El amanecer del octavo día - (Cap. II)

jueves, 18 de diciembre de 2008

Hola, amigos, soy Tinterico.
El tiempo -el meteorológico y el otro, aliados- nos tiene declarada la guerra. Lo mejor es armarse de paciencia, seguirle la corriente y a nuestro rollo. Espero que estéis bien, dentro de lo que cabe, claro. Y ahora sigo contándoos la aventura en la que andamos metidos, Don Quijote, Samuel y un servidor.

"Tan por encima de los aires nos propulsó la pétrea bota del, con todo acierto, denominado Tranco del Diablo, que nos dio tiempo sobrado para discutir sobre cuál debería ser nuestra prioritaria acción: si dirigirnos al pueblo fantasma a liberar a los jóvenes, como proponía Don Quijote; ir en persecución del facineroso desalmado, según prefería Samuel; o, antes que nada, tratar de conocer cómo se habían desarrollado los hechos desencadenantes de aquella kafkiana situación, en mi opinión lo más aconsejable para evitar dar palos de ciego y pérdidas de tiempo.

-Lo tenemos fácil -dije, señalando al globo terráqueo que, desde la descomunal altura en que nos hallábamos, se veía reducido a unas dimensiones semejantes a nuestra bolavoláptera nave-. Mediante la janua témporis de Don Quijote podemos visualizar, retrocediendo en el tiempo y sin salir de aquí, cuanto sucedió desde que el desalmado llegó a Salamanca, tras haber partido, de madrugada, de la casa del pantano. Ahora estamos a tiempo de desviar la ruta de la bolavoláptera y aproximarnos a los escenarios en donde ocurrieron los hechos.
-Me parece una idea acertada -aprobó Samuel-, tanto más cuanto que no nos va a suponer pérdida alguna de tiempo, ya que con la janua témporis nos situaremos fuera del tiempo real.
-¡Oh, qué gran regalo me hizo mi padrino! Gracias Merlín, mil y mil veces -exclamó Don Quijote, tomando entre sus dedos la preciosa joya y dándole orden de llevarnos a Salamanca y mostrarnos cuanto ocurrió desde que Arthur llegó allí con la negra furgoneta.

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Instantáneamente la bolavoláptera dio un salto fantástico, quedando encajada entre dos rayos de sol, dirección Sol-Salamanca-Furgonetadearthur. Se deslizó por ellos como por un dorado tobogán de luz, hasta quedar flotando, invisible, a un metro sobre la cabeza de Arthur, a las 11:35 de ayer.
-¡Fantástico! Y ahora que hablen los hechos y personajes implicados en esta historia -ordenó Don Quijote a la janua témporis.

""Arthur aparcó la furgoneta en el parking público, muy cerca del Club de cienciófilos. Salió fuera, cerró el coche y se dirigió al club, elegantemente vestido con un traje azul marino a rayas y portando un abultado maletín negro. Consultó el reloj. Las marciales notas del Tannhäuser sonaron en el móvil de Arthur.
-Dígame, doctor Flowers.
-¿Dónde estás, Arthur?
-Muy cerca del club. Ahora me disponía a entrar. ¿Está usted dentro?
-Sí. Estoy en una sala de relajación, esperando a que den las doce para comenzar la conferencia. ¿Tienes ya preparada la casa para la reunión de los jóvenes, de entre los cuales deberás elegir al candidato?
-La casa sí. Creo que les gustará. Y si no, peor para ellos, ja, ja. Es broma, doctor.
-Ya sabes, Arthur. Debes mostrarte educado, cortés y generoso. Y muy alerta en todo momento. Nadie deberá conocer nuestra relación. Sobre la elección del candidato, deja a Arturito que él te guíe, pues tiene más recursos para ello. Invéntate alguna estratagema para conseguir adeptos adinerados que financien el proyecto...
-No se preocupe, doctor. Lo tengo todo previsto, ¿verdad, Arturito?
-Sí, lo he comprobado, Arthur es ingenioso -contestó Arturito insulsamente.
-A propósito, doctor. Noto un cierto desajuste entre Arturito y yo. ¿Cuándo podría revisarlo?
-Sabes que yo marcho a Suiza esta misma tarde. Mañana por la noche tengo una conferencia en el Romance Hotel. Tienes mi teléfono. Conoces bien dónde está el refugio alpino. De tí depende que nos veamos más o menos pronto. Pero lo que necesito tener ya es al candidato.
-Actuaré contra reloj, doctor Flowers. Mañana por la noche, sin falta, nos veremos allí. Le deseo mucho éxito en sus conferencias.
-Hasta ahora, Arthur. Ya me están avisando para entrar en el salón.

Con distinguido porte se presentó Arthur en el club. Mostró su carnet en recepción y entró en la sala, prácticamente repleta, al son de los telúricos compases de La Consagración de la Primavera, que incitaban al público a elevar la voz en sus cuchicheos. Arthur observó que las butacas del centro de la sala estaban ocupadas por gente de distinguido aspecto, seguramente empresarios adinerados, profesores e investigadores relevantes, muchos de ellos acompañados de sus esposas. En los laterales, en cambio, abundaban jóvenes estudiantes, informalmeente trajeados, aficionados a los más avanzados descubrimientos. Él fue a sentarse en el lateral derecho, junto a cuatro chicos que, al parecer, formaban grupo con tres chicas y un chico de la fila delantera. Casualmente, la butaca entre la de Arthur y la del joven sentado a su izquierda, estaba desocupada; circunstancia que Arthur aprovechó para dejar sobre ella el maletín, mientras soportaba las miradas curiosas del grupo de jóvenes, y especialmente la del chico de delante: un mocetón de rapada cabeza, cuello de toro, gruesa boca y ojos burlones que, tras mirarle, abarcó con sus brazos a las tres chicas sentadas a su izquierda y les comentó algo, provocando una gran carcajada en el grupo.
La música dejó de sonar. Por la puerta, a la izquierda del estrado, apareció el doctor Flowers, precedido de la presidenta del club y seguido del director. Los asistentes lo recibieron con un largo aplauso. La presidenta hizo la presentación del doctor, dedicándole una breve reseña biográfica y académica. Dijo de él que era estadounidense, aunque hijo de emigrantes hispanos, y que había estudiado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Luego cedió la palabra al doctor Flowers, quien comenzó diciendo:

-Según el relato del Génesis, Dios creó el mundo en seis días. Y el séptimo descansó.
En ese séptimo día de divino descanso, el mundo vegetal y animal no ha evolucionado nada, a excepción del animal humano.
El animal no humano nace provisto de defensas y recursos básicos que le permiten defenderse y desenvolverse en un entorno difícil y hostil. Sus facultades intelectivas -que las tiene, aunque menos desarrolladas que el ser humano- sólo le permiten conseguir la información precisa para subsistir. Por eso, intelectualmente, el animal no progresa. Su conducta, tanto como individuo o como especie, es siempre constante y previsible, aun cuando pasen miles de años.
El ser humano, en cambio, cuando nace, es el más indefenso y torpe de los animales; y el que más atención y cuidados requiere en su primera etapa de vida. Pero, intelectualmente, su superioridad y capacidad evolutiva es tal que, no sólo ha llegado a dominar a los demás animales, sino que tiende a controlar todo el universo. Su insaciable curiosidad le ha llevado, desde las épocas más remotas y primitivas, a buscar información sobre toda clase de cuestiones, ya se refieran a su propia subsistencia o a asuntos que carecen de utilidad para él. Su afán insaciable de conocer le ha impulsado no sólo a acumular información sino incluso a inventar filosofías, religiones, mitos y teorías que puedan dar sentido y sosiego a su existencia. Ese acervo cultural, que ha logrado reunir y conntinúa incrementado, le ha supuesto inmensos esfuerzos y grandes triunfos, pero también fallos catastróficos, guerras y amenazas de cataclismos. ¿Por qué? Porque, como digo, en ese cúmulo cultural se han ido acogiendo mitos y teorías basados, muchas veces en planteamientos puramente susbjetivos, que frenan e impliden el pleno y auténtico desarrollo cultural. Para alcanzar la total objetividad del conocimiento, la humanidad necesita activar al máximo su capacidad racional, tanto intelectual como volitiva, mediante la adquisición de una ilimitada información, así como el hábito del rigor lógico en sus raciocinios. Es la meta que se han fijado los científicos que actualmente trabajan en la consecución de la inteligencia artificial.
Señores -proclamó el doctor Flowers, con evidente entusiasmo- podemos felicitarnos porque el séptimo día ya ha pasado y ha comenzado el amanecer del octavo día. No es fantasía ni ilusión. Quienes investigamos en ese campo constatamos, con inmensa satisfacción, que el hombre tiene ya al alcance de su mano la creación del auténtico superhombre: el cibersapiens.
Insisto, estamos en el amanecer. Pero muy pronto el sol del octavo día caldeará el mundo. El hombre fabricará autómatas artificiales, no ya mucho más inteligentes y creativos que él, sino conscientes de su propia personalidad como él.

Un murmullo, semejante al de una ola arrolladora, recorrió la sala. Arthur giró la cabeza hacia Rubén y Sergio, sentados en la quinta y cuarta butaca, a su izquierda, que cuchicheaban con irónica expresión.

-¿Os escandaliza mi afirmación? -inquirió el doctor, alzando la voz- Pues os voy a revelar un secreto. Ya es una realidad la implantación de neuronas artificiales en cerebros humanos, con sorprendentes resultados. Y muy pronto, será también realidad el autómata cibersapiens, poseedor, como acabo de decir, de consciencia y personalidad. Será entonces el apoteósico momento de la autoproclamación del hombre como rey y dios del universo, de pleno derecho, porque, entonces, serán los robots cibersapiens los que gobernarán y dirigirán las naciones. Ellos podrán prever y resolver certeramente todos los problemas políticos, económicos o de cualquier otra índole. Ellos lograrán eliminar la pobreza, las guerras y los enfrentamientos. Porque ellos, los cibersapiens, poseedores de una ilimitada información y conocedores de la solución correcta de los problemas, serán también los celosos y providentes guardianes de nuestro mundo, en estrecha colaboración con el ser humano.
Observo en algunos de vosotros una expresión escéptica. Les estoy leyendo el pensamiento: "¿Pero qué tonterías está diciendo este iluso?"
Preguntad. No os quedéis con las ganas. No me importa que interrumpáis mi charla, al contrario, me gustaría que manifestárais vuestra opinión, vuestras objecciones o me dijérais si precisáis alguna aclaración.

Sergio -uno de los chicos del grupo de amigos- levantó la mano.

-Habla, joven, te escucho -le animó el doctor.

-Me parece, doctor Flowers, muy encomiable la labor de quienes, como usted, trabajan por la obtención de máquinas inteligentes, cada día más sabias. Indudablemente, esas máquinas, ya sean ordenadores o robots, van a prestar un servicio excelente al hombre, convirtiéndose en instrumentos imprescindibles para realizar arduos y complicados trabajos que exigen suma rapidez y precisión. Pero de ahí a afirmar que, en breve, van a fabricarse robots dotados de consciencia, me parece un sueño irrealizable. Acepto que los científicos lleguen a fabricar sofisticadas máquinas que dispongan de una información ilimitada; robots que resuelvan todo tipo de problemas, capaces de razonar con la máxima coherencia y rectitud; y, por añadidura, semejantes al ser humano en el lenguaje y aspecto exterior.
Pero estoy persuadido de que una máquina jamás será consciente de sí misma ni de sus actos, pues el primer requisito para ello sería que se transformara en un ser vivo.

Sergio hizo una breve pausa en su réplica, que el doctor aprovechó para recuperar las riendas.

-Te felicito, joven, por tu entusiasmo en defender esa falsa conquista de la que tan orgullosa ha estado, hasta ahora, la culta humanidad: la creencia de que el ser persona es un privilegio exclusivo del ser humano. Pero te pregunto: ¿Qué diferencia fundamental crees que existe entre el aninal humano y el no humano, prescindiendo de esa supuesta alma espiritual que las creencias religiosas le atribuyen y que nadie puede demostrar racionalmente?
-Sin duda -contestó Sergio- la capacidad racional del ser humano, muy superior a la del animal, así como su autonomía, libertad de elección y la conciencia de su propio yo.
-Es decir -contestóle el doctor con irónica sonrisa- según eso, los seres humanos poco inteligentes, abúlicos, con alzheimer, o los niños sin uso de razón, dudosamente podrían considerarse personas. No obstante admitamos que son personas, a pesar de esas carencias.
Pues bien. Si aceptamos ese razonamiento y somos coherentes con él ¿cómo habría que catalogar a un animal que, gracias a los progresos de la ciencia, se le dotara de una red neuronal similar a la del hombre, un bagaje informativo, una capacidad de razonar y de resolver problemas propios de una supercomputadora, así como un sistema de comunicación más complejo? ¿Sería correcto considerarlo como animal irracional o más bien racional?
-No creo que jamás se consigan tales avances -mantuvo Sergio-. Pero, aun así, ese animal seguiría siendo un animal carente de espíritu inmortal. No sería persona.
-Voy a darte un consejo, joven. Si quieres caminar certeramente hacia la sabiduría, abandona los dogmatismos. Procura ser objetivo. Sin darte cuenta, tú mismo acabas de darme la razón en lo que estoy defendiendo. A pesar de que ese hipotético animal llegara a ser tan inteligente y autónomo como el hombre, no procedería concluir que, necesariamente, tenga un alma. Pero tampoco podría negarse que posea un yo consciente, pues podría comprobarse fácilmente.
Tanto el animal humano como el no humano, necesitan un cerebro para pensar y actuar de forma más o menos racional y libre. Si fuera esa sustancia, que llaman alma, la que piensa y quiere ¿qué necesidad tendría el hombre de poseer un cerebro? Pero el hecho es que tiene un cerebro. Y resulta que el cerebro y sus funciones -incluida la consciencia- así como cualquier otro órgano del cuerpo humano y sus específicas funciones, son el resultado de combinaciones físicas y químicas, tan materiales como puedan ser las piezas y redes neuronales de un robot. ¿Por qué rechazar a priori la posibilidad de que un día no lejano lleguemos a fabricar robots más inteligentes que el hombre, dotados además de consciencia?

Un aplauso cerrado acogió las conclusiones del doctor Flowers. A excepción de Rubén, sentado a la izquierda de Sergio, y de Caléndula, en la fila de delante, el resto de amigos vitorearon al doctor; especialmente Gerardo quien, puesto de pie, aplaudía entusiasmado; y, también, reía con sorna mirando a Sergio, con el pulgar hacia abajo. Arthur también aplaudía y contemplaba con simpatía al grupo de amigos.


Finalizados los aplausos, el doctor expuso el ambicioso proyecto de investigación y experimentación en que, desde hacía tiempo, estaba trabajando. Hizo hincapié en los incalculables beneficios que se derivarán del logro de los autómatas superinteligentes y el decisivo cometido que esas "máquinas" (dijo, haciendo el gesto del entrecomillado) han de desempeñar en el ámbito industrial. Se trata, por lo tanto, de una espléndida y segura inversión; razón por la que animaba a los empresarios, presentes en la sala, a colaborar en la financiación del proyecto.

Fue entonces Arthur quien se puso de pie. Tomó el maletín y se acercó al estrado. El doctor, visiblemente sorprendido ante la súbita reacción de Arthur, suspendió momentáneamente su charla. Arthur puso el maletín sobre la mesa y, con voz recia y resuelta, dijo:
-Doctor Flowers, perdone que me haya saltado el protocolo. Mi nombre es Arthur Ryan y estoy impaciente por entregarle una pequeña contribución a su encomiable proyecto. En este maletín hay doce mil euros. No es gran cosa, pero ruego lo acepte como primicia de otras aportaciones que pienso realizar en el futuro.
-Me siento muy halagado y extraordinariamente agradecido por su espontánea y generosa actitud en pro de la ciencia, señor Ryan -dijo el doctor-, pero compréndalo, prefiero, por razones fiscales, que las ayudas financieras sean encauzadas a través de la entidad y datos bancarios, indicados en esta tarjeta -dijo entregándole una de las muchas que tenía sobre la mesa.
Arthur le estrechó la mano muy cortésmente, recogió el maletín y volvió a su asiento, en medio de aplausos y cuchicheos.
En seguida, varios de los asistentes -adinerados empresarios, sin duda- tomaron la palabra y manifestaron su favorable y entusiasta acogida al proyecto del doctor, así como su entera disposición a apoyarla económicamente. El doctor les anunció que, en un plazo muy breve, les presentaría uno de sus ansiados logros: el robot dotado de consciencia, del que les acababa de hablar.

