Exámenes

lunes, 11 de junio de 2007


-¡De la que te has librado, Toby, con ser perro!
Me decía Xemi anoche, acariciándome el cuello, mientras -tumbado entre ella y su amiga Marcia, que estaban sentadas en un banco del parque solitario- contemplaba el cielo malva cubierto de estrellas. Yo sentía sobre mi espalda la brisa del campo, percibía el perfume de las chicas, sus voces y risas confundiéndose con el canto del agua que saltaba entre las piedras de la fuente cercana. A pesar de mis orejas voladoras y mi rabo retorcido, en aquellos momentos yo no envidiaba a nadie.
-¿Y de qué se ha librado? -preguntó Marcia riendo.
-¿Te parece poco? Míralo qué feliz. Vive como un marajá. Lo tiene todo y sin preocupación alguna. No tiene que trabajar, ni estudiar, ni aguantar a jefes ni a profesores. Nosotras, en cambio, no paramos; sobre todo ahora con los exámenes. ¡Menuda tarde me he chupado estudiando filosofía! Pero el final ha sido de película...

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-¿Y eso?
-Verás. Me puse a preparar el examen de mañana sobre la teoría del conocimiento según Kant. Al cabo de un rato sentí un muermo espantoso. Así que me eché en la cama, me quedé dormida como un leño, y ¡vaya sueñecito tuve!
-¿Qué soñaste?
Xemi no podía aguantar la risa mientras me seguía acariciando.
-Soñaba que, muy tempranito, corría detrás de Toby, al que había dejado suelto y se había internado por un bosque sombrío. Él brincaba como un gamo y pronto cruzamos el bosque. Salimos a un prado verde, verde, precioso, junto a un lago rodeado de montañas, cuyas cumbres rosadas anunciaban la inminente salida del sol. A la izquierda del prado había una casa rústica, de madera, precedida de un porche, sostenido por dos postes delgados. En torno a ella una gran cantidad de árboles frutales y arbustos llenos de flores variadas. Toby, con la lengua fuera, llegó hasta el porche y se puso a ladrar como un gamberro. Al cabo de dos minutos se abrió la puerta y apareció un señor de unos setenta años, con peluca blanca y un lazo en la coleta, ataviado con pantalón pirata negro, muy ajustado a las piernas, medias amarillas, pantuflas rojas, un pañolón blanco al cuello y casaca azul al estilo del siglo dieciocho.
Luego, el señor nos invitó a entrar en la casa. La salita no tenía más muebles que una mesa en la que había un grueso libro abierto, numerosos folios y un tintero como el que tiene Edu de Don Quijote, pero con pluma de ave a la antigua usanza. Había también cuatro sillas, un armario y una estantería repleta de libros viejos. Al fondo se veían dos puertas. El señor recogió los folios, cerró el libro y los dejó a un lado de la mesa. Luego se dirigió a la puerta de la derecha y la abrió.
-Esperad un momento.
Yo observaba su aspecto de hombre estudioso, algo encorvado y bastante delgado, que me recordaba la imagen de un grabado de uno de mis libros. En seguida volvió con una bandeja en la que traía dos vasos con zumo y un cuenco con leche y pan migado.
-Vamos, sentaos a la mesa -ordenó arrimando tres sillas.
Toby saltó rápido a una de ellas. El señor le acercó el cuenco a Toby, y a mí uno de los zumos. Me senté y él se sentó también.
-Perdone mi curiosidad -me atreví a decirle- pero usted se me parece a un señor que viene retratado en el libro de filosofía que estoy estudiando.
-¿Ah sí? -exclamó sonriente.
-Sí. Al filósofo Enmanuel Kant. Precisamente esta tarde he estado estudiando su teoría sobre el conocimiento para un examen que tengo mañana.
-Pues sí, hija, sí. Yo soy Enmanuel Kant.
-¿Y cómo está aquí -pregunté extrañada- si usted vivió hace dos siglos?
-Sencillamente porque allí arriba -dijo señalando al cielo- me dicen que, aunque mi teoría es bastante acertada, debo volver a la Tierra una temporada para que escuche a la gente y me deje examinar por ellos sobre mis ideas. Pues es frecuente que los filósofos, en su afán de descubrir la verdad de todas las cosas, solemos meternos por unos vericuetos mentales tan complicados que, muchas veces, acabamos por los cerros de Úbeda, que -según tengo entendido- son unos montecillos que hay en España, pasando Sierra Morena. Así que, Xemi, a ver qué objecciones se te ocurren a mi teoría.

Tú, Toby, -siguió Xemi contando- luego que te relamiste tras haber dado cuenta del cuenco, miraste a don Manuel, le lanzaste un ladrido y echaste a correr hacia fuera de la casa. Kant y yo nos apresuramos a terminar el zumo y salimos detrás tuyo. Te acercaste hasta uno de los rosales, cargado de hermosas rosas, rojas, amarillas, azules, anaranjadas, blancas... y te quedaste como extasiado contemplándolas y aspirando su perfume. Durante un largo minuto don Manuel y yo te imitamos. En seguida me sentí inspirada y dispuesta a discutirle al filósofo.
-Mire, señor Kant -empecé diciendo-, creo que Toby está contestando, a su manera, sobre lo que tanto él como yo pensamos acerca de esa incapacidad de conocer las cosas en sí mismas que usted sostiene. Estoy segura de que tanto Toby, usted y yo estamos viendo y oliendo esa rosa como es en sí. Ciertamente no la vemos ni la olemos en su totalidad de una vez, con una sencilla mirada, pero podríamos verla minuciosamente con aparatos sofisticados que podrían mostrarnos todas las facetas e intríngulis que la componen. La suma de todas esas facetas e interioridades constituyen la rosa tal como es fuera de nosotros, en su individualidad. ¿Por qué no va a ser real su color rojo, su textura aterciopelada, su aroma, sus lindas curvas y demás propiedades que ella posee? Lo que pasa es que, normalmente, nuestro conocimiento suele ser bastante incompleto, pero ello no excluye la posibilidad de perfeccionarlo hasta lograr un conocimiento científico de cualquier objeto sensible. Que luego la mente aplica sus formas y categorías para entender esa realidad, de acuerdo. Pero ahí está la maravillosa perfección de nuestro entendimiento. ¿Por qué buscar cinco pies al gato?
-¡Vaya, vaya, con Xemi la pequeña filósofa! -me interrumpió con su amable sonrisa.
-Y lo mismo se diga del conocimiento del yo -continué-. Por supuesto que de él no tenemos percepciones sensibles, pero sí una inequívoca conciencia de su realidad individual, como sujeto que entiende, sufre, goza, ama, odia, espera... Una realidad que siempre se sentirá "yo", aunque cambien o desaparezcan las circunstancias o atributos que actualmente le rodeen o adornen. ¿Por qué no va a ser posible una ciencia que estudie esa realidad? ¿Porque uno de sus pretendidos atributos sea la inmortalidad y, hoy por hoy, no puede demostrarse de forma científica? Hay muchas cuestiones que aún no se han demostrado suficientemente y no por eso dejan de ser objeto de la ciencia. Por ejemplo: ¿Existen los extraterrestres? ¿Tiene límites el universo? ¿Hay más de un universo? etc, etc. Y sobre la realidad de Dios puede decirse lo mismo. Existen indicios y fenómenos que, necesariamente, no se explican si no es afirmando la existencia de Dios. Otra cosa es que podamos conocer su realidad en su totalidad. Pero, al menos en una mínima parte, yo creo que puede ser objeto de conocimiento científico.
-Bien -me dijo don Manuel-, te felicito por tu entusiasmo, pero el camino de la ciencia en busca de la verdad sólo puede recorrerse a lomos de los fenómenos comprobables. El camino del corazón es más rápido y, quizás, tanto o más seguro que el de la ciencia para alcanzar ciertas verdades, pero no es científico.

Repentinamente, el poste en que Kant estaba apoyado crujió, se partió, y la casa se vino abajo. Kant, gritando y riendo a carcajadas me decía: "-Ya me contarás algún día con qué conocimiento te quedas, si con el mío, el tuyo o el de Toby, ¡ja, ja!". Toby, ante aquella inesperada catástrofe, saltó y se puso a ladrar como un loco, y yo me desperté sobresaltada.


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