¡Volar!

jueves, 14 de junio de 2007


Yo, aunque soy un chuchillo insignificante, me doy cuenta de lo estúpidos que somos los privilegiados seres vivos dotados de conocimiento, pues nos pasamos la vida mustios, llenos de temores, lamentándonos, en lugar de aprovechar cada minuto para enriquecer la experiencia y disfrutar de la vida.
¿Qué felicidad no sentiría esa humilde piedrecilla, que rueda a nuestro paso, si por un momento pudiera contemplar el sol, la lluvia, sentir el aire fresco sobre su dura redondez, escuchar los pájaros...? Estaría deseosa de recibir continuamente semejantes sensaciones. En cambio nosotros no sabemos apreciar tantas y tantas maravillas que nos rodean, prefiriendo regodearnos en nuestras penas.

Sigue leyendo...




El miedo es, quizás, lo que más nos angustia y nos hace desgraciados. No nos damos cuenta de que el valor y la confianza son indispensables para realizar cualquier cosa, sencillamente para vivir. Menos mal que los seres inanimados, los más numerosos del mundo, carecen de la capacidad de sentir miedo. ¿Qué pasaría si en el universo hubiera algún cuerpo celeste que, por miedo, se negara a girar y a lanzarse por esos espacios poblados de esferas de fuego, de rocas o de rayos encendidos, y se quedara parado en medio del baile sideral? Chocarían contra él y se organizaría un cirio que, a su lado, los sanfermines chinos y las fallas en un psiquiátrico serían juegos de guardería.
Aunque suene a fantasmada, yo no me acobardo por nada. (Vaya pareado me ha salido). Bueno, los petardos y cohetes sí que me asustan, lo reconozco. Pero lo importante es tener siempre confianza en uno mismo y, por supuesto, en quien ha organizado todo esto. Es absurdo, por ejemplo, que alguien rehuse comer con tenedor por temor a metérselo por un ojo en lugar de por la boca. Terminaría por no comer o, por lo menos, sin tenedor. Y eso puede decirse de cualquier actividad. Nadie haría nada, mayormente si hay riesgo de sufrir algún daño. Nadie se dedicaría a profesiones como bombero, policía, piloto, escalador, minero, torero, trabajador en alturas, etc. Para vivir con normalidad hay que olvidarse del miedo, a toda clase de miedo. No hay que tener miedo a nada ni a nadie, ni siquiera a esos perros feos, que enseñan unos dientes como navajas de Albacete. Eso sí, hay que ser precavidos y sortear los peligros, sin perder nunca la cabeza, la alegría ni la confianza.
Anoche, precisamente, tuve una experiencia relacionada con el miedo. Ya hace tiempo que me ronda la idea de volar. Con Don Quijote y Tinterico he volado en más de una ocasión, pero no estoy seguro cómo ni por arte de quién lo hice. Lo que ahora pretendo es volar por mis propios medios y voluntad. Ya sé que mi cuerpo no está diseñado para esa actividad, pero... tampoco un gusano lo está y ahí lo tienes: hay gusanos, o como quieran llamarse, que se transforman en mariposas voladoras. Sin ir más lejos, Lucas dice que muchas noches se las pasa volando -en sueños, claro- y disfruta una barbaridad.
Lo mío fue otra cosa. Anoche, Clara, cuando me llevó a la terraza para dormir en mi caseta, va y me dice: "¡Ay mi pirridinguín qué calor vas a pasar!" Y, luego, en lugar de cerrar la puerta corredera, la dejó entreabierta para que circulara el aire. Yo me hice el tonto, como si no me diera cuenta de que la había dejado abierta, mas en mi cabeza había saltado un relámpago. Entré en la caseta y me puse a darle vueltas al tema del vuelo. Me acordé de lo que en una ocasión leí sobre el poder de la fe y, como yo le tengo devoción a san Roque -por lo del perrito que tenía-, le pedí que me ayudara a tener fe suficiente para realizar mi sueño. Estuve más de una hora concentrado, hasta que desapareció de mi mente la menor sombra de vacilación.
Como un sonámbulo escuché las tres campanadas del reloj de la torre. Luego, con el máximo sigilo, salí de la terraza, crucé la cocina, me asomé al pasillo y oi los ronquidos de Lucas, mucho más ruidosos que los zumbidos del frigorífico. Después fui al balcón del salón, que estaba abierto. Empujé a una silla, arrimándola a la barandilla. Salté a la silla y planté mis patas delanteras en el respaldo. Desde esa altura estuve calculando el recorrido que debería seguir en mi salto. La salida la tenía despejada, al estar el toldo recogido.
Sin más consideraciones, me encaramé en lo alto del respaldo y extendí las patas hasta la barandilla. Pensé: "Debo lanzarme hacia arriba y hacia delante con gran impulso, sacando el pecho, de manera que la piscina quede justo debajo de mí. Esto no significa desconfianza por mi parte -y espero que san Roque no me lo tenga en cuenta-, pues es muy humano o, mejor dicho, muy perruno, el tener una discreta precaución al principio, por si me fallara la fe en mitad del salto."
Me santigüé a mi manera y ¡zas! allá que me lancé. ¡Qué maravilla! ¡Qué sensación tan inefable! Se me pone el pelo de punta de sólo pensarlo: Doy dos volteretas sobre mí mismo y me precipito en una trayectoria circular. Parece que me voy a estampar la cabeza contra el borde de cemento de la piscina, pero ¿quién dijo miedo? San Roque bendito está conmigo y no me asusta ningún bordillo, por muy de cemento o piedra berroqueña que sea. Ladeo el morro veinte grados, un instante antes de pasar justamente sobre el borde de la piscina, consiguiendo volar a un centímetro del césped hasta llegar a peinarlo con la panza y demás accesorios. Siento un escalofrío desde el hocico hasta la punta del rabo, pero, en seguida, una oleada de energía y seguridad recorre mis venas. Levanto el morro, y mi cuerpo asciende a velocidad de cohete verbenero. Ya sobrevuelo los tejados más altos. Una luna, soleada como un albero, me permite distinguir hasta los gatos danzando por las calles. Ahora paso junto a la torre. ¡Es fantástico! Una de las cigüeñas se ha despertado en el nido montado sobre el pináculo. Ha estirado el cuello, me ha mirado con ojos espantados y seguro que habrá pensado estar soñando, pues ha vuelto a esconder la cabeza bajo el ala. ¡Qué gozosa sensación de libertad y de superación de miedos! Muevo mis cuatro patas como si nadara en el aire. El rabo me sirve de timón. Doy vueltas y más vueltas en torno al pueblo, disfrutando como un enano jugando a los bolos. El tiempo se me ha pasado sin percatarme apenas. Oigo las cinco campanadas de la madrugada. Por encima del monte, junto al río, comienza a clarear. Coloco el rabo rumbo a casa y me admiro de la destreza conseguida en dos horas de vuelo. Ya diviso el balcón. Allá me dirijo lentamente, flotando como una pluma. Con un movimiento suave de mis patas delanteras, consigo frenar al máximo y voy entrando lentamente en el salón, dejándome caer sobre el sofá, en un aterrizaje que ya lo quisiera para sí Pedro Duque. Sin pérdida de tiempo corro a la caseta de la terraza y me hago el dormido para que nadie sospeche nada sobre mi hazaña. Hasta la próxima. Toby.


0 comentarios: