¿Qué es eso que se oye? - ( Cap. III y último)

viernes, 14 de diciembre de 2012




















   -Por lo que dices -comentó Diana, acariciando el oropendolino-, para este exótico pájaro no hay secretos.
   -Así es -confesó Jeguelín.
   -¿Y cómo puedes garantizarnos que este artefacto, sus maravillosas historias y sus desconcertantes efectos especiales no son sino artificiosas tomaduras de pelo? -objetó Diana.
   -Muy juiciosa y oportuna la observación de la señorita -dijo Don Quijote-, mas se nota que ella no sabe nada de su origen. ¿No es así doctor Rebollo?
   -Así es... -titubeó unos segundos Jeguelín- Tengo conmigo este aparato con posterioridad al día tres de octubre del año pasado, fecha en que Diana dejó de relacionarse conmigo; por lo que es normal que nada sepa de su existencia, ni de sus portentos.
   -Tampoco creo que vayas a convencerme de su real eficacia -le objetó Diana-, sólo porque me cuentes cómo se te ocurrió la idea y la forma de fabricarlo. Me bastaría con que el aparatito improvisara, por ejemplo, una sucinta semblanza de cada uno de nosotros. ¿Te parece bien, Rodrigo?
   -¡Hum! -carraspeó, Jeguelín, pensativo- Antes de contestarte, Diana, quisiera proponeros a todos tomar un piscolabis en alguno de tantos lugares sugerentes de Madrid.
   -Me parece genial -aprobó Diana-. Y, por mi parte, me gustaría realizar un deseo disparatado que siempre tuve, desde mi más tierna infancia...
   -Pide, pide -la animó Don Quijote-, que, si don Rodrigo no puede, nosotros no te fallaremos.
   -¡Muchas gracias! -exclamó Diana- Siendo así, a ver qué os parece este caprichito: me encantaría tomar algo mientras contemplo Madrid desde una altura imposible.
   -¿Imposible? -dijo Don Quijote con no disimulada presunción- Con los poderes que mi padrino Merlín me concedió, no hay nada que se me resista, siempre que no ocasione algún daño colateral a un tercero. ¿Verdad, amigos?
   -Así es -contestó Samuel, haciendo de portavoz mío y suyo. Lo que esté en nuestra mano lo tendrás con mayor rapidez que Álex bajando por un tobogán.
   -¿Álex? -preguntó Jeguelín extrañado.
   -No importa -dijo Diana-. A ver si es verdad: me gustaría tomar unas gambas a la plancha y unas cañas heladas, sobre el edificio más alto de Madrid.
   -Eso está hecho -contestó, rápido y seguro, Don Quijote, dándole con el codo a Samuel.
   -¡Bueno, bueno, sin atosigar, don Alonso! -dijo Samuel, sin haber asimilado apenas la propuesta de Diana- Procedamos con orden y concierto. A ver dónde puede el señor Rebollo comprar unos refrescos y gambas a la plancha para todos; y a ver cuál es el edificio o pináculo más encumbrado de la capital de España, en donde podamos celebrar ese festín.
   -Me parece -respondió Jeguelín- que, para lo que Diana desea, la Torre Picasso tiene una buena altura y amplia terraza. Otras más altas, están inconclusas.
   -¡Perfecto! -exclamó Diana- ¿Quién, mejor que Picasso, va a acoger a un grupo de turistas tan esperpéntico como nosotros?
   -No lo dirás por el oropendolino -dijo Jeguelín, tocando el pico del pájaro.
   -Ni por nosotros -dije yo, muy digno.
   -¡Qué va! Ja, ja -completó Diana, riendo- Pero seguro que Picasso se habría inspirado en nosotros para un buen cuadro.
   -¡Allá vamos! -voceó Jeguelín, apretando el acelerador.

   No habían transcurrido más de seis minutos cuando Jeguelín, dando un fuerte frenazo, nos anunció:
   -Ya hemos llegado a la plaza. Ahí he visto un bar con un rótulo que pone "La gamba embrujada". Voy a acercarme a comprar las gambas, los refrescos y un bocata de calamares en su tinta para Tinterico.
   -Gracias -le correspondí entusiasmado.
   En un abrir y cerrar de un paraguas, salimos del coche que, por cierto, Jeguelín dejó mal aparcado, junto a una embajada. En seguida, Samuel -con los brazos en cruz, la capa extendida, y llevando en una mano el oropendolino y, en la otra, una bolsa con las viandas- ordenó que Jeguelín  se colgara de su cuello por detrás, Diana lo hiciera por delante, y que Don Quijote y un servidor nos metiéramos en los bolsillones. Hecho este trámite, Samuel, como de costumbre, dio un salto de tijereta hacia arriba y, en un periquete, amenizado con los agudos grititos de Diana, que espantaron a una bandada de palomas con que nos cruzamos, nos encaramamos sobre la terraza de la torre Picasso, lanzando vivas, olés y aplausos a los cuatro puntos cardinales de Madrid.
   Tras alabar las espectaculares vistas que desde allí contemplábamos, nos sentamos en el suelo (techo más bien)  alrededor del oropendolino que Jeguelín depositó con las viandas y bebidas.
   -Bien  -dijo Jeguelín, mientras Diana colocaba  con primor  el menú-, tenemos toda la tarde por delante hasta la hora de volver a casa, por lo que invito a Diana a que nos complete su deseo del que nos hablaba allí abajo.
   -Como podéis suponer, amigos, tengo gran curiosidad por conoceros más a fondo, tras descubrir que todos vosotros tenéis una personalidad nada corriente -manifestó Diana-. Por eso y por disipar mis dudas sobre las excelencias de este aparato, me gustaría que Rodrigo le ordene que realice una semblanza de cada uno de nosotros, por orden de edades, de mayor a menor. ¿Te parece bien, Rodrigo?
   -Sí, claro -contestóle Jeguelín-. Tengo plena confianza en su fiabilidad e impecables resultados. Sólo que... a veces aparecen interferencias o largas interrupciones, por causas que desconozco, que impiden su normal funcionamiento.
   -Hombre, Rodrigo, no seas cenizo -se quejó Samuel-. Me corresponde a mí ser el primero en someterme a esa prueba, y me encantaría verme como una estrella, en medio de uno de esos fantásticos escenarios, que parecen traídos de otros mundos. Que no se le ocurra a ese pajarete eclipsármela.
   -No, que no se le ocurra el menor desliz, porque, a mí me toca realizar la prueba en segundo lugar, y quiero tener el alto honor de brindar, a la bella dama Diana, las proezas que el inmortal hidalgo Don Quijote -de quien yo soy un modesto y pálido reflejo- llevó a cabo con su brazo y su corazón. Por lo que espero sean rememoradas en esa virtual semblanza, y reconocidas en mi  metafórica personilla.
   -Muchas gracias, don Alonso -le dijo, Diana, riendo-. Estoy convencida de que sois un auténtico y valeroso caballero.
   -Yo, aunque soy más joven que mis compañeros -confesé con cierto pundonor-, también acumulo en mi curriculum tinteril mucha y variada información y experiencia; alguna, francamente, comprometedora para personajes con quienes me he relacionado. Espero que el oropendolino, compañero mío de gremio, aunque muy modernizado, haga mi tintobiografía con la mayor discreción.

   A continuación, Jeguelín tocó en distintos puntos del artefacto, al mismo tiempo que susurraba vocablos imperceptibles sobre la cabeza del mágico pajaruelo. De inmediato nos vimos inmersos, como espectadores privilegiados de una película en tres dimensiones, que representaba, con escrupuloso verismo,  a grandes rasgos, aunque sin omitir ningún detalle clave para definir la personalidad y andadura vital de cada uno de nosotros, empezando por Samuel.
   Tras mostrarnos un resumen de su quinticentenaria historia, se nos ofrece la imagen actual de Samuel, caminando hacia el lejano océano Índico, como atraído por un fuerza irresistible; mientras un sol de oro incandescente se hunde en el horizonte, al son de un coro de gaviotas que salmodian las luces y sombras de su espíritu:
  "-Miradlo cómo avanza, con paso decidido, sobre las aguas marinas... Mas, de pronto, se agita, titubea, empieza a hundirse, bracea y manotea nervioso. En su mente, alguien ha corrido un velo oscuro y denso, impidiendo que vea la luz dorada que tanta seguridad, magia y valor le prestaban. El escepticismo se le cuela dentro, como un ladrón nocturno:
   Fuiste un judío, ferviente cumplidor de la ley mosaica, hasta que un día descubriste la gratuidad de muchos de sus preceptos y prácticas. Dejaste el judaísmo y abrazaste, muy ilusionado, la fe cristiana, católica y romana. Pero, pronto, te sorprendieron incoherencias tales como el que, en nombre de Dios, condenaban a la hoguera a los herejes, o que, en nombre de Cristo, se destruían culturas y religiones de los indígenas americanos. Y durante cinco siglos has venido acumulando más y más motivos para dejar de practicarla. Por ejemplo, tantas y tantas guerras marcadas por la rivalidad religiosa ¿Qué locura es ésa? ¿Qué religión puede justificar la guerra y persecución contra los que no profesan las propias creencias? ¿A qué divinidad razonable puede complacer o no repugnar que, en su nombre, se maltrate o extermine a los seguidores de otras religiones? ¿Acaso el respeto y amor al prójimo no es un precepto fundamental de todas ellas? Desde entonces has procurado sacudir de tu corazón y tu conciencia toda otra norma que no sea la recta razón. Y ahora que acabas de conocer el progresivo avance del proceso dialéctico de la realidad, cada día más cerca del triunfo pleno  de la racionalidad, tu espíritu se ha serenado y no te importa dejar ya este mundo."
   Samuel espanta, de un manotazo, un asomo de tristeza, cuyo  brillo tembloroso le delata.

  El oropendolino derrama, luego, un haz de luz plateada sobre Don Quijote, quien, sintiéndose sumamente halagado, se puso de pie y comenzó a pasear, en un círculo de dos metros de diámetro, mientras escuchaba, atento y ufano, el romance que, la voz de un juglar y su laúd, le dedicaban, relatando sus proezas y  noble condición, así como los rasgos más destacados de su personalidad:
   "Espíritu inquieto y exquisito  que, noche y día, revoloteas al resplandor de una realidad ideal, perfecta, justa y bella. Que tratas de alcanzarla, poniendo en juego tus más nobles sentimientos y facultades: tu valor, entusiasmo, tenacidad y fe en la posibilidad de transformar al hombre y el mundo. Tu imaginación creadora; tu amor a la verdad, a la justicia y a la ética, con su mágica capacidad de cambiar lo feo, inarmónico y execrable, en hermosa realidad; y, siempre,  tu  rechazo y aversión, innatos, a la mediocridad.
   Tu perenne e intuitivo optimismo parece, ahora, vacilante e inseguro, ante realidades, que no consigues idealizar, sino que persisten en sus lúgubres cantos, como aves agoreras de un oscuro presagio."
   Don Quijote se detuvo en su paseo y permaneció inmóvil y pensativo durante un minuto, mientras el haz de luz le abandonaba.

   Luego cambió a un verdor primaveral que dejó caer sobre mí como una cascada reverberante de diminutas letras de hierba, describiendo los rasgos de mi realidad tinteril:
   "Desde que Tinterico tuvo conciencia de sí mismo, su quehacer más ilusionado y gratificante, fue el  tratar de entender la realidad, así como el relatar los resultados de sus reflexiones, imaginando historias  relacionadas con ellas. También, el manifestar algunas de sus convicciones, como las siguientes:  El hecho de la conciencia del propio yo es la clave que explica la realidad total. Sin la existencia de al menos un yo, consciente de su propia existencia, la realidad es absurda e inexistente. La realidad exterior al yo puede ser inmensa e ilimitada, pero siempre de naturaleza lógica. El yo, los yoes, son la auténtica realidad. Sin ellos, no hay realidad. Tinterico está convencido, también, de que los cambios de la realidad exterior le afectan a él, para bien o para mal, como a todo el mundo; pero también está convencido de que los cambios, en el fondo, no son más que eso, cambios que dejan intacto su yo.
   ¿Qué será de él? Lo que pueda sucederle a su tintero, él reconoce que no puede predecirlo ni evitarlo, pero tampoco le preocupa demasiado. Él está convencido de que su yo seguirá siendo el mismo en cualquier otro sitio o circunstancias."

   Concluido mi análisis, el haz de luz se retiró y se contrajo, parpadeando durante diez segundos, momento en que Jeguelín, dando un salto gatuno hasta el oropendolino,  le tocó el ala izquierda y, como por arte de birlibirloque, éste se puso a cantar, entonadísimo, una buena selección de sevillanas.
   Jeguelín, de espaldas a Diana y de cara a nosotros tres, nos guiñó  el ojo derecho (lo que  tradujimos como: "Han terminado los análisis. Los que faltan por hacer, el mío y el de Diana, no es oportuno realizarlos en este momento"). Luego levantó los brazos, miró a Diana, le sonrió, y con la mirada la invitó a bailar. Diana, sin la menor cortedad y con aire sevillano, de la más pura cepa, bailó con "su Rodrigo", hasta ocho sevillanas seguidas, mientras el pajarito cantaba y nosotros tres acompañábamos con nuestros improvisados palmeos.
   Terminadas las sevillanas y los aperitivos, Jeguelín apagó el oropendolino.
   -¿Por qué lo apagas? -se quejó Diana- si todavía no nos ha analizado ni a ti ni a mí?
   -Porque... como pudiste observar, al terminar el examen de Tinterico, el haz de luz se contrajo y parpadeó diez veces, lo que significa  que su capacidad escrutadora ha entrado en un  impás, del que no saldrá hasta pasadas doce horas.
   -Ah, no sabía que fuera un pájaro tan pijo y caprichoso.
   -Así es, querida -trató Jeguelín de persuadirla, con pícara sonrisa-. Lo valioso suele ser raro.
  -Bueno, bueno -admitió Diana, sin más objecciones-, en ese caso, y teniendo en cuenta que tenemos mucha tarde por delante y un fantástico medio para desplazarnos, podríamos acercarnos a alguna de las fabulosas discotecas que hay por esta zona, y divertirnos un rato, admirando las habilidades danzarinas de cada uno de nosotros. ¿No os parece?
   -¡Hum! -carraspeó Samuel- perdona Diana, pero creo más interesante dedicarla a visitar museos de pintura, cuyos cuadros nos  mostrarán cómo, efectivamente, la población española ha ido progresando en sus costumbres y demás aspectos, desde la prehistoria hasta nuestros días.
   -Perdona, Samuel, pero me inclino más por la propuesta de Diana -dijo Don Quijote-. Prefiero que ella nos guíe a una de las salas en que se practica el arte de la danza, donde podamos dar rienda suelta a ese impulso innato, tan unido a la libertad, y comprobar nuestras habilidades danzarinas. ¿Os parece bien?
   -¡Sí! -respondimos todos a coro.

