Revelaciones del diablo arrepentido - (Cap. II)

lunes, 28 de abril de 2008

Ha pasado ya más de un mes desde nuestra increíble incursión en el más allá, pero aún no hemos digerido bien, ni Don Quijote ni yo, lo que allí nos fue descubierto por Guimel. Cuando regresamos a estas playas sureñas, el monje enigmático nos condujo hasta una cabaña que hay a la entrada del pinar. La cabaña -según nos explicó- la construyó, con troncos de pino y piedras traídas de los corralones, un pescador solitario, con quien él solía dialogar y que, un día nefasto, se ahogó en alta mar, a consecuencia de una súbita y formidable tormenta que desbarató y engulló barca y barquero. El pescador había aderezado la cabaña con rudimentarios enseres : un pequeño fogón, una tosca mesa con cuatro taburetes de madera, una cantarera con un cántaro que él solía llenar de agua en el puerto y acarreaba en la barca hasta cerca de la cabaña, un armario con utensilios de cocina, un camastro y una pequeña estantería con algún libro de poemas, cuadernos y lápices. El pescador era un hombre con gran curiosidad. Le gustaba leer, pensar y escribir, motivos por los que el monje se aficionó a visitarlo y mantener largas charlas con él.
Cuando ya creíamos que este año no nos visitaría la verde primavera, ni veríamos pajarillos alegres y juguetones, repentinamente, un ejército de negras y panzudas nubes ha invadido nuestros cielos, soltando descomunales pero benditos chaparrones. Esta mañana el cielo nos ha concedido un corto respiro, dejando que el sol nos salude entre las grises cortinas de sus balcones. Don Quijote y el monje han aprovechado para salir al mar con un perol y una coladera, en busca de camarones. Y yo también aprovecho para enviarte este mensaje a través del prodigioso broche-emisor, regalo de Merlín.

Anoche estábamos sentados en torno a la mesa. El monje frente a la pequeña ventana acristalada, desde la que se ve el mar. Don Quijote a su izquierda y yo a la derecha. Llovía con furia, menudeando los truenos y los relámpagos que, intermitentemente, iluminaban nuestras figuras. La del monje resplandecía, acentuándose la palidez de su rostro y la blancura de su hábito.

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-Digo yo -comenzó diciendo Don Quijote, mientras observaba al monje- que su merced no debe contar más de veinticinco primaveras, a juzgar por su juvenil apariencia.
-¡Ja, ja! -rióse el monje-. Aquí donde me veis, tengo más de quinientos años.
-¿Y cómo? -exclamamos Don Quijote y yo.
-Sí, así es -confirmó el monje-. Os contaré mi historia. Nací el año mil cuatrocientos noventa, en el barrio judío de un pueblo al norte de Cáceres.
-¿Sois, pues, judío? -preguntó Don Quijote.
-Lo fui. Mis padres profesaban la fe de Abrahám y las prácticas y costumbres judaicas. Mi padre era rabino y solía leer y explicar la torá y el talmud en la sinagoga de la aljama del pueblo, antes de que yo naciera. Pero, precisamente, desde que nací fue creciendo en España la hostilidad contra moriscos y judíos, culminando con el decreto de expulsión de 1492. Todo judío o morisco que no se convirtiera al cristianismo sería expulsado. Mis padres, basándose en la doctrina de Maimónides, que justificaba el disimulo de la fe hebraica ante peligro de muerte o grave perjuicio, optaron por fingir hacerse cristianos, pero sólo en cuanto a prácticas externas se refería. En su corazón y dentro de casa, ellos seguían siendo fervientes hebreos, gracias también a la tolerancia que los Duques - a cuyo territorio pertenecía el pueblo- usaba con ellos.
Desde niño me inculcaron la lectura y estudio de la biblia. Me sentía orgulloso de pertenecer al pueblo elegido por Yavé como destinatario de su palabra y grandes promesas. Me entusiasmaba leyendo los triunfos del pueblo de Israel sobre los pueblos enemigos, gracias a la privilegiada protección de Yavé. Mis padres estaban convencidos de que, a pesar de las duras y continuas pruebas a las que Yavé sometía a su pueblo, éste siempre resultaba fortalecido.
Pero, conforme yo crecía y mi intelecto y sentido crítico se desarrollaban y maduraban, comencé a descubrir, en muchos de los relatos bíblicos, la existencia de preceptos y acciones, que yo consideraba carentes de humanidad, crueles y, a veces, irracionales.
-¿Y qué preceptos o acciones eran ésos? -preguntó Don Quijote.
-Según la legislación que Moisés dio al pueblo de parte de Yavé, muchas de las infracciones de la ley deberían castigarse con la muerte. Por ejemplo: "La mujer adúltera tenía que ser apedreada." Cruel y ridícula es la siguiente norma que se lee en Deut. 25,11: "Si mientras riñen dos hombres, uno con otro, la mujer del uno, interviniendo para librar a su marido de las manos del que le golpea, cogiese a éste por las partes vergonzosas, le cortarás la mano sin piedad."
Mi adolescente cabeza judía se negaba a admitir tales barbaridades como ordenadas por Yavé, un Padre tan afectuoso con sus criaturas que incluso a un humilde gato había provisto de graciosas y útiles patitas.
Me horrorizaba leer las continuas guerras en que el pueblo judío se enzarzaba con los pueblos vecinos, ordenadas o consentidas por Yavé, a veces con visos de atrocidad tremenda, como cuando mandaba no respetar ni siquiera a los ancianos, mujeres o niños; o cuando pedía que le ofreciesen sacrificios de animales.
-¿Y qué hiciste entonces? - volvió Don Quijote a preguntarle.
-Aunque, oficialmente, todos los de aquel barrio éramos judíos conversos, los cristianos recelaban de nosotros y nos seguían considerando judíos recalcitrantes. No obstante, también es cierto que tanto yo como mis padres teníamos buenos amigos entre los cristianos. Uno de ellos era Pedro Correas, que tenía un taller de alfarería cerca de donde vivíamos. Desde niño tuve gran afición a jugar con el barro, modelando figuritas. Mi padre le contó a Pedro mi afición. Él me admitió como aprendiz en su taller. Cuando cumplí veinte años me asignó un pequeño jornal. En el taller había dos tornos de pedal, en los que Pedro y yo modelábamos variadas vasijas: tales como ollas, cazuelas, botijos, lebrillos, cántaros, platos, etc. Tal era su demanda que, en seguida, se vendía cuanto fabricábamos. Su mujer y su hija Inés ayudaban en la preparación de la arcilla, horno y venta de cacharros. Ellos eran celosos cristianos; sin embargo, también eran muy respetuosos con nuestras creencias judías. A mí me consideraban como de la familia. En particular, mi trato con Inés era el propio de un hermano, aunque no podía negar lo mucho que ella me atraía. Inés era una muchacha esbelta, con el pelo encendido, los ojos verdes, muy blanca y con abundantes pecas. Los rasgos de su rostro eran delicados y su perenne sonrisa hacía resaltar aún más su belleza. Pero sobre todo me seducían su alegría y sensatez. Tan pronto me tenía bromas inocentes, como charlaba de temas serios. Un día de abril nos hallábamos solos en la alfarería. Para disfrutar del sol y belleza de aquella mañana, decidimos trabajar en el patio. Sacamos fuera los utensilios. Inés vertió arcilla y agua en la artesa, la batió con una fina paleta y la amasó con sus manos. Tomé una porción de arcilla y la coloqué en el centro del torno. La rodeé con las manos y le fui dando forma de cilindro. Después pisé el pedal y empecé a modelar la arcilla, pensando en el ánfora que quería fabricar. Inés, sentada ante la artesa, removía la arcilla mientras observaba mi tarea. A su espalda, por encima de la tapia, yo veía los cerezos florecidos festoneando la ladera de la montaña. De pronto, Inés me sacó de mi ensimismamiento:
-Los humanos -me dijo sonriente- qué parecidos somos a los brutos animales, en ciertos aspectos.
-¿Y eso, lo dices por mi? -le contesté riendo.
-No, tonto. Ha sido esa dócil arcilla, que estás modelando, la que me ha provocado una repentina reflexión. Pienso en lo propenso que es el hombre, en general, a aferrarse a sus costumbres, opiniones, creencias... y en la poca flexibilidad mental que solemos tener. Qué reacios somos a abandonar nuestras cómodas posturas. Todo cuanto huela a innovación nos produce vértigo y hace que nos aferremos a nuestras ignorantes convicciones, dispuestos a defenderlas con uñas y dientes.
-Sí, quizás tengas razón, pero ¿a qué viene ahora esa reflexión? -le pregunté.
