La familia de la Tía Pascuala - (Cap. IV)

miércoles, 16 de enero de 2008

¡Vaya nochecita tan ajetreada la de nochevieja! Entre los petardos que tiraban en la calle y el jolgorio en casa, la cena, las uvas, los cantos y bailes (Lucas disfrazado de gallo, Clara de Cleopatra y yo de estrella del rabo), no me metí en la caseta hasta las cuatro de la madrugada. Ya se habían acostado todos y el silencio y la oscuridad se habían impuesto en casa, cuando las hojas del potho se encendieron como un auténtico árbol de navidad. Era un nuevo mensaje de Tinterico, enviándome la continuación del manuscrito de Chinda, la hija de la Tía Pascuala. Tal frío debía de hacer por esos caminos cibernéticos que las letras tenían escarcha.

Continuación del manuscrito de Chinda

"Trece días iba a durar nuestro viaje. Era más bien la mula la que elegía el camino, llevándonos por carreteras comarcales, solitarias y tranquilas. Yo me dejaba llevar, sin ningún destino fijado de antemano. Mi afán no era otro sino el distanciarme, con Minga, de aquella casa maldita, lo más lejos posible. Durante el día, las variaciones del paisaje, a veces montañoso, a veces llano, yermo o con amarillentos sembrados, llamaban la atención de Minga que, sentada en el cesto, observaba silenciosa. Solíamos parar a comer en las proximidades de algún río o arboleda. Cuando en la lejanía distinguía algún pueblo, procuraba evitarlo, a no ser que precisara hacer provisiones. Notaba que la gente nos miraba curiosa, con ganas de enterarse de nuestras vidas. "¿Qué os importa a vosotros, jodíos cotillas?" -pensaba yo. Para disuadirlos, acentuaba al máximo mi cara avinagrada.


