Más allá de los almendros - (Cap. I)

miércoles, 1 de julio de 2009

" -¡Que piensen lo que les dé la gana! ¡Allá cada cual con sus pareceres! Hazme caso, Lucas. Te lo dice tu padre desde el más allá, que está al fondo y a la izquierda de vuestro más acá. Acaba de aparecer, en ese laberinto de la vida, mi cuarto bisnieto varón, y estoy que no pego ojo, echado sobre esta nube que me regalaron en mi cumple, pensando en qué va a ser del pobrecito Álex, tan chiquitín e indefenso, ahí en ese mundo vuestro de locos, sin que nadie lo aleccione ni prevenga de nada.
-¡Pero bueno, Daniel! ¿Se puede saber qué horas son éstas de alborotar? ¡Que son las tres y veinte de la madrugada en el meridiano de greenwich, por favor! Que yo estaba ya de siete sueños. Por muy bisabuelo que seas de Álex, no la tomes conmigo ¡leñe! y, si no puedes dormir, cámbiate de nube o de pastillas.
-Vale, vale, cancanicas protestón. Lo que quiero es que atiendas a lo que te dice tu padre. Manda ahora mismo un mensaje a Tinterico, a Don Quijote y a Samuel ordenándoles que vayan a casa de Shaila y Yuri. Que cojan al niño, que está dormido en su cuna, y lo lleven volando con ellos a la torre que hay justo al lado de la residencia en la que yo viví mis últimos diez años. Que se acomoden los cuatro en lo alto de la torre. Y que Don Quijote ordene, a ese aparatito que tiene colgado del cuello, que reproduzca, en realidad virtual, las aleccionadoras eventualidades, ocurridas durante mi estancia en esa residencia, a fin de que Álex conozca algo de lo que le espera en la vida y espabile. Ya obsequiaré a nuestros amigos con un vale, que aquí me han regalado, para un viajecito fantástico.
-¿Viajecito? ¿A dónde los quieres llevar?
-Eso son cosas mías. Tú date prisa en mandar el mensaje y luego vuélvete a la cama a dormir, que es lo tuyo.
-Pues vaya humos tenéis los del más allá. Estáis para que os soplen. Hasta luego.
-¡Hasta luego, Lucas!"


oOo



Bien, amigoTinterico, ése es el texto del mensaje de Daniel, padre mío y bisabuelo de Álex. Como veis, quiere que cojáis al niño y lo llevéis volando como centellas. Pero él que bufe y diga lo que quiera. Vosotros id con cuidado, sin apresuramientos y sin tocar las campanas como si fuerais a apagar un incendio. No sé, no sé... Esto no tiene pies ni cabeza. Ya me contaréis cómo resulta esta aventura. Saludos a Don Quijote y a Samuel. Lucas.
oOo


Sigue leyendo...


Hola, amigos, soy Tinterico.
¿Qué tal lleváis el verano? Ya nos habíamos acostumbrado a la cómoda postura de aletargadas crisálidas, en nuestro retiro de la cabaña de la playa, cuando el mensaje de Lucas, brillando y repiqueteando como diana floreada en mi broche receptor, nos ha puesto en pie. Y, con los ojos a medio abrir, Don Quijote y un servidor nos hemos agarrado a la capa de Samuel; nos hemos dado un chapuzón de emergencia en el mar y hemos surcado el puro aire matutino como tres cigüeñas migratorias, hasta la casa de Shaila y Yuri, los padres de Álex. Hemos encontrado al niño en su cuna haciendo ajojitos y pedorretas, mientras movía brazos y piernas como si corriera en una moto. Samuel lo ha cogido en brazos. A Álex le ha dado por reir, tocarle la cara y chapurrear en su dialecto de neoparlante prehispano-garénico, de manera que el viaje hasta la torre se nos ha hecho de lo más divertido.
Empingorotado en el hueco más alto de la torre y ondeando una sábana, nos esperaba Voz del Tiempo, un anciano de largas y cándidas barbas y guedejas, ojos pícaros y agrisados, cubierto con un camisón mariposeado, a juego con el gorro de dormir, doblado sobre una oreja.
Llenos de curiosidad e impaciencia, nos acomodamos, lo mejor que pudimos, sobre los mullidos almohadones que Voz del Tiempo había colocado en aquella torre sin campanas, contigua al edificio, en otro tiempo convento de clarisas, y ahora aposento de aves nocturnas y rezos dormidos.
Estas reliquias arquitectónicas ocupan el extremo oeste de la extensa plataforma que corona el elevado cerro que precede a la modesta sierra, cubierta de almendros, de la que tan orgulloso se siente el pueblo, desplegado a sus pies. A doscientos metros del convento, en el extremo Este de la plataforma, se alza el moderno edificio de la residencia de personas mayores. Una construcción circular, de cegadora blancura, cuatro plantas y grandes ventanales acristalados.
Desde la cima del cerro desciende, zigzagueante, hasta el pueblo, una estrecha carretera, sin otra protección en el borde del precipicio que un frágil quitamiedos de madera.
Voz del Tiempo, tras abrazarnos y hacer cosquillas a Álex bajo la barbilla, pide a Don Quijote que, sin pérdida de tiempo, ordene a la janua témporis iniciar la sesión. Nos hemos sentado sobre los almohadones. Don Quijote ha saltado hasta el borde del pretil de la torre, ornado con artística lacería, y se ha dirigido a la janua témporis, modosito pero firme y perentorio:
-En esta cálida noche te ruego, preciosa joya merlinesa, que nos deleites e instruyas, especialmente al pequeño Álex, mostrándonos con tus mágicos destellos la experiencia vivida por su bisabuelo Daniel en la laberíntica jaula, de ahí enfrente, en la que residió durante los diez últimos años de su vida.
Don Quijote quedó inmóvil, unos segundos, sobre el pretil, con los brazos extendidos hacia la luna que, aún afilada y pálida como raja de melón, parecía mirarlo burlona y de perfil, balanceándose en el cielo acharolado, sobre su barbilla de cuchareta.
Álex, recostado en el regazo de Samuel, contemplaba la escena sin pestañear, hasta que, cruzando los bracitos con los puños cerrados y haciendo un visible acopio de fuerzas, descargó una batería de pediches que sacó a Don Quijote de su embelesamiento, obligó a Voz del Tiempo a atusarse la barba de arriba abajo, en tanto que Samuel y un servidor estallamos en una carcajada, tan estrepitosa, que hizo retemblar la torre desde sus cimientos. Don Quijote bajó calmosamente del pretil y, haciendo un amplio ademán, con la mano extendida hacia la residencia, anunció el comienzo del espectáculo. Luego se sentó a la derecha de Samuel. Yo lo había hecho a su izquierda y Voz del Tiempo seguía de pie, mirando hacia la residencia. En aquel preciso instante el panorama se transformó. El cielo y el aire se aclararon hasta cobrar el matiz propio de una mañana de febrero.