-No sé. Quizás porque mi espíritu y mi cuerpo se sienten inmersos, esta maravillosa mañana, en una tibia sensación de felicidad, amenazada por multitud de prejuicios y sinrazones humanas.
-¿Como qué?
-Sin ir más lejos, dime, ¿por qué vosotros los judíos "conversos" vivís en ese barrio, separados de los cristianos, manteniendo unos y otros unas recíprocas relaciones tensas e incluso hostiles?
-Es duro y lamentable, pero así es -le contesté.
-Yo -continuó Inés- aunque soy cristiana, reconozco la excelencia de la religión y cultura judías. ¿Cómo no reconocerlo, si vuestros libros sagrados son la base de nuestra religión? ¿Por qué entonces esa hostilidad?
-¿Por razones históricas, supongo? -dije no muy convencido.
-Nada de eso. Por terquedad. Por tozudez, tanto por parte de los judíos como de los cristianos. Los judíos que se negaron, egoístamente, a abrir las puertas de la ciudad santa a los demás pueblos de la tierra, por temor a perder su privilegiado título de pueblo elegido por Dios para llevar a cabo sus planes reeducadores de la humanidad. Y no es que, a través de los profetas y autores sagrados, Dios no viniera anunciando la universalidad de la misión encomendada al pueblo judío. Los tozudos judíos prefirieron continuar con su ley mosaica, su talmud y su nacionalismo feroz, antes que renunciar a sus sueños de conquistas y triunfos, y entregar el trono de David a un Mesías predicador de la humildad, de la pobreza, el pacifismo y el amor.
-Parece, Inés, como si me hubieras leído el pensamiento -le dije-. Hace tiempo que yo me hago la misma reflexión. Incluso he llegado a comentarlo con mis padres. Pero ellos -como supongo que les ocurre a cuantos profesan una religión- rechazan el plantearse cualquier cuestión que ponga en duda la veracidad de la misma.
Durante un minuto permanecimos en silencio. Sólo se oía el monótono ronroneo del torno, accionado por mi pie. El ánfora iba tomando las formas deseadas, con el roce y presión de mis dedos.
-Jesucristo -concluyó Inés- aunque los judíos en general no quieran aceptarlo, fue el judío más auténtico y que con mayor fidelidad interpretó el espíritu de la ley y doctrina de los patriarcas bíblicos. Por eso la auténtica aspiración judaica la heredó el cristianismo...

Pasaron dos años. Mi afecto hacia Inés había crecido tanto como mi acercamiento al cristianismo. Pero mis padres no aceptaban mis razones y se oponían a que mis relaciones con Inés fueran más allá de una simple amistad.
-Comprende, Samuel -me decía mi padre- que tu unión con Inés sería un fracaso. Tú eres judío. Tienes creencias, preceptos, costumbres y una familia muy distintos a las de ella. Si tenéis hijos ¿qué creencias y educación les inculcaríais?

No me atrevía a declararle abiertamente a mi padre mi entusiasmo por la persona de Jesucristo y mi secreta intención de hacerme cristiano auténtico, aunque llegué a insinuárselo.
-En los textos proféticos -le decía a mi padre- se anuncia claramente la venida del Mesías, no como un caudillo poderoso de la casa de David dispuesto a liberar a Israel de sus opresores, sino como un humilde siervo de Yavé que cargaría con las iniquidades de toda la humanidad y establecerá una paz ilimitada en el mundo. ¿Quién sino Jesucristo ha sido ese siervo de Yavé?
-¿Y qué paz ha traído Jesucristo al mundo? Además, ten en cuenta, hijo -me contestó mi padre con los ojos humedecidos- que los hombres, judíos o de cualquier otra ideología, estamos integrados en un grupo social determinado. A ese grupo nos debemos y en él hemos de permanecer para bien o para mal, en sus aciertos y en sus errores, orgullosos y dispuestos a sacrificarlo todo por su engrandecimiento. Desertar o renegar de él sería como rechazar a los propios padres; más aún, como renegar de la propia identidad.Tanto más, teniendo la certeza de pertenecer al pueblo elegido por Dios.
Yo no compartía en absoluto el sentir de mi padre, pero, desde entonces, tomé la resolución de no turbar sus convicciones. En cuanto a mi creciente enamoramiento de Inés, comprendía que mi padre tenía razón y decidí alejarme de ella.

Fueron días muy amargos, tanto para mí como para Inés. Recuerdo aquel atardecer junto al río. El rumor del agua parecía cantar una triste salmodia.Inés me animaba a abandonar el judaísmo y hacerme cristiano.
