose a occidente en lugar de a oriente, como hizo Cristóbal Colón cuando fue en busca de las Indias.
-Creo que tenemos tiempo para platicar un buen rato -dijo Samuel, contemplando las azuladas aguas atlánticas.
-¿Qué me decís de las maravillosas vistas que estamos disfrutando desde esta espléndida nave? -preguntó Don Quijote entusiasmado, arrellanándose en el acolchonado sofá circular, de terciopelo granate, y succionando néctar de nenúfares por uno de los tubitos poloicromados que colgaban de la bóveda de la nave.
-Hay que reconocer que en el mundo hay un derroche de belleza tan pasmoso que me cuesta pensar que su contemplación esté reservada exclusivamente a los habitantes de este modesto planeta -reflexioné en voz alta, sobrevolando el triángulo de las Bermudas.
-Por cierto, ¿qué son esas tres enormes peonzas de acero que giran furiosas, una detrás de otra, y se dirigen al océano como atraídas por un imán? -inquirió Samuel, mirando y señalando hacia abajo.
-¿Pero hay quién lo dude? -interrogó Don Quijote-. ¡Cuántas sorpresas le queda al hombre por vivir y admirar!
-Hablando de sorpresas -dije, con cierta inquietud- , desde que salimos del pantano noto como una presencia invisible en la bolavoláptera...
-Sí -confirmó Samuél-, a veces se notan como tirones hacia abajo...
-¡Vamos, amigos! -dijo Don Quijote, alzando la voz- No me hagáis pensar que, a estas alturas, empezáis a sentir cosquillas en las tripas. Lo que notáis no es otra cosa que silbos de sirenas. Concentraos, mejor, en las maravillas que nos rodean.

Y, tras sus tranquilizadoras palabras, permanecimos en silencio, contemplando el inmenso espejo azul del Pacífico, cada vez más oscuro, al que tímidamente comenzaban a asomarse las estrellas, y a encendérsele diminutas lenguas de fuego. Entrando en el continente asiático se nos hizo de noche. Infinitas estrellas, trasparentes como lágrimas, parecían observarnos curiosas... o quizás lloraban. Abajo, los fogonazos de continuas explosiones y, sobre todo, el conmovedor llanto de tantos hombres, mujeres y niños, nos sobrecogió de tal manera que hizo clamar a Don Quijote:
-¡Qué mundo tan contradictorio! Tan bello y tan cruel.
Al traspasar la rocosa serpiente de los Urales, nos dio por entonar la canción Cosacos de Kazán, de Katiuska, hasta el momento en que descubrimos las nieves de las cumbres alpinas.
-Mirad -dije-, la bolavoláptera ha aflojado su marcha y empieza a descender.
-¡Ooooh! -exclamó Samuel- ¡Parece que vamos a quedar ensartados en ese afilado picacho!
Rápido, Don Quijote cogió la janua-témporis y con la mayor diplomacia le amonestó:
-No olvides, preciosa, que en donde queremos que nos dejes caer, con el mayor mimo y miramiento, es en las proximidades del Romance Hotel, en un paraje solitario, alfombrado de césped, a pocos metros del río.
La nave nos complació al detalle. Salimos de ella y, aunque ya hacía un buen rato que el sol se había ocultado detrás de las montañas, aún había suficiente claridad para admirar la belleza de aquel idílico escenario, realzada con la señorial arquitectura del hotel que divisábamos entre los árboles del parque. Caminamos un trecho por el paseo, bordeado de blando césped y adornado con estatuas y artísticas fuentes. Los armónicos sones de la orquesta, apostada en la explanada que precede al hotel, vibraban en el aire.
-¿No notáis algo así como una ausencia? -dije, viendo pasar un pájaro sobre nuestras cabezas.
-No sé... -contestó Samuel- Algo noto.
-No empecéis otra vez -cortó Don Quijote-.