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Al atardecer, marchando en el carro, era un alivio recibir en la cara el aire con olor a campo. Raro era el pueblo que no estuviera en fiestas, engalanado con cadenetas y farolillos. Desde lejos contemplábamos las atracciones iluminadas con luces de colores y oíamos las canciones que sonaban en sus altavoces. Incluso percibíamos las alegres charlas y risas de la gente. Atractivos lugares que sólo podíamos contemplar de lejos, como dos perros arrojados de casa...
Gracias a la temperatura veraniega y a la ausencia de tormentas, solíamos pasar la noche preferentemente junto a un río o pantano, para lavarnos y hacer la colada.
Minga me preguntaba a menudo cuándo llegaríamos a casa. Yo procuraba entreternerla contándole historias que me inventaba o haciendo comentarios de cuanto íbamos viendo.
Después de nueve días de viaje, atravesamos La Mancha y dejamos a un lado Madrid, que vimos en la lejanía con sus enormes bloques de viviendas e industrias. La mula, aunque cansada, caminaba briosa, como si recibiera órdenes de alguien de llevarnos a un determinado lugar.
El 28 de julio, hacia las ocho de la tarde, llegamos a una extensa campiña, cubierta de maizales, girasoles y trigales. Minga comenzó a sentirse mal. Decía que le dolía la tripa. El cuerpo le ardía y la cara la tenía encendida. Dirigí la mula por un camino hacia una hilera de chopos que -suponía- bordearía un río. Detuve la mula junto a los árboles y extendí la manta sobre el césped. Tendí en ella a Minga, confiando en que le bajara la calentura con el frescor del río. Con un paño empapado en agua le refresqué la frente. Minga gimoteaba y se apretaba la tripa con las manos. "¿Será algo grave?" -pensé. Nuevamente empecé a sentirme asediada por el enemigo. "¡Es el destino, es el destino!" -oía en mi mente la voz de mi madre. Y un reflujo de rencor subió a mi garganta, dejándome un amargo sabor.
En aquel momento, una vieja, sentada en su silla de ruedas, a las que hacía girar con sus manos, salió de entre unos arbustos. Llegó hasta nosotros y, al verme refrescando a Minga, me preguntó:
-¿Qué le pasa a la niña?
-No sé -le dije-. Venimos de un largo viaje y, hace cosa de una hora, ha empezado a quejarse de la tripa y a tener mucha fiebre.
-Vamos a ver -dijo, apoyándose con fuerza en los brazos de la silla, al mismo tiempo que ponía los pies en el suelo.
-¿Qué quiere hacer? -le pregunté.
-Deja, hija, que, aunque estoy torpe, todavía puedo andar y moverme.
Se acercó hasta Minga, se arrodilló, le puso la mano en la frente y luego le palpó el vientre.
-Mami, me duele mucho -se quejaba Minga.
-Sí, hija -dijo la vieja-, pero en seguida se te pasará. Trae un vaso con agua para que beba -me ordenó.
Mientras fui al carro por el vaso, la vieja sacó de una bolsa, que colgaba de la silla, una carpetilla de la que sacó dos estampas de santos y las apoyó entre el asiento y el respaldo, a modo de altarcito. Luego volvió a hurgar en la bolsa, extrayendo un manojo de hierbas. Le di el vaso, introdujo en él las hierbas y lo dejó sobre la silla, delante de las estampitas. Se arrodilló ante ellas y rezó, con los ojos cerrados, muy devota. Mi desesperación era tal que dejé a la vieja siguiera con sus jerigonzas.
Luego se levantó, tomó el manojo mojado en agua y se lo pasó a Minga por la frente, brazos, piernas y tripa, mientras invocaba a los santos:
-¡Bendito San Luis Gonzaga: que su dolor se deshaga! ¡San Ignacio de Loyola: no más fiebre de amapola!
De inmediato, Minga se puso de pie y me pidió la llevara a aliviar el vientre. Sorprendentemente la niña recobró su habitual color sonrosado, cesando su malestar.
Aunque yo no soy muy dada a pasteleos, di las gracias a la mujer. Me preguntó de dónde veníamos y a dónde íbamos. Improvisé una peregrina historia. Le dije haber sufrido una terrible desgracia:
-Mi marido y yo vivíamos felices en un pueblo de Badajoz. Pero desde que nació esta niña, no sé qué pasó por su cabeza. Le dio por decir que la niña la había tenido yo con otro. Dejó de hablarme si no era para insultarme. Después pasó a las broncas y a las palizas. Hace quince días llegó a amenazarme con un cuchillo. Por eso, aprovechando que él estaba en el trabajo, preparé el carro con lo más indispensable y me he marchado de casa con la niña lo más lejos que he podido, para que nunca nos encuentre.
-¡Ay, pobres! -dijo la vieja-. No te preocupes, hija, Santa Mónica te ha conducido hasta mí. Has perdido un mal marido y una cárcel. A cambio has ganado una madre y un hogar. Bueno, una madre para tí y una abuela para esta niña, ji, ji -dijo, acariciando a Minga.
-Y usted ¿con quién vive? -le pregunté.
-Vivo sola. Es un decir, pues en realidad vivo con Dios y con mis santos.
-Ya, ya -asentí, mientras mi mente se puso en marcha esbozando un plan, de momento vago y confuso, pero, sin duda, inspirado por tí, poderoso Asmodeo.
-Me llamo Petra la Curruca. Tengo setenta y cinco años. Vivo en una casa grande y acomodada, heredada de mis padres, a los que perdí hace treinta. Al cumplir los cincuenta me casé con Rosendo, cinco años mayor que yo. Él era bueno como el pan y muy trabajador. Desde niño fue monaguillo en la parroquia y después sacristán, que lo ha sido hasta que se murió de un cólico miserere. Era gordito y coloradote, pero cuando ayudaba al cura en los oficios de la iglesia, su cara se transformaba como si fuera de plata. Fue un santo.
-¿Ah, sí? -dije incrédula.
-Fíjate si era santo que un día hizo un milagro.
-¿Y qué milagro fue ése? -pregunté curiosa.
-Verás. En casa, debajo del suelo de la cocina hay enterrada una tinaja de barro, muy gruesa, de dos metros de alta. La puso allí mi padre para que nunca nos faltara el agua. Poco antes de casarnos, Rosendo estuvo limpiando, pintando y arreglando las habitaciones de casa, así como el patio, el corralón y el huerto que hay en la parte trasera, dejándolo todo como un jaspe, para el día de la boda. Una semana antes de ella, vino a casa un grupo de amigos y amigas a celebrar nuestra despedida de solteros. Colocamos una mesa en el huerto con aperitivos y bebidas, así como un tocadiscos para que sonara la música sin parar. Mientras todos bailaban y bebían alegremente, me apercibí de que las bebidas se acababan. Quise decírselo a Rosendo, pero no lo veía en el huerto. Entré entonces en la cocina y lo vi arrodillado al borde de la enorme boca de la tinaja, rezando con las manos juntas ante el pecho.
-¿Qué haces, Rosendo? -le dije-. ¿No has visto que se han terminado las bebidas?
-No te preocupes, Petra, San Expedito ha atendido mi súplica -me contestó, mientras metía el cazo de largo mango en la tinaja y lo sacaba rebosante de un líquido amarillo-. Aquí antes había agua, pero se ha convertido en vino. Un vino riquísimo, celestial.
No me dio tiempo a reaccionar. Dos de nuestros amigos habían entrado, silenciosamente, detrás de mí, habían contemplado la escena y, ante aquel prodigio, se pusieron a gritar:
-¡Es un milagro! ¡Es un milagro!
En seguida acudieron el resto de amigos. Les explicamos cómo había ocurrido el sorprendente cambio de agua en vino. Llenaron los vasos y bebimos ávidamente, alabando su exquisito sabor y el gozo que despertaba en los corazones. Rápida como el viento, la noticia del milagro cundió por el pueblo. Fueron muchos los que nos acompañaron en nuestra boda y aclamaron a Rosendo como si fuera un santo.
-Realmente increíble -dije, escéptica, pero sonriente al ver a Minga dando de comer hierba a la mula.
-A partir de aquel día, la gente hacía cola en casa para probar el vino milagroso -continuó Petra-. Acudía todo tipo de personas, pero sobre todo enfermos o gente con algún problema. Unas veces los atendía Rosendo, otras yo. Escuchábamos sus aflicciones, les aconsejábamos y consolábamos como Dios nos inspiraba. Luego, según se tratara de uno u otro mal, colocábamos en el altarcito del salón la estampa del santo protector más adecuado y le rezábamos una oración. Terminábamos dándoles un sorbito de vino milagroso. Raro era quien, a otro día, no volvía, contento, a darnos las gracias, trayendo algún obsequio, ya en dinero o en especie. Las cosas nos fueron muy bien hasta que, a los tres años de casados, Dios quiso llevarse a Rosendo de este mundo.
-Una historia muy interesante -dije, mientras hacía señas a Minga, que trotaba por la hierba, para que volviera-. ¿Qué le parece si nos vamos ya?
-Bien, hija, bien. Así que os quedaréis en mi casa a hacerme compañía ¿verdad?
-Si a usted le parece bien, a nosotras también. Vamos al carro.

Después de asegurar a Minga dentro del cesto, cargué la silla y ayudé a Petra a subir desde el estribo al pescante. Finalmente subí yo también, sentándome junto a ella. Moví las riendas y guié la mula por el camino que Petra me fue indicando.
Durante el trayecto hasta su casa, Petra no dejó un momento de relatar anécdotas de su vida. Contó que, tras la muerte de Rosendo, las personas necesitadas siguieron acudiendo a su casa. Ella, con sus rezos y el vino milagroso, les solucionaba sus problemas, y ellos, agradecidos, le procuraban cuanto precisaba para vivir.
Entramos en una estrecha carretera, desde la que se divisaba, a unos dos kilómetros, la silueta del pueblo, con la puntiaguda torre de la iglesia en el centro y sus casas y chalets, anaranjados por el crepúsculo. Sonaron las campanas y Petra rezó en voz alta.
-¿Ves, en las afueras del pueblo, separada de los chalets, aquella casa grande, con el tejado de pizarra, cercada con una verja de hierro y cipreses? -dijo, con gesto orgulloso- Es mi casa.
Recorrimos medio kilómetro hasta llegar a ella. Al otro lado de la carretera, enfrente de la casa, hay un terreno más elevado, con manzanos y perales.
Ayudé a bajar del carro a Petra, quien, con pasos inseguros, avanzó hasta la puerta de la verja, la abrió y me dijo que fuera con el carro hasta el portón de la parte trasera de la casa, que ella abriría desde dentro. Entramos en el corralón, en el que hay varios árboles frutales y está rodeado de porches. Tiene una nave a la izquierda para animales, y otra a la derecha con aperos, herramientas, sacos de grano, patatas, frutas, etc. Metí la mula en la de la izquierda y el carro en la otra. Llegando al porche que hay detrás de la cocina, Petra me señaló una entrada abierta en el suelo, por la que baja una escalera hasta la bodega, en donde se asienta la tinaja del vino milagroso. Según me dijo, la tinaja tiene un grueso grifo en la parte inferior.
Luego nos llevó al patio delantero, entramos en el vestíbulo de la casa y nos invitó a recorrerla de abajo arriba. Del vestíbulo arranca la escalera principal que sube hasta la buhardilla. A un lado y otro del vestíbulo hay un pasillo. En el de la derecha dan el comedor y la cocina; y en el de la izquierda un gran salón. Es un salón con grandes ventanas al huerto. En la pared del fondo hay una cómoda enorme, sobre la que Petra tenía montado un retablo de imágenes, cuadros y estampas de santos, con floreros y candelabros con velas. En el centro del salón: una mesa larga, con varias sillas. En ella atendía a sus devotos. Sobre la mesa, además de botes con líquidos y ungüentos, paños y toallas, había un gran cesto de mimbre, en el que los agradecidos visitantes depositaban sus donativos.
Después subimos a la primera planta. En ella hay varias habitaciones. El dormitorio de Petra estaba sobre la cocina, a la que se baja directamente desde aquél, con una estrecha y corta escalera, provista de un alto pasamanos de madera.
A Minga y a mí nos asignó una habitación con dos camas, al otro lado de la escalera principal.
-Y la buhardilla ¿cómo es? -se me ocurrió preguntar.
-¡Ah, sí, la buhardilla... -Petra se quedó momentáneamente pensativa- Rosendo, mi marido, además de un santo era un manitas. El cura lo apreciaba mucho por lo habilidoso que era para adornar la iglesia, los pasos de la procesión, el belén... En la buhardilla se le ocurrió montar nada menos que el paraíso terrenal.
No pude evitar la risa.
-¿El paraíso terrenal? ¿Y eso cómo es?
-Una maravilla. Algo así como un belén gigante. Tardó un año en prepararlo. Ocupa todo el espacio de la buhardilla. Representa el paraíso terrenal antes de que Adán y Eva pecaran comiendo la manzana. Con materiales vulgares, como arcilla, madera, corcho, cristal, hojalata, cartón, papel, plástico, etc., construyó una obra fabulosa. Arriba la bóveda del cielo con luna, y estrellas por la noche, y un sol esplendoroso durante el día; y abajo, rodeando el paraíso, montañas que cambian de color según las horas del día, gracias a una compleja combinación de lámparas. Desde lo alto de las montañas cae en cascada el agua, formando dos ríos que van a parar a un lago, situado a la derecha de la buhardilla. Al otro lado hay un verde prado, cubierto de flores y árboles frutales, ocupando la mayor parte de la estancia. Allí se encuentra la morada de Adán y Eva, formada por plantas aromáticas entrelazadas. Muy próximo al lago está el árbol de la vida, un árbol frondoso, cargado de menudos frutos rojos, junto al que se ven las figuras desnudas de Adán y Eva comiendo de él. En el centro del prado se levanta, imponente, el árbol de la ciencia del bien y del mal, del que les estaba prohibido probar su fruto.
Minga escuchaba embelesada.
-¡Qué interesante! ¿Podríamos subir a verlo? -pregunté.
La cara de Petra se ensombreció.
-No. No es posible.
-¿Y eso? -dije extrañada.
-Porque Rosendo, antes de morir, cerró la puerta de la buhardilla con llave, que escondió no sé donde, y me hizo jurar que jamás dejaría entrar allí a nadie; de lo contrario, me sobrevendría un mal terrible.
-¿Por qué motivo?
-No me lo dijo. Pero la forma en que lo hizo me produjo pavor. Desde entonces, la buhardilla es como si no existiera en esta casa. Lo que sí me dijo, de forma muy enigmática, es que la llave del paraíso la tiene el ángel guardián de la espada de fuego.
A continuación, Petra nos llevó al comedor. Preparó unos huevos fritos y cenamos. Y, como estábamos muy cansadas, nos retiramos a nuestra habitación y nos acostamos.