-¿No comprendes -me decía Inés- que la religión es una opción muy personal, en la que no deben entrometerse los padres?
-Tienes razón, pero ellos no lo comprenden. Sé que, si reniego del judaísmo, les asestaré un golpe mortal. Pienso que, por ahora, es mejor que nos distanciemos. Quizás, en un futuro, los obstáculos desaparezcan y podamos realizar nuestro sueño.
-¿Tú crees? -me dijo, escéptica, con los ojos humedecidos.
El sol anaranjado se hundía tras la montaña. Nos pusimos de pie, la abracé y le di un beso de despedida.

A partir de aquel día no volví a la alfarería. Zacarías el lanero, un amigo de mi padre, judío también, tenía un gran rebaño de ovejas y le dijo a mi padre que necesitaba un pastor. Mi padre me lo propuso y yo acepté. Era una tarea que me permitía dedicarme a mis reflexiones y lecturas durante las largas horas del pastoreo por aquellos verdes campos. Año y medio estuve dedicado a esta bucólica actividad, a cambio de un modesto salario. Un día de agosto de 1513, al atardecer, pasaba yo por el puente con el rebaño. Oí hablar y reir bajo los árboles, junto al río. Miré y descubrí a Inés, sentada en la hierba, junto a un joven en animada charla. Una vez en casa, me enteré de que Inés se había casado con un rico terrateniente.

Aquella noche no pude dormir. Me sentía como si, de pronto, se me hubiera roto el alma. A mis veintitrés años me veía mustio y desorientado en la vida. Mi esperanza de unirme un día a Inés había sido barrida en un momento. Por otro lado, el ambiente contra los judíos era cada día más hostil. Mentes maliciosas que presumían de cristianas, hacían rodar bulos calumniosos sobre crímenes y sacrilegios perpetrados por los judíos, codiciosos de las propiedades que éstos habían conseguido con su laboriosidad. Las autoridades eclesiásticas pedían a los reyes enérgicas medidas para preservar la fe cristiana del peligro de las doctrinas y costumbres judías.
Antes del amanecer salté de la cama. Mis padres pensarían que me levantaba, como otras mañanas, para llevar a pastar el rebaño. Pero no. Me había levantado con una firme resolución. Entré en el escritorio de mi padre. Cogí un trozo de papel y escribí con grandes letras: "Hace tiempo que sentí la llamada de Yavé. Él quiere que no descanse hasta encontrar su camino. Os quiero con toda mi alma, pero tengo que abandonaros. Perdonadme. Samuel."
Cogí la bolsita con mis ahorros y una manta que enrollé y cargué a la espalda. Salí a la calle, cerré sigilosamente la puerta y miré la estrella de David, esculpida en el dintel de piedra. Pasé mis dedos sobre ella y los besé. Luego marché ligero hacia la calzada, con dirección al norte. A mi paso los perros se despertaban ladrando. Crucé el puentecillo y no pude evitar mirar hacia la arboleda que bordea el río. Pronto me encontré subiendo la cuesta de la calzada. Al cabo de media legua me detuve. Me giré y contemplé el pueblo en el regazo de la florida montaña. Cerca del río las enjalbegadas casas de la judería... Tragué saliva y aceleré el paso.
Después de dos días de viaje, sin ningún incidente importante, comiendo y bebiendo de la caridad de los aldeanos encontrados al paso, llegué ante las hermosas murallas de un importante pueblo serrano. Entré en él por la gran puerta de poniente, sin ningún impedimento y, en seguida me vi inmerso en un bullicioso ir y venir de gente por calles y plazas. Me adentré por las callejas próximas al río, descubriendo emocionado que en ellas vivían familias judías. En la puerta de una tienda varios judíos hablaban, recelosos y preocupados, de la anunciada visita del tribunal de la Inquisición. A lo lejos vi los chapiteles de dos torres sobresaliendo por encima de las casas vecinas. Me dirigí hacia allí por una calle abundante en tiendas y talleres. Entré en la plaza mayor, sobrecogiéndome la grandeza del palacio de los Duques, poderosos señores dueños de la ciudad y de extensos territorios. Muchas mujeres, con cestas de mimbre, hacían su compra a los numerosos vendedores de frutas, dulces y otras viandas. En el centro de la plaza un saltimbanqui realizaba piruetas, aguijado con los gritos y risas de la chiquillería. Frente al palacio, al otro lado de la plaza, se alzaba una bella iglesia de sillares de granito. Entré y sentí una rara emoción.
