Historia de otra escalera - (Cap. III y último)

martes, 16 de octubre de 2007

¡Qué relativo es todo, pero sobre todo el tiempo! No es un descubrimiento mío, ni de Einstein. Es simplemente una observación cotidiana. Qué poder el suyo para cambiar -al menos aparentemente- el valor de las cosas: algo que hoy es atractivo, interesante, novedoso, deja de serlo en pocos días. Qué corto un año de felicidad y qué largos son quince segundos durante una desgracia, un día de incertidumbre, varias semanas sin unas esperadas noticias...
Más de dos han pasado sin recibirlas de nuestros amigos Don Quijote y Tinterico, pareciéndome dos interminables años. Afortunadamente, su demora no se ha debido a ningún percance padecido por nuestros amigos, sino a deficiencias de nuestro herbáceo sistema de comunicaciones. Como ya hemos vuelto del pueblo de Clara a nuestra habitual residencia, tenemos el potho trastornado con tanto trajín.
Anoche sus hojas volvieron a relampaguear, encendiéndose con el mensaje de Tinterico que a continuación os transmito:

"¡Hola Toby! Mucho ha llovido desde mi pasado mensaje. En algunos sitios más de la cuenta. Aquí, sin ir más lejos, las brujas tuvieron que salir a nado de su alcoba. Pero no quiero entreteneros con anécdotas secundarias que os distraigan del tema que tenemos entre manos. Por cierto que, cuanto voy a relatar, lo hemos vivido, padecido y gozado, Don Quijote y yo en nuestras espiritualizadas carnes, o nos lo ha contado puntualmente la prodigiosa reportera merlinesa "Voz de Agua," sutil captadora del lenguaje del viento y del silencio.
Enlazando con el anterior mensaje, el sábado, uno de septiembre, cuando sonaban las doce de la noche, Hipólito, que estaba en la portería de Las Oropéndolas y trataba de arreglar la avería provocada por Baudelio, viendo a Laura que corría llorando hacia la calle, se precipitó tras ella, librándose casualmente de la trampa mortal que éste le había preparado.
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Laura, sorda a los gritos de Hipólito, cruzó la ancha avenida con el semáforo en rojo y un tráfico intenso, esquivando los coches y obligando a frenar a más de uno, ante la angustiada mirada de aquél. Luego, ella entró en el dédalo urbano, desapareciendo por sus calles, como una sombra en una pesadilla.
Mientras tanto Don Quijote y un servidor nos acercamos al árbol de los deseos, portando una larga lista de enseres que precisábamos para nuestra misión.
-Buenas noches, señores, soy Nicol Asa -nos saludó, cariñosa, una boquita rosada de voz acaramelada- ¿en qué puedo servirles?
-Necesitamos que, con la mayor premura, nos pertrechéis con los utensilios que en esta lista se relacionan -dijo Don Quijote en tono solemne.
-Oiga, caballero, esto no es Eroski.
-Ha de saber, hermosa doncella -respondióle- que si su merced es Nicolasa, yo soy Don Quijote de la Mancha y mi padrino es, nada menos, que Merlín. No querrá que molestemos al príncipe de la magia para que él le recuerde sus obligaciones.
-Mil perdones, excelentísimos señores. Empiecen a contar y admiren la rapidez de nuestro servicio.
Don Quijote le tomó la palabra y se puso a contar:
-Uno, dos...
Antes de decir tres, las manos de pulpo gigante del árbol de los deseos depositó ante nosotros una fantástica ambulancia amarilla, anfibiovoladora y sumergible, con cabina de pilotaje, cuatro compartimientos, camas con colchones Lo Mónaco y música variada, incluida la de los cuarenta principales. Nuestros aspectos fueron, ipso facto, transformados: Don Quijote en el de un doctor hindú con traje blanco de cachemira y un turbante encantador. Yo en un musculoso enfermero senegalés con pantalón verde musgo hasta las rodillas, camisa verde plátano de manga corta, y grandes anillas en las orejas.
Además nos proveyeron, generosamente, del siguiente material: una llave "ábrete sésamo", un rollo de cuerda "estátequieto", un cubo "trágalotodo", un bote de pastillas "yanomevés" y una sorprendente brújula "llévameconquienyotediga".
Como la ambulancia funciona por órdenes orales de sus pilotos, Nicol Asa nos pidió que cantáramos una canción delante de la rama de las orejas para registrarnos la voz. Don Qujote cantó Caminaba el conde Olinos y yo Granada, tierra soñada por mí.
-Bueno, ya está bien de tanto prolegómeno y vámonos echando leches, con isoflavonas de soja ,hasta el tejado de Las Oropéndolas -ordenó Don Quijote.