Cuando desperté, estuve unos segundos desorientada, sin saber en dónde nos hallábamos. Por mi mente pasaron imágenes de las horribles escenas vividas días pasados. Pero ya estábamos lejos de allí. Ahora podríamos iniciar una nueva vida. Me había librado de los causantes de mis desdichas y de aquella maldita casa. Ahora viviríamos en otra magnífica, la de esta vieja pazguata, que prometía tener buenos ingresos y ahorros.
Por cierto que, a los pocos días, Petra me pidió permiso para vender el carro y la mula a un campesino amigo suyo, ya que allí no los íbamos a necesitar. El dinero de la venta engrosaría el fondo común. Por supuesto que la dejé hacer.
Petra me encomendó una serie de faenas, como la limpieza de la casa, preparar la comida, cuidar las gallinas; aparte de empujar la silla de ruedas siempre que salíamos de casa. Quiso, además, que yo aprendiera y la ayudara en el oficio de curandera, para lo cual no dejaba de sermonearnos, obligándonos a acompañarla a las funciones de la iglesia. No tuve más remedio que fingir y llevarle la corriente.
Ella aprovechaba los paseos que dábamos por el campo en busca de hierbas medicinales para contarme historias de santos, en su afán de catequizarme. Durante un tiempo me contuve, haciendo como si la escuchara. Pero, pronto, vino a mi memoria el recuerdo de las monjas y mis trifulcas con ellas. "Lo que me faltaba -pensaba yo-. Tener ahora que aguantar las monsergas de esta vieja loca." Aunque también comprendía que debería ser práctica. Petra, con sus artimañas curanderiles, piadosas invocaciones y místicos masajes, obtenía pingües beneficios de los crédulos lugareños. Sería un gran error acabar con la gallina de los huevos de oro. Me impuse el seguir haciendo el paripé. Pero a veces no podía soportar sus letanías: "¡Sea lo que Dios quiera! ¡Hasta mañana si Dios quiere! ¡Dios así lo ha querido! ¡Quiera Dios que se cure fulanito!¡Dios quiera que llueva!¡Quiera Dios que deje de llover!¡Gracias a Dios por esto o por lo otro!..." Me recordaba a mi madre Pascuala con su cantinela: "El destino así lo ha querido".
El chirimiri de sus continuas prédicas desmoronaban mi paciencia como un terrón de azúcar en un vaso de vinagre. De nuevo sentía azufre derretido correr por mis venas. Entonces estallaba y discutía con ella:
-Vamos a ver, Petra -le decía un día, mientras sujetaba su silla, bajando una empinada cuesta-. Si todo lo que ocurre en el mundo es porque Dios así lo quiere, entonces ¿dónde está su infinita bondad -como tú tanto cacareas- si es Él quien ha querido o consiente que haya catástrofes, muertes, padecimientos, enfermedades, guerras y un sin fin de calamidades?
-No blasfemes, Chinda. Dios no te tomará en cuenta la barbaridad que acabas de decir, porque es infinitamenete misericordioso.
Me asaltaban intenciones de dar un empujón a la silla para que se despeñara con la vieja cerro abajo.
-¿Ah, sí? Si Dios es tan poderoso y bueno ¿por qué no ha evitado tantas muertes y destrozos como ha producido el terremoto de Chile, de hace dos meses?
-No hables sin saber, Chinda. Si mi marido, Rosendo, no me lo hubiera prohibido, subiríamos ahora mismo a la buhardilla, contemplarías el paraíso terrenal y comprenderías por qué el mundo es como es. Dios creó a Adán y Eva inocentes, sin mancha de pecado, y los puso en la Tierra, en la que todo era bueno y bello. Ellos vivían felices, pero Dios los sometió a una prueba. Les prohibió comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Prefirieron hacer caso al demonio y pecaron. Así entró en el mundo la muerte y todos los males.
-¿Y te cabe en la cabeza -le contesté- que Dios, infinitamente justo según tu doctrina, cometa semejante injusticia? ¿Por qué narices los descendientes de Adán y Eva debemos cargar con un pecado que no hemos cometido? Eso es un camelo.
Petra se santiguaba y mascullaba jaculatorias, como si oyera al diablo. Luego puso los pies en el suelo, frenó la silla y, apretando con fuerza los brazos de ésta, giró la cabeza hacia mí y me gritó, temblándole la barbilla:
-Por eso precisamente vino Cristo al mundo, para redimirnos de ese pecado y abrirnos las puertas del cielo, muriendo en la cruz.
-¡No me digas! ¿Y cómo se entiende que un Dios todopoderoso e infinitamente misericordioso y justo, necesite que su Hijo padezca una terrible pasión y muerte, para quedar aplacado y en paz con los hombres, a quienes, sin comerlo ni beberlo, nos han colgado el cartelito del pecado original desde que nacemos? Si Dios es tan buen padre, como nos dicen en la iglesia, ¿qué menos se puede esperar de un buen padre sino que perdone la estúpida desobediencia de sus inexpertos hijos Adán y Eva? ¿Cómo, por semejante tontería, sus descendientes deben padecer penas tan tremendas por los siglos de los siglos? ¿Qué clase de Dios es ése que permite que sus hijos sigan padeciendo, aun cuando ya han sido redimidos con la pasión y muerte de su Hijo primogénito, como decían las monjas?
-Calla, Chinda, me das miedo oyéndote hablar de esa manera. Dios te va a castigar.
-No te preocupes, Petra. Será lo que Dios quiera -le contestaba, irónica.

