Monotonía

martes, 27 de febrero de 2007


¡Ahhh! ¡Qué modorra siento! Y eso que llevo una semana durmiendo. No se oye nada. Sólo un imperceptible tamborileo en el cristal de la ventana, como si lloviera. No veo a don Quijote, ¿dónde estará? He pronunciado la palabreja mágica y ya estoy visible con aspecto de encantador de serpientes (algo me ha debido de fallar). Ya salgo del tintero. ¿Qué veo? ¡Pero si está don Quijote sentado en la cama de Edu leyendo un libro!
-¡Buenos días, don Alonso! Veo a su merced muy aplicado en la lectura, en esta mañana tan...
-Calla, tinterillo, no espantes mis reflexiones sobre el poema que estoy leyendo, que ni pintiparado para este tedioso día de febrero.
¿Qué poema?
-Escucha. "Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales..." Y me ha dado por pensar en que la monotonía, la rutina, es la carcoma del espíritu que acaba devorando y deshaciendo toda empresa o actividad que acometemos.
-Perdone, don Alonso, pero discrepo de su merced. Pues la monotonía siempre está presente en las obras de más valor. ¿Cómo, sino con la monótona labor de meses, años, siglos, se han hecho las montañas, las arenas de las playas, los mares, los bosques, una simple espiga...? ¿Cómo se alcanza la perfección de un arte, el dominio de una ciencia, de un buen hábito y de todo lo valioso, bello y noble? Todo es obra de una lenta y trabajosa sucesión de actos rutinarios y aburridos.
-Es verdad lo que dices, tinterillo, pero también es cierto lo que digo: ¿Cuántos trabajadores, artistas, estudiantes, parejas de enamorados, gente dedicada a obras estupendas, no han acabado fracasando por culpa de esa insoportable monotonía?
-También es cierto. ¿Cuál será, entonces, el secreto para triunfar gracias y a pesar de la monotonía?
-Pues... creo haber encontrado una pista, precisamente en este poema: uno de los colegiales debe ser el autor del mismo.
-Sí, claro. El poeta está recreando una escena vivida en la escuela siendo niño. Por cierto, don Serafín -el maestro en cuya mesa estuvimos colocados muchos años- decía haber sido compañero de Antoñito Machado en ese colegio sevillano.
-Entonces, ¿qué te parece, tinterillo si nos acercamos a Sevilla y averiguamos qué pensaban Antoñito y Serafín durante aquella monótona clase de aritmética?
-¿Está loco o loca su merced?
-¡Qué va!
-Esa clase tuvo lugar el 28 de febrero de 1882 a las cinco de la tarde; o sea, hace justamente ciento veinticinco años.
-¿Y qué? Hoy día todo es posible, aparte de que, aunque sea inmodestia por mi parte, el mago Merlín fue padrino mío y me concedió algún podercillo que otro. ¿Es muy largo el camino de aquí a Sevilla?
-Mire, don Alonso, para llegar a ese colegio y fecha del 1882, tendríamos que volver al pasado en un vehículo espacial, y desandar lo andado desde entonces hasta hoy, es decir, tendríamos que dar 45.656 vueltas a la Tierra y recorrer 125 órbitas terrestres alrededor del sol en sentido contrario.
-¿Tardaríamos mucho con Rocinante?
-¿Con Rocinante? A la velocidad de la luz, tardaríamos cuatro días y medio.
-¡Huy! eso es demasiado.
-¿Pues entonces?
-Nada, tinterillo, no hay problema. Viajaremos a velocidad volitiva en un deportivo todoespacieno rojo llamazares.
-¿? ¿Y cuándo?
-Ahora mismo. Ahí abajo, junto a la acera, está el coche aparcado.
-Tendremos que ponernos un traje de aquella época...
-No hace falta. Así impresionamos más.

Subimos al todoespacieno (eso sí era un coche y no la lata de anchoas de Edu). Don Quijote se bajó la celada del casco a lo Fernando Alonso, y dio un pisotón al acelerador. ¡Madre mía qué impresión! La tinta se me heló en las venas.
-¡Más despacio, don Alonso, que ahí abajo se ve un coche de la guardia civil!
-Ya hemos llegado.
-Jolín qué rápido. Pues, es verdad, ese es el colegio, igualito, igualito que el que me describió don Serafín.

Bajamos del coche. Don Quijote con su armadura, yo con turbante, pero los peatones decimonónicos ¡ni caso!. Entramos en la clase. Era como en el poema: el cartel de Caín y Abel, el anciano y enjuto maestro vociferando, los niños cantando a coro la lección, y la lluvia cayendo menuda y monótona sobre los cristales...
-Ese niño de ojos soñadores debe ser Antoñito.
-Sí, y el pequeñajo de al lado, Serafín.
-Pues, venga, vamos a colarnos por los oídos del poetilla.

Nos introdujimos hasta su pensamiento, que en aquel momento era un precioso paisaje de la pampa argentina en una noche de verano. Una hermosa luna de calabaza se columpiaba en el cielo. Los grillos cantaban a coro su eterna canción. Antoñito hurgaba en los agujeros y acercaba el oído. Al fin se detuvo en uno mostrando gran atención. Nosotros también acercamos nuestros oídos. Su canción era una sucesión de bellos poemas.
Luego entramos en el pensamiento de Serafín. El niño se veía a sí mismo paseando una mañana de primavera por un parque sevillano. Se detuvo a observar una crisálida que había en un naranjo. Se acercó hasta rozar su nariz con ella y la vio soñando con el canto de la fuente que a su lado manaba sin cesar.
Y también visitamos el desván de la mente del anciano maestro. Lo vimos contemplando, extasiado, cómo se iba formando una blanca estalactita.
Finalmente, nos salimos, de puntillas, y volvimos al coche.
-¿Te has dado cuenta, tinterillo, de qué es lo que transforma a la monotonía en una fuerza festiva y creadora?
Antes de que llegara a contestarle, ya estábamos de vuelta, sobre la mesa de Edu.
-El afán de alcanzar algo que nos gustaría tener -dije yo.
-Y la fantasía -añadió don Quijote.

2 comentarios:

Durrell dijo...

Siempre tan sabio Don Quijote, que monótona sería nuestra vida sin la fantasía....

Anónimo dijo...

Como un día se le ocurra a Benengeli pedirme cuentas por las tonterías que le hago decir a Don Quijote, me voy a enterar. Gracias Durrell por tu comentario.