Finalizada la conferencia, y tras un intercambio de saludos y tarjetas con los empresarios, el doctor Flowers salió de la sala, escoltado por la presidenta y el director del club.
Mientras la gran mayoría de asistentes se levantaba de sus butacas y, en animada charla, se disponía a salir de la sala, los jóvenes, de al lado de Arthur, charlaban jocosamente y sacaban fotos con sus móviles a los ricos empresarios, mirando de hito en hito a Arthur, con la clara intención de que éste escuchara sus comentarios.
-¿Qué os han parecido mis papis? -preguntó Noelia, arrodillada en su butaca, de cara a los chicos de la fila de detrás, sacudiendo su dorada coleta y señalando a una pareja madura muy engolada- Tenéis que reconocer que son los más guays de la sala, aparte de que están podridos de dinero ¿eh?
-De eso nada, reina de las walkyrias. A mis viejos nadie les hace sombra -contestó Raúl, sentado a la derecha de Sergio, mirando a Noelia, con sus negros e inquietos ojos hundidos y señalando a una pareja de respetable aspecto que aún permanecía sentada, enfrascados en su charla.
-¡Vamos, vamos, no me hagáis reir! -dijo Nuria, girando su perfil aguileño hacia el centro de la sala- Mirad aquel señor de noble aspecto, agrisada perilla y cándido pañuelo de seda anudado al cuello. Es mi padre. Y habéis de saber que, aparte del grupo de empresas que regenta, tiene título de conde y una fortuna fabulosa...
-Chicos, estáis pisándome la moral, y me lo estoy aguantando porque uno procura ser gentil y cabal, pero hasta una razonable senyal. ¿Sabéis quién es Emilio Botín? Pues, al lado del meu pare, Botín es una sabatilla russa -proclamó Gerardo, recalcando su acento catalán.
-La verdad, amigos, que sin pretender rebajar un ápice el poderío crematístico de vuestros progenitores, los míos, aparte de ser dueños de la mayor fábrica de cordones de algodón para mecheros de pedernal, poseen un castillo en Trepaciruelos del Pingajo, con escudo de armas esculpido en la torre del homenaje -declaró Sergio con modositos gestos.
-Difícil me lo ponéis -intervino Rubén, tratando de emular a sus amigos y aguantando la risa- pero sólo os diré que mis padres no han podido asistir a la conferencia del doctor Flowers porque han tenido que ejercer de padrinos en la botadura del buque Junco de las Marismas, construido en sus astilleros.
-Veo que yo soy la menos afortunada -exclamó Caléndula, con aire distraído y soñador-. Siempre fue para mí un handicap insalvable el haberme tenido que marchar de casa por amor a la poesía. Tanto más teniendo en cuenta que mi padre es...
¿Quién? -preguntaron a coro.
-¡Bill Gates!

Arthur Ryan se removía en su butaca, presa de un nerviosismo y curiosidad palpables, mientras, disimuladamente, miraba y escuchaba al grupo de amigos.
-Oye Arthur, esos jóvenes no hablan en serio -pareció decirse a sí mismo.
-Calla Arturito, no empieces a darme la badila. Pronto los tendré en el bote.

-Juraría que el del maletín estaba hablando solo -susurró Sergio a Rubén.
-Ya me he percatado. Ese hombre tiene un no sé qué extraño.

-Bueno, aquí donde me véis -dijo el achaparrado y algo tosco Rosendo- tampoco yo he nacido descalzo, a pesar de la multitud de patas que tenemos en casa, ya que mis padres son dueños de la mayor fábrica de jamones de pata negra de Extremadura.

La carcajada fue unánime, y Arthur la aprovechó para volverse a los chicos y expresarles sus deseos de entablar conversación con ellos.
-¡Qué bien lo pasáis, colegas! Me dáis envidia. Soy Arthur Ryan -dijo, extendiendo la mano y estrechándola a cada uno de ellos que, recíprocamente, le correspondieron dando sus nombres- ¿Qué os ha parecido la conferencia del doctor Flowers? Interesante ¿verdad?
-Sí. Interesante y algo polémica -añadió Sergio con amplia sonrisa- Unos a favor y otros en contra, pero todos nosotros entusiastas de los progresos de la ciencia... Igual que nuestros padres -añadió conteniendo difícilmente la risa.
-Tú también estás muy enganchado al tema ¿eh, tronco? Claro, donde hay liquidez... -lisonjeó Gerardo a Arthur.
-Así es -contestó Arthur, jactancioso-. Me apasiona el imparable avance de la robótica, a pesar de no poseer estudios universitarios, a diferencia de todos vosotros, supongo.
-Sí, bueno, somos todos estudiantes de informática, por hacer algo, a excepción de esa bella criatura -dijo señalando a Caléndula- que prefiere pasear por los bucólicos cielos del parnaso antes que por los cibernéticos. Y tú, Arthur, dices que no tienes estudios universitarios, pero tampoco se te ve apuntado al paro.
-Ja, ja, ja. Desde luego que no -contestó Arthur, riendo-. Comparto con un íntimo amigo un saneado negocio que nos reporta pingües beneficios... De éstas y otras muchas cosas podríamos hablar con tranquilidad, si aceptáis que os invite a comer en un buen restaurante de por aquí cerca. ¿Os parece bien?
-Nos parece de maravilla -respondió Noelia por todos-. Aprended de Arthur, chicos. Eso sí es clase y caballerosidad.
-Pues dejémonos de ñoñeces -dijo Gerardo- y sigamos a Arthur a donde le inspire su musa estomacal.
-¿Qué os parece si dejáis vuestros coches donde los tengáis aparcados y vamos todos en mi supermonovolumen de diez plazas? -propuso Arthur.
-¡Fantástico! -exclamó Nuria, abrazando a Caléndula y a Noelia.