A pesar de estos arrebatos y disputas que, de vez en cuando, tenía con ella, yo procuraba mantenerme en una fingida actitud sumisa, sin dar rienda suelta a mis impulsos destructores. Así pasaron los días, meses y años, hasta diez, contemporizando con Petra y sus fervientes devotos, a quienes nunca tragué, ni ellos a mí, naturalmente.

El año 1970 iba a ser decisivo para nosotras tres, las moradoras de la casa de los cipreses. Yo cumpliría treinta y tres años, Minga trece y Petra ochenta y cinco.
A Minga -como a mí me ocurrió- cada día le resultaba más insoportable aguantar a los profesores y compañeros en el colegio. Por ese motivo, al cumplir los trece años, dejó de ir al colegio.
Yo esperaba que Petra, con el paso de los años y de mis irónicos comentarios, acabaría rindiéndose. Pero ni por ésas: cuanto más vieja se hacía, más duras se hacían sus creederas.
Tras diez años de reprimir los humores volcánicos con que salí de mi pueblo, sentía una imperiosa necesidad de darles suelta. No podía soportar un día más las sandeces de Petra y sus pantomimas.
El mes de enero se había presentado muy lluvioso. Se sucedieron días oscurecidos por negros nubarrones y continuos chubascos. Una de aquellas noches, a eso de las dos de la madrugada, me despertaron los lúgubres quejidos del viento colándose por los resquicios de las ventanas y el fragor de la lluvia estrellándose contra los cristales. Minga dormía tranquila en su cama. La pajiza luminosidad de una lejana farola proyectaba, a través de la ventana, sombras inquietantes que se movían en el techo de la habitación. Hubo un breve respiro en que cesó el ruido del viento y la lluvia. Las sombras dejaron de moverse. Fue entonces cuando oí, sobre el techo, un ruido sofocado, como de algo que se arrastrara en la buhardilla, seguido de un bronco resuello.
De inmediato me acordé de la prohibición de entrar en la buhardilla que, según contó Petra, le había impuesto Rosendo; y de que la llave estaba en poder del ángel guardián del paraíso. ¿Qué ángel sería ése? En el rellano de la buhardilla no había cuadro ni imagen de ángel ni de santo alguno. En cambio, en el salón de la curandería, sí que había varios cuadros y estampas de ángeles. Salté de la cama y, ligera y silenciosa como un pensamiento, abrí y cerré puertas, bajé a la primera planta y entré en el salón. Encendí la luz de uno de los apliques. Miré, uno por uno, todos los cuadros y estampas allí expuestos. Unos colgados en la pared, otros colocados sobre la cómoda.
Observé los cuadros y estampas de ángeles. Uno tenía en la mano un pez, otro un lirio, otro pisoteaba al diablo y le clavaba una lanza. Había varios ángeles de la guarda, protegiendo niños con sus alas. Pero con una espada de fuego no veía ninguno.
Abrí uno por uno los cajones de la cómoda. Allí había de todo: manteles, cuberterías, cajas y estuches, abalorios y zarandajas. Pero de la llave, ni rastro.
Aburrida, me disponía a marcharme cuando me llamó la atención una estrecha estantería en la pared de la izquierda. En ella había numerosos portarretratos con fotos de la familia. Me acerqué a verlos. Había uno que sobresalía de los demás. Era una foto de Rosendo, con dedicatoria suya, en la mili, muy sonriente junto a otro soldado. La foto, colocada entre dos cristales, tenía un marco niquelado, unido por su base a una caja metálica de unos 15 centímetros de larga, 6 de ancha y 4 de alta, con una tapa de cristal, abatible, a través de la cual, se veían pequeñas piezas cuadradas y negras, con letras blancas encima, colocadas en dos líneas de siete piezas cada una, formando esta frase: "YO-Y-EL-G-URI-PA-RA-SO-D-AN-I-EL-EL-SO". Debajo de de las fichas, con letras pequeñas se leía: "Matarilerilerón. ¿Dónde estará?"

