El grito

lunes, 25 de junio de 2007


El GritoPara celebrar el fin de curso, Xemi y sus amigas decidieron reunirse en el garaje asotanado del chalet de Marcia, en la noche del pasado viernes. Como la casa está deshabitada y no hay en ella luz eléctrica ni muebles, las chicas encendieron varias velas y dejaron abierto el portón del garaje. Llevaron mesas y sillas de campo, aparatos de música, aperitivos y refrescos. Adornaron el local con sábanas, globos, cadenetas y serpentinas de colores. Yo fui con Xemi y participé en el jolgorio, saltando y ladrando como un descosido mientras ellas bailaban y cantaban. Me divertí mucho observándolas en sus juegos y escuchando sus historias, algunas de miedo.
Hacia las doce de la noche el cielo se encapotó con nubarrones cenicientos. Allí arriba alguien abrió la compuerta de las tormentas y dio suelta a un vendaval tan fuerte que, en un parpadeo, las sábanas salieron volando y las velas se apagaron. Un relámpago, seguido de un trueno estrepitoso, iluminó el garaje a través de los estrechos tragaluces, desvelando la cara de susto de las muchachas. Gruesos goterones anunciaron el chaparrón que, en seguida, se nos echó encima, desbordando canalones y alcantarillas.

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Pasados diez minutos, los relámpagos y truenos fueron aflojando y distanciándose. Xemi y sus amigas recuperaron la tranquilidad, a pesar de seguir en tinieblas al no encontrar las cerillas. Pronto comenzaron las bromitas: una imitaba el canto del buho, otra el gemido de un moribundo, otra sonidos de ultratumba, terminando en un tumulto de locos chillidos y carcajadas.
Repentinamente, callaron como muertas. Sobre el techo del garaje resonó un extraño tintineo seguido de un sordo ruido de arrastre: ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss! ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss! Un relámpago tiñó de azulada palidez los rostros de las chicas. Xemi se atrevió a preguntar con un hilo de voz:
-¿Qué habrá sido eso?
-No sé -contestó Marcia-. Mis padres no pueden ser pues han ido al otro pueblo, aparte de que ya sabéis que el chalet está deshabitado y no hay muebles ni nada.
-Puede que se haya metido algún vagabundo -sugirió Mirta.
-Imposible -dijo Siria-, las puertas están cerradas con llave, las ventanas lo están por dentro de casa y las persianas bajadas, ¿verdad Marcia?
-Desde luego -confirmó Marcia-, el único hueco abierto al exterior es el de las chimeneas, pero por ahí no cabe una persona.
-De todas formas -opinó Belinda- creo que deberíamos subir por la escalera del garaje hasta las habitaciones y mirar qué ha podido ser.
-¡Huy! -exclamó Marcia y continuó con un susurro tembloroso- lo mejor es que nos marchemos. Cerraré la puerta del garaje con llave y avisaré a mi padre para que venga y eche un vistazo.
-No seas tonta, Marcia -añadió Belinda-, perderíamos la estupenda oportunidad de vivir una intrigante aventura.
-Es verdad -coreó el resto-, somos nosotras quienes debemos descubrir qué ha sido eso.
-Bueno, propongo una cosa -intervino Xemi-. Si os parece, ahora nos vamos a casa. Marcia cierra el garaje con llave, y mañana por la noche volvemos. Yo, por supuesto, con Toby que es audaz y detectivesco como el inspector Gadget. Ya veréis cómo averiguamos qué fue ese ruido.
-¿Sabéis lo que os digo? -dijo Mirta tratando de cerrar el tema-. Creo que todo ha sido fruto de nuestra imaginación, debido al susto por la tormenta...
Mirta no acabó la frase, pues una vez más sonó a lo largo del techo: ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss! Con el pelo de punta nos precipitamos fuera del garaje. Belinda cerró precipitadamente el portón, y Marcia echó la llave. Luego, ya algo repuestas, acordaron volver a otro día por la noche. Yo el primero, dispuesto a vérmelas con las tres cabezas del mismísimo cancerbero, si necesario fuere.

