La familia de la Tía Pascuala - (Cap. III)

sábado, 22 de diciembre de 2007

"Hola, Toby. Según te prometí -y aprovechando que las brujas Chinda y Minga siguen ausentes del castillo- de nuevo estoy al pie del árbol de los deseos para transmitirte la continuación de la historia de la Tía Pascuala y su familia. Don Quijote ha encendido el fogón, se ha sentado en un taburete y ha dado comienzo a la lectura del segundo manuscrito del dietario (las breves frases de Zoilo). Pero lo ha hecho con voz lúgubre y susurrante, como escapada de la cueva de Montesinos y, para mayor incordio, en ese momento los gatos han armado tal gresca -no sé si persiguiendo algún ratón castellano o sacudiéndose la escarcha, entrada por la ventana de las ojivas en esta fría noche de diciembre- que no me he enterado de nada.
Y, tras esa omisión, me pongo a deletrear, en la rama de los espejos, el relato de Chinda, que Don Quijote ha empezado ya a dictarme. Las frases manuscritas de Zoilo, espero que las conozcamos más adelante.

Manuscrito de Chinda

Hoy, 30 de junio de 2007, a mis setenta años, empiezo a contar, altiva y sin arrepentimiento, algunos de los episodios de mi vida, en que actué con mayor inquina y perversión. Así me lo ha pedido el poderoso Asmodeo -príncipe del triunfante reino del mal- como requisito para que se me conceda el grado de archibrujidiabla y sus concomitantes poderes, entre ellos el de volar con o sin escoba, el de autotransformarme ad libitum, el de adivinación, el de realización de hechizos y conjuros, y cuanto se me ocurra pedir al árbol de los deseos. Lo estoy escribiendo con letra firme y lacerante, a continuación de las malditas memorias que mi padre Cirilo Expósito plasmó en este viejo dietario, las cuales jamás, hasta ahora, yo había leído. A pesar de mis rencores, me siento orgullosa de él, de quien debí heredar el veneno corrosivo que fluye por mis venas.


