El enigma del pinar - (Cap. I)

miércoles, 4 de agosto de 2010

-¿Qué le ocurrirá a nuestro amigo Dunscotiano -pregunta Don Quijote, inquieto, en esta tormentosa mañana con que la primavera se despide- que parece haberse olvidado de nosotros, obligándonos a permanecer en la cabaña de la playa, ociosos y entregados a la vida contemplativa?
-No creo que se haya olvidado -opina Samuel, mientras prepara el café y saca de la alacena unas pastitas-. Conociendo como es nuestro amigo, yo achacaría su aparente olvido a que anda bastante liado, tratando de desenredarse de los enredos interiores en que el pobre se mete sin saber cómo ni por qué.
-Sí, me parece que has dado en el clavo, Samuel -le digo yo, sin dejar de contemplar, a través de la ventana, la lluvia menuda y pertinaz que transforma en paisaje nórdico esta playa sureña, normalmente esplendorosa-. De madrugada se me ha encendido el broche receptor con un e-mail de Dunscotiano, para enviarnos afectuosos saludos y explicarnos el motivo de su prolongado silencio: el haber estado ultimando su novela La extraña venganza de Job, que ahora acaba de publicar en la editorial digital Bubok. Y añade que, libre de esa tarea, promete sacarnos, de inmediato, del dolce far niente en que nos hallamos. Lo que significa que ya estamos metidos en otra aventurilla como quien no quiere la cosa...

-¿Y cuándo leeremos esa novela de tan intrigante título? -pregunta Don Quijote, sentándose a tomar el café.
-Si el tiempo sigue forzándonos, con sus aguaceros, truenos y relámpagos, a permanecer encerrrados, podríamos leerla esta misma noche entrando en internet con mi broche receptor -les propongo.
-Me parece buena idea -aprueba Samuel entusiasmado-. A ver si ese Job nos levanta el ánimo del muermo que amenaza con instalarse en nuestra cabaña.
-Un momento -dice Don Quijote, levantándose del asiento y señalando, a través del ventanuco, a un hombre de mediana edad y de raro aspecto, que camina, bolsa en mano, hablando consigo mismo, indiferente al aguacero que hostiga su espalda desnuda y a las aplastadas olas que invaden la playa, chocando contra sus pies sonámbulos-. Hace ya una semana que lo veo pasar, a estas horas tempranas... ¿Qué hará por aquí? ¿No será una víctima de Cupido?
-Con los tiempos que corren -opina Samuel, observándolo detenidamente- más bien parece una víctima de la crisis.

-Yo he dejado listo mi broche receptor-grabador-transmisor, para que nuestros amigos cibernéticos reciban ya, en vivo y en directo, el relato de esta nueva aventura, que no sé cuánto va a dar de sí. En cualquier caso -como decía aquel filósofo- nada humano debe dejarnos indiferentes. ¿Qué os parece si hacemos algo por averiguar qué problema tiene ese hombre?
-Por supuesto -exclama, retumbante y vehemente, Don Quijote- ¡Hay que actuar ya! Descubramos qué pesares le oprimen o qué penurias le acosan, y prestémosle ayuda urgente, ofreciéndole, al menos, el bálsamo de una palabra amiga y algunos chanquetes de los que hemos atrapado en los corralones esta madrugada.
-¡Un momento! -ruega Samuel levantado la mano- No nos precipitemos y actuemos con método y discreción. Primero tanteemos, de lejos, el percal. Aparte de que, ahora mismo, está cayendo un chaparrón de mil demonios que, si a vosotros no os afecta por ser impermeables, mi quinticentenario esqueleto es muy sensible a la humedad.
-No quiero contrariarte -replico a Samuel- pero pienso que ahora, precisamente, es el momento de demostrarle a ese hombre que siempre hay en el mundo algún buen samaritano dispuesto a ayudar. Además, con algo de talento evitaremos mojarnos.
-No se hable más -contesta Samuel-, sólo quería comprobar el grado de disposición que os anima para emprender esta nueva e ignota aventura. Pongámonos unos monos frescos y dinámicos. Yo me elijo el gris plata, bajo mi capa celeste y voladora, obsequio de Merlín.
-Yo, el tinto de verano -reclama Don Quijote- por aquello del solsticio.
-Pues yo -dije-, para aportar mi granito de arena a la solución de la crisis, aprovecharé un body verde pistacho de Álex que su madre me regaló cuando le devolvimos el niño, de vuelta del mundo de las ideas.
-¡Perfecto! -exclamamos los tres al unísono, apreciando nuestra elegante indumentaria.

Samuel cogió una fiambrera, llena de chanquetes asados. Cubrióse la cabeza con el capuchón de su capa, nos colocó a Don Quijote y a mí en cada uno de los bolsillones de ésta y, cuando el aguacero más arreciaba, dio un saltito de tijereta y se elevó por los aires, avanzando en la misma dirección seguida por el hombre misterioso.
Ya habíamos volado una distancia de tres kilómetros, más o menos, cuando Samuel, con voz y semblante perplejos, nos dice:
-No lo entiendo. En la dirección en que marchaba el extraño paseante no hay más camino transitable que la estrecha franja de playa, entre el mar y la fila de pequeñas dunas. Al otro lado de éstas hay una dilatada zona de arena con arbustos y retamas, que se extiende hasta un reluciente pinar, verde esmeralda, de extraña forma triangular como la quilla de un barco. Partiendo del lado trasero del pinar hay un camino hasta la carretera que se columbra a lo lejos.
-¡Qué curioso! -exclama Don Quijote, observando desde la altura- En el centro del pinar se ve un espacio circular, de unos diez metros de diámetro, libre de árboles, aunque alfombrado de verde césped.
-A ver, a ver -digo, apartando un poco la capa de Samuel- ¿No veis, al otro lado del pinar, un enorme vehículo aparcado junto a los pinos?
-Es cierto -confirma Samuel-, parece una autocaravana.
-Bajemos a inspeccionarla -propone Don Quijote- ahora que el sol se asoma ruboroso entre los oscuros nubarrones, dibujando un precioso arcoiris.
Diligente y mañoso, Samuel desciende rodeando el pinar en espiral y se posa suavemente por el lado de poniente. Rápidos, como tres mosqueteros, doblamos el vértice de la quilla. Don Quijote camina ligero, impertérrito y dispuesto a vérselas con el mismísimo diablo, si preciso fuere. Síguele Samuel, tartera en mano, deslumbrando como una vedette, con los reflejos parpadeantes de las estrellitas de su capa. En último lugar marcho yo hacia la autocaravana, más bien mosqueado que mosquetero. Samuel, no viendo a nadie dentro de la caravana, pregunta a grandes voces y golpea en una de las puertas centrales:
-¿Hay alguien ahí dentro?
Nadie contesta. Samuel, sin quitar el pie izquierdo del estribo de la puerta, apoya el derecho en un estrecho saliente que hay a la misma altura del estribo, justo debajo de una pequeña ventana. Fisgonea en el interior de la autocaravana al tiempo que relaciona cuanto allí descubre:
-No veo ser vivo alguno ahí dentro. Sólo distingo el mobiliario propio de estos carromatos: dos literas, una mesa con taburetes alrededor, una cocina, un fregadero, un armario, una nevera, una lavadora, un baño. Hay un armario con las puertas abiertas y, dentro, se ven numerosas botellas de whiski y otros licores. Sobre la mesa, una barra de pan, una longaniza y varias latas de conserva. Colgando de las paredes hay varias herramientas.
-¿Dónde se habrá metido el hombre? -pregunta Don Quijote- Parece como si hubiera desaparecido por ensalmo. Entremos dentro de este laberinto que, por su aspecto, puede que nos encontremos al minotauro -dice, mientras se introduce, decidido, por el estrecho hueco de dos pinos vecinos.
-¿Qué es para nosotros -curtidos en miles de arriesgadas empresas- un minotauro, sino un insignificante gatito? -dice Samuel, aguantando la risa y siguiendo a Don Quijote.

Por si las moscas, yo entro pegadito a Samuel y mirando receloso en todas las direcciones.
Tropezando y dando topetazos contra los tupidos troncos de los pinos traidores, llegamos hasta el centro del pinar, semejante a un cilindro de verde fronda.

Una estrepitosa y larga carcajada resuena en las alturas:
-¡Ja, ja, ja! ¿Qué andáis buscando, larvas atrevidas y asquerosas? ¿Ni siquiera en este refugio boscoso y aéreo voy a verme libre de la pestilente y rastrera fauna terrestre?
-¡Eeeh! Modere esa diarrea verbal que se le derrama por la boca y no nos obligue a pensar que tiene más de simio arborícola que de ser humano.
-No me toquéis las pelotas, luciérnagas mariconas. ¿Os creéis capaces de subir hasta mi guarida, trepando por el tronco de este pino gigante? Esperad un poco que voy a caerme muerto de risa.
-¡Oye, simpático vecino del ático -le grita Samuel con sorna-, cierra los ojos y cuenta hasta diez. Luego los abres y nos verás ahí contigo.
-No os tiréis pegotes, ni os la deis de magos, que no creo en magias ni en supermanes. Pero, vale, veamos de qué sois capaces -dice el hombre cerrando los ojos y poniéndose a contar-: Uno, dos, tres...
Rápido nos agarramos a la capa de Samuel y ascendemos a toda marcha hasta la plataforma circular de tablas que el hombre había colgado a 20 metros de altura, alrededor de un pino que descuella sobre los demás. Aún no había contado cinco, cuando aparecemos sobre la plataforma, cubierta por una ancha visera de plástico amarillo. Nos sentamos ante él y lo observamos, contando y gesticulando con los ojos cerrados, recostado en una colchoneta neumática, con una botella de whiski entre sus manos.
-¡Y diez! -termina de contar y abre los ojos- ¡Coño! ¿Cómo lo habéis hecho? ¿Sois seres reales o prodigios de esta botella?
-Parece que las atrevidas larvas han corrido más de lo que esperabas, ¿eh? A ver si ahora nos repites los ditirambos con que antes nos piropeabas -le espetó Don Quijote.
-¡Hum! Ya veo que no pertenecéis al ganado común que pulula por ahí abajo. Pero... Un momento -dice, alzando la botella y tomando un generoso trago-. A estas alturas, me importa un carajo lo que penséis, digáis y seáis capaces de hacer. Tengo cuarenta y cuatro años y estoy ya de vuelta de todo. Me da igual que os lancéis contra mí, me cojáis por las manos y los pies, y me precipitéis, pino abajo, para que me despanzurre contra el suelo. Lo mismo me da que os convirtáis en serpientes pitones y os enrosquéis en mi cuerpo. Más bien me hariais un favor, sofocando el pabilo de mi conciencia que aún humea en mí. Maldito mil veces el momento en que nací y malditos la madre y el padre que me trajeron a esta cloaca de la vida. Pensaba que ya lo había gritado bien alto y claro al mundo: "¡Quedaos con vuestra mierda inmensa, olvidadme y dejad que me solace y revuelque en la mía!". Y ahora se os ocurre a vosotros entrar en escena. ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia la cosa. Y por si faltara algo, aparecéis adornados de efectos especiales y malabarismos circenses. ¡No te jode! ¿Sois, acaso, del 112 o de alguna ONG?
-No -le contesta Samuel por los tres-. Más bien somos una especie de coleccionistas de cosas raras y casos perdidos que, si no logramos solucionar, al menos procuramos que sirvan a alguien de escarmiento en cabeza ajena y se cure en salud.
-¿Ah, sí? Pues conmigo vais a perder el tiempo. Reconozco que soy un caso perdido y os anticipo que en mí sólo vais a encontrar despecho y desesperación. Allá vosotros con vuestras buenas intenciones, pero os declaro mi absoluto escepticismo y desprecio a cuanto huela a consideraciones pías o filantrópicas.
Dicho esto se disciplina el gaznate con otro latigazo de whiski, momento que aprovecha Samuel para ponerle ante sus narices la fiambrera destapada, liberando los aromáticos efluvios de los chanquetes.
-Vamos, hombre -le dice, dándole una palmadita en el hombro-, anímate y come un poco de este apetitoso manjar marino. Te aseguro que después verás las cosas de forma más optimista.
-¡Hum, hum! -gruñe el hombre saboreando un puñado de chanquetes que se echa a la boca- Debo reconocer que están buenos los jodíos.
-¡Come, come, amigo, sin cortedad -le anima Don Quijote- porque, como decía mi compañero Sancho "el comer y el rascar sólo hasta empezar".
-Bueno, bueno -dice el hombre, rebajando la voz en un semitono-, quizás haga con vosotros una excepción porque me parecéis diferentes, aunque algo faltuscos. Pero no os hagáis muchas ilusiones.
-Le estamos muy agradecidos, empingorotado señor -le responde Don Quijote-. También nosotros haremos una excepción con vuestra merced y trataremos de preterir las desafortunadas expresiones escapadas de su boca o que se le escapen en el futuro, a las que consideraremos secuelas de un estómago ayuno y una cabeza falta de oxígeno y sobrada de vapores etílicos.
-Bueno -me adelanto yo, viendo que el hombre iba a arremeter contra Don Quijote-, pelillos a la mar y hagamos las debidas presentaciones. Este señor que, con la mayor deferencia, acaba de disculparle, y a pesar de su aspecto de modesto funcionario de hacienda, es nada menos que Don Quijote en versión "sin/con Servantes". Este otro, rubicundo y de juvenil aspecto, con capa de cielo estrellado, se llama Samuel, es de origen judío y posee un curriculum vitae de 500 años. Y quien le habla, luciendo un body alechugado, soy yo, Tinterico, que, aunque jubiladísimo, soy plumilla de profesión siempre en ristre. Residimos en una cabaña cerca de aquí y deseamos mantener con usted correctas relaciones de vecindad que esperamos y deseamos se estrechen día a día, reuniéndonos para celebrar eventos más o menos importantes, tales como un cumpleaños o una onomástica. Por cierto ¿cuándo es la suya?
-¿Mi onomástica? ¡Ja, ja, ja! -se ríe con una sonora carcajada- Ya no me cabe duda de que sois personajes irreales, quizás fantasmas errantes y juguetones. Por eso no me importa confesaros algo de mi azarosa existencia. Mi nombre es Aarón. Según me contaron mis padres adoptivos, yo nací en Madrid en 1967. Mi primer hogar fue un orfanato. ¿Qué os parece? Allí estuve hasta los catorce años en que fui adoptado por ellos, un matrimonio sevillano de cuarenta y tantos años, que carecían de hijos. Él se llamaba Felipe, ella Manuela. Disfrutaban de una gran fortuna. Eran dueños de una importante fábrica de aceites de oliva, y de numerosos olivares, próximos a una cortijada residencial, formada por tres edificios de cegadora blancura, rodeados de un hermoso parque ajardinado, con naranjos y limoneros, y una gran piscina en el centro.