Arthur los condujo en la furgoneta a un restaurante ambientado dentro de un castillo medieval, en el que parecía haberse detenido el tiempo en el siglo XIV. Las polícromas vidrieras de sus ventanas ojivales; el tosco mobiliario de caoba; las numerosas armaduras de destellante acero; los muchos adornos de hierro forjado; la indumentaria de los sirvientes y la música de antiguas danzas. Todo allí parecía reflejar aquella época, incluido el menú que les sirvieron, a base de sustanciosos guisos, carnes a la brasa y vinos añejos que, rápidamente, transformó la redonda mesa, a la que estaban sentados, en una flameante rueda de risas y jocosos comentarios.
Hubo un momento en el que Arthur alzó los brazos y fue recorriendo, con adusta expresión, los rostros sorprendidos de los jóvenes.
-¡Qué te pasa, chaval? -preguntó, mosqueado, Gerardo, sentado frente a él.
-¿Vosotros creéis en los fantasmas? -preguntó Arthur.
-¡Huy! -exclamó Caléndula, sentada entre Gerardo y Sergio- Yo sí, pero aún no he conseguido ver ninguno.
-No digas tonterías -le reprochó Noelia-. Estarás ciega, pues en esta mesa están sentados unos cuantos.
-No lo dirás por mí, ja, ja, ja -bromeó Gerardo.
-Escuchad -insistió, Arthur, manteniendo su serio semblante-. ¿Qué pensaríais si yo os confesara que un fantasma que flota en esta sala, acaba de soplarme al oído que Caléndula ya no quiere a Gerardo, sino a Rubén; ni a Noelia le importa ya Sergio, sino Gerardo; que Nuria, por la que Raúl bebe los vientos, de quien está enamorada es de Sergio; y que Rosendo...
-Por favor, Arthur -le interrumpió, rápido, Rosendo-. Ya vemos que te gustan las bromas, pero no está bien que las hagas con cosas serias.
-No son bromas, es la verdad. Mi fantasma no me engaña nunca.
-¡Es mentira! Nos estás tomando el pelo -protestó Nuria.
-¿Sí? Esta misma noche os podría demostrar que poseo un fantasma. Lo que no sé es cómo ha llegado hasta aquí. Él no suele salir del caserón del pantano.
-¿El caserón del pantano?... ¡Venga ya, tío! Te estás quedando con nosotros -dijo Noelia.
-Si os gustan las situaciones inquietantes y queréis descubrir a ese fantasma que conoce vuestros secretos, animaos y venid conmigo a pasar esta noche en mi caserón. Os prometo que viviréis un experiencia única e inolvidable: cenaremos, bailaremos, jugaremos y charlaréis con el fantasma. ¿Aceptáis?
-Yo sí quiero ir a conocerlo, no faltaría más -dijo Caléndula, echándose hacia atrás su lisa y sedosa melena oscura.
-Iremos todos -gritó Gerardo levantando la copa de vino.
Y, de inmediato, un tintado círculo de copas se alzó sobre la mesa y tintineó al entrechocar unas con otras.

Tras una larga sobremesa de animada charla, fotos, café y espiritosos cócteles, Arthur se levantó de su asiento, maletín en mano, y fue a hablar con el responsable del restaurante. Éste se reía y se le veía reacio a lo que Arthur le proponía.
-Compréndalo, señor -le decía el maitre-. Esa armadura forma parte del mobiliario del restaurante. No se la puedo vender.
-¿Y si ella demostrara su deseo de venirse conmigo, permitiría que me la llevara?
-Siendo así, no faltaría más, ja, ja, ja -se rió el maitre ante tamaño disparate.
Arthur giró la cara, miró a la armadura, situada a una discreta distancia, y le dirigió un disimulado rayo rojo a la celada. La armadura levantó el brazo derecho, ante el asombro del maitre.
-Suya es, señor, -dijo, atónito.
Arthur sacó del maletín dos fajos de billetes y los entregó al maitre.
-¿Le parece bastante?
-¡Oh, sí señor! Espléndido. Muchas gracias por su visita y que disfruten de la armadura.

El grupo de jóvenes, enfrascados en su animada charla, no se habían percatado del detalle de la armadura, pero sí habían aprovechado la momentánea ausencia de Arthur para intercambiar impresiones sobre él.
-¿Qué os parece el hijo de Onassis? -preguntó Gerardo, moviendo su barbilla en dirección de Arthur, que se había acercado a la armadura.
-Muy majo y un buen partido -dijo Noelia.
-Lo que más me gusta de él es su extraño sentido del humor -comentó Caléndula.
-Yo, más que humor, noto en él otra cosa -opinó Nuria-. Algo que inquieta y desasosiega.
-Sí. Hace y dice cosas bastante raras -comentó Sergio.
-¡Bah! Tonterías. Lo que le pasa es que es un niño pijo que le sobra la pasta. Y lo mejor que podemos hacer es lo que estamos haciendo: aprovecharnos de su pródiga dadivosidad, aunque tengamos que aguantarle y aplaudirle sus gilipolleces -opinó Raúl.
-¡Eh, chicos! -gritó Arthur, bajando el brazo a la armadura- Venid a echarme una mano.
Acudieron, vacilantes, Rosendo y Raúl, y entre los tres transportaron la armadura a la furgoneta, en medio de un bullicioso jolgorio. La sentaron delante, en el asiento del copiloto. Arthur se puso al volante. Y los demás se acomodaron, entre risas y chirigotas, en los ocho asientos traseros.

Aunque Arthur pisaba a fondo el acelerador, el sol desapareció pronto tras las montañas y, a mitad del trayecto, se hizo de noche. Los jóvenes, que no habían dejado de parlotear y reír, desde que salieron de Salamanca, callaron momentáneamente. Caléndula aprovechó para hacer una inesperada reflexión.
-¿Qué habrá sido del fantasma? ¿Se habrá quedado en el restaurante, sustituyendo a la armadura?
Todos acogieron la ocurrencia de Caléndula con una sonora carcajada, a excepción de Arthur que miraba a la armadura de soslayo, con silencioso semblante. De pronto, Arthur, se arrancó a cantar el ¡Oh sole mio! con poderosa voz, lo que movió al auditorio a premiárselo con un formidable ¡bravo! Pero pronto enmudecieron al escuchar cómo la voz de Arthur se desdoblaba formando un curioso dúo.
-¿Quién canta contigo, Arthur? -preguntó Noelia.
Arthur y su misterioso acompañante, haciendo oídos sordos, continuaron cantando hasta la entrada misma al pueblo del pantano, momento en que sustituyeron el canto por una carcajada estruendosa.
-¿Véis vosotros lo que yo estoy viendo? -preguntó Caléndula, alucinada, mientras circulaban a través del pueblo-: esa fortaleza de graníticos sillares, con mil ojos de espejo parpadeando a la luz de la luna; aquel pájaro dorado, vigilante, en la alta torre; esos viejos caserones que nos miran curiosos con ojos vacíos; aquellas aguas pardas y muertas como las de un cuadro en la oscuridad; aquellos nichos tan próximos y tan alejados unos de otros; y... ese caserón, varado en la arena como un antiguo galeón desarbolado...
-Calla, muchacha, que nos estás poniendo a todos la carne de gallina, incluso al fantasma de la armadura -exclamó Raúl, sentado detrás de Caléndula y cogiéndola por los hombros.
-¡Señores, hemos llegado a nuestro destino! -dijo Arthur, deteniendo la furgoneta bajo el porche- Guardad absoluto silencio para no despertar al fantasma, ja, ja, ja.

Gerardo y Sergio se encargaron de transportar, en volandas a la armadura, en medio de general alboroto.
Arthur abrió la puerta, encendió las luces, y entraron todos hasta el centro del pasillo, quedando desconcertados ante las siete puertas circulares y aceradas, y más aún al leer las palabras de doradas letras, que recorrían la pared a un metro por encima de las puertas: ¿QUIÉN SINO EL SOL DEL OCTAVO DÍA CONOCE EL ESPLENDOR Y EL OCASO DE LOS SIETE SOLES POR ÉL DEVORADOS?
-¡Huuummm! Y también: "Perded toda esperanza los que traspasáis esta puerta" como, según Dante, se leía en la entrada al infierno -exclamó, enfático, Raúl.
-¿Qué significa esto, Arthur? ¿Qué hay detrás de esas puertas? -preguntó Nuria, curiosa como los demás.
-Eso es un secreto -contestó Arthur, acercándose el índice a los labios-. Ahora vamos a la cocina a preparar un piscolabis.
Dejaron la armadura en el fondo del pasillo y pasaron todos a la cocina. Con máxima diligencia prepararon varios platos con aperitivos y bebidas. Luego los subieron al salón, sin dejar de bromear y hacer gansadas. Las dejaron sobre una mesa acristalada rodeada de sofás y sillones, mientras Arthur encendía la lámpara del rincón, así como la gran pantalla del ordenador, colgada de la pared, en la que seleccionó música e imágenes discotequeras.
Durante una hora bailaron, cantaron, comieron y bebieron. Poco a poco fueron sosegándose y acabaron sentándose en los sofás. Arthur ocupó un sillón, frente a ellos, de espaldas a la pantalla del ordenador.
-¡Qué curioso! -dijo- os habéis sentado emparejados como os revelé en el restaurante: Noelia junto a Gerardo, Raúl a un lado de Nuria, Sergio al otro lado, Caléndula junto a Rubén y... Rosendo en la esquina.
-¡Bah! Tonterías -exclamó Noelia, levantándose y dando un beso a Rosendo-. Tú, Arthur, quieres impresionarnos con tus pretendidas facultades adivinatorias, pero ¿sabes lo que te digo? que, a lo sumo, eres un mago barato de circo.
-¿Eso piensas, listilla? -replicó Arthur- Ya os he confesado que no soy universitario , ni tampoco soy un privilegiado hijo de algún magnate, como vosotros... (-Estás en un error, Arthur, ellos no... -le musitó Arturito, como un zumbido de abeja. -Cállate, cansino, no me interrumpas -le contestó entre dientes) pero he descubierto el secreto de potenciar mis facultades mentales, activándolas en toda su asombrosa capacidad.
-Por qué no nos haces una demostración? Le propuso Sergio.
-Adelante -les retó Arthur-. Preguntadme lo que queráis, sobre cualquier materia.
Sergio se acercó a la mesa alargada y escribió, con el teclado, sobre la pantalla del ordenador, la siguente pregunta: "¿Cuánto mide el diámetro de Saturno?"
Gerardo la leyó con voz clara y entonada, para que la escuchara Arthur.
Arthur contestó con la voz desangelada y monótona de Arturito:
-Ciento veinte mil quinientos treinta y seis kilómetros.
Sergio buscó la solución y todos pudieron comprobar la exactitud de la respuesta dada por Arthur.
-¡Increíble! -gritaron aplaudiendo.
Luego fue Caléndula la que se acercó hasta Sergio y le susurró una pregunta al oído que él se apresuró en teclear:
-¿Qué obra de teatro, y de qué afamado autor, está considerada como la más breve de todas las que hasta ahora se han publicado?
Caléndula la leyó con tono festivo y, en seguida, Arthur, con los ojos semicerrados, contestó:
-Se trata de la obra titulada Respiración, compuesta por Samuel Beckett, que consiste en treinta y cinco segundos de gritos y suspiros humanos.
-Debe de ser bastante pornográfico el tal Samuel -comentó, riendo, Gerardo.
-No sé, no tengo información sobre ello -contestó Arthur con sonsonete aburrido.
Sergio comprobó en la pantalla la respuesta correcta que coincidía exactamente con la dada por Arthur.
-¿Cómo lo haces, tío? -preguntó Raúl, bastante mosqueado- Además ¿por qué hablas como si estuvieras colgado?
-¿Y vosotros sois los estudiantes de informática? ¿No os han enseñado que a nuestro cerebro se le puede sacar mucho más rendimiento que el que generalmente se le saca?
-Sí, pero en tu caso -intervino Sergio- juraría que hay algo de truco.
-¿Truco? Ja, ja, frío, frío -se reía Arthur, burlonamente-. Os voy a proponer un juego. Yo jugaré contra todos vosotros, para daros mayor ventaja.
-¿A qué juego? -preguntó Sergio.
-Al ajedrez -contestó Arthur, levantándose y acercándose a la mesa alargada. Cogió la silla del lateral izquierdo de la mesa y la añadió a las otras siete del lado alargado. En seguida se acercaron todos a la mesa, parodiando los gestos y movimientos de Arthur-. ¿Te gusta el ajedrez, Sergio?
-Sí, mucho -contestó Sergio.
-Perfecto. Tú representarás al Rey de tu equipo. Siéntate en la cuarta silla -díjole, mientras le ponía delante el teclado, que había cogido del lado izquierdo de la mesa-. Con este tablero y su ratón irás moviendo las fichas de tu equipo que aparecerán en el tablero virtual de esa gran pantalla, según la jugada que decidáis hacer de común acuerdo. Con una condición: el tiempo para mover la ficha no puede exceder de dos minutos, que la pantalla irá marcando.
-Me pido ser la reina -dijo Noelia, sentándose en la quinta silla, junto a Sergio.
-Yo, el alfil derecho, juntito a mi reina, para defenderla de los afilados dardos de Arthur -reclamó Gerardo para sí.
-Pues yo seré el otro alfil. Dispuesta a jugarme el pellejo por mi rey -dijo Nuria, clavando su mirada de águila sobre la de Arthur y amenazándole con su dedo afilado.
-Y aquí llega el hipógrifo violento que muy pronto se subirá en la chepa de Arthur y en la de toda su parentela, ¡heiiinn! -amenazó Raúl, relinchando a su manera.
-¡Qué miedo me estáis dando, caramba! -exclamó Arthur- Y el otro ¿no será el caballo de Atila?
-El otro seré yo -dijo Caléndula-, una amazona veloz y temible como un huracán.
-Ya ves, Rosendo -dijo Rubén, palmoteándole la espalda- a nosotros nos ha tocado vigilar desde las torres. Yo me cojo la del lado de Caléndula.
-Pues, nada, yo controlaré el otro lado. Y ya puede prepararse el rey Arturo y sus caballeros de la tabla cuadrada.
-¡Así se habla, Rosendo! -le felicitó Raúl.
-Bien. Cada uno a su asiento -dijo Arthur, cogiendo la silla y el teclado del otro lado de la mesa y colocándolos en el lateral opuesto, frente a Sergio-. Y, ahora, escuchad -dijo, sentándose él también-: Para que el juego sea más excitante os propongo apostar alguna cosa de valor. Ya he visto que todos tenéis un teléfono móvil. Si ganáis vosotros, esta casa y cuanto hay en ella será vuestra. Si perdéis, vuestros móviles serán para mí. ¿Os parece bien?
-¿Estás mal de la cabeza, tío? -preguntó Noelia - ¿No te das cuennta de que vas a perder la casa?
-No importa, tengo otras... Ja, ja, ja -contestó Arthur.
-¿Y por qué ese capricho de hacerte con nuestros móviles? -inquirió Rubén.
-Acabas de decirlo chaval. Es un capricho... Quiero tener un recuerdo vuestro.
-¡Chicos -exclamó Gerardo- allá Arthur con sus caprichos! Saquemos nuestros móviles.
-Así me gusta -dijo Arthur-. Poned los móviles sobre la mesa. El que, en alguna jugada, pierda la ficha a la que representa, tendrá que entregarme su móvil en el acto. Si yo pierdo, mañana mismo formalizaremos, ante el notario, el cambio de propietario de la casa.
-De acuerdo, Arthur -dijo Sergio, sacando el móvil, al igual que los demás-. Cuando quieras empezamos.
Arthur movió su silla y se sentó de lado, con la mano derecha apoyada en la mesa, de forma que con ella podía mover el ratón, pulsar el teclado y mirar la pantalla.
En ella apareció un gran tablero de ajedrez con las figuras artísticamente labradas.
-Empecemos ya -anunció Arthur, pulsando el teclado-. Vuestras fichas son las de ébano. Las mías las de marfil. Os cedo el saque.