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Como su relato acaba en el año 1941 -cuando yo tenía cuatro años- enlazaré con él, contando algo de mi niñez.
Nunca me quisieron mis padres. Lo sé porque una niña pequeña nota en seguida cuándo le tienen afecto. Quizás fuera porque nací poco agraciada. En más de una ocasión les oí decir que yo tenía unos ojillos negros como dos endrinas, escondidos tras unos párpados oblicuos y entreabiertos. Los dos dientes superiores, centrales, los tenía muy largos, dándome aspecto de conejo. Desde siempre sentí un vacío afectivo que me prroducía una gran amargura. Pero, en lugar de hundirme en un pozo de autocompasión, desesperación, temor y cobardía, me convertí en una niña dura, resentida, respondona, mentirosa, retorcida, falsa, avinagrada y violenta.
A los diez años dejé el colegio, porque ni yo soportaba a las monjas y sus alumnas, ni ellas a mí. Me dediqué a estar en casa, haciendo, de mala gana, lo que mis padres me ordenaban. Apenas salía de casa, pues si alguna vez jugaba con las muchachas del barrio, no sé cómo me las arreglaba para acabar siempre a golpes con ellas o tirándoles del pelo.
Mi padre pensó beneficiarme si admitía a trabajar en la trapería a Zoilo, un chico de quince años, llegado de Badajoz y que se presentó en el almacén un día de abril de 1950. Contó que su padre murió en la guerra y que su madre se había juntado con un hombre a quien él no soportaba, motivo por el que se marchó de casa.
Zoilo era un muchacho alegre, de agraciado aspecto. En seguida se ganó el aprecio de mi padre por su buena disposición para cualquier tarea que se le mandara. A mí también me agradaba, pues, a pesar de mi talante arisco, él me tenía bromas y me hacía reir. Mi padre confió en que, gracias a Zoilo, se solucionaría mi problema.
Hasta 1954 disfrutamos de unos años prósperos en todos los sentidos. Mi padre hizo mejoras en la trapería y en casa, abriendo una puerta interior que comunicaba la casa con la trapería; añadió un corralón donde guardaba el nuevo carro de cuatro ruedas que se compró, así como una mula joven y fuerte en sustitución del viejo burro. Además amplió el negocio, destinando parte del almacén a compraventa de objetos usados.
Mi relación con Zoilo era muy buena, tanto que llegué a soñar que un hada me había convertido en una hermosa princesa; que él era mi príncipe azul y aquella casa y aquel pueblo, con sus gentes y sus campos, era nuestro mágico reino. En las navidades de 1954 nos hicimos novios. Nuestra dicha duró muy poco.
Era la noche de fin de año. Habíamos cenado copiosamente. Cantábamos villancicos y bailábamos alegremente, sobre todo mi padre que se había ventilado un botella de coñac. Zoilo salió un momento del comedor y, al rato, volvió disfrazado de bandolero, con un trabuco de juguete en la mano. Mi madre y yo nos echamos a reir, pero mi padre se quedó asombrado, mirándolo. Zoilo apagó la luz, quedando el comedor alumbrado tan sólo con la llama de un leño que ardía en el fogón. Mi padre se abalanzó furioso contra Zoilo gritando: "¡Era su destino, era su destino!" Zoilo se zafó de él empujándolo. Mi padre, algo más sereno, aunque con el rostro desencajado y andando torpemente, salió del salón y bajó a la trapería a tomar el aire, según le escuchamos.
Mi madre y yo aguantamos la risa viendo a Zoilo imitarle.
A los pocos minutos oímos un gran estrépito de hierros en la zona del rastrillo de la trapería. A los gritos de mi padre, quejándose en la oscuridad, corrimos a encender la luz del almacén. Estaba semiaplastado, debajo de una pesada puerta de hierro que se le había caído encima. Al parecer, pisó unas bolitas de rodamientos, resbaló, pegó con los pies contra la puerta apoyada en la pared y se le cayó encima. Con gran esfuerzo levantamos la puerta. Mi padre se retorcía de dolor, llevándose una mano al ojo izquierdo, que le sangraba a borbotones, y la otra mano a la pierna. Las puntiagudas orejas de la cabeza de lobo del picaporte de hierro de la puerta se le habían clavado en el ojo, reventándoselo, y el canto afilado de aquélla le había machacado la pierna. Lo llevamos en el carro a la casa de socorro, y de allí lo trasladaron urgentemente al hospital de Badajoz. Cuando, después de un mes volvió a casa, lo vimos entrar con el ojo tapado y cojeando como un tullido. Tenía cuarenta y tres años pero parecía que tuviera ochenta. Cada quince días debía ir a Badajoz a revisión.
Zoilo, por el contrario, ganó en lozanía tanto como en habilidad para llevar el negocio.
Mi padre apenas hacía nada en la trapería, limitándose a dar instrucciones a Zoilo y vigilar su trabajo. Con mi madre sólo hablaba de su desgracia, que utilizaba para defender su teoría:
-Sí, Pascuala, es el destino el que dirige nuestras vidas con el mayor despotismo. Tan pronto nos encumbra como nos sepulta en la miseria.
-No te preocupes, Cirilo. Quizás las cosas cambien. ¿Quién sabe?

