El miedo

miércoles, 14 de marzo de 2007


-Como la ventolera de los últimos días parece haber amainado, y hoy domingo 11 de marzo luce un sol de precoz primavera que invita a salir del agujero a todo bicho viviente, ¿qué te parece, tinterillo, si nos damos un garbeo por el mundo para estirar las piernas y aprender algo nuevo? ¿Has viajado alguna vez en tren?
-Sí, claro, igual que vuestra merced mi señor Don Quijote, cuando nos trajeron de Andalucía; pero como vinimos metidos en una caja, yo al menos no me enteré de nada.
-Es verdad. Pues oye. Hoy que Edu y familia están fuera, podemos hacer un viajecito en tren.
-El tren ultrarrápido La Mancha-Exprés pasa por la estación del pueblo a las diez. ¿Qué apariencia desea que adoptemos?
-Hoy tengo ganas de marcha, tinterillo, así que elige bien.
-¿Le hace de pareja folklórica?
-No sé qué es eso, pero vale si es de tu gusto. ¡Ajajá! Ya está.

Don Quijote quedó transformado en alguien parecido a un pariente de Chiquito de la Calzada, con camisa floreada, pantalón a cuadritos muy ajustado, sombrero cordobés y flamante guitarra. Yo con bata de cola blanca con lunares rojos, pañuelo y clavel en la cabeza, y unas castañuelas ligeras como ratones con calambre. Menos mal que Toby tampoco estaba en casa. Salimos a la calle. La gente nos miraba con curiosidad. Dos chicas con gafas se acercaron a pedirnos un autógrafo. Llegamos a la estación. Sólo había un hermoso gato blanco, tumbado al sol. Pronto apareció el tren, igual que una enorme pitón hambrienta. Subimos en el vagón de cabecera y ocupamos los dos primeros asientos de la derecha, de espaldas a la cabina del maquinista y de cara al resto de los viajeros. Al otro lado, también mirando a los viajeros, estaba sentado un hombre con aspecto de monje o disciplinante, con hábito negro y capuchón calado hasta las cejas, enfrascado en la lectura de un libro viejo. Los demás pasajeros del vagón, unos cincuenta, hombres, mujeres y algún que otro niño, los veíamos serios y con mirada ensimismada o perdida en el paisaje. El tren arrancó como un obús. Don Quijote me miró interrogante. Yo pregunté al del capuchón:
-Perdone, ¿este tren va a Barcelona?
-¿A Barcelona? Je, je. -contestó sin levantar los ojos del libro.

El tren alcanzó en seguida una velocidad insospechada. Apenas podíamos distinguir por la ventanilla lo que parecía adivinarse en la lejanía. Nuestro asombro creció al observar cómo el tren pasaba brincando el Estrecho de Gibraltar, se adentraba por las arenas del desierto, subía y bajaba dunas, atropellando espejismos y cuanto encontraba a su paso.
-Mira, tinterillo, un camello.
-Perdone, pero eso es un dromedario.
Llegamos a las playas atlánticas. El tren surcó el océano en medio de un cañón de espumas.
-¿Ese nadador no es David Meca?
-¿Y quién es ése?
El tren se deslizaba, ahora, limpia y serenamente sobre la superficie marina como una tabla de shurf. Entramos en América del Sur. Gracias a los muchos árboles talados no tuvimos problema para atravesar la amazonía. En seguida nos presentamos en el polo norte. A nuestro paso los icebergs saltaban por los aires, hechos añicos, tampoco sin problema porque estaban blanditos. Cruzamos Siberia, escalamos el Himalaya como una montaña rusa.
-¡Qué poco ha faltado para pillar a esa hermosa cabra con barbas!

Llegamos a Nueva Zelanda hasta el pie de un imponente volcán. El tren no se detuvo, sino que fue subiendo en espiral hasta la cumbre. Allí se abría brutalmente un inmenso cráter de negras fauces. Fue entonces cuando el tren se paró, quedando colgado en la cima como un cangilón en lo alto de una noria fantástica. En ese momento el hombre del capuchón se levantó del asiento, abrió la puerta de la cabina y dijo en alta voz:
-Mirad. Como podéis comprobar, este tren no lleva maquinista. Yo soy quien lo dirige. Todos vosotros sois mis esclavos. Mi trabajo me ha costado. Día a día, minuto a minuto, he logrado meteros el miedo en el alma, de una u otra forma. Sois míos, no tenéis libertad. Por eso ahora os bajaré conmigo hasta mi reino.
Don Quijote que, la verdad sea dicha, llevaba un viaje muy calladito, no pudo contenerse:
-Un momento, caballero de la fúnebre túnica y altaneras ínfulas, ¿a quién dice que le ha metido miedo?
-A todos los que viajáis en este tren. ¿Quieres pruebas? Mira el rostro de pánico de cada viajero. No importa la profesión o actividad que hayáis ejercido. Aquí hay de todo: médico, albañil, actriz, piloto, bombero, modelo, político, cirujano, pintor, cantante, conductor de autobús, de tren, profesores, estudiantes, amas de casa, jubilados, etc., pero todos coincidís en sentiros fracasados, atenazados por el miedo, faltos de fuerzas; notáis que la voz se os apaga en vuestra seca garganta, que os tiemblan y os sudan las manos, que os falta el aire, que la mente se os queda en blanco, y que os domina un sentimiento de incapacidad, de no servir para nada... Sois obra mía y por eso os llevaré conmigo en el tren, recorriendo los nueve círculos dantescos hasta el fondo del averno. ¡Ja, ja, ja!

Tras esta perorata, Don Quijote le replicó.
-¿Ah, sí? Pues debe saber, don malasombra, que sentir miedo es una afección muy humana, y lo que no es humano es provocar la enfermedad del miedo, cosa propia de microbios y bacterias malignas, a los cuales hay que aplastar como a asquerosas chinches. Así que, ahora, mi prima Mariquilla Castañuela, yo y todos estos respetables pasajeros vamos a despedir a vuestra insoportable Pestilencia, dedicándole una canción en cada uno de esos círculos que, por cierto, ya ha tenido tiempo su bajeza para restaurarlos un poco desde que Dante los visitó.

Dicho esto, Don Quijote se volvió hacia los pasajeros, improvisó unos acordes con la guitarra y entonó la canción Clavelitos. Los rostros se transfiguraron con preciosas sonrisas; las voces vibraban entusiasmadas; yo tocaba las castañuelas frenéticamente. El tren se despendoló girando por los apepinados círculos. En el segundo círculo cantamos ¡Ay Macarena!. En el tercero Dónde estará mi carro. En el cuarto, Don Quijote arreó un guitarrazo al tío del capirote, sentándolo de culo. En el quinto, el tío del capirote saltó en marcha desde la cabina al abismo. En el sexto, uno de los pasajeros -que aseguraba ser maquinista recuperado- tomó los mandos del tren y enderezó la ruta antes de llegar al séptimo círculo. Mientras todos cantábamos y bailábamos Suspiros de España -que, por cierto, su autor es paisano mío- el tren emprendió un recorrido subterráneo delicioso, camino de las antípodas. Al cabo de media hora y tres minutos salimos por la Cueva de Montesinos. El experto maquinista, ya libre de sus miedos, colocó el tren en su vía de cada día. A Don Quijote y a mí nos dejaron en la estación del pueblo entre besos, abrazos y alguna lagrimilla, y ellos continuaron felices su viaje.

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