   Y, sin más protocolos ni explicaciones, nos agarramos a la capa de Samuel y apéndices anexos, saliendo disparados Torre Picasso abajo.
   Diana nos guió hasta una discoteca que, según nos informó, ella solía frecuentar. Eran ya las seis de la tarde y, como era viernes, los porteros tenían ya la puerta abierta. En cuanto vieron a Diana, tan bella y favorecida con su juvenil atuendo y acompañada de nosotros cuatro, tan esperpénticos como escapados de alguna pintura negra de Goya, de inmediato nos invitaron  a pasar gratis.
   Era una discoteca muy original en sus detalles decorativos y recursos luminosos y de sonido, que recreaban cambiantes y maravillosos escenarios, evocadores de sueños y cuentos fantásticos.     Contaba con varias pistas, cada una de ellas con suficiente separación, para evitar recíprocas molestias.
   Elegimos una, cuyo decorado virtual se adaptaba, automáticamente, al baile, música o actuación que en ella se interpretase. Diana propuso que cada uno del grupo cantara la canción que conociera o se inventara, y los demás le acompañáramos con nuestras voces, baile y gestos, según la inspiración de cada cual.
   Fue una auténtica revelación de nuestras dotes artísticas. Un placer escuchar a Samuel cantando salmodias judías medievales, bejarano-extremeñas; a mí, cantar y bailar "Suspiros de España"; a Don Quijote, el "romance del Conde Olinos"; a Jeguelín, tararear y dirigir "la cabalgata de las Walkyrias", meciendo el oropendolino (que a veces lo movía como si fuera una honda o un incensario); y a Diana, baillando y cantando canciones de Shakira, tras aligerarse de ropa.
   Nuestra actuación tuvo tan buena acogida que el público prefirió dejarnos la pista para nosotros solos; mientras ellos, sentados alrededor,  se divertían, contemplando nuestros insólitos y disparatados bailes y canciones.

   Tan embelesados y embebidos estábamos en nuestra actuación, que no nos percatamos del paso del tiempo; hasta que, a las doce de la noche, Jeguelín, mirando su reloj, exclamó:
   -¿Pero qué hacemos aquí a estas horas? Mañana tengo que estar, a las diez, en el salón de congresos, con la mente clara y descansada, y, aquí seguimos a las 00:14 horas de la madrugada, hipnotizados con estos bailes y músicas que sacuden mi esqueleto y obnubilan mis neuronas como si las apalearan igual que a una estera.
   -Perdona, cariño -dijo Diana, acariciándole la cara-. Lo estábamos pasando tan bien, que era como si el tiempo se hubiera detenido. Pero, tienes razón, debemos irnos ya.
   -Pues no se hable más y despejemos la pista -dijo Samuel, extendiendo su brazo hacia la puerta de salida.
   -¡Adiós, chicos, que os divirtáis -exclamó Diana, dirigiéndose a un grupo de jóvenes que nos despedía aplaudiendo.

   El rápido y breve recorrido en coche, de regreso a casa, nos lo amenizó Diana con divertidos comentarios sobre nuestras actuaciones, después de que Jeguelín nos informara sobre el plan de tareas para el sábado. Nos dijo que, al salón de congresos, sólo irían él y Diana. Prefería que nosotros nos quedáramos en casa, disfrutando  de un merecido descanso, tras varios días de intensa actividad. Aparte de que consideraba que el público del salón de congresos estaría más cohibido si nosotros le acompañábamos.
   Llegados a casa, Jeguelín sacó de su habitación un bolso negro y holgado, en el que introdujo el oropendolino. Luego, lo dejó en la salita-recibidor, listo para llevarlo, por la mañana, al salón de congresos.
   A continuación, Diana, con envidiable desparpajo, entró en la habitación contigua al dormitorio de Jeguelín, después de desearnos buenas noches y decirnos con sorna:
   -Bueno, chicos, mañana continuaremos con nuestras interesantes charlas culturales y vuestro exótico folclore. Que descanséis.
   -Que tus sueños te transporten a fabulosos lugares, donde te sientas muy feliz -le deseó Don Quijote.
   -Gracias, gentil caballero -le contestó Diana, riendo-, y que vos seáis uno de los galanes con quien me tope.
   -Buenas noches y hasta mañana -les deseamos, a coro, los tres, mientras nos dirigíamos, escaleras arriba, hacia nuestra habitación.
   -Muchas gracias, amigos, y que descanséis al máximo, pues mañana, cuando vuelva del debate, os encomendaré nuevos trabajos -nos anunció Jeguelín.
   -Un momento, Rodrigo -oímos que le decía Diana-, voy a la cocina por un vaso de agua para que te tomes esta píldora que te hará descansar y sentirte, mañana, como nuevo.

   Entramos en nuestra habitación al mismo tiempo que Jeguelín apagaba las luces de la escalera y  le oíamos intercambiar unas palabras con Diana, mientras corría el agua del grifo y nosotros cerrábamos la puerta.  
   -No sé qué pensaréis vosotros -dije a Samuel y a Don Quijote, que ya se disponían a meterse en la cama-, pero creo conveniente que, al menos uno de nosotros, debería acompañar a Jeguelín en su segunda intervención. No sé... algo me dice que podría necesitar ayuda nuestra. Si os parece, yo podría acompañarlo, sin que él se entere.
   -Ya has escuchado a Jeguelín -dijo Samuel-. Él prefiere que sólo le acompañe Diana, y que, mientras, aprovechemos para descansar.
   -En cuanto al descanso, yo no tengo necesidad alguna, pues mi físico se recupera en contados segundos, como bien sabéis -les recordé-. Por otro lado, también sabéis que mi tamaño se estira y se encoge, a voluntad.
   -Sí, eso es verdad, a mí me ocurre otro tanto -reconoció Don Quijote-. ¿Y para qué te serviría esa propiedad?
   -Muy sencillo -les expliqué-, para no contrariar a Jeguelín, le acompañaré sin que él se entere. Como en la salita-recibidor ha dejado el oropendolino metido en un bolso, yo puedo ir, también, dentro de ese bolso, reduciendo un poco mi tamaño. Una vez en el salón de congresos, yo salgo del bolso, recupero mi tamaño y,  cuando me vea Jeguelín a su lado, seguro que ha de alegrarse al verse sentado entre Diana y yo. Aparte de que...
   -¿De qué? -preguntó Samuel, intrigado.
   -No sé... -respondí- Tengo un presentimiento extraño, pero no acabo de verlo claro.
   -Vale, vale, nos has convecido -reconoció Samuel-. ¿Y cuándo piensas meterte en el bolso?
   -Ahora mismo -contesté, resuelto-. No sea que, por el motivo que fuere, vaya a marcharse sin mí.
  -Vete en paz y con todas nuestras bendiciones, amigo -me deseó Don Quijote, visiblemente emocionado.
   -Una cosa -les pedí antes de irme-. Si, por cualquier motivo, las cosas se complicaran y mañana no volviera a esta casa...
   -Por favor, Tinterico, no seas gafe. ¿Por qué no habrías de volver? -preguntóme Samuel, preocupado.
   -No, por nada -traté de tranquilizarlos-. Es una simple suposición mía, seguramente sin fundamento. Pero, si vierais que no vuelvo con Jeguelín, os pido que vayáis en mi búsqueda, mediante la janua-témporis de Don Quijote. Hasta mañana -me despedí, alzando la mano.
   Abrí la puerta y, sin encender la luz, bajé la escalera, como si mis pies fueran dos plumas. Entré en la salita-recibidor y me introduje, sin dificultad, en el bolso. A pesar de mi situación nada corriente, me acomodé  muy ricamente junto al oropendolino, de manera que, aunque no lo precisaba, muy pronto me quedé dormido y bien dormido.

   Habría transcurrido poco más de una hora cuando un ligero chasquido de la puerta despabiló mi sueño. Un delicado e inconfundible perfume me anunció que Diana acababa de entrar en la salita. Rápidamente, yo me recoloqué, aplastándome al máximo contra el fondo del  bolso y enroscándome  al pie del aparato.
   Diana descorrió un poco la cremallera, comprobó que el artefacto estaba dentro, volvió a cerrarla y, presurosa, salió a la calle con el bolso, sigilosamente. Por mi parte, amparado por la oscuridad, en seguida descorrí la cremallera,  lo suficiente para no perderme detalle alguno de cuanto ocurriera en el viaje hacia lo desconocido que acababa de iniciar.
   Diana se acercó a un coche negro, aparcado a pocos metros. Sale de él un joven fornido, de cabeza rapada, largas patillas y prietos  bíceps, vestido con pantalón vaquero y camiseta, negros. Saluda a Diana, levantando la mano; le coge el bolso, abre una de las puertas traseras y deja el bolso encima de los asientos. Diana se acomoda en el asiento del copiloto y el joven arranca rápido y sin ruido apenas.
   Yo enciendo mi broche receptor y miro la hora. Son las 03:20 de la madrugada. En seguida, extremando todas las precauciones, descorro la cremallera, salgo fuera del bolso y me coloco entre éste y la puerta, de forma que no puedan descubrirme a través del espejo retrovisor.
   Diana y el joven se ponen a charlar.
   -Menudo morro tienes, chica -le dice, riendo y apretando el acelerador-. Con ésta, tu segunda faena, ya te puedes despedir para siempre del doctor Rebollo. ¿Cómo es posible que seas tan diabólica con él? Ja, ja.
   -Oye, Rufo, no te pases -le contesta Diana-, yo le aprecio y admiro. Sólo que mis aspiraciones no acaban de ajustarse a las suyas, a pesar de que reconozco que ha cambiado de forma espectacular, desde que lo dejé hace cinco meses.
   -¿Te imaginas qué cara va a poner, cuando se levante y vea que  Diana ha volado con su querido pajarito? Menudo cabreo va a coger. ¿Se atreverá a presentarse, sin él, en el salón de congresos?
   -Si te soy franca -le confiesa, en tono serio-, estoy muy arrepentida de esta canallada.
   -¡Vaya! ¿Y ahora venimos con ésas? No me vengas con pijerías. Quedamos en que íbamos a aprovecharnos de su rara ciencia y de su absoluta candidez. No cabe duda de que este prodigioso artefacto -que no comprendo cómo lo haya logrado o de dónde lo ha traído- es un ingenio maravilloso que se ajusta rigurosamente a los planteamientos y procesos lógicos.
   -Sí, es verdad -le dice Diana-, este aparato debe de ser muy valioso, cuando esos dos señores que presenciaron la demostración, te ofrecieron tanto dinero, si conseguías mangarlo para ellos.
   -No, Diana, no se trata de un vulgar robo. Nuestra acción está justificada. Ten en cuenta que, según he podido averiguar, esos señores pertenecen a un club internacional de importantes personalidades, que tiene el sublime objetivo de transformar el mundo. Se llama NOSEFUMO (acrónimo correspondiente a" Notábili Servitori Futuro Mondiale"). Su preocupación y misión es la de tener bien sujetas las riendas de las políticas de todos los Estados, de manera que todas vayan encaminadas al triunfo pleno del liberalismo feroz, frenando el crecimiento demográfico, quedando reducidas las clases inferiores en proporción inversa al servicio que presten, y reservando los limitados recursos del planeta para las clases privilegiadas. El club suele reunirse, periódicamente, en distintos países y ciudades, que procuran no publicar.
   -No veo muy claro lo que me estás diciendo, Rufo, pero deduzco que ese pajarraco puede serles de gran utilidad para lo que ellos pretenden.
   -Así es -le contesta Rufo-. Su intención es que, tan pronto como el ingenio esté en su poder, llevarlo al centro del club en donde se está celebrando la reunión cumbre, que, este año, es cerca de Washington. Ellos temen que este aparato llegue a convencer a muchos Estados sobre la necesidad de aceptar y favorecer el triunfo de la racionalidad y la ética, para hacer posible el cumplimiento  del auténtico objetivo del Estado: la realización de la libertad y el bienestar de todos los ciudadanos, como  defiende Rodrigo Rebollo, mi profesor preferido, aunque no te lo parezca. De ahí su interés en conseguirlo para ellos, para aplicarlo a sus propios fines y evitar, al mismo tiempo, que la morralla de la clase media y baja se beneficie de sus portentosos servicios.
   -Chico, pues, a mí casi me está entrando reconcomio por esta faena. ¿A ti no? Ja, ja.
   -Ya sabes, Diana, a nosotros como a ellos, lo que nos mueve es la pasta. Lo demás son cuentos chinos. Y quinientos mil euritos no son moco de pavo. ¿No te parece?
   -Calla, calla, que me están dando escalofríos sólo con pensarlo. Y después de cobrar ¿qué haremos? Tú estás libre de sospecha, claro está, pero ¿y yo, a dónde me voy?
   -¡Vamos, vamos, Diana, despierta y piensa, que ya eres mayorcita! ¿Quién
puede acusarte de haber robado ese artefacto? ¿Rodrigo Rebollo? Ese hombre es incapaz de denunciarte porque, aparte de que, por lo que me has contado, está pirrado por ti, es un hombre que vive en su pecera filosófica, y le trae al pairo los ruines intereses y trifulcas mundanas. Además, si ese aparato le importara mucho, lo mismo que consiguió o hizo ése, conseguiría o haría otro igual, pues el que hace un cesto hace ciento, como bien dice el refrán. Y por lo que se refiere a los tres amigos que le acompañaron  en la exposición, no me digas que temes alguna represalia por su parte, ya que, más que personas de carne y hueso, parecen entelequias disfrazadas de muñecos de cómics.
   -Sí, es verdad -reconoció Diana-, y, además, a lo hecho, pecho. Así que, pasemos página. ¿En dónde nos esperan esos intermediarios?
   -Se trata de  una especie de merendero, rodeado de pinos, con bancos y mesas, que hay en un entrante de la carretera, próximo al aeropuerto. Lo he programado en el gps del coche.