De pronto Aarón hizo una pausa y su semblante pareció ensombrecerse, más aún de lo que ya estaba, que no era poco.
-Vamos, Aarón, toma otro puñadito de chanquetes -le ofreció Samuel.
-¡Basta ya de interrupciones, moscones cargantes! Mis padres adoptivos lo tenían todo, en una época en que la mayoría de la gente, en este país, no tenía nada. Ellos frecuentaban fiestas y reuniones, muchas organizadas por ellos, a las que asistían personajes de gran relevancia: famosos, militares, médicos, profesores, toreros, personalidades del régimen...
-Unos padres fardones, sí señor. ¡Qué suerte la tuya! ¿De qué te quejas entonces? -le pregunto.
-Tranquilo, escribano -me amonesta Aarón con mirada severa- que queda mucha tela por cortar. Mis padres adoptivos tenían, también, entre otras casas, una realmente señorial en Sevilla, cerca del Guadalquivir. Contaba con un precioso patio, decorado con vistosos azulejos, un aljibe en el centro y multitud de arbustos, jardineras y tiestos llenos de flores. A este patio daban las ventanas del despacho en el que Felipe, mi padre adoptivo, dirigía su negocio con la colaboración de su secretaria Elena. Mi madre adoptiva, Doña Manuela, como solían llamarla, era una mujer muy aficionada a los actos sociales y a las tertulias con amigos, en casa, en donde organizaba bailes y juegos entretenidos, algunos bastante atrevidos.... Tenía varias sirvientas a las órdenes de Marcelina, una mujer de cincuenta años, muy recta y apreciada por todos los de casa. ¿Que de qué me quejo? ¿Sabéis lo que es sentir, prácticamente desde que nací, una amargura y una tristeza insuperables?
-Debe de ser terrible -contesta Samuel-. ¿Y por qué esa amargura y tristeza?
-No es normal -continuó Aarón- que un niño de menos de cinco años recuerde hechos, estados de ánimo, frases y momentos vividos a tan corta edad. Yo, en cambio, los reccordaba entonces y los recuerdo ahora como si los hubiera acabado de vivir. Y es que, a esa edad, normalmente, un infante vive feliz y despreocupado, porque confía en las amorosas manos, palabras y besos de sus padres, quienes, pacientemente y con la mayor ternura, le enseñan a vivir y a convivir con los demás. Yo, por el contrario, no tuve la suerte de escuchar la voz cariñosa de mi madre, su risa y su cara alegre ante mis graciosos balbuceos. Lo que recuerdo son las secas y amenazantes prohibiciones de las cuidadoras avinagradas del orfanato. Pronto me di cuenta de que en aquel redil de niños anónimos debía espabilar para que los demás niños, mayores o menores, no me pisaran el terreno ni me mangonearan. Descubrí en seguida que, en este mundo, o devoraba o me devoraban. Suifrí muchos mordiscos y dentelladas -ya fueran con palabras, golpes o demostraciones odiosas- procedentes de otros niños o cuidadores. Por eso, un buen día, recién cumplidos mis siete años, me juré a mí mismo no volver a tolerarlo jamás. Y para asegurarme el éxito, me impuse ejercitar, día y noche, mi mente y todas mis facultades no sólo para evitar que los demás me pisaran, sino para joderlos yo a ellos, utilizando cualquier medio a mi alcance, bueno, malo o indiferente, con tal de que fuera eficaz para lograr mi objetivo.
-Tremendo lo que nos cuentas, amigo -exclamó compasivo Don Quijote-. ¡Qué importante y necesaria es la educación, la buena educación, a lo largo de nuestra existencia, pero sobre todo en la infancia y juventud!
-¿Ah, sí? No me vengas con idealismos quijotescos ni baladas de trompeta -le atajó Aarón-. No hay mejor escuela ni mejor ciencia que lo que la naturaleza nos enseña. Hay que ser duros y violentos como es ella, si quiere uno prosperar y no vivir machacado y pisoteado por los que nos rodean.
Os contaré algo de mi infancia en aquel "caritativo" presidio:
Mis recuerdos más remotos relampaguean en mi mente como dardos encendidos clavados en lo más profundo de mi ser, arrancándome gritos de dolor, rabia y odio contra todo lo que me rodeaba. El edificio del orfanato, de aspecto acuartelado, muros grisáceos, de piedra y hormigón, con sus enormes dependencias, salones, aulas, dormitorios, comedores, habitaciones de monjas y cuidadores, servicios, cocina, patios, huerta y otras instalaciones, no es que se pareciera a un palacio, pero reunía las condiciones básicas para cumplir el fin social al que estaba destinado. En general, el personal cuidador, docente y administrativo, era cumplidor de las normas del establecimiento. De hecho, a muchos de los niños allí recluídos se les veía, si no felices, al menos conformes con su suerte.
Yo no. Desde que tuve conciencia de mí mismo me sentí perdido en un mundo hostil. Como cualquier otro niño, yo pretendía ser el centro del universo. Mas, por el contrario, me daba cuenta de que yo no significaba nada para nadie. Recuerdo, con lacerante nitidez, mi sucesiva estancia en los cuatro pabellones del orfanato, testigos de mi infancia y adolescencia. En aquellos enormes y desabridos dormitorios, con varias filas de camas de tubos pintados de azul marino, había momentos enloquecedodres: niños que lloraban, saltaban en las camas, se pegaban, corrian, mientras las cuidadoras, desesperadas, gritaban histéricas, tratando de imponer orden y disciplina, sin conseguir atender a las necesidades de aquel enjambre.
Comprendí que, en medio de aquella jauría, tenía que aguzar mis sentidos y estar muy despierto y al acecho de posibles amenazas y extorsiones. Tal era mi desconfianza y mosqueo que, cuando conocía por primera vez a algún nuevo compañero o cuidadora, se me pasaba por la cabeza que, más o menos pronto, se pondría en contra mía, despreciándome por mi apariencia feúcha, enclenque, seria, taciturna y acobardada. Y, lamentablemente, los hechos se encargaban, más adelante, de confirmar mis temores. Yo percibía el rechazo de los demás por mi aspecto antipático y actitud nada sociable, lo que acrecentaba mi timidez y, debido a ella, mis bloqueos mentales y enorme dificultad para expresarme correctamente.
A mis siete y oocho años se atrevían a burlarse de mí con bromas y coplillas, como aquella que me cantaban Liborio y Bartolo:
Aarón, Aarón,
pareces un garañón
con orejas de elefante
y boca como un buzón.

Yo me sorbía la rabia y la amargura, incapaz de protestar y defenderme. Les tenía un miedo atroz. En alguna ocasión, sor Leandra, la jefa de cuidadoras, me riñó porque, en lugar de jugar con los demás niños en el patio, me quedaba sentado junto a mi cama, garabateando en un cuaderno. Me sentía triste y ridículo con el babi gris, descolorido y lleno de zurcidos y unas zapatillas rotas. Sor Leandra me llevó hasta el patio, tirándome de la oreja, mientras me amenazaba con dejarme sin comer si me volvía a ver en el dormitorio durante los recreos.
Sor Leandra tenía el aspecto y mala hebra de una mosca molesta: cabeza pequeña y redonda, ojos enrojecidos y saltones; la nariz y la boca confundidas en un apéndice parecido al pico de un mochuelo; y cubierta con un hábito negro verdoso, bajo el que se insinuaba su huesudo esqueleto.
"¿Por qué esta bruja -me preguntaba yo- está siempre espiándome con expresión amenazadora, controlando mis menores movimientos y vigilando mis intentos de hablar o de hacer lo que me parezca?" Al principio no comprendía yo la inquina manifiesta que ella me tenía. ¿Por qué esa frialdad, desprecio o indiferencia conmigo?. En alguna ocasión le escuché despotricar, mientras me volvía la espalda: "¿Qué puede esperarse de unos desgraciados, hijos del pecado? Son unos tarados, abúlicos, degenerados, viciosos... ¡basura!
Aunque yo no entendía aquellas extrañas palabras, sabía muy bien que no eran, precisamente, alabanzas, sino despectivos e injuriosos improperios que hacían sentirme pisoteado y escupitajeado en lo más sensible de mi amor propio; y, lo peor de todo, llegaba a persuadirme de que realmente yo era una basura despreciable. Me sentía indigno de que nadie me quisiera. Me veía feo y detestable, maloliente, defectuoso, lleno de taras mentales, idiota irredimible, gusano asqueroso, sin valor ni fuerza para defenderme ni encararme siquiera con otros niños más pequeños; sin gracia para arrancar una sonrisa a nadie y sin ningún talento para hablar ni para hacer nada con sentido. ¿Cómo y para qué había llegado yo a la vida?
Al mismo tiempo que mi autoestima se hundía, cada día, más profundamente y con mayor rapidez, sentía también alzarse en mi desierto interior gigantescas montañas de odio, rencor, desprecio y asco hacia aquellos seres que me vigilaban y se ufanaban de su gran labor, con sus normas cuartelarias, sus aburridas pláticas, sus hipócritas palabras y demostraciones corteses. Pero mi aversión no sólo la dirigía contra ellos, sino contra todos los residentes.
Poco a poco fui perfeccionando mi arte en disimular, ladinamente, el volcán que bullía dentro de mí. Llegué a sentir un placer indescriptible mientras labraba, de forma minuciosa y artesanal, un odio refinado contra ellos. Me hallara donde me hallara, mi mente no cesaba de imaginar situaciones en las que intervenían personas que me resultaban especialmente odiosas. Yo me refocilaba planeando el procedimiento óptimo para causarles el mayor daño posible, lo que acrecentaba mi autoestima al comprobar que mi imaginario sadismo era, cada día, más refinado y exquisito.
Una noche, aguijoneado por mi sádica obsesión, me sentía tan excitado que me resultaba imposible dormir. Me dediqué a pensar qué putada curiosa se le podría jugar a sor Leandra. Giré un poco la cabeza a la derecha y dirigí la mirada, a través de la mortecina luminosidad de la débil lámpara del techo, hacia el fondo del dormitorio. La habitación de sor Leandra se hallaba al final del corredor central, de los tres en que se dividía el dormitorio, cada uno de ellos con su larga hilera de camas y estrechos armarios individuales anexos. La celda de sor Leandra tenía, en la pared enfrentada al dormitorio y a dos metros del suelo, un ventanuco acristalado, desde el que espiaba a su rebaño. Frente a la puerta de la celda, abierta al centro del corredor, se hallaba el cuarto de baño de la monja. Sobre la puerta de éste había otro ventanuco, de hoja abatible, que sor Leandra solía abrir y colocar en ella la túnica mientras se duchaba.
Aquella noche me asediaba un calor sofocante. Era el mes de julio y, a través de las ventanas, se distinguía un cielo de negros nubarrones tormentosos, recorridos y encendidos por culebrinas y relámpagos. Apenas podía distinguir los rostros de mis durmientes vecinos, no obstante apreciaba los mínimos detalles de las caras y cabezas de Liborio y Bartolo. Liborio, ocupante de la cama a derecha de la mía, debía de soñar un grato sueño que le hacía torcer la boca en una mueca risueña. Tanto él como Bartolo, de cabeza de peonza y cara bobalicona, que dormía en la siguiente cama, eran dos de mis peores enemigos. Dsde la casa cuna, hube de soportar sus estúpidas bromas y chulerías. No sé qué especiales atributos habría descubierto en ellos sor Leandra para distinguirlos como sus favoritos. Por entonces yo tendría ocho años y ellos diez. Mi fantasía se había desbordado como una riada de lava, que arrasaba, con mil lenguas de fuego, todo cuanto me resultaba odioso, creando en mí una energía, hasta entonces desconocida quie me dotaba de una seguridad plena de lograr todo lo que me propusiera.
Serían ya las seis de la mañana cuando oí abrirse la puerta de la celda de sor Leandra. Con los ojos semicerrados la observe detenidamente. Salió cubierta con una parda túnica, sin ceñidor, portando una toalla blanca doblada sobre el antebrazo. En medio del corredor se detuvo un instante y escudriñó con penetrante mirada a su dormido rebaño. Juraría que, durante varios segundos, la detuvo sobre mí. Luego entró en el cuarto de aseo, cerró la puerta y, en seguida, vi asomar, fuera de la estrecha ventanilla, parte de la túnica de la monja. El ligero fluir del agua de la ducha despertó en mi mente una secuencia de imágenes sobre lo que, a continuación, iba a suceder. Me sentí transformado. Era como si mi cerebro se hubiera apoderado de la mente de Liborio y de Bartolo, a quienes veía durmiendo plácidamente. Con todas mis energías y atención concentradas en sus mentes y voluntades, yo les imponía órdenes categóricas de lo que debían realizar de inmediato. De pronto, Liborio y Bartolo saltan de sus camas como autómatas. Los veo caminar con paso firme y seguro, aunque sonámbulos, por el corredor central hacia el cuarto de baño de sor Leandra. Se detienen ante la puerta. Se ponen de puntillas y arrebatan la túnica y toalla de la monja. Luego vuelven por el pasillo central, con ambas prendas desplegadas como banderas, mientras pulsan los interruptores de las luces despertando a todo el personal. Al pasar junto a una de las ventanas que daban a un patio interior, arrojaron la túnica y la toalla sin piedad ni miramiento y, luego, marcharon a sus camas, donde continuaron durmiendo. Fue, entonces, cuando descubrí, asombrado, mi portentoso poder.
Muy pronto escuché, aterrado, el ligero chirrido del pestillo de la puerta del baño, accionado cuidadosamente por la monja. Entreabrí los ojos, procurando no hacer gesto alguno que denotase hallarme despierto. La escena que siguió a continuación fue la más surrealista y gratificante jamás presenciada por mí.
La gran mayoría de los chavales se había despertado y sus ojos convergían, morbosos y risueños, en la puerta del baño, impacientes por ver a Sor Leandra surgiendo de las aguas como una venus desnuda. Abrióse la puerta y apareció la mano y el brazo izquierdos de la monja, los que, instintivamente, colocó sobre sus escurridos senos, mientras que con el otro brazo y mano acudía presta a taparse las pudendas partes, así como algo de su cuerpo lechoso y desnatado.
A pesar de su embarazosa y crítica situación, su mirada colérica y relampagueante, recorría minuciosa el dormitorio, tratando de descubrir al causante de semejante oprobio. Mas no pudo evitar una carcajada urbi et orbi de toda aquella chiquillería, que se prolongó hasta que entró en su celda y cerró con un portazo.
En seguida reapareció, cubierta con el hábito y una larga correa en la mano, dispuesta a azotar a todo el orfanato, si fuera necesario, hasta descubrir al culpable o culpables de aquella ignominia.

-Os juro -amenazó sor Leandra, con el puño que sujetaba la correa- que, si no aparece el autor o los autores de tan malévola fechoría, no descansaré hasta averiguarlo y, entonces, que tiemblen, porque van a desear no haber nacido.
De momento nadie acusó a los autores, a quienes la mayoría de los residentes habían visto llevar a cabo tan osada y divertida maniobra. Todos sabían quiénes habían sido, a excepción de ellos mismos al haber actuado sonámbulos.
Vi el cielo abierto. Había logrado machacar el orgullo de sor Leandra, sintiéndose objeto de burla y del mayor ridículo ante su "rebaño de estúpidos borregos", como ella solía repetir. Y, al mismo tiempo, había asestado un duro golpe en la cresta a esos dos gallitos, Liborio y Bartolo.
Nadie se atrevería a delatar a esos dos fantoches, porque eran mayores (doce años), más fuertes, liantes y dañinos; aparte de que eran los predilectos de sor Leandra que se servía de ellos como de perros pastores. Por esta razón ella se acercó, ligera, hasta sus camas, comprobando que seguían profundamente dormidos. Yo fingí hallarme dormido, pero, en realidad, tenía los ojos lo suficientemente despegados para descubrir que ella me observaba detenidamente. Luego dio un respingo, se volvió de espaldas y marchó a su celda a esperar a que fueran las ocho para despertarnos con el silbato.
Yo aproveché para comprobar si el poder hipnotizador recién experimentado, seguía asistiéndome. Con los ojos semicerrados, distinguía a a otros dos payasetes, Dioni y Floro, que desde siempre se habían deviertido a mi costa, riéndose de mis torpezas. Los veía incorporados en sus camas disfrutando, con sonrisa babeante de hienas, de aquel cuadro circense que yo acababa de improvisar. Centré en ellos mi atención hasta sentir dolor en el cerebro, mientras repetía mentalmente: "Tú, Dioni, y tú, Floro, habéis sido testigos de quiénes han cogido la túnica de sor Leandra y la han arrojado por la ventana. Debéis delatarlos a Sor Leandra, de lo contrario, alguien os delatará a vosotros, como encubridores. ¡Vamos, levantaos ahora mismo y corred a contarlo a Sor Leandra!"
Mi absoluta seguridad en la eficacia de mi orden era tal que me produjo un temblor incontrolable en todo mi cuerpo que fue en aumento al ver cómo Dioni y Floro se deslizaban, a regañadientes, de sus camas, sin dejar de mirarme con expresión aterrada, y se dirigían hacia la celda de sor Leandra.
Sor Leandra había dejado entreabierta la puerta de su celda. Floro y Dioni se detuvieron ante ella indecisos. No sé qué recóndito sentido acústico se me desspertó que, desde mi cama, percibía claramente la conversación de sor Leandra con los dos alucinados delatores.
-Vamos, mastuerzos, pasad -ordenó la monja.
Entraron como dos alucinados y se quedaron mirando a la monja con expresión temerosa y vacilante.
-¿Qué os pasa? ¿Sabéis quién se llevó mi túnica y la arrojó por la ventana?
-Sí. Fueron ellos.
-¿Quiénes son ellos?
-Sí, ellos. Tus amigos.
-¿Mis qué?
-Sí, tus... ayudantes.
-¿Quiénes? ¿Liborio y Bartolo? -sor Leandra apretó los labios con rabia- ¡No, no es posible! ¡Ellos estaban dormidos! A no ser que... -dijo, pensativa, con la mirada clavada en el infinito- ¡Vamos, marchaos! -les ordenó, dando una palmada y empujándolos hasta la puerta, desde la que lanzó una mirada hacia mi cama.