Pero yo observaba que, cada día que pasaba, mi madre se mostraba más fría con mi padre, e incluso hacía gestos de desagrado cuando él le hablaba o le pedía ayuda. Mientras que con Zoilo todo eran sonrisitas y agasajos. No podía disimular su predilección hacia él, cosa que a mí me revolvía las entrañas.
Zoilo, ante tal veneración como le dedicábamos, llegó a sentirse el señor de la casa, con derecho a andar por ella con absoluta libertad para fisgonear y obrar a su antojo. Mis padres no veían en ello otra cosa que una muestra de confianza.
Así fue transcurriendo el año 1955. Se presentó un invierno gélido, acentuándosele a mi padre los dolores, lo que le obligó a acudir con frecuencia al hospital, acompañado de mi madre.
Un día en que mis padres se habían ausentado por ese motivo, ocurrió algo decisivo. Yo había bajado al corralón a dar de comer a los animales. Zoilo se hallaba en la trapería con sus tareas. Sin intención alguna, volví pronto y subí silenciosamente hasta el comedor. Sentí un ligero ruido en el dormitorio de mis padres. Me acerqué a la puerta, apenas entreabierta. Por la rendija vi a Zoilo sentado, leyendo el dietario de mi padre. Me sorprendió su atrevimiento, pues ni yo, con ser su hija, había osado jamás husmear en las cosas que mi padre guardaba en la alacena. Pero no sospechaba qué podría estar leyendo con tanto interés. En seguida salí de puntillas y me bajé a la cocina. Zoilo debió colocar en su sitio el dietario y se bajó a la trapería silenciosamente.
Desde aquel día observé en él un extraño cambio. Aunque él se esforzaba en mostrarse como siempre, yo le notaba tenso y callado conmigo, pero especialmente con mi padre, mientras que con mi madre derrochaba sonrisas.
Mi padre también había sufrido un gran cambio. Apenas hablaba. Era ya abril. Por las tardes, después de comer, solía dar un paseo de dos horas. Zoilo bajaba a abrir la trapería, mi madre se ponía a coser y yo iba al corralón a echar las sobras de la comida a los animales. Luego, encaramada sobre unos leños, oteaba por encima de la tapia y veía a mi padre caminar a trompicones por el camino del pantano... Después me metía en la cocina y me dedicaba a fregar los platos y otras faenas. Pronto observé que, cuando yo abría el grifo del fregadero, Zoilo subía al comedor, donde permanecía unos veinte minutos charlando con mi madre.
Esta secuencia fue repitiéndose un día y otro. Volví a revivir los amargos años de mi infancia y a sentir el odio galopando por mis venas.
Pasaron veinte días cuando, una tarde, me decidí acabar con aquella incertidumbre que me estaba royendo el alma, como una carcoma. Subí las escaleras descalza. En el comedor no había nadie, pero escuché un ligero rumor de jadeos sofocados en el dormitorio de mis padres. Me acerqué a la puerta cerrada. Con sumo cuidado, la entreabrí dos milímetros apenas, suficientes para ver a Zoilo y a mi madre retozando en la cama. La cerré suavemente y salí del comedor con el alma rota de rabia y dolor. Bajé las escaleras pensando que descendía al infierno. Sentí ganas de prender fuego a la casa. Pero escuché una voz -tu voz, sin duda, príncipe Asmodeo-: "No tengas prisa, Chinda. Espera".