Eran las 00´10 de la noche cuando la ambulancia se posó, como una pluma, sobre el tejado del portal A de Las Oropéndolas.
Aunque Don Quijote había ordenado a la ambulancia que permaneciera quieta en el tejado, yo tuve la precaución de echar el freno de mano, dada la pronunciada pendiente de la techumbre. Acto seguido, entramos en la buhardilla por el respiradero. Desatamos del camastro a don Baldomero, que seguía bajo los efectos del duermepollos. Lo estiramos hasta conseguir que su diámetro adelgazara lo suficiente, lo sacamos por la claraboya y lo introdujimos en el segundo compartimiento de la ambulancia, acostándolo en la confortable cama, donde empalmó sus dulces sueños.
-Un momento -le dije a Don Quijote, mientras cogía la llave "ábrete sésamo" de la cabina-. Voy al piso de don Baldomero a coger la nota que dejó Porreto pidiendo el rescate.
-Eres muy sagaz, amigo Tinterico, ¿qué haría yo sin tí en este reino poblado de asechanzas?
Tomé la nota y, al salir, no me preocupé de cerrar la puerta de la casa de don Baldomero. Una vez en la ambulancia, arrojé la nota en el cubo "trágalotodo" y desapareció.
-¿A dónde vamos ahora? -pregunté a Don Quijote.
-Vamos a bajar a la segunda planta, que estoy sintiendo mucho movimiento en ella.

A las 00:15, Teodora -nerviosa tras seis horas de discusión con Romualda y con Hércules su marido, sobre los preparativos del proyectado gimnasio, e impaciente por cumplir lo prometido a Elvira y a don César- salió de su casa y subió a la de Elvira.
-Buenas noches, Elvira, vengo a que me des el desinfectante para purificar la cabina multiaseo de don Baldomero. Así podré hacer la operación mañana a primera hora, para que don Baldomero admire, cuanto antes, la resplandeciente blancura de sus dientes, ¡je, je!
-Me parece una buena idea, Teodora. Espera un momento -dijo Elvira, entrando en la cocina y volviendo con una pequeña caja-. Aquí tienes. Ya sabes cómo hacerlo. Es una ampolla de plástico. Cortas la cabezuela y derramas el contenido por el orificio del depósito con destino al lavado de la boca y al afeitado.
-Sí, Elvira, ya sé. ¡Qué ganas tengo de que amanezca! Hasta mañana.
-Hasta mañana, Teodora. A quien madruga, Dios le ayuda, ¡ja, ja!
Al salir al pasillo, Teodora vio a Silvia entrando en casa de don César. "¿Qué se traerán entre manos? -pensó-. Ya me enteraré mañana." De vuelta a casa, encontró a Romualda su madre, en pololos, haciendo flexiones en el salón. Luego entró en el dormitorio, dejó la ampolla sobre la mesita de noche y se acostó junto a Hércules que, seguramente, soñaba que su camión subía por el Gurugú, a juzgar por los ronquidos que lanzaba en primera marcha.

A las 00:20, Silvia, la mujer de Onofre, salió de la casa de don César con la cámara antiorgánica y llamó en la de los Lechúguez. Le abrió Ferina, extrañándose de tan intespestiva visita.
-Es que se trata de una cámara fotográfica tan novedosa que no podía irme a la cama sin enseñárosla. Pero, para que podáis comprobarlo, es necesario que primero os saque una foto.
-Pasa, Silvia, pasa y enséñanos ese maravilloso aparato -le dijo Ferina, que fue a sentarse con Lechúguez y Pompi en el sofá.
En ese momento, Don Quijote y yo, con una pastilla "yanomevés" en la boca, entramos en casa de los Lechúguez, y nos colocamos delante de ellos en el momento en que Silvia disparó la foto. Silvia, no viendo a nadie, entró en el escritorio de Lechúguez, cogió el documento comprometedor y salió de la casa, quedando los Lechúguez obnubilados y sentados en el sofá. Nosotros salimos tras Silvia, cerrando la puerta sigilosamente.
A continuación entramos, detrás de Silvia, en casa de don César, que se había levantado medio dormido, vestido con una túnica de raso blanco. Cogió, como un sonámbulo, la cámara y el documento, los dejó sobre la mesa, y despidió a Silvia con breves palabras. En ese momento, Don Quijote se apoderó de la cámara y la escondió en el turbante; mientras yo me guardé el documento bajo la cintura del pantalón. Pasamos por delante de Silvia y fuimos a la tercera planta. El sofocado jadeo de una mujer, que subía detrás de nosotros, nos detuvo un momento.
Era Teodora que, otra vez, se había levantado de la cama con el presentimiento de que estaba abierta la puerta de don Baldomero: "Si así fuera -pensó ella-, aprovecharía ahora para echar el "purificador" en el depósito. De esa forma dormiría más tranquila."
Nos hicimos a un lado con disimulo. Cosa tonta, pues con las pastillas "yanomevés" permanecíamos invisibles. Entró Teodora, echó el contenido de la ampolla en el depósito, y se bajó a casa. Rápidos -como los mecánicos de Fórmula I-, vaciamos el depósito, lo limpiamos y lo llenamos de agua pura.
Después, con nuestros pechos henchidos de orgullo y entusiasmo por lo que ya habíamos conseguido, sacamos medio cuerpo fuera de la ventana de la escalera y ascendimos como dos globos orondos hasta el tejado, en donde nos esperaba la ambulancia, balanceándose al ritmo galopante de la rapsodia húngara nº 2 de Liszt y los resoplidos de don Baldomero.
Entramos en la cabina. Coloqué la brújula "llévameconquientediga" sobre el salpicadero y gritamos en do de pecho:
-¡Llévanos con Hipólicto Centella!

En menos de dos semifusas, la ambulancia recorrió el laberinto de calles de la ciudad. Como era noche de sábado, nos encontramos numerosos trasnochadores, más o menos agrupados y felices porque buscaban algo -quizás la felicidad- o porque huían de algo -quizás de la monotonía-.
La ambulancia se detuvo ante un bar de copas, en un recoleto rincón. Dejamos a don Baldomero sumido en sus sueños, y nosotros entramos en el bar. El portero -un mocetón de cabeza rapada, uniformado y con un boquerón de plata colgando del lóbulo de la oreja, en pie firme cual una columna dórica, pero inexplicablemente dormido como una de cemento, ni se inmutó a nuestro paso. La verdad es que, aparte de que quizás para él resultábamos invisibles, el local se hallaba en tenebrosa penumbra, rota intermitentemente por el resplandor procedente de la pista de baile, en cuya cúpula estallaban las luces y la música como en un final de feria de tu pueblo. La pista estaba muy animada, así como el resto de la sala, en donde había numerosas parejas y grupos sentados en las mesas o semitumbados en los largos asientos adosados a la pared. En una de las mesas del fondo de la sala, nos llamó la atención la figura de un joven de encendida cabellera, con la cabeza agachada y sostenida entre sus manos, mirando obsesivamente el vaso de cóctel.
-¡Es nuestro Hipólito! -susurró Don Quijote, tocándome con el codo-. Acerquémonos.
Nos acercamos y tomamos asiento frente a él.
-Hola, Hipólito.
-Hola -contestó sin entusiasmo-. ¿Quiénes sois? ¿Sois de verdad o sois figuraciones mías?
-Somos amigos tuyos de verdad, y queremos ayudarte. Te vemos confuso y triste... -le dijo Don Quijote.
-Y desesperado... No sé qué hago ya en el mundo...
-No digas disparates, joven -añadió Don Quijote-, tienes una prometedora vida por delante.
-No. Mi conciencia me repite, como una carcoma, haber obrado vilmente con una buena persona.
-Pero eso no ha ocurrido, muchacho. Tu arrepentimiento impedirá que suceda -dijo Don Quijote, tratando de tranquilizarlo.
-Es que, además, mi existencia carece ya de sentido. He perdido a Laura.
-¿Y eso?
-Sí. Ella lo era todo para mí. Desde niño he suspirado por ella. Hemos ido juntos al colegio y al instituto. Pensando en ella he inventado cosas, he tratado de superarme, para poder un día ofrecerle mis obras, mis conquistas, y que viviera como una princesa. Pero ella me ha ignorado. No quiere saber nada de mí.
-Ah, inexperto mancebo -contestóle Don Quijote-. No desesperes y vuelve a casa con nosotros. Ya verás cómo todo se arregla. Pero debes sacudir el orgullo y la timidez, y tener un cara a cara con ella, diciéndole claramente lo que sientes. No hagas como Don Quijote: que emprendía valerosas hazañas por su amada, y ella sin enterarse. Vamos, tranquilízate y duerme en la cama que te tenemos preparada.
Cogí a Hipólito por debajo de las axilas y me lo eché al hombro. Luego, moviendo brazos y caderas al ritmo de la lambada que sonaba en la pista, salimos a la calle, sin que se percatara el portero, que seguía traspuesto. Abrimos el segundo compartimiento de la ambulancia y lo acostamos, quedándose pronto dormido, al vaivén de la barcarola de los cuentos de Hoffmann.
Como era bastante temprano, decidimos dar varias vueltas por la ciudad, para dar tiempo a los vecinos de Las Oropéndolas a reflexionar lo suficiente sobre su participación en aquel rifirrafe.
No sé si fue por influjo de las estrellas, del velo rosa de la aurora o de la romántica melodía de la ambulancia, lo cierto es que Don Quijote se puso a recitar endechas amorosas que llegaron a conmoverme. En seguida me sobrepuse y grité a la brújula:
-¡Llévanos ahora mismo con Laura!