-Sí, amigos -comenzó a explicar Voz del Tiempo, con susurrante entonación- hemos regresado al dos de febrero del año 2002. Son las ocho de la mañana del día de San Blas. Contemplad la sierra teñida de nieve y rosa de sus almendros. Y allí, frente a nosotros, ved cómo se desperezan, rezongantes, los viejecillos y viejecillas de la residencia. Estamos entrando en la tercera planta, habitación 312. Observad y escuchad. Daniel, el bisabuelo de Álex, acaba de despertarse. Abre sus ojos hinchados, y los pasea, como asombrados, por las blancas paredes, techo y ventana, a través de la cual se divisa un trozo de cielo de vidrio azul, recortando en el horizonte la silueta de los almendros en flor que coronan la sierra.
-¡Qué maravilla! -exclama Daniel-. Un día más ha amanecido. Un día más vuelvo a ver la luz del sol, el cielo y a mí mismo. Mis brazos, cada día más flacos, mis fuerzas más débiles, pero sigo sintiéndome vivo... ¡Qué cosa tan extraña la vida! A pesar de tantas calamidades, desastres y necesidades como he vivido y sufrido en mis propias carnes ¡qué fantástico seguir disfrutando de su maravilloso espectáculo! Es cierto que en ella he pasado momentos amargos. También otros muy gratos. No sé si mi comportamiento ha sido aceptable. Pero ¿quién sabe nadie cómo debe vivirse? A los demás no sé qué tiempos les habrá tocado vivir. A mí me ha correspondido el siglo veinte. Pero lo que más me ha afectado no han sido las circunstancias que me han rodeado, sino mi actitud ante ellas, la mayoría de las veces de resignación y conformismo. Sí, porque, dígase lo que se quiera, cada uno reacciona de acuerdo con la capacidad de respuesta que la naturaleza le ha concedido.
¡Puafff! Siento la barriga como el lobo de Caperucita, como si hubiera comido piedras. Vamos allá. A la una... a las dos... ¡y a las tres! Cómo me cuesta levantarme. Es como si mi cuerpo fuera de plomo. Ya estoy sentado en el borde de la cama. Ahora veo la vida desde otro ángulo. ¡Qué tontería la vida ¿no? ¿Para qué? Nacer, crecer, jugar, reir, llorar, pasarlo bien alguna vez y mal la mayoría de las veces; ilusionarse, soñar, trabajar, casarse, tener hijos, sufrir, esperar, desengañarse, desesperarse, conformarse... ¡Ay, cómo cambia uno en esta carrera lenta y contra reloj, al mismo tiempo, de cada dia! Voy a afeitarme. Gran invento el espejo. ¿Cuándo inventarán otro para verse por dentro? ¡Qué cara tengo! Si mi madre me viera... Ella que sólo me conoció de pequeñito... La vida es cruel, ¡cómo se mofa de nosotros! Cuanto más débiles nos vamos haciendo, más solos y desvalidos nos vamos quedando.
¿Qué te pasa ahora, Daniel, tú que siempre estás tan animoso? No sé. Muy a pesar mío, y no sé cómo, veo acercarse hasta mí esos siniestros pajarracos negros, cargados de escepticismo... Me miran silenciosos y luego susurran entre sí y se ríen burlonamente de mí.
¡Ah! Yo que siempre me he preocupado por dar una buena imagen a la gente, ahora, cada día me importa menos. Creo que eso no está bien pero ¿por qué cambiamos así? Es que... Bueno, ya está bien de tanta brocha, tanto pájaro y tanta coña. Se acabó el afeitado. Lo que no dejaré ni un sólo día de hacer es ducharme. Fallaré en muchas cosas, mas dejar de sentir cada mañana la caricia del agua sobre mi espalda, eso nunca. El día que me resulta imposible ducharme, me parece que las sabandijas saltan sobre mí y abren surcos y agujeros en mi piel. Después de ducharme es como si volviera a nacer: Los pensamientos grises y polvorientos se derrumban como cartones mojados, dejando pasar rayos pimpantes de luz y color.
Y ahora un poco de gimnasia frente al espejo... ¡Vaya figura! Vale, Daniel, no vuelvas a lo de antes. Tienes noventa y ocho años ¿Qué quieres? Pues quiero lo que debería ser y espero que un día sea: volver a ser joven, eternamente joven, fuerte y hermoso. ¿Qué pasa? ¿Es pecado desearlo? No, no es pecado. Es pecado compadecerse de la propia desgracia y conformarse con ella. Y ahora me pondré ropa limpia: la camisa rosa, el jersey de cuadros y mis gafas nuevas. Ya está. Voy a perfumarme... ¡Flussshhh! Qué bien. Ya soy otro. Ahora me siento con cuarenta años. Cierro la puerta y voy a bajar a desayunar. Ahí viene, por el pasillo, la señora Pepa, hecha un cromo.

-¡Buenos días, señora Pepa! ¡Qué guapa y elegante va usted por la calle de Alcalá!
-Muchas gracias, Daniel. Igual te digo. Estoy paseando por la galería. Da gusto pasear al sol, tras los cristales. Me lo ha recomendado la doctora Carlota.
-Pues yo voy a coger el ascensor y bajaré a desayunar.

¡Madre del amor hermoso! Pepa es un auténtico cuadro andante de Picaso. Sus ojos parecen dos tinteros de cuando yo iba a la escuela. Sus labios como si se los hubieran pintado los de obras públicas y sus mejillas dos rodajas de limón. Pero, allá ella, si se ve guapa...
Otra cosa que me ocurre desde hace un par de años es que oigo el monólogo interior de los que veo cerca de mí. Es curioso. Dormido o despierto, todo el mundo mantenemos un monólogo continuo que da vueltas en nuestra cabeza como un disco o un bolero cansino. Es una conversación con nosotros mismos que, según las ocasiones, es grata, aburrida, exasperante, nostálgica, desesperada, esperanzada, que nos abre y cierra puertas, nos enseña caminos, precipicios, luces y tinieblas, recuerdos felices y dolorosos... Ahora mismo estoy escuchando el monólogo de la señora Pepa:

"Algún día volveré a oir la voz cálida y bien timbrada de Mario... ¡Qué apuesto, fuerte y risueño cuando lo vi aparecer en la pasteleria! ¡Qué bien cantaba y qué feliz fui los pocos meses que salí con él!
Fue una tarde de agosto de 1960. Mis padres, desde jóvenes habían tenido abierta una pastelería llamada La campana de oro. En ella trabajaron duro. A pesar de que, durante los años de la guerra hubo mucha escasez, ellos sabían hacer milagros. Siempre tuvimos clientes, aunque sólo despacháramos colines y suspiricos.
Aquella tarde de agosto yo estaba tras el mostrador de la pastelería, ataviada con el delantal y cofia blancos, sobre el vestido negro, cuando entraron tres soldados. Uno de ellos era Mario. Me pidieron unos cucuruchos de helado. Mientras los preparaba, Mario se me quedó mirando sonriente con sus ojillos marinos y, sin más ni más, rompió a cantar: ¿Por qué ha pintao tus ojeras la flor del lirio real...?
Fue el comienzo de un bonito romance. Él debería tener 21 años. Yo, en cambio, había cumplido ya los cuarenta... y seguía soltera. ¿Por qué motivo? Por la maldita guerra civil. En aquellos años de la guerra yo tuve un novio, llamado Lorenzo, también soldado, pero republicano, aunque a él la política le tenía al fresco. ¡Cuánto nos queríamos! El 15 de marzo del 39 cumplió veintitrés años. Yo tenía dieciocho. Aquel día lo vi por última vez. Murió a finales de marzo en el asedio a Madrid. Desde entonces me dio por pintarme los labios rojos como la grana, el contorno de los ojos violeta y las mejillas con una ligera tonalidad alimonada. A mucha gente le gustaba mi maquillaje. A otros no. A nadie revelé nunca el porqué del mismo, ni siquiera a mis padres. Este fue el motivo de que aquella tarde de agosto de 1960 Mario me dedicara dicha canción.
Pero nuestro idilio duró muy poco. Sin explicación alguna Mario desapareció de mi existencia un día de finales de septiembre. Él me había dicho que estaba haciendo la mili en Madrid, pero que era de un pueblo cercano, cuyo nombre nunca me reveló. ¿Se burló de mi candidez? No lo creo. Yo lo veía muy enamorado. Sufrí una gran decepción, mas nunca perdí la esperanza de volver a encontrarme con Mario algún día. Y seguí despachando en la pastelería, un día y otro, siempre fiel a mi extraño maquillaje, que sigo luciendo en esta residencia..."

-¡Vaya, vaya, con la señora Pepa! Lo que engañan las apariencias. Y yo que la tenía por una mujer excéntrica y algo tocada de la chirimoya. Ahora comprendo el porqué de su maquillaje... No he empezado mal el día. Ahí viene Rufo, el encargado de mantenimiento, con su mono azul y el bolso de herramientas.
-Hola, Daniel. No sé qué haces que cada día te veo más joven. ¡Qué envidia me das!
-¡Cosas de la edad! ¿Cuándo vas a mirarme el radiador, que lleva unos días que no calienta nada?
-Ahora lo miraré. Ya sabes que durante la mañana compruebo si hay averías en las habitaciones, según me tiene ordenado Silvia, la directora. Pues lo que dice Silvia va a misa. ¡Qué mujer tan extraordinaria! ¿verdad?
-Parece que te gusta, ¿eh Rufo?
-Gustarme es poco. Te lo confieso a tí, Daniel, porque tienes noventa y ocho años y eres un hombre prudente. Estoy coladito por ella. Muchas noches las paso sin pegar ojo, repasando en mi mente su cara de ángel pecoso, sus rizos de oro, su cimbreante palmito y su voz de arroyo fresco y cantarino.
-Chico, lo tuyo es de pronóstico reservado. ¿Y qué piensas hacer? ¿Vas a declararte a Silvia?
-No sé. Ella es la directora. Yo no soy nadie, como comprenderás. Pero ¿quién sabe?
-Por supuesto, Rufo, el amor no tiene fronteras, ni trabas que valgan. Lo que hay que tener es decisión, valor y obstinación. Te lo dice alguien que ejercitó muy poco esas cualidades y así le lució el pelo...
-Gracias por tus consejos, Daniel. Los tendré en cuenta. Hasta luego.

Está visto que en la vida, por muy viejo que uno sea, cada día se aprende algo nuevo y se encuentran motivos para sorprenderse ante inesperados descubrimientos. Bueno, voy hacia los ascensores. A ver a quién me encuentro ahora...

-¿Qué haces ahí, Federico, pegado al cristal de la ventana?
-No sé, no sé. Me he perdido...
-¿Cómo que te has perdido? ¿Qué te pasa? Estás temblando. ¿Por qué miras con esos ojos aterrados hacia abajo, al parque interior. ¿Qué has visto en él que tanto te asusta? Hoy, precisamente, el parque está precioso: el hotelito de Silvia la directora resplandece como una esmeralda, coronada de rubíes, bajo el aire diáfano de la mañana. De él parten los seis estrechos paseos radiales que surcan el hermoso jardín, al que pronto saldremos a pasear...
-No me engañes, Daniel. No es un hermoso jardín. Hace tiempo que lo observo por las noches desde mi habitación. Anoche mismo, a las tres de la madrugada lo estuve contemplando. Era un círculo negro, con un punto rojo en el centro y una red de hilos blancos alrededor. Sí, sí, una tela de araña gigantesca... Y ella, la araña rubia, se movía y corría, ligera y taimada...
-Pero hombre, Federico, ¿no ves que es un jardín con la casa de la directora en medio? Anda, vente conmigo a desayunar. Vamos juntos.

Daniel lo agarró del brazo, logrando despegarlo de la ventana.
-Vamos a ver ¿qué le pasa a Fede? -pregunta Rufina, una de las cuidadoras- Anda, déjalo, Daniel, ya me encargo yo de él.
-¡No me dejes, Daniel, ella trabaja para la araña rubia!
-¡Lo que hay que oir y aguantar en esta casa! Tómate esta pastilla -le ordena la cuidadora, alargándole un vaso de agua y una pastilla que saca del bolsillo.

Daniel avanzó unos pasos. Volvió la cabeza y le conmovió la mirada desolada de Federico. Luego continuó su paseo, al tiempo que empezó a escuchar el monólogo interior de Federico:

-"No estoy seguro si era una araña... Recuerdo que era un bicho negro, con muchas patas peludas. Lo he presentido y lo he visto en momentos cruciales de mi vida. La experiencia más remota fue siendo yo un niño de siete años. Mis padres me habían llevado a ver una función de circo. Tanto me entusiasmó el espectáculo de los trapecistas y equilibristas que, en seguida me propuse emularlos. Una noche, mientras mi madre hacía la cena, yo jugaba en la calle con unos amiguitos. Para demostrarles mi destreza y valor, aposté unos caramelos con ellos a que era capaz de correr por el borde de una estrecha tapia, levantada dos metros del suelo, por detrás de una fuente. Ellos se echaron a reír de mi fantasmada, incrédulos, hasta llegar a tacharme de mariquita, si no se lo demostraba. Picado en mi amor propio, trepé desde la fuente hasta lo alto de la tapia. Me enderecé sobre ella y me puse a caminar. Cuando había recorrido varios metros me detuve aterrado. Del otro extremo de la tapia, venía corriendo hacia mí, un gran insecto negro de muchas y largas patas. Sentí un pánico tremendo que me hizo perder el equilibrio y caer al suelo. Aunque no me rompí ningún hueso, desde entonces, las alturas me producen un miedo insuperable. Mi sueño de dedicarme al circo se desvaneció para siempre.
Más tarde, con trece años, en el colegio solían organizar funciones de teatro. Uno de los profesores me animó a participar. Aunque me costó no poco, al fin accedí. La experiencia me fascinó, tanto que pensé dedicarme a esa profesión. Pero, ya en sexto curso, una noche me ocurrió algo horrible. Dormía profundamente, boca abajo, cuando sentí un cosquilleo en una oreja. Pensé que se trataba de una araña que se paseaba por mi nuca y luego se introducía en la otra oreja. Por la mañana, tan pronto como desperté, recordé aquella no sé si pesadilla o realidad. La cabeza me picaba de forma insoportable. Ayudado con otro espejo me observé la nuca. ¡Qué horror! La tenía cubierta de pequeñas y redondeadas calvas. A partir de entonces me invadió una gran inseguridad y timidez que me obligó a abandonar mi incipiente afición teatral, como también me impidió continuar la carrera que había iniciado. No soportaba la mirada y preguntas de los profesores. Sus caras no eran humanas, sino de arañas que esperaban un momento de debilidad por mi parte, para introducirse en mi cabeza y extender su telaraña en mi mente. Cada día me resultaba más difícil e insoportable relacionarme con nadie. Hice un supremo esfuerzo y conseguí, al fin, que me aceptaran en una oficina de seguros. Allí, en un oscuro puesto y acosado por mis miedos, he pasado cuarenta años. Y, una vez jubilado, cuando creía que ya estaba libre de ellos, he venido a parar a esta residencia. Y, ya ves, ahí abajo está ella, agazapada, esperando que caiga en su red..."