Cuando llegamos a la explanada, el director marcaba los últimos compases del concierto. En seguida, los numerosos oyentes, elegantemente trajeados, irrumpieron en un aplauso que se prolongó mientras se acercaban al salón de congresos.
Nosotros, decididos y sin la menor vacilación, nos apresuramos a entrar, ajenos a las miradas curiosas y sorprendidas de los asistentes ante nuestro inusitado aspecto. Una azafata nos colocó unos cascos con audífonos traductores, ya que el doctor Flowers pronunciaría la conferencia en inglés.
Con estudiado empaque, y haciendo alguna reverencia que otra, tomamos asiento en la fila de butacas, adosada a la pared del lateral derecho de la sala, muy próximos a la tarima del confereciante. Pronto descubrimos, sentado en el centro de la primera fila del patio de butacas, el inconfundible rostro de Arthur, con los ojos camuflados tras unas gafas oscuras.
El doctor Flowers comenzó la conferencia y repitió muchas de las ideas, expuestas en la de Salamanca, reforzándolas con nuevos argumentos.
-No me cansaré de repetirlo. Ha llegado el día, soñado por el hombre, desde su aparición sobre la Tierra, en que va a autoproclamarse rey y dominador del universo, al arrebatar el poder -antes reservado a ese ser todopoderoso, a quien nadie ha visto y al que llaman Dios- de crear seres mucho más inteligentes que el hombre y, por añadidura, dotados de conciencia del propio yo.
Es ya una rutina, en determinados puntos del planeta, la fabricación de robots capaces de realizar, con precisión absoluta, tareas y funciones propias de sirvientes, camareros, limpiadores, mecánicos, jardineros, panaderos... e, incluso, de gígolos. Sí, no se rían, ya se hacen robots que saben dar satisfacción sexual bastante mejor que muchos humanos. Y muy pronto se fabricarán, también, robots capaces de realizar tareas más complejas, como las de conductor, piloto, director de orquesta, médico, cirujano, profesor, etc. No estoy fantaseando. Es cuestión de tiempo, de muy poco tiempo. Estamos viviendo ya el amanecer del octavo día. El hombre se ha hecho con las riendas de la creación. Aceptémoslo con orgullo y alegría. Comprendo que a muchos, nostálgicos de mitos trasnochados, les resultarán insoportables y blafemas mis declaraciones. Pero no seré yo, sino la irrefutable evidencia la que se encargará de demostrarlo.
El hombre, desde siempre, ha fabricado instrumentos que realizan efectos inteligentes. Pero lo que en la actualidad queremos construir es el cerebro artificial. Es decir, una máquina -si así quieren llamarla- dotada de vastísima información, de una capacidad razonadora sin precedentes y, lo más sorprendente, de autónoma y consciente como el ser humano.
Además se está trabajando en el enriquecimiento de la inteligencia natural, mediante la inserción de redes neuronales artificiales en el cerebro humano. Con la nanotecnología y microneurocirugía se están consiguiendo portentosos resultados, transformando inteligencias normales, o incluso deficientes, en inteligencias superdotadas.
Pero hay más. En un futuro no muy lejano, se logrará el elixir de la eterna juventud. El hecho del envejecimiento -según se ha demostrado- se debe al desgaste de las células. ¿Y por qué se desgastan las células? Porque a los genes, de los cuales dependen esas células, no se les ha fijado la tarea de controlar y restaurar el desgaste de las mismas. Pero si una red neuronal artificial se encargara de dar la orden a esos genes de restaurar el desgaste de las células que les han sido encomendadas, ellos se ocuparían de mantenerlas en perfectas condiciones. Lo que asegurará la longevidad y juventud indefinida del organismo.
Y como culminaciòn de este apasionante e imparable afán investigador en el campo informático y de la inteligencia artificial, nuestro planeta se transformará en un auténtico edén, donde los seres humanos y los ciber-humanos gozarán de una existencia feliz, dentro de una sociedad armoniosa y pacífica. Ya que los problemas, de cualquier índole, serán previstos y resueltos adecuadamente y con la debida antelación, gracias a los cerebros ciber-sapiens que nos gobernarán. Señores, felicitémonos, porque el sol esplendoroso del octavo día enciende ya de oro nuestro siglo -terminó diciendo el doctor.

Un aplauso unánime atronó la sala durante un largo minuto. El doctor agradeció la ferviente acogida a su discurso, cruzando las manos sobre el pecho y haciendo una leve inclinación de cabeza. Después invitó a los asistentes a manifestar sus comentarios y posibles objecciones.
Rápidamente, Don Quijote se puso de pie, alzó el brazo con la mano extendida, pidiendo la palabra al doctor, lo que provocó una ráfaga de cuchicheos e irónicas miradas hacia nosotros.
-Con mi mayor respeto a vuestra merced, señor doctor, y a este distinguido público, deseo manifestar mi parecer sobre su entusiasmado discurso -comenzó diciendo.
-Adelante, señor, deléitenos escuchando la lengua de Cervantes, tanto, al menos, como nos complace su divertido aspecto y el de sus compañeros -dijo en tono festivo, provocando risas y jocosos comentarios.
-Me regocija y enorgullece -respondió Don Quijote con tono potente y seguro- que mi primer contacto con su merced y con el de su auditorio les haya servido de solaz y divertimiento. En correspondencia debo confesar que, tanto a mí como a los dos amigos que me acompañan, el vernos rodeados de esta pléyade de distinguidos personajes, encorsetados en fúnebres ternos y, sobre todo, el escuchar a su merced tan optimista discurso, ha despertado en nuestros espíritus gran hilaridad, haciéndolos vibrar con tal ímpetu que, de haber sido higueras, habríamos dejado la sala perdida de higos.
(Las explosivas carcajadas del público obligaron a Don Quijote a hacer una pausa).
Tan manifiesta y asombrosa es la capacidad de la inteligencia humana -continuó Don Quijote- que a la vista están, o registradas en los libros, las portentosas obras, descubrimientos y hazañas realizadas por el hombre en el pasado y en el presente, así como los nuevos desafíos que continúa venciendo. Pero esas maravillosas conquistas no dan derecho al hombre a creerse omnipotente y pretender fabricar un robot como el descrito por su merced.
-¿Y en que fundamenta su pesimista aserto, señor del anaranjado smoking? -preguntóle el doctor con despectiva sonrisa.
-En un razonamiento muy sinple -replicó Don Quijote-. ¿Sabe su merced quién es Don Quijote de la Mancha?
-Por favor, no me haga reir. Todos sabemos que se trata del protagonista de la principal obra de Cervantes. ¿Y a qué viene esa estúpida pregunta? -replicó el doctor.
-¿Ve la diferencia? Si esa pregunta se la hubiera hecho al robot, que con tanto bombo preconiza su merced, él se habría limitado a contestar escuetamente y conforme a la información de que disponga. Pero nunca se le ocurriría añadir: "¿Y a qué viene esa estúpida pregunta?" ¿Por qué? Porque una máquina no capta la idea ni la intencionalidad de la pregunta, sino la materialidad del lenguaje. Para captar la idea hay que ser idea, y más aún, sujeto de ideas, lo que presupone tener vida, cosa que no tiene un robot, ni nunca lo tendrá. Aunque también es cierto que no todo sujeto de ideas es capaz de captar la verdad -concluyó Don Quijote, volviéndose a sentar.
-Ruego, señores -dijo el doctor Flowers, guiñando el ojo al público de la sala- comprensión y disculpas para las erráticas declaraciones que acaban de escuchar, las cuales, ciertamente, jamás se le ocurrirían al robot del que he hablado.
A continuación fue Samuel quien se levantó y pidió la palabra.
-Hable, joven, sin embarazo ni cortedad -le animó, jocoso, el doctor-, pues estamos seguros de que sus razones tendrán mejor fortuna que las de su compañero, y que nos deslumbrarán tanto o más que el refulgente oro de su traje, enmarcado en el celeste azul de la capa que le cubre.
-Prefiriría los agasajos al final de mi intervención, si es que los cree oportunos, señor doctor. Por mi parte le adelanto que suscribo, sin omitir coma ni punto, cuanto mi compañero ha manifestado, por las siguientes razones:
Reconozco y aplaudo los portentosos descubrimientos y realizaciones que, cada día, logran la ciencia y la tecnología. Indudablemente, ellas contribuirán al progreso de la humanidad en todos los aspectos que usted ha señalado, y otros muchos que podrían citarse. Pero, cuidado, el dulce vino del éxito puede embriagar las mentes más preclaras y creativas, persuadiéndolas de que conseguirán cuanto se propongan.
Yo y mis compañeros no nos consideramos genios, pero sí poseedores de sentido común y racionalidad suficientes para juzgar descabelladas algunas de las declaraciones que usted ha expuesto en su discurso.
-Bien. Ya veo que usted cabalga en el mismo jumento que su compañero -contestó cáustico el doctor-. Continúe y diviértanos un poco, abusando de la benevolencia del respetable y paciente público.
-Mire, doctor Flowers, que usted, honradamente, quiera defender la quimera con que pretende asombrarnos, allá usted con sus creencias. Pero no trate de convencer a nadie con razones sin fundamento. El hombre más ignorante e, incluso, retrasado mental, tiene conciencia de sí mismo. Una máquina, por el contrario, jamás podrá tenerla, aunque posea en su disco duro toda la información imaginable y cuente con aplicaciones que superen a las distintas facultades del cerebro humano.
La enjundia del yo no está en la mayor o menor información de que disponga, ni en la destreza en resolver problemas, o en improvisar sutiles razonamientos, sino en cosas tan simples como conocer y apreciar, por ejemplo, la sensación del color azul, el aroma de la canela, el éxtasis del amor, la gelidez del odio, etc. Son vivencias de entidad ideal (ya que, en modo alguno, pueden materializarse) propias del yo, ese sujeto personalísimo, cerrado e incomunicable, que poseen algunos seres privilegiados, uno de cuyos requisitos es estar vivo. Un ser que carezca de vida es un ser inerte, incapaz de captar la idea, la cual es vida antes que nada. Y un ser inerte no puede captar la idea de sí mismo.
El científico que sueñe con fabricar un robot consciente de sí mismo, debería, ante todo, investigar y tratar de fabricar un ser vivo, el más simple que prefiera, como pudiera ser un grano de trigo. El día que demuestre, con hechos, que, juntando determinados elementos químicos, ha fabricado un grano de trigo, lo ha sembrado y ha brotado de él una planta que florece y produce espigas de trigo, entonces será cuando podrá forjarse ilusiones de llegar a fabricar un robot de las pretendidas características. Mientras tanto, los robots mo serán otra cosa que máquinas, muy sofisticadas, pero máquinas en definitiva.
-Ya veo que, más o menos, ha venido, usted, a repetir el estribillo de esa cantinela medieval que, tan bien, se han aprendido.
-Pero la cantinela no ha terminado aún, doctor Flowers -intervine yo, mientras tocaba en el brazo a Samuel, pidiéndole me dejara meter baza-. Me parece muy legítimo que cada cual piense, crea y espere lo que le parezca, de acuerdo con las luces de que disponga. Pero, de ninguna de las maneras, es lícito ni justificable perjudicar a nadie invocando las excelencias del fin que pretenda alcanzar, por muy sublime que sea.
-¿Qué insinúa ahora el mosquetero rosado? -dijo el doctor, con evidente inquina.
-Insinúo que el progreso de la ciencia, la tecnología y de todas las ramas del saber, es encomiable, siempre que sea para bien de todos, sin excluir a nadie. Ningún ingenio lo será, si su realización supone perjuicio para alguien.
-¡Ja, ja, ja! No me haga reir -exlamó el doctor, con una sonora carcajada.
-¿De qué extraña galaxia se han descolgado ustedes? ¿No se han enterado de que ya estamos en el siglo veintiuno y que los mitos ya no tienen vigencia en este mundo, afortunadamente? ¿Qué trata usted de decirme, que mis investigaciones y experimentos no son éticos? Por favor, renueven su mentalidad. ¿Quieren explicarme en qué se fundamenta la creencia de que un acto es ético o moralmente bueno o malo?
-En si es o no es conforme a la recta razón -contesté.
-¿Y cuál es la recta razón, eminente lumbrera, la vuestra o la mía? -dijo, apeándonos el usted- Sabed, trasnochados caballeros, que el ser humano, al igual que los demás seres de este mundo, nos regimos por las enseñanzas de nuestra madre la naturaleza. ¿Y qué ética, ni recta razón observa la naturaleza? ¿Cuántos miles de criaturas no mueren o sufren, a diario, las violencias de esa madre sin ética ni entrañas? ¿Dónde está la recta razón en que unos animales se coman a otros; que un terremoto destruya miles de vidas y hogares; y tantas y tantas calamidades como a diario ocurren?
-¿Tan poca imaginación tiene usted, doctor -intervino, nuevamente, Samuel- que le resulte imposible imaginar un mundo en el que todo funcione armoniosamente, sin que nadie ni nada perjudique a ninguno de sus habitantes, gracias a que todos los seres racionales se guían y se someten a un sistema lógico, llamado recta razón, que no es otra cosa que la aplicación de la verdad y la justicia, con absoluto rigor, en nuestras relaciones con los demás y con nosotros mismos, ajenos a lo que el resto de criaturas y elementos de la naturaleza hagan o dejen de hacer.
-¡Preciosa utopía! A ver si va a resultar que sois angelitos del cielo -ironizó el doctor-. Por favor, volveos a vuestra galaxia y dejadnos a los terrestres sacudirnos nuestras pulgas como creamos oportuno.
-¡Bravo! -vitoreó Arthur, saltando del asiento y aplaudiendo frenético, de modo que arrancó un largo aplauso a la concurrencia.
De improviso, Don Quijote se puso de pie y se colocó ante el estrado del doctor, cara al público, con los brazos en alto, rogando silencio:
-¿Aplaudiríais también, si supiérais que un hijo vuestro está secuestrado por el doctor y sus cómplices, para utilizarlo como cobaya en sus experimentos?
Un ¡oooh! de sorpresa, temor y repulsa, recorrió la sala desde la primera a la última fila.
Precipitadamente, Arthur corrió hacia la puerta principal y salió a la explanada. El doctor, sin dejar de observar a Arthur, fue reculando, silencioso, hasta la puerta del foro, por donde hizo mutis y desapareció, ante las sorprendidas miradas del público.
Nosotros -tras despedirnos de los asistentes y agitando las manos con el mayor encanto- corrimos, también, hacia la puerta principal.

Una vez fuera, trotamos hacia la bolavoláptera que, ávida de aventuras, nos aguardaba, impaciente, junto a los madroños.
-¿Os habéis percatado de la maniobra? -preguntó Don Quijote-. En cuanto me han oído lo del secuestro, el doctor y su acólito han salido zumbando, huyendo de la quema, como dos ratas debajo de una falla.
-Sí. Mirad aquella furgoneta negra que sale a la carretera -dije, señalando con la mano-. Es la de Arthur. Seguro que va al refugio alpino con pésimas intenciones, para evitar que la policía descubra el pastel.
-Apresurémonos a llegar antes que ellos -dijo Samuel mirando a Don Quijote.
Don Quijote dio orden a la janua-témporis de llevarnos, con la máxima celeridad, al lugar en que tenían secuestrado a Sergio.