Y esperé. Estábamos ya a finales de mayo de 1956. Habíamos terminado de cenar y, como nadie tenía ganas de conversación, mi padre entró en el dormitorio. Le sentí abrir la alacena. En seguida volvió al comedor con el dietario y un lápiz. En ese momento Zoilo se levantó de la mesa y dijo que tenía sueño y se iba a dormir a la habitación de la plataforma. Mi madre también se fue a su dormitorio. Me acerqué a la ventana del comedor, abierta de par en par, y estuve contemplando un momento las casas y calles, blanqueadas por la luna llena que parecía reírse de mi. Me senté de espaldas a la calle. Una brisa calentorra irrumpió en el comedor, balanceando la lámpara del techo.
Observé a mi padre hojeando lentamente el dietario. Lo vi detenerse ante la última página escrita por él, pero su mirada de asombro se dirigía a la página siguiente. Yo no distinguía qué palabras eran aquéllas, pero sí que estaban escritas con mayúsculas, con lápiz rojo, quizás con un pintalabios de mi madre. Nunca, hasta ahora después de tantos años, había leído las confesiones de mi padre, ni tampoco esas palabras en rojo, escritas sin ninguna duda por Zoilo: "¡Maldito cabrón que asesinaste a mi padre, ahora me estoy vengando de tí acostándome con Pascuala, tu mujer!"
Mi padre se quedó lívido, con los labios apretados, la barbilla y manos temblorosas, y su único ojo lleno de horror. Rápido reaccionó. Se levantó de la silla con un bufido. Las venas del rostro enrojecido parecía fueran a estallarle. Cerró el dietario. Entró en el dormitorio y oí guardarlo en la alacena. Luego salió, cruzó el comedor como sonámbulo y bajó las escaleras. Miré por el hueco de la escalera. Entró en la cocina y pronto salió con algo que ocultaba bajo el brazo pegado al cuerpo. Evitando el menor ruido, abrió la puerta que comunica con la trapería y la cerró tras de sí. Le seguí escaleras abajo y entreabrí un poco la puerta. Lo vi, a la luz de la luna, cruzar la nave, cojeando, con sumo cuidado para no tropezar. Subió la escalera de hierro. Una vez en la plataforma observé que de su mano colgaba un puntiagudo cuchillo, mientras avanzaba hacia el cuarto de Zoilo. Repentinamente vi a éste salir de detrás de una pila de trapos y avanzar hasta Cirilo, llevando en alto el extremo de la soga de la polea con un lazo corredizo. Como un relámpago le echó el lazo al cuello y le empujó, haciéndole caer fuera de la plataforma. Sentí el tintineo del cuchillo al golpear contra el suelo, y el chasquido sordo del cuerpo al quedar brutalmente sujeto por la tensada soga en su caída. Zoilo permaneció un instante contemplando, con los brazos en jarras, cómo se balanceaba mi padre a varios metros del suelo. Luego entró en su cuarto y cerró la puerta. Yo cerré la de la trapería y subí a mi habitación, me acosté, y pronto me quedé dormida.
Sobre las seis de la mañana me despertaron los gritos de mi madre que, a través del ventanuco, acababa de descubrir a mi padre ahorcado en el almacén. Procuré fingir ignorancia sobre lo ocurrido. Zoilo, cínicamente, lamentó lo sucedido, explicando que Cirilo se habría suicidado al no soportar las penosas mutilaciones que padecía.
Pascuala, mi madre, pronto se consoló, convencida de que nada podemos hacer contra el destino. Y yo, en mi interior gritaba, llena de odio: "¡Ya te demostraré que sí se puede!"
Me costaba disimular mis verdaderos sentimientos, pero debía esperar pacientemente, sintiendo crecer minuto a minuto la viscosa flor del odio enraizada en mi corazón, regándola con las lágrimas de desesperación que, tanto Zoilo como mi madre, me hacían derramar con sus lujuriosos devaneos y sus desprecios. Pero yo me las sorbía sin la menor muestra de flaqueza.
Pasaron los meses, viendo cómo se inflaba el vientre de mi madre como una montaña maldita, y soportando el cinismo de Zoilo que se atrevía a hacerme galanteos.
En marzo del 1957 nació Minga.
"¡Ay si Cirilo, tu padre, te hubiera conocido!" -decía mi madre, haciendo carantoñas a la niña.
Zoilo se reía oyéndola, y yo me mordía la lengua para no estallar. Sin embargo, yo sentía hacia Minga una inexplicable ternura de hermana y de madre. Ella habría podido ser mi hija. Por eso la quise y cuidé como si fuera mía. Pascuala y Zoilo apenas se ocupaban de ella.

Estábamos ya en julio de 1960. Mi madre solía decirle a Zoilo:
"-Minga es el vivo retrato de Chinda, cuando tenía su edad. Tiene su misma cara y su misma mala uva."