No sé qué hizo después la monja... ¡Ah, sí! Se acercó nerviosa a las camas de Liborio y de Bartolo, los levantó en vilo, zarandeándolos hasta espabilarlos y se encaró con ellos:
-¿Qué habéis hecho, desgraciados? Vosotros, gusanos asquerosos os habéis atrevido a ir hasta los privados aposentos de vuestra regidora, para humillarla y mancillar su honor. Vosotros, bolas de estiércol, ¿óomo habéis osado coger mi túnica y arrojarla por esa ventana, insensatos?
En aquel momento me removí en la cama y abrí los ojos con expresión de asombro, fingiendo que me despertaba.
-Eso acabo yo de soñarlo -se disculpó Libdorio-. Yo no he podido cometer semejante disparate.
-Yo también lo he soñado -manifestó Bartolo-, y estoy seguro de que sólo ha sido eso, un sueño.
-¿Ah, no? Venid conmigo -dijo, agarrando por la oreja a los dos imputados y llevándolos hasta la ventana desde la que habían arrojado la túnica-. ¿Qué es aquello que hay abajo en el patio? ¿Es el manto de la Macarena o la capa de Luis Candelas? Pues no. Es la túnica de sor Leandra, vuestra regidora ¿Y ha volado ella sola hasta ahí abajo? ¡Eh, decidme vosotros Dioni y Floro!
-No. La tiraron ellos, Liborio y Bartolo -confesaron, sin levantar la mirada del suelo.
-No se hable más. Vosotros, Liborio y Bartolo, quedáis castigados a limpiar los servicios y dormitorios, a partir de hoy, durante un mes -concluyó sor Leandra dictando sentencia.

Me regodeé contemplando el desaguisado que acababa de desencadenar. Sí porque, a consecuencia de aquello, las relaciones entre sor Leandra y los cuatro fantasmones, se complicaron y enconaron hasta el punto de que ninguno se fiaba ya de los otros, llegando a temerse y a espiarse unos a otros, de manera que la connivencia y complicidad que antes tenían se trocó en recelo, despecho y ojeriza.

-Perdona que te interrumpa -me decidí a intervenir y cortar el hilo de su prolijo relato, impaciente por conocer a fondo la personalidad, móviles, drama y agonía existencial que, al parecer, bullía en el interior de aquel hombre-. ¿Cuál crees que era tu secreta aspiración, es decir, el motivo radical que te impulsaba a actuar de esa pecular forma tuya, tan diferente a como lo hacían los demás chavales?
-¡Vaya! -contestóle Aarón- Va a resultar que las despreciables larvillas que se han colado en mi guarida, van a ayudarme a deshilvanar, abrir y bucear en el laberinto subterráneo y complejo en el que se esconde mi yo, recomponiendo los fragmentados vestigios que quedan de su caparazón, una de las razones por las que he venido a este pinar.
-¿Por qué será -ironizó Don Quijote- que todo bicho viviente, incluido el hombre, enjuicia y mide a los demás con su propia medida?¿Qué pensarán de nosotros una hormiga, una mosca o un perrito?
-Cuidado -advirtió Samuel- que Toby, nuestro heroico amigo, aunque sea un chuchillo, es más objetivo en sus apreciaciones que muchos humanos. ¿Y por qué haces esa reflexión, amigo Alonso?
-Sencillamente en atención al título de larvas que nos ha otorgado Robín de los Bosques.
-¿Queréis cerrar el pico de una puñetera vez? -gritó encabritado Aarón-Espero que, por lo menos, os haya quedado claro el escondido rencor que yo sentía contra todo lo que me rodeaba.
-No, no es preciso que lo jures ante un notario -reconoció Samuel.
-Pues, aunque no lo parezca, mi mayor odio y aversión no era el que dirigía contra los demás, sino el que siempre sentí y sigo sintiendo contra mí mismo.
-¿Es posible? -le pregunté, exagerando mi sorpresa para animarle a explayarse.
-Así es. Desde que tuve conciencia he venido soportando un sentimiento de descontento y aversión a cuanto constituye mi propia realidad. Nada veía en mí que me satisficiera. Me veía débil, defectuoso, feo, torpe, cobarde, sin gracia alguna, incapaz de expresarme correctamente, muy aprensivo y asustadizo... Y respecto a cualidades y virtudes, me caracterizo no sólo por su ausencia, sino por poseer el vicio opuesto.
-No exageres, hombre -dijo Samuel, tratando de animarlo- ¿cómo vas a ser tan imperfecto? ¿No será que aspiras a un estado de perfección inalcanzable, lo que hace que te sientas infeliz y desgraciado?
-No. Lo que a mí me ocurre es mucho más complejo. Jamás he sido un san Luis Gonzaga, eso lo tengo muy claro. Tampoco he sido un genio, ni siquiera un hombre sensato y normal. ¿Por qué? Porque la naturaleza me lo ha negado. Ella me privó de las cualiddes y circunstancias normales con las que se encuentra la generalidad de los seres humanos al nacer. Yo no.
-Es triste y lamentable lo que nos cuentas, amigo -exclamó Don Quijote, compasivo-, pero no creo que esa naturaleza de la que hablas te haya privado de la libre voluntad de superarte, por muchas cualidades que te haya negado y por muchas dificultades y circunstancias adversas que haya puesto en tu camino.
-No me hagas reir con historietas trasnochadas -replicó Aarón-. ¿Voluntad libre? Eso son espejismos. Sin saber cómo ni por qué, nos movemos y comportamos en la forma y dirección que nos marque la estúpida y aleatoria naturaleza.
-No obstante- le argüí-, has de reconocer y elogiar los evidentes y sabios resultados que esa "estúpida" naturaleza consigue en muchas de sus manifestaciones. ¿Podrías tú explicarnos tales paradojas?
-No lo sé -reconoció Aarón- y no creo que lo sepa ningún ser humano. Es cierto que hay un derroche de genialidad en la naturaleza, pero también de locura e incongruencia. A mí, os lo aseguro, me ha tocado el ramalazo de lo absurdo y demencial.

Hizo una breve pausa y, en seguida, continuó Aarón relatando:

-Escuchadme y juzgar si es normal lo que, desde mi niñez, me ocurre: Por las noches, mientras duermo, sueño que soy una persona, no ya distinta, sino opuesta al Aarón que os he descrito. Durante el sueño me veo físicamente más fuerte y atractivo, dotado de una penetrante inteligencia, gran capacidad razonadora, extraordinaria creatividad, deliciosa fluidez de expresión oral y escrita, apasionamiento por aprender, por las letras, la filosofía, la investigación... Me siento satisfecho conmigo mismo. Me veo libre de complejos, sin miedo a nadie ni a nada. No tengo sentimientos de antipatía, envidia, rencor ni animosidad contra nadie. Me relaciono sin problema alguno con los que me rodean, ya sean vecinos, compañeros de trabajo o personas con las que, ocasionalmente, tengo algún contacto.
Al mismo tiempo que en mi vida -digamos la de estado de vigilia para distinguirla de la otra-, acumulaba malaventuradas y desastrosas experiencias, durante las noches vivía en mis sueños una vida radicalmente opuesta. En ella me sentía querido en el seno de una familia que prodigaba sus demostraciones de cariño en los menores detalles. Me veía crecer y desarrollarme armoniosamente en todas las facetas de mi ser, conquistando cotas difíciles, sorteando dificultades, ganándome a cuantos me rodeaban con mi comportamiento responsable, afable, prudente, constante y tenaz, que me permitió, a mis once años iniciar, feliz y con gran aprovechamiento, el bachillerato.
Se trataba de un fenómeno sorprendente que, sobre todo al principio, sacudía mi espíritu como un terremoto emocional. Con el paso de los años me fui acostumbrando a él. Día a día yo veía desplegarse mi vida como una película a dos bandas. En la de mis sueños yo aparecía como el protagonista bueno, ejemplar, humano, inteligente y triunfador; mientras que en la otra -en ésta que también es vuestra- yo era el protagonista perverso, vicioso, desalmado, maltratador, detestable, perdedor y condenado al fracaso y a la destrucción.
Durante mi jornada perversa, yo no descubría monstruosidad alguna en mi comportamiento, ni sentía necesidad ni deseo alguno de corregir mi trayectoria errática y desatinada. Era en el umbral del sueño cuando mi conciencia caía en un estado de ánimo desesperado y de total abatimiento, al ver reflejado en el agua oscura de la charca cenagosa de mi yo, mi odioso rostro y mi vida abominable. Entonces me asaltaba un atroz remordimiento, una náusea infinita de mi mismo y algo así como un soplo desmayado de arrepentimiento y deseo de transformarme en el ser opouesto al que soy.
Luego me veía caminando, desnudo y desorientado, por una playa solitaria, igual que ésta de aquí, bajo un cielo sin estrellas, detrás de mi propia sombra, proyectada con intermitencias por el haz luminoso del faro que gira, inquietante, a mi espalda en la lejanía.
Mi vacilante y calmoso caminar, al ritmico vaivén de las olas de la orilla, se prolongaba hasta que el cielo se encendía con las luces plateadas de la aurora. Era entonces cuando yo quedaba sobrecogido ante el espectáculo que se me ofrecía, tierra adentro, a un kilómetro de la playa: un pinar triangular como la quilla de un barco, de un verde esmeralda, gradualmente más brillante y reluciente conforme me aproximaba hasta él...

-Extraña y dura experiencia, amigo Aarón -comentó Samuel en la breve pausa que hizo aquél- ¿Y así, hasta cuándo? No creo que hayas permanecido hasta ahora en ese sin vivir.
-¿Hasta cuándo? -Aarón nos miró, pensativo, durante unos segundos- Sí, lo reconozco: en mi malvada vida, la de este lado, ¡ja, ja! hubo un día esplendoroso y prometedor como nunca había vivido. Fue una mañana de primeros de julio, del año 1981. Había cumplido catorce años. Mi situación en el orfanato ya os la he contado. A pesar de mis miedos, bloqueos mentales y demás trabas, conseguí tener a raya a cuantos me rodeaban, incluida sor Leandra. Y no porque, directamente, yo los apabullara con mis palabras o acciones, sino gracias a ese extraño poder mental que, ocasionalmente, me asistía.
Nadie sabía, a ciencia cierta, que yo fuera el causante de una serie de conflictos, alborotos, tiberios y putadas de toda índole que, desde mi laberinto interior, yo maquinaba y desencadenaba a mi antojo en el orfanato, pues toda mi actividad era puramente mental. Pero algún indicio siniestro debieron de captar -especialmente sor Leandra- quizás por la irónica expresión de mi rostro, o por mi aspecto taciturno y solapado, ya que, desde el episodio de la túnica, comencé a observar en mi entorno, miradas recelosas, cuchicheos y una generalizada actitud precavida y huidiza de los demás para conmigo.

Aquella mañana de julio teníamos un largo recreo al aire libre, por ser domingo, en las instalaciones deportivas, situadas junto al parque ajardinado en el que había frondosos árboles, paseos, fuentes y numerosos bancos de piedra.
Mientras los chavales, en su gran mayoría, jugaban al fútbol o a otros juegos, yo entablé conversación con Félix y Paco, dos compañeros de mi curso (octavo de EGB) a fin de sondear sus mentes y tratar de fijar en ellas unos hilos, fuertes como cadenas, para luego moverlos y dirigirlos a mi antojo. Los llevé hasta un banco, colocado bajo un fresco y umbroso castaño, enfrente y a unos cincuenta metros del pabellón donde estaba la sala de visitas. Me senté en medio de ellos y les hice la siguiente pregunta:
-Si en este momento, apareciera ante nosotros el genio de la lámpara de Aladino, dispuesto a concederos el deseo que más apetecierais ¿qué deseo le pediriais se hiciera realidad? Pensadlo y decídmelo al oído, de forma que tú, Paco, no oigas el deseo de Félix, ni tú, Félix, el de Paco.
Paco, un chico corpulento, de aspecto infantil y bastante ingenuo, rápidamente me susurró, entre risas, con su mano en pantalla alrededor de mi oreja:
-Le pediría que, al instante, yo apareciera en la casa, en donde vivan mis padres, ante ellos, y que me abrazaran y besaran.
-Difícil se lo pondrías al genio, Paquito -le dije-. Pero quizás yo pueda ayudarte a alcanzar ese deseo.
-No me digas, ¿Tú podrías?
-¿Tú qué crees? ¡ja, ja, ja? -le contesté.
Félix, pecoso, de pelo anaranjado y revuelto, de mirada despierta y maliciosa, tardó tres minutos en contestarme, que lo hizo agarrándome la cabeza y metiéndome, literalmente, su boca en mi oreja izquierda, mientras emitía un ruido ensordecedor de motosierra:
-¡Brrrain, raín, raín, rarrarrauuunnnn! ¡Bueno -exclamó en voz alta, riendo y dejando de soplarme en la oreja-, no me importa que lo oiga Paco. Yo me conformaría con llegar a ser un juez clarividente, honesto, valiente y trabajador incansable por hacer resplandecer la verdad y la justicia en todo el mundo.
-¡Qué deseo tan raro! -le dije- ¿Y por qué, precisamente, juez de ese talante?
-Porque de ellos depende, fundamentalmente, la buena marcha de los estados y pueblos.
-Para ese viaje no se precisan alforjas, ni genios de lámparas maravillosas -le aseguré-. Ya me encargaré yo de que, por lo menos, juzgues y sentencies a alguno de los que nos han mangoneado.

En éstas estábamos cuando vemos salir al parque, por una de las puertas de acceso a la sala de visitas, a sor Leandra, en animada conversación con un señor y una señora, ya algo mayores, de aspecto y porte distinguidos, muy sonrientes. De pronto, sor Leandra deja de hablarles y con un rápido movimiento de sus enrojecidos ojos castaños y de su afilado mentón, apuntando hacia mí, les indica -no me cabía duda- el objetivo claro de su visita.
-¡Aarón, por favor, acércate un momento! -me llama con un tono de voz y cortesía inusuales en ella.
-¿Quiénes serán ésos y qué querrá la monja? -cuchicheo, por lo bajo, a Paco y a Félix mientras me levanto del banco.
-Suerte, Aarón -me dicen.
-Buenos días -saludo, con la cabeza algo inclinada, al llegar hasta ellos.
-Hola, Aarón -me corresponden los visitantes muy sonrientes, estrechándome él la mano y dándome un beso la señora.
-¿Qué te parece? -me aborda sor Leandra con desconocido regocijo- Ellos son Don Felipe y Doña Manuela, un matrimonio afortunado, a quienes la vida les ha sonreído generosamente y que serían plenamente felices si hubieran tenido un hijo en quien depositar todo su afecto...
Yo los contemplé de hito en hito y escuché a Sor Leandra con una sonrisa que, en ottro momento, habría significado "¡Y a mí qué me cuentas!"
-Sí, muchachito -me dice, muy amable, la señora-, sor Leandra nos ha hablado de tí. Te hemos estado observando desde las ventanas de aquella sala y nos has cautivado. Vemos en tu cara un ángel especial.
Lo inesperado del elogio me hizo enrojecer como un volcán.
-Es cierto -confirma sor Leandra con ironía trituradora-. No pueden imaginarse hasta qué punto es especial.
-Sinceramente, hijo -remachó la señora Manuela-, tanto Felipe, mi marido, como yo, hemos coincidido en esa apreciación, por lo que hemos manifestado a sor Leandra que si, por parte de ella y por la tuya, no hay inconveniente en que te vengas a vivir con nosotros, como hijo adoptado, hoy mismo iniciaremos los trámites para ello.
Aunque yo abrigaba una vaga esperanza de que llegara un día en que me viera libre de aquella cárcel, jamás pude pensar que, de hecho, ese día amanecería.
-Pero... pero...
Fue todo lo que se me ocurrió decir, dando la impresión de que no me alegraba, cosa que sor Leandra en seguida arregló, completando mis ambiguas palabras:
-No te preocupes, hijo -¿De dónde le saldría a sor Leandra semejante efusión tan tierna y maternal?-, la dirección del orfanato está de acuerdo en que estos señores te adopten. ¿No te alegras?
-Sí, claro, es lógico que me alegre -contesté- ¿Y cuándo y a dónde me iría a vivir con ellos?
-Nosotros vivimos en Sevilla -se apresuró Felipe a responder-. Ya verás cuánto va a gustarte todo aquello. Esperamos que el papeleo de la adopción sea rápido. Yo tengo amigos influyentes que me echarán un cable, ¡ja, ja!