Comenzó Sergio adelantando una casilla a los dos peones centrales, tras consultarlo con su equipo. Arthur hizo otro tanto con los dos peones de las esquinas, despuès de mirar a la pantalla y seguir el movimiento del imperceptible rayo rojo, escapado de su pupila. Maniobra de la que, al parecer, nadie se percató.
Sergio y su equipo hicieron avanzar varios de sus peones y movieron otras figuras de acuerdo con una estrategia defensiva.
Arthur lanzó sus caballos al campo enemigo, sorprendiendo de espaldas al alfil de Nuria y, de soslayo, a la torre de Rosendo, que fueron los primeros en entregar su móvil a Arthur.
Sergio sudaba, agobiado con las distintas sugerencias y pareceres de los demás y tratando de prever los inesperados saltos de las fichas de Arthur quien, sin la menor vacilación, las movía, desde la reina al último peón, provocando en sus filas una continuada escabechina. En pocos minutos les ganó las torres, los alfiles y los caballos (así como los correspondientes móviles).
Cuando ya sólo le quedaban el rey, la reina y un peón, Noelia se percató del sutil y extraño rayo rojo y preguntó a Arthur:
-Dinos ¿Qué es esa hebra de luz roja que sale de tus ojos hasta el tablero de ajedrez?
-Es verdad. Le ha ido guiando durante toda la partida -asintieron todos.
-Tranquilos, que en seguida os lo explico -dijo Arthur, aguantando la risa y dando jaque mate al rey, tras ganarle la reina y el peón-. Pero, primero, queridos míos, dadme esos móviles.
Noelia y Sergio, cariacontecidos, entregaron sus móviles.
-Reconocemos, Arthur, tu habilidad -dijo Sergio-, pero sospechamos que nos ocultas algo. Nos debes una explicación.
-¿Cómo no? Ja, ja, ja -contestó Arthur, jactancioso, mientras colocaba ante sí, en abanico, los ocho móviles de los jóvenes.
Y, ante el asombro de éstos, quietos como estatuas, Arthur paseó el rayo rojo sobre los móviles, deteniéndolo un momento sobre cada uno de ellos. Simultáneamente, en la pantalla del ordenador fueron apareciendo los números de ocho teléfonos.
-¿Reconocéis esos números? ¿Verdad que son los teléfonos de vuestros papaítos?
-Sí ¿y qué? -contestó Sergio por todos.
Arthur, haciéndose el sordo, tecleó el siguiente texto que, de inmediato, apareció en la pantalla: "TENGO SECUESTRADO A SU HIJO (O HIJA). SI QUIEREN VOLVERLO A VER CON VIDA, DEBERÁN INGRESAR SESENTA MIL EUROS EN LA CUENTA Nº 48765286114502666, EN UN PLAZO DE DOCE HORAS. DE NO HACERLO EN ESE PLAZO, O PRETENDEN CREAR PROBLEMAS, JAMÁS LO VOLVERÁN A VER".
-¿Qué os parece? -preguntó, cínicamente, Arthur- ¿Os gusta el texto? Pues ahora mismo voy a llamar a vuestros padres para leérselo. No os preocupéis. Lo que les pido no es más que calderilla para ellos. En seguida, seréis libres como el viento. Ja, ja, ja.
Los ocho amigos se pusieron de pie, dispuestos a saltar sobre él. Mas, en ese instante, Arthur pulsó una tecla. El suelo se abrió bajo los pies de los jóvenes, a excepción de los de Sergio, cuya pesada silla avanzó contra la mesa, dejándolo aprisionado e incapaz de escapar.
Mientras las aberturas del suelo volvieron a cerrarse, en medio de un estrépito de hierros, tablas y griterío de los jóvenes, Arthur corrió hasta Sergio, con una larga correa enrrollada y cinta adhesiva que cogió de un rincón, lo maniató y le amordazó la boca. Lo sentó de nuevo en la silla y él volvió la suya. Llamó con cada uno de los móviles al correspondiente teléfono indicado en la pantalla y, una vez le confirmaron ser el padre o madre del dueño del móvil, les leyó el mensaje del secuestro, ante el estupor de Sergio que percibía los gritos de protesta, incredulidad, y llanto de los familiares.
-Mire -contestó Arthur a uno de ellos-, no tengo que darle más explicaciones. Si para mañana a estas horas no ha ingresado el rescate que le exijo, ya sabe lo que sucederá. No es ninguna broma.
Después, guardó los móviles en el maletín, se acercó hasta Sergio y le obligó a levantarse de la silla.
-Bueno, querido Sergio -le dijo-. A tí te tengo reservada otra cosa mejor. Vamos a emprender un divertido viaje a un hermoso país. Ja, ja, ja.
Arthur, sujetando a Sergio del brazo, salió de casa y se dirigió al porche, mientras hablaba consigo mismo con un extraño diálogo:
-Te estás equivocando, Arthur. Sus padres no son los que tú crees.
-¡Calla, majadero, no quiero escucharte! Sé muy bien lo que hago.