   Recorrimos, en silencio, algunos kilómetros más, cuando observo que Rufo acciona el intermitente del coche para entrar en la zona de descanso, y lo detiene cerca de otro coche que estaba aparcado bajo unos árboles.
   Oigo abrirse las puertas del coche vecino; me estiro un poco, consiguiendo ver a dos individuos, trajeados, que se acercan al coche de Rufo. Uno de ellos lleva un maletín y el otro una potente linterna. Sale Rufo del coche y les estrecha la mano, mientras les dice unas palabras que no llego a captar con claridad. Abre el maletín su portador, acercándolo a la cara de Rufo, mientras su compañero alumbra con la linterna.
   -Aquí está lo acordado -dice el del maletín-, quinientos mil euros. Como ves, son cinco fajos de doscientos billetes de quinientos euros cada fajo.
   -De acuerdo -contesta Rufo-, pero no os importará que haga un rápido recuento, con la ayuda de Diana, mi compañera.
   -Por supuesto,  esperaremos a que hagas la comprobación -dijo el del maletín.
   Salió Diana fuera, dejando abierta la puerta, momento que yo aproveché para escapar, también, protegido por la oscuridad de la noche. Rápido, me oculté entre una papelera y un banco que había a un metro del coche.
   Rufo tomó uno de los fajos y lo fue contando en grupos de veinticinco billetes que entregaba a Diana. Hecha la comprobación lo volvió a colocar en el maletín y, en cuanto al resto, se conformó con hacer pasar, fugazmente, ante sus ojos, los billetes de cada fajo con el roce de su pulgar.
   -¿Conforme? -preguntó el del maletín.
   -Sí, ya es suficiente -aprobó Rufo, mientras Diana sacaba del coche el bolso negro con el oropendolino.
   -Bien. Ahora nos toca a nosotros comprobar el ingenio del doctor Rebollo -dijo el otro emisario-. Sáquenlo del bolso, por favor.
   Rufo descorrió la cremallera,  cogió el artefacto por su base,  y  lo puso a la altura del pecho de éste.
   El emisario, sin titubear, dio con su índice tres toques en el pico del oropendolino. De inmediato se iluminó con una luz violeta, mientras una voz, agradable, aunque algo indefinida, preguntaba cortésmente:
   -Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarles?
   -Pues... quisiera preguntarle quién es su dueño.
   -Mi dueño es el profesor  don Rodrigo Rebollo, doctor y catedrático de filosofía, con residencia en Madrid, calle...
   -De acuerdo, de acuerdo, ya vale. Muchas gracias dijo el emisario, volviendo a tocar el artefacto en otros puntos, apagándose la luz violeta.
   -Bien, no es preciso más comprobaciones. Aquí tenéis el dinero -dijo el otro emisario entregando a Rufo el maletín-. Si hubiera algún problema, ya tendríais noticias nuestras. Mejor que no las haya -dijo con sonrisa enigmática.
  Los emisarios entraron en el coche y salieron, precipitados, con dirección al aeropuerto; mientras Rufo y Diana lo hacían hacia Madrid.

   Me senté en el banco a esperar. ¿A esperar qué? La verdad que me quedé sin saber qué hacer. ¿Cómo me las arreglaría para contactar con Samuel, Don Quijote o Jeguelín?  Jeguelín estaría de siete sueños, aparte de que le habían privado del oropendolino, el único receptor de mensajes de que disponía; y con Samuel y Don Quijote tampoco podía comunicarme. Tendría que resignarme y esperar a que Jeguelín descubriera la desaparición de Diana y del oropendolino, y dispusieran venir a buscarme, utilizando la janua-témporis de Don Quijote, feliz acontecimiento que no tendría lugar antes de las once horas, según mis cálculos.
   Pero, una vez más, hube de reconocer que nunca sabemos, con absoluta certeza, qué puede ocurrirnos de un momento a otro. En esta ocasión ya me estaba resumiendo, dentro de mí mismo, como un friolero caracol, y empezaba a recordar y meditar sobre otros momentos difíciles y, no obstante, superados airosamente, cuando veo caer del cielo -al tenue resplandor del cercano aeropuerto- una figura humana, planeando con su capa, extendida como un parapente. En seguida lo reconocí. Era Samuel con Don Quijote en uno de los bolsillones de su capa, braceando como un molino de viento, y gritando igual que un cabrero, tratando de que otro le oyera, con un monte por medio.
   En un momento les resumí cuanto había visto y oído desde que salí camuflado en el bolso, recalcándoles que el oropendolino se lo habían llevado dos individuos, miembros del club internacional  "NOSEFUMO", a cambio de 500.000 euros que entregaron a Rufo y a Diana, en un maletín. Éstos se marcharon hacia Madrid, mientras que los del club se dirigieron, a toda marcha, al aeropuerto, ya que, por la conversación que les había escuchado a Rufo y a Diana, esta misma madrugada saldrían con el oropendolino, en avión privado, hacia el lugar, próximo a Washington, en que estaban celebrando la reunión cumbre del club "NOSEFUMO".
   -¿Nosefumo? ¡Qué nombre tan raro! -comentó Don Quijote- ¿Acaso es un club de exfumadores?
   -No, don Alonso -contesté rápido-. Ya os informaré minuciosamente, cuando estemos más tranquilos. Ahora lo que debemos hacer es ir, sin dilación, a donde ellos estén, con la ayuda de la janua-témporis. Si tenemos suerte, es posible que estén todavía en el aeropuerto, a la espera del avión.
   -No se hable más y da la orden a la janua-témporis, para que nos lleve hasta ellos, en no más de cinco minutos -rogó Samuel a Don Quijote.
   Mas las prisas nunca fueron buenas. Don Quijote, con semblante y gestos alterados por los nervios, se palpaba el pecho, gritando:
   -¡La janua-témporis no está en el colgante de mi cuello!
   Rápido, encendí mi broche transmisor y, con la tenue luminosidad que proyecta, buscamos por el suelo la preciosa joya. Palmo a palmo rastreamos y miramos, minuciosamente, en un diámetro de ocho metros alrededor nuestro, lo que nos entretuvo diez minutos sin éxito alguno.
   Nuestra desesperación, más que verse, se palpaba.
   -¿Qué hacemos?
   Y, oh prodigio del intellectus appressus (o appretatus, en latín macarrónico), una luminosa idea se encendió en mi cacumen; "¡el bolsillo de la capa de Samuel, en donde había viajado Don Quijote!" Di un brinco hasta el bolsillo, sobresaltando a Samuel, que no se lo esperaba, y... allí estaba la merlinesa janua-témporis. Con los incesantes ajetreos bolsilleriles de Don Quijote, no era extraño que la joya se le desprendiera del colgante.
   -Démonos  prisa -dije, enntregándosela a Don Quijote-. Los del club hace ya cuarenta minutos que partieron de aquí.
   -No importa -recalcó Don Quijote, firme y muy sereno, mientras se la volvía a engarzar, apretando bien el cierre, y se la acercaba a los labios, como si fuera a besarla-. Estén donde estén, mi querida joya nos llevará hasta ellos.

   Una vez introducidos en los bolsillones de la capa, y pronunciada la orden de que nos llevara a dondequiera que se hallare el oropendolino, nos elevamos por los aires, sorprendiendo, quizás, a algún ufólogo insomne o a alguna lechuza alegre, de regreso del botellón-fin-de-semana. En cuestión de breves minutos la janua-témporis comenzó a parpadear, indicándonos que nos hallábamos sobre la vertical de nuestro objetivo. Abajo, en el aeropuerto, veíamos una pista para vuelos especiales.
   -Mirad -dijo Samuel, señalando al andén-, ahí se ven  a dos individuos, paseando.
   -¡Ellos son! -exclamé-, Junto a ese banco han dejado el bolso con el oropendolino. Aprovechemos, ahora que se han alejado del bolso, para caer junto a él.
   Samuel, protegido por la penumbra, aterrizó a otro lado del banco, detrás de una máquina expendedora de refrescos, situada junto al banco y el bolso.
   Los dos hombres, ahora abrigados con negros gabanes, parecían visiblemente impacientes en su espera, ya que dirigían continuas miradas a las pistas y a sus relojes.
   Samuel, rápido como un felino, atrapó el bolso, se lo colgó a la bandolera y, dando un salto hacia arriba, inició el vuelo, extendiendo la capa a lo supermán.
   Los paseantes, alertados por algún ruido producido en nuestro despegue, giraron hacia atrás la cabeza, descubriendo que el bolso había desaparecido. Instintivamente, miraron para arriba y, al vernos volar por  encima de ellos con el precioso botín,  fue toda una gama de gestos, voces, saltos,  puñetazos al aire y rostros coléricos, la que vanamente nos dedicaron, viéndose tan lindamente burlados. En seguida, uno de ellos, sacó el móvil y se puso a hablar, seguramente con el piloto del avión que estaban esperando.
   Mientras ascendíamos a una considerable altura y nos distanciábamos del aeropuerto, deliberábamos hacia dónde deberíamos dirigirnos.
   -Supongo que a casa de Jeguelín -dije, con el mayor aplomo-, pues estará desesperado por la incomprensible desaparición de Diana y del oropendolino.
   -No, amigo -me contestó Samuel, con tono serio y preocupado-. En tu ausencia ha ocurrido algo tremendo que desconoces.
   -¿Qué ha pasado?
   -Serían las tres y media de esta madrugada, cuando oímos a Jeguelín que pedía auxilio, con gritos desesperados. Don Alonso y yo bajamos precipitados hasta su habitación. Empujamos la puerta y nos lo encontramos arrodillado en el suelo, doblado sobre sí mismo, sujetándose el vientre.
   -¡Me muero, me muero! -repetía con claras muestras de dolor y aturdimiento.
   -¿Qué te pasa? ¿Has tomado algo? -le preguntó don Alonso, mirando el líquido blanquecino de un vaso que estaba sobre la mesita.
   -Sí -explicó, con dificultad Jeguelín-. Anoche, cuando os retirasteis a la habitación, Diana me trajo ese vaso con un líquido, diciéndome que me iba a dejar muy relajado, asegurándome que dormiría toda la noche y me dejaría en plena forma para asistir al debate.
   Una vez acostado, ella me acercó el vaso, bebí el líquido, y, en el momento en que ella salió de mi habitación, me quedé profundamente dormido. Pero, a eso de las tres y media, me he despertado. He entrado en la habitación de Diana y, al no verla allí, la he buscado por toda la casa, descubriendo que también faltaba el bolso con el oropendolino. A continuación me han sobrevenido unos terribles dolores de tripa, que siguen en aumento. ¡Ay, ay, Diana! ¿Por qué me has hecho esto?