Se despidieron de mí como si de hecho fuera ya su hijo. La señora Manuela me volvió a besar y abrazar, con lágrimas en los ojos, cosa que me produjo una risa nerviosa e inoportuna que animó a Felipe a reírse a su vez y a comentar:
-Así me gusta, chiquillo, que se note que te alegra el venirte con nosotros.
Y, realmente, sentí una dicha jamás imaginada, porque nunca soñé que un día pudiera volar de aquella jaula en la que había vivido preso desde que nací.

Tal impacto emocional me produjo aquella visita que, en los pocos días que duró la tramitación de la adopción, observé en mis habituales compañeros, monjas y cuidadores, una amabilidad y simpatía que nunca me habían dedicado, seguramente porque notaron en mi aspecto un cambio sorprendente. Y es que yo pasaba los minutos de espera pensando, ilusionado, que pronto me convertiría en el hombre intachable y triunfador que, noche a noche desde que nací, viví en mis sueños. Pero...



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Más allá de los almendros - (Cap. III y último)

lunes, 15 de febrero de 2010
Queridos amigos:
Aunque con algún retraso, que pudo quedar en un nunca definitivo -según se verá más adelante- por fin puedo transmitiros la crónica del anunciado viaje al mundo de las ideas. Si os animáis, podéis acompañarnos en semejante odisea, ya que hemos logrado que Voz del Tiempo le quite la etiqueta del precio y de la temporalidad, por coincidir con San Valentín y los Carnavales. Allá va.

"Habíamos recorrido ya un breve trecho de 800.000 kms., más o menos, en la vertiginosa nube de Daniel, rumbo al Mundo de las Ideas, cuando nos sorprendió un brusco e inesperado frenazo que nos hizo salir fuera de la nube más allá de una legua. Todo quedó en un susto mayúsculo, gracias a que nuestros pies quedaron solidariamente aferrados al esponjoso suelo de la nube, mientras que el resto de nuestro ser se estiró como un espagueti de goma.


-¿Qué ocurre? -exclamó Don Quijote- ¿Por ventura en el espacio hay, también, señales de stop?
-No -contestó Daniel con voz y talante contrariado-. Es que, de pronto, me he dado cuenta de que el principal motivo de este viaje es demostrar a Mauro, mi compañero de la residencia, el error en que se halla, al asegurar que la realidad se reduce a burda materia sin ninguna otra transcendencia. Por eso debemos volver a la residencia a recogerlo y llevarlo con nosotros al Mundo de las Ideas, para que juzgue con fundamento.
-Volvamos, pues -aceptó voz del Tiempo-, para que Daniel cumpla con su amigo.
-¡Allá vamos! -gritamos al unísono, mientras Álex palmoteaba, dando saltos de un lado a otro de la nube y Daniel resoplaba sobre el cogote pelado de cigüeña de proa de la nube.
En el intermedio de un tic-tac llegamos a la residencia. Nos colamos por la ventana entreabierta de la habitación de Mauro, sorprendiéndolo dormido en su sillón de orejas, arropado con una bata granate a cuadros azules. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo, los ojos cerrados y un libro abierto en su regazo.
Daniel aparcó la nube junto a la cama de Mauro con tal destreza y tacto que éste continuó enfrascado en sus sueños, indiferente a nuestras curiosas miradas y cuchicheos. Luego colocó a Álex sobre la cama, mientras los demás, sin intención alguna de fisgonear, reparábamos en su modesto mobiliario: el armario blanco y empotrado, la mesita de noche, el baño, y un pequeño escritorio con varios libros apilados.
Álex, con traviesa sonrisa, se acercó gateando hasta Mauro y le acarició la cara con su manita. En ese instante Voz del Tiempo alzó los brazos en ampuloso gesto, haciendo desaparecer de nuestra vista aquel escenario, que fue sustituido por el del sueño de Mauro, dentro del cual quedamos envueltos.
-¡Pobre amigo Daniel! -exclama Mauro en su sueño- ¿A dónde fue a parar su fe ciega en el más allá, tras su muerte? Murió, como todos moriremos, y su insignificante ser, como el de cualquier mortal, yace hoy descompuesto en el confuso chapapote de inerte materia, bajo nuestros pies. ¿Qué fueron de sus firmes convicciones en la inmunidad y supervivencia del espíritu? Tonterías. La vida es absurda y no hay que darle más vueltas. Se vive porque sí, porque nacemos para morir y, para eso, hay que vivir una temporada. Pero ¿qué atractivo tiene la vida cuando se llega a viejo? ¡Ay Daniel, iluso! ¿Dónde están tus promesas de llevarme a visitar el "maravilloso mundo de las ideas," como tú decías?
Esforzándonos en no hacer el menor ruido, observábamos a Mauro y escuchábamos sus amargas cuitas. Daniel iba ya a explotar con un ex abrupto que Voz del Tiempo evitó, tapándole la boca.
Repentinamente Mauro entreabrió los ojos y nos miró, asombrado.
-Perdonad si me veis torpe y aturdido -se excusó Mauro-, Daniel me conoce muy bien y sabe que soy muy distinto del que ahora estáis viendo.
-No te preocupes, amigo -le tranquilizó Daniel-, ellos ya te conocen. Saben que eres una persona honrada, generosa y preocupado por conocer la verdad, aunque también saben que eres algo terco.
-Sí, es cierto -respondió Mauro-, me temo que la verdad nunca la conoceremos.
-¿Ah, no? -se apresuró Don Quijote a contestarle- No me sea su merced tan desconfiado y escéptico. Yo, a pesar de que no lo parezca, soy un modesto reflejo del hidalgo Don Quijote de la Mancha. Gracias a ello he llegado a conocer una gran verdad.
-¿Qué verdad? -preguntó Mauro.
-Que, con frecuencia, las apariencias de las personas y de las cosas pueden engañarnos durante mucho tiempo, pero si insistimos, acabaremos desvelando su verdadera entidad.
-¿Don Quijote de la Mancha? ¡Ja, ja, ja! -rióse Mauro- Entonces ya habrás descubierto que los famosos gigantes no eran otra cosa que molinos de viento y que Dulcinea...
-¡Eeeeh! ¿Qué tienes que decir de Dulcinea? ¡Ojo, que aunque me veas vestido de amarillo no soy un capullo de seda! Dulcinea ha sido, es y será siempre una diosa jamás contaminada por el aliento de la vil materia.
-¡Hermosa sierra y hermoso día para emprender tan prometedor viaje! -exclamó Samuel, tratando de desviar la conversación a otro asunto menos espinoso.
-Sí -dijo Voz del Tiempo-. Acomodémonos en la acogedora nube de Daniel, y dejemos que él nos conduzca a ese maravilloso mundo.
-¡Un momento! ¿Y mi bisnieto? ¿Dónde está Álex? -preguntó Daniel, barriendo con nerviosa mirada la habitación.
-¡Álex! -gritamos todos con evidente inquietud.
Yo salté de la cama, mostrando al aire mis desnudas canillas bajo los perniles del mono rosa, que últimamente me ha encogido un poco, lo reconozco. Miré debajo de la cama y de la mesa.
-¿Dónde está Álex? -repetía Daniel, cada vez más alarmado.
Entré en el baño. Tampoco estaba allí. Abrí el armario, esperando encontrármelo dentro, comiendo bombones de Mauro. Pero no, ni rastro de Álex.
-¡Ji, ji, ji! -rióse Mauro, con patente complicidad.
-¡Vamos, Mauro, ya está bien de bromas! ¿Dónde está el niño? -suplicó Daniel con preocupado semblante.
Mauro dirigió su mirada a uno de los libros de la mesa de escritorio y habló con uno de ellos:
-Ya ves, Hoffmann, Daniel y sus amigos están impacientes. Dile al gato Murr que no entretenga más al niño y lo deje salir. Aparte de que tus historias son terroríficas y Álex se va a asustar.
El libro, obediente, se abrió justo por la mitad del cuento del gato. Álex apareció diminuto, riéndose, mientras corría y resbalaba sobre las letras de un largo marramamiau. Me acerqué hasta él y en seguida recobró su aspecto normal. Lo tomé en brazos y lo llevé a la nube. Daniel le hizo una caricia y lo colocó en el centro de la nube, para que estuviera vigilado por todos nosotros, sentados a su alrededor. Después palmoteó la cabeza de cigüeña de proa, que levantó el pico como un gallo madrugador, y la nube se lanzó por los aires cual un meteorito endiablado. En no más de medio segundo rebasó la sierra de los almendros, los montes de Toledo, la cornisa cántabra y la cara oculta de la Luna. Con sardónica sonrisa, Daniel oteaba el espacio, imprimiendo más y más celeridad a la nube, seguro y confiado del rumbo fijado en su majín.
No sé cuántas galaxias atravesaríamos en cosa de pocos minutos, lo cierto es que pasamos tan cerca de la nebulosa del Sombrero que poco faltó para que la nube se estampara con una de sus esquinas.
-Oye, Daniel -le susurró Don Quijote-, ¿estás seguro de que, por aquí, se va al mundo de las ideas?
-¿Por qué lo dices?
-Porque me ha parecido leer sobre un poste un cartel indicando: "Fin del universo".
-No me sea pardillo, don Alonso. Me conozco estos andurriales como la palma de mi mano.
-Yo también opino como Don Quijote -dijo Samuel, abriendo los ojos como platos y moviendo la cabeza en giros de 360º, en diferentes y sucesivos planos-. No se ve más que densa oscuridad, se mire hacia donde se mire. ¿Qué opina el experto Voz del Tiempo?
-Hombre, sobre el tiempo puedo asegurar que estamos haciendo un viaje super rápido, pero en cuanto al espacio estoy tan desorientado como vosotros.
-¿No decía Einstein que el espacio es curvo? -preguntó Mauro.
-Sí, eso decía don Alberto -corroboré yo, por decir algo.
-Pues, la verdad es que nos hemos salido por la tangente del universo y vamos, más derechos que una vela, no sé hacia donde.
-No os fiéis nunca de las apariencias -sentenció Voz del Tiempo.

De pronto Álex se puso a dar botes en medio de la nube, mientras daba palmitas, reía y hacía gorgoritos.
-¡Me estáis poniendo nervioso -protestó Daniel-. Los mayores con vuestros comentarios y el nene con sus risitas extemporáneas! ¿Vosotros no os habéis despistado alguna vez?
-Hombre -repuso Mauro-, no es lo mismo extraviarse en el Rastro madrileño que más allá de la galaxia del Sombrero.
-¿Qué os parece si recurrimos a la janua témporis de Don Quijote? -sugerí.
-Creo que es buena idea -dijo Samuel-. Hasta ahora siempre ha funcionado a pedir de boca. ¿Probamos?
-No se hable más -exclamó Don Quijote, tomando entre sus dedos la janua-témporis y pronunciando la siguiente orden: "Precisamos y te pedimos, preciosa y caritativa joya, que nos conduzcas rauda y sin garbeos turísticos al Mundo de las Ideas, prístino aunque errado objetivo de Daniel."

Al instante la nube, con nosotros encima, ascendió en vertical como succionada por una inmensa boca invisible y fantástica, mientras veíamos el universo empequeñecerse bajo nuestros pies. Daniel, nos miró con aire contrariado y no poco mosqueado. Mauro, tratando de animarlo le preguntó:
-Entonces, Daniel, desde que te marchaste de la residencia ¿dónde has estado y a qué te has dedicado? Esto no me cuadra. Yo, como todo el mundo más o menos, estaba convencido de que, una vez muerto, uno se convertía en el puto polvo de que estamos hechos.
-Pues, ya ves, Mauro, te voy ganando tres a cero, por lo menos. Desde que dejé la residencia he permanecido dentro de nuestro universo, en un astro bastante cercano a la Tierra, del que no os quiero dar más detalles porque luego se enteran los científicos y no os van a dejar en paz con sus entrevistas, experimentos, tesis doctorales, etc. Como yo hay muchos procedentes de la Tierra. Allí me he encontrado con algunos familiares, amigos y conocidos. Según se rumorea por allí, aquella estancia es temporal, como ocurre en la Tierra, sólo que en aquel astro se vive beatíficamente, sin los sobresaltos, miedos ni preocupaciones de ésta. Como podéis suponer, allí estamos sólo con el espíritu mondo y lirondo, aunque sigamos conservando la apariencia humana y los rasgos personales que tuvimos en la Tierra, eso sí algo retocados.
-Es cierto, Daniel -reconoció Mauro-, ahora te veo más joven y guapo, pero, no sé, hay algo que confunde mi mente. ¿No estaré soñando? porque yo sigo convencido de que, digas lo que digas, el mundo no es más que materia.
-¡Y vuelta el burro al trigo! Mauro, eres más duro de mollera que la sierra de Gredos.
Mientras Daniel así le hablaba, Álex gateó por detrás de Mauro, escaló hasta sus hombros, se sentó a horcajadas y repiqueteó en su cabeza como si fuera un tambor, provocando una estrepitosa y unánime carcajada en el momento en que nuestra nube chocaba contra una pantalla invisible: ¡Clin, clan, cloooon!
-¿Qué ha pasado? -preguntó Daniel, alarmado.
-No sé -dijo Samuel-, juraría que hemos chocado contra otro universo. Y puede que, por efecto mariposón, se produzca más de un sunami.
-Así es -afirmó Voz del Tiempo-. Acabamos de atravesar la membrana del Mundo de las Ideas.
-Algo dura para ser idea ¿no? -comentó irónico Mauro.
Álex palmoteaba y saltaba en la nube.
-¡Ooooh! ¡Qué preciosidad! -exclamó Daniel, alzando los brazos, mientras la nubecilla flotaba como una blanda pluma de cisne en el éter rosado y virginal del Mundo de las Ideas.
-Pero... ¿no es eso la Mancha? -exclamó Don Quijote, observando las relucientes hojas y pámpanos de los viñedos que, desde nuestra altura, parecían un fantástico cuadro recién pintado.
-¡Qué curioso! -añadió, a su vez, Samuel- No digo que sea la Mancha, pero sí un paisaje similar al de nuestra Tierra, aunque bastante sublimado. ¿No habrá fallado la janua-témporis, como en el viaje que hicimos a la ciudad de la muralla?
-Imposible -mantuvo Don Quijote-. La janua-temporis no falla nunca. Podría haber fallado la formulación de mi orden. Mas todos la habéis escuchado. ¿No fue correcta acaso?
-Sin duda alguna -reconocí-. Su formulación fue impecable. Mejor será que no anticipemos acontecimientos.
-¡Ja, ja, ja! Ya veremos cómo acaba el viajecito -auguró Mauro con sombría sorna.
-¡Vaya, vaya! -comenté yo con cierta guasa- No cabe duda de que la nube obedece puntualmente el impulso de la janua-témporis. Ahora estamos sobrevolando Cuenca. Mirad las casas colgadas...
-¡Esto no puede ser! -exclamaba Daniel con creciente enfado.
-Paciencia, amigo -trató Samuel de calmarlo-, ya nos explicará alguien el sentido de este aparente desacierto.
-Por lo que se ve -dije, mientras admirábamos la orografía, vegetación y paisaje, bastante familiares- la nube no tiene, por ahora, intención de aterrizar en España, ya que nos estamos saliendo de la piel de toro, y por la puerta grande de Valencia.
-Sí, sí -continuó Samuel-, y ahora pasamos por encima de las Baleares... de Génova.. de Venecia... de... ¡La nube está perdiendo altura, peligrosamente!
-¡Haz algo, Daniel -clamó Mauro, alarmado-, si no quieres que tu nube y lo que queda de nosotros se despachurre contra las peñas de ese monte!
-¡La nube no me obedece, Mauro! ¡A ver si a usted, hombre del tiempo, se le ocurre algún remedio! -gritó Daniel, al borde de un zamacuco.
-Por lo que se refiere a puntualidad, el servicio es de lo más esmerado -puntualizó Voz del Tiempo-. Vamos a llegar tres horas y media antes de lo previsto.
-Por supuesto -felicitóse Don Quijote-. ¿A qué vienen, señores, esas congojas nacidas de la pusilanimidad y de la desconfianza en mi janua-témporis? Ella sabe muy bien cómo y a dónde debe conducirnos, incólumes y victoriosos.
-¡Huuuy, qué poco ha faltado para llevarnos por delante a esa bandada de angelotes! -gritó Daniel.
-¿Angelotes? ¡Pero si son eros y psiqués! -exclamó Mauro, observándolos- Y ésos que trotan por la verde ladera ¡son centauros! ¿Qué es esto?
-Juraría que es el Monte Olimpo -aventuré yo.
-Je, je, je, -rióse, enigmático, Voz del Tiempo.
-¡Patapata, patapita, bodobodi, buaaaah! -balbuceó Álex, con todas sus fuerzas, señalando a un grupo de cobrizas amazonas que corrían, a caballo, perseguidas por un musculoso guerrero que empuñaba una jabalina.
-Pero ¿a dónde nos habéis traído? -protestó Mauro- Más que mundo de las ideas, yo diría que es el de la Grecia clásica.
-Es cierto -asintió Samuel-. Hemos dejado el Olimpo y, ahora, mirad ahí abajo en esa hermosa pradera salpicada de florecillas, junto al cristalino arroyo, cómo retozan los faunos con las ninfas desnudas, mientras cantan y tocan las zampoñas esos pastores. ¿No es esto la Arcadia?
-Ibiza, desde luego, no es -ironizó Mauro-, pero me está empezando a gustar el viaje, Daniel, tanto como a Álex que no pierde ojo a las mozas que desde aquí se divisan. ¡Será precoz el niño!
-Ya te dije que te gustaría. Y eso que acabamos de iniciarlo. Y qué temperatura tan buena. Parece que estuviéramos en verano.
-¿De qué año? -preguntó Mauro.
-Aunque no lo parezca, aquí estamos fuera del tiempo -precisó Voz del Tiempo.
-No me digas. Y yo que pensaba que aquí se hallaban en el siglo IV antes de Cristo.
-En seguida lo vamos a comprobar -dijo Samuel, viendo que la nube iniciaba el descenso, en amplios giros, sobre una extensa zona de copiosa y variada vegetación, al norte y oeste de una gran ciudad, que al este y sur, por el contrario, linda con el mar.