La voz amable y tranquilizadora de Alfredo me devolvió al mundo real.
-Hola, Daniel, ¿qué, a darte el paseíto por el parque?
-Sí, hay que aprovechar la mañana tan soleada que tenemos. Además parece que la cadera no se queja demasiado.
-Eso está bien. Hay que mover las articulaciones y no perder el hábito de caminar, que no poco tiempo y esfuerzo nos costó, de pequeñitos, su aprendizaje... Te noto como preocupado, Daniel, ¿necesitas algo?
-Yo no. Se trata de Federico.
-¿Qué le pasa a Federico, aparte de sus fobias?
-Lo acabo de ver junto a la ventana de ahí detrás, que da al parque interior. Está obsesionado y aterrado con una pesadilla. La cuidadora Rufina se ha quedado con él, tratando de tranquilizarlo. Me ha parecido que le ha dado una pastilla...
-¿Rufina? Voy corriendo a ver a Federico. Adiós, Daniel.

¡Qué buena persona es Alfredo! ¡Cómo se preocupa y trata de animarnos a todos! ¡Ah, si todo el personal fuera como él, esto sería un hogar de verdad! De todas formas, cada cual hace frente a las circunstancias de su vida de forma diferente. Hay quien se acobarda y se achanta ante la menor dificultad. Otros, en cambio, se enfrentan animosos, a cuanto les va saliendo al paso. Cuando uno ya es mayor, se da cuenta y reconoce lo importante que es haberse sometido a una disciplina y hábitos, fundamentados no en mitos, miedos, ni cómodas creencias, sino en la recta razón... Ya estoy llegando al ascensor. ¡Vaya, mira quién está aquí!

-Buenos días, Matilde ¿Qué le parece el día tan bonito que ha amanecido hoy, día de San Blas?
-Supongo que muy hermoso, Daniel, pero como tengo que ir con la cabeza colgando a la altura de la cadera, casi ni consigo ver cómo está la mañana, a través de las ventanas. Pero, no importa. Ver la gente de abajo arriba también tiene su gracia. Además hay cosas en las que nadie repara y yo sí. Mira. El pañuelo se te está saliendo del bolsillo y se te va a caer.
-Gracias, Matilde, es cierto. Admiro tu buen humor.

Entraron en el ascensor, manteniéndose callados mientras descendían. Mas el monólogo interior de Matilde atronó los oídos mentales de Daniel:

"La vida, ¡qué engaño! La gente pasa a nuestro lado y la juzgamos por sus apariencias. Me dicen: ¡Qué buen humor tienes, Matilde! ¡Qué buena eres! Y yo me río para mis adentros. Mi padre era barbero. Una mañana de junio de 1947, teniendo yo veintidós años, entré en la barbería para cambiar los paños blancos que se ponían bajo el cuello a los clientes. En esto que un hombre de unos treinta años, al que mi padre le estaba afeitando con la navaja barbera, va y dice: ¡Vaya, que moza tan linda tienes, Marcelino! Mi padre, más halagado que yo por el piropo, se embaló relatando todas las excelencias que, según él, yo poseía. El hombre le contó que era de Ciudad Real, donde vivía solo, pues sus padres habían muerto y había venido a Madrid en viaje de representación de unas bodegas de vino. Celestino, que así se llamaba, se encaprichó conmigo. Tan fuerte le entró el amorío que llegó a pedir a mi padre que le concediera mi mano. Cuando nos quedamos a solas, mi padre empezó a dar saltos de alegría. Me dijo que no se me ocurriera desperdiciar semejante oportunidad. Así que nos hicimos novios y, en seguida, nos casamos. Mi padre murió pocos meses después. Tuvimos tres hijos casi seguidos. Durante los primeros años la cosa marchó regular. Pero, pronto, Celestino fue mostrando su verdadera índole. Me decepcionó mucho. Sus arrumacos y demostraciones festivas fueron dando paso a una fría indiferencia y actitud machista en palabras y acciones. Yo procuraba mostrarme sumisa, afectuosa y pendiente de sus deseos y caprichos. Pero él me lo pagaba humillándome con sus desplantes, borracheras y puteríos. Cuando volvía a casa, todo eran broncas y malos tratos. Como la economía doméstica andaba por los suelos, abrí la peluquería y me dediqué a cortar el pelo y afeitar. A Celestino le sentaba fatal que yo acicalara a maricas y cabrones, como él los llamaba, pero sus ojos bien que le hacían chiribitas, cuando, al cabo del día, veía el cestillo lleno de monedas, de las que él cogía a placer.
Gracias a mis desvelos, visitas y ruegos, conseguí que mis tres hijos entraran en una escuela de artes y oficios, sin pagar nada. De allí salieron con un buen oficio. Fue poco después cuando caí por la escalera... Estuve un mes en el hospital y poco faltó para quedarme paralítica. Dentro de lo malo, tuve suerte. Conservé la movilidad de las piernas, aunque mi columna quedó tronchada. Desde entonces, el cuerpo se me fue doblando cada vez más. Lo sentí más que nada porque me dejó incapacitada para seguir en la peluquería. ¿Cómo podría ahora ayudar a mantener mi familia? Yo tenía una máquina de coser. Me enteré de que un taller de confección ofrecía trabajo de costura para hacer en casa. Me lo concedieron y, gracias a ello, pudimos salir adelante.
A pesar de todo, yo me esforzaba en ser amable con Celestino. Él, por el contrario, cada día era conmigo más arisco y más entregado a sus borracheras y juergas fuera de casa.
Tras hacer la mili, los chicos decidieron marcharse lejos: uno a Bilbao, otro a Barcelona y el otro a Valencia. Los tres lograron un buen empleo, se casaron y allí viven felices.
A media mañana yo salía a comprar alguna cosa y, si hacía buen día, me atrevía a dar un paseo hasta el campo, próximo a nuestra casa, lejos del barullo y las miradas compasivas de la gente. Un día de mayo, precisamente el día del treinta aniversario de nuestra boda, llegué hasta una hondonada, cubierta de hierbas y arbustos, cerca de un vertedero. Me llamó la atención una copiosa planta, de jugosos y largos tallos verdes, aunque con manchas rojizas. Sobre sus hojas, parecidas al perejil, sobresalían ramilletes de florecillas blancas.
Pasó por allí un señor mayor, con gafas y aspecto de profesor, el cual, viendo mi curiosidad observando la planta, me preguntó:
-¿Sabes qué planta es ésa?
-No sé -le dije, levantando un poco la cabeza- pero me gusta.
-Hum... Ten cuidado con ella. Es muy peligrosa.
-¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Esta planta se llama cicuta. Es tan venenosa que, a quien toma una infusión de sus bayas, le sobreviene la muerte en cosa de dos horas, con la particularidad de que no deja el menor rastro del veneno que la ha causado.
-Bueno es saberlo -dije, sorprendida-. Procuraré no acercarme mucho a ella.
-Sí, hay que tener precaución y no tocarla siquiera, por si las moscas.
-Gracias por su advertencia.
El hombre continuó su camino. En aquel momento me pareció como si aquella planta inclinara hacia mí sus hojas, flores y bayas, invitándome a cogerlas. Me sentía hipnotizada y empecé a actuar como tal. Casualmente había por allí tiradas unas bolsas de plástico. Me coloqué una en cada mano a modo de guantes. Luego me acerqué a la planta y fui arrancando numerosas bayas que eché dentro de otra bolsa.
Al volver del paseo, entré en una tienda y compré un poco de queso y embutido. Llegué a casa, comí algo y, dominada aún por la fascinación de la planta, puse en el fuego un cazo con agua, a la que añadí las bayas de cicuta. Mientras hervían aquellos verdioscuros y apepinados guisantes, me parecía que de ellos se escapaba un agudo zumbido que, en seguida se transformaba en una risita nerviosa y nausebunda. Una vez fría la infusión, cogí de la despensa la botella de vino tinto que Celestino tenía ya empezada. Llené un vaso y lo vacié en el fregadero. Después tomé el cazo y añadí a la botella la infusión de cicuta. Coloqué en la mesa unos platos con lonchas de queso y embutido, dos vasos vacíos y el espiritoso vino.
Eran ya las once de la noche y Celestino aún no había vuelto. Yo espiaba la calle desierta, desde la ventana del dormitorio. Serían más de las doce de la noche cuando lo vi llegar, dando bandazos de un lado a otro. Rápido bajé y le abrí la puerta.
-Ya es hora ¿no, Celes?
Él me dio un bufido. Entró al comedor y, viendo los platos y la botella sobre la mesa, fue derecho a sentarse ante ella.
-¿Qué fifi-esta, cele-bramos hoy? -dijo, tartajeante.
-¿No te acuerdas? Hace treinta años que nos casamos.
-Psch... ¿Sa-sabes lo que te di-digo? Que me gu-gu-gustaría no volver a ver-verte nu-nun-ca más.
-Pues ¡adelante! -le grité triunfante- Brindemos por ello.
-Tú co-come, que yo da-daré cu-enta del vi-vino.
Y agarrando la botella por el cuello, se la acercó a la boca y no la retiró hasta haberla vaciado.
-¡Un vi-no fandás-dico. Ssssí se-ñora! Anda, Ma-ma-tilde, trae o-otra.
-Ahora voy. Siéntate y come algo.
-¿Qué pa-sa? ¿Es-tás tú momo-vien-do la me-sa?
-Yo no. ¿No ves que he entrado a la despensa por otra botella?
Descorché la botella y arrojé por el fregadero parte de ella. Luego se la puse delante y retiré la vacía, que llevé a la cocina.
-Ten-ten-go frí-frío en los pies y co-co-mo si no-no loss sin-ti-era...
-Eso se quita comiendo.
-Aa-ver si es ver-dad.
Celestino comió varias lonchas de embutido y, a continuación, tomó otro largo trago de la nueva botella.
-¿Se-rá poo-sible? Es-ta noche te ve-o másss ti-ti-e-sa y gua-pa.
-Eso son cosas del vino. Sí, Celestino. Hace treinta años me casé contigo, muy enamorada. Durante mucho tiempo seguí queriéndote, a pesar de tus malos tratos e infidelidades. Pero, desde aquel día que me hiciste rodar escaleras abajo, tras pegarme un brutal puntapié en la espalda, y me quedé tronchada, dejé de quererte. No mereces mi cariño ni el de nadie. Por eso me alegro de estar celebrando contigo un sublime evento: que jamás volverás a verme.
-¿Qué me-me pa-sa? -gritó Celestino con ojos aterrados, palpándose el pecho y echando la cabeza hacia atrás- Si-ento un frí-o he-lado su-bir hasta el cora-zón. ¡Lla-llama al mé-di-co, Ma-tilde!
-¡Vete al infierno!
Al cabo de unos minutos Celestino se quedó despatarrado, con el cuello rígido sobre el respaldo de la silla, los ojos abiertos y las pupilas, como dos pozos negros, mirando al techo.
Rápido fui a la cocina, aclaré la botella y el cazo de la cicuta, y los guardé en la despensa. Llamé al hospital y en seguida se presentó una ambulancia. El médico se limitó a certificar su muerte por paro cardíaco. A otro día llegaron mis hijos, sus mujeres y algún que otro nieto. Enterramos a Celestino. Después ellos volvieron a sus casas. Yo me quedé en la mía, con mi costura, mis paseos y la cabeza cada día más cerca del suelo, pero en paz y gozosa. Así continué hasta el 1997 en que mis hijos me trajeron a esta residencia. Y aquí sigo, feliz, sintiendo la vida bullir dentro de mí y girar en torno mío como una noria..."

-El ascensor se ha parado, Matilde. Yo me salgo aquí -dijo Daniel-. Voy a acercarme a que me vea la doctora Carlota. No sé que me pasa hoy que oigo cosas raras en mi cabeza. Hasta luego, Matilde.

Daniel avanzó por el largo corredor circular hacia la consulta de la doctora. Al pasar junto a la puerta, abierta de par en par, de la sala de estar de los residente dependientes, no pudo resistir el impulso de entrar en ella. El cuadro que se le ofreció fue de lo más deprimente.
En el centro de la sala y levantada sobre una tarima, vigilaba Virginia, otra de las cuidadoras, mientras colocaba en una bandeja -en cajitas marcadas con el nombre de cada uno de los residentes de la sala- los medicamentos prescritos por la doctora Carlota.
Muchos de los residentes de la sala dormitaban, pero también los había que cotorreaban con los vecinos de mesa o silla, y varios que no cesaban de repetir, a grito pelado y con exasperante monotonía, delirantes estribillos.

