¿Tintero?... ¿jubilado?...

lunes, 11 de diciembre de 2006


Sí señor, nadie se lo va a creer, pero esa es la verdad: soy un tintero jubilado. ¡Cómo pasa el tiempo! Seguro que la mayoría de los niños del siglo veintiuno no sabe lo que es un tintero, o si lo sabe, lo considera como un objeto medieval.

Desde luego a mí hace muchos años que me fabricaron, pero parece que fue ayer. Quien me trajo al mundo fue un artesano andaluz, o mejor, un artista. Me modeló en reluciente latón dorado, formando parte de un gracioso grupo que representa la escena de don Quijote velando las armas. Yo soy el pilón abrevadero; don Quijote está a mi lado sujetando la lanza (la pluma) que tiene inmersa en mí.

He pasado por muchas manos, por lo que he visto y oído de todo: hechos y dichos de todos los colores, sensatos y disparatados, con sus efectos correspondientes; lo que me ha ayudado a enriquecer mi experiencia, pulir mis juicios, y convencerme de que siempre queda algún insignificante motivo para reirse; y yo, a pesar de mi aparente seriedad de tintero, suelo reirme por dentro.

Mi primer dueño fue un docto maestro de escuela, don Serafín, quien me colocó sobre la mesa desde la que enseñaba. Yo era la admiración de los alumnos y la envidia de los humildes tinteros de los pupitres. Entonces no existían los vulgares bolígrafos que más tarde aparecerían, ni abundaban las ruidosas máquinas que escriben a martillazos, ni menos aún los ordenadores (que no sé por qué se llaman así, pues creo que, en vez de ordenar, desordenan las cabezas).

En aquella época escribir era un arte. Los niños disfrutaban comprando las plumillas -de corona, de picopato, de letra gótica...-, el palillero, el papel secante, etc.

En las escuelas, cada pupitre contaba con uno o dos tinteros, de plomo o de pedernal, con forma de sombrerito de copa invertido, encajado en su correspondiente agujero. Al maestro se le solía olvidar rellenarlos con tinta, dando lugar a incidentes como el que presencié en una ocasión:

Terminada la jornada académica, don Serafín dejó encerrado en la clase a un chavalin, por no haber hecho los deberes. Pasada una hora, el niño sintió ganas de orinar. Yo lo veía moverse inquieto en su pupitre. Luego saltó del asiento y, ante mi asombro, lo veo que saca la pilila y se pone a rellenar los tinteros, meándose en cada uno de ellos; incluso tuvo la osadía de subirse en la mesa y echarme encima una cálida rociada que, lo confieso, agradecí, pues era una fría tarde de diciembre. Lo misterioso fue que, a otro día, los niños escribieron el dictado y don Serafín sus notas sin ningún problema.

¡Qué tiempos aquéllos! Ya digo, he tenido varios dueños. El penúltimo, un alcalde cazurro quiso jubilarme del todo. Yo me hallaba, feliz, presidiendo orgulloso un artístico escritorio bargueño en el salón de plenos del ayuntamiento; pero el edil cerril (perdón por la rima), dándoselas de moderno, me vendiió junto con el mueble en el rastro madrileño. Lo positivo para mí fue que allí acabé saturándome de experiencia. Y mi gran suerte fue que, un buen día, un estudiante de informática se encariñó conmigo y me compró por tres euros; me llevó a su casa y me colocó sobre su mesa, junto al ordenador. Ahora, aunque estoy jubiladísimo, él ha tenido la deferencia de invitarme a contar lo que se me ocurra. Pues, nada, ¡ya he empezado!

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