La familia de la Tía Pascuala - (Cap. V)

jueves, 31 de enero de 2008

¿Será posible que desde que Don Quijote y Tinterico me enviaron el último mensaje, con la continuación del manuscrito de Chinda, apenas pego ojo por la noche en mi caseta? Me da por pensar si el culebrón ese de la buhardilla no andará por aquí cerca y se meta dentro de ella. Se lo comenté a Lucas esta misma tarde, yendo de paseo, y me dijo que, contra los insomnios, no hay cosa mejor que darse un garbeo por esos madriles o por donde sea, pero rodeado de gente amiga con los que reírse y parlar un buen rato. A ver si es verdad que me llevan por ahí y me sale un ligue, aunque sea una cigüeña de pata negra, porque -ya digo- se me pasan las noches en blanco, pensando en serpientes y espíritus malignos. Lo positivo de mis desvelos es que capto rápido los mensajes de Tinterico, como el que ahora acabo de recibir.

Final del manuscrito de Chinda

"-¿Pero quién es usted y de qué destino habla, tan dramática que parece escapada de un psiquiátrico?
-¿Es que ya no te acuerdas de mi cara, Chinda? -me contestó Pascuala- Han pasado muchos años, cuarenta y siete justamente, pero una madre siempre reconoce a sus hijas. Y también tú deberías recordar la cara de tu madre.
-¿Qué dice esta vieja loca, mami? -decía Minga, asombrada.
-Lo que digo. Que ha debido escaparse de un manicomio.
-No, hija, no finjas -arremetió Pascuala, alzando la voz y agitando las manos-. De sobra sabes que yo soy Pascuala, vuestra madre; como yo sé que tú eres Chinda y tú Minga, mis hijas. Hace un mes que me marché del pueblo en busca vuestra, porque no quería morirme sin volver a veros. Hasta entonces he estado trabajando en la trapería, ayudada de un hombre, a quien se la he vendido. Con parte del dinero de la venta me he dedicado a recorrer muchos lugares, dirigida por una mano -la del destino- que me ha arrastrado, ciega pero certeramente, hasta vosotras.

(Por supuesto que yo conocí a Pascuala, mi madre, tan pronto como le abrí la puerta. Las caras odiosas se graban en la memoria como con un hierro candente. Y sentí erizarse mis entrañas. La palidez acostumbrada de mi cara debió tomar un tinte verdoso.)

-¿Yo, su hija? -le protestaba Minga-. Señora, yo no tengo más madre que ésta -decía, gritándole como a una sorda y tocando mi brazo.
-¡Ay, ay, lo que es la vida! ¡Cómo trastorna nuestras cabezas! Pero, al final, el destino siempre se sale con la suya...
-Ya veremos -respondí.
-Dejadme entrar y veréis como os refresco la memoria -insistió Pascuala.


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Durante unos segundos, tragué un buche de amarga saliva, esforzándome en pensar de forma práctica: "En esa maleta debe haber mucho dinero. Debo ser muy cauta y no aceptar que somos hijas suyas. Pero tampoco debo espantarla y que se marche con la manteca. Tengo que convencerla de que no somos sus hijas".
-Pase, señora, pase -le dije, cogiéndole la maleta.
Entró Pascuala y la llevamos directamente al salón de la curandería, adornado con los cuadros de santos, como en tiempos de Petra, aunque sin velas encendidas. Pascuala se santiguó como si entrara en una iglesia.
-¡Qué devotas os habéis vuelto, hijas! -dijo, riendo y acercándose a ver los cuadros.
-Es que no somos sus hijas -le contesté seca, pero procurando contenerme-. ¿Por qué ha llamado usted en esta casa? -le pregunté, poniendo la maleta junto a la mesa.
-¡Ay, hijas, dejadme que me siente!
Tomó asiento en una de las sillas arrimadas a la mesa, de cara a la cómoda y a las ventanas que dan al huerto. Minga y yo nos sentamos frente a ella.
-Ya sabéis que me llamo Pascuala -continuó-. Como os he dicho, hace un mes salí de mi pueblo, en Extremadura. Dentro de mí sentía una voz y un impulso ordenándome que fuera a buscaros. Era el destino el que me empujaba. He estado en varios sitios, pero en seguida me percataba de que vosotras no os encontrábais en ellos. Dejaba que mi impulso me guiara. Tomaba el tren o el autobús hasta donde él me inspiraba. Ayer llegué a este pueblo. Me he hospedado en la fonda de la plaza. He preguntado a gente mayor, que me he encontrado por la calle, si conocían a unas mujeres llamadas Chinda y Minga, de setenta y cincuenta años, respectivamente. Siendo nombres tan poco corrientes, en seguida les han sonado, han recapacitado y han dicho: "-¡Ah, sí, esas son las de la casa de los cipreses! -¿Las conoce usted? -Sí -les he contestado- ¿por qué? -Por nada, por nada -han dicho con cierto reparo". Luego me han indicado el camino para llegar hasta aquí. He ido a la fonda a coger la maleta y, ya veis, no he titubeado lo más mínimo.
-Esa gente -le dije- le ha informado bien. Yo soy Chinda y ésta es Minga. Pero que nosotras seamos hijas suyas es absurdo, ya que Minga es hija mía y mi madre murió en julio del 1960, hace cuarenta y siete años. ¿Qué edad tiene usted?
-Nací en 1923 -contestó Pascuala- y tengo ochenta y cuatro años.
-Entonces no diga usted más -intervino Minga, impulsiva-. Usted lo que tiene es alzheimer.
-¿Que tengo qué? Ay, hija, sé muy bien lo que digo. Cuanto más os miro, sobre todo a tí, Chinda, veo más claramente que vuestros rasgos coinciden con los que de vosotras tengo grabados en mi mente.
-¿Y cómo explica que nosotras estemos aquí, desde hace tanto tiempo, lejos y sin comunicarnos con usted? -replicó Minga- Si realmente fuera nuestra madre ¿cómo ha esperado cuarenta y siete años para buscarnos?
-Además -añadí yo, tratando de confundirla más de lo que ya estaba- ¿qué cuento es ese de que un impulso ciego llamado destino, la ha traído hasta nosotras? De destino, nada de nada: o se trata de buena suerte si recibes algo bueno, o se trata de mala uva si te joden.
-No sé, no sé... -repetía Pascuala, perpleja- Si dejáis que me quede unos días con vosotras, quizás las cosas se nos aclaren mejor a todos.
Aproveché que Pascuala se llevaba las manos a los ojos -quizás porque le picasen o por espantar algún asomo de lágrima- para guiñarle yo otro a Minga mientras contestaba a aquélla:
-Nos parece bien que se quede, a condición de que no salga usted a la calle hasta pasado mañana.
-¿Y eso por qué? -preguntó.
-Porque conocemos muy bien -le dije- cómo son en este pueblo. En cuanto la vean con nosotras, tratarán de sonsacarle cosas que no tienen por qué conocer. Primero debemos tener muy claro quién es usted, y usted quiénes somos nosotras; y qué se le puede decir a la gente y qué no. Hasta pasado mañana nos dedicaremos a aclarar esas cosas. ¿Entendido? Ahora subiremos arriba, a la habitación que usted va a ocupar.