La ambulancia giró sobre sí misma y se alzó a modo de tornado. Luego fue descendiendo lentamente cerca del estanque del Retiro madrileño.
Salimos fuera. Deberían de ser ya las cinco de la mañana. A unos cien metros descubrimos la silueta de una muchacha, sentada en el borde del muro que rodea el estanque. Nos acercamos hasta ella.
-¿Quiénes sois? -preguntó, temerosa, como si viera extraterrestres.
-No te asustes, gentil doncella -le habló Don Quijote con voz tranquilizadora-. Venimos a ayudarte.
-¿Sois acaso del 112?
-Algo parecido -le contesté yo-. Desde luego somos amigos tuyos. Sabemos lo que te ocurrió anoche con tus padres, tu marcha de casa, tus aspiraciones, tus desengaños y tu actual desorientación y amargura.
-Sí, así es. Pero no creo que vosotros podáis hacer algo para solucionarlo. Ya nada tiene sentido para mí, una vez que mis padres me han demostrado, con su mutua imcomprensión, que el amor es un espejismo, un engaño que hay que evitar...
-¿Qué dices, criatura? -reprendióle Don Quijote con delicadeza- El amor, sobre todo el que sentimos hacia alquien con quien quisiéramos fundirnos, es un don del cielo que debemos cuidar cada día como se cuida a una hermosa planta. El triste ejemplo de parejas frustradas no debe decepcionarte. Tú quieres a Hipólito, reconócelo...
-¿Hipólito? -exclamó, observándonos detenidamente-. Veo que lo sabéis todo. Sí, siempre he querido a Hipólito, desde que éramos niños. Pero ignoro sus sentimientos y propósitos. Él vive enfrascado en sus inventos. Supongo que lo demás le tiene al pairo. Como él no dice esta boca es mía...
-Es que hay varones -entre los que yo me cuento- tan torpes en el juego amoroso, o quizás excesivamente idealistas, que les asusta acercarse a una mujer de carne y hueso. Ella, mucho más decidida, debería tomar la iniciativa.
-Vuelve a casa, Laura, -le rogué yo-. Hipólito te espera con un montón de ilusionadas ideas cosechadas para tí.
-No sé, no sé... -susurró indecisa-. ¿Y mis padres, qué?
-Todo se arreglará -afirmó Don Quijote-. Vente con nosotros.
La ayudamos a incorporarse, la llevamos a la ambulancia y la acostamos en el tercer compartimiento. Zarandeada por tantas emociones, pronto se quedó dormida, acunada por la dulce melodía.

Eran ya las seis de la mañana cuando la ambulancia -tras recibir nuestra orden de ir en busca de Onofre- levantó las ruedas delanteras, lanzó un estruendoso relincho, como un caballo pura sangre y, en un visto y no visto, nos dejó junto a la estación de Atocha.
Entramos, brújula en mano, con dirección a donde ella nos indicaba: al andén en donde un tren con destino a Andalucía, esperaba la orden de partir. El andén estaba muy concurrido. Avanzamos hasta un banco en el que se hallaba sentado un hombre enjuto, de pelo canoso y aspecto inofensivo y desamparado. La brújula se puso a girar como loca. No cabía duda, aquel hombre era Onofre. Nos sentamos junto a él.
-Buenos días -le saludamos a la par.
-Buenos días -contestó escueto.
-Juraría que usted es Onofre, el hombre que buscamos -le espetó Don Quijote.
-Sí, soy Onofre. ¿Y vosotros quiénes sois? ¿Quién os envía?
-No nos envía nadie -contestó Don Quijote-. Nos dedicamos a echar una mano a gente necesitada. Y usted la necesita ¿no le parece?
-No sé. Todos la necesitamos desde luego, pero, aunque me consideréis engreído, prefiero ventilármelas yo solito; tanto más cuanto acabo de perder lo que más quiero en el mundo: a mi mujer y a mi hija. Si mi familia no quiere mi compañía ¿para qué quiero la de los demás?
-Hombre, Onofre -trató Don Quijote de hacerle recapacitar-, usted tiene aspecto de persona sensata. No se tome tan a rajatabla el enfado de su mujer. Seguro que ya se le habrá pasado. Déle otra oportunidad.
-No. El problema no está en que yo no la acepte a ella. Es ella la que no me acepta ni a mí ni a mis aficiones. Y, ante nuestra falta de entendimiento, nuestra hija tampoco quiere estar en casa.
-¿Y qué piensa hacer? -me atreví a preguntarle.
-Espero un tren que me lleve al sur. Pienso instalarme en una cabaña, junto al mar. Sobreviviré con poco. Me dedicaré a mis reflexiones y aficiones literarias, ni envidioso ni envidiado, sin molestar a nadie, contemplando los colores, olores y sonidos infinitos del mar. Del mar y del cielo...
-¿Y si ella te pidiera perdón?
-No sé. A veces el viento de la vida arranca de nuestro arbolillo hasta la hoja más diminuta... Quizás la húmeda y cálida brisa del mar de allí abajo... No sé...
Una voz metálica resonó anunciando la inmediata salida del tren. Onofre se levantó del asiento.
-Adiós, Onofre. No cierres tu corazón definitivamente.
-Gracias -contestó mientras subía al vagón.
Volvimos a la ambulancia como derrotados.

En el reloj de la iglesia cercana a Las Oropéndolas sonaban las ocho de la mañana, cuando los vecinos del portal A comenzaron a despertarse y a recordar lo ocurrido, como si de una nefanda pesadilla se tratara. Con rostros serios y preocupados fueron apareciendo tras los cristales de sus balcones.
En seguida llegan las "hijas" de don Baldomero en el coche deportivo, vestidas con minifaldas, a juego con los lazos de sus cabezas. Baudelio, ensimismado en sus autoacusadores pensamientos, les franquea la puerta sin ningún impedimento. Ellas entran con el coche en el recinto comunitario y se colocan ante el portal A.
Se ponen de pie sobre los asientos y empiezan a imprecar a los asustados vecinos.
-¿Qué habéis hecho cobardes hipócritas? Tan educados como aparentáis ser, cuando en realidad os odiáis a muerte entre vosotros. ¿Qué habéis hecho con don Baldomero? Todos sois culpables de uno u otro delito y lo vais a pagar ahora mismo.