Toqué las piezas y vi que que eran removibles. Se me ocurrió que quizás aquel juego estuviera relacionado con la llave de la buhardilla, más que nada por lo del matarilerilerón. Recordé las palabras de Rosendo: "La llave del paraíso la tiene el ángel guardián de la espada de fuego." Tanteé si con las piezas de la caja podría formarse alguna palabra de esa frase. Vi que se podían formar estas palabras: "D-EL-PA-RA-I-SO-AN-G-EL. Las cuatro piezas restantes eran: YO-Y-SO-URI-EL. Estuve una hora haciendo combinaciones que tuvieran algún sentido. Finalmente coloqué las fichas formando la frase: "YO-SO-Y-URI-EL-AN-G-EL-D-EL-PA-RA-I-SO." Y, ante mi asombro, la planchita en que estaban colocadas las fichas, se levantó por delante, dejando al descubierto una reluciente llave dorada, descansando sobre la estampa de un ángel con una espada de fuego, al pie de la cual se leía: "Uriel, ángel guardián del Edén."
Sentí una incontenible euforia. Cogí la llave. Apagué la luz y corrí escaleras arriba hasta la buhardilla. Introduje la llave. Se apoderó de mí un extraño senimiento de temor, odio y placer. Acerqué el oído a la puerta y volví a escuchar el fffuuufff y el resuello. Giré la llave y empujé la puerta. La buhardilla era una negra tiniebla. Di un paso adelante y sentí el fétido aliento de algo putrefacto. La puerta se cerró a mi espalda. A los pocos segundos noté que la estancia se teñía de un vago resplandor violáceo, perfilándose cuanto allí estaba encerrado.
No se parecía en absoluto al paraíso descrito por Petra. Era como si lo hubiera abrasado un incendio. La bóveda, cubierta de hollín; el lago y ríos, resecos, con sus negros cauces cuarteados; los árboles, como muñones quemados y carcomidos. A la izquierda, en donde debería hallarse la morada de Adán y Eva, una especie de cueva, como madriguera de zorros; pero, ni de aquélla ni de los animales se veían sino huesos y calaveras calcinados sobre cenizas. Próximo a la cueva se mantenía en pie, negro y esquelético, el árbol de la ciencia del bien y del mal.
Enroscada en el tronco vi una gran serpiente. Movió la cabeza, fijó en mí sus ojos de fuego y abrió la boca, desprendiendo un vaho amarillento:
-Esperaba que vinieras, Chinda. Así me gusta. ¿Sabes quién soy? -me preguntó acentuando el resuello.
-La serpiente del paraíso ¿no? -le dije.
-Soy Asmodeo, el auténtico dueño del universo. Los humanos me dais muchos nombres: Satán, Lucifer, demonio, diablo, Mefistófeles, etc. De mí han dicho muchas mentiras los defensores de casi todas las religiones, tratando de anular, ocultar o cambiar mi realidad. Pero la verdad es que la auténtica realidad es la mía. ¿Dónde está ese Dios todopoderoso del que tanto hablan las religiones? ¿Tú lo has visto, Chinda? Los humanos os creéis cualquier patraña. Os dicen los embaucadores: "si sois buenos tendréis eterna felicidad en el cielo, cuando muráis." Estúpidos.
Mira lo que he hecho con el paraíso de Rosendo el sacristán, porque me resultaban insufribles sus trolas con las que engañó al cura, a Petra y a todo el mundo. Lo del vino milagroso fue un engaño garrafal (nunca mejor dicho). Rosendo vació el agua de la tinaja y la llenó de vino, garrafa a garrafa, cuando Petra salía al campo, y de acuerdo con un amigo suyo que tenía una bodega. Él tenía fama de santo, pero se ponía ciego bebiendo y comiendo. Su muerte fue debida a un atracón de tres sartenes de migas con chorizo y cinco litros de vino.
-¡Qué barbaridad!
-Sí, Chinda. Y la pánfila de su mujer ha heredado de Rosendo la fama de milagrera, dedicándose a poner emplastos y cataplasmas a la gente maltrecha y cándida, que se cura por lo convencidos que están de que van a curarse gracias a la santidad de Petra. Las religiones engañan a los humanos con cuentos y mitos. Os dicen: con la gracia de Dios y vuestra voluntad podéis transformaros en seres perfectos y alcanzar la felicidad eterna. Y vosotros os lo creéis. Pero la verdad es que los hombres sólo tenéis capacidad para hacer una cosa: el mal. Quien nace con unos determinados límites, nunca podrá superarlos, por mucho que se esfuerce. Además, ese esfuerzo inútil no os hará más felices, sino más desgraciados. En cambio, sí está en vuestra mano seguir vuestros impulsos naturales. Si los seguís, seréis felices de verdad. Tú, Chinda, ya lo has experimentado en tu vida, ¿verdad?
-Sin duda alguna, poderoso Asmodeo.
-Acércate a esa ventana que voy a mostrarte cómo se vive en mi reino.
Miré y descubrí un mundo de seres felices, porque no estaban sometidos a ninguna ley, norma, represión, sentimiento o razón. Felices porque cada uno hacía lo que le venía en gana, sin traba alguna. Allí se puede odiar cuanto se quiera, comer y beber hasta reventar, dormir continuamente, inflarse de orgullo sin tope alguno, despreciar, despellejar, robar, matar, pisotear, drogarse, entregarse a todos los placeres sin descanso ni medida. Un mundo como de pompa de jabón: de vida efímera, pero radiante y feliz. Y no el plúmbeo mundo sometido al miedo y a toda clase de amarras, pero con igual final que el otro: la aniquilación.
-Entiendo, poderoso Asmodeo, que lo que quieres es librar a los hombres de su ignorancia. Que abandonen el reino del miedo y la represión y se pasen a tu reino de la exaltación del propio yo, de libertad absoluta.
-Así es, Chinda. Y respecto a vosotras, a tí y a Minga, quiero convertiros en ministras mías, para que me sirváis en mi plan. La primera tarea que os propongo es la de transformar en seguidores míos a los que hasta ahora han seguido las prédicas de Petra. No es necesario que te diga cómo. Vosotras lleváis en las venas el mismo fuego que yo siempre he respirado. Y ahora retírate, cierra y deja la llave donde estaba antes, para que Petra nada sospeche. Ya sabes dónde me tienes.