La llevamos a la habitación de Petra, limpia y ordenada como cuando ella vivía, con el cuadro de la Divina Pastora sobre la cabecera de la cama.
-En este armario y esa mesita puede colocar sus cosas -le dije, dejando la maleta arrimada a la cama.
-¡Ay, si Cirilo hubiera tenido esta casa tan hermosa, con ese huerto y corralón tan grandes! -decía Pascuala, mirando a través de la ventana- Si el destino hubiera querido, ahora podríamos vivir aquí, felices, los cinco.
-Ya hablaremos de eso después de comer -dije-. Ahora Minga la acompañará a ver la casa, mientras yo preparo la comida.
Cuando volvieron del largo y entretenido paseo por las numerosas dependencias de la casa y del corralón, ya les tenía dispuesta la comida en el comedor, acompañada de una jarra grande del vino milagroso que, con los años, había cobrado un color de oro viejo, ganando en solera, grados y exquisito sabor.
-¡Qué vino tan rico! -celebraba Pascuala que bebía y comía con avidez.
-Parece que tiene usted buen apetito. Tome otro vaso. Es vino milagroso -le decía Minga llenándoselo.
-Sí, hija, debe ser la alegría de verme con vosotras. Todavía no me lo puedo creer. Es como un sueño...
-¡Allá usted con sus creencias, Pascuala, pero sepa que se engaña a sí misma.
Pascuala bebió un segundo y un tercer vaso de vino, mientras daba cuenta de los macarrones, filetes y postre. Después ella misma se sirvió un nuevo vaso, lo tomó y se puso, imparable, a narrar las amargas experiencias de su vida.
- Vosotras decís que no sois hijas mías, que estoy loca. Ojalá fueran efecto de mi locura los malos recuerdos de mi vida. Es verdad, no puede ser real tanta desgracia. No sería justo. No puede ser verdad que hubo una guerra civil salvaje. No puede ser verdad que a mis padres los mató, a sangre fría, un desalmado llamado Pepillo el Rubio. No puede ser verdad que Cirilo, mi marido, se ahorcara. No puede ser verdad que mi hija Chinda me odiara hasta el punto de arrojarme en aquel pozo negro...
(Hizo una pausa para llenarse y tomar otro vaso de vino. Minga la escuchaba y observaba sin pestañear, con expresión del mayor asombro. Yo, aunque simulaba indiferencia con una fría sonrisa en mis labios, en realidad estaba impaciente por conocer pormenores de su prodigiosa escapada).
No. No puede ser verdad que seáis mis hijas, y por eso os estoy contando estas cosas. No puede ser verdad que yo sintiera la patada que mi hija Chinda me dio en la espalda, cuando yo trataba de descubrir en la oscuridad del pozo a mi pequeña Minga,y me hizo caer desde dos metros de altura sobre el cieno pestilente de aquella negra cámara. Me revolqué en la mierda. La respiración me faltaba. Sentía fallarme el corazón y mis sentidos, mientras oía las carcajadas del destino, de las que Cirilo me habló en la fuente de los cañizos. Pero nada de eso fue verdad. Como tampoco fue verdad que, después de no sé cuánto tiempo y de haberme restregado los ojos con mis sucias manos, descubrí, a varios metros de donde me hallaba, una insignificante pero preciosa tira de luz que se colaba por una rendija de la losa del registro que hay sobre el colector de agua sucia, inmediatamente antes de entrar en la cámara por una angosta abertura. Arañando el lecho de cieno y tierra del colector, conseguí meter las piernas y cuerpo hasta la cintura por aquel conducto. Dí varias patadas a la losa del registro. Luego me coloqué debajo de ella y, con un esfuerzo inmenso, logré remover y levantar la losa. Por allí conseguí salir medio asfixiada y cubierta de porquería de pies a cabeza. Fui luego a la acequia saliente y me quité lo más gordo de la basura. Exhausta caminé hasta el pantano, me zambullí en el agua y arranqué de mi cuerpo y de mi ropa aquella sucia pestilencia. Regresé de noche a la trapería. Allí he vivido sola, rodeada de mis recuerdos, que me acechaban como cuervos, prestos a devorarme el alma. Yo los he espantado, confiando en que ellos no me harán ningún daño mientras el destino no lo ordene. Y, ya veis, aquí estoy ante vosotras, con mis ochenta y cuatro años a cuestas. Pero nada de eso ha sido verdad. Estoy loca...
-Loca no sé, pero borracha, bastante -le dije-. Mejor es que te acuestes, descanses de tu viaje y duermas la mona.