   -Así se quejaba Jeguelín, tratando de incorporarse -continuó Samuel-. Don Alonso y yo nos apresuramos a auxiliarlo, pero no pudimos evitar que cayera al suelo, como fulminado.   Con el mayor cuidado lo levantamos y lo extendimos sobre la cama, comprobando que, tanto su corazón como los pulmones, habían dejado de funcionar.
   -¿Qué debemos hacer? -pregunté a don Alonso.
   -Creo que conocemos bien a Jeguelín. No es un ser humano corriente y moliente, como cualquier otro. Parece que está muerto, pero ¿quién sabe? Por nuestra parte, lo mejor que podemos hacer por él es no perder tiempo y tratar de rescatar el artefacto -me aconsejó don Alonso.
   -Exacto, eso le dije -confirmó Don Quijote-. Y, acto seguido, salimos de la casa, cerramos la puerta, y tras colocarme en el bolsillo de su capa y dar orden a la janua-témporis, nos lanzamos volando en tu búsqueda.
   -Gracias, amigos -les dije, de corazón-. Ciertamente, me hallaba apuradísimo. Pero lo que me contáis de Jeguelín me ha dejado helado. Ante estas nuevas y lamentables circunstancias opino que deberíamos dirigirnos a nuestra cabaña de la playa, y allí guardar y custodiar el oropendolino como oro en paño; pues, según nos aseguraba Jeguelín y nos lo ha confirmado el interés patente y desorbitado de ese club internacional por adueñarse del mismo, se trata de un magnífico ingenio, que puede convertirse en un instrumento imprescindible para acelerar la transformación de los sistemas, injustos y faltos de ética de muchos Estados, en otros en los que la racionalidad prevalezca por encima de cualquier interés o ideología particular e insolidaria.
   -Amigo Tinterico -me confesó Don Quijote-, mismamente es lo que, también yo, creo lo más oportuno que debemos hacer: quedarnos en la cabaña, custodiando este precioso tesoro, que promete introducirnos en el preludio de una nueva etapa dorada, aquella en la que no existían las palabras tuyo y mío.
   -Así es -reconoció Samuel-. Jeguelín,  tal como lo dejamos en su cama, no mostraba signo vital alguno.  Por lo que, como vosotros, pienso que lo mejor que podemos hacer por él es aportar nuestro esfuerzo en hacer realidad su magnánimo proyecto: el de facilitar y acelerar el triunfo de la racionalidad en la ordenación y gobierno de todos los Estados, empezando por el nuestro. Y no cabe duda de que ese ingenio, el oropendolino, puede ser decisivo para un rápido y feliz desarrollo del proceso del que nos hablaba Jeguelín.
   -A propósito de ese mágico y portentoso invento, que tanta admiración y recelo ha despertado:  tengo sobre él una personalísima opinión que me gustaría participaros -les dije, provocando en ellos una súbita reacción, que capté en seguida.
   -Desde que Jeguelín nos mostró de qué era capaz ese pajarito,  tampoco deja de revolotear en mi cabeza una idea relacionada con él -manifestó Don Quijote.
   -Es curioso, pero también yo pensé, viéndolo actuar -remachó Samuel-, que ya hacía varios años que el silbo de ese pájaro había empezado a transformar el mundo.
   -¡Sorprendente! -exclamé- Jeguelín no nos ha revelado el auténtico sentido de este prodigioso aparato, mas  creo que nuestra opinión coincide en que no se trata de otra cosa sino de un símbolo de la arrolladora y actualísima tecnología (especialmente la informática) que, a pasos agigantados, se está convirtiendo en un maravilloso instrumento, riguroso y fidedigno, al servicio de la estricta lógica. Un instrumento que, en un futuro próximo, será capaz de analizar y diagnosticar los problemas y cuestiones más complejos y sus posibles  consecuencias más inesperadas, tanto a nivel individual como colectivo.  Y que, además, podrá asesorar sobre la solución más  eficaz, segura y rápida; desempeñando, también, la imprescindible labor de denuncia y control sobre la rectitud y eticidad de cualquier norma o ley, vigente o inexistente;  así como de quienes las infrijan. En resumen, un instrumento, cada día más imprescindible, para el correcto gobierno del Estado en el ejercicio de su triple poder.
   -Coincido plenamente en tu apreciación, amigo Tinterico -dijo Samuel-, y, desde luego, cuántos males y desgracias podrían haberse evitado o aliviado en el pasado, de haber existido este invento.
   -Pero ahí está la otra enseñanza del oropendolino o, lo que es lo mismo, de las nuevas tecnologías: que, antes o después, el viento de la racionalidad termina imponiéndose, como Jeguelín nos mostró -apuntó Don Quijote.
   -Por cierto -añadí yo-, sigo preocupado por la suerte definitiva de Jeguelín. Si te parece, Samuel,  podrías poner en marcha el oropendolino -mientras volamos hacia la cabaña- a ver si consigues que veamos lo que, en estos momentos, esté pasando en aquella casa.

   Así lo hizo Samuel. Descorrió la cremallera, tocó tres veces el pico del pájaro y una  esfera enorme de luz anaranjada apareció sobre el bolso.
   -Buenos días -oímos decir a una voz en off-. ¿En qué puedo ayudarte?
   -Quisiera que nos ofrecieras las imágenes de lo que, en estos momentos, ocurre en casa del doctor Rodrigo Rebollo.
 
   De inmediato, la luz cambió a una tonalidad blanquecina que, poco a poco, fue adoptando el colorido  real de las cosas que,  a continuación, aparecieron. Vemos el hotelito de Rodrigo Rebollo y, en seguida, a Diana en la puerta, tratando de abrirla con una llave que acaba de sacar del bolsillo de la cazadora. Entra en casa y se dirige, resuelta, a la habitación de Jeguelín. Se acerca a la cama, en donde le vemos tendido, inmóvil y con los ojos cerrados. Rápidamente, Diana saca del bolsillo una píldora que le introduce en la boca; le da masajes y le mueve  las piernas y los brazos. De pronto, vemos que Jeguelín abre los ojos y sonríe a Diana con su cómica y habitual sonrisa.
   Tal fue nuestra sorpresa que gritamos al unísono:
   -¡Jeguelín está vivo! Tenemos que volver a su casa.
   -Esperemos un momento -recomendó Samuel-. A ver qué hablan entre ellos.

   "-¡Diana querida!  Pensé que te habías marchado y me habías abandonado para siempre. ¿Cómo y por qué me dejaste aquí, en estado catatónico? Y mis amigos ¿a dónde han ido?
   -Ay, tontuelo, sigues sin conocerme. ¿Cómo te iba yo a abandonar? De sobra sabes que mi mente es pragmática, y que pienso que lo de tus teorías y cuestiones filosóficas, serán todo lo interesantes que quieras, pero a mí me resbalan como si estuvieran enjabonadas. Por eso, porque todavía te aprecio, he entregado el oropendolino a unos señores, que ayer asistieron a tu demostración en el salón de congresos. A cambio de ese aparato nos entregaron quinientos mil euros, que  he repartido a partes iguales con mi amigo Rufo. Él me ha ayudado a realizar la operación. Mi parte la he dejado en mi casa. Ya te la entregaré.
   -No, Diana, no tienes que darme nada.  Ten en cuenta que ese ingenio no es un invento exclusivamente mío, porque, en realidad, se trata de un simple remedo o representación de la actual tecnología informática. A los asistentes a mi exposición les impresioné con ese curioso artefacto, que no es más que un divertido juguete en comparación del complejo entramado lógico de internet y sus innumerables aplicaciones.
   -¡Eres un cielo, Rodrigo! Soy todo tuya -dijo, dándole un sonoro beso!"
 
   -Creo que ya es suficiente con lo visto y escuchado -opiné yo-. ¿Seguís pensando que debemos cambiar el rumbo hacia la casa de Jeguelín?
   -Por supuesto -manifestó Don Quijote-. Así será mayor el gozo de Jeguelín y de Diana.
  -Sí, también yo lo creo oportuno -dijo Samuel-, pues, aparte de esas razones, creo conveniente abrirle más los ojos a Jeguelín que, por lo que se refiere a Diana, sigue columpiándose en paradisíacas nubes de algodón.
   -¡Mirad! -exclamó Don Quijote, señalando hacia adelante- El faro esbelto, hercúleo y paternal... Más allá el hermoso templo de góticas nostalgias, reverberante por los dorados rayos del sol, ascendiendo tras el pinar.
   -Y ahí abajo -continué yo-, los corralones, junto a la playa, escurridos por la bajamar, pululando cangrejos y camarones en los rumorosos charcos.
   -¿Qué es eso que se oye? -pregunta Don Quijote, con semblante súbitamente turbado.
   -Parece el fragor de un avión, acercándose, por levante, desde la lejanía - dijo Samuel, irguiendo el busto y acelerando el vuelo en esa dirección.
   -¿No será, quizás, ese viento, del que nos hablaba Jeguelín...?  -aventuré yo.
   -¿?
   ¡¡Shuisssbooouuummm!!




                                                       EPÍLOGO


   Ésas fueron las últimas frases intercambiadas por nuestros amigos.
   Supuestamente, algo apareció, por el levante, en la lejanía. Algo rápido y depredador, como un halcón, enfiló su morro incandescente y directo, contra la silueta de Samuel. Lo que fuera, seguido de una formidable explosión, impactó contra ellos, produciéndose, a continuación, el silencio y la oscuridad en el broche grabador de Tinterico.

   Fue, después de varias semanas de ese fatal desenlace, cuando -al no tener noticia alguna de ellos-, decidí pasar unos días en esa playa sureña, en la que tantas aventuras habían protagonizado y escuchado. Me empujaba una vaga esperanza de averiguar algo sobre su paradero.
   Me hospedé en el mismo hotel en que, según mis conjeturas, se hospedó Ricardo, uno de los personajes de mi anterior relato. A otro día, muy temprano, fui paseando por la playa, hasta el punto en que, según mis cálculos, debería de quedar enfrentado a la cabaña de nuestros amigos.
   Mas, antes de dedicarme a su búsqueda, no pude reprimir el impulso interior que me animaba y seducía, como un silbo de sirena, a sentarme en la rocosa cerca de uno de los corralones, escurridos por la bajamar.
   Llevaba varios minutos disfrutando del sol y la tibia brisa, que acababan de remontar el cercano pinar, cuando el destello dorado de un objeto metálico, semicubierto por la arena y el agua, captó mi atención y curiosidad.
   Me incorporé y me acerqué a examinarlo. Experimenté una inexplicable emoción, así como un extraño presentimiento, mientras lo desenterraba y aclaraba en el agua.
   -Pero... ¡si esto es parte del tintero que desapareció de la mesa de Edu, hace cinco años! -susurré- No me cabe duda. Esta pieza corresponde al tintero propiamente dicho, y representa el pilón o abrevadero en que Don Quijote veló sus armas. Falta la figurilla del Hidalgo con su lanza... ¿Qué les habrá ocurrido?
   Mientras lo examinaba, minuciosamente, noté que algo rodaba en su interior. Levanté la tapita de bisagra, que cerraba el tintero. Mi sorpresa fue mayúscula. Era un pequeño broche-alfiler, formado por una hermosa piedra verde, ovalada y pulida. La tomé entre mis dedos y -¡oh, cielos!- el broche se enciende y resplandece con una preciosa luz esmeralda, al mismo tiempo que oigo las voces de Tinterico y demás personajes, que  intervienen en este relato.
   Me volví a sentar en una de las rocas y escuché, desde el principio, este último capítulo, grabado por Tinterico, hasta el momento en que se oye la explosión y se apaga el broche transmisor.
   Fue, entonces, cuando comprendí que, aquel trozo de latón y aquel broche, eran las únicas reliquias que había logrado recuperar  de aquellos  amigos.
   Apostaría que sus espíritus se hallan, felices, en otro mundo vecino, metidos en parecidas aventuras que, quizás, algún día o noche, lleguemos a escuchar, directamente, de sus propios labios. 
   Y de lo que estoy plenamente seguro es de que ellos han desaparecido, para siempre, -¡oh, presuntuosa y vana certeza nuestra!- de este mundillo que Edu bautizó como Tintero jubilado.
   No obstante, espero seguir publicando, en este espacio, otros posibles e imposibles relatos, aunque no vinculados entre sí, como hasta ahora venía haciendo.  Ya es hora de que deje a esos amigos disfrutar de un merecido descanso, allá donde se encuentren.
   Y una cosa que se me olvidaba por aclarar. Del oropendolino no quedó ni rastro. Y sobre lo que impactó contra ellos, todo son conjeturas. Pudo ser un bólido lanzado por el poderoso NOSEFUMO; o, quizás, un enorme pez volador reivindicativo y cabreado; o, -¿quién sabe?- un meteorito cabezón, empeñado en cumplir, por su cuenta, el vaticinio maya. Evidencias no existen.
   Un abrazo y felices navidades 2012.
   Dunscotiano.  

                                                                                             
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¿Qué es eso que se oye? - (Capítulo II)

jueves, 18 de octubre de 2012





   Como ya sabéis,  yo me hallaba escondido tras la barandilla del cuarto escalón de la escalera, cuando Jeguelín abrió la puerta...
   Tras cinco eternos segundos de desesperante silencio y seductora sonrisa, la joven visitante se apresuró a disipar las dudas de Jeguelín sobre su identidad.
   -¿Qué? ¿Tan cambiada me ves?
   -Pasa, Diana, por favor -le rogó Jeguelín.

   Jeguelín cerró la puerta de la calle e invitó a la joven a entrar en la salita-recibidor. Yo bajé hasta el primer escalón, para no perderme detalle. Afortunadamente, Jeguelín dejó abierta la puerta de la salita.
   Un fortuito tintineo, procedente del salón, alertó a Diana.
   -¿Estás solo? -susurró ella.
   -No. Hoy han venido tres amigos a colaborar conmigo en un proyecto  que tenemos entre manos. Están ahí arriba, en el salón... Pero, siéntate, por favor, y charlemos un ratito.
   -Bien, Rodrigo -continuó Diana-, te estarás preguntando cómo he vuelto a visitarte, cinco meses después del pollo que te monté en el night club aquella noche... Pero, reconócelo, aquella actitud, extremadamente reservada, ensimismada y pusilánime, que venías manteniendo desde que te conocí, llegó a resultarme hasta tal punto insoportable que exploté y reaccioné de aquella forma. Ahora estoy aquí, movida quizás por un alumno tuyo que me ha hablado del cambio tan espectacular, observado en ti como profesor y como persona. Cambio que, casualmente, yo misma he comprobado esta tarde, en ese desfile de los chinos, cuando te he visto encaramado sobre un león de la Cibeles y charlar, animadamente, con unos curiosos personajillos que desfilaban montados en cabras monteses.

   Yo veía a Jeguelín embarazado y aturdido por la figura tan atractiva de Diana; aparte de que él no debía de tener muy clara la relación que tuvo ella con Rodrigo Rebollo, antes de que éste muriera y él ocupara su cuerpo. A Diana, en cambio, no pareció extrañarle mucho la visible cortedad de Jeguelín. Por el contrario, ella se levantó de la silla y se abalanzó, decidida, sobre Jeguelín; se le sentó sobre las rodillas, lo abrazó con la mayor vehemencia, y le dio un largo y apasionado beso. Jeguelín hacía aspavientos, reveladores de los sentimientos, jamás experimentados y que ahora percibía, como descargas eléctricas, en su espíritu virginal, dejándole momentáneamente extasiado.
   Tras unos minutos de dulce y ardorosa contienda, Jeguelín dio un respingo, entre muecas y sonrisas, tratando de alejar, un poco, el rostro y cuerpo de Diana.
      -Sí, Diana, reconozco que aquella noche, en el night club, tuviste toda la razón del mundo para reprenderme y abofetearme, dada mi estúpida e insulsa actitud. Yo me venía comportando como un verdadero capullo, y tu reacción fue lógica y normal. Pero también es cierto que aquel desenlace me causó infinito dolor, pues pensé que te había perdido para siempre. Y todo por los malos hábitos, impuestos contra mi voluntad, a causa de las circunstancias familiares que me presionaron desde niño.
Ten la seguridad, Diana, -dijo, con un aplomo que me dejó perplejo- de que, a pesar de aquel incidente, ningún día he dejado de pensar en ti.... Desde aquella noche me propuse firmemente cambiar radicalmente en mis hábitos y relaciones sociales. Y, aunque suene a autobombo, desde entonces he logrado grandes progresos. Y pienso llevar a cabo importantes proyectos, que ya he iniciado con la colaboración de esos amigos -dijo, señalando hacia arriba.