Al día siguiente, sábado, a eso de las once de la noche, fui con Xemi hasta la puerta del chalet de Marcia, en donde nos esperaban sus amigas. Se habían preparado para cualquier eventualidad. Llevaban vaqueros, botas, cinturones y gorras de visera; así como linternas, móviles, cámara fotográfica, grabadora y la pata de una mesa. Xemi me puso una gorrita a cuadros rojos, con unas pequeñas aberturas a los lados por donde me sacó las orejas, y también un arnés verde reflectante con el que resplandecía cual una luciérnaga.
Entramos en el garaje y cerramos el portón. Belinda encendió la linterna y dirigió la luz hacia la escalera con intención de subir a la primera planta.
-Espera -dijo Marcia-. Vamos a escuchar unos instantes.
-Vale -aceptaron unánimes.
Permanecimos silenciosos, sintiendo la acelerada respiración de cada cual; la mía igual que una olla a presión. Tan nervioso estaba que me oriné en la bota de Xemi.
Pasaron tres minutos, largos como tres horas, cuando pareció oírse arriba un ruido ligero, como correr de ratones. Y, a continuación, el fatídico: ¡clinc, clinc, clinc, shuuusss!
-¡Vamos rápido! -exclamó Belinda, subiendo de dos en dos los escalones, seguida de las demás con las linternas apagadas.
Al llegar al penúltimo escalón se detuvo ante el pasillo que va hacia el salón. Permanecimos apelotonados junto a ella, conteniendo la repiración. Xemi me cogió en brazos y yo metí la cabeza entre su costado y el de una amiga. Casi me asfixio.
Lo que vimos es difícil de describir y más aún de creer. Del fondo del pasillo avanzaba un anciano, iluminado por la luz violácea que su propio cuerpo despedía. Su cara, descarnada y rugosa, tenía expresión risueña, aunque terrorífica; los ojos color de cieno, ribeteados por párpados sanguinolentos; la boca la abría y cerraba como si se asfixiara, dejando entrever unos dientes carcomidos y terrosos; la cabeza, aplastada y calva, rodeada de enmarañadas greñas; el cuerpo, escuálido y encorvado, cubierto con una parda y sucia túnica. Con fatigosa parsimonia arrastraba un voluminoso fardel, haciendo tintinear los objetos que dentro llevaba. Sin reparar en nosotros llegó hasta el salón. Yo estuve en un tris de soltar un ladrido, pero se me ahogó en la garganta. Temblando de miedo, nos deslizamos pegados a la pared hasta la puerta del salón, donde nos acurrucamos.
El viejo se agachó, abrió el saco y volcó el contenido, desparramándose por el suelo en medio de una desconcertante sinfonía. Luego fue colocando cada objeto sobre el pavimento. En el centro puso una gran jofaina de vidrio transparente. Dentro de ella depositó un cofre de plata, de un palmo de largo y uno de alto, artísticamente labrado. Alrededor de la jofaina dispuso doce cálices de oro, adornados con preciosos diamantes. Por último tomó un ánfora alta y estrecha de jaspe verde, le quitó el tapón y vertió sobre el cofre el rojo líquido que contenía, hasta llenar la jofaina. Luego llenó los cálices. Dejó el ánfora a un lado y se fue arrodillando ante cada cáliz. Los alzaba sobre su cabeza y repetía:
-Ya sois míos. Ya sois de Caraculiambro.
Bebió los cálices, uno tras otro, derramándosele el contenido fuera de la boca y empapándole la pechera. Levantó los brazos. Clavó sus ojos desorbitados en el líquido de la jofaina e, hipnotizado por el remolino que en ella bullía, exclamó:
-No. No es sangre. Es vino manchego con denominación de origen, ¡ja, ja, ja! En él os voy a ahogar, estúpidas criaturas. ¡Sí, os digo a vosotras!
¿Se refería a nosotros? No es posible: aunque él y sus objetos los distinguíamos gracias a la moribunda luz que él mismo irradiaba, el resto de la estancia permanecía en la oscuridad. A Xemi y sus amigas el miedo les hacía castañetear los dientes, como picos de cigüeñas en celo.
Repentinamente saltaron desde las ventanas dos sombras -gatos negros, pensé-. Mas no. De inmediato, me di cuenta de que eran dos mujeres con enlutados faldones, una anciana y otra joven, de rostros detestables. Por cierto, sus rasgos me resultaban muy conocidos, aunque todavía no he llegado a identificarlos.
Las siniestras mujeres sacaron de las mangas de sus negras sayas unos látigos, como serpientes rabiosas, que hicieron restallar al unísono, e iniciaron una tanda de azotes contra el decrépito anciano -la vieja por delante y la joven por detrás- haciéndole girar como una peonza y aullar cual lobo siberiano. Caraculiambro alcanzó tal velocidad en su baile que, habiendo despegado los pies del suelo, subió hasta el techo, pegó un topetazo y cayó de cabeza en la jofaina, desapareciendo en ella misteriosamente. Luego, las dos sombras recogieron los objetos, los metieron en el fardo y se marcharon por donde habían venido, quedando el salón sumido en tinieblas y, en el aire, el eco de un grito sofocado.
Las chicas encendieron nerviosamente las linternas y alumbraron el salón. No se veían restos de vino ni de nada. Temblando y a trompicones bajamos las escaleras. A mí me llevaba Xemi con la cabeza para abajo y el culo hacia arriba. Una vez fuera, corrimos desatinados: ellas gritando como posesas y yo ladrando hasta desgañitarme. Llegamos a la fuente de las Cuatro Ranas, bebimos agua fresca y poco a poco nos fuimos tranquilizando. Pero en mi cabeza sigue resonando aquel grito de socorro: ¡Toby, Toby, ayúdanos!
No sé. Juraría que la voz procedía del cofre y que era la de Tinterico...



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