Entramos en la cocina y subimos por la escalera que lleva directamente a la habitación de Petra, en la que dormiría Pascuala.
¡Ay, hijas, es verdad que, con unas cosas y otras, termina una cazando moscas!
Le preparamos la cama y se acostó. Eran las cinco de la tarde.

No sé si fue debido al cansancio o a los efectos del vino, lo cierto es que pasaron varias horas sin que Pascuala saliera de la habitación. A las diez de la noche, Minga y yo, cenamos. Comprobamos que Pascuala seguía viva por sus estrepitosos ronquidos. Después dimos un paseo por el huerto. Minga me hacía muchas preguntas sobre cuanto Pascuala había contado. A Minga yo no debía engañarla, pero tampoco me parecía oportuno desvelar secretos antes de tiempo. Procuraba contestarle con cautela. Pero yo la notaba poco satisfecha con mis explicaciones. Llegamos al patio que precede al vestíbulo y nos sentamos en los sillones de mimbre que hay junto a la puerta. Nuestra charla se vio interrumpida por voces y risas de un grupo de muchachos que se habían sentado frente a la casa, al borde del terreno de los manzanos. A la luz mortecina de una farola de la calle, vi asomarse el odio en los ojos de Minga. Nos callamos y entramos en casa. Subimos a nuestra habitación. Eran ya las doce de la noche.
Dejé entreabierta la puerta y nos acostamos. No sé si Minga llegó a dormirse. Yo me sentía incapaz de hacerlo. En mi mente resonaba el eco de la voz de Pascuala relatando sus desventuras como obra del destino; y veía su imagen, vieja y arrugada, pero fuerte y tiesa. ¿Cómo pudo sobrevivir tras la caída en el pozo? ¿Cómo llegó hasta aquí? Sentía la duda abrirse a mis pies cual una grieta amenazante: "¿Estará ella en lo cierto en su creencia sobre el destino?" Me quedé, pensativa, mirando las sombras que se movían en el techo, adoptando figuras caprichosas. Una vez más escuché el fuffffff en la buhardilla, seguido de un ligero chirrido, como si hubieran abierto la puerta."¿Habrá subido Pascuala a la buhardilla?" -pensé-. Pero en seguida rechacé la idea como absurda. Agucé el oído. No me cabía duda: era él quien bajaba por la escalera arrastrándose. Lo sentí entrar en la cocina. Siguió un ruido de chapoteo. Después un ligero rechinamiento sobre las baldosas de la cocina y la escalera que sube a la habitación de Petra. Pasaron dos minutos silenciosos y otra vez lo sentí arrastrarse por el pasillo y acercarse a nuestra habitación. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta; me miró con ojos de fuego, abrió la boca, despidiendo un vaho amarillento apestando a vino; se rió y continuó su marcha hacia la buhardilla. En el reloj de la torre sonaron las campanadas de las tres de la madrugada. Me levanté de la cama y me acerqué a la ventana, abierta por el calor. Las estrellas parecían dormir con el canto de los grillos. Oí un tintineo en la cocina. "¿Quién puede ser ahora?" Miré a Minga y me pareció que tenía los ojos cerrados. Salí de la habitación y bajé, silenciosa, a la cocina. La puerta crujió débilmente al abrirla. A la tenue luz de la pequeña lámpara de la escalera, descubrí a Pascuala hurgando en los armarios. Ella se giró hacia mí, sorprendida:
-¡Ay, hija, qué susto me has dado!
-¿Qué haces aquí a estas horas? -le pregunté.
-Es que me he despertado sobresaltada, hija.
-¿Y eso por qué?
-Desde que me acosté, he estado profundamente dormida. Pero hace un rato he tenido un sueño horrible y me parecía tan real, que me desperté llena de miedo.
-¿Y qué soñaste?
-Soñaba que alguien daba blandos golpes en la puerta de mi habitación, ésa que da a la escalera que baja hasta aquí -dijo, señalándola-. Luego oí abrirse la puerta y que algo se arrastraba por el suelo. No sé si, realmente, yo estaba dormida o despierta. Quería abrir los ojos, pero el miedo me lo impedía. Sentí sobre mi cara un aliento calentorro y húmedo, apestando a vinazo. A continuación, un extraño ruido en la puerta que da al pasillo. Abrí los ojos y ví, horrorizada, una enorme serpiente que escapaba por debajo de ella, aplastando su cuerpo al pasar por la estrecha rendija. El pánico me produjo tal estado de nervios que he bajado para tomarme algo que me tranquilice.