Sentado en su butaca, junto a una de las ventanas abiertas al parque interior, se halla Jacinto, un hombre de unos ochenta y cinco años, sonrosado, de ojos intensamente azules, afeitado y peinado con sorprendente pulcritud, de aspecto infantil y muy asustado. Daniel lo mira con simpatía y curiosidad, mientras le saluda diciendo:
-Hola, Jacinto, qué bien te veo, pareces un chaval.
Como respuesta, Jacinto descompone su semblante, hace unos pucheros y se cubre la cara con sus largas y delicadas manos. Daniel, educadamente, se aparta a un lado de la butaca y mira hacia el parque, mientras percibe el callado y quejumbroso monólogo interior de Jacinto:

"Pero ¿es posible? Yo aquí, abandonado en este lugar, rodeado de personas desconocidas que me manejan, me llevan, me traen, me desnudan, me lavan, me visten, me acuestan y levantan a su antojo, como una cosa inerte, que a nadie le importa... ¡Dios santo! Pero si sólo hace veinte años que dejé de trabajar en la fábrica de yoghures. Un trabajo absurdo para mí que lo que siempre me gustó fue pintar, crear cuadros, tan alabados por gente con sensibilidad estética. Pero del arte difícilmente se puede vivir. Sé que no soy un genio, lo reconozco, pero estoy convencido de poseer un espíritu artístico, sensible, delicado y que, además, sufre y goza con el dolor o felicidad de quienes le rodean... Siempre quise, con toda mi alma, a mi mujer y a mis hijos. Ellos se fueron haciendo mayores. Mi mujer fue transformándose en un ser extraño que llegó a mirarme como a un desconocido. Desde que dejé de trabajar, me ha venido considerando como un viejo inútil y decadente. Quizás tenga razón. Desde entonces he venido observando que, cada día, mi cara y todo mi cuerpo se arruga más y más, acentuándose la falta de vigor y energía en mi carácter, al mismo tiempo que el miedo se va apoderando de todas mis facultades. Cuando ya no hay solución, he llegado a descubrir la causa de ese envejecimiento galopante y aniquilador: mientras duermo, sueño historias apasionantes, me veo dotado de facultades y sentimientos excelentes, pinto cuadros maravillosos y vivo romances fantásticos con preciosas mujeres... Al despertar, tengo la impresión de haber vivido esos sueños durante varios años. Me miro al espejo y observo horrorizado que también soy varios años más viejo que cuando me acosté. No sé, quizás me esté volviendo loco..."

-¡Vamos, Jacinto! -le dice Daniel, inclinándose ante él y poniéndole las manos sobre los hombros- Nunca es tarde para ponerse en pie firme, gritar y protestar contra lo que haga falta. Defiende con valentía tus sueños, mientras sientas latir tu corazón.
-¿Tú crees que me servirá para algo? -le pregunta Jacinto, con ojos de niño crédulo y esperanzado, temblándole la barbilla.
-Sí, hombre, sí. Hazme caso, hay mil motivos: para recuperar la paz, la alegría o, al menos, la dignidad.
-Gracias, Daniel, lo intentaré...

Daniel contempla, desde la ventana, el parque interior, dividido en espacios triangulares, alfombrados de hermosos árboles y arbustos, radialmente dispuestos a partir del hotelito de Silvia, la directora, y separados por seis estrechos paseos que lo unen a las distintas dependencias de la planta cero. Ve a Rufo que camina presuroso por uno de los paseos hacia el despacho de Silvia. De pronto se da cuenta, sorprendido, que está captando los pensamientos y afecciones que ocupan el ánimo de Rufo en este instante:

"-Es preciosa... Con ese cuerpo modélico, esa boca irresistible, adornada siempre de una cautivadora sonrisa; sus ojos verdes que desnudan a uno el alma; sus cabellos trigueños, recogidos en su nuca de diosa... Haría lo que me pidiera para complacerla. ¡Qué suerte! Ahora mismo voy a verla..."

-Chico, qué fuerte le ha dado a Rufo. Debe ser cosa de la primavera que se avecina... ¡Ay, Cándido, quién fuera joven! Juventud, divino tesoro, te vas para no volver...
-No blasfemes, Daniel -le contesta Cándido, que se halla apoyado contra la pared, con unos auriculares en las orejas, un transistor apagado y aire receloso-. ¿Divino tesoro? Decir eso es un pecado. La juventud no es un tesoro divino. La juventud es una etapa depravada, entregada al vicio y a las acciones perversas.
-Pero hombre, Cándido, no juzgues con tanto rigor a los jóvenes. Tú, tan religioso, deberías bendecir a Dios por esa esplendorosa estrella de la juventud que Él regala al hombre. En torno a ella, giran nuestras ilusiones y recuerdos de oro, y de ella recibimos el aliento y calor en los fríos y grises días de nuestra vida.
-Mentira y falsedad. Ahí está el error de la mayoría de la gente. Creen que esta vida es para disfrutarla al máximo. Y eso es una trampa del diablo, que pretende hundirnos en su infierno. La vida es un escaparate de apetitosos manjares, muy gratos al paladar pero de efectos mortíferos. La auténtica verdad es que la vida es un tiempo de prueba en la que hay que demostrar quién es apto para entrar en el reino de los cielos.
-Tú, Cándido, seguro que entrarás en el reino de los cielos ¿verdad?
-Eso espero. Para lograrlo he luchado toda mi vida, sacrificándome, renunciando a los placeres, mortificando mi cuerpo...
-¿Y a qué te vas a dedicar allí? ¿Seguirás viviendo como has vivido en este mundo?
-A gozar eternamente, en compañía de Dios, de sus ángeles y sus santos.
-Vaya. O sea que, en el fondo, lo que pretendes es asegurar una sustanciosa pensión eterna, ¿no?
-Cuidado con los chistecitos, Daniel, ¿o es que tú no tienes fe?
-Bueno, Cándido, yo me limito a aceptar dócilmente lo que se me vaya presentando. Pero, puestos a hacer conjeturas, prefiero atenerme a los criterios dictados por la recta razón, que a criterios particulares.
-Eres un estúpido, Daniel. Las conjeturas no han de salvarte, sino la fe en Cristo y en su doctrina. Ya lo dijo Él: "Quien no cree en mí ya está juzgado"
-Pues que Dios me perdone, Cándido, pero prefiero creer que, antes que nada, Cristo era un hombre con sentido común. Y el sentido común une y pacifica a la gente mucho más que las distintas y contrapuestas creencias de cada uno.
-Allá tú con tus memeces.
Y, diciendo esto, dio la espalda a Daniel y puso en marcha el transistor.