Llegó un momento en que Zoilo debió pensar que ya se había vengado bastante de mi padre -según he deducido tras leer el manuscrito de ambos- o, simplemente, se cansó de ella, y pretendió aprovecharse de mí en adelante. De su acostumbrada frialdad conmigo, pasó a un continuo acoso.
Un día me propuso ir los dos solos al pantano, a bañarnos. Lo pensé y acepté. Le dije que podríamos aprovechar para traer en el carro bastante arena, para cubrir el suelo del corralón. A mi madre le pareció bien.
A otro día, muy temprano, preparé una cesta con tortillas y una botella de vino. Cogí una manta, un par de cojines y bañadores y los llevé al carro. Zoilo echó en él varios sacos y una pala. Después, sentados en el pescante, marchamos hasta el otro lado del pantano. Dejamos el carro a la sombra de una frondosa encina y en otra a la mula. Extendí la manta y los cojines, y nos pusimos los bañadores. Zoilo fue, con la pala y los sacos, hacia el pantano. Bajó el terraplén en que terminaba el encinar y se puso a cavar y llenar los sacos, en donde empezaba el arenal, a la sombra del repecho. Mientras tanto, fui al agua, a chapotear.
Cuando Zoilo terminó de llenar los sacos, se acercó a bañarse. No cesaba de bromear, tratando de agarrarme, pero yo no dejaba que me tocara. Salí fuera y corrí por la orilla para secarme un poco. Llegué al carro, cogí la cesta y la puse sobre la manta. Pronto volvió Zoilo, muerto de hambre.
-Qué bien sabe la tortilla. Seguro que la has hecho tú. Cocinas mejor que tu madre -me decía con los carrillos llenos.
-Si tú lo dices...
-Sí, es verdad. Y este vino quita el sentido -añadió, tras beber un largo trago-. Tiene un sabor raro, pero muy rico.
-No sé. Lo trajo mi madre del bodegón de siempre.
-Pues sí, está estupendo. Oye, Chinda...
-¿Qué?
-Hace mucho que apenas me hablas...
-Tú, mejor que yo, sabrás el motivo.
-Por tonterías. Porque tu madre se ha estado interponiendo entre nosotros. Pero te juro que eso ya se acabó. Tú, Chinda, eres la que de verdad me gustas -dijo, tomando otro trago generoso.
-¿Ah, sí? Pues, cuando quieras, empiezo a desnudarme -le contesté irónica.
Zoilo se me quedó mirando embelesado, con sonrisa bobalicona.
-Es...pera, mumu...jer -tartajeó, mientras daba fin a la botella-. ¡Qué bubu...eno es...tá el jojo...dío!
Zoilo se quedó un instante mirándome como traspuesto y, en seguida, se desplomó de espaldas sobre la manta, atacado de un súbito amodorramiento. El narcótico añadido al vino, había actuado rápido. Sin pérdida de tiempo, plegué los dos lados de la manta sobre él, cubriéndolo del todo. Me senté a horcajadas encima suyo. Le cubrí la cara con un cojín y apreté furiosamente con todas mis fuerzas un buen rato, hasta asfixiarlo. Luego, lo llevé arrastrando hasta la hoya que él había cavado. Tiré de un lado de la manta y el cuerpo rodó, encajando en el hueco, como hecho a su medida. Quedó con la cara, amoratada y arroalada de arena, mirando con ojos sanguinolentos hacia arriba. Recogí su ropa y se la eché encima. Ni pájaros siquiera se veían por allí a aquellas horas de canícula. Con la fuerza de la rabia acumulada durante tantos años, en un instante vacié sobre él los sacos, quedando sepultado bajo un metro de arena.
Sentí una rara satisfacción y tranquilidad. Tanta que me entretuve en alisar la arena, dejándola como si nadie la hubiera removido. Las chicharras guitarreaban cansinas. Recogí todo y me marché con el carro al lento paso de la mula.
Entré en el corralón y coloqué los sacos y la pala en su sitio. Subí al comedor con la cesta. Mi madre dormitaba, sentada en la butaca.
-¿Cómo has vuelto tan pronto? -preguntó, abriendo los ojos- ¿Y Zoilo?
-No sé -le contesté-. Después de comer y beberse el vino, se enfureció y me gritó que estaba harto de aguantarnos: a tí, a mí, a la niña y al maldito trabajo de la trapería. Después echó a correr entre las encinas y desapareció. Quizás no vuelva nunca más.
-No, Chinda, eso no puede ser. Zoilo jamás haría eso. ¿Qué haríamos nosotras sin él? Ya verás cómo vuelve cuando se le pasen los vapores del vino.
-¿Y si no volviera?
-Si no vuelve será porque -como decía Cirilo, tu padre- así lo ha dispuesto el destino. Nosotras no podemos hacer otra cosa que aceptar la vida como se nos vaya presentando...
-Ya. El destino. Siempre el destino. Mañana tendré que ir con el carro a buscar desechos. La niña podría venirse conmigo y se entretendría más que en casa.
-A lo mejor vuelve Zoilo... -dijo pensativa.
-O, a lo mejor, no -le contesté-. Pero el negocio hay que seguir atendiéndolo.

A otro día, antes de que mi madre se levantara -que solía hacerlo bastante tarde- llevé a Minga al cuarto de Zoilo, la acosté y le di un vaso de leche con unas gotas de somnífero. Al pasar por el almacén cogí una barra de hierro, fuerte y larga como de un metro, y la cargué en el carro. En seguida marché con él hacia el vertedero.
A pocos metros de allí, muy cerca del arroyo, hay un viejo pozo negro, al que van a parar las aguas sucias de la vecina granja de cerdos. Mi padre me contó que, en cierta ocasión, él bajó con una escalerilla de mano a verlo por dentro. Tiene dos cámaras separadas por un muro, con una rejilla abajo, que sirve de coladera. En la primera cámara se quedan los residuos más sólidos que entran en ella por un angosto colector; en la segunda se filtran las aguas con la arena del fondo y luego salen por un desagüe a dar a una acequia que va a parar al arroyo.
Apresuradamente, metí el hierro por la argolla de la losa que tapa el pozo. Apalanqué y traté de levantarla. Me costó gran esfuerzo removerla, pero logré apartarla de la abertura.
Rápido volví a casa. Eran ya más de las diez de la mañana y Pascuala aún estaba acostada. Entré en el dormitorio gritando:
-¡Madre, madre! ¡La niña se ha caído al pozo!
-¿Qué dices? ¿Qué pasa? -preguntó espantada.
-Sí. Se ha caído en el pozo negro, el de la granja.
-Pero ¿y cómo ha sido eso?
-Mientras yo rebuscaba en el vertedero, ella jugaba por allí cerca. La tapa del pozo estaba quitada de su sitio y se ha caído por el agujero. ¡Vamos rápido en el carro!
Le di palmadas a la mula y el carro salió zumbando. En seguida llegamos al pozo. Pascuala corrió hasta el borde de la abertura, se puso de rodillas y agachó la cabeza intentando ver el fondo del pozo, mientras gritaba: "Minga, hija ¿estás ahí?"
Había llegado el momento decisivo que el destino le tenía reservado a mi madre. Le puse el pie en la espalda y le empujé con fuerza. Mi madre dio un grito que se mezcló con el gdolpetazo de su cuerpo contra el cieno, seguido del barboteo de sus lamentos. Sin pérdida de tiempo arrastré la losa y tapé la entrada.
Miré a mi alrededor con la mayor serenidad. No se veía a nadie. Era el día de Santiago y la gente no trabajaba. Allá a lo lejos se divisaban los encinares en torno al pantano; más cerca la fuente de los cañizos; y, a mi espalda, el pueblo, como un cuadro de tiza y almagre. Sonaban las campanas de la torre. No sé si tocaban a misa o a muerto.
Volví a casa. Desperté a Minga que aún dormia. Al pasar por el almacén recogí una caja grande, de cartón. Lavé y peiné a la niña y le puse un gracioso vestido de florecitas y volantes.
-¿A dónde vamos, mami?
Así me llamaba siempre. Ella no tenía claro si su madre era yo o Pascuala.
-De viaje -le dije-, y se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.
-¿Y Pascuala y Zoilo?
-No vienen.

Después me di prisa en meter, en una maleta, ropa mía y de la niña, así como el dietario de mi padre y el dinero que había en la alacena. En la caja coloqué mantas, así como algunos utensilios de cocina y cosas de comer. Llevé los bultos al corralón y los cargué en el carro, que cubrí con un toldo. Subí por Minga y su cesto de dormir. Finalmente, todo bien colocado en el carro y Minga sentada dentro del cesto, salimos fuera, cerré las puertas y emprendimos la marcha.
Entramos en la carretera comarcal con dirección al nordeste, aunque con rumbo incierto. La mula trotaba alegre, subiendo la suave cuesta hasta coronar el cerro. Desde allí pude contemplar, por última vez, aquel pueblo donde comenzaron mis desdichas, pero también mi lucha contra la tiranía del destino".

Y éste ha sido otro capítulo de la historia de Pascuala y su familia, que nos mandan nuestros amigos Don Quijote y Tinterico. Ya veremos si, en el próximo, la fortuna se compadece un poco de esta gente. Pero, como esta noche es nochebuena y mañana Navidad, saca Lucas la botella y yo me pongo a ladrar. ¡Feliz Navidad y un cariñoso guau!. Toby.

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