Era ya el mes de mayo. Un día radiante de sol, tras la semana desapacible que habíamos padecido. Después de comer, Petra nos propuso salir al campo a coger florecillas para adornar el altar del salón. Fuimos en dirección al río. Minga llevaba un cesto de juncos y yo empujaba la silla de Petra. Como de costumbre, Petra se dedicó a sermonearnos y a contarnos anécdotas de prodigiosas curaciones.
Pasadas dos horas, el cesto lleno de flores y plantas aromáticas, y la cabeza a estallar con el parloteo de Petra, emprendimos el camino de regreso. Minga caminaba ligera, con el cesto florido, deseosa de llegar pronto a casa. La vimos cruzar la vía de ferrocarril por el paso a nivel sin barrera. Me hice la remolona empujando la silla, a la espera de oír la alarma avisando de la proximidad del tren de las seis. Cuando ví el tren acercarse a unos trescientos metros de donde estábamos, empujé rápido la silla hasta ponerla sobre la vía. Detuve la silla, apretándola fuertemente contra los raíles, al mismo tiempo que la movía como tratando de sacar la rueda, aprisionada en el hueco de dos raíles, mientras gritaba fingiendo nerviosismo:
-¡La rueda se ha atascado! ¡La rueda se ha atascado!
El tren trompeteaba atronadoramente, y Petra gritaba horrorizada viendo que aquella mole de hierro se nos echaba encima. Di, entonces, un fuerte empujón a la silla, atravesando las vías en estampida, bajo los furiosos berridos que el maquinista hacía sonar, los gritos de Petra y de Minga, y los dardos de mis maldiciones.
El tren desapareció en la curva. Detuve la silla. Petra había echado hacia atrás la cabeza. En su cara, pálida como la cera, con los ojos en blanco y la boca abierta como si se asfixiara, se dibujaba el horror.
Empujando la silla a la carrera, llegamos, en seguida, al centro médico. La gente nos miraba alarmada y nos preguntaba qué le había ocurrido a Petra, pero nosotras nos manteníamos calladas. El médico trató de reanimarla, mas en vano. Nada pudo hacer, sino certificar su muerte por infarto.