Conforme descendíamos, descubrimos numerosas villas de recreo, diseminadas por la campiña en las afueras de la ciudad. De ésta distinguíamos sus geométricas calles y plazas, así como sus artísticos edificios y monumentos. No veíamos qué relación guardaba todo aquello con el mundo de las ideas. De momento, era un verde y florido prado, bordeado por un arroyo impoluto y cantarino, el bello paraje que iba acogernos. Francamente aquello se parecía mucho a nuestra Tierra, aunque con un brillo como de recién estrenada. Ya esperábamos posarnos sobre la mullida hierba, cuando la nube caprichosa, a pocos metros del suelo, planeó y nos llevó hasta un recinto acotado por un muro de ciclópeos sillares de piedra. La nube traspasó la arquitrabada puerta y fue a posarse sobre el césped, en la zona más elevada de aquel parque, junto a una artística fuente de blanco mármol. Sobre el pilón se alzaba una sonriente venus desnuda, que inclinaba el ánfora, de la que manaba, sin pausa, un reluciente chorro de agua.
Dejamos la nube discretamente aparcada entre la fuente y unos arbustos de brillantes hojas y aromáticos frutos anaranjados, parecidos a madroños. Bajamos, por la escalinata central, hasta un nivel inferior del parque. Era un delicioso jardín cuyos árboles y arbustos florecidos rodeaban un estanque, alimentado por el agua de la venus, en el que nadaban y jugaban varios cisnes de níveo plumaje.
A pocos metros del estanque, sentados en un poyete de piedra, bajo una pérgola cubierta con enredaderas de azuladas campanillas, se hallaban tres jóvenes tañendo diversos instrumentos músicos, a cuyo ritmo danzaban cuatro muchachas, ataviadas con ligeros vestidos veraniegos, sobre un círculo de pétalos de rosa.
Nosotros nos habíamos detenido a pocos metros del grupo, admirando su arte. Daniel llevaba en brazos al pequeño Álex cuando, repentinamente, vemos que el niño se desprende de los brazos de aquél, salta al césped y, en pocos segundos, observamos que su cuerpo, así como su atuendo vaquero, crece transformándose en un apuesto joven.
-¿Válgame Dios, qué es esto? -exclamó Daniel, asombrado como todos nosotros.
Álex, ajeno a aquella súbita transformación, miró atento a las chicas y gritó:
-¡Xalia!, ¡Xalia querida!
Detuvieron su actuación y nos miraron curiosos. Una preciosa jovencita, algo pecosa y de encendida melena, alzó sus brazos desnudos y, con radiante expresión de sorpresa y alegría, clavó su verde mirada en la de Álex.
-¡Álex, amigo! ¿Cómo tú por aquí? -dijo acercándose hasta él y besándolo- ¿Y éstos que te acompañan quiénes son? ¿De dónde venís?
Los demás chicos y chicas en seguida reaccionaron y se pusieron a cuchichear entre ellos, mostrándose educadamente ajenos a nuestra innesperada aparición.
-Xalia, si te soy sincero, ni yo mismo sé cómo he vuelto aquí de nuevo -trató de explicar Álex, con su recién estrenada voz y porte juveniles-. De hecho, durante mi corta estancia en la Tierra no he recordado nada de mi paso por este mundo de las ideas. Es ahora cuando me estoy acordando de que aquí estuve una buena temporada, aprendiendo y asimilando los significados y energías de las nobles ideas, como todos los que salen del Logos Supremo con destino a otros mundos.
-¿Y cómo fue tu nacimiento en la Tierra? -preguntóle Xalia, curiosa- Debió de ser una experiencia maravillosa.
-Maravillosa e increíble -comenzó Álex a explicarle-. Llegué a la Tierra y, sin saber cómo, me sentí dentro del dulce seno de mi querida madre. Al cabo de un tiempo salí fuera, entrando a formar parte de una familia que me quiere y me mima. ¿Por qué he vuelto aquí? Porque mi bisabuelo, este señor de pelo blanco y encrespado, con cara algo gruñona -le susurró con voz imperceptible para Daniel-, ha conseguido traernos en una nube a mí y a estos amigos, gracias a las artimañas aprendidas en su larga y pícara vida en la Tierra.
-Fantástico, Álex. Si fuera posible sentir envidia -cosa que en este mundo de las ideas no lo es- me gustaría decirte que envidio tu suerte.
-Un poquito de paciencia, Xalia -aconsejóle Álex- . Supongo que ya pronto te corresponderá nacer allí...
-Justamente dentro de seis meses y trece días terrestres -precisó Voz del Tiempo.
-¡Si tuviera la suerte de nacer cerca de donde tú vives, Álex, y allí volviéramos a hacernos amigos...! -dijo Xalia con un imperceptible suspiro.
-Perdonad mi intromisión -interrumpió Voz del Tiempo, alisándose las largas hebras de su barba-. Me temo que, aunque así fuera, no recordaríais que aquí fuisteis amigos.
-¿Quién sabe? -susurró Álex, adentrando su mirada en el verde mar de los ojos de Xalia.
-¡No os preocupéis, muchachos! -les animó Don Quijote- Aunque sea cierto lo que afirma este señor aguafiestas, para algo estoy yo, que grabo a fuego en mi memoria lo vivido con amor, como es la emotiva escena que acabamos de presenciar.
-¿Y a qué se debe vuestro interés en visitar este mundo? -preguntó Xalia.
-Ante todo porque los seres humanos somos muy curiosos -aclaró Samuel.
-Eso está bien -comentó Xalia-. Según nos enseñan aquí, la curiosidad es una de las ideas positivas que debemos alimentar y ejercitar constantemente.
-Bueno, bueno, dejad las glosas y corolarios para ratos en que estemos más ociosos -refunfuñó Daniel-. El verdadero motivo ha sido para que mi amigo Mauro se convenza de que la realidad no es como él cree que es. También para que mi bisnieto lo tenga claro en la vida y se tome las cosas en ella con la filosofía que entona, no con la que deprime que, además de mala, es falsa.
-¡Alto ahi, compañero! -cortóle rápido Mauro- Por lo que veo y oigo, tú sabes de este país de las maravillas tanto como del terrestre, pues ya no perteneces ni a éste ni a aquél. Yo de lo que estoy convencido es de que no hay más realidad que la que capta mi mente a través de mis sentidos y que, por supuesto, es burda materia. Lo que ahora estoy percibiendo estoy seguro de que es chiribiteo de mi mente, puro sueño. Ya os lo demostraré cuando despierte.
-Ya ves, querida amiga de Álex -comentó irónico Daniel-, qué ejemplares te vas a encontrar en la Tierra. Procura hacer buen acopio de paciencia...
-¡Vamos, Daniel! -rogóle Samuel- No desanimes a los muchachos. Ya tendrán tiempo para descifrar el jeroglífico que allí se encontrarán.
-¿Quién puede mostrarnos y explicarnos algo de este mundo de las ideas? -pregunté, bastante azorado, ante la desnudante mirada de Xalia.
-Yo os puedo acompañar en vuestra visita -dijo Xalia-. Pero será Aristocles, el responsable de la Arconta, quien os dé cumplida información sobre este mundo.
-¿Aristocles? -preguntó Mauro- Me suena ese nombre.
-Os voy a revelar un secretillo -dijo Xalia con cierta circunspección-. Aristocles fue un eminente filósofo en su paso por la Tierra. En consideración a sus muchas horas de reflexión y atinadas conclusiones, cuando abandonó aquel mundo fue destinado a éste de las ideas, como responsable e informador de la Arconta, es decir de la ciudadela en que se halla el observatorio, la escuela, el teatro, el templo, el ágape, el politeion, el galactario, etc.
-¿Y a qué hora y dónde podríamos ver a Aristocles? -preguntó Daniel impaciente.
-Él suele hallarse en la Arconta, en alguno de los centros mencionados, para atender y aleccionar a los que se preparan para ir a la Tierra.
-¿Y esa Arconta está muy lejos de aquí? -volvió a preguntar Daniel- Lo digo porque pienso que con mi nube llegaremos antes.
-Aquí, amigo, el tiempo no corre -sentenció Voz del Tiempo.
-Corra o no corra el tiempo -sostuvo Don Quijote, mirando a Voz del Tiempo y con la mano en alto- estoy seguro de que, con la nube de Daniel y mi janua-témporis, llegaremos rápido y a pedir de boca a donde haya que ir.
Xalia nos hizo una leve reverencia y se acercó a decirles algo a sus amigos, a la par que señalaba hacia nosotros. Los chicos movían la cabeza asintiendo y, en seguida, se despidieron de ella con gestos afectuosos.

Después, acompañados de Xalia, subimos hasta la fuente de la venus y entramos en la nube que se puso en marcha, luego que Don Quijote dio órdenes a la janua-témporis de llevarnos ante Aristocles, a paso moderado y a una cuarta sobre el terreno.
-Supongo que desde esta nube, habréis observado algo de los espléndidos parajes e instalaciones del mundo de las ideas -manifestó Xalia, extendiendo el brazo de un lado a otro del fantástico panorama que se ofrecía a nuestros ojos.
-Sí, desde luego -confirmó Samuel-, y nos ha sorprendido también el gran parecido que tiene con la Tierra.
-Claro -trató de explicar Xalia-, eso es debido a que, a los terrícolas, las realidades de aquí se os representan con apariencias que podáis entender. Por ejemplo, ¿cómo me veis a mi?
-Como una auténtica diosa -respondió rápido Don Quijote-, o como la venus de Milo pero con los brazos enteros.
-Gracias, galante caballero -contestó Xalia-, pero habéis de saber que el aspecto, digamos exterior o corpóreo de mi persona, es pura ilusión. No es más que un juego de luces que nos permite adoptar la apariencia que tendremos en la Tierra.
-Y quiénes son los agraciados que ocupan esas bonitas y acogedoras villas que vemos diseminadas, por doquier, de mar a mar y desde el Olimpo a la ciudadela? -preguntó Mauro.
-Bien... -dijo Xalia y continuó tras una pausa-: Os adelantaré algo de lo que Aristocles os informará con mayor precisión. Las psiqués destinadas a nacer en la Tierra tienen primero que permanecer en el mundo de las ideas, durante un tiempo, dedicadas a la asimilación de aquéllas y al enriquecimiento del yo con su virtud o energía. Procedentes del Supremo Logos llegan las psiqués, mondas y lirondas, puras conciencias sin ninguna otra añadidura, pero, eso sí, con las fauces de sus muchas capacidades, abiertas y hambrientas. Sobre la cumbre de aquel monte lejano -dijo, señalando al Monte Olimpo- hay una explanada cubierta de mullido césped, salpicado de exóticas florecillas. Durante las mágicas noches, el cielo se abre, dejando caer sobre aquélla un rocío deslumbrante como diminutas perlas. Al alba, el césped se transforma en un manto rosa en el que destacan unas motitas blancas como copos de nieve. Cuando el sol se asoma por el horizonte, sale del templo hacia la cumbre del Monte Olimpo un albo caballo alado, montado por una hermosa vestal que aprieta contra su pecho una cegadora copa de oro.
La vestal recoge las motitas de nieve y las deposita en la copa. Luego vuelve en el caballo alado y entrega la copa en el galactario. Allí las pequeñas psiqués son alimentadas por las nobles ideas hasta que alcanzan su pleno desarrollo, pasando entonces a residir con otros amigos en una de las confortables villas de recreo que hemos contemplado.

Conforme nos aproximábamos a la ciudad, encontrábamos a nuestro paso muchas de esas villas. Sus moradores salían a la puerta o se asomaban por las ventanas para vernos pasar. Nuestros aspectos deberían resultarles extravagantes a juzgar por sus aspavientos.
Sentados en las blandas ondulaciones de la nube, avanzábamos henchidos de una paz total, aunque ávidos por captar los más insignificantes detalles de aquel maravilloso mundo.
-Mirad cómo relucen esos muros de ambarino aspecto -observó entusiasmado Samuel- y ese arco, pura filigrana de oro y hebras de plata.
-Son los muros y la puerta de entrada a la Arconta -explica Xalia.
-¿Qué te parece, Mauro? -le pregunta Daniel, palmoteándole en la espalda.
-Una bonita vista, como de postal turística.
-¡Mirad, mirad! -exclama Don Quijote, poniéndose de pie, para contemplar mejor la esplendorosa plaza, rodeada de bellísimos edificios, aparentemente fabricados de exóticos materiales y derrochando exquisita imaginación.
-Sí -dijo Xalia, sin dejar de acariciar la mano de Álex, sentado a su lado. Esta plaza es el lugar de reunión, por excelencia, de los moradores de este mundo. Está solitaria porque, ahora, cada cual está realizando, en esos centros que veis alrededor, las tareas que le correspondan.
-¿Os habéis fijado qué lustrosa blancura y brillo despide el pavimento de la plaza? -alabó, Daniel, entusiasmado y manoteando la cabeza de cigüeña de la nube- ¡Vamos, nubecita, patina un poco, para que vean qué cosas sabes hacer!
La nube, picada en su amor propio, se dejó caer sobre el pulido pavimento y se deslizó por él, llegando en dos segundos a la puerta del observatorio que, afortunadamente, estaba abierta de par en par en aquel momento. Gracias a que los diligentes guardianes, percatados de nuestra inminente y triunfal entrada, descorrieron el primer cortinaje y corrieron el segundo, quedamos acunados en un delicioso vaivén entre cortina y cortina, evitando que impactáramos contra alguna columna.
Rápidamente, las azafatas nos ayudaron a bajar de la nube, nos condujeron a la sala de recepciones y nos invitaron a sentarnos en un aterciopelado diván rojo, precedido de una larga mesita de plata, sobre la que había nueve tazas y nueve grandes copas de versátil color, según incidan unos u otros rayos de sol a través de las ventanas de la cilíndrica sala.
Frente a nosotros, al otro lado de la mesa, había, también, un sillón rojo.
Algo nerviosos con la espera, Daniel y Mauro habían iniciado un duelo de carraspeos, mientras que los demás intercambiábamos miradas interrogantes o contemplábamos el surtidor de la fuentecilla, a un lado de la sala, que impregnaba el ambiente de suaves fragancias.
Una cascada de arpegios pianísticos estalló en la cúpula del observatorio, precipitándose por el tobogán adosado a la curvada pared. Fue entonces cuando descubrimos que tras los arpegios se deslizaba un venerable señor de grisácea melena y túnica pajiza. En seguida, las azafatas se acercaron a recibirlo. Nosotros nos pusimos firmes como reclutas ante un general. El señor avanzó hasta el sillón. Nos miró con sus ojos cenicientos, esbozó una sonrisa y nos invitó a sentarnos.
-Bien, señores -comenzó diciendo-, como ya os habrá explicado Xalia, yo soy Aristocles, responsable de esta ciudadela. Estoy enterado de vuestra odisea y de cómo os habéis colado en este mundo que llamáis de las Ideas.
-Yo... es que... -balbuceó Daniel- dejé no hace mucho la Tierra...
-Dos años y nueve meses terrestres, justamente -precisó Voz del Tiempo-, señor Aristocles.
-Sí. Desde entonces -continuó Daniel- andaba yo ocioso en la región de espera de destino, jugando en sus verdes praderas a la petanca, al mus o aprendiendo a tocar la gaita de un compañero gallego. Además ocurrió el nacimiento de mi bisnieto, este mozo que, aunque ves tan espigado, sólo tiene diez meses... Por otro lado, yo había prometido a Mauro, mi compañero de la residencia -dijo tocando a este en el brazo-, llevarlo a hacer una visita al mundo de las Ideas, para que viera lo errónea que es su obcecada creencia de que la realidad no es más que absurda materia.
-Vale, vale -cortóle Aristocles-, ya me conozco la historia. Desde este observatorio, yo y mis colaboradores hacemos el seguimiento de cuanto ocurre en vuestro universo, así como en este mundo de las Ideas. Y, por supuesto, transmitimos información exhaustiva al superuniverso del Logos Supremo.
-Permítame, señor Aristocles -intervino Mauro-, que, como aludido por mi amigo Daniel, que me ha calificado de obcecado materialista, anticipe y coloque un puntito sobre una de las muchas íes que pienso colocar en esta excursión.
-Habla, habla, amigo Mauro, cuanto creas oportuno.
-Tiene razón Aristocles, aquí tenemos todo el tiempo del mundo -sentenció Voz del Tiempo.
-Para empezar debo decir -manifestó Mauro-, que tengo la firme convicción de que los que aquí os encontráis, me habéis hecho el truco del almendruco. Yo me hallaba sesteando tranquilamente en mi habitación. En esto que apareció, en tropel, esta caterva -con perdón- de señores malabaristas mentales y me han dejado la cabeza como a Don Quijote, mejorando lo presente. ¿Pero creéis que voy a tragarme esta farsa que habéis montado? Lo tengo claro: o me habéis drogado o estoy soñando un cuento de Las mil y una noches.
-Amigo Mauro -le requirió Aristocles-, escucha, por favor. Yo también viví en la Tierra. Allí observé, comprobé y reflexioné mucho. Y una de las conclusiones que saqué es que la principal droga que zarandea y obceca al ser humano es su propia vida en la Tierra. No es extraño que te cueste creer que te hallas en el mundo de las Ideas: un mundo en el que reina la armonía y la lógica. La existencia del ser humano en la Tierra se desenvuelve en condiciones, por lo normal, tan hostiles y dramáticas que resulta explicable el pensamiento y sentimiento de la generalidad de los hombres: que la vida humana es una flor solitaria cuyas raíces se hunden en el sufrimiento, sin más horizonte que la desesperanza.
-Es cierto -reconoció Don Quijote-. El hombre es reacio a esperar futuros paraísos o realidades privilegiadas que mejoren su status actual, por muy lógicos que parezcan. Cómo será la cosa que mi compañero Sancho y cuantos piensan como él están conceptuados como personas cabales, mientras que el auténtico Don Quijote, del que yo soy modesto reflejo, está considerado como un irredimible chiflado.
-¡Ja, ja, ja! -riéronse a coro las azafatas.
-Hum, hum.. -carraspeó y susurró, receloso, Don Quijote- ¿Podemos hablar sin cortapisas en presencia de estas comadres?
-Por supuesto -le tranquilizó Aristocles-. Ellas sólo conocen lo armónico, lo recto, lo positivo. Lo contrario ni lo entiende ni lo pueden valorar, porque es incomprensible para ellas. De puro perfectas son cándidas. Podéis, pues, hablar con absoluta despreocupación.
-Francamente no lo entiendo -manifestó Samuel- ¿Qué enseñan entonces los colaboradores suyos en este mundo de las Ideas a los que van a vivir en la Tierra?
-Les enseñan a conocer y valorar la supremacía de las ideas nobles y positivas sobre las negativas, y también les ayudan en el aprovisionamiento de aquéllas.
-¡Vaya pamplinas -exclamó Mauro-, si no enseñan razones de más enjundia que expliquen qué sentido tiene la vida del ser humano en la Tierra y qué razones existen para que esperemos algo más que no sea la nada y el absurdo!
-Escuchad, amigos -nos confesó Aristocles, mirándonos como si la ceniza de sus ojos se hubiera encendido-. Aquí vais a conocer la verdad porque sé que, tan pronto como salgáis de este mundo de las Ideas, de vuelta a la Tierra, no recordaréis nada de lo que aquí hayáis visto u oído.
-Eso ya se verá -susurró Don Quijote, tocándome con su codo puntiagudo.
-Sí, amigos, no os hagáis ilusiones, son reglas del juego trazadas en el superuniverso del Logos Supremo. Bien, el esquema es el siguiente:
El Logos Supremo existe y existirá eternamente. El Logos Supremo es perfección sin límite en el ser y en el conocer. Su realidad infinita está constituida por los atributos de la libertad, el bien, la verdad, la belleza, la justicia y demás ideas y virtudes positivas, especialmente el amor. Su conocer es, ante todo, autoconciencia, pero también conocimiento de su propia realidad infinita, de su actividad creadora y de la realidad creada o impulsada por Él.
-Según eso -preguntó Samuel- ¿el Logos Supremo está determinado, en su actividad creadora y conocedora, por ideas que se imponen a él por su propia naturaleza?
-No. El Logos supremo no está determinado por nadie ni por nada -contestóle Aristocles tajante. El primero de sus atributos que entra en acción -hablo así para que me entendáis mejor-, cuando Él quiere crear algo, es el de la libertad o, lo que es lo mismo, su voluntad libre. Si Él decide que un ser o una acción determinada sean buenos, lo serán porque así Él lo ha querido, no porque lo exija la naturaleza del ser o la acción. De hecho, Él ha creado muchos universos que funcionan con sistemas lógicos, éticos y estéticos absolutamente diferentes e, incluso, opuestos.
-No entiendo nada, señor Aristocles -manifestó Daniel-. Hemos venido a este mundo de las Ideas, acompañando, aparte de a Mauro, a mi bisnieto Álex. Aquí él se ha encontrado con esta hermosa joven, a quien, al parecer, conoció antes de nacer en la Tierra. Entonces yo pregunto: ¿dónde y cuándo fue creado el sujeto espiritual o individual de mi bisnieto?
-Verás, Daniel -contestóle, sonriente, Aristocles-. A los humanos os pasa como a los peces de las profundidades submarinas. Creen que la realidad se circunscribe a lo que alcanza su limitada visión sensitiva o intelectiva. A mi también me ocurría cuando vivía allí. Pero no. La realidad no tiene límites. El Logos Supremo ocupa la región excelsa, por llamarla de alguna manera. Muy cerca de Él, en zona privilegiada, disfrutan de su proximidad innumerables y afortunados espíritus, creados por Él. Seres como Álex o como cualquiera de nosotros.
-¿Como yo también? -pregunté espontáneamente, sin poder reprimir el impulso.
-Hombre, ¿por qué no?
-Porque soy un tintero.
-Eso es lo de menos. Eres un sujeto consciente, espiritual. Las apariencias no importan.
-¡Qué alivio escuchar eso, señor Aristocles! Gracias -le dije.
-Continúo con lo que venía explicando -prosiguió Aristocles-. Los moradores de la excelsa región poseen una clarividente captación de la verdad de los diferentes sistemas lógicos creados por el Supremo Logos en los distintos universos. Aunque, junto a Él, ellos gozan de una beatífica existencia, frecuentemente le piden ser enviados, durante una temporada, a alguno de esos universos. Nadie va engañado. El Logos Supremo, personalmente y con mimo de padre, les muestra la realidad del mundo en el que quieren tener la experiencia de vivir. Pero es en este Mundo de las Ideas en donde se instruyen, equipan y entrenan los espíritus que han decidido vivir tal experiencia.
-¿Sabe lo que le digo, señor Aristocles? -replicóle Mauro- No me creo nada de sus bonitas y ditirámbicas palabras. Me suenan a música celestial y a cuentecito para dormir a los infantes. Yo estoy convencido de que la Tierra -probablemente el único lugar de nuestro universo en el que se ha desarrollado la vida, vegetal, animal y de seres racionales- ha sido el resultado de un proceso aleatorio de combinaciones y reacciones físicas y químicas de la materia de la que está hecha. Hay que reconocer y admirar los maravillosos logros que ha sido capaz de lograr la ciega materia, por sí sola. Con la inmensa satisfacción de sentirnos, en alguna forma, protagonistas y espectadores de esas conquistas y muchas más que puede alcanzar en su proceso evolutivo, debemos considerarnos como espléndidamente pagados y premiados. Pero que nadie trate de dorarnos la píldora con engañosas promesas de maravillosos paraísos futuros. Quien nace en la Tierra, ya sea planta, animal o humano, puede darse por afortunado si su madrastra, la áspera naturaleza, al contemplarlo por vez primera, no lo ha mirado con oscuros y desdeñosos ojos, como a tantas y tantas pobres criaturas que, apenas nacidas, comienzan a roer el amargo pan del hambre, de la enfermedad, del abandono, del frío, del dolor, de la soledad, del desprecio, del maltrato, de la injusticia... Es cierto que la vida en la Tierra ofrece momentos gratos, cortos e injustamente repartidos. Mas la cruda realidad es que ni siquiera los placenteros sueños inducidos por la droga -llámese droga, diversión, deporte, artes, filosofías o creencias- pueden librarnos del trágico sentimiento de la vida que despierta en nosotros el lodazal en que estamos inmersos.
¡Ja, ja!, señor Aristocles -continuó Mauro-, perdone pero no puedo aguantar la risa. Dígale a alguno de esos niños desafortunados: "No te preocupes, chavalín, esto es sólo un juego para ver quén soporta mejor el miedo. Después, ya verás qué bien te lo vas a pasar." Por favor, seamos serios y aguantemos lo que haya que aguantar en silencio, estoicamente, pero sin decir necedades ni crear falsas esperanzas. Eso es una absurda e imperdonable crueldad.
-Perdona, amigo Mauro, que discrepe de la valoración que haces de la vida en la Tierra -respondióle Aristocles, con emocionado semblante-. Como ya sabéis, yo también viví allí y me tocó padecer grandes penalidades hasta el mismo instante de mi muerte. Pero también disfruté mucho, gracias a algo que, aun viviendo en la Tierra, siempre pensé que no me lo había dado ella: la conciencia de mi propio yo, libre para volar y burlar las ataduras de sus esclavizadoras leyes físicas e, incluso de los códigos terrenales. Allá la Tierra y la naturaleza con sus justos o injustos procederes. Lo que siempre tuve claro es que es tarea de mi propio yo el volar y cantar en las alturas, por encima de todos los desastres terrestres, injusticias, terrores, calamidades, enfermedades y muertes. Porque mi yo es soberano e incombustible, a pesar de que mil infiernos lo acosen. Y jamás quedará eclipsado por la tiniebla de la muerte porque es un espíritu hecho de luz y de vida, indestructibles.
-Mire, señor Aristocles -insistió Mauro-, lo que dice suena bonito y seductor, pero no me convence. La realidad es muy distinta. Es muy poético eso del yo espiritual, angélico, inmortal, divino... Pero lo cierto es que no somos más que materia. Materia organizada con mejor o peor fortuna. Materia que piensa (tampoco demasiado), habla (o balbucea), siente (quizás menos que los brutos animales), pero también maltrata, daña, odia, ensucia, destroza y mata, como sólo sabe hacerlo la burda y sórdida materia. ¿Quiere decirme dónde se esconde ese yo lírico, incontaminado, pura palpitación amorosa, diminuta sinfonía celestial, cándida pluma de ángel..., dónde está?
-Díselo tú, Álex, que acabas de irrumpir en la vida terrestre. O tú, Xalia, su amiga, que esperas aparecer allí muy pronto. ¿Qué podríais decir a Mauro para que aprenda a mirar la realidad con otros ojos? -suplicó Aristocles.
-Yo puedo asegurarte, Mauro -dijo Álex con expresión concentrada, esforzando su memoria-, que la primera vez que me encontré con la dulce mirada de mi madre, no fue algo material lo que vi ante mí, sino un puro espíritu amoroso. Después descubrí su sonrisa alegre y luninosa como un rosado amanecer; su voz melodiosa como de canto de viento, de mansa lluvia, de callado manantial; el dulce néctar de su pecho, cálido como un chorro de amor. ¿Dónde está la materia en esas manifestaciones?
-Lo que yo pueda decir para convencerte -añadió Xalia- no será tan persuasivo como la contemplación directa de cómo se preparan los espíritus destinados a nacer en la Tierra. Si os apetece, estáis invitados a asistir a la manifestación que las Ideas realizan cada tarde en el teatro.
-¡Bravo, bravo! -aplaudió Daniel- Vamos al teatro.
-Un momento -rogó Aristocles, alzando la mano-. Antes de presenciar ese espectáculo quisiera mostrar a Mauro y a todos vosotros la urdimbre de vuestro universo y vuestro mundo que también fue mío.

Aristocles dio una palmada y, rápidamente, las azafatas llenaron las copas con el líquido multicolor del surtidor de la fuentecilla, mientras dos guardianes presionaban con sus dedos sobre unos símbolos grabados en la curvada pared de la sala que, de inmediato, se hizo transparente.
La oscuridad se apoderó de la sala, destacando solamente el reflectante resplandor del líquido de cada copa.
-¡Bebed sin temor! Es ambrosía -exclamó Aristocles-. Vuestra mente se abrirá y comprenderá claramente lo que, a continuación, se os va a mostrar.
Bebimos con cierto recelo, sobre todo Mauro, a juzgar por los visajes que hacía. En seguida se desplegó, en rápidas e impresionantes imágenes, la totalidad del universo, con su esférica distribución de nebulosas, galaxias, sistemas solares, constelaciones, estrellas, agujeros negros, etc. Luego nos ofreció una imagen lejana de nuestro planeta que, en seguida, fue acercando a nuestra contemplación minuciosa, centrando la visión sucesivamente en cosas cada vez más individualizadas y pequeñas: un bosque, un árbol, una hoja, una molécula, su ADN, los átomos que la integran, su núcleo, los electrones, protones, etc., hasta llegar a la más ínfima partícula que compone el todo.
-Esa microscópica partícula, que la física considera indivisible -continuó Aristocles comentando-, sí que se puede seguir dividiendo, metafísica y lógicamente, hasta el infinito. ¿Y qué entidad tienen esas realidades que acabamos de contemplar?
-La de la materia, indudablemente -sostuvo Mauro.
-¿Y a qué llamas materia, Mauro? ¿a la hoja? ¿a la molécula? ¿al átomo? ¿al núcleo? ¿al electrón? ¿a la última partícula indivisible?...
-A todo. Todo es materia -insistió Mauro.
-Pero decir "todo es materia" -concluyó Aristocles- es tanto como afirmar que la realidad es una masa informe y caótica sin inteligibilidad alguna. Lo que es tanto como decir que la materia es nada, porque, si fuera algo, podría ser conocido. No obstante, voy a concederte que todas esas realidades que acabas de contemplar están hechas de una masa común, llamada materia. Mas admitirás que la hoja que has visto es una realidad muy concreta, con determinadas características, compuesta de multitud de elementos muy definidos cada uno de ellos, hasta llegar a la última partícula indivisible. ¿Y qué son la hoja y cada uno de esos elementos sino una suma de ideas? ¿Dónde está lo que tu llamas materia? Cada partícula, por pequeña que sea, es algo que tiene sentido porque es idea. Y esas ínfimas partículas pueden dividirse, metafísicamente, hasta el infinito, precisamente porque son ideas.
-No me hagas reir, señor Aristocles -repuso Mauro con irónico gesto- ¿Tratas de que me crea que las ideas andan solitas, danzando por esos mundos?
-¿No lo crees posible? ¿Por qué?
-Porque las ideas sólo existen en la mente.
-Estás en un error. Por supuesto que toda idea, en su origen, ha debido pensarla alguien. Es una exigencia lógica y metafísica. Se trata de la idea subjetiva, mental. Pero luego está la idea proyectada al exterior por un sujeto que, según qué sujeto, puede objetivarse en un hermoso cuadro, un tosco puchero, una sinfonía o un universo. El tosco puchero, con mejor o peor arte fabricado, tiene plasmada la idea de su hacedor en una porción de arcilla. Pero la idea de arcilla y todo el cúmulo de ideas que componen la arcilla ¿de dónde las ha recibido el puchero, sino de ese complejo sistema lógico, que no es otra cosa que un fantástico universo de ideas que se afirman, se niegan, se asocian, se dividen o multiplican, obedeciendo a leyes inexorables que confluyen, se contrarrestan o actúan por sí solas o en paralelo; también a leyes impulsadas por la libre voluntad de sujetos conscientes.
Ese universo brotó fuera de la mente del Logos Supremo, en un primer momento, como un apretado ovillo de leyes lógicas, metafísicas, físicas, éticas y estéticas, envolviendo un enjambre de ideas capaces de hacerse realidad. En otro determinado momento, el ovillo se desató, originando la aparición de ideas madres, que a su vez generaron multitud de otras ideas derivadas. Dirigido por dichas leyes el recién nacido universo se fue expandiendo y evolucionando, hasta llegar a surgir en el planeta Tierra la vida vegetal, animal y racional.
-Y ese planeta recién estrenado ¿era un edén en donde todo era perfecto y maravilloso, y en donde el dolor, el sufrimiento y la muerte no existían? -preguntó Samuel.
-No. Esa visión del mundo es mítica. El entramado de leyes determinó un precario equilibrio de fuerzas, pero es y será precisamente la violencia, el choque, la destrucción, el cambio y la muerte, el modo de alcanzar ese equilibrio.
-¿Y por qué y para qué habrían de ser destinados a la Tierra los sujetos conscientes que llegan a este mundo de las ideas? No le veo sentido por ningún lado -opinó Mauro.
-El motivo es claro -contestó Aristocles-. El Supremo Logos quiere dar a sus hijos (las psiqués) la oportunidad extraordinaria de vivir una experiencia sin igual: el comprobar que el espíritu libre, enriquecido con la energía y recuerdo de las ideas positivas que recibió en este mundo de las ideas, es capaz de vencer y superar las condiciones terrestres por muy calamitosas e insoportables que parezcan. Y son ellos quienes piden los más arduos y difíciles destinos ¿no es así, Xalia y Álex?
-Es cierto -confirmó Xalia-. Sabemos que se trata de una difícil y penosa misión, pero aquí nos enseñan algo que nos alienta y reafirma en la aceptación del destino que nos asignen en la Tierra: Que, aunque nos toque en suerte animar un cuerpo con una cabeza mentecata y unos miembros enclenques, lo que jamás nos faltará es un sentimiento, por débil que sea, de amor propio, de afirmación del propio yo, lo que nos llevará a la reflexión y al descubrimiento del camino más acertado para cumplir la misión encomendada. Y aunque también sabemos que al llegar a la Tierra olvidaremos nuestro paso por el mundo de las ideas, ese sentimiento nos llevará a escarbar en el rescoldo de nuestro espíritu, hasta descubrir una chispita de nostalgia del bien, de la verdad, de la belleza, del amor... que aquí hemos aprendido. Y, a pesar de que nos parezca un desatino mantener la esperanza, en semejantes condiciones en que nos vemos hundidos, gritaremos que sí, que volveremos a ver la luz tras el oscuro horizonte del muro de barro que nos rodea.
-Y tú, Álex, ¿qué opinas? -preguntóle Aristocles.
-Yo tengo motivo para estar contento de mi suerte -dijo-. Pero, aunque no hubiera sido así y hubiera sido destinado a animar un mosquito trompetero o que, en un futuro, deba hacer frente a situaciones tremendas, espero tener un mínimo de lucidez para comportarme como Xalia ha señalado.
-¡Bravo, bravo, Xalia y Álex! -exclamó Don Quijote aplaudiendo- Contad conmigo, cuando estéis en la Tierra, para despejaros el camino de facinerosos, emmbaucadores y aguafiestas. Ya os buscaré y os encontraré en dondequiera que estéis.
-Me parece -intervino Daniel- que Aristocles ha aclarado nuestras dudas, especialmente las de Mauro.
-Reconozco -dijo Samuel- que las explicaciones de Aristocles son coherentes, pero no entiendo cómo un espíritu procedente de la región del Supremo Logos no sále de allí provisto de esas ideas, al parecer, tan necesarias, y se vea precisado a venir aquí a aprovisionarse de ellas.
-Lo que dices, Samuel -le aclaró Aristocles- no es exacto. Los espíritus conscientes o psiqués, hijos del Supremo Logos, poseen en su naturaleza las ideas positivas y la correspondiente fuerza o virtud de cada una de ellas. Pero es en este mundo donde toman conciencia de esas ideas y se entrenan en su aprendizaje y ejercicio. Id, ahora, con Xalia. Ella os llevará al teatro, en donde terminaréis de entender cómo actúan y son asimiladas las ideas.
-¿Puedo yo quedarme contigo, Aristocles? -rogóle Voz del Tiempo- Este mundo, sinceramente, me parece fascinante. Me gustaría examinarlo y llegar a conocerlo a fondo. A cambio te ofrezco mis servicios como evocador y coordinador de tiempos.
-Por mí encantado. Aquí no te faltará trabajo, señor Voz del Tiempo.
-¡Suerte y que sea para bien! -le deseó Don Quijote, en nombre de todos nosotros.
-¿Volveremos a vernos? -preguntó Daniel.
-Sí -dijo Aristocles-, nos veremos en el teatro.

Precedidos de Xalia y Álex, que parloteaban y reían con mutuas miradas de complicidad, salimos del observatorio y nos dirigimos al teatro, atravesando la extensa y concurrida ágora, en cuyo jaspeado pavimento y columnata incidían los anaranjados rayos de un sol próximo a ocultarse bajo el horizonte de plata.
Entramos en el flameante y marmóreo teatro, sorprendiéndonos los artísticos relieves esculpidos en el friso y basamento de la escena. También nos llamó la atención el hecho de que el fondo de la escena estaba cubierto por una superficie de vidrio transparente, o quizás un gran ventanal acristalado. En el graderío, una multitud de psiqués charlaban y reían, iluminados sus agraciados rostros con la luz de numerosas teas y hachones, colocados en preciosos jarrones de oro.
Una azafata se acercó a nosotros y, muy sonriente, nos condujo a la primera grada, delante de la orchestra. A mi izquierda se sentaron Samuel y Don Quijote, y a mi derecha Mauro, Daniel, Álex y Xalia.
Mientras comentábamos el maravilloso fenómeno crepuscular de un sol que no acababa de ocultarse, como haciéndose el remolón, Xalia se puso de pie y oteó el enorme graderío. Pronto la vimos agitar sus brazos desnudos e iluminarse su cara con una sonrisa encendida por el sol.
-Son mis amigos los músicos del parque -nos dijo.
-A propósito -preguntó Samuel-, ¿en esta orchestra no hay coro de cantores?
-Depende de espectáculos -aclaró Xalia-. En el que vamos a presenciar, el canto y acompañamiento lo hacemos los asistentes. Por eso mis amigos se han traído los instrumentos.
-¡Qué bien os lo montáis en este mundo, caramba! -exclamó Mauro- De buena gana me quedaría aquí.
-Sí -comentó irónico, Daniel-, parece que no le hiciste ascos a la copa de ambrosía. Ya me percaté de que la rebañaste bien rebañada.
-¿Qué quieres que te diga? -contestó Mauro- Habría preferido que hubiera sido un buen vino de mi tierra.
-Ha de saber, señor -le informó Xalia, respetuosa- que la ambrosía puede transformarse en la bebida que cada cual prefiera, con sólo desearlo.
-¿Sí? -exclamó Mauro- Gracias por revelármelo...
-¡Mirad, mirad! Los heraldos se disponen ya a anunciar el comienzo de la función -nos advirtió Xalia, señalando a seis efebos, de exiguas túnicas rojas y altos chapines, firmes ante la escena, que alzaban sus largas trompetas, dirigiéndolas hacia el sol.

Un vibrante chorro sonoro, como de viento huracanado, se alzó por encima del teatro, quebrándose en seis inspiradas melodías. De inmediato, multitud de psiqués, ataviadas con variopintos ropajes, se alzaron de sus asientos, entonando un emotivo himno de bienvenida a las nobles ideas, mientras Aristocles y Voz del Tiempo entraron en la escena por las puertas de la izquierda y de la derecha, respectivamente. Finalizado el canto, Aristocles dirigió estas palabras:

-Es curioso -comenzó con voz grave y calmosa-, hoy me siento emocionado al presentaros, como cada día, el desfile de las nobles y positivas Ideas que, paulatinamente van conformando vuestro espíritu, preparándolo para afrontar la difícil empresa que os aguarda en la Tierra. Y estoy emocionado porque hoy nos acompañan estos amigos -dijo, señalándonos con la mano- que, desde la Tierra, han venido a visitarnos. También tenemos el honor de contar con la presencia de Voz del Tiempo, facultado por el Logos Supremo para mostrarnos cualquier mundo en su trayectoria en el tiempo.
Vosotros -continuó, alzando la voz y dirigiendo sus brazos hacia el graderío, abarrotado de psiqués- habéis elegido libremente ir a la Tierra para ejercitar y demostrar la fuerza de vuestra voluntad y las convicciones de vuestra razón. Pero también debéis contar con las tremendas dificultades que os vais a encontrar.
La Tierra nunca fue, ni será un edén. Ni la vida en ella un camino de rosas. Lo contrario es un falso mito. Dependiendo de la suerte que tengáis, podréis ir a nacer en un lugar privilegiado o inhóspito, ser destinados a un cuerpo humano de eminentes cualidades o, por el contrario, tener que animar un organismo defectuoso, torpe, o lo que es peor ir a parar al cuerpo de un animal feroz o sabandija inmunda. Mas, a pesar de esas posibles condiciones detestables e insoportables, vuestro espíritu puede y debe superarlas con la fuerza de las nobles ideas que aquí os visitan cada día.
Es doloroso tener que confesaros que la dilatada historia de la vida en la Tierra es una larga tragedia cuyos principales personajes son el sufrimiento, el desencanto, la tristeza, la injusticia, el odio, la mentira, la maldad y demás ideas negativas. En cambio las expectativas del Logos Supremo siempre fueron que los espíritus, libres y pletóricos de ideas positivas, sobrevuelen por encima de las condiciones y circunstancias terrenas, por muy adversas que fueren.
Atended a lo que os va a mostrar Voz del Tiempo -dijo Aristocles, extendiendo su brazo hacia aquél.

Voz del Tiempo, atusándose la barba y echándose hacia atrás el pompón del gorro, mariposeado como su camisón, levantó los brazos, con las palmas de las manos hacia el cielo, diciendo:
-Contemplad el globo terráqueo, mostrando las difíciles, penosas y violentas condiciones, descritas por Aristocles. Pero con la diferencia de que los seres que lo habitan no han permitido la entrada a ninguna idea negativa en el sagrado recinto de su yo, a pesar de esas circunstancias adversas. Es la imagen gozosa de una Tierra poblada de seres pletóricos de ideas positivas. De los que a ella sois destinados depende hacerla realidad.

En aquel momento un águila de níveo plumaje, procedente del lejano Olimpo, voló por encima del globo y de todos los asistentes, yendo a posarse en el centro encumbrado del muro semicircular del graderío.
-¡Libertad, Libertad, qué poderosa eres! -exclamó Aristocles, con la mirada atrapada en los hipnotizadores ojos del águila- Tu decisión soberana lo mueve todo. Tu fuerza irresistible permite al espíritu escapar de toda esclavitud, vacilación o pereza. Aunque parezca paradoja, no la dejéis marchar nunca de vuestros espíritus.
Un armonioso clamor recorrió el graderío en sucesivas ondas que fueron, cada vez más intensas.
-Ved ahora -continuó Voz del Tiempo, señalando a las alturas- esa dorada lechuza, de mirada retadora e introspectiva, al mismo tiempo. Es la Verdad. Donde ella reina no hay sitio para la falsedad, la mentira, la falta de autenticidad, la hipocresía, el fingimiento, el engaño...
-Sí -añadió Aristocles-. ¿No habéis sentido abrirse, dentro de vosotros, mil ventanas hacia mundos y ambientes jamás soñados? Es el mismo efecto experimentado por los pobladores de ese globo: su luz cenital ha eliminado las sombras de los espíritus, creando una red de voluntades y objetivos comunes que aseguran el éxito de su misión en la Tierra.
La lechuza fue a posarse a la derecha del águila.
-¿Y esa otra deidad, de espejeantes alas y rosado cuerpo , que avanza recostado sobre un fantástico rubí de tres caras, quién es sino el Bien, la Belleza y el Amor? Ya estamos sintiendo su fuego en lo más recóndito de nuestro ser -proclamó Voz del Tiempo.
-Así de afortunados -comentó Aristocles- han debido de sentirse los moradores de ese globo. ¿Os lo imagináis? Todos los seres humanos movidos por el amor, sin otros objetivos que el bien, la verdad y la belleza. Los problemas se resolverían fácilmente. La maldad sería barrida de la Tierra. La vida sería grata y esperanzada para todos.
El ángel desnudo fue a sentarse a la izquierda del águila, pero ésta le obligó a ponerse entre ella y la lechuza. La concurrencia, enardecida, elevó el tono de su cántico, mientras innumerables ideas positivas continuaron llegando y enriqueciendo los espíritus.
Finalizado el desfile, Voz del Tiempo, dando una palmada, hizo desaparecer el globo terráqueo, y las ideas regresaron al Olimpo. Luego él se apartó a un lado de la escena y Aristocles avanzó hasta el centro.