-¡Matadme por favor! -repetía como un autómata, Apolonio, un hombre fuerte, de joven aspecto, cabeza rapada y con el torso erguido, sentado en un sillón al otro lado de la sala.
-¡Voy en seguida a comerte la cabeza, jo, jo, jo! -le contesta Hugo el extraterrestre, quien plantado cerca de Daniel, alza su aceitunada cabeza, como una enorme mantis; agita los sarmentosos brazos, remangados; y exhibe dos largos incisivos que sobresalen de su boca, mientras ríe a carcajadas, bailándole los ojillos oblicuos y saltones sobre la aberenjenada nariz.
-¡El bicho verde no, el bicho verde no! -exclama Apolonio, consternado.
A Daniel siempre le había intrigado Apolonio, demasiado joven para estar allí ingresado. Nadie le había aclarado qué mal padecía. Y, en esta mañana de San Blas, iba a descifrarlo, gracias al deshilachado monólogo que barboteaba en la mente de ese hombre:

"¿Dónde están ellos, dónde están? ¡Qué nervios antes del discurso! Ahora los aplausos... el crujido de la tarima... las banderas ondeando... los vítores, besos y abrazos... los trajes, los coches oficiales... los debates encendidos... las noches insomnes... las bocas agradecidas... los insultos, el resentimiento en los ojos... Y ahora, ¿qué es esto?... ¿Qué hago yo aquí?... Ya se acerca aquello... No, eso es un sueño, el sueño de anoche... Que no, que eso pasó esta mañana... Ahora está pasando el coche negro... Que no es la plaza, que es la habitación del hospital... Allí está el bicho verdoso, moviendo su cabeza de pera, de orejas puntiagudas, enseñando los dientes afilados... esperando que me distraiga para lanzarse sobre mí y comerme la cabeza... Ya llega la ambulancia, ¡húu, húu, húu!... el coche está destrozado... ya sacan a mi hija y a su madre... No, esas caras no son de ellas... Yo no conducía, no... ¿o sí?... Yo no morí entonces... ¡Matadme, por favor! Pero ese bicho verde no, no, no..."

-Ya voy, Apolonio, ¡ jo, jo, jo! ¿No quieres salir de paseo conmigo? Sí. Te llevaré en mis brazos, dando saltos por el campo. Subiremos a la cima de la sierra de los almendros. Allí desplegaré mis alas transparentes y volaremos hasta el planeta bermejo de donde, llamado por Moisés, vine con miles de langostas, a luchar contra el faraón y los egipcios. ¡Brrrr! ¡Cómo me pica la cabeza! ¡Me la voy a desollar, rascándome!
-¡Matadme, por favor!

Daniel sintió que el suelo de la sala oscilaba bajo sus pies. Notó un vahído y trató de sobreponerse, mirando nuevamente hacia el parque. Fue entonces una oleada de frases, procedentes del despacho de Silvia la directora, las que llegaron a sus oídos, en un principio confusas, pero, en seguida, muy nítidas:
"-¡Ay, Silvia, qué mal lo estoy pasando! No sé si podré seguir aquí por mucho tiempo.
-¿Qué tonterías estás diciendo, Rufo? ¿De qué tienes queja? ¿Del sueldo? ¿Del trabajo? ¿De mí, acaso?
-No. Todo lo contrario. Pero tengo la sensación de estar viviendo junto a un manantial y, al mismo tiempo, estar muriéndome de sed.
-Vaya. ¿Y qué fuente es ésa?
-¡Por Dios, Silvia! ¿Y tú me lo preguntas?
-Bueno, Rufito. Siempre con tus bromas... Anda, dime qué has averiguado.
-No, Silvia, no son bromas, estoy loco por tí. Pero, claro, yo no soy nada para tí. Soy un iluso, soñando que, algún día, pueda...
-Rufo, ante todo el trabajo. Lo otro, ya veremos cómo respondes... ¿Has encontrado algo interesante?
-Creo que acabo de descubrir una cosa que va a sorprenderte.
-Me tienes en ascuas, Rufo, ¿de qué se trata?
-De Mauro.
-¿Mauro, el residente de la tercera planta, amigo de Daniel?
-Sí, el bibliotecario.
-¿Y qué pasa con él?
-He entrado en su habitación a arreglarle el cierre del armario, pues me había dicho que se le había estropeado. Y, sin querer, -¡ja,ja!- me he topado con una cartilla de ahorros que tiene guardada en una caja... Me he quedado de una pieza. ¿Sabes qué saldo tiene el viejo?
-¿Cuánto?
-Un millón quinientos mil euros.
-¿En serio? No te quedes conmigo, Rufo. Eso es una fortuna. Y es un hombre que no tiene familia que se sepa...
-Así es, Silvia, ¿qué te parece?
-Me parece que ya es hora que te confiese lo mucho que me gustas y cuántas veces he soñado hallarme entre tus brazos...
-¡Silvia, amor mío, déjame que te bese!
-Sí, cielo... Espera que eche el cerrojo de la puerta."

La cara de Daniel cambió de color en pocos segundos, pasando de blanca palidez a un rojo encendido que derivó a una tonalidad cárdena.-¡Lo que me faltaba por oir a mis noventa y ocho años! Pero ¿qué me está pasando? ¿Qué son estas conversaciones raras que escucho en mi cabeza? Esto no puede ser real. Mi mente debe estar desbaratándose... No es posible que Silvia, la directora, se entienda con ese ganapán de Rufo... Y lo de Mauro no tiene pies ni cabeza. Nunca me ha dicho que tenga tanto dinero... ¡Ay, ay! El chocheo se está apoderando de mí. Voy a acercarme a que me mire la doctora Carlota, a ver qué le parece...

Rufo y Silvia salen del despacho. Rufo toma el paseo de la izquierda, hacia el taller de mantenimiento y lavandería. Silvia se encamina, por el central, hacia el hall de recepción. Daniel sale nervioso de la sala y se dirige a la consulta de la doctora. Cuando ha avanzado unos metros ve que, de uno de los ascensores próximo a la enfermería, sale Silvia la directora, como un dorado relámpago, vestida de verde claro. Al ver a Daniel, le dedica una destellante sonrisa y un gesto cariñoso con la mano, mientras dirige sus pasos hacia la consulta de Carlota. Danniel le corresponde con otra sonrisa y una leve inclinación de cabeza.
"-Pues sí que tiene gracia la cosa -piensa Daniel-. Ahora se me adelanta Silvia, y tendré que esperar no sé cuánto tiempo a que termine su tertulia. Me sentaré en uno de los sillones de la sala de espera."

A los pocos segundos, Daniel vuelve a percibir extraños susurros que, en seguida, identifica como las voces de Carlota y de Silvia.
-¡Dichosos los ojos que te ven preciosa Silvia! Basta mirar a los tuyos para convencerme de que la primavera ya ha llegado.
-Por favor, Carlota, vas a hacer que me ruborice. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué piropos!
-No son piropos, ni hueras palabras. Es lo que siento: eres lo más hermoso de este mundo...
-Chica, lo tuyo es grave... y debes andarte con mucha circunspección. Los demás no lo entienden. Aunque ya se ve bastante normal, hay muchos que no lo entienden o no se atreven a manifestar su inclinación por temor al rechazo de esta sociedad hipócrita. Yo también siento hacia ti una irresistible atracción, querida, pero debemos tener cuidado.
-Vale, señora directora. ¿Y qué te trae por aquí, si no es para que le haga un reconocimiento a tu cuerpo serrano, picarona?
-Necesito tu colaboración en un interesante proyecto que acabo de pergeñar.
-¡Huy, huy! Me dan miedo tus proyectos, pues tienes una mente un tanto diabólica. ¿Te parece poco complejo y arriesgado el plan de salud prevetiva que tenemos en marcha? No te quejarás del tratamiento sedativo-tranquilizador que he prescrito a los más... molestos. Gracias a él, la residencia parece una balsa de aceite, aparte de que se han reducido gastos de personal y alimentación. El único problema son los efectos secundarios que pudieran aparecer...
-¡Chis! ¡Calla, Carlota que las paredes oyen!
-Por cierto, debemos tener a Alfredo, el fisioterapeuta, muy controlado. Ya sabes que no ve con buenos ojos que se administren muchos fármacos a los residentes.
-Podríamos ponerlo a prueba y, si vemos que dificulta nuestro plan...
-A partir de mañana, Carlota, encomiéndale la vigilancia de la sala de los enfermos dependientes. Observa su actuación, mediante la cámara camuflada de la sala. Si persiste en su actitud, tomaremos medidas.
-¿Y qué más se te ocurre, querida Silvia?
-Necesito doblegar la voluntad de alguno de los residentes, para que realice lo que yo le proponga, con la mayor normalidad. ¿Existen drogas que consigan esos efectos, sin que se advierta un comportamiento autómata?
-Sí, claro, hoy día existen fármacos para todo. ¿Y a quién habría que drogar?
-Te tendré al corriente, Carlota. De momento ya es mucho lo que me has ayudado. Dame un besito. Adiós.

Daniel, conforme sentía el eco de esta conversación en su mente, se había ido alejando de la consulta, de manera que, cuando Silvia salió de ella, él ya había tomado el ascensor. Mientras bajaba a la planta cero, Daniel se debatía en una maraña de encontrados pensamientos:
-¡Madre, madre! No sé si estoy padeciendo alucinaciones o es que se me han destapado los oídos del alma... Sea lo que fuere, debo ser muy cauto y evitar que nadie descubra este raro y prodigioso sentido del que ahora dispongo. Y, menos que nadie, la doctora Carlota, Silvia o Rufo. ¿Es posible que, bajo la amable apariencia que lucen, escondan tan perversas intenciones. Siento necesidad de desahogarme con alguien.

Una vez en la planta cero, Daniel sale a la explanada que se extiende ante la entrada principal. Animados por la tibieza y resplandor de este día de San Blas, muchos residentes han salido a pasear o a sentarse en los numerosos bancos, situados en la franja ajardinada que bordea la explanada.
Daniel ha caminado unos pocos metros, cuando se encuentra con Mauro, su amigo y compañero de mesa en el comedor.
-Hola, Daniel, ya me tenías preocupado. Son las doce de este magnífico día, casi primaveral, y me extrañaba no verte por aquí... Te veo algo pálido. ¿Te pasa algo?
-No, Mauro, es lo que te he comentado. Que a mis noventa y ocho años, quizás se me haya despertado un nuevo sentido. Cada día que amanece siento la vida y cuanto me rodea como si estuvieran hechos de algo muy sutil y etéreo.. Como si fueran puramente ideales.
-¡Ja, ja, ja! Lo tuyo, Daniel, no tiene remedio. Aunque me llevas diez años, yo también soy un vejestorio. Pero a mí, en cambio, me ocurre lo contrario. Cada día que amanece me persuado, más y más, de que el mundo no es más que burda materia. Este mundo podría haaber sido totalmente diferente. Convéncete de que la realidad no es más que una inmensa mole de materia, zarandeada por fuerzas ciegas y brutales, que crean, destruyen, avanzan o retroceden, sin orden ni concierto. El mundo es absurdo y caótico. Momentáneamente -aunque se trate de un momento de millones de años- puede parecer que la materia evoluciona y avanza, haciendo pensar en la posible intervención de un ser supremo. Pero eso no son más que lucubraciones vanas y erráticas. La realidad no es más que materia amorfa en manos de locos bufones.
-Perdona, Mauro. Oyéndote me cuesta aceptar que, quien así habla, es una persona culta, inteligente y, por añadidura, bibliotecario jubilado. Jamás he entendido la postura mental del materialista que se obstina en explicar la realidad como resultado aleatorio de una amalgama de sustancias puramente materiales, y que no se inmuta lo más mínimo afirmando que la maravila de la vida, y del universo que nos rodea, ha tenido lugar por chiripa. ¿Qué es la materia sin unas ideas que la conformen? Nada. Y si existen las ideas es porque alguien las ha concebido y las piensa...
-¡Aleluya! Ya apareció Dios.
-No, Mauro, estoy razonando desde el sentido común. Si existen ideas es porque un entendimiento las ha concebido, lo contrario sería absurdo. ¿Qué entendimiento es ése? Eso ya es otra cuestión. ¿Un Dios personal, eterno y creador de universos? ¿Un ser absoluto, pura idea, superlogos y supraconciencia, que al mismo tiempo se contrae en infinitas conciencias? ¿O es cualquier otra causa primera, de las muchas barajadas por el hombre? Quizás lo sepamos algún día.
-Pienso que nunca lo sabremos.
-No sé. De lo que cada día me convenzo más es de que, en este tema, no es sensato adoptar posturas dogmáticas ni intransigentes. Pero tampoco hay que evitarlo como si fuera un tema tabú. Para algo tenemos la capacidad de pensar. No sé por qué motivo haya que conceptuarse como un delito el sostener una opinión, sobre algo que no es evidente, distinta a lo que sea en realidad, siempre que ella no sea inicua y ofensiva en sí misma.
-Vale, Daniel, vámonos acercando al comedor, que falta un cuarto de hora para entrar, y ya sabes la cola que se prepara...
-Por cierto, Mauro, voy a darte un consejo... Si te dan pastillas en la comida, o en cualquier momento del día, no te las tomes. Haz como si te las tomaras, pero no lo hagas. Escóndelas y luego las tiras al wáter.
-¿Y eso?
-Ya te contaré. Tú, hazme caso...

Los dos amigos, se levantaron del banco. Nosotros, desde nuestra privilegiada atalaya, los vimos caminar hacia el comedor en animada charla. De pronto se detuvieron un momento y miraron al balcón de la torre, en que nos hallábamos. Rápido, Samuel cogió a Álex por la cintura, lo alzó para que Daniel lo viera y, con gran sorpresa nuestra, el bisabuelo sonrió, mandó un beso volador al pequeñín y nos saludó, agitando la mano durante unos segundos.
Voz del tiempo extendió los brazos, anunciando que, momentáneamente, se suspendía la reproducción virtual y que disponíamos de cinco minutos para estirar las piernas, antes de continuar con el relato.
Don Quijote los aprovechó para cantarle a Álex la canción Estaba el señor don gato sentadito en su tejado. El niño se meaba, riendo, cada vez que Don Quijote repetía, con escrupulosa entonación gatuno-manchega: ¡marramamiau, miau, miau! Y yo los empleé, encantado, en enviaros el primer capítulo de esta historia, desde mi broche transmisor.
Hasta pronto. Tinterico.


Leer más…