La bolavoláptera, como una saeta sedienta, salió disparada en dirección al escarpado horizonte malva de poniente. Y -salvando valles, ríos y montes agrestes- hicimos, en cinco minutos, un recorrido que, por carretera, se tardarían dos horas.
En el sexto minuto nuestra nave voló a poca altura de un bosque de abetos y otras coníferas, permiténdonos descubrir entre los árboles un camino de tierra que desemboca en la carretera a veinte kilómetros de allí. Los bajos de la bolavoláptera rozaban con las cimas de los árboles, produciendo turbulencias, que movían a Don Quijote a exclamar:
-¿Quién dijo miedo, malandrines? Os podéis esconder, adoptando aspecto de pinos, conejos, monstruos de piedra o molinillos de viento. Os conocemos muy bien. Vamos a desenmascararos y demostraros que la razón y la verdad acaban siempre prevaleciendo sobre la sinrazón y la mentira como el aceite sobre el agua.

De pronto, la bolavoláptera frenó tan brusca e inesperadamente, al borde de un calvero en medio del bosque, que Don Quijote fue a estamparse contra la sutil y cóncava pared de enfrente, seguido de Samuel y de mi cuerpo, de manera que estuvimos unos instantes dominados por un epiléptico vaivén de pared a pared, dejándonos temblorosos y mareados.
-Mirad -dijo Samuel, algo rehecho-. La bolavoláptera ha detenido su trayectoria y empieza a descender en este claro del bosque.
-Me parece que hemos llegado al sitio que buscamos -dije yo, señalando a una grande y pintoresca cabaña de piedra y madera, rodeada de árboles, menos por la parte delantera, ante la que se extendía un hermoso prado.
La bolavoláptera se desvió un poco a la izquierda y se posó entre la fronda, al otro lado de la cabaña.
Aunque ya había anochecido, el resplandor escapado de alguna ventana de la cabaña nos permitió salir de la nave y avanzar entre los árboles hasta el prado, sin tropiezo y con suficiente claridad para apreciar algo del encanto de aquel paraje.
-¿No escucháis una música suave y romántica, no sé si próxima o lejana? -preguntó Don Quijote, algo intrigado.
-Debe de ser -opinó Samuel- el rumor del río que, seguramente, corre por el barranco que bordea a la cabaña, según me ha parecido distinguir cuando descendíamos con la nave.
-Bueno -recalqué con cierto nerviosismo-, estamos ya a pocos metros de la cabaña. Ahí dentro, supongo que deberá de haber algún vigilante. ¿En qué plan actuamos?
-Sin duda alguna -contestó Don Quijote- en el que en cada momento nos vaya marcando la razón.
-Enhorabuena, don Alonso -exclamó Samuel, mientras golpeaba la puerta de la cabaña- ¡Cuánto ha cambiado su merced desde aquellas batallas contra los molinos!
Sentimos el estridente chirrido de un largo cerrojo, accionado tras la puerta. En seguida, se abrió lo suficiente para ver a una hermosa y sonriente muchacha que nos habló algo en una lengua extraña, a la que Samuel correspondió diciendo:
-Buenas noches, señorita, somos amigos del doctor Flowers y hemos sido citados por él. Nos ha rogado que esta noche, a las once, nos reunamos en esta cabaña. ¿Me ha entendido usted?
-Sí. Entendido. Muy entendido. Pasen, pasen -dijo, ampliando la sonrisa en demasía y haciendo con el brazo un movimiento rígido y poco coordinado.

Conforme entramos en la cabaña, el inequívoco sonido de un violín, antes impreciso, nos saludó con los alegres sones de un romántico vals, procedentes de una de las habitaciones interiores."

Y, por hoy, no quiero abusar más de vuestra paciencia, queridos amigos. Dejemos para otro momento la continuación de esta aventura que, tal como estoy barruntando, quizás termine en desventura. Ya veremos. Besos y ¡hasta pronto! Tinterico.


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