En ese momento apareció Minga, vestida con el largo camisón violeta. Pasó por detrás de donde yo estaba, yendo a colocarse a la derecha de la cocina, en el rincón donde está soterrada la tinaja.
-Cuando Petra vivía -le dije- ella solía tener muchas hierbas para curar toda clase de males. Ahora sólo queda el vino milagroso, que tanto te gustó.
-Sí, sí, dadme de ese vino, hijas. Con él he dormido de maravilla.
-Bien, pero primero vamos a aclarar la historia, que tanto repites, sobre que nosotras somos tus hijas.
-Claro que sí. Soy vieja, pero ni estoy loca ni me falla la memoria. Tú, lo quieras o no, eres y siempre serás Chinda, como Cirilo, tu padre, quiso que te llamaras. Han pasado cuarenta y siete años desde aquel día de Santiago en que me empujaste, haciéndome caer en el pozo negro y me dejaste allí encerrada; pero sigues siendo la misma Chinda de siempre, con los mismos rasgos de avispa que tenías al nacer... Y Minga era una muñeca preciosa, mi pequeña niña, a la que cada día he recordado, pensando que nunca la volvería a ver. Pero ya veis, el destino es quien al final decide. Él se ha portado conmigo mejor que tú, Chinda.
-¿Ah, sí? Contéstame. ¿Has sentido hacia mí, desde que nací, una pizca de cariño de madre? Ni tú, ni Cirilo me lo habéis demostrado nunca. Al contrario, sólo escuché de vosotros comentarios despectivos sobre mi aspecto físico y mi carácter avinagrado. Y no sólo te portaste cochinamente conmigo, sino con tu marido Cirilo, que lo engañaste vilmente, acostándote con Zoilo, mi novio, vieja zorra. No te atrevas a llamar hija tuya a Minga, porque Minga, es la hija de mi alma y no tiene más madre que yo.

Minga miraba a Pascuala con ojos aterradores y las manos abiertas como garras, listas para saltar contra ella.
-¡Hijas, por favor, no os pongáis así! -decía gimoteando- Tenéis que creer que son cosas del destino. Y contra el destino nada podemos hacer. ¡Ay, ay, ay, qué mal me siento! Dadme un poco de ese vino milagroso, por favor.
Minga descolgó de la pared el cazo de mango largo y se lo dio a Pascuala. Luego levantó la pesada tapa de la tinaja, quedando al descubierto, a ras del suelo, su boca enorme y oscura.
-¡Vamos! -le ordenó Minga con firmeza- Saca tú misma el vino con el cazo.
Pascuala se acercó al borde de la tinaja. Se arrodilló y metió dentro el cazo, bajando el brazo. En aquel momento, Minga le empujó por detrás, haciéndole caer en la tinaja. Pascuala se agitaba en el vino, dando desesperados manotazos para mantenerse a flote, mientras gritaba gargarizando:
-¡Grrr! ¡Malditas vosotras y vuestro vino! ¡Grrr! ¡Pero el destino triunfará! ¡Grrr!
Pronto se hundió definitivamente en el vino, que la sobrepasaba un palmo, callándose para siempre.

Se sucedieron dos semanas sin que nadie nos molestara, tan calmosas que ya empezábamos a aburrirnos. Con la sabrosa herencia de Pascuala el dinero nos sobraba; no obstante apenas salíamos a la calle, a no ser que precisáramos hacer alguna compra. Desde que Pascuala cayó en la tinaja, no habíamos vuelto a levantar la tapadera. En los ojos de Minga leía sus deseos de hacerlo, para ver qué había sido de ella; pero, de momento, preferíamos no hablar del tema. Cuando entrábamos en la cocina, nos conformábamos con dedicar una mirada al rincón de la tinaja, y cambiar entre nosotras una sonrisa de complicidad.

No sé por qué, a primeros de junio, nos dio por levantarnos una hora antes de que el sol se alzara por encima de la lejana loma. Nos acercábamos a las ventanas del pasillo a contemplar las juguetonas bandadas de golondrinas y escuchar el jolgorio de los pájaros, anidados en los manzanos y perales al otro lado de la carretera. Sin darnos cuenta, el verano avanzaba a marchas forzadas.
Por aquellos días comenzamos a observar que, poco después de la salida del sol, solía llegar un hombrecillo bastante mayor, de pelo encrespado, casi blanco, con una silla plegable y un caballete. Se colocaba debajo de un manzano, frente a la fachada de nuestra casa y se ponía a pintar durante un buen rato. Como la escena se repetía un día y otro, empezamos a mosquearnos y nos propusimos acabar con el divertido pasatiempo que el pintor tenía a costa nuestra.
Al cuarto día, tan pronto como vimos llegar al pintor bajamos a la cocina. Minga levantó la tapadera de la tinaja. Yo encendí todas las luces de la cocina, de manera que podíamos distinguir el interior de la tinaja con su dorado líquido. Introduje el cazo lo más profundamente que pude y removí el vino, sin llegar a tocar otra cosa que las paredes de la tinaja. Minga me acercó un cubo y eché en él varios cazos de vino. Quizás fuera obsesión nuestra, pero el vino nos parecía despedir ahora un desagradable hedor. Cogí el cubo y salimos hacia la calle. Minga me acompañó hasta la puerta de la verja y allí se quedó a observar mi maniobra.
El sol ya se había levantado sobre la loma y reavivaba con su luz los cipreses y fachada de la casa. Ataviada con una bata oscura, crucé la carretera, con el cubo en la mano, erguida y observando los visajes que el pintor hacía mirando la casa y moviendo el pincel con mucho estilo. Subí la cuestecilla hasta el terreno de los manzanos. Cambié el cubo a la mano izquierda y, un metro antes de llegar junto al pintor, di -intencionadamente- un traspiés, levantando al mismo tiempo el cubo, de manera que, con el vaivén, el vino saltó fuera, yendo a caer sobre el pintor, mojándolo desde la cabeza a los pies y salpicando también al cuadro. El pintor, a pesar del inesperado baño, acudió rápido a auxiliarme.
-¿Se ha hecho daño? -me preguntó.
-No, no -le contesté-. Iba a regar un rosal ahí detrás, con el agua de la tía Pascuala, pero, ya ve, he tropezado. Perdone por el baño.
-No se preocupe. Con el sol me secaré en seguida -dijo, educadamente.
Volví a casa y encontré a Minga tras la verja, muerta de risa. Al cerrar la puerta, observé que el pintor se secaba la cara con un pañuelo y hacía gestos raros olfateándose la ropa. Luego, cogiendo la silla y el caballete, se marchó.

Pocos días después, ya anochecido, un grupo de chicos y chicas se reunieron, como el día que llegó Pascuala, sentándose en la cuestecilla del campo de los manzanos, frente a la casa. Unos fumaban, otros bebían de las botellas que habían traído en una bolsa y todos charlaban y reían a carcajadas. Nosotras los observábamos desde las ventanas, con las luces apagadas, procurando que no nos vieran. Llegó un momento en que alzaron el tono de sus voces y escuchamos que se pitorreaban de nosotras y nos amenazaban:
-¡Vamos, brujas, salid del escondrijo y escapad con las escobas!
Y para rematar su lluvia de insultos, lanzaron contra la verja otra de piedras. Minga los miraba con odio infinito a través del visillo de la ventana. Luego corrió a la cocina a coger el hacha de partir carne.
-No, Minga, no te precipites -le dije para calmarla-. Hay que esperar. Así me lo ordenó Asmodeo.
Los jóvenes gamberros, satisfechos con su proeza, se marcharon a sus casas.

A la noche siguiente volvieron a reunirse frente a la casa, dando comienzo a otra verbena. Esta vez, además de pedradas e insultos, lanzaron petardos al interior del patio, mientras nos gritaban:
-¡Os vamos a quemar vivas!
Minga se subía por las paredes, deseosa de salir fuera y arremeter contra ellos. Pero una vez más conseguí apaciguarla, prometiéndole que, en la próxima algarada que organizaran contra nosotras, se enterarían de cómo las gastábamos.

No tuvimos que esperar mucho. A otro día, por la noche, llegó el grupo de gamberretes con peores intenciones que los días anteriores. En esta ocasión no se sentaron frente a la casa, sino en la acera, junto a la puerta de la verja. Como otras noches, se pusieron a beber, fumar, reír y gritar amenazas e insultos contra nosotras.
Corrimos a la cocina y llenamos dos cubos del vino milagroso. Sigilosamente salimos con los cubos al patio. Colocamos detrás de la puerta de la verja, la mesa de madera que hay junto a los sillones de mimbre. Colocamos los cubos encima, nos subimos sobre la mesa y, cuando comenzaron a dar golpes, levantamos los cubos por encima de la puerta y, mirándolos desde arriba, les lanzamos con furia una buena rociada del vino milagroso, mientras les gritábamos:
-¡Tomad el agua de la tía Pascuala, malditos cabrones!

Santo remedio. Su efecto fue inmediato. Enmudecieron como muertos y, en seguida, los vimos, -a la luz amarillenta de la farola- alejarse, mustios y asustados, tropezando entre ellos, como si marcharan ciegos o borrachos.

Y éste es, poderoso Asmodeo, el relato de nuestra lucha, la mía y la de Minga. Lucha por deshacer -quienquiera que sea su autor- el ordenado, predeterminado e injusto plan, al que tienen que someterse todos los seres del universo, tanto los privilegiados favorecidos, como los olvidados perdedores, especialmente el ser humano: muy limitado para disfrutar, pero sin límite para padecer. Nosotras, y todos los demás desfavorecidos, no podremos tener riquezas, ni sabiduría, ni clarividencia, ni realizar ninguna aspiración magnífica. No podremos ser hermosas, ni sublimes, ni felices, ni entrar en el paraíso... Pero sí podemos romper, desbaratar, destruir, ensuciar, entorpecer, odiar y sufrir eternamente.
Aquí tienes, Asmodeo, a tus sumisas siervas Chinda y Minga, con ánimo pronto y resuelto a batirnos contra tus enemigos. Concédenos tus extraordinarios poderes y, en breve, verás dilatarse las fronteras de tu reino más allá de los límites del universo".

Y, hasta aquí el manuscrito de Chinda. No sé por qué, pero, al final, he sentido cierta pena y compasión por las brujillas y demás personajes de esta historia tremebunda. Está claro que el extraño síndrome sufrido por el grupo de chavales del pueblo está muy relacionado con lo que se cuenta en este relato. No sé qué habrá sido de ellos. Esperemos que cualquier día, yendo de paseo con Lucas, volvamos a encontrarnos al doctor y nos ponga al corriente. Y esperemos, también, nuevas noticias de Don Quijote y de Tinterico, informándonos sobre qué haya sido de las brujas y qué esperanzas tengan ellos de escapar de ese castillo endiablado y volver con nosotros. Hasta pronto, amigos. Toby.

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