En ese preciso instante, como llovida del cielo y haciendo retemblar los cristales de la urbanización con las vibrantes notas de La cabalgata de las Walkirias, vino a posarse nuestra ambulancia, justo detrás del deportivo de Kuki y Barbarita. Baudelio se abofeteó varias veces para espabilarse y salió de la portería corriendo hacia la explanada.
Don Quijote, con su blanco atuendo de médico hindú, se plantó de un salto sobre el techo de la ambulancia, sorprendiendo con sus atronadoras palabras a los asustados vecinos y, sobre todo, a las camufladas brujas:
-¡Escuchad, vecinos! Abrid de par en par, sin miedo, vuestros balcones. Somos amigos. No temáis. Habéis sido víctimas de una espantosa pesadilla, creyendo ser protagonistas de tremendos delitos. Nada ha sido real. Todo ha sido provocado por las malas artes de esas dos engañosas cacatúas que cacarean sobre el coche, exhibiendo sus falsos encantos. Afortunadamente, aquí no ha muerto nadie.
-¡Pero ahora sí que vais a morir todos, todos, todos! -gritaron Kuki y Barbarita, sacando de sus mochilas los sprays y blandiéndolos por encima de sus cabezas como peligrosos lanzallamas-. ¡Os vamos a achicharrar vivos!
Don Quijote -desde lo alto de la ambulancia, y yo desde la cabina con el rollo de cuerda "estátequieto"-, saltamos como panteras sobre Kuki y Barbarita, les arrebatamos los sprays y les deshicimos los lazos de sus cabezas. Inmediatamente ellas recuperaron sus repulsivos aspectos de feas brujas y yo me apresuré a atarlas con el cordel. Un "¡Ohhhhhhh" comunitario de jubiloso asombro estalló en la urbanización.

Seguidamente salieron a la explanada Lechúguez, Ferina y Pompi, lanzando besos al aire. (Tampoco es eso). Tras ellos apareció Silvia, corriendo frenética. Cuando los alcanzó, se colgó de sus cuellos y los abrazó, como si los viera resucitados.
Luego, Don Quijote me ordenó abrir el segundo compartimiento de la ambulancia. Salió fuera don Baldomero, sonriente, saludando como un emperador romano, con su pijama de ovejitas amarillas. Un cerrado aplauso espantó a una bandada de golondrinas que descansaba sobre los tejados, cogiendo fuerzas para regresar a África.
Baudelio -que, por la mañana temprano, había tenido la feliz idea de afeitarse y cortarse la melena, sacando afuera los auténticos rasgos de su cara, la que don Baldomero amaba desde tantos años atrás- se acercó presuroso hasta él. Se miraron a los ojos intensa y largamente, y se fundieron en un abrazo que conmovió a cuantos presenciamos aquel reencuentro, especialmente a quienes creían que don Baldomero había muerto.
Después abrí la puerta a Hipólito. El joven, no sabiendo a quién abrazar, me abrazó a mí. Luego se fue corriendo a admirar el deportivo de las brujas y la ambulancia, que seguía lanzando, a los cuatro vientos, marciales composiciones de Wagner.
Todos los vecinos fueron apareciendo en la explanada, felices y eufóricos.
Con cierta ansiedad y expectación fui a abrir el tercer compartimiento. Apareció Laura, bella como el sol que se reflejaba en su rostro. Su verde mirada recorrió la de todos los presentes, que correspondieron con sonrisas y gestos amistosos.
Don Quijote se acercó a ella, le tomó la mano y la llevó hasta Hipólito, quien -como si viera una celestial aparición- quedó extasiado momentáneamente y exclamó:
-¡Mi Laura querida! Creí que no volvería a verte nunca más. Deja que te abrace y te bese.
-También yo lo pensé, querido Hipólito -dijo, besándolo a su vez-. A estos buenos amigos debemos que no haya sido así.

Chinda y Minga miraban en torno suyo con ojos espantados y no cesaban de ensartar una retahíla de maldiciones y conjuros. Pero, ni por ésas. Asmodeo debería de estar sobando.
Cogimos los sprays, apuntamos al deportivo y lanzamos una buena rociada sobre él. El coche fue reduciéndose hasta acabar convertido en un triciclo, con dos sillines y dos pares de pedales.
-¡Ea, viejas zurronas -les gritó Don Quijote-, salid de aquí zumbando y pedaleando hasta vuestras guaridas, y dejad en paz a esta buena gente!
Los vecinos del A, así como los de otros portales, que se habían agregado al espectáculo, respaldaron las palabras de Don Quijote con silbidos, denuestos, lanzamiento de cuanto tenían a mano -zapatos principalmente y algún que otro tiesto- contra las brujas, las cuales -a pesar del cordel- montaron en los sillines, agarraron el manillar y salieron de la urbanización a golpe de pedal.