Llegaron a la furgoneta. Arthur abrió la puerta del copiloto, empujó a Sergio y lo sujetó al asiento.Después él se sentó ante el volante, arrancó, pisó a fondo el acelerador y salió en estampida del pueblo fantasma, siguiendo el plan que se había trazado.""

-¡Sorprendente y tremenda la historia ocurrida ayer y que hoy acaban de contemplar nuestros ojos, gracias a la janua témporis! -exclamó Don Quijote.
-Sorprendente, tremenda y también muy interesante -añadió Samuel-. La conferencia del doctor Flowers me ha inquietado, incitándome a reflexionar sobre ciertas cuestiones.
-Efectivamente -aprobé yo-, pero ahora lo que urge es auxiliar a esos chicos que tan terrible experiencia están padeciendo.
-¡Pues, si no me equivoco, ya hemos llegado al pueblo fantasma! -exclamó Samuel, viendo a la bolavoláptera patinar sobre la espejeante superficie del pantano y, en seguida, rodar por la dorada orilla hasta el porche del caserón.
Salimos fuera de la nave, admirando el sobrecogedor aspecto de aquel pueblo y paraje. Dimos varias vueltas al caserón y nos detuvimos debajo de las siete claraboyas, con los oídos bien abiertos, pero no llegamos a escuchar ruido alguno.
-¿Estáis ahí, chicos? -gritó Don Quijote, tras inflar al máximo sus pulmones.
Con alegría desbordante, sentimos voces confusas y apagadas, así como ligeros golpes en las paredes, lo que nos hizo pensar que los jóvenes se hallaban encerrados en cubículos de gruesas paredes y que las claraboyas deberían de estar recubiertas de planchas de hierro agujereadas. A continuación, Don Quijote y yo nos agarramos a la capa de Samuel quien, dando una corveta en el aire, tomó impulso y voló con nosotros hasta la entreabierta ventana, por la que la lechuza había logrado entrar, según nos había contado Toby. Samuel empujó el cristal y entramos dentro del salón, sin ningún problema. En seguida nos dimos cuenta de que allí se acababa de celebrar una fiesta, ante el desorden de vasos, botellas y platos, con restos de bebidas y aperitivos.
Guiados por el alboroto de los camarote, gradualmente más acusado conforme bajábamos por la escalera, llegamos hasta el pasillo, quedando perplejos viendo la cegadora armadura al final del mismo y las aceradas puertas circulares en la pared de la derecha, refulgentes por el sol que penetraba por la ventana del fondo. En ellas no se apreciaba sistema alguno de cierre, a no ser un pequeño recuadro de sensores, impreso en el centro de cada puerta, con los dígitos del 0 al 9. Sobre las puertas destacaba la dorada y enigmática frase de cuya existencia la janua témporis ya nos había alertado: ¿QUIÉN SINO EL SOL DEL OCTAVO DIA CONOCE EL ESPLENDOR Y EL OCASO DE LOS SIETE SOLES POR ÉL DEVORADOS?
-¡Nooo! -gritó don Quijote, con manifiesta expresión de impotencia- ¿Y cómo vamos a abrir las puertas, si no tenemos llave, ni tampoco mi lanza, a la que nada ni nadie se resiste?
-Un momento -dijo Samuel, mientras releía pensativo la sentenciosa frase- ¿No os parece que esa inscripción nos está dando la clave de la apertura de las puertas?
-Sí. Parece que la llave la tiene ese sol del octavo día -aventuré yo.
-¿Pero qué diantre es el sol del octavo día? !No hay más sol que el sol del cielo, que cada día alumbra y calienta a buenos y malos! -exclamó Don Quijote.
-¿Qué os parece -propuse yo- si descansamos un momento y cada unos reflexiona sobre el sentido de ese enigma?"

Y eso hicimos durante un buen rato, que yo aproveché para mandaros este mensaje. Los futuros acontecimientos espero y deseo contároslos tan pronto como me resulte factible.
Que seáis muy felices. Tinterico.


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