   Conforme Jeguelín se explayaba, más admiraba yo su personalidad multifacética y su increíble capacidad camaleónica de adaptación a posibles imprevistos. Al mismo tiempo descubría en Diana un no sé qué de inauténtico, dejándome una recelosa impresión.
   -No sabes, querido Rodrigo -le susurró, mimosa-, lo feliz que me haces hablándome como ahora me hablas. ¡Ay, tonta, que pensé que ya no sentirías nada por mí!
   -Pues... ya ves, querida, si antes te quise mucho, aunque con un amor asustadizo y enclenque, ahora ese amor ruin se ha transformado en un volcán que puede arrasar cuanto se le ponga por delante.
   -Bueno, Rodrigo, tampoco quiero que te conviertas en un héroe, salvador del planeta. Y sobre mí...  poco puedo decirte que no sepas. Sigo trabajando en la tienda de ropa, y no hace falta que te diga que, cuando quieras darte una vuelta por allí, serás bien recibido.
   -No sé, Diana, cómo expresarte lo feliz que me has hecho con tu visita -le confesó Jeguelín, poniéndose de pie-. Ven a esta casa todos los días, a la hora que te parezca. Quédate en ella, si ése es tu gusto. Hay sitio para ti y para mis amigos, que también son tuyos. Tú también puedes sumarte a mi equipo investigador, si te parece bien abandonar el trabajo de la tienda.
   -Agradezco mucho tu oferta, Rodrigo -contestóle, Diana-. Lo pensaré y ya te diré qué decido. Por hoy ya hemos avanzado bastante. Ya me acercaré otro día a verte. ¿Te parece bien?
   -Sí, querida, todo lo que decidas me parecerá bien. Sólo siento que me va a resultar muy difícil y doloroso tener que esperar hasta ese otro día.
   -Anda, no exageres, el tiempo vuela. Hasta pronto -dijo, dándole un beso.
   -Adiós, querida -correspondió Jeguelín, besándola a su vez.

   La acompañó hasta la puerta de salida a la calle, cerró y, mientras yo me apresuraba escalera arriba, sentí a Jeguelín trastear en la cocina.
   Don Quijote y Samuel aguardaban impacientes por escuchar mis comentarios sobre la misteriosa visita. Les revelé que se trataba de Diana, la amiga de Rodrigo Rebollo, quien  me daba la impresión de estar convencida de que Jeguelín era realmente Roddrigo Rebollo, aunque no entendía cómo podía haber cambiado tanto en su personalidad. Les comenté que Jeguelín había quedado embelesado, como si ella lo hubiera hechizado. Les sugerí que sería conveniente vigilarlo para que no cometiera algún error o desaguisado irreparable, dejándose mangonear por ella, con detrimento de los proyectos que él nos había anunciado.
   En seguida sentimos a Jeguelín subir por la escalera, tarareando una musiquilla, escuchada en el desfile de los chinos. Al entrar en el salón nos sorprendió su rostro irradiando una felicidad recién estrenada, imposible de ocultar.
   Mientras colocaba sobre la mesa unos refrescos y aperitivos, se apresuró a explicarnos el motivo de su repentina euforia:
   -Chicos, acabo de tener una maravillosa experiencia. Me ha visitado Diana, la amiga de Rodrigo Rebollo, la que, según los recuerdos archivados en su memoria -y que yo, ahora, tengo a mi disposición-, fue quien provocó su muerte, aunque sin pretenderlo, tras la bronca que le armó en el night club, como ya os conté. Y ahora se presenta en mi casa, mostrándome un apasionado afecto que me ha hecho experimentar sensaciones y sentimientos fantásticos, desconocidos por mí. Ella me ha explicado que ha venido a visitarme porque, inesperadamente, ha descubierto una sorprendente transformación, positiva  y radical, en mi personalidad, comportamiento y actitudes. Me ha declarado su  amor  y su incondicional ofrecimiento para colaborar conmigo y con vosotros en el proyecto que hemos emprendido. Por supuesto que yo le he correspondido con exultante entusiasmo, confesándole mi afecto y el desasosiego en que me deja.
   -Enhorabuena, Jeguelín -le felicitó Samuel- pues acabas de descubrir lo más hermoso y apetecible que al ser humano le es dado experimentar en este mundo: el amor sensible, además de espiritual, hacia otra persona. Pero creo que deberías de hacer una pequeña reflexión, antes de lanzarte a esa aventura tan seductora.
   -A ver, dime, ¿de qué se trata?  -preguntó Jeguelín.
 -Verás, yo y mis compañeros hemos comprobado que cuentas con eminentes facultades, adquiridas en ese mundo de donde dices haber venido. Y dispones, además, del archivo de recuerdos heredados de Rodrigo Rebollo. Pero ¿tú crees que esos recuerdos te sirven para recomponer toda la vida de Rodrigo, en sus aspectos más íntimos y significativos? O, por el contrario, no son más que recuerdos aislados y desbalazados entre sí, que apenas pueden proporcionarte un conocimiento aproximado de sus vivencias a lo largo de su vida. ¿Tienes conciencia clara de, por ejemplo, cómo se desarrolló la relación de Rodrigo con Diana, desde su comienzo hasta su ruptura, así como de la muerte de éste?
   -Tienes razón, Samuel -reconoció Jeguelín-, los recuerdos de Rodrigo Rebollo que emergen en mi conciencia, gracias a su prestada memoria, son como fragmentos inconexos, algo así como revoltijos de secuencias que, con gran dificultad y dedicación, logro recomponer con insegura coherencia.
   -Por esa razón, amigo -le aconsejó Samuel- deberías ser muy precavido, al manifestar tus sentimientos y decisiones, con quienes se acercan a ti, aparentemente con los mejores y más desinteresados propósitos.
   -Ten en cuenta -añadió Don Quijote- que Samuel hace más de quinientos años que vive en este planeta, y tiene motivos sobrados para conocer a fondo  a la especie humana.
   -Sí, y aunque parezca farolada, mi memoria mantiene sus recuerdos como grabados en piedra berroqueña. Por cierto que ese artefacto tuyo -dijo, señalando con la barbilla al oropendolino- me lo ha corroborado, pues, en la demostración que, hace un rato, nos ha hecho del proceso dialéctico, he reconocido las vicisitudes que, a lo largo de cinco siglos, ha experimentado la humanidad, y yo he sufrido o disfrutado en mis carnes.
   -Yo también pienso -dije, dirigiéndome a Jeguelín- que, ante todo, debes tener claro el pasado de Rodrigo Rebollo, así como lo relativo a su relación con Diana, cosa que, como tú reconoces, no consigues, por más que te estrujes la heredada memoria de Rodrigo.  Lo poco que  tú conoces de él -y nosotros menos aún- es que debió de ser un hombre bastante reservado, acomplejado por unas vivencias, probablemente infelices, quizás ocasionadas por circunstancias hostiles que explicarían su talante adusto y huidizo, tanto como profesor como en su relación con Diana. Por lo que, reconociendo el prodigioso poder del oropendolino para reproducir hechos del pasado, podrías probar si también es capaz de extraer, de ese cerebro que ocupas, un resumen del pasado de Rodrigo Rebollo.
   -Me parece una idea muy acertada -reconoció Jeguelín- tanto que ya estoy impaciente por llevarla a cabo. Pero no quiero abusar de vuestra amabilidad. Mejor es que lo pospongamos hasta mañana, y ahora nos vayamos todos a descansar, pues el día ha sido muy ajetreado.
   -Nosotros somos infatigables -repuso Don Quijote con rápido raquetazo-, cuando el bien de un amigo depende de nuestro pequeño esfuerzo. Mayormente si se trata de algo tan novedoso e interesante como parece que fue el pasado de Rodrigo Rebollo.
   -Os lo agradezco infinitamente -dijo Jeguelín, cruzando las manos sobre el pecho-. Así que, ahora mismo, a las 00:45 horas del 19 de febrero de 2012, voy a someterme a una psicoscopia memorística y virtual, dispensada por  el oropendolino, sobre las vivencias relevantes de Rodrigo Rebollo, que marcaron su personalidad y determinaron el fatal desenlace que ya conocéis.

   Dicho esto, Jeguelín palpó el artefacto. En seguida éste se iluminó, transformándose en una resplandeciente esfera azulada. Samuel se apresuró a apagar las lámparas del salón. Jeguelín se extendió, cuan largo era, en el suelo; la esfera creció en torno a él en gigantescas dimensiones, acribillándolo con multitud de rayos multicolores. Pasados unos minutos, la figura de Jeguelín quedó oculta a nuestras miradas, mientras una voz en off comentaba las imágenes que, a continuación, aparecieron sobre la familia y demás vivencias de Rodrigo:

  "Efrén, el padre de Rodrigo Rebollo, nació en Bilbao el año de 1936. Sus padres murieron en junio de 1937, a consecuencia de un bombardeo, en el asedio de la ciudad por las tropas franquistas. El niño se salvó gracias a que, casualmente, aquel día se hallaba en casa de uno tíos suyos.
   Efrén era un niño muy despierto, atrevido e indisciplinado. Sus tíos se preocuparon de su educación, logrando que realizara el ciclo de enseñanza primaria, así como unos cursos de contabilidad y administración al dejar la escuela. Conforme iba creciendo, fue dando muestras de una personalidad inestable, caprichosa y egoísta, aunque adornada de una engañosa simpatía y gran habilidad para conquistar a quienes se le acercaban, especialmente  a las mujeres. Mas, cuando se le trataba un poco, se descubría que era un hombre presuntuoso, machista, superficial e  indiferente a consideraciones éticas. Terminado el servicio militar, se fue a Madrid, donde entró a trabajar en una empresa privada, logrando a los pocos años ser ascendido a jefe de sección, con su táctica de astucias y pelotilleo.
   Casualmente, conoció a Elvira -amiga de una de sus subordinadas- una tarde que coincidió con ellas en una cafetería del barrio de Salamanca. Con sus mentiras y zalamerías, pronto, encandiló a Elvira. De tal forma se encaprichó que no cejó en sus galanteos hasta lograr casarse con ella.
   Elvira había nacido en 1947. Era hija única de padres muy conservadores y religiosos, ambos maestros nacionales. Físicamente era poco agraciada, aunque sí muy inteligente, culta, educada y dotada de una gran madurez. Cuando Efrén conquistó a Elvira, los padres de ésta habían ya fallecido hacía cinco años. Ese fue uno de los motivos de su casamiento, por parte de Elvira. Por parte de Efrén, era obvio que él tuvo muy en cuenta la respetable fortuna que ella había heredado de sus padres, incluido el hotelito de la colonia del Viso. Elvira ejercía de facultativa en una biblioteca madrileña.
   Muy pronto, a poco de nacer Rodrigo, en 1975, Efrén se quitó la careta, dejando al descubierto su malvada condición de sujeto machista, déspota, infiel, y sin afecto ni respeto alguno a su mujer, ni a su hijo.
   Rodrigo, desde niño, destacó por su inteligencia y sentido de la responsabilidad. Era muy reflexivo, introvertido, tímido, aficionado a la lectura y a plantearse cuestiones poco habituales a su edad.
   A Efrén le repateaban esas inclinaciones y forma de ser de su hijo, tan afines a las de Elvira, y que él calificaba de mariconadas. No obstante, Rodrigo, contando con cualidades tan favorables para el estudio  y con el valioso apoyo de su madre, superó fácil y brillantemente las distintas etapas de enseñanza, previas a la universitaria.
   Mientras tanto, Efrén seguía en su línea de dificultar y hacer la vida imposible a Elvira, no sólo con su desamor, sino con su aversión y maltrato. De continuo la hostigaba con el latiguillo de la crítica a sus aficiones culturales y a sus "rancias" ideas. Ella aguantaba, pacientemente y en silencio, año tras año, para no preocupar ni distraer a Rodrigo en sus estudio. De sobra conocía éste la triste historia, y en más de una ocasión trató de defender a su madre, pero se dio cuenta de que su intervención enconaba más aún la despechada actitud de aquél.
   En el verano de  1993, con motivo de los excelentes resultados obtenidos por Rodrigo en su primer curso de Filosofía, Efrén propuso a Elvira y a Rodrigo ir unos días de veraneo a un precioso pueblo de Canntabria, junto al mar. Madre e hijo, ante la inesperada propuesta, celebraron la idea, pensando en que de ese viaje pudiera  surgir un cambio favorable en la actitud de Efrén.
    Una vez allí, decidieron ir, una tarde, de merienda a un bello y cercano paraje, alfombrado de hierba y algunos árboles, junto al acantilado.  Efrén se encargó de que, aparte de embutido y otras viandas, no faltara el vino, preferencia en la que, excepcionalmente, coincidían padre e hijo.
    El coche lo conducía Efrén y,  entrando en el camino empinado que sube hasta la explanada, junto al acantilado,  comenzó él a golpear rítmicamente el volante y a cantar a pleno pulmón: "¡Santander, eres novia del mar...!", de forma  tan efusiva que Elvira le miró, sonriente,  con la cara arrebolada.
   El paraje era fantástico. Una gran explanada cubierta de brillante hierba, flores silvestres, arbustos y algunos árboles. A unos cien metros se perfilaba el borde rocoso del acantilado y, más allá, el océano fundiéndose con el cielo. Efrén detuvo el coche junto a unos pinos, muy próximos al acantilado. Sacaron del maletero una mesita y tres sillas plegables. Efrén, eufórico, charlaba por los codos, mientras colocaba sobre la mesa las viandas, las botellas y los vasos. Tan desconocido estaba que no paraba de hacer chistecitos y jocosos comentarios, e incluso mostrándose amable con Elvira, a quien ofreció un vaso de vino. Ella apenas tomó un sorbo. Rodrigo, animado con el súbito buen talante del que su padre hacía gala aquella tarde, llegó a tomar más vino del que acostumbraba; pero sin acercarse, ni por asomo, al continuo trasvase emprendido por Efrén entre botella y gaznate. Muy pronto dio cuenta de dos botellas y parte de la tercera. No es extraño que, conforme crecía el ritmo de su negro beber, crecía, también, el de su frenética locuacidad. Mas aquella burbujeante euforia duró poco, pues en seguida fue derivando hacia inoportunos comentarios y frases hirientes contra Elvira.
   Rodrigo trató, discretamente, de apaciguar y desviar la atención de su padre, levantándose de la silla y poniéndose a mirar hacia unas rocas prominentes que se alzaban en la pendiente de la loma, algo más abajo de donde ellos se hallaban.
   -Mirad -dijo Rodrigo-, detrás de esas rocas he visto ocultarse a alguien.
  Mientras Rodrigo se bajaba a comprobarlo, su padre guardó silencio momentáneamente, mas, una vez que el chico quedó oculto tras las rocas, Efrén reanudó sus ataques contra Elvira.
 Ella se esforzaba por mantenerse serena, pero, de pronto, se puso de pie, encendida de ira contenida.
  -¿Sabes lo que te digo? No te aguanto un momento más. Tan pronto como volvamos a Madrid voy a pedir el divorcio.
  -¿Qué dices estúpida? ¿Y eso por qué motivo?
 -Tienes razón -le contestó Elvira, con infinita amargura-. Es la única verdad que has dicho en tu vida. He sido, hasta ahora mismo, una perfecta estúpida. Lo fui desde el momento en que me uní contigo. Y lo seguí siendo al permanecer a tu lado, soportando tu trato déspota, despectivo e inhumano, así como tus repetidas infidelidades que me han obligado a tragar tantas amargas lágrimas, durante dieciocho años. Acabas de destruir el último rayo de esperanza, que aún conservaba, de que dejaras de ser una alimaña y te convirtieras en una persona razonable, con unos sentimientos verdaderamente humanos.
  -Así que yo soy una fiera, ¡Ja, ja, ja! -dijo, carcajeándose, con la mirada trastornada por el vino y el rencor- ¡Y tú una monja fea y gruñona! -farfulló, derribándola de un puñetazo y arrastrándola hasta el borde del acantilado.
  -¡No, por favor, Efrén, no lo hagas! ¡Por nuestro hijo! -le suplicó- Pero Efrén, sordo y ciego a sus ruegos, la empujó despiadadamente, precipicio abajo.
 -¡Nooo, nooo, nooo! -gritó Rodrigo, saliendo de detrás de las peñas y corriendo, desesperado, hacia su padre.
 Efrén se volvió hacia él, tambaleando, con los brazos caídos y el rostro enloquecido. Mas, viendo a su hijo, que volaba hacia él, trastornado por el dolor y la furia, retrocedió de espaldas unos pasos, despeñándose por el acantilado.
 Rodrigo, fuera de sí, llegó hasta el borde del precipicio, se agachó, vencido por un desgarrador sentimiento de pena y de impotencia, y como sumido en una tremenda y cruel pesadilla.
 Sin noción del tiempo, estuvo escrutando cada palmo de la zona cubierta por las olas que se estrellaban contra las rocas del acantilado. Pero no consiguió descubrir rastro alguno de sus padres. Cuando se serenó un poco, corrió hasta la cercana aldea. Llamó por teléfono a la guardia civil y les contó lo ocurrido, aunque dando la versión de que se había tratado de un desafortunado accidente:
   "Después de la merienda -les declaró Rodrigo-  me marché, dando un paseo, hasta unas rocas situadas algo más abajo de la explanada en donde habíamos merendado. Mis padres se habían levantado de las sillas a estirar las piernas. De pronto oí gritar a mi madre, así como voces desesperadas de mi padre que  decía: "¡Agárrate, no te sueltes, Elvira!" y "¡Rodrigo, ven  rápido, ayúdanos!" Salí, sobresaltado, de entre aquellas rocas y corrí hacia ellos precipitadamente. Pero sólo pude presenciar la trágica escena de mi padre, tumbado al borde del precipicio, haciendo esfuerzos desesperados  por sujetar las manos de mi madre que se le escapaban como peces mojados. Tan sólo me separaban de ellos cuatro metros, cuando el peso de mi madre arrastró al vacío a mi padre con ella.
  Destrozado por el dolor y la impotencia, estuve unos minutos tratando de descubrir sus cuerpos, pero el fuerte oleaje que se estrellaba contra las rocas me lo impidió totalmente."
  Rápidamente acudió una cuadrilla de salvamento que rastreó la zona, mas sin resultado alguno. Rodrigo, desde su primera declaración, hasta otras muchas que tuvo que hacer ante las autoridades y juzgado, durante varios meses, siempre mantuvo la armonía y perfecto entendimiento que existía entre ellos. De igual modo defendió su propia inocencia, fundamentada en el amor,  auténtico y profundo, que desde siempre había sentido por ellos. Amor que le forzó a guardar, sólo para sí, el sagrado secreto de lo que realmente ocurrió.

   Desde entonces Rodrigo se reconcentró en sí mismo, más de lo que ya estaba. Apenas salía de casa, si no era para ir a la universidad, o para algo ineludible. Su ocupación y preocupación no eran otras que el estudio. Dedicación que, unida a su aprovechamiento, seriedad y modestia, le valió el respeto y reconocimiento de sus profesores y compañeros. No obstante era patente su estado emocional alterado  y una profunda tristeza, soterrada bajo una careta cómicamente sonriente, que atribuían a  su temperamento tímido y acomplejado, así como al desafortunado accidente de sus padres.
   Lo positivo  y favorable de esa su especial índole natural y de las hostiles circunstancias que le rodearon, fue que le hicieron más fácil su total entrega y dedicación al estudio, consiguiendo desahogadamente y con brillantes resultados, superar los cursos de Filosofía, doctorado y oposiciones a cátedra, que obtuvo en 2004.
   A partir de su debut como profesor, Rodrigo mejoró mucho en cuanto a su dificultad para relacionarse con los demás, aunque seguía sintiéndose torpe y patoso para desenvolverse en sociedad. Él sentía una imperiosa necesidad de entablar amistad, especialmente con una chica que le resultara atractiva en todos los aspectos. Lógicamente conoció compañeras y alumnas, adornadas de envidiables cualidades;  pero sus complejos y conflictos interiores le impedían mantener una relación fluida y gratificante. Por ese motivo procuró buscar la amistad con una joven que destacara en cualidades que, precisamente, a él le faltaban o tenía bastante disminuidas, como eran su físico poco agraciado, su falta de simpatía, su insulsez, su torpeza, su timidez enfermiza que le impedían actuar y expresarse adecuadamente, incluso delante de un patán... También valoraría positivamente en su futura amiga, el hecho de que su cultura fuera inferior a la suya, para evitar que ella le aventajara en todos los aspectos, lo que supondría la anulación de su personalidad.
   Ese claro objetivo fue el que le llevó a conocer (y a poner la primera piedra de su templo) a la joven Diana. En realidad, su descubrimiento fue puramente casual.
 
   Fue un día de mayo de 2011, en una pequeña tienda de confecciones del centro de Madrid. Entró en ella buscando una camisa de verano, y le sorprendió gratamente la dependienta, una joven rubia de almendrados ojos oscuros,  hermosa  sonrisa, y fluida y ocurrente conversación, Se llamaba Diana y calculó que debería de tener unos treinta años. Desde el primer momento, ella lo trató con tanta simpatía que él no se explicaba  cómo ni por qué le había caído tan bien. Miró distraídamente las camisas,  y le pidió la primera que encontró  de su talla, de una tonalidad entre amarilla y marrón. Ella le castigó con una condescendiente sonrisa ante su gusto trasnochado. Luego buscó en la estantería y eligió una de diseño y  colorido originales. Rodrigo le confesó que era incapaz de ponerse ropa atrevida que atrajera la atención de los demás. Diana, en cambio, opinaba que, en su caso, la ropa atrevida le elevaría la moral, autoestima y seguridad en sí mismo. Le preguntó a qué se dedicaba, pues le daba la impresión de que fuera profesor, cura, bibliotecario o policía secreta. Rodrigo premió su acierto con una risita, acompañada de una ridícula mueca, que provocó en Diana una sonora carcajada al recordarle a Mr. Bean. Diana no paraba de hablar, ensartando graciosos comentarios. El serio y blindado talante de Rodrigo se había ablandado en seguida, como un churro en un vaso de café. Felicitó a Diana por haber acertado con su profesión:  la primera de las que había enumerado. Y se felicitó para sus adentros, porque tuvo la grata impresión de haber encontrado la amiga soñada.
   A partir de aquel día sus visitas se hicieron habituales. Diana lo animaba a ello, mostrándole su satisfacción desbordante cada vez que  le veía entrar en la tienda. En seguida  acordaron salir juntos, ya fuera a pasear,  al cine, discotecas, excursiones, etc. Diana, desde el primer contacto con él, se había percatado de su compleja personalidad, y se propuso la difícil tarea de transformarla, tratando de inculcarle su llano y simple criterio personal de entender y enfrentarse a la vida: por un lado  no plantearse cuestiones de índole trascendental; por otro,  atender a los aspectos más pragmáticos, como son el económico, el éxito en el ejercicio de la profesión, el fomentar y cultivar las relaciones sociales,  y el buen entendimiento y armonía familiar.
   Rodrigo sabía muy bien que esos criterios  diferían muy mucho de los suyos. No obstante llegó a una componenda consigo mismo: él  procuraría contentar a Diana en sus gustos y aficiones, en la confianza de que, no tardando mucho, la encarrilaría hacia objetivos más elevados, ya que contaba con la ventaja de que su cultura era bastante superior a la de ella.
   Pero esos propósitos, de actuar de forma artificial y a contracorriente, no pudo mantenerlos por mucho tiempo. Conforme pasaban los días y los meses, Rodrigo fue volviendo al cauce natural, fijado por los condicionantes de su personalidad. Muy pronto perdió su pasajera euforia, su osadía improvisada, que le empujó a imitar a Diana en sus frívolas aficiones a las discotecas, música y bailes alocados, telebasura, cine y revistas del corazón. Él era agorafóbico. Los paseos por calles concurridas, particularmente por la tarde o noche, o la entrada a espectáculos, bares, restaurantes, etc., le ponían tenso, bloqueando su capacidad de concentración, coordinación de pensamiento y lenguaje, así como el dominio y control de la expresión fisonómica  y del cuerpo.

   Fue en el mes de septiembre del 2011 cuando se agudizó la tendencia de Rodrigo a retornar a sus arraigadas costumbres y a claudicar ante sus complejos y conflictos internos.  La extravertida mentalidad de Diana, su espontaneidad en su forma de actuar, chocaban con la reflexiva y vacilante de Rodrigo, que tanto la exasperaban. Era patético el semblante y torpes movimientos que él adoptaba cuando Diana le llevaba a algún espectáculo que a ella le entusiasmaba. Ella no comprendía su actitud, que calificaba de absurda e incomprensible, y  solía echarle en cara  el lamentable y ridículo cuadro que ofrecía.
   Y fue el 3 de octubre, en aquel night club, cuando Diana no pudo soportar más "la actitud, claramente psicótica y aguafiestas,"  de Rodrigo. Él se había tomado varios cócteles para conseguir relajarse. Diana también bebió bastante. Le echó en cara su cobardía que le convertía en un despreciable pelele, indigno del amor de una mujer. Le dijo que no se explicaba cómo podía ejercer su profesión de catedrático. Que le resultaba hilarante que, después de cuatro meses saliendo juntos, no le hubiera propuesto tener  relaciones íntimas. Durante una hora Diana se desahogó recriminándole el haber tolerado albergar, en los recovecos de su espíritu, tantos fantasmas y detestables complejos. Y, sobre todo, el no haberse sincerado con ella, que tanta confianza le había demostrado.
   Por todo ello, desde aquel momento, no quería volver a saber nada de él. Y lamentaba mucho el tiempo, esfuerzos y sobresaltos inútiles, empleados y sufridos por su causa.
   Fue entonces cuando a Rodrigo le invadió una irreprimible furia (agravada, quizás,  por los cócteles ingeridos) al sentirse injustamente tratado y vilipendiado por la mujer que él adoraba y daba sentido a su desgraciada vida. Se le transformó el semblante, apoderándose de él un temblor convulso y amenazador.
  "-¿Qué sabes tú -le echó en cara- de mi vida, de mis padecimientos, de los secretos y torturadores motivos que me han convertido en este ser despreciable que en mí has descubierto?
   -¿Y ahora me sales con esas? -le reprochó Diana- ¿Por qué no te has sincerado conmigo desde el primer momento, contándome todos tus secretos? ¿Acaso no te he dado suficiente confianza? Cuando se quiere, de verdad, a una persona, no hay reticencias, subterfugios ni estrategias preconcebidas, sino que todo es espontaneidad y transparencia. ¡Eres falso y despreciable, pues has estado fingiendo, hipócritamente, unos sentimientos  que jamás tuviste por mí! -le espetó, furiosa, dándole una bofetada."
   Diana se levantó del asiento y salió del night club con paso firme y decidido, taladrando la amarillenta luz de las farolas con su erguida y arrogante figura, ante la atónita mirada de Rodrigo.

   Repentinamente enmudeció la voz en off que relataba la historia. Una densa y pajiza niebla inundó el esférico escenario, esfumándose de inmediato y reapareciendo Jeguelín, de pie, junto al oropendolino.
   -¿Qué os ha parecido  -nos preguntó Jeguelín- la breve historia de Ricardo Rebollo y su relación con Diana? Os confieso que ahora le admiro y quiero mucho más que antes, y le agradezco que me haya prestado su cuerpo.

  -Realmente una historia conmovedora -dijo Samuel, con voz y semblante afectados-. ¡Y qué decisivas son las experiencias vividas en las primeras etapas de nuestra vida.
  Así  es -reconoció Jeguelín. Rodrigo Rebollo fue una víctima de las circunstancias, de una infancia y adolescencia, tan opresoras y hostiles que, sin duda, dificultaron el desarrollo armónico y libre de su personalidad.
  -Circunstancias -opiné yo-  que, paradójicamente, sirvieron para valorar justamente el recto proceder de Rodrigo Rebollo con sus padres y, más tarde, en su relación con Diana y con los alumnos que tuvo que adoctrinar y soportar sus impertinencias.
   -A mi entender -añadió Don Quijote- Rodrigo demostró ser un hombre íntegro, de juicio recto y coherente proceder, así como un auténtico caballero, sin doblez ni hipocresía, con su dama Diana, a la que había entregado su corazón y su vida...
   Sí, sí -dijo Jeguelín-, coincido con vosotros en vuestras apreciaciones sobre Rodrigo, y aprovecho esta oportuna reunión para agradeceros vuestros comentarios que hago míos, así como  para expresarle a él mi  afecto, admiración y reconocimiento por haberme prestado su cuerpo, su experiencia y el amor de Diana.
   -Nos parece muy bien tu agradecida actitud y tu repentino enamoramiento de Diana -le felicitó Samuel en nombre de nosotros tres-. Pero... escucha, amigo, el consejo de un hombre con una experiencia de quinientos años sobre su espalda:
   Diana, con la escena que montó a Rodrigo en el night club, provocando aquel triste desenlace, demostró carecer de sensatez y de sentimientos auténticos, guiándose sólo por la frivolidad, el capricho y el egoísmo. Ahora ha descubierto en ti un cambio espectacular, inesperado e inexplicable en el Rodrigo que ella conoció,  Un cambio prometedor  que a ella interesa, no sabemos por qué ni para qué. Ella te ha hecho afectuosas demostraciones que han encendido la maravillosa llama de la atracción y el amor que tú desconocías. Por favor, amigo, tómate con calma esas zalamerías y sé precavido.
   -También yo te recomiendo, amigo -le manifesté con mi mejor intención- , que en tus contactos con Diana, te andes con pies de plomo, es decir, con gran discreción y desconfianza, para evitar que te sorprenda con algo que te acarree un grave perjuicio.
   -Es verdad -argumentó Don Quijote-, también yo tuve que reconocer, muy a pesar mío, que, en más de una ocasión, la realidad se nos disfraza de hermosas apariencias para, más tarde, mostrarnos su  detestable desnudez.
   -No, amigos, no -respondió Jeguelín, con evidente entusiasmo-, Diana no es como pensáis. Diana es... un espíritu adorable y precioso, como un diamante en bruto que yo me he propuesto pulir. Lo  conseguiré, igual que he logrado encauzar a mis alumnos, ganándome el respeto y el afecto que Ricardo Rebollo, dudo mucho, llegara a conquistar.
   -Bien, amigo -le dije, tratando de resumir la opinión de nosotros tres-, ya vemos que tienes las ideas muy claras, tanto por lo que se refiere a Diana, como a la empresa que te has propuesto llevar a cabo y a nosotros nos has encomendado. Te felicitamos por ello y deseamos que tus anhelos alcancen su feliz cumplimiento.
   -Así es -reafirmó Jeguelín-. Si, antes de visitarme Diana, ya me sentía impaciente por acometer mi proyecto, ahora con mayor motivo. Estoy convencido de que mi oropendolino y vuestra colaboración van a  favorecer el empuje del viento de la racionalidad en el proceso  dialéctico, ayudando a paliar esta crisis planetaria que amenaza con frustrar el progreso de la humanidad.
   Y, si os parece bien, ahora mismo os indico las tareas que, durante esta semana deberemos realizar. Desde mañana, lunes 20 de febrero, hasta el próximo  domingo, la universidad me ha concedido vacaciones, para dedicarme a  preparar la demostración, en realidad virtual oropendolina, que, a invitación suya, deberé presentar los próximos días 24 y 25, sobre la teoría de mi amigo Federico  y su aplicación al crítico momento, tan duradero, que estamos viviendo aquí y en todo el mundo.

   Jeguelín nos instruyó meticulosamente sobre las tareas, tales como captación de opiniones e informaciones; encuestas y entrevistas a grupos y personas, anónimas o públicas, en la calle, casas particulares, centros públicos o privados; las zonas y lugares preferentes, donde realizar nuestras pesquisas; así como  horarios, requisitos, condiciones y recomendaciones a tener en cuenta, Todo esto de acuerdo con  un programa que él había previamente redactado, nos leyó y  yo grabé puntualmente en mi broche receptor. Una vez concluidas sus amonestaciones, dijo:
   -Y, ahora sí que os invito a que os acomodéis en las habitaciones de arriba. Yo lo haré en la habitación de la planta baja, junto al recibidor. Tratemos de descansar, pues nos espera una semana de intensa actividad. No es preciso que os diga que estáis  en vuestra casa y que, cuanto hay en ella, está a vuestra disposición.
   -Gracias, amigo Jeguelín -contestó Samuel por los tres-. Que tengas felices y fructíferos sueños. Por nuestra parte podemos asegurar que somos de sueño entreverado, como el jamón ibérico, o sea que el sueño, continuamente, se nos cuela mientras estamos despiertos y viceversa, lo que nos permite trabajar y descansar indistintamente, sin pausa, pero sin prisa.
   -Ah, una magnífica propiedad -alabó Jeguelín-. Os felicito. Yo, en cambio, estoy  tan derrotado que, en cualquier momento, puedo quedarme dormido de pie. Buenas noches y hasta mañana -dijo Jeguelín, dirigiéndose a la escalera.

   Nosotros, por no parecer desagradecidos, subimos a una de las  habitaciones de arriba, destinadas a los huéspedes, coquetamente amueblada y decorada; con dos cómodas camas y baño señorial, cada una.
   Serenados nuestros espíritus, nos tendimos, despreocupadamente, en aquellas confortables camas y, de inmediato, nuestro amigo Morfeo nos transportó, en volandas, a situaciones que, curiosamente, íbamos a vivir a lo largo de la semana que acabábamos de iniciar.
   Los primeros destellos de un sol de nieve nos pusieron de pie, como tres gallos trasnochadores.

   Fueron cuatro días, de lunes a jueves, de esfuerzo físico y anímico, intensos, en los que tuvimos que ejercitar la imaginación y nuestros más nobles sentimientos, especialmente la comprensión y la solidaridad.
   Nuestro modus operandi era el siguiente. Trajeados tan pintorescamente como estábamos, nos desplazábamos de un lado para el otro, con la rauda capa de Samuel, por Madrid principalmente. Realizamos un sinfín de encuestas y sondeo de opiniones e informaciones entre los viandantes.  Primero los sorprendíamos gratamente con nuestros atuendos y aspectos esperpénticos. Incluso en los tipos más adustos y huraños afloraba una sonrisa, cuando los tres nos acercábamos a ellos, con pinta de periodistas carnavalescos o extraterrestres. Normalmente era Samuel quien rompía el hielo, con su reconocida diplomacia y centenaria psicología. Don Quijote cautivaba con su insólito, aunque familiar aspecto, y sus puntazos certeramente dirigidos al corazón humano que, más o menos escondido, se supone que todos llevan dentro. Yo también me las ingeniaba para obtener la información que nos interesaba, la cual podía referirse a cualquier circunstancia,  familiar o personal; a su actitud ante la crisis; y, por supuesto, su opinión sobre el sistema político, económico, social y cultural de nuestro país y del mundo en general. Durante todos los contactos con la gente ponía en marcha mi broche grabador-emisor y, en directo, enviaba la grabación al oropendolino de Jeguelín.
   Pero nuestras incursiones no sólo eran por calles y plazas. Nos las ingeniábamos para entrar en cualquier  edificio, por puertas, ventanas, terrazas o escaleras, en donde esperábamos hallar información interesante. Visitamos centros y sedes de instituciones diversas: del gobierno, de los partidos políticos, del ejército, de la iglesia, de medios de comunicación, colegios y universidades; así como hospitales, bolsa y entidades financieras, centros  y empresas  públicas o privadas, plazas de toros, estadios, mercadillos, casas de acogida, comedores para indigentes, discotecas, bares, teatros, museos,  chabolas, casas modestas o suntuosas, de gente sin techo, desahuciados, famosos, aristócratas, y otras personalidades de la cultura, economía, realeza, etcétera...
   Nos admirábamos de la facilidad y alegría con que, por lo general, nos hacían partícipes de todo tipo de información, ya fuera confidencial, íntima, o comprometida; muchas veces respaldadas con documentos que ponían ante nuestros ojos. Era como si, en presencia nuestra, actuaran como hipnotizados o sonámbulos, y a nosotros nos consideraran personajes de una ensoñación inevitable y tontorrona.
   Cada día, cuando volvíamos a las dos de la tarde, Jeguelín nos tenía preparado, con amorosa y solícita atención, un frugal, aunque exquisito menú, el más apropiado para nuestros gustos nada corrientes.
   Por la tarde debatíamos sobre la información recabada. Luego, él la introducía en el oropendolino y la sometía a un minucioso análisis, del que resultaban conclusiones impecablemente lógicas e irrefutables. A otro día, él colaboraba con el oropendolino en organizar e implementar, en realidad virtual, la visión particular de este ingenio sobre el estado crítico en que se encuentra nuestro país, y las soluciones que el mismo considera como las más lógicas para superarlo.

   El viernes, díaa 24, a las diez de la mañana, Jeguelín, oropendolino en mano, salió del hotelito, arropado por nosotros tres. Sacó su coche del garaje y nos acomodamos en los asientos traseros. El orondo artefacto lo colocó en el asiento del copiloto, sujetándolo bajo las alas con el cinturón de seguridad.
   En poco menos de media hora, llegamos al salón de congresos. Nos esperaba el presidente del mismo y dos damas, de avellanada y culta textura que, sorprendentemente, no dieron muestra alguna del menor asombro ni curiosidad ante nuestras destartaladas figuras. Por el contrario, nos saludaron  y miraron como si, para ellas, fuera la cosa más natural del mundo recibir a un catedrático de universidad con un oropendolino en la mano, dos tunos con la  pañosa capa  bejarana, y a Samuel con la pluvial, celeste y estrellada. Un galonado y diligente ordenanza se hizo cargo del coche de Jeguelín, mientras nosotros entrábamos en el auditorio, en medio de un murmurio como de enjambre de abejas y carraspeos. Era un magnífico salón semicircular, con los asientos ya todos ocupados, dispuestos en varias filas escalonadas. A nivel del suelo, frente a las filas de butacas, y  encima de una gran tarima, estaba colocada una mesa alargada, con siete sillones tapizados en terciopelo verde,  adosados a ella.
   El presidente y las damas figurantes nos acompañaron hasta la mesa. Jeguelín colocó sobre ella  el oropendolino y  se sentó en el sillón central; a su derecha lo hizo el presidente; y, a continuación, las damas. Nosotros  ocupamos  los tres sillones a su izquierda.
   Como, más tarde, nos aclararía Jeguelín, los asistentes eran, en su mayoría, personalidades políticas, altos cargos públicos y privados, directivos de empresas,  financieros y economistas;  así como algunos universitarios, picados de curiosidad cultural.