Ya calmados los ánimos, Don Quijote volvió a subirse sobre la ambulancia, que se puso a caldear el ambiente -más de lo que estaba- con un repertorio de música de folklore hispano.
-Amigos, tenemos que felicitaros porque la fortuna os ha mirado con gran benevolencia. Pues, aunque ha permitido que las brujas activen la semilla de maldad, enterrada en nuestra naturaleza, todo ha quedado en una desagradable pesadilla, en atención a esa llamita de buena voluntad que, con vuestro libre esfuerzo, procuráis mantener viva en el corazón. Gracias a ella ha sido fácil contrarrestar los maleficios de las brujas, aflorando, en cada uno de vosotros, sentimientos positivos y el deseo de convertir Las Oropéndolas en un lugar realmente envidiable. En vuestras manos está el conseguirlo, y os pido empecéis ya a exponer vuestras propuestas para hacerlo realidad.

Don César fue el primero en responder:
-Así es, providenciales amigos. Reconozco que, hasta hoy, mi corazón sólo se ha movido por y para el dinero, vacío de sentimientos humanos, aunque también es cierto que, en lo más recóndito del mismo, siempre he conservado vivas las palabras que mi madre me dijo antes de morir: "César, si quieres ser feliz, haz algo por el bien de los demás". Aunque tarde, quiero ser feliz de verdad. Por eso propongo crear en esta urbanización una fundación con mi capital y con las aportaciones de los que quieran colaborar, encaminada a conseguir una comunidad próspera y ejemplar, en la que reine la armonía, el respeto y la solidaridad. Por mi parte, además, dispongo que quienes están pagando hipoteca por el piso, en adelante pagarán sólo el tercio de lo que venían pagando. El precio de los pisos pendientes de vender se rebajará también a un tercio, con la condición de que el comprador acepte las propuestas de convivencia que ahora estamos perfilando. Todo el dinero recaudado se destinará a fondos de la fundación.
-¡Viva don César! -clamaron unánimes, aplaudiendo, los oropéndolos.
Susi, muy sonriente, le lanzó un beso, y don César le correspondió, gentil, con otro y con una afectuosa mirada, de la que había desaparecido el metálico brillo que antes la caracterizaba.

A continuación fue don Baldomero -pegado a Baudelio- quien tomó la palabra:
-También yo he llegado hoy a esa misma conclusión, con mayor motivo, puesto que acabo de recuperar a Baudelio, el amigo entrañable de mi vida. El dinero tiene un gran atractivo, qué duda cabe, pero es engañoso. Os lo ha dicho don César y ahora os lo digo yo, que me he pasado la vida luchando por él. No me ha dado la felicidad. ("¡Gilipollas!" -se oyó gritar fuera de la urbanización). Hay quien no tiene más que lo indispensable para vivir y es mucho más feliz que yo. Desde hoy, junto a mi amigo Baudelio, quiero empezar a ser feliz. La tercera parte de mis bienes se la enviaré a mis hijas, las auténticas Kuki y Barbarita. El resto - excepto mi vivienda que compartiré con Baudelio, más una asignación mensual que reservaré para nuestras necesidades- pasará a integrar el capital de esa fundación que propone don César.
Con esos fondos -si a don César y a todos vosotros os parece bien- se subvencionará prioritariamente a los vecinos del portal A, para que realicen sus proyectos con mayor desahogo.

A lo que don César contestó:
-Me parece perfecto, don Baldomero. Además, quiero participaros otra decisión personal que se me ha ocurrido. Voy a retirarme de toda actividad financiera. Cerraré el banco como tal. En su lugar funcionará la administración de la fundación, de cuya dirección se hará cargo -si es de su agrado- la señorita Elvira, con la colaboración de los vecinos que así lo deseen.

En ese momento sonaron las doce del mediodía. Una cálida brisa nos obsequió con aromas de pescaíto frito y la voz fresca de Niña Pastori.
-Cuente conmigo, don César -gritó Elvira, levantando los brazos y arrancándose por sevillanas.
-Y con nosotros -exclamó Lechúguez que, con una mano, apretaba a Ferina contra sí y, con la otra, saludaba al estilo regio.
-Con nosotros también -dijeron Porreto y Quirica.
-Por pedir que no quede -intervino Tomasa-. Como el señor Baudelio , al parecer, se va a vivir con don Baldomero, yo me pido la portería.
-Vamos, Hipólito -dijo Laura acariciándole la mejilla-, habla a los vecinos de ese invento que tanto podría ayudar a la comunidad en sus nuevos objetivos.
-¡Ánimo, explica tu invento, Hipólito! -corearon los vecinos.
Hipólito se ruborizó, se rascó la dorada cabellera que, saturada de sol, despedía un vaho transparente, y habló con voz algo temblorosa:
-Bueno, es que he ideado unas gafas...
-¿Unas gafas? -preguntaron curiosos.
-Sí. Unas gafas muy especiales. Yo me las pongo y, en seguida, comienzo a notar sus favorables efectos: me siento optimista; veo la vida como una partida que hay que tratar de ganar cada día deportivamente; descubro en la gente buenas intenciones; deseo comprender y servir a los demás... No sé si en otras personas causará semejantes resultados. Aún no he hecho la prueba.
-¡Estupendo, chaval, apúntame unas! -gritó Hércules, abocinando la voz con las manos.
-Y a mí otras -añadió Romualda.
-Toma nota, Hipólito -resumió don Baldomero-. Unas para cada vecino.
-Un momento -rogó Baudelio, levantando los brazos-. Permitidme que os haga partícipes de una idea que me parece atractiva. Yo soy actor y, aunque llevo poco tiempo entre vosotros, he observado que en este portal sus residentes poseen unas dotes excepcionales para el arte dramático. ("¡Ja, ja, ja!"-se rieron). Sí. No os riáis, lo digo muy convencido. Por eso, quiero proponeros construir en Las Oropéndolas una gran sala de teatro en la que actuará la compañía que formaremos los vecinos del portal A.
-¡Fantástico! -exclamaron a tres voces, Leonardo, Pompi y Alicia-. En los entreactos, animaremos al personal con nuestras actuaciones musicales, ya que hemos formado el grupo Alicia y los gaiteros, con tendencia a ritmos celtíberos.
-Yo también me ofrezco para deleitar al público con demostraciones de fuerza, como doblar una farola, partir tablones de un puñetazo o abrir la puerta con la cabeza...
-Bien, bien, señores -continuó Baudelio-, se agradecen todas las sugerencias y ofrecimientos. Si os parece bien, propongo representar la historia que en nuestra escalera ha tenido lugar. En ella, cada uno de nosotros será actor del personaje que le ha tocado vivir... o soñar.
-También yo quiero hacer otra sugerencia -intervino Silvia-. A mi marido Onofre le encanta escribir. Seguro que le haría mucha ilusión redactar el guión de esa historia. Yo podría proponérselo...
-Escucha, criatura -díjole Don Quijote, con delicada voz, acorde con las suaves pinceladas musicales de Grieg, que ahora sonaban en la ambulancia-, ¿sabes, acaso, dónde está tu marido?
-Es verdad. Él se marchó de casa por mi culpa. Eso no ha sido un sueño. Es una triste realidad. ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Cómo podré encontrarlo, señor? -se lamentó llorosa.
Don Quijote bajó de la ambulancia y me pidió la brújula. Entré en la cabina y se la alargué por la ventanilla. Él se acercó hasta donde estaba Silvia y se la entregó, diciéndole:
-Toma, Silvia. Esta brújula te irá marcando el camino hasta donde se halla Onofre. Pide a Hipólito y a tu hija que te lleven en su coche. Mucha suerte.

Finalmente nos despedimos de aquella buena gente, que nos demostró su agradecimiento con aplausos, vivas y besos voladores.
Nosotros, sin otra brújula que la alegría de ver sonreir a aquellos amigos y haber hecho la puñeta a las brujas, nos lanzamos con la ambulancia, horadando el aire como un cohete, hacia el castillo. Durante el breve trayecto pregunté a Don Quijote:
-¿Cree su merced que Onofre volverá a casa?
-No sé -me contestó con tono algo sombrío-. Hay cosas que no las arregla ni el mismísimo Don Quijote."

Y hasta aquí el mensaje de Tinterico. Que lo paséis bien, amigos. Toby.

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