Si, en vida, los devotos seguidores de Petra la consideraban milagrosa, una vez muerta, la veneraban como a santa. La gente venía a casa a pedirnos reliquias y a rezar en el oratorio del salón. Consulté a Asmodeo si debería de complacerlas.
-Por supuesto que sí, Chinda. En mi reino debe reinar el engaño y la confusión. Esa es vuestra tarea, del resto me ocupo yo.

La gente hacía cola para entrar en el salón de la curandería. A las cinco de la tarde abríamos la puerta. Minga, sentada a un lado de la larga mesa, recortaba cuadraditos de tela de alguna saya de Petra y me los iba pasando. Los cándidos devotos se acercaban hasta la mesa y hacían su fervorosa petición de favores ante una foto grande de Petra, iluminada con una lamparilla de aceite. Yo mojaba el trozo de tela en el vino milagroso de una jarra que tenía a mi lado y se lo entregaba al necesitado.
Aquellos ridículos remedios debieron de surtir muy buenos efectos (por obra de Asmodeo, claro está) y la gente, en agradecimiento, nos obsequiaba con dádivas de todo tipo. Durante años, nuestro "desinteresado" servicio funcionó requetebién. El número de espabilados pedigüeños de favores crecía día a día. Asmodeo se los concedía pródigamente. Había quien pedía tener un chalet, un coche ultramoderno, un puesto de trabajo muy bien remunerado, triunfar en una determinada actividad, conseguir mucho dinero, tener un físico de cine, cualidades seductoras, verse libre de dolores, vengarse plena y exitosamente de los enemigos y vecinos molestos, etc., etc.
Asmodeo se lo concedía, pero procuraba que los beneficiados se marcharan del pueblo, cuanto más lejos mejor. Las noticias de estos prodigiosos cambios de fortuna en los agraciados vecinos cundían como esparcidas por el viento, mientras nuestra cuenta bancaria engrosaba al mismo ritmo.
Hasta que, desde hace cinco años, observamos que nuestra clientela mermaba, así como nuestra buena reputación; tanto que incluso, cuando salíamos a comprar o por otro motivo, la gente nos miraba con recelo y se cambiaba de acera, mascullando. Volví a recordar las machaconas frases de mi madre sobre el destino, del que nadie puede escapar, según ella decía. Acudí a la buhardilla a consultarlo con Asmodeo. Encontré a la serpiente fumándose un puro enorme, como un camionero. "No me extraña que la buhardilla esté tan negra" -pensé.
-Ja, ja. Es para no aburrirme -me dijo, ufana-. ¿Qué os pasa, Chinda, que os veo tan cabreadas?
-Porque venimos observando -le contesté- que la gente se ha puesto en contra nuestra y ya no vienen a pedirnos favores.
-Claro, es que se ha corrido el rumor de que los favorecidos lo pasaron muy bien, mas por poco tiempo. Es lo malo de los excesos, pero también lo bueno. La gente tiene que cambiar en su apreciación de lo que es bueno: lo bueno es gozar al máximo, aunque sea brevemente, y desaparecer rápido, como una pompa de jabón. Ahora ellos desconfían de vosotras y os miran mal. Mejor para vosotras. Así tendréis mayor motivo para pisotearlos con vuestro desprecio como a cucarachas. Seguid los impulsos que yo os inspiro y pronto seréis mis superministras.

Sentí en mis entrañas una oleada de ardor destructor, odio y maldad. Cerré la buhardilla y bajé las escaleras, decidida a ametrallar con maleficios y mal de ojo a cuantos nos miraran regular. Lo comenté con Minga. Ella sentía igual que yo. No necesitábamos ayuda de nadie. Todavía contábamos con buenos fondos en el banco y de ellos hemos vivido hasta ahora.

-¿Has visto, mami, cuánto pájaro hay sobre los cipreses? -me decía Minga una mañana del pasado mes de mayo, mientras mirábamos al exterior desde una ventana del pasillo.
-Sí, porque pronto llegará el verano.
-¡Qué suerte tienen los pájaros! Ellos pueden irse cuando les place.
-Nosotras también. Pronto nos iremos lejos...
Suspendimos el diálogo. Una vez más escuchamos el pfffuuufff en la buhardilla.
Nos miramos en silencio un instante, cuando un prolongado timbrazo en la puerta principal arrebató nuestra atención. Calmosamente bajamos la escalera, salimos al patio y abrimos la puerta de la verja. Una anciana, de aspecto fuerte y sano, nos miraba con los ojos bailándole en su cara lechosa:
-¡Chinda, Minga, hijas! ¡Soy yo, Pascuala, vuestra madre! ¡Es el destino, hijas, es el destino!...



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