Un silencio expectante se apoderó del teatro cuando, inesperadamente, vemos que Mauro se pone de pie y se dirige a Aristocles con estas palabras:
-Nos habéis conmovido con el espectáculo que acabáis de ofrecernos -dijo irónico- y debo confesar que esta visita a vuestro mundo me está zarandeando el andamiaje de mis convicciones. Tengo que reconocer que lo que aquí he contemplado y las razones que he escuchado me están inclinando a pensar que, efectivamente, es la idea y el entramado lógico que lo envuelve todo, lo que dota de realidad a esa materia que yo, antes, consideraba como lo único real, y ahora, en cambio, veo innnecesaria su existencia...
-¡Bravo, Mauro! -gritó Daniel, levantándose de la grada y abrazándolo- Por fin lo has reconocido. No esperaba otra cosa de ti.
-Un momento, Daniel, que aún no he terminado -dijo Mauro, poniéndole la mano en el hombro, invitándole a sentarse-. Aunque ahora coincida con vosotros en esa concepción idealista de la realidad, no comparto, en modo alguno, la utopía que pretendéis inculcarnos, con ese derroche tramoyista para ofrecer un mundo angelical movido exclusivamente por ideas nobles y positivas. Por el contrario, la fea y dura realidad es que la principal idea que mueve el mundo es el egoísmo. Sin egoísmo nadie podría sobrevivir en la Tierra más de una semana ¿verdad, Álex? -dijo, guiñándole el ojo-. El egoísmo nos da fuerzas a los humanos para soportar lo insoportable, con tal de sobrevivir y esperar, contra toda esperanza, a seguir existiendo tras la muerte. ¿Creéis seriamente que, algún día, serán esas que llamáis ideas positivas las que gobernarán la Tierra? No seáis ilusos. Los humanos hemos nacido en un mundo violento, injusto y cruel; siendo nuestra madre naturaleza (ya sea burda materia o sofisticada idea) la primera en maltratarnos. Jamás serán desterradas de nuestro planeta las ideas y actitudes negativas, pues ellas son connaturales con nosotros y necesarias para la realización de ese supuesto sueño, pensamiento o proyecto de alguien, o simplemente para vivir, sin más adornos.
-Sí, señor, -le respaldó Don Quijote, levantándose del asiento como una llamarada- Mauro tiene razón en eso: nuestro mundo no es un lugar de ocio y placer, sino campo de batalla donde hay que luchar ferozmente. El hecho de que todos estos nobles espíritus, que abarrotan el teatro, se inflamen y ardan con el fuego de las virtuosas ideas durante su estancia en este lugar de entrenamiento, de poco les va a servir en su futura estancia en la Tierra, pues ignoran qué sean las ideas negativas.
-Os estáis equivocando, amigos -respondió, calmosamente, Aristocles. Aún no hemos terminado la total exhibición de las ideas. Atended y observad esa superficie de vidrio del fondo de la escena.

Automáticamente todas las antorchas del teatro se apagaron y el cielo se cubrió con negro manto. La acristalada superficie de la escena cobró una violácea luminosidad que, en seguida, pasó a la más negra tiniebla. Repentinamente, aquella negra pantalla pareció licuarse, produciéndose borbollones rojizos, como diminutos cráteres, en un mar de pez hirviente. De cada cráter fueron brotando seres monsstruosos de aspectos terribles, vomitivos, espeluznantes, despreciables, viles, inmundos.
Aristocles fue explicando, una por una, cada idea negativa personificada por aquellas indescriptibles imágenes, hechas de espanto y horror: la envidia, el desprecio, el maltrato, la insensibilidad, la burla cruel, la humillación, la ruindad, la avaricia, la inmundicia y tantas otras perversiones y maldades.
Curiosamente, los beatíficos espíritus reaccionaban con estrepitosas carcajadas, incluido Álex que literalmente botaba en la grada, palmoteaba y sacudía algún nervioso mamporro a Xalia y a Daniel, viendo el extraño aspecto de aquellos monstruos.
A la intermitente y relampagueante aparición de luces de variadas tonalidades, vimos a Mauro avanzar hacia la escena, subir por la escalerilla central y detenerse en el centro, de cara a Aristocles. Durantes unos instantes, sólo se escucharon los detestables gruñidos de las réprobas ideas.
-¿Qué pretendes, Mauro? ¿No es esto lo que echabas en falta en este centro de preparación?
-No, Aristocles -le dijo Mauro con voz y gestos trémulos que revelaban una tensión nerviosa a punto de estallar-. Mira qué reacción has conseguido en los ánimos de los espectadores: de risa y chanza. No. Los destinados a nacer en la Tierra deberían vivir aquí la terrible experiencia de verse acosados, atacados, dominados por esos verdugos con los que han de vérselas día a día en la Tierra. ¿Por qué no dejas salir de esa cárcel a las perversas y negativas ideas, como aquí las llamáis, para que los cándidos espíritus, ahí sentados, las sientan y experimenten dentro de si mismos? Si tú no lo haces, lo haré yo.

Mauro corrió hasta el pie de la acristalada pantalla, tras la que miles de ojos alucinados y terribles espiaban sus movimientos. Se agachó y cogió del suelo un pesado y humeante pebetero de jaspe, que exhalaba un exótico perfume. Lo alzó con ambas manos por encima de su cabeza y lo estrelló, furioso, contra la pantalla.
-¿Qué has hecho, insensato? -le recriminó Aristocles, visiblemente desconcertado, al mismo tiempo que, con la cara arrebolada, levantaba los brazos, inútilmente, para detener la estampida de las monstruosas ideas que, a través de los rotos cristales, escaparon graznando como buitres hambrientos.

De inmediato, las ideas negativas volaron y fueron a posarse sobre el alto muro del graderío, prestas a lanzarse sobre los sorprendidos espíritus que, no obstante, mantuvieron el sonriente semblante y tranquila presencia. Álex y Xalia, tan embelesados se hallaban en su conversación, que apenas se percataban de lo que estaba sucediendo. Mas los demás espíritus, aunque henchidos del vigor de las nobles ideas, carecían de experiencia en lidiar contra las ideas perversas. Éstas, muy astutas, rápidamente, emprendieron su plan de ataque:
La falsedad, con festivo disfraz carnavalesco, escuchaba al viscoso escorpión de tres cabezas (ruindad-envidia-rencor) que balanceaba su temible aguijón exterminio. Luego, cuchichea al oído de adulación y engaño, transformados en una encantadora pareja de seductora locuacidad y atractivas maneras para que ejercieran sus taimadas artes sobre los cándidos espíritus, ensalzando sus egregias dotes con la lisonja, la alabanza y la adoración. Tras ellas, moviéndose con silenciosos movimientos y camuflados con los reflejos plateados del cielo, nuevamente crepuscular, avanzan la soberbia, el egoísmo y el desprecio, seguidos del rencor, el odio, el maltrato y la crueldad. Repentinamente, todas ellas levantan el vuelo y giran sobre el teatro, amenazadoras. Mas los impasibles espíritus, ocupantes del graderío, animados por los amigos de Xalia que iniciaron un alegre repertorio de inspiradas melodías, convirtieron el teatro en una escalonada pista de baile y piruetas, indiferentes y despreocupados de los siniestros pajarracos.
Mauro, tras su arrebatada acción, había permanecido inmóvil en la escena, con aterrado semblante, acosado por tres espantosas serpientes: la inseguridad, el miedo y la cobardía.
-Esto pasa ya de castaño oscuro -exclamó Don Quijote-. Tenemos que hacer algo para rebajar los humos a esa panda de ideas de pacotilla.
-¿Y qué podemos hacer? -pregunté yo.
-Ante todo -propuso Samuel-, creo que debemos ayudar a Mauro. Tú, Daniel -le dijo, al ver su intención de seguirles-, quédate junto a Álex y Xalia hasta que volvamos.
Don Quijote corrió hacia la escena, obligándonos a Samuel y a mí a seguirlo con la lengua fuera hasta llegar arriba.
-¿Qué te ocurre, amigo? -se encaró Don Quijote con Mauro- ¿No te da vergüenza temblar ante esas estúpidas orugas? Mira lo que hacemos con ellas.
Y agarrando Don Quijote a la serpiente cobardica por el pescuezo, la zarandeó, le dio varias vueltas por encima de su cabeza y la arrojó por el hueco de la rota pantalla, devolviéndola al averno, de donde parecía haber salido. Samuel y yo observamos el mismo protocolo con las serpientes de la inseguridad y el miedo, ante el asombro de Mauro que estaba como pasmado.
Daniel se apercibió que la carnavalesca falsedad señalaba a Álex con su garfioso dedo, por lo que, rápido, le cubrió el rostro, para evitar cualquier maleficio de aquella legión de siniestras ideas.
Éstas, al verse ridículamente despreciadas por los espíritus del graderío, dirigieron el ataque hacia los ocupantes de la escena. Samuel, comprendiendo que Mauro era una presa fácil y segura de aquéllas, cubrióle con su capa, mientras Don Quijote, un servidor y el mismo Samuel, ejercitando nuestras artimañas marciales, fuimos despachando a las advenedizas y cargantes moscardas, a golpe de puños, puntapiés y tirones de pelos, plumas y apéndices, obligándolas a volver a las oscuras mazmorras de la laguna de Estigia, dejando el Mundo de las Ideas limpio como una patena.

Súbitamente las antorchas del teatro volvieron a encenderse, y los espíritus entonaron el himno de Arconta. Finalizado el cántico, aristocles levantó los brazos, rogando silencio:
-Acabamos de asistir a una experiencia excepcional, rica en enseñanzas para todos los presentes. Una muy clara para los que os preparáis a la dura prueba de vivir en la Tierra es que, mientras moráis en el Mundo de las Ideas estáis inmunes a toda idea negativa, gracias a que vuestro espíritu se halla enteramente ocupado por las ideas positivas opuestas. Pero, una vez en la Tierra, puede tocaros en suerte un cuerpo deplorable y unas circunstancias adversas. Podréis veros acosados por la maldad, la sinrazón, la injusticia, la envidia, la enfermedad, la tristeza, el miedo, la desesperación y tántas otras ideas y afecciones negativas. ¡Ay! Ese tesoro de egregias ideas, que hoy conforman vuestro espíritu, os resultará muy fácil disminuirlo o perderlo, y muy difícil recuperarlo.
Mas ése es el reto y el propósito del Supremo Logos: demostrar que el espíritu es más fuerte que las rocas del paisaje terrestre; que es capaz de soportar lo insoportable; que puede transformar el entorno hostil en apacible hogar; y que puede vencer todo obstáculo en el camino marcado por la razón.
Sea cual sea vuestra actuación, no temáis castigo alguno tras vuestra vida en la Tierra. Bastante castigo es ver vuestros espíritus humillados, dominados y manipulados por seres, circunstancias, instintos e ideas viles y despreciables. En cambio, los premios serán muchos. El más pequeño, la inmensa satisfacción de haber conseguido superar algún obstáculo en el camino de la razón, por insignificante que parezca.

Finalmente, Aristocles invitó a un animado diálogo que, en seguida, convirtió el teatro en un bullicioso foro.
Nosotros, aprovechando el revuelo, nos despedimos de Aristocles y de Voz del Tiempo, e indicamos a Daniel y a Álex, mediante gestos, que les esperábamos fuera del teatro. Ya nos dirigíamos hacia la puerta lateral de la escena, escoltando a Mauro, cuando descubrí los verdes ojos de Xalia humedecidos, tras besar a Álex y a Daniel.

Silenciosos y pensativos, siguiendo a Daniel y Mauro, descendimos por la recoleta calzada de los olivos, que bordea la muralla de la Arconta, bajo la ambarina luminosidad de sus sillares. Traspasamos el arco de la entrada, resplandeciente como un ascua de oro y avanzamos hasta el borde de la explanada, cubierto de multicolores campanillas. Volvimos a contemplar las villas, acurrucadas como blancas palomas, entre naranjos y limoneros. Cerca, el mar, acerado y tembloroso, como un soldado abatido. Daniel y Mauro se giraron para mirar, por última vez, las murallas de la Arconta.
-¿Qué te ha parecido el Mundo de las Ideas? -preguntó Daniel a Mauro.
-¡Fantástico! -contestó con entusiasmo- Tánto que me parece estar soñando...
-No sabes cuánto me alegra que te haya gustado. A Álex estoy seguro de que le ha encantado ¿Y a vosotros? -nos preguntó, Daniel.
-A mí, personalmente -aseguró Samuel- me ha recargado las pilas para otros quinientos años, por lo menos.
-Yo -dijo Don Quijote con expresión grave- me marcho con una espina clavada en el ijar derecho.
-¿Una espina? -preguntó Daniel.
-Sí -contestó Don Quijote-. La de no haberme traído mi invencible lanza y haber despanzurrado con ella al patoso escorpión y a toda su parentela.
-Yo parto de aquí -dije a mi vez- muy orgulloso de mi condición de tintero. Aristocles me ha quitado el complejo: lo que importan son las ideas.
-¿Y mi bisnieto? -preguntó sobresaltado Daniel- ¿Dónde está? ¡Álex! -gritó con inquietud.
Samuel corrió hacia el borde de la explanada y se inclinó buscando al niño entre las crecidas y espesas hierbas. Con la respiración en suspenso, vemos a Samuel incorporarse y volver hacia nosotros con Álex, ya recuperado su aspecto infantil y dormido en sus brazos. Daniel se acercó a acariciarlo.
-Bien -exclamó Daniel, mirando a las alturas y dando una palmada- Misión cumplida. ¡Nos marchamos!
De inmediato, la blanca y esponjosa nube descendió, sumisa y reposada, hasta lamerle los pies. Rápidamente, Mauro y Daniel saltaron a su interior. Y, como permanecíamos quietos, nos preguntó Daniel:
-¿Qué pasa? ¿Os vais a quedar aquí?
-No. Nosotros debemos devolver el niño a sus padres. Nos llevará esta capa superligera -contestó Samuel tocando su celeste manto.
-Y tú Mauro ¿no te vas con ellos?
-Si no te parece mal, Daniel, quisiera quedarme contigo. Aunque se trate de un sueño, me gustaría permanecer en estos parajes, contemplando los florecidos almendros desde otra perspectiva.
-Pues ¡vamos allá! -gritó Daniel, obligando a Mauro a sentarse en la nube.
Mientras Samuel y yo contemplábamos la nube alzándose en las alturas como una nevada cigüeña, Don Quijote dio órdenes minuciosas a la janua-témporis de llevarnos a la casa de Álex. Luego Samuel, con nosotros agarrados a su capa, se lanzó como un torpedo, surcando con la cabeza los espacios siderales.

Acabábamos de cruzar la frontera de nuestro universo, cuando escuchamos a Samuel que nos dice:
-¡Qué cosa tan extraña! ¿Podéis creer que ahora mismo veo claro a dónde nos dirigimos, mas no tengo la menor idea del lugar de dónde venimos, para qué hemos venido, ni tampoco el porqué llevo yo a Álex en brazos.
-Igual me ocurre a mí -dijo Don Quijote, preocupado-. No cabe duda de que algún envidioso malandrín pretende desquiciar nuestras mentes, confundirnos y llevarnos a la desesperación.
-La verdad es que yo estoy como vosotros -confesé yo-. No tengo la menor idea de en dónde hemos estado, a qué nos hemos dedicado, ni qué hemos visto u oído. Pero... ¿sabéis una cosa? El piloto luminoso de mi broche grabador-transmisor, que cuelga de mi cuello, no cesa de parpadear, lo que indica que tiene mucha información grabada. A lo mejor nos aclara algo sobre esas incógnitas...
-¡Uuh! ¡Uuh! ¡Uuh! ¡Ja, ja, ja!
-¿Qué es eso? -preguntó Don Quijote señalando a un ave dorada que volaba por encima de nuestras cabezas- Parece una lechuza. ¿Por qué se reirá?
-¿Quién sabe? -dije yo.
-¡Qué raro que una lechuza ande de juerguecita por estos solitarios espacios! -comentó Samuel.
-¡Uuh! ¡Uuh! ¡Uuh! -repitió Álex, despertándose e incorporándose en los brazos de Samuel, mientras señalaba hacia un punto invisible del espacio con su infantil índice estirado como un puntero."

Y hasta aquí el relato del viaje al Mundo de las Ideas que, finalmente tuvimos suerte y pudimos recuperar gracias a mi broche grabador y, sobre todo, a Aristocles que hizo la vista gorda.

Seguid bien, amigos, y que seáis muy felices.Un abrazo. Tinterico.


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