Una vez fuera, me llamó la atención un grueso fraile que salía del palacio. Conforme bajaba las escaleras hasta la plaza, vi acercársele varias mujeres que, con rostros apenados le hacían preguntas, a las que el monje contestaba con amable semblante. Crucé a los soportales del lado norte y, al pasar el fraile junto a mí, le seguí detrás. Una mujer de aspecto morisco se le acercó y le preguntó por un familiar que, según entendí, debía de cumplir condena en las mazmorras de palacio. El fraile le informó de su pronta puesta en libertad, al haber aceptado convertirse a la fe cristiana.
Después el fraile salió de la plaza y se adentró por una calleja hasta la cuesta que sube bordeando el río. Se detuvo en un mirador y permaneció un instante contemplando cómo se precipitaba el agua por entre las rocas, en un espectacular concierto de chasquidos y espumas. Me acerqué hasta él y, tímidamente, le hablé:
-Perdone, señor, deseo confesarle algo, pero no quisiera molestarle.
-No temas, muchacho. ¿Qué deseas decirme?
-Verá... -dije, titubeando-. Me llamo Samuel. Yo, igual que mis padres, soy judío. Pero tras largas reflexiones he llegado a comprender que Jesucristo es el Mesías anunciado por nuestros profetas y que es su doctrina la que prevalece y debemos profesar.
-Así es, muchacho -me contestó entusiasmado-. Te felicito por la madurez de tus reflexiones y tu acertada resolución. ¿Y qué piensas hacer para llevar a cabo tu propósito?
-Ayer me marché de casa y dejé a mis padres con gran dolor de mi corazón, en la esperanza de descubrir la voluntad de Dios. He pensado que en el silencio y recogimiento de un monasterio podré descubrirlo más fácilmente.
-De eso puedes estar seguro, muchacho. Vente conmigo a nuestro cenobio. Allí escucharás la voz de Dios y podrás hacerte cristiano.
Le acompañé hasta el convento. Fray Juan -que así se llamaba- me presentó al padre guardián, un hombre de aspecto adusto y seco. Mientras le conté mis inquietudes y aspiraciones, él me miraba con sus ojos azabache, en los que me veía reflejado. Me contestó lacónico:
-Fray Juan te acompañará a tu celda y te entregará una túnica y unas sandalias. Él te pondrá al corriente del horario de los oficios religiosos y tareas que deberás realizar.
Con gran entusiasmo me entregué, desde aquel día, al escrupuloso cumplimiento de las normas y costumbres de aquellos monjes. Eran frecuentes las prácticas mortificativas, tales como el uso del cilicio, las disciplinas, los ayunos y el silencio. Me inculcaban la represión de los apetitos desordenados, sofocando el egoísmo y la sensualidad. Me emocionaban los cánticos gregorianos y el misterio de los sacramentos. Ávido por conocer la enjundia del cristianismo, escuchaba atento las doctrinas que fray Juan me explicaba, imponiéndome como tarea copiar el texto del evangelio, para lo cual me proveyó de numerosas hojas de papel, así como un frasco de tinta y una pluma de caña.
Pero, pronto, el mismo ánimo crítico que me había impulsado a dejar el judaísmo me llevó a recelar de algunos textos que leía en los relatos del nuevo testamento, pues me parecía que no reflejaban exactamente el sentir de Jesucristo sino la personal interpretación del narrador. Descubría expresiones, condenas o amenazas que chocaban con el espíritu de Jesús, todo mansedumbre, comprensión y respeto hacia las distintas actitudes humanas ante la vida. Y, por otro lado, yo comparaba la simplicidad de la doctrina de Jesús -que se resumía en el amor al Padre y a todas sus criaturas- con la compleja colección de preceptos, ritos, liturgias, amenazas de castigo, jerarquías y enfrentamientos con otras religiones, del cristianismo oficial.
No. Ese no era el rostro puro y atractivo del cristianismo que Inés me había mostrado. Ahora me debatía sobre qué decisión tomar. Estábamos en febrero. Yo pedía a Dios, el Padre de Jesús y de todos, que me iluminara y me indicara con alguna señal el camino que debía seguir.