   Sin preámbulo alguno, Jeguelín se puso de pie, miró al público con semblante sereno y, tras hacer una  ligera reverencia, acompañada de una sonrisa misterbinesca, tocó la cabeza de aquella rara avis, con un leve roce de sus dedos, y, de inmediato, el artefacto se puso a girar, elevándose sobre la mesa hasta una altura de dos metros, al mismo tiempo que adoptaba la forma de globo terráqueo. Las luces del salón se apagan y, en seguida, se escucha el rumor del viento, mientras van apareciendo las siluetas coloreadas de los distintos continentes y países. Jeguelín explica que ese viento es el impulso del espíritu humano, determinante de su propia realidad en el devenir del tiempo. Comenta las secuencias que van apareciendo sobre momentos relevantes en la historia de los distintos países, principalmente del nuestro,  dejando patente que la humanidad, tanto individual como colectivamente, ha solido actuar bastante alejada de lo racionalmente correcto.
   Ahora es la voz nítida y firme del viento diáfano de la razón -que avanza por encima de ese otro, huracanado y tormentoso- y ruega a los espectadores que atiendan a la secuencia que a continuación se ofrece, con estas palabras:

   "-Escuchad al portavoz del sistema, que actualmente impera en el mundo, pregonando con voz estentórea sus seductoras y engañosas promesas. Son teorías y prácticas, odiadas por la gran mayoría de la población, aunque sostenidas -no importa los medios- por los poderosos;  impuestas a los Estados con grilletes de oro, ignorando u obstruyendo el fin primordial de su existencia, con su falsa noción de libertad, y su lógica sofista,  carente de ética. Escuchad sus palabras, desnudas de líricos eufemismos:"

   "-¡Metéoslo en la mollera, gente ignorante, zafia y desagradecida! -grita el portavoz del sistema-.
   Ahora todos somos libres. Ya no hay barreras, ni motivo alguno, para que nadie se lamente. Todos somos libres. Y, como todos somos libres, es lógico que el premio y el poder sea para los que han invertido su libertad en convertirse en los más fuertes, los más rápidos, los más osados, los más espabilados, los más hábiles, los más diplomáticos, los más listos, los más especuladores, los más falsos, los más corruptos, los más fraudulentos, los más codiciosos, los más...
   Es justo, ya que todos somos libres para triunfar. ¿No es así?
   Somos nosotros -los ganadores, los poderosos, los adinerados- los dueños de los medios de comunicación, los dueños de vuestra cultura, de vuestro trabajo, de vuestra salud, de vuestra vivienda, de vuestro ocio, de vuestra libertad... de todo.
   Somos dioses. Merecemos que nos levantéis templos, nos hagáis imágenes y nos rindáis culto.
   ¡Vamos, zánganos, moveos! que sólo sabéis protestar y crearnos gastos. Aprended de las máquinas. Ellas producen más, y piden menos que vosotros.
   Sois perros zalameros y roñosos. No seáis miserables y cutres. Disfrutad de nuestros productos y devolvednos, multiplicados, esos euros que os prestamos. ¿Queréis una vivienda? Rascaos los bolsillos y os daremos una caseta. ¡Ja, ja, ja! O firmad una hipoteca maravillosa con los mejores bankos; con todas las facilidades del mundo, con aval o sin aval, chaval; con jardines, hípica, tenis, petanca, bingo...    ¡viviréis como reyes!
   ¡Ay, ingratos! Mirad cómo estamos transformando la faz de este país y la del mundo entero, y en cambio, nos lo pagáis con ladridos."

   Y el Estado, sumiso, agacha las orejas y mueve el rabo. Mientras que en el pueblo, confuso e indignado, resuenan gritos, quizás de resignación o denuncia: "¡La picaresca al poder!"

   Finalizada la secuencia, el oropendolino emprendió una vertiginosa rotación, impulsada por el diáfano viento, barriendo y renovando la fisonomía de la anterior realidad virtual, que había concluido, curiosamente,  representando un gigantesco puzzle de piezas, imposibles de encajar entre sí.
   Repentinamente, el fragor de un redoble de tambor fue creciendo, en pocos segundos, hasta estallar en una cascada de voces y sonidos musicales, interpretando el himno triunfante del nuevo Estado. Un Estado, de momento irreal, pero que, en un futuro, no demasiado lejano, podría ser gloriosa realidad. Tal como el oropendolino -fiel reflejo de la recta razón- lo ha logrado, siguiendo y observando las pautas sugeridas en este himno:

   "Contemplad la hermosa estampa de nuestro nuevo Estado, definido con la emblemática silueta de la piel de un noble y valeroso toro, y por esos millones de ciudadanos que lo conforman. En cada uno de ellos resplandecen, como fulgurantes estrellas, los mismos sagrados principios que iluminan y engrandecen su conciencia de pertenecer, activamente, en una inmensa y bella constelación social.

   Admirad y examinad, detenidamente, la nitidez y atractivo de la luz plateada que irradian esos principios:

  * Cada uno de nosotros, como todo ser humano, es consciente de la necesidad que tenemos de vivir integrados en una sociedad que, mediante la institución del Estado, nos garantice,  la realización de nuestra libertad y bienestar.
  * Ese es el fin y el objetivo primordial del Estado:   lograr la realización de la libertad de cada uno de los ciudadanos, y, en consecuencia, el bienestar de todos.
  * El sujeto en el que radican los poderes del Estado es el pueblo soberano, por derecho natural y positivo. Nada ni nadie puede detentar y arrogarse los poderes del Estado en contra de la soberana voluntad del pueblo soberano, expresada en referendum nacional.
  * El pueblo soberano tiene el legítimo derecho y deber de elegir, establecer y modificar el régimen de gobierno que considere más adecuado, mediante referendum nacional, cuando sea demandado por la opinión pública.
 * El Estado tiene, con el pueblo soberano, el indefectible e inexorable compromiso de garantizarle el cumplimiento de su primordial objetivo, ejerciendo su triple poder con estricta ética y racionalidad.
 * Todos y cada uno de los ciudadanos tienen el compromiso, firme y responsable, con el Estado, del fiel cumplimiento de sus obligaciones sociales.
 * Para el sostenimiento del Estado es indispensable un sistema fiscal impositivo, que actúe con criterios eminentemente justos y sociales; calculando la cuantía del impuesto en función de las diferentes rentas, beneficios de empresas, grandes fortunas, entidades financieras, sueldos e  ingresos de altos cargos y puestos privilegiados.
 * Todo fraude al Estado será perseguido y penado con estricta justicia, sin acepción de personas, ni privilegios particulares.

   ¡La realización de la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos! Ese es el ambicioso objetivo primordial del nuevo Estado. Ambicioso y difícil, pero imprescindible y necesariamente realizable.
  El Estado será una fortaleza diamantina mientras cumpla su sagrado objetivo. Pero se transformará en un castillo deleznable, con cimientos de arena, si ese objetivo es pisoteado o escamoteado.
  Un ciudadano no puede ser realmente libre, si no es respetado alguno de sus derechos.
  Un pueblo es realmente libre cuando los derechos de cada uno de los ciudadanos son respetados, y cada ciudadano respeta los derechos de todos los demás.
  Esa es la sublime y responsable tarea del Estado. Para eso el pueblo soberano ha depositado en él su confianza y su triple poder.

  ¡Abrid bien vuestros ojos, oídos, mente y corazón, vosotros, en quienes el pueblo ha delegado su triple poder!
  ¡Escuchad y meditad en el silencio y recogimiento de vuestros despachos o de vuestros aposentos, las quejas amargas, las desesperadas imprecaciones, las justas reclamaciones, las muestras airadas, las explicables tropelías, de un pueblo, o parte muy importante de un pueblo, que no ve realizada su libertad, cuando...

 *Cuando el Estado no valora como es debido, ni presta el suficiente apoyo, a la educación integral de todos sus ciudadanos. Olvida que, una población, sólidamente educada y responsable, votará con más acierto a los gobernantes más éticamente responsables, más capaces y preparados. Votará las leyes más justas y adecuadas para nuestra sociedad. Estará mejor dispuesta y preparada para el desempeño de cargos públicos, privados y profesionales.
 *Cuando el Estado persiste en mantener un sistema de partidos políticos de trasnochadas ideologías seculares, que se disputan el poder con medios, discursos y promesas, sin otra ética que el "todo vale si el poder se logra"; con un mecanismo, por añadidura, de listas cerradas de candidatos, que (como los roscones de Reyes) guardan las más insospechadas y desilusionantes sorpresas.
   Un sistema que, además, conlleva una retahila de habituales prácticas indeseables, tales como: la política del favoritismo a los intereses de partido, de ideologías clasistas y de particulares; la política de oposición desleal.
   Se presta, también, este sistema a la superflua  y cara multiplicación de cargos o puestos, políticos o administrativos, innecesarios. Y predispone al desempeño incompetente y sin  profesionalidad de muchos de los ocupantes de esos  puestos, que tienen la seguridad de que, durante cuatro años   por lo menos, no serán removidos del sustancioso empleo, llovido del limbo.
 *Cuando el Estado alimenta necesidades y gastos, muchas veces superfluos, que debería destinar a otras causas realmente justificadas. En este sentido el Estado debería sopesar, con criterio justo y racional, los pros y los contras del sostenimiento de determinadas instituciones, organismos, centros, cargos, privilegios, costumbres, etc., y actuar en consecuencia, pese a quien pese, y modificando lo que haya que modificar, mientras que ésa sea la voluntad del pueblo y lo exija el objetivo prioritario del Estado.
 *Cuando el Estado no elimina, sustituye o actualiza, leyes obsoletas, injustas, o que claman al cielo el que sean reformadas o derogadas, ya sean del rango más alto o más bajo, y no mañana, sino ya.
 *Cuando el Estado traiciona a su propia razón de ser, al no cumplir  o  garantizar derechos sangrantes de los ciudadanos, tales como:
  La atención sanitaria, progresivamente mejorable y no al contrario, para todos los ciudadanos.
 El que todos los ciudadanos, con reconocido derecho para ello, tengan un puesto de trabajo, acorde con su formación y demostrada capacidad; o, en su defecto, la prestación de desempleo, justificada y controlada.
  El disponer de una vivienda digna y gratuita, en el caso de que, por motivos ajenos a su voluntad y, a pesar de su dedicación por conseguirla, carezca de ella.
 La adecuada atención a las personas discapacitadas, jubiladas, de la tercera edad, etc., con las correspondientes pensiones, prestaciones y servicios.
  El respeto y apoyo equitativo a las comunidades religiosas de la población, eliminando privilegios de trato o favor ante la ley hacia alguna determinada ideología, ya que, para el Estado, todas las religiones coinciden en sus puntos esenciales, los respaldados por la razón.
   El poder adoptar y realizar prácticas, racionalmente aceptables, aunque estén condenadas o cuestionadas por ideologías religiosas, culturales o de cualquier otra índole, que no sean  estrictamente racionales.

   Afortunadamente, el viento diáfano de la razón ha logrado que en este nuevo Estado se cumplan estas pautas, y que los ciudadanos libres y conscientes de su compromiso, hayan aportado sus capacidades y sus esfuerzos, de forma ética, legal y humana,  en el logro de un perfecto funcionamiento  de la máquina estatal.
   Ved cómo la faz de vuestro nuevo Estado resplandece sobre la tenebrosa noche del pasado. Por fin luce en él, con luz propia, la realización plena de la libertad de sus ciudadanos,y se respira el bienestar hasta los últimos confines del nuevo Estado."

   Concluido el himno, la virtual realidad del globo terráqueo adoptó la apariencia de un gigantesco puzzle, en el que sus piezas, tras sucesivas rotaciones, aparecían, ahora,  perfectamente encajadas unas con otras, ofreciendo una espléndida panorámica de nuestro nuevo Estado, armoniosamente integrado en el conjunto de Estados del mundo.

 En medio de un tenso silencio, sin aplausos ni reconocimiento alguno, Jeguelín apagó el oropendolino, mientras anunciaba que, a otro día, a las diez de la mañana, volvería al salón, dispuesto a debatir y dar cumplida información de todas las operaciones realizadas, que tan magníficos resultados habían dado.
   Un imperceptible murmullo se extendió por todo el salón como una amenazadora onda marina.
  El director agradeció a Jeguelín y sus colaboradores "tan novedosa exposición", e invitó a los asistentes a participar en el coloquio que el Dr. Rebollo había anunciado, contestando a cuantas cuestiones quisieran plantearle.

  Fue, en aquel momento cuando, inesperadamente, vimos levantarse del asiento, entre las primeras filas, a una atractiva joven que, en seguida reconocimos.
 Ella, sola y decidida, se puso a aplaudir con caluroso entusiasmo, haciendo caso omiso de la pasiva actitud del auditorio. Y, tras tocar en el hombro a un joven rapado, que ocupaba el asiento contiguo, avanzó hacia el estrado, en el momento en que descendían de él Jeguelín y su  oropendolino, precedido por el presidente con sus damas y seguido por nosotros.
 -¡Fantástico, Rodrigo! -le felicitó Diana, besándolo- ¿Cómo no reconocer la solidez y punzante actualidad de la teoría que has logrado exponer, de forma tan novedosa y sugerente,  con la colaboración de tus amigos y de ese prodigioso aparato?

  Mientras el público se disponía a salir, el presidente nos acompañó  hasta la puerta que comunica con el parking y, tras despedirse de nosotros, se marchó.

  -¿Puedo acompañaros? -preguntó Diana, mimosa, a Jeguelín.
  -Por favor, Diana, ¿acaso lo dudas? No sabes lo feliz que me haces viniendo a casa.

   Uno de los guardas del parking acercó el coche de Jeguelín hasta donde nos hallábamos. Jeguelín abrió la puerta del copiloto, mientras invitaba a Diana a sentarse. Ella, muy sonriente y con aire desenvuelto se acomodó y pidió a Rodrigo le dejara llevar el oropendolino. Nosotros nos sentamos detrás, plácidamente.
   Habíamos ya penetrado en la cercana y concurrida avenida, cuando Diana, extendiendo el brazo, acarició a Rodrigo en el cuello.
   -¿No te ha sorprendido la actitud fría del público? -le preguntó Diana.
   -No. Ya me lo esperaba -contestó Jeguelín-. El oropendolino, correspondiendo a una programada petición mía, había analizado a cada uno de los asistentes, en pocos segundos, y me transmitió que ese público, en su mayoría, se siente cómodo y afortunado dentro del sistema que aquí y en el mundo entero, actualmente, ordena y manda. No se dan cuenta de que, más pronto o más tarde, los imperativos de la razón, impulsados por el viento diáfano del proceso dialéctico, terminarán desmoronando, con tenacidad inquebrantable, las montañas y barreras que la irracionalidad se ha empeñado en levantar a lo largo de los siglos, con la tozudez que sólo el egoísmo y la incoherencia saben imprimir a sus propósitos.

   Y, hasta aquí, este segundo capítulo, en el que hemos estado metidos  y empeñados seriamente, tratando de captar el sentido de los sonidos, ásperos o musicales, de ese viento, tremendo o esperanzador, del que Jeguelín y su oropendolino nos habla. Confío en que el tercero y último capítulo os lo envíe muy pronto. De lo que no estoy tan seguro es de que la amenazante predicción maya no se cumpla para alguien, en este año ya bastante achacoso y decepcionante para muchos. Y no creo ser muy pesimista. Un abrazo y hasta pronto. Tinterico.



  

 
 
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