Una de aquellas noches en que mi perplejidad y confusión me impedían dormir, me levanté de la cama hacia las tres de la madrugada. Me acerqué a la ventana y abrí cuidadosamente las portezuelas. Una brisa helada se apoderó de la celda. Allá abajo, el río estrellaba sus pálidas lunas contra las rocas, canturreando salmodias, mientras los gatos maullaban y saltaban como ánimas en pena.
Me senté en la silla de anea ante la rústica mesa de madera. Encendí la lámparilla de aceite y me dispuse a seguir copiando el evangelio. De pronto noté en mi nuca un cálido aliento, así como una imperceptible risita. Giré la cabeza hacia atrás y me quedé pasmado ante aquella aparición.
-No temas, Samuel, vengo a ayudarte -me dijo con destellante sonrisa, que realzaba su tez aceitunada, cruzando las manos sobre el pecho.
¿Quién eres? ¿Por dónde has entrado? -pregunté, frotándome los ojos, incrédulo.
-Me llamo Guimel y he entrado por la ventana -me contestó riendo.
-¿Cómo es posible?¿Eres de carne y hueso, o eres una aparición de ultratumba?
Por sus rasgos africanos, el pelo canoso y rapado, la birreta negra y la chilaba azul, me parecía morisco.
-Mi historia es larga de contar -me contestó-. Como presentación te diré que soy un pobre diablo inofensivo, mucho más antiguo que este vuestro mundo por el que me muevo desde tiempos remotos...
-¿Un diablo? -pregunté incrédulo- No tienes, en absoluto, pinta de ello, sino más bien de buena persona. Los diablos son perversos y sólo tratan de llevarnos a los infiernos.
-No, hombre, no. Hay diablos y diablos. Aunque te cueste creerlo, yo estoy aquí para realizar una buena acción contigo. Quiero ayudarte a salir del atolladero mental en que te veo metido. Pero también quisiera matar...
-¿Cómo? -le interrumpí alarmado.
-¡Tranquilo! Es una forma de hablar. También quisiera matar dos o muchos pájaros de un tiro.. Lo que voy a revelarte puede ayudar a otros a salir de su angustiosa perplejidad en que se debaten. Por eso quisiera que, según te lo voy dictando lo vayas escribiendo en esos folios.
-Pero...
-No hay pero que valga. Coge el papel y la pluma y ponte a escribir cuanto voy a contarte.
Titubeando y sin saber si estaba dormido o despierto, cogí varias hojas de papel, mojé la pluma en el frasco de tinta y me dispuse a escribir, en el romance castellano que mi padre me había enseñado, cuanto Guimel me dictara.
-Escribe, Samuel: "Fue aquella decisión divina de someter a todos los ángeles a la difícil prueba de vivir en la Tierra durante un tiempo, animando el cuerpo de un animal o humanoide, lo que provocó la rebelión de una gran parte del mundo angelical..."
Guimel hablaba sin descanso. A veces, le interrumpía para que me aclarara alguna cuestión, pero de todo dejaba yo constancia en los papeles, con la máxima celeridad y con letra, a veces, poco legible. En una de sus breves pausas me pareció oir, tras la puerta, el ligero quejido de las sandalias del padre guardián.
Cuando Guimel terminó su relato, faltaba poco para las seis de la mañana.
-Comprenderás -añadió antes de marcharse- que, cuanto te he revelado, difiere no poco de las enseñanzas que aquí recibes. Ten mucho cuidado de que nadie del convento descubra estos escritos. Sería tu perdición. Últimamente se ha desatado una virulenta persecución contra los herejes, moriscos y judaizantes. Hoy mismo se celebrará un proceso de la Inquisición en la plaza mayor. Paciencia, amigo, y mucha astucia. Ya la recomendó mi admirado y apreciado Jesús: "Sed astutos como serpientes." Volveremos a vernos en otra ocasión. ¡Suerte, Samuel!
Me dio una palmadita en el cogote y salió disparado por la ventana, confundiéndose el azul de su chilaba con el azul del alba, antes de remontar el rocoso horizonte.
Guardé las manuscritas revelaciones debajo del jergón de farfolla. Me aseé de prisa, y acudí puntual a los oficios religiosos.
A las once de la mañana regresé a mi celda. Impaciente por releer las revelaciones de Guimel, saqué las hojas de debajo del colchón, me senté ante la mesa y me puse a leerlas. Apenas había leído diez líneas, cuando escuché unos golpecitos en la puerta. Apresurado, tomé las hojas y las metí dentro del cajón de la mesa. Se abrió la puerta, apareciendo la severa figura del padre guardián. Sentí su penetrante mirada escudriñar mi interior y no pude evitar el sonrojarme mientras me ponía de pie.
-Hermano Samuel, hoy tiene un trabajo especial. Estamos en cuaresma y los hermanos cocineros precisan alimentos de vigilia para preparar la comida. Coja una cesta de la cocina y baje al río a pescar truchas para toda la comunidad. En la pesquera de la hondonada suelen abundar.
Respiré aliviado. Por un momento pensé que su visita estuviera relacionada con la de Guimel.
-Voy en seguida, padre, -dije respetuoso-. Espero terner suerte y volver pronto con ellas.
El padre guardián se acercó a la ventana y permaneció observando el río, con manifiesta intención de quedarse solo en mi celda. Discretamente, salí de ella, dejando la puerta entreabierta. Pero, en lugar de dirigirme a la escalera próxima a la cocina, avancé por el claustro hasta situarme detrás de la columna de uno de los arcos, desde donde podía espiar al padre guardián, sin ser visto. Yo lo observaba ante mi escritorio, fisgoneando las copias del evangelio. Las dejó en donde estaban y abrió el cajón de la mesa. Me sentí morir. Tomó entre sus manos las hojas de las revelaciones y las fue leyendo una a una. Cuando calculé que le quedaban unas pocas por leer, corrí hacia la escalera cercana a la iglesia, las bajé precipitadamente y salí a la calle. Me oculté detrás de unos gruesos olmos, próximos al convento, temeroso y sin saber qué hacer. Pronto vi al padre guardián que salía con paso acelerado y semblante endurecido. Se dirigió a la calle que desemboca en la plaza mayor. Grupos de personas caminaban en su misma dirección, en animada charla, como si fueran a una fiesta. Decidí seguirlo a discreta distancia.
Conforme me acercaba a la plaza, el bullicio y alboroto crecía. Al entrar en ella sentí un escalofrío ante aquel inesperado espectáculo. La muchedumbre ocupaba la plaza y sus proximidades. Unos asomados a los balcones y ventanas de las casas circundantes, otros bajo los soportales o sobre los escalones de la iglesia y, la mayoría, en la explanada de la plaza, entre las dos tribunas. La del tribunal de la Inquisición estaba frente a la iglesia, al pie de la escalinata que precede al palacio de los duques. En ella se hallaban los inquisidores y las autoridades civiles y religiosas, presidida por la cruz verde de san Andrés. En el centro de la plaza se alzaba la otra tribuna, con un estrado para el predicador y el lector de sentencias y otro para varios reos. Entre éstos, unos llevaban el sambenito, adornado con la cruz de la Inquisición; otros una soga al cuello; y dos de ellos portaban el sambenito con llamas y capirote, por haber sido condenados a la hoguera.

Aprovechando la confusión de la multitud, me aproximé cuanto pude al padre guardián, que seguía abriéndose paso, intentando llegar al estrado del inquisidor. Tanto me acerqué a él que le escuché pedir al inquisidor que enviara un oficial al convento, para examinar los escritos heréticos de uno de los monjes.
Ya no me cabía la menor duda: el padre guardián acababa de delatarme y pronto irían al convento a apresarme. Me escabullí entre la gente y atravesé ligero la plaza, procurando no ser descubierto por el padre guardián. Al pasar junto al estrado de los reos me conmovió su apenado semblante. La amada imagen de mis padres afloró en mi mente. "¿Qué habrá sido de ellos?" -pensé. Después corrí por callejas solitarias, desesperadamente, hasta llegar a la cuesta de la judería. Seguí luego por el camino que se alza sobre el barranco del río y, al pasar junto al huertecillo de una casa vi, tendidos al sol, unos gregüescos y un jubón. Sin dudarlo un momento, los cogí, los hice un liote y continué mi carrera hasta la puerta trasera de la huerta del convento que estaba entreabierta. Dejé la ropa junto a ella y marché hacia mi celda. Afortunadamente no me encontré a ningún fraile. Recogí, rápido, las hojas dictadas por Guimel, las enrollé y me las guardé en la pechera. Pasé por la sacristía, en donde encontré un largo y estrecho relicario de bronce, de tapa abatible. Enrollé las hojas, las envolví en un paño y las introduje en el relicario, cerrándolo herméticamente. Luego, lo oculté dentro de la manga, atravesé la huerta, me cambié de ropa y corrí con mi tesoro por el camino que desciende junto al río, con la idea de encaminarme al pueblo de mis padres.
Al llegar junto a la muralla de poniente -por cuya puerta había entrado en aquel pueblo hacía siete meses- vi mucho movimiento de gente que entraba y salía. Temeroso de que, en el camino, alguien me arrebatara mi tesoro, pensé que lo más sensato era esconderlo en algún hueco, oculto entre los sillares de la muralla. Observé que en el lienzo de la muralla, en que se abre la puerta de poniente, la disposición y colorido de sus diferentes piedras dibujaban la caprichosa figura de un águila gigantesca, con sus alas desplegadas, y que, justo debajo de las garras de sus patas, había un estrecho y profundo agujero, a pocos palmos del suelo. Afortunadamente, delante de aquel escondrijo crecían unos arbustos, los cuales me permitieron -sin que nadie me pudiera observar- esconder el relicario y taponar el hueco con una piedra que encajó a la perfección, al golpearla con otra.

Libre ya de aquellos papeles que había sentido arder en mis manos, bajé confiado hasta la calzada, emprendiendo la marcha con dirección al pueblo de mis padres. Ya había caminado media legua cuando escuché a mi espalda el traqueteo de un carromato, tirado por una mula. El joven que lo conducía tenía aspecto amable, por lo que le hice señal de que parase. Le dije la verdad, que iba al pueblo de mis padres de donde me había marchado hacía siete meses y que estaba impaciente por verlos, ya que, al ser judíos conversos, corrían inminente peligro. Por ese motivo le suplicaba me permitiera acompañarle en el carro. El joven me invitó a subir junto a él. Me dijo que también él era judío "converso", aunque sólo de fachada, y que vivía en el pueblo del que yo había salido ahora. Me dijo que se dedicaba a la venta de paños por pueblos y aldeas del territorio de los duques, a quienes tenía que pagar sustanciosos tributos. A cambio, el duque le había provisto de una carta declarando su ejemplar comportamiento como neoconverso, lo que le protegía de las inspecciones del santo oficio.
Llegamos a mi pueblo. Pasado el puente sobre el río nos despedimos. Él se marchó hacia la plaza del mercado. Yo me dirigí a la casa de mis padres. La incertidumbre y el temor se habían apoderado de mí. Sentía trotar mi corazón como un caballo desbocado, cuando al entrar en el barrio judío volví a contemplar la casa de mis padres, después de siete meses. Me precipité hacia la puerta y sentí desvanecerme. Dos tablones, cruzados en aspa, pintados de verde y cubriendo la cerradura, habían sido clavados por los oficiales de la Inquisión sobre el marco de la puerta.
Loco de rabia y dolor, temiendo lo peor, corrí a casa del lanero Zacarías. Cuando me vio el anciano, me abrazó llorando. Me contó que mi padre le había confesado no poder soportar más mi ausencia y que ni él ni mi madre podían seguir fingiendo adhesión a una religión en la que no creían. Por eso habían decidido marcharse clandestinamente a Portugal, con el dinero ahorrado y el conseguido en la venta de algunos enseres, antes de que los inquisidores descubrieran su engaño. Se habían marchado hacía una semana y, al día siguiente de su huída, los del santo oficio registraron la casa y la clausuraron. Otros judíos relapsos no habían tenido la misma suerte y los habían encarcelado en las mazmorras del palacio ducal.
Traté de consolar a Zacarías,lo abracé aguantándome el llanto, y en seguida me marché de aquel bello y querido pueblo mío, verde y azafranado, con dirección al sur, empujado por una mano invisible.

Poco antes de que yo terminara de transmitirte el relato, en voz alta, por el broche-emisor, ya habían regresado Samuel y Don Quijote a la cabaña, con medio perol de camarones. Ellos permanecieron de pie y atentos hasta el final del mensaje.
Samuel, emocionado, se cubrió los ojos con las manos, durante unos instantes, que Don Quijote aprovechó para sugerir:
-¿Qué os parece si hacemos un breve descanso, y que Samuel recupere fuerzas con estos deliciosos camarones que la mar pródiga nos ha regalado?
Así lo hicimos. Y, tras degustar aquel frugal refrigerio, Samuel reanudó su relato y, luego, nos invitó a acompañarle en la búsqueda del manuscrito de las revelaciones que Guimel le dictó aquella noche de febrero de 1514.
Pero de todo ello te informaré en mi próximo mensaje. Por hoy ya es demasiado. Saludos cariñosos